DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


TRASCENDENCIA Y EXCLUSIVIDAD DE DIOS
EN SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Sebastián López, OFM

 

Partiendo de la expresión de san Francisco: «Deus meus et omnia», «Dios mío y todas mis cosas» (Flor 2), el autor hace un análisis profundo, teológico, de lo que Dios era en el pensamiento y en la vida del santo. El texto original de este estudio lleva un aparato científico amplísimo; sus trescientas notas, tomadas en su casi totalidad de los escritos y de los primeros biógrafos de Francisco, hacen que el discurso del artículo venga a ser una ilación lógica y armoniosa de las palabras del santo. Nosotros, siguiendo la tónica de nuestra revista, prescindimos de notas y citas. Quien desee penetrar más intensamente en el alma de Francisco, a través de sus escritos, encontrará una gran ayuda en las notas del texto original.

Texto original: Dios mío y todas mis cosas. Transcendencia y exclusividad de Dios en san Francisco, en Verdad y Vida, 28 (1970), 47-82.

«Dios mío y todas mis cosas» es una expresión que, para muchos, encierra algo muy fundamental de la espiritualidad de san Francisco. Es verdad. Pero con tal de que se la comprenda en toda su incalculable riqueza, en toda la amplitud de sentido con que la entendió y vivió el Pobrecillo. Todos los santos son «vir Dei», hombres de Dios. Existencias expuestas voluntariamente, decididamente al fuego de la gloria de Dios. Descubrir y explicar en ellos la absolutez, la trascendencia y exclusividad de Dios en sus vidas, es acertar con la razón de su santidad y hasta con el grado de ella. Esto es lo que quisiéramos ver en Francisco.

Indudablemente que Francisco es uno de los santos que más han contribuido a acercarnos a Dios, a hacernos conscientes de su Humanidad. Como si el Cristo resplandeciente de majestad de los ábsides de inspiración bizantina abandonase su gloria y, gracias a Francisco, aunque no sólo a él, se colocase al lado del caminar de los hombres, compañero del dolor y la fatiga, igual que de la alegría y el gozo. Francisco es para siempre el santo de la cercanía de Dios, de su humildad. Pero por eso mismo es también el santo de su gloria y majestad, de su absolutez y exclusividad. Porque las dos cosas van inseparablemente unidas. Si Dios es para él el sublime condescendiente, es también el sublime trascendente. Nuestro estudio quiere, precisamente, destacar en el pensamiento y en la vida de Francisco la trascendencia de Dios, su majestad. Y como consecuencia, la exclusividad con que se le imponía en su existencia. Hacer ver cómo Dios era la admiración, el asombro, la maravilla de Francisco. Su alegría y su ocupación absorbente. O como dice Celano, su suficiencia, su ocio o vacación. Así el Pobrecillo aparecerá como ebrio de Dios, invadido y ocupado enteramente por su gloria, por su presencia. Sin lugar y sitio para algo distinto de Dios.

Nuestro estudio será preferentemente sintético. Un análisis más detallado de las afirmaciones que hacemos a lo largo de él, lo dejamos para otra ocasión. Los escritos del santo y las biografías primitivas, éstas en menor medida, serán las fuentes de nuestra investigación.

Giotto: Visión del carro de fuego (LM 4,4)

I. TRASCENDENCIA DE DIOS EN SAN FRANCISCO

a) DIOS, ALTÍSIMO

Ningún otro nombre aplica Francisco a Dios más frecuentemente, si exceptuamos «Dios» y «Señor», que el de Altísimo. Dato que nos introduce en su visión trascendente de Dios. Dios está sobre todo. Es el enteramente Otro. Francisco ha visto esta lejanía de Dios con entera lucidez. Algunos textos nos lo harán ver con claridad. En el capítulo 23 de la Regla no bulada dice:

«Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno (cf. Lc 18,19), piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria...» (1 R 23,9).

Un poco más adelante de la misma Regla y capítulo:

«... y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos... al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman a él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén» (1 R 23,11).

En la Carta a todos los fieles:

«... porque él es nuestro poder y nuestra fortaleza, y sólo él es bueno, sólo él altísimo, sólo él omnipotente, admirable, glorioso y sólo él santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos. Amén» (2CtaF 62).

En las Alabanzas del Dios Altísimo:

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas. Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra. Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero. Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción. Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio. Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador» (AlD 1-6).

Y en el Cántico de las Criaturas:

«Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 1-2).

Hemos querido transcribir todos estos textos para que, a simple vista, a sola lectura nos descubra lo primero y principal que era en Francisco la visión trascendente de Dios. Para caer en la cuenta de cómo Dios era su asombro constante. Sean más o menos originales dichos textos, son ciertamente los que, como nos consta particularmente de las Alabanzas que se han de decir en todas las horas del Oficio, del Cántico de las Criaturas y de las Alabanzas del Dios altísimo de Fr. León, expresaban con frecuencia su postura frente a Dios; esto aparece claro si se tiene en cuenta la frecuencia con que recitaba dichas «Laudes», o imponía su recitación. Eran la expresión de su fe viva, reflexiva, asombrada en la absoluta trascendencia del Dios tres veces santo.

En los textos citados, a los que hacen coro en tono menor algunos otros, los nombres que da a Dios apuntan, de por sí, a su esencia metafísica.

El nombre de «DIOS», exceptuados aquellos lugares en los que entra en frases hechas y de uso corriente, revela una significación trascendente; ya por los adjetivos que lo determinan; ya porque frente a él se exige el servicio, la adoración, la reverencia; o porque va unido a la idea del juicio; o de la santidad intangible de la divinidad, que hacen ver la propia pequeñez e indignidad. Dios es, también, el nombre de la Divinidad considerada como origen de todo don y gracia.

«SEÑOR» se presenta casi con las mismas características. Nos revela igualmente la trascendencia divina. O porque va unido al nombre de Dios, o a su actividad creadora: es el Señor de todas las cosas, de quien nos viene todo, y a quien, como Señor, hay que devolver todo: alabanza, adoración, servicio. En Él, además, ha de estar puesto el corazón. Como se ve, las mismas ideas que conectaban con el nombre de «Dios» son las que hacen referencia también al de «Señor».

El nombre bíblico de «Rey del cielo y de la tierra» aparece seis veces en sus escritos, como ya hemos indicado. Su trascendencia viene significada por el hecho de aparecer ligado a otros nombres o adjetivos que subrayan dicha trascendencia, o también, así en los salmos del Oficio de la Pasión, conectado con la idea de poder.

«Omnipotente», además de ser uno de los adjetivos que con más frecuencia califican el nombre de Dios o Señor, es también nombre propio del que, con su poder, sostiene nuestra flaqueza.

Por último, nos encontramos con los nombres de «Trinidad» y «Unidad». Siempre aparecen juntos, y siempre como expresión de la vida íntima y más profunda de Dios.

Lo expuesto anteriormente no quiere decir que dichos nombres con que Francisco nombra a Dios sean, precisamente, el término de una reflexión racional del santo. Nos parece que no son otra cosa que la expresión tomada del vocabulario corriente, en definitiva de la Biblia y de la liturgia, de su propia experiencia, más que nada de la visión de Espoleto (2 Cel 6; TC 6). Allí entrevió él, de modo definitivo, la primariedad y principalidad de Dios; en otras palabras, la infinita distancia que separa a Dios de sus criaturas. Esto mismo le sucede con los nombres que señalan directamente lo personal en Dios, a los que casi siempre añade un adjetivo que subraya su trascendencia: altísimo Padre celestial; altísimo Padre; Padre del cielo; Padre santo o santísimo; el Padre que habita en una luz inaccesible. Igual hay que decir al tratarse del Hijo, como veremos más adelante.

Lo mismo acentúan los distintos adjetivos que aplica a Dios. Dios es admirable, verdadero, eterno, santo, invisible, inenarrable, incomparable, incomprensible, etc., etc.

Frente a la grandeza de Dios así sentida no es extraño que confiese que «no somos dignos siquiera de nombrarle» (cf. 1 R 23,5; Cánt 2). Es la confesión más expresiva de la infinita distancia que se abre entre Dios y sus criaturas. «A su nombre, por ello, ha de inclinarse el cielo y la tierra, y todos los hombres».

«Su amor -dirá en otro lugar- es cosa tan alta y sublime que no debería tomarse en los labios sino rara vez y con verdadera necesidad; y esto con gran respeto y veneración». No se puede señalar de modo más absoluto la trascendencia de Dios. El Fascinante, el Santo adquiere aquí toda su intransferible grandeza, se viste de su gloria soberana.

Aún tratándose del Dios humanado, de nuestro Señor Jesucristo, del que no olvida que tomó realmente la carne de nuestra fragilidad y humanidad, que fue nuestro hermano, los nombres que le da subrayan, más que nada, su divinidad, su trascendencia. Es el Hijo, es Dios verdadero, es el Altísimo, el Señor, nuestro Señor Jesucristo. A ellos añade, muchas veces, adjetivos que acentúan más dicha trascendencia: santo, santísimo, único, etc., etc. Lo mismo se desprende de diversas expresiones que apuntan a su trascendencia.

La cercanía del Hijo de Dios a nosotros por el hecho de «recibir la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4) no le hace olvidar su grandeza, su divinidad. Su dimensión trascendente. Todo lo contrario. La comparación entre la grandeza divina del Verbo humanado y su fragilidad, su humildad, es precisamente la que le abre la vena de la admiración, del amor y de la entrega. Lo que da a su vida un acento dramático es ciertamente la consideración del «que siendo Señor de todo quiso por amor nuestro hacerse siervo también de todos; y siendo además rico y de majestad infinita quiso aparecer pobre y despreciable en nuestra propia naturaleza». De aquí arranca la conversión y la santidad de Francisco. Esto es lo que le decide por el Evangelio sin glosa, por la pobreza, por la pequeñez. Que el Altísimo se haga pequeño; el primero, el último, es lo que nos dio al Francisco pobre y humilde. Esta es la única e implacable lógica de su vida. La misma que en consecuencia impone a los suyos.

b) SÓLO DIOS ALTÍSIMO

La trascendencia de Dios alcanza aún más relieve en el pensamiento de Francisco por el interés que pone el santo en subrayar la exclusividad, la soledad de Dios en su trascendencia. Dios, el enteramente otro, el altísimo. Pero además, sólo Él trascendente. Sólo Él altísimo. Esta soledad de Dios en su trascendencia la señala Francisco con una serie de adjetivos o adverbios que parecen claramente intencionados: Dios es el solo, el verdadero, el sobre todo, el sin principio ni fin, el todo. De esta forma aparece mejor la inaccesibilidad de Dios, el absoluto más allá de todo del que es y se basta a sí mismo. Por eso decíamos anteriormente que aquí es de donde arranca, de esta experiencia de la totalidad y principalidad de Dios, la conversión de Francisco. Así lo entrevió él en Espoleto. Desde entonces, Dios comenzó a ser verdaderamente Dios en su vida, en su existencia diaria y concreta, en sus opciones. Dios, el primero. El absoluto.

Pero la trascendencia de Dios, su santidad es peligrosa. Dios es un fuego devorador. Dios es «celoso», su amor es exigente y duro. Es otro de los aspectos de la trascendencia de Dios que tampoco ha escapado a Francisco. Como revelación, ahí está esta frase de la Escritura citada en el capítulo quinto de la Regla no bulada: «Es terrible caer en manos del Dios vivo» (Heb 10,31), a la que hacen coro una serie bastante numerosa de otros textos, más o menos explícitamente citados por el Santo, de la Sagrada Escritura que evocan el mismo tema.

Por eso, Francisco es también el hombre del temor de Dios. Era consciente de las exigencias del Amor infinito, de los juicios de Dios para con el que no le es fiel hasta el fin. Esto nos explica su preocupación porque sus frailes sean conscientes de su responsabilidad frente al Dios tres veces santo y a sus juicios, expresada en sus continuas llamadas a la vigilancia, a la atención. Porque dirá en su Admonición 27: «Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio, allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar». El temor al Señor es la última recomendación, antes de morir, a los suyos.

Francisco se nos presenta, por tanto, como el santo de la majestad divina y del temor del Señor, de su santidad. Quizá su mejor imagen sea aquella visión de sus primeros compañeros: el alma del seráfico Padre transportada en un carro de fuego, cual nuevo Elías, arrebatado por la gloria de Dios (LM 4,4). Es la impresión que debía dejar en sus contemporáneos, un hombre seducido por Dios como Jeremías, asaltado por su santidad, consumido y derrotado por el Dios vivo y celoso.

Así aparece, sobre todo, en los momentos en que directa y exclusivamente se enfrenta con Dios, en los momentos de oración. Orando es, más que nunca, el hombre vencido por la gloria divina, postrado con el corazón y el cuerpo, dirá Celano. Anonadado ante la grandeza y majestad divinas y ante su bondad, no sabe más que adorar, alabar, dar gracias. ¡Dios mío, Dios mío!, le oye repetir incansablemente Fr. Bernardo toda la noche (Flor 2). Y Fr. León es testigo en la Verna de esta otra exclamación: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios, y Señor mío, y quién soy yo, vilísimo siervo tuyo?». La oración era para él la lucha de Jacob con el Ángel del Señor: la misma intimidad y el mismo terror ante la majestad divina que hizo exclamar al Patriarca: ¡Terrible es este lugar! (Gén 38,12-19). Una vez -cuenta Celano-, estando en oración el santo, llega a visitarle el obispo de Asís. Sin llamar intenta entrar en su celda, donde Francisco oraba. Nada más introducir en ella la cabeza, siente que un pavor sagrado se apodera de él, que le hace temblar todos sus miembros y le priva del habla (2 Cel 100). El mismo biógrafo nos lo describe como un nuevo Moisés, el rostro encendido, al salir de la oración. La oración es el momento, es el tiempo de audiencia con el gran Rey, con la majestad de Dios, que exige el más absoluto respeto. Esto nos explica su santa indignación ante las distracciones durante la oración; su respeto reverencial a los dones recibidos de Dios en la oración. Pero, sobre todo, la absoluta grandeza de Dios nos explica la cantidad de oración en su vida. Que fuese, en frase de Celano, la oración hecha hombre: «hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Que para él, vivir fuese alabar, dar gracias a Dios; única manera de dar abasto con Él.

Pero el solo Dios altísimo le reveló además otra cosa. Su pobreza y pequeñez. Así se describe: hombre vil y caduco, pequeño, despreciable, menor, inútil, indigna criatura. Suyo sólo es el pecado. Visión que más o menos claramente es la expresión de su temor santo, humilde, frente a la grandeza de Dios. De su respeto. En términos de la Historia de las Religiones, del terror sacro frente a lo numinoso.

Francisco, por ser el santo de la majestad divina, es también el santo de lo sagrado. Ya en la revelación se da esta relación íntima entre el descubrimiento de la majestad de Dios y la santidad o sacralidad de lo que se relaciona con Él. Actitud por otra parte natural en el hombre cuando se coloca frente a Dios, según lo atestigua la Historia de las Religiones. Francisco, igual. Todo lo que se relaciona con Dios, con el Altísimo, encuentra en su espíritu una postura reverencial, de temor, de veneración y asombro.

De ahí su veneración por la Eucaristía: «el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor», o «santísimos misterios», como él dice subrayando su trascendencia, su aisladora santidad. Porque dirá, expresando aún mejor esto, «nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo HIJO de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre» (Test 10). Ahí está toda la razón de la veneración de Francisco a la Eucaristía: es el santísimo Cuerpo del Hijo de Dios, de Cristo el Hijo de Dios vivo. Por ello: «¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo!» (CtaO 26). Por ello, «estos santísimos misterios quiero honrar y reverenciar sobre todas las cosas», con gran veneración. En los textos eucarísticos de Francisco hay toda una serie de expresiones que señalan la sacralidad, la trascendencia del misterio eucarístico. Así las siguientes: santísimo Cuerpo y Sangre; santísimos misterios; venerar sobre todo, con total reverencia, cuanto sea posible; colocar en lugar precioso, etc. Creemos que hay en todo esto algo muy particular de Francisco. Al menos no hemos alcanzado a encontrarlas en la tradición anterior. Lo mismo pide a los demás: «Os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 12).

Lo mismo le sucede con la palabra del Señor. También hacia las palabras del Señor su actitud y la que pide a los demás, está en la línea del respeto y veneración a que venimos aludiendo. Francisco las califica de «santísimas», porque es al Señor a quien en ellas honramos; y porque en virtud de las mismas se realiza el sacramento del altar.

Por eso, ante la santidad de la palabra del Señor, Francisco toma y quiere que se adopte una actitud de respeto, veneración. «Amonesto a todos mis hermanos y los animo en Cristo para que, en cualquier parte en que encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y, por lo que a ellos respecta, si no están bien guardadas o se encuentran indecorosamente esparcidas en algún lugar, las recojan y las guarden, honrando al Señor en las palabras que habló» (CtaO 35-36). Veneración y honor que ha de ser «sobre todas las cosas»; en cualquier lugar. Veneración de la que nos ha dejado más de un ejemplo. Por esta razón, porque nos administran la palabra de Dios, quiere que se honre a los sacerdotes y a los teólogos (cf. Test 13).

El Dios altísimo se acerca también al hombre en el sacerdote. Sus manos confeccionan el sacramento del altar, lo único visible, corporal del Hijo de Dios; y ellos además pronuncian, anuncian y administran las santas palabras del Señor. Son, pues, los otros cristos: «veo en ellos al Hijo de Dios». Desde esta fe en la dignidad sacerdotal, en su sacralidad, se exige y exige a sus frailes, a los demás, una actitud de respeto, de veneración, de temor y amor. En definitiva, mirarlos como a sus «señores». Postura que debe impedirles el juzgarlos aunque sean pecadores. Veneración que debe estar a la altura de su dignidad sobre todas: tanta cuanta es su dignidad. Lo mismo podríamos decir de las iglesias y utensilios sagrados.

J. Segrelles: Francisco ora en casa de Bernardo (Flor 2)

c) DIOS, EL BIEN SUMO

Dios es para Francisco, como hemos tratado de subrayar, el enteramente otro, el altísimo. Está infinitamente por encima de nosotros, es «el-más-allá» de todas las cosas, que diría san Gregorio Nacianceno. El santo conectaba así con una de las dimensiones del Dios de la revelación, la santidad, su gloria. Y por lo mismo nos ofrece una actitud semejante a la del hombre de la Biblia, hombre asombrado, sobrecogido por la gloria y santidad de Jahvé. Pero la santidad de Jahvé es una santidad dinámica. Es ciertamente lo que le «aísla» de todo lo creado, lo que le hace distinto de todo lo existente, pero también algo que envuelve al hombre, que se le comunica. Jahvé es santo, pero también el que santifica; el aliado, el Enmanuel. También Francisco lo ha visto así. Es el santo de la santidad y trascendencia de Dios, pero también lo es de su cercanía, de su bondad. Esto es lo que quisiéramos ver en él en este apartado, su visión de Dios como bondad trascendente. No tanto el hecho de su cercanía, de sus intervenciones en la historia de la salvación, cuanto la dimensión trascendente de dichas intervenciones, de su bondad. Porque Dios es «sobre todo», el altísimo, es también el que está en todo y lo es todo para nosotros. Otra vez el «Dios mío y todas mis cosas».

«Dios es el bien, todo bien, sumo bien, el bien completo», dirá repetidamente. También aquí Francisco se coloca frente a la grandeza y majestad de Dios, vista en su bondad. Dios es el bien absoluto, por excelencia. Pero tampoco aquí, creemos, su visión de la bondad de Dios es filosófica, metafísica. El santo se coloca en el ángulo de visión de lo que hoy se llama Historia de la Salvación. Basta abrir las biografías primitivas para darse cuenta que, conduciendo aquella existencia, llevándola como en volandas, hay Alguien. En los primitivos biógrafos la bondad divina aparece siempre en relación con la vida de Francisco y la de sus frailes. San Buenaventura nos da su más exacta visión cuando llama a Dios «largo datore». Lo mismo expresa la visión de Dios como «gran Limosnero» (cf. LM 7,10). Dios es para ellos el actor constante y eficaz que lleva la vida de Francisco y la de los suyos. De verdad, el Dios de la Alianza. Lo mismo se desprende de los escritos de Francisco.

Dice en la Regla no bulada, capítulo 17:

«Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno (cf. Lc 18,19)» (1 R 17,17-18).

Y en el capítulo 23:

«Amemos... al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien.

»Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno (cf. Lc 18,19)» (1 R 23,8-9).

Lo mismo parece colegirse de las Alabanzas del Dios altísimo de Fr. León, donde después de afirmar que Dios es «el bien, todo el bien, el sumo bien», va especificando dicha bondad en distintos atributos sólo plenamente inteligibles en el contexto de la historia de la salvación: «Tú eres caridad, amor. Tú eres sabiduría. Tú eres humildad. Tú eres paciencia...», etc., para terminar confesando al Salvador misericordioso. Ningún comentario más rico que estas palabras a lo que el prefacio de la misa de la fiesta del santo llama la «altísima bondad» de Dios. Bondad no sólo estática, para sí; sino bondad dinámica, funcional, para nosotros, como hemos dicho. Aquí podíamos repetir lo que decíamos en apartados anteriores: Francisco fue creado a la luz y al calor de esta visión trascendente de la bondad suma de Dios, que lo acorralaba existencialmente a no tener más remedio que contentarse con Dios solo. Por la sencilla razón de que Dios es. Sólo Él es. ¡Tú sólo eres bueno! Dicho en términos de revelación neo-testamentaria, en la plenitud de los tiempos, al cumplirse toda profecía, es confesar: Tú sólo eres Padre.

Que Francisco haya llegado hasta aquí aparece claro, sobre todo, en el Oficio de la Pasión, además de otros lugares que no nos entretenemos en analizar por no entrar por ahora en nuestro interés. En él, a pesar de su carácter enteramente cristológico, el verdadero actor es el Padre, el «santísimo Padre del cielo», de quien todo el plan de salvación. Ahí se nos hace descubrir hasta qué punto es trascendente la bondad, el amor del Padre que tiene por objeto al Hijo de su amor, al amado Hijo, como Francisco gusta repetir. Él es la señal última y definitiva, la prueba contundente, corporal de su bondad, del «amor verdadero y santo con que nos ama». Porque a pesar de ser el Hijo de su amor, su amado Hijo, tal fue la voluntad del Padre: «que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz» (2CtaF 11). De un golpe nos coloca frente a la trascendencia de la bondad de Dios tal como se nos revela en el Evangelio: el don de su Hijo. «¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos!» (2CtaF 54). Bondad y don que se hace realidad diaria en la Eucaristía, que no es otra cosa que el descenso del Hijo del seno del Padre para nuestra salvación.

Desde esta cumbre de la bondad divina no extraña que Francisco vea todas las cosas colgadas de esa única fuente. Todo es reflejo de la bondad suma, y precisamente en cuanto revelada en Cristo. De ahí, creemos, su visión cristológica de la naturaleza, del mundo de lo creado.

También ella nos revela la suma, altísima bondad de Dios. Celano, al hablar del amor del santo por las criaturas sensibles e insensibles, dice:

«Este feliz viador, que anhelaba salir de este mundo, como lugar de destierro y peregrinación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él. En cuanto a los príncipes de las tinieblas, se valía, en efecto, del mundo como de campo de batalla; y en cuanto a Dios, como de espejo lucidísimo de su bondad. En una obra cualquiera canta al Artífice de todas; cuanto descubre en las hechuras, lo refiere al Hacedor. Se goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las hermosas reconoce al Hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita "El que nos ha hecho es el mejor". Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono... Pero ¿cómo decirlo todo? Porque la bondad fontal, que será todo en todas las cosas, éralo ya a toda luz en este Santo» (2 Cel 165).

Esta actitud de Francisco frente a las criaturas es referida por todos los biógrafos primitivos. Celano y san Buenaventura, sin embargo, dan un tinte teológico más acusado a su narración, en la que aparece Dios como «el muy bello», «el óptimo», «el soberano bien», «la bondad fuente de todas las cosas»; cosa que no aparece tan claramente expresada en los demás biógrafos. Se contentan con referir que, según el santo, «toda criatura dice y proclama: "Es Dios quien me creó para ti, ¡oh hombre!"» (LP 88).

Desde las cosas Dios aparece también como suma bondad. Son significativas de ella.

Esta es en definitiva la teología del Cántico de las Criaturas: «de ti, Altísimo, lleva significación», que encontramos además en otros escritos suyos, y que sus biógrafos recogen abundantemente, presentando a Dios como la fuente de todo don.

Dios es, pues, para Francisco, desde la redención y la creación, el bien, el sumo bien, el bien entero y total.

d) DIOS, EL ÚNICO BIEN

Pero Dios no sólo es el bien total, absoluto, por excelencia, sino también y por ello, es el único bien. Sólo Él es bueno. Como al hablar de su ser, Francisco subraya en la bondad de Dios, su soledad, la alteridad absoluta de Dios. Francisco lo expresará cargando la bondad de Dios de adjetivos que la destaquen y la singularicen. Dios es el bien «entero, total, verdadero, sumo, solo». O de otra forma, en una expresión que gusta repetir Francisco: «Nadie es bueno sino Dios» (Lc 18,19). Y que él tomaba tan en serio que no quería que nadie le llamase bueno porque sólo Dios dice y hace todo bien.

Pero lo que mejor nos revela su fe en la absoluta singularidad de la bondad divina es el sentido tan afinado que poseía de su total gratuidad. Dios es para Francisco, el enteramente gratuito, el inesperado. Se revela y se entrega de balde, aún sin haber sido llamado, antes de que se le busque, a pesar de la propia indignidad. Francisco vive de la convicción de que la elección de Dios no tiene otro motivo y razón que su bondad suma. Por dos razones que gusta repetir con frecuencia en sus escritos. Porque Dios es dueño absoluto y libre de sus dones que da y reparte a quien quiere y como quiere, movido únicamente por su bondad soberana. Y porque el hombre no es más que indigna criatura, sin otra cosa que pecado y miseria. Nadie ha recogido mejor esta visión de la absoluta libertad y gratuidad de la bondad de Dios que el autor de los Actus:

«¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor, a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre» (Flor 10).

Visión, por lo demás, suficientemente clara en los escritos del Pobrecillo.

Dios, como en la Biblia, es fundamentalmente el que se vuelve, inclina, mira hacia... el pobre, hacia el más miserable. Esto nos explica su amor por los salmos que cantaban la pobreza, por ejemplo: «Él no olvida jamás al pobre...» (Sam 9,19), y «los pobres verán a Dios y se alegrarán» (Sal 68,33). Lo mismo que su bienaventuranza de los frailes estériles (2 Cel 164). Su certeza de que Dios no necesita de lo humano, llámese ciencia o cualquier otra cosa, para realizar su obra en el mundo. Y sobre todo de aquí le nacía aquella su irresistible necesidad de alabar y dar gracias.

Pero donde su visión de la bondad de Dios, enteramente gratuita, inesperada a fuer de divina, se nos revela en toda su profundidad y fuerza es en el Oficio de la Pasión. Todo él no es más que la exégesis simple pero profunda, de cómo Dios, el Padre, se inclina hacia la pobreza de la Humanidad desvalida, en carne de pecado, del Hijo unigénito, y la hace entrar en su seno. Nada pone de manifiesto mejor hasta qué punto Dios es el enteramente otro, el siempre más grande, el que nos sobrepasa sin medida. Dios como agapé, como don inconsiderado y loco al hombre. Sólo el misterio, de la Encarnación hasta la muerte y muerte de cruz con la glorificación consiguiente, nos revela el insondable poder del amor de Dios, del Padre. Su trascendencia absoluta. Sólo ahí se nos da la medida exacta de lo que es amar. Y precisamente es esto lo que el Oficio de la Pasión subraya de un modo que parece imposible, al destacar el «sí» del Padre a la muerte de su Hijo unigénito; y el «sí» del Hijo, en medio del dolor, acorralado por los pecadores, a la muerte. Cuando se sabe que «nuestro Señor Jesucristo dio su vida para permanecer en la obediencia del santísimo Padre del cielo», se ha llegado a entrever cómo es de trascendente la bondad de Dios.

«¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos!» (2CtaF 54). «¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia!» (CtaO 27). Entonces se sabe de una vez que sólo Él es omnipotente. Pero porque ama. Su poder es el amor. Su omnipotencia es la de poder amar. Y sobre todo se sabe que «Dios es caridad», don de sí mismo, alcanzando así la novedad del conocimiento de Dios tal como se nos revela en el Nuevo Testamento. San Francisco gusta citar dicho texto del Nuevo Testamento. Precisamente esta originalidad absoluta del amor del Padre, su profundidad, la inesperada novedad que se revela en la encarnación hasta la muerte, es lo que le hacía quedar desconcertado a su solo recuerdo. Le podía arrebatadamente. Y le obligaba: «Debemos amar mucho el amor del que nos amó tanto».

Sólo Dios ama. Sólo Él puede y sabe darse hasta ese punto: « Tú eres el único bueno», porque... «Tú eres humildad». Porque sólo Dios es capaz de abajarse de tal modo.

e) DIOS, DE QUIEN TODO BIEN

Si Dios es el bien, sólo El bueno y bien sumo, todo bien nos ha de llegar necesariamente de Él. Si Dios es caridad, amor irrestañable, gratuito, será feliz dándose y dándonos. Así piensa Francisco, que vuelve a conectar también aquí con el hombre bíblico para quien Dios es el que actúa, quien interviene soberanamente en la historia de su vida y en la historia del pueblo elegido. Dios está siempre a favor de su pueblo. Como él, el Pobrecillo, se sabe y vive al abrigo de Dios, su roca, su escudo. Su presencia conductora le ha creado y moldeado enteramente. Dios es su aliado, su compañero. Celano dirá, revelándonos cómo la Alianza es una de las constantes de su vida, que «el Señor acompañaba a Francisco a dondequiera que iba». Es poner de manifiesto hasta qué extremo Dios era el actor absoluto en ella. Al mismo tiempo que nos descubre la razón de ser, la fuente, el misterio de toda ella. Dios aparece acaparando toda actividad. Hay en sus biógrafos un abundante puñado de expresiones que lo subrayan. A través de ellas, Dios aparece como el que tiene la iniciativa absoluta. Él o su gracia le revelan o inspiran, le mueven a obrar. Dios es la providencia, el cuidado de Él y de su obra. Y por lo mismo, Él es el apoyo, el refugio de Francisco y de los suyos. Todo es bien y regalo de quien nos viene todo bien. Se tiene la impresión al leerlos de que Francisco vive asediado enteramente por Dios, por su gracia. Dios es actualidad. Presencia permanente en su vida.

Es también la fe personal de Francisco. La trascendencia de Dios se le revela y la contempla en la trascendencia de su obrar. Todo lo que sucede, de Él recibe impulso y dirección. Todo lo abraza y acapara su acción soberana. «Todos los bienes proceden de Él », es un artículo de su credo que repite constantemente, igual que la confesión incansable de la intervención de Dios en su vida: «el Señor me dio», «el Señor me condujo», «el Señor me reveló»... (cf. Test). Francisco no sabe representarse su vida más que como sacada continuamente de la nada por el Todopoderoso. Orientada, sostenida por la intervención continua de Dios en ella. «Nos hizo y hace todo bien». Su presencia es ineludiblemente eficaz.

En primer lugar, acción del Dios creador que habiendo lanzado a la existencia todas las cosas, les sigue dando el ser en un hoy actual y presente. Dice en la Regla no bulada, capítulo 23:

«Amemos todos con todo el corazón... al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará...» (1 R 23,8).

La creación no es para Francisco un don de ayer, el ayer del principio, sino el despertar de la vida y de los seres como un don de la bondad suma de Dios, el gran Limosnero de nuestra necesidad y pobreza radical de cada día.

«Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.

»Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento» (Cánt 3 y 6).

Un texto de la Leyenda de Perusa editada por Cambell lo dice, si cabe, con más claridad aún:

«Y añadió Francisco: "... Por eso, quiero componer para su gloria, para consuelo nuestro y edificación del prójimo una nueva alabanza del Señor por sus criaturas. Cada día ellas satisfacen nuestras necesidades; sin ellas no podemos vivir...".

»Solía decir: "Por la mañana, a la salida del sol, todo hombre debería alabar a Dios que lo creó, pues durante el día nuestros ojos se iluminan con su luz; por la tarde, cuando anochece, todo hombre debería loar a Dios por esa otra criatura, nuestro hermano el fuego, pues por él son iluminados nuestros ojos de noche". Y añadió: "Todos nosotros somos como ciegos, a quienes Dios ha dado la luz por medio de estas dos criaturas. Por eso debemos alabar siempre y de forma especial al glorioso Creador por ellas y por todas las demás de las que a diario nos servimos"» (LP 83).

Pero la acción de Dios no se agota en su providencia, en el cuidado de su creación. Dios, además, nos ha salvado. Nos ha redimido. Esta es para él la manifestación por excelencia de su amor y misericordia. Que también es algo actual y presente. De nuestro hoy y para nuestro hoy. Cristo, como don para siempre del Padre al mundo y a los hombres, es su hoy y aquí salvador. Y por lo mismo es nuestra salvación de todos los días. Sin Él, «si no le escuchamos», «si no creemos en Él», «si no le recibimos», no podemos salvarnos. Porque por Él nos llega la palabra de Dios; por Él nos llega toda gracia; por Él damos gracias al Padre; por Él llegamos a Dios altísimo. Cristo es, por tanto, la seguridad de nuestra salvación. «El camino, la verdad y la vida», como gusta citar. La salvación y la gracia de Dios nos asedia en Él y por Él. La Eucaristía es precisamente el medio por el que «el Señor está siempre con nosotros».

Desde esta visión de la intervención de Dios a través de la creación y de la redención, tan concreta y actual, tan insistente, no nos extraña el realismo casi desconcertante de Francisco al mirar su vida bajo la acción de Dios. La bondad divina, su gracia, es un bloqueo continuo que la modela, la recrea. Toda actividad en ella es acaparada por Dios. También aquí, sólo Dios es, sólo Dios hace... De Él, por Él y en Él, todo es gracia. Tanto se tiene o se es cuanto Dios da, y no más.

Es precisamente aquí donde su fe en la absoluta trascendencia de Dios como conductor de su vida y de la de sus frailes, se nos revela con toda claridad. Para ella todo es gracia. Nada ha sucedido en su vida o en la de sus frailes que no se le pueda atribuir. La gracia del Señor le convirtió. Él le reveló la vida que debía seguir. Bajo el impulso de su gracia la escribió en breves y sencillas palabras. Los que se decidían a abrazarla y venían a él, eran un don del Señor. Gracia era también aquella fe suya al entrar en las iglesias; igual que su fe en los sacerdotes. Don del Señor era su devoción en el Oficio (cf. Test).

No se puede expresar con más viveza, más precisamente, la abarcadora acción de Dios en una vida. Su profunda cala en la vida de una persona. Pero Francisco sigue en su implacable señalar la altísima acción de Dios, ahora en plural, hacia los demás. De Él nos viene también la gracia de trabajar. La gracia del silencio. El don de la caridad. La vocación a la Orden. La vocación a las misiones. Él permite que nos alcance la enfermedad. Que nos toque la tentación. El mal que nos puedan hacer las criaturas irracionales está dosificado por Él de antemano. En Él tienen origen las virtudes todas. Hasta el uso de las cosas en caso de necesidad se deja a la gracia del Señor.

La enumeración ha sido larga, pero nada nos hace ver de forma más destacada, impresionante, la fe de Francisco en la entera trascendencia de Dios en su actividad. Sólo Él hace. Sólo Él altísimo porque todo lo puede y realiza en todo lugar. Nada había para él más cierto y seguro. «Sabía, el valeroso soldado de Dios, que su Señor todo lo podía en todo lugar». Dios altísimo porque nos sobrepasa. Pero Dios altísimo también porque nos abarca absolutamente desde todos los ángulos que encuadran nuestra existencia. ¡Qué formidable visión del Dios-con-nosotros, a nuestro favor, aliado perpetuo del hombre! Del Dios todo bien. Francisco lo ha repetido con insistencia y así lo ha ido experimentando, verificando en su vida. Los testimonios citados lo dicen del modo más concreto y existencial. Dios era de verdad para él, TODO. La fuerza de su fuerza. Lo que le hacía ser y obrar.

Precisamente por esta trascendencia de Dios en su actividad, por su absolutez en el obrar, nadie puede gloriarse de lo que realiza. Es Dios quien obra. Tanto cuanto Él impulsa, mueve o hace, hacemos y realizamos nosotros. Más, no. Lo que tenemos o realizamos no es otra cosa que don suyo, tesoro que Él pone en nuestras manos. Nada es propiedad nuestra. Todo el bien que llevan a cabo los frailes, todas sus cualidades o posibilidades, obra son del Señor. Por eso, vanagloriarse de ellos es un robo al Señor de quien todo viene. Envidiar a los demás sus talentos es blasfemia contra el Señor de todo. Porque... sólo Dios es y hace. Francisco siempre acaba ahí. Esa es la gran palabra de su vida, Dios. Esa es la única realidad de su existencia, Dios. Su verdadero mundo donde se mueve y vive, Dios.

Esperamos haber hecho ver una de las dimensiones más fundamentales del Dios de Francisco, su trascendencia. Ese asombro de su alma, de su ser entero, frente a la maravilla de Dios. Trascendencia que, por otra parte, no coloca a Dios a distancia nuestra, sino que nos lo acerca y avecina precisamente porque su presencia trasciende todo lugar y tiempo, porque alcanza el más profundo ser de los seres.

Murillo: San Francisco abraza al Crucificado

II. EXCLUSIVIDAD DE DIOS EN SAN FRANCISCO

Francisco no se quedó en la región de las ideas. Si su fe le aseguraba que Dios era el altísimo, el trascendente, el enteramente otro en su ser y en su obrar, así debía realizarse en su propia vida. La única postura lógica, razonable, era consentir a la absoluta trascendencia de Dios. Dejar que Dios fuese Dios en su vida. Dejar que Dios sea realmente lo absoluto, el primero y principal. Lo mejor. Es el monoteísmo en su dinámica. Sólo Dios único y Señor. Cuando se le reconoce sinceramente a Dios su absoluta trascendencia, con la misma fuerza y radicalidad se le admite en la vida como el absolutamente principal. Dios lo acapara soberanamente todo. Dios sólo y todo en la vida. San Francisco llegó hasta ahí. Y, además, de una forma también absoluta. Es indudablemente el «vir Dei». El hombre ebrio de Dios de modo maravilloso. Y esto hizo a Francisco. Lo volvemos a repetir. La exclusividad con que admitió a Dios y a Cristo en su existencia, la radicalidad con que les dejó toda su vida, nos explican muchas si no todas las opciones de su vida y tantos de sus rasgos característicos, peculiares. Las agruparemos bajo estos dos subtítulos: Dios TODO en su vida, y SOLO Dios en su vida.

En la exposición iremos más deprisa. Son temas ya conocidos y estudiados. Nosotros sólo buscamos subrayar en ellos la dimensión de exclusividad, de radicalidad con que Francisco los ha vivido o los impone. Su absolutez.

a) DIOS "TODO" EN SU VIDA

Frente a Dios, que lo es todo y lo da todo, no cabe otra postura que la de consentir en que Dios lo sea TODO en la vida. Lo importante y principal, Dios. Dios, centro. Y como contrapartida obligada, el hombre, siervo. Francisco no sabe ser otra cosa. Esta es su gloria. Y esa es su vida, y la de sus frailes, un servicio. Una existencia enteramente polarizada, una vez que se dejó el mundo, por el deseo de hacer la voluntad del Señor, y por agradarle. Por tener su espíritu y su modo de obrar. No debe caber en ella, no se concibe, ningún otro deseo ni gusto que Dios. Ningún otro cuidado o solicitud. TODO para Dios. Es decir, una entrega total y radical. Sobre todas las cosas. Realmente Dios, TODO.

Francisco se exige y exige a sus frailes una tensión absoluta de su espíritu frente al Dios altísimo y absoluto. Hombres de una pieza, diríamos. Hombres de una entrega absoluta, sin contemplaciones, sin distingos, sin glosas, en frase suya. Quizá nadie como Francisco ofrezca un acerbo tan numeroso de expresiones absolutas, tajantes, que bloqueen la entrega y la donación total. Así esas expresiones que llaman a la reflexión, a la atención íntima y concentrada; o también aquellas que exigen la totalidad en el don. Todas ellas no son otra cosa que distintas maneras de subrayar la decisión en el servicio absoluto. Postura natural en el hombre frente a Dios que tan bien ha encarnado el hombre bíblico, la espiritualidad cristiana, y que Francisco sin duda aprendió de ellos, hasta encarnarla de tal modo que es uno de los ejemplos más característicos de una existencia sin más explicación que Dios. Todo le parece poco. Nunca da abasto con Él. Postura y actitud fundamental que cristaliza en otras tantas que enumeramos a continuación.

1) Sus relaciones con Dios. Todas las actitudes del hombre religioso frente a Dios, se dan en Francisco y las exige a los suyos con el carácter de absolutez y radicalidad a que venimos refiriéndonos. Por eso el tiempo para Dios, la ORACIÓN, se presenta en su vida con los trazos dichos. La oración comienza por ser mayoría en su vida aún en el tiempo. Y desde luego, en principalidad: todo lo temporal al servicio de ella. Y sobre todo otro deseo el de la oración. Pero, más que nada, la oración debe ser acaparadora, debe incautarse de todo el hombre: de su memoria, de su mente, de su corazón, de su voluntad y hasta de su cuerpo. Por eso cuando especifica los distintos actos en los que puede cristalizar la oración, los presenta señalando en ellos esta totalidad con que deben coger a todo el hombre.

El siervo de Dios debe ADORARLE, siempre, en todo momento, diariamente. Nada le debe hacer desistir de dicha ocupación, que debe realizar, además, con puro corazón, con temor y reverencia, postrado en tierra. Lo mismo se diga de la REVERENCIA Y HONOR tributados a Dios. Dios debe recibir todos los honores y reverencias, de todas las criaturas. También la ALABANZA y ACCIÓN DE GRACIAS ha de darse a Dios de todo, por todos, enteramente, siempre. Todo se ha de devolver al origen o autor de todas las cosas. EL AMOR tampoco se excluye de esta tensión universal y entera. Dios y Cristo han de ser amados del mejor modo posible, con todo el corazón, en todo tiempo y lugar, sobre todas las cosas, por todos.

2) El seguimiento de Cristo, o vida evangélica, abrazada por los frailes al profesar la Regla, exige una actitud entera, una decisión radical frente a ella. No caben más o menos, la indecisión. Al abrazarla ha de hacerse «firmemente». Y una vez dejado el mundo, por su profesión, el corazón ha de ir a lo esencial. Único quehacer, no tener más solicitud que hacer la voluntad del Señor y agradarle. Por encima de todo deseo, tener el espíritu del Señor y su santo modo de obrar. No debe haber otra primacía en la vida del fraile menor. Ni otra atención que ver el modo de seguir a Cristo, ni otro estudio que el de la Regla, cuya observancia ha de ser sin componendas, sin explicaciones. Sin glosa, dirá Francisco. Con mente perfecta, firmemente, inviolablemente, del mejor modo posible, siempre, puramente, hasta en sus más mínimos detalles. Expresiones todas que acentúan la postura decidida y entera con que se ha de abrazar y observar la vida evangélica y la Regla, expresión de la misma. Celano nos dirá, confirmando este espíritu exigente y comprometido con que Francisco quería que se abrazase la Regla, que «los hermanos de entonces, que estaban muy prontos a toda obra de supererogación, no juzgaban dura o difícil esta fidelidad que habían jurado. Y es que no hay lugar para la languidez y la desidia allí donde el estímulo del amor excita sin cesar a más y mejor» (2 Cel 209). Esa es la palabra, el amor. Y así ha de aceptarse la Regla, con mucho amor, que ha de ser capaz de transformar a sus juramentados, a sus «celotes», en seres que sepan dar su vida por ella.

Esta postura general frente a la vida evangélica abrazada por la profesión de la Regla, nos explica que todo en ella, en la vida franciscana, se señale con trazos absolutos, exigentes. La pobreza y la humildad, que resumen el seguimiento de Cristo, han de ser totales, tanto subjetiva como objetivamente. La POBREZA del fraile menor, santísima y altísima, ha de ser verdadera, es decir, ha de alcanzar el despojamiento interior, y exige una adhesión total a la renuncia de todo cuanto existe bajo el cielo. Tanta es la dignidad de dicha pobreza que los frailes han de tener sumo cuidado de no recibir de ningún modo cosa que no sea conforme a esta pobreza; sólo así podrán vivir siempre como pobres. La HUMILDAD, hermana de la pobreza, ha de buscarse con verdadero interés, y totalmente ha de ponerse en juego en el trato con los demás.

Así podríamos seguir indicando otros elementos de la vida franciscana. Bastan éstos como revelación de la postura absoluta, totalmente comprometida, de entrega total que exige Francisco. Todo y totalmente para el Señor.

b) "SÓLO" DIOS EN LA VIDA

Cuando a Dios se le deja toda la vida, ya no queda sitio para otra cosa. Si Dios es TODO en la vida y toda para Él, lógicamente nos quedamos SÓLO con Dios. Dios tiene la exclusiva en ella. Dios se ha incautado soberanamente de toda ella. Es la expresión negativa de la entrega total, del servicio sin condiciones. Para que Dios sea el principal, el primero, hay que crear un vacío absoluto de todo lo que no sea Dios. Nos encontramos otra vez aquí con la absolutez de siempre. Frente al Dios-Todo, «no os reservéis nada de vosotros». «No os preocupéis de nada». «No tengáis nada». «No os apropiéis nada». La misma idea contienen los temas tan queridos a Francisco de la «puritas», de la «simplicitas», ya conocidos y estudiados por otros. Todo nos convence de la terrible seriedad con que se entregaba Francisco. La verdad de su exclamación: Dios mío y todas mis cosas. La lógica implacable que le hacía aceptar al Absoluto y Trascendente de que le hablaba su fe, con exclusividad absoluta en la soledad despiadada de un amor y entrega total.

* * *

Si al final de nuestro estudio quisiéramos acercar a Francisco, el santo de la majestad divina, a nuestra actualidad teológica, tendríamos en él un testigo, un aval más de cómo sólo un Dios trascendente puede ser inmanente. Sólo es posible una verdadera cercanía de Dios desde su trascendencia. De otro modo, a fuerza de apurar su vecindad nos encontramos con que Dios ha muerto.

Y otra lección. Hay crisis de vida religiosa porque hay crisis de Dios, de su trascendencia. De su suficiencia. Mientras, como Francisco, no sepamos que Dios apenas sirve más que para adorarle, darle gracias y alabarle, para ser sus testigos, no habremos encontrado la razón de nuestra vida.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. I, núm. 3 (1972) 52-68].

 


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