DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LA ORDEN FRANCISCANA SEGLAR
ANTE LOS DESAFÍOS DEL 2000

por Hermann Schalück, OFM

 

INTRODUCCIÓN

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias de corazón por haberme invitado a vuestro Capítulo General, que tiene en sí un tono de particular gratitud por el cierre de las celebraciones de los 20 años de la Regla aprobada por Pablo VI. La felicitación que os dirijo es que este acontecimiento fecunde vuestra vida personal y de fraternidad.

Os agradezco esta oportunidad que me brindáis porque es una oportunidad de enriquecimiento y de crecimiento recíprocos. Personalmente, reconozco que la experiencia de camino común de la Primera, Segunda y Tercera Orden pertenecen a las más bellas y animosas experiencias de mi vida.

Somos cada vez más conscientes de que en la Iglesia y en el mundo formamos parte de un gran todo, cuya riqueza de colores y cuya belleza, así como también su fecundidad espiritual, no hemos disfrutado aún suficientemente. Si consideramos los desafíos y los problemas que nos interrogan y nos provocan a dar respuestas adecuadas evangélicamente, vemos que nuestro común camino hacia el futuro tiene todavía muchas etapas que recorrer.

Quisiera comenzar con unas palabras que os son probablemente familiares: «La fuerza renovadora del Espíritu que llamó a Francisco a la penitencia y le propuso reconstruir la Iglesia, nos llama también a nosotros a la conversión continua y a servir a los hermanos mediante las obras de misericordia, dando testimonio del Evangelio en el mundo de hoy con todos sus problemas y sus esperanzas». Son palabras sacadas del mensaje con que el entonces Ministro General de la TOR, fray José Angulo Quiles, os entregó las Constituciones Generales, durante el Capítulo General de Fátima. De esta afirmación abreviada, quisiera entresacar algunos elementos sobre los que articular nuestra reflexión común, con un objetivo preciso que contribuya a reavivar y reforzar la certeza del don del Espíritu que hemos recibido como franciscanos y, vosotros en particular, como franciscanos seglares.

En este tiempo de gracia que el Señor nos permite vivir, un tiempo que «es el tiempo mejor y el tiempo peor, es la hora de la sabiduría y la hora de la locura, es la época de los creyentes y la época de los incrédulos, es la estación de la luz y la estación de las tinieblas, es una primavera de esperanza y es un invierno de desesperación» (Dokens), deseamos acoger la aportación nueva y única que los franciscanos seglares están llamados a ofrecer hoy, evangélicamente comprometidos ante «los problemas y las esperanzas» de la Iglesia y el mundo. Ya que «nosotros, cada uno según su propio modo, debemos aportar lo nuevo a la luz de la enseñanza y del servicio de Dios, y no hacer lo que ya está hecho, sino lo que todavía queda por hacer» (Martin Buber).

Por esto, llenos de entusiasmo por las palabras que el Evangelio nos dirige todavía hoy, queremos hacer nuestro aquel impulso de todo el ser que caracterizó a Francisco, y exclamar con él: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que yo en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22).

Y así, en cualquier lugar que nos encontremos, sabremos responder a la llamada del Espíritu, convertirnos a la llamada de Jesús y hacer auténtica presencia evangelizadora y profética. Deseamos vivir esto «en recíproca comunión vital», para «hacer presente el carisma del común Seráfico Padre, en la vida y en la misión de la Iglesia» (Regla OFS 1).

Subercaseaux: Francisco ora ante el Crucifijo de San Damián

I. DE DIOS RECIBIMOS TODO BIEN

San Francisco en su Testamento trae a la memoria el recuerdo de los momentos principales de su vida con la expresión: «y el Señor…». «El Señor me dio de esta manera, y… al comenzar a hacer penitencia…; me dio y me sigue dando una fe tan grande en los sacerdotes, …me dio hermanos, …me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio, y …que dijésemos este saludo: el Señor te dé la paz…» (Test 1-14.23). El Señor está en el origen de cada descubrimiento, de cada experiencia de Francisco, y celebra su vida como don del Señor, al que reconoce la iniciativa de su palpitar.

En la Regla no bulada (1 R) había afirmado con energía que todo bien viene de Dios, todos los bienes son suyos y, por lo tanto, a Él se le deben restituir.

El don fundamental para cada uno de nosotros es la vida: nosotros existimos en un determinado tiempo y en un corto espacio. Nosotros como franciscanos hemos intuido que el don de la vida es el talento que hemos de hacer fructificar en el seguimiento de Jesús, al estilo de Francisco y de Clara.

En el primer apartado de la reflexión nos detendremos a mirar, en primer lugar, el don que Dios nos hace de este hoy, de esta hora de Dios, en la que nos es dado vivir y que se convierte para nosotros en tiempo de gracia; se trata del tiempo y del espacio que nos han sido confiados y «donados». En el segundo nos detendremos, con la mirada del corazón, sobre algunos trazos específicos del don hecho por el Espíritu a su Iglesia, en Francisco y Clara, y que se convierten para nosotros en indicaciones preciosas de orientación.

1.1. HOY

Es necesario, sobre todo, situarnos en la fase actual de la historia, con atenta escucha de los signos de los tiempos, para conocer las situaciones en las que nos movemos en lo cotidiano de la existencia, junto a los otros hombres y las otras mujeres, y abrirnos a la acción del Espíritu: son las condiciones esenciales para una vida vigorosa.

El Santo Padre, en la exhortación apostólica Christifideles Laici (= Cfl), afirma que «es necesario mirar a la cara a este nuestro mundo, con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas» (Cfl 3). Mirar a la cara con realismo, diría también, con simpatía, con esperanza, en la certeza de que el amor de Dios no disminuye y continúa animando este mundo y este tiempo.

Nos encontramos viviendo una fase de la historia que tiene evidentes signos de transición. En tales momentos, el ser humano prueba la sensación de carencia de sentido y de normas, de incertidumbre y de crisis permanente.

1.1.1. «Globalización», con vencidos y vencedores

Nos encontramos frente a los fenómenos desconcertantes de la relación entre sistemas de información, de comunicación, de finanzas, de producción, frente a los cuales es estéril tanto la aceptación acrítica como el rechazo preconcebido, ya que se trata de fenómenos numerosos, frecuentemente muy positivos, pero casi siempre ambivalentes. Por ejemplo, está difundido el sentido de la conexión internacional y de la interdependencia mutua, pero no por esto disminuye el número de pobres y de discriminados existentes en nuestro planeta, ni aumenta automáticamente el sentido de solidaridad. Crece el número de aquellos que usan Internet, pero no por esto se reduce automáticamente el número de analfabetos.

La globalización en gran parte crece con el standard de la sociedad de consumo occidental, es decir, a costa de otras partes de la población mundial. La riqueza continúa corriendo en manos de pocos, con el consiguiente aumento de pobres en tasas absolutas. La pretensión de incorporar finalmente a todos en un sistema mundial, lleva a la paradoja de la exclusión de los pobres. Y, entre éstos, los ancianos y los niños son los que más sufren.

La comunicación global no impide tampoco las ideologías etnocéntricas, ni sus subsiguientes conflictos. «Las sociedades pueden multiplicarse, las comunicaciones pueden acercar los miembros, pero no es posible comunidad alguna en un mundo donde no existe un prójimo y donde no permanecen más que los semejantes y semejantes que no se miran» (E. Munier). No obstante todas las conexiones, en nuestro mundo predominan el etnocentrismo y el derecho de los económicamente más fuertes sobre los más débiles (Neoliberalismo).

Salta a la vista la real y grave cuestión de las relaciones internacionales, que no se configuran más siguiendo la relación este-oeste, sino en la desigualdad norte-sur.

Los hechos nos revelan la existencia de una feroz competencia y agresividad que determina la exclusión y el sacrificio de aquellos que no logran entrar en tal lógica. La práctica de la exclusión, que se suma a muchas otras exclusiones de los pobres, como el racismo, el sexismo, las violaciones de los derechos humanos, las varias formas de etnocentrismo, acaba por ser incorporada al sistema como su lógica y razón de ser.

La lógica de la exclusión, en cuanto no es respetuosa con el ser humano, es uno de los ejemplos elocuentes del desequilibrio introducido en la misma base de la vida. La avidez de tener, que lleva a la capitalización, el uso de los recursos naturales, a una visión utilitaria, de lucro y de acumulación, han acabado por conducir hacia otra lógica, aquella de la «depredación». El resultado es un desarrollo insostenible. El deterioro de la calidad de la vida denuncia en nuestros días «la crisis de civilización» de esta ideología del consumo.

Este desequilibrio indica una crisis del hombre en la propia capacidad de ordenar valores y relaciones con vista a una vida digna y plena, o sea, de su potencialidad plena.

Por consiguiente, vacía lo espiritual: confunde valores, prioridades y necesidades vitales, se introduce en lo artificial, hace frágil las capacidades de recrear las estructuras básicas de la vida, de descubrir nuevos estilos de vida, y, sobre todo, de acoger los anhelos de libertad y de realización de una multiplicidad de deseos hoy emergentes. Hallándose sin un soporte adecuado para estar a la altura de los desafíos del tiempo presente, el hombre está sujeto a muchas caídas y capitulaciones, como también es presa fácil de sistemas y de ideologías.

Este hombre, al mismo tiempo, se siente más libre, quizás por esta razón, con relación a los lazos tradicionales (familia, religión) que no lo haya sido para las generaciones anteriores a él. Él se siente obligado --porque no siempre tiene libertad de elección-- a cambiar de domicilio y modo de vivir, condicionado por el mercado del trabajo y por otros procesos sociales. Sin embargo, por una parte, la persona se halla rodeada de fuertes contrastes, por otra, la experiencia y la historia de la libertad de los tiempos modernos muestran cómo el hombre desarrolla una vida y una estructura existenciales aparentemente no condicionadas por el exterior: permitido y sensato es, lo que hic et nunc divierte y promete una sensación positiva. Los valores y modos de vivir tradicionales, no pierden necesariamente su valor, pero pierden su importancia exclusiva. En sustancia, vivimos una «individualización» radical de la sociedad.

1.1.2. «Sociedad de la aventura»

Hace algunos años el sociólogo Gerhad Schulze describió el escenario cultural de Alemania con la fórmula: «Sociedad de la aventura». Cuanto decía de Alemania, sirve ciertamente también para muchos otros países europeos: «En el centro se halla la estética de lo cotidiano». Las cosas cotidianas (vestidos, diversiones, coches, tiempo libre) son gestionadas de tal manera que todo conduce a la calidad de la aventura, que sea bella y provoque sensaciones placenteras. Un tal «ambiente de aventura» sustituye los ambientes tradicionales, formados según el estado social y la confesión religiosa, y crea nuevos ambientes que derivan más del estado, de la edad y, sobre todo, del estilo de vida y de la sensación de vida. Detrás de estos desarrollos existe una sensación de la vida fuertemente individualista, y, por otra parte, en relación con los otros, una tendencia hacia la orientación y la seguridad, según el movimiento «estar en relación sin lazos». Respecto a las generaciones más jóvenes, se habla, no raramente, de «egocéntrica necesidad de apoyarse». Según Schulze prevalece un «ambiente de etnocentrismo» con neta orientación hacia lo personal y contornos cerrados. Dicho más simplemente: a muchos jóvenes de hoy no les importa si ellos y otros, mañana, tienen pan y vestidos; discuten, sin embargo, sobre el tipo de pan y sobre las modas del vestido, sobre los programas de ordenadores y sobre los coches que tienen o desearían tener. La experiencia inmediata, la imagen y la sensación («feeling») casi se convierten en una «religión civil». La socialización no ocurre necesariamente según los modelos sociales y culturales. Según las condiciones de la individualización y de la fragmentación se forman, sin embargo, nuevos grupos y ambientes, por ejemplo, según el modelo de la experiencia común (club de los que hacen vacaciones en safaris) y del compromiso común en el deporte o en los servicios sociales (voluntariado). La propia vida se forma y se realiza con valores culturales y religiosos. Pero, esto no ocurre ya según modelos uniformes y existentes, sino a la carta, de manera selectiva o individual: un poco de budismo, un poco de «new age», un capítulo del Nuevo Testamento y un curso de meditación oriental.

El problema del postmodernismo no está en la esencia de la religión sino en la mezcla de diversos elementos de religiones y en el rápido «consumo» de estos elementos, casi al estilo del «fast food».

Aquí aparece muy evidente que nuestra Iglesia, con sus opciones sobre la gestión de la vida, no tiene el monopolio en este contexto.

1.1.3. Patchwork - Identidad

En este nuestro tiempo, comúnmente llamado postmoderno, los hombres definen su entidad por su vivir y su esperar, no según los grandes modelos, ejemplos y «mitos» de la tradición, ya sean éstos la religión, la familia, la moral o las carreras profesionales. En relación con la juventud de la era moderna, con su fe existencialmente puesta en el progreso, la juventud de hoy, teniendo la impronta de la cultura postmoderna, es escéptica, inquieta, sin ilusiones y, a diferencia de la generación del 68 que se había enamorado de lo utópico, llega a ser realística. Desconfía de los grandes mitos del pasado como de las promesas que deben formar el futuro. Experimenta en su propio cuerpo cuán efímeras son las instituciones, las estructuras familiares, las ocupaciones y las promesas de los hombres. No sabe si recibe un trabajo o una ocupación, lo seguro que sea el puesto o cuánto pueda durar una carrera profesional. Hallar la identidad a través de un sector tradicional (profesión, familia, religión) no es ya la regla. Se origina la llamada «patchwork identidad» (el francés: «bricolaje»), que se compone de partes individuales y de experiencias parciales y no sigue un modelo total ya existente. Como legitimación de la propia identidad, no se tiene necesariamente necesidad de las «grandes autoridades omniscientes». Desmenuzados los grandes ideales, humilladas las grandes aspiraciones, no hay puesto para los sueños, no se mira al futuro del horizonte, sino que se prefiere aferrar lo inmediato: pragmatismo y consumismo, que se convierten en las pistas señaladas sobre las que se dan los pasos de la existencia, de la que se pretende todo al momento y con el menor gasto de energías. Pero, según mi opinión, es equivocado negar a las jóvenes generaciones de hoy la capacidad al compromiso, a la solidaridad y a la fidelidad. Pues, de hecho, la juventud de hoy tiene necesidad de muchísimo espacio para «ponerse en escena», para «intentar y equivocarse» («trial and error») y para una ética del «haz por tu cuenta» («do it yourself»). La aversión contra las grandes instituciones y contra las grandes y «santas» tradiciones no significa, como a menudo se dice, que en la juventud postmoderna exista sólo el narcisismo y un extremado individualismo, al contrario, existe todavía una gran capacidad de compromiso, de altruismo y de solidaridad: sólo que a la mayoría bastan alianzas temporales. No ha disminuido la voluntad de comprometerse, sino la voluntad de decidirse de manera vinculante y por largo tiempo. Por otra parte, se debe conservar la soberanía personal.

En el contexto de este fenómeno, aparecen también manifestaciones de la llamada «nueva religiosidad». No necesariamente se caracteriza por la búsqueda de Dios, sino por la búsqueda de formas religiosas que no tienen en cuenta la comunidad, separadas de lo social, y que destacan al individuo y su intimidad. En éstas, basándose en elementos afectivo-espirituales, cuenta la búsqueda de experiencias espirituales individuales del trascendente.

1.1.4. ¿Hay espacio para la esperanza?

Nos encontramos en medio de este fluir de acontecimientos, con sus tendencias, sus tradiciones y sus grandes aspiraciones y esperanzas.

A primera vista, podría parecer que este nuestro tiempo ponga sólo problemas y obstáculos inalcanzables a nuestro deseo y a nuestro compromiso de encarnar el Evangelio, que propone valores irrenunciables de solidaridad, de gratuidad y de opciones personales y comunitarias a largo término. Sin embargo, me parece que se puede afirmar con realismo que este tiempo ofrece nuevas posibilidades al Evangelio, a la Iglesia, particularmente a la Familia Franciscana y, en el contexto, por su componente laical. Me agrada recordar a este propósito la respuesta de Juan Pablo II: «Situaciones nuevas, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas, culturales, reclaman hoy, con una fuerza particular, la acción de los fieles seglares» (Cfl 1). Conscientes de nuestra rica tradición e invitados a responder adecuadamente a los signos de nuestros tiempos, no debemos temer a nuevas y audaces iniciativas, propuestas para concretar, con fantasía y creatividad, nuevos caminos para nuevas situaciones.

Para comprender cómo esta afirmación se hace real, me parece importante dirigir un momento la mirada a otro gran don que hemos recibido, que es el modo franciscano de vivir el Evangelio.

Quisiéramos iniciar este segundo momento de nuestra reflexión haciendo propias las palabras con las que santa Clara comienza su Testamento y con las que queremos ponernos en sintonía:

«Entre los beneficios que recibimos y estamos recibiendo cada día de la liberalidad de nuestro Padre de las misericordias, por los cuales a Él glorioso debemos mayormente rendirle acciones de gracias, grande es el de nuestra vocación; de modo que cuanto es mayor y más perfecta, tanto más deudoras le somos. Por lo que dice el Apóstol: Conoce bien tu vocación» (TestCl 1).

Miramos a nuestra vocación teniendo presente, yo creo, que el compromiso al seguimiento de Jesús, siguiendo las huellas de Francisco y de Clara, no se resuelve en una simple «reproducción». Nuestra existencia se define como una «vida en el espíritu», una «vida espiritual», lo que hace que el seguimiento sea fecundo en el horizonte del presente y del futuro. Estamos llamados, por lo tanto, a una existencia creativa, que es auténtica cuando vive de la memoria. Entiendo que una «memoria» no esté reducida a un proceso puramente intelectual, sino que anime las estructuras vitales que permita un carácter celebrativo sacramental, un encuentro cotidiano con el fundamento de nuestra vida, que se experimenta en el amor de Dios. Sólo una «memoria» de la que sea garante el Espíritu Santo nos posibilita leer de manera atenta y clarividente los signos de los tiempos, nos sugiere iniciativas necesarias, creativas y renovadoras, estimula nuestras orientaciones evangélicamente proféticas.

1.2. LA VOCACIÓN FRANCISCANA

«La Regla y la vida de los franciscanos seglares es esta: guardar el Santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís, que hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida, con Dios y con los hombres. Cristo, don del amor del Padre, es el camino hacia Él, es la verdad en la cual nos introduce el Espíritu Santo, es la vida que Él ha venido a traer abundantemente» (Regla OFS 4).

Vivir el Evangelio en el seguimiento de nuestro Señor Jesucristo constituye, para Francisco, el fundamento de su vocación y, para nosotros, la identidad de los orígenes. En ella se coloca todo lo demás.

Francisco buscó en todo la conformidad con Cristo, en una total entrega al Señor, vivida y testimoniada, eligiendo las condiciones de los pequeños, en la minoridad, y sometiéndose a todos. Recordamos las «olorosas» palabras que escribe a todos los fieles en los últimos años de su vida, casi como resumen de su experiencia: «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios» (2CtaF 47).

Deseoso de conocer y realizar la voluntad de Dios, Francisco se abandona a la acción del Espíritu e invita a todos a desear, en primer lugar, el «Espíritu del Señor y su santa operación»; Espíritu que descansa y mora en aquellos que perseveran en la minoridad, en la pequeñez, como posición favorable para servir a todas las criaturas (1 R 10, 10; cf. 2CtaF 48).

1.2.1. La experiencia contemplativa

Lo que Francisco vivía y predicaba a los demás era lo que contemplaba. Para Francisco «contemplar significa tener una visión total "holística", jerarquizada y equilibrada, de lo que es en verdad, de lo real, lo que es de Dios, del hombre, del mundo y de su historia» (T. Matura). En el centro de su mirada contemplativa está el Padre, que tiene la iniciativa de la creación y de la redención y que no hace nada sin el Hijo y el Espíritu.

Permaneciendo en su radio de onda, me parece que «contemplación» significa para todos los cristianos, y no sólo para las llamadas «Órdenes contemplativas», la capacidad creativa de captar la presencia de Dios y de su Espíritu y vivir y obrar a partir de ésta. Por desgracia, persiste la tendencia a separar la contemplación de la vida cristiana en el mundo, a separar la contemplación del contexto histórico y a retener la contemplación como deber de las «Órdenes contemplativas». No existe nada más peligroso que esto. Todos los cristianos están llamados a la contemplación y deben vivir en unión permanente con el Señor y deben buscarlo en todas las cosas y en todos los hombres, si queremos realizar su misión. Vuestra Regla os aconseja: «Como Jesucristo fue el verdadero adorador del Padre, del mismo modo los franciscanos seglares hagan de la oración y de la contemplación el alma del propio ser y del propio obrar» (Regla OFS 8).

La más sublime y la más bella expresión de la contemplación ahonda sus raíces en la alabanza, en la acción de gracias, sobre todo en la Eucaristía; se manifiesta en el silencio y en la palabra, en la quietud y en el ritmo, en la oscuridad y en la luz. Sin embargo, la dimensión contemplativa no se manifiesta solamente en la oración y en la liturgia: abraza y modela toda la vida y la historia personal; como verdadero fruto del Espíritu en nosotros, es apertura a la presencia y a la comunicación de Dios en Jesucristo, en el proceso de la historia como encarnación permanente y ámbito en donde el Espíritu Santo realiza todavía su obra creadora. La contemplación cristiana abre todos los sentidos a las bellezas de la creación y también a sus profundas contradicciones: a la alegría en Dios y a los sufrimientos de los hombres y de la creación. En una palabra, la auténtica contemplación cristiana es oración, lectura de la Escritura y profunda comprensión de la historia, sensibilidad para captar los múltiples signos de la presencia de Dios, revisión constante del camino de nuestra vida y de nuestra fe. Nos habilita para tener una visión «global» (creación, redención, glorificación) y alienta siempre a obras y servicios que pueden entenderse como colaboración al plan salvífico de Dios. El teólogo franciscano medieval Juan Duns Escoto afirma que, según el plan de Dios, las criaturas son «condiligentes». El contemplativo es, por su naturaleza, creador.

Sobre esta experiencia de contemplación, debe apoyarse toda nuestra existencia; ésta constituye el eje central de nuestra forma de vida.

En la proximidad entre el Creador y la criatura nosotros auscultamos la revelación de Dios en el espejo de las criaturas y en sus «proyectos» y «signos» en el seno de la historia humana, y llegamos a ser protagonistas en su obrar. «El contemplativo, mientras, descubre el sentido último del mundo, coopera a su perfección. Entra en el gran juego de su Creador» (Eloi Leclerc).

Éstas son dimensiones que nuestra tradición franciscana cultiva en la contemplación, la cual afina la capacidad de referirse a lo real, de «verlo».

El ver nos lleva a sentirnos partícipes del gran concierto de Dios: creación e historia unidas en un escenario maravilloso, y privilegiado, de la manifestación amorosa de Dios. El ser humano es integrado en todo su ser, también en sus profundas relaciones vitales y afectivas. Por consiguiente, está igualmente unido a lo específico del franciscano una mirada amorosa, un vivir afectivo, que se traducen en simpatía y cortesía hacia todos los seres y toda la naturaleza.

La contemplación no es una práctica evidente y de fácil logro, y esto por dos motivos. Primero, porque es algo que debe cultivarse con empeño. Segundo, porque la realidad, de contemplar o que nos sirve de soporte para la contemplación, está hecha de presencia y ausencia. Es fácil resbalar con frecuencia en lo puramente periférico y superficial de las cosas. Es necesario unir el deseo de la voluntad al impulso de la inteligencia, ayudados por el silencio en sí mismos, de manera que se pueda ir más allá de lo epidérmico. Así podremos ver, captar, penetrar y profundizar, entrando con delicadeza y respeto en lo íntimo de las personas, de los seres, de la naturaleza y de los signos de los tiempos.

1.2.2. Todos vosotros sois hermanos

En la vida de san Francisco es fundamental el descubrimiento de Dios como Padre, porque determina el desarrollo sucesivo de su itinerario humano y espiritual. Desde la declaración pública en la plaza de Asís, «de aquí en adelante no diré más padre mío Pedro de Bernardone, sino Padre nuestro que estás en los cielos». La relación con el Santísimo Padre nuestro manifiesta la conciencia de Francisco, y le ayuda a comprender que «vosotros sois todos hermanos…, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo» (Mt 23,8-9, cf. 1 R 22,35-36). Todos hermanos y hermanas y todos dependientes del mismo modo del Padre celestial: es injusto, pues, que exista alguna forma de opresión ejercida por seres humanos sobre otros seres humanos. La forma de vida evangélica, alimentada por la contemplación, encuentra en Francisco su razón de ser en la vida de fraternidad. La fraternidad, la comunión de los hermanos, está constituida por el Espíritu que convoca al amor y crea la unidad. El mismo Espíritu que nos ayuda a reconocer e invocar al Padre con confianza en la relación familiar (cf. Rom 8,15), nos ayuda a acoger al otro como hermano dado por Dios. La fraternidad se abre a todos los seres humanos y a todas las criaturas; así llega a ser un signo escatológico y un anuncio de la presencia del Reino de Dios que crece en medio de los hombres.

La certeza de ser hermanos, hijos del Padre celestial, desemboca en una experiencia fundamental, la de la misericordia. En Francisco es evidente la conversión, abrazada luego como forma de vida, madurada como don de misericordia, experimentada en el encuentro con Jesús sufriente, en el abrazo con los leprosos. Francisco usa hacia los hermanos leprosos la misericordia que el señor, misericordioso salvador (AlD 13), usa para con él en cada instante. Los hermanos, por lo tanto, engendrados en el seno de la misericordia del Padre, son sus verdaderos hijos si, a su imagen y semejanza, y siguiendo el ejemplo de Jesús, se muestran misericordiosos. Las imágenes queridas por Francisco de lavarse los pies y de amarse y nutrirse los unos a los otros, como hace una madre para con su niño, manifiestan con claridad y fuerza qué es lo que debe alimentar la calidad de vida de la hermanas y de los hermanos: perdón, ternura, respeto, atención, cuidado, paciencia, servicio desinteresado…

Vuestra Regla se hace eco: «De la misma manera que el Padre ve en cada uno de los hombres los rasgos de su hijo, primogénito de muchos hermanos, los franciscanos seglares acojan a todos los hombres con ánimo humilde y cortés, como don del Señor e imagen de Cristo. El sentido de fraternidad les hará felices y dispuestos a identificarse con todos los hombres, especialmente con los más humildes, para los cuales se esforzarán en crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo» (Regla OFS 13).

1.2.3. «Id…»

Francisco ve a los hermanos como una fraternidad de peregrinos y forasteros, pacíficos y humildes, sin nada propio, que trabajan con fidelidad y devoción. De la manifestación hecha por Jacobo de Vitry: «el mundo entero se ha convertido en su espacioso claustro», resulta evidente el carácter itinerante de esta fraternidad. El lugar privilegiado de la evangelización es el mundo en sus diversas realidades, inscritas en un tiempo y en un espacio determinados. Aquí se manifiesta la conciencia de la universalidad del Evangelio, y también de la interdependencia de todos los hermanos y hermanas y con toda la creación. Tal itinerario en el corazón del mundo, conduce al encuentro con los «leprosos» del propio tiempo. Según el mismo Francisco, este encuentro forma parte del dinamismo constructivo de conformarse al modo de ser de Jesucristo y es prueba de nuestra conversión. Este encuentro lo cultivará en la atenta escucha de las necesidades de los hermanos y en la disponibilidad sin límites. La caridad será su primero e indispensable soporte; garantizará la calidad del oportuno y necesario diálogo con todos.

Los aspectos recordados son de por sí constitutivos de una fraternidad evangelizadora.

Para su vida y su acción, la fraternidad se evangeliza y se convierte en anuncio de la buena noticia de nuestro Señor Jesucristo, colabora en la edificación del Reino de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo, convirtiéndose en testimonio con la vida y con el anuncio. La calidad evangélica de la vida se convierte en elemento decisivo para la real consistencia del mismo anuncio. Éste, a su vez, en cuanto testimonio de la palabra, está fundado también en la fraternidad. Por lo tanto, si es constitutivo de nuestra vocación evangelizadora junto con el testimonio de la vida, es igualmente propio de nuestra forma de vida el testimonio de la palabra.

Francisco subraya palpablemente los dos aspectos del anuncio cuando escribe en la Regla no bulada que: por una parte, los hermanos «no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda criatura por Dios, y confiesen que son cristianos»; por otra parte, «cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios» (1 R 16,6-7).

La Regla os recuerda que estáis «presentes con el testimonio de la propia vida humana y también con iniciativas valientes, tanto individuales como comunitarias, en la promoción de la justicia, y en particular en el campo de la vida pública, comprometiéndose en opciones concretas y coherentes con la fe», y que «mensajeros de perfecta alegría en cada circunstancia se esfuercen por llevar a los otros el gozo y la esperanza» (Regla OFS 15.19).

Ante los desafíos y los signos de nuestros tiempos, pues, este anuncio se concretará en un testimonio vivo de la experiencia de Dios y de su contemplación. Con sensibilidad crítica, no se abstendrá de la debida y necesaria audacia profética. Respetuoso y solidario con el otro y capaz de discernimiento de las semillas del Reino de Dios presentes en las múltiples culturas, asumirá la dinámica de la escucha y de la oportuna inculturación.

Hemos recibido un gran tesoro, que siempre debe ser revisado. De esto dependerá el futuro de la misión que Francisco ha recibido, y que la Iglesia nos ha confiado y nos confía hoy.

Oh Señor de nuestra vida y de nuestra historia,
tu Espíritu nos haga palpar que la antigua misión,
que en verdad tú nos has confiado,
pueda todavía transformar el mundo en estos tiempos nuevos.

Tu Espíritu sea para nosotros una fuerte brisa,
nos haga navegar con intrepidez,
y dirija nuestro camino hacia nuevos horizontes.

J. Segrelles: El Capítulo de las esteras>

II. RESTITUYAMOS A DIOS TODO BIEN

En esta segunda parte del encuentro, quisiera detenerme en algún aspecto del deber que se nos ha confiado como creyentes en el Dios de Jesucristo y, en particular, como franciscanos, conscientes de que todo bien proviene de Dios, nos sentimos obligados a restituirle todos los bienes. Y esto, como nos ha recordado santa Clara, con «acciones de gracias», o sea, con profundo sentido de gratitud que se manifiesta en acciones, opciones, orientaciones de vida. De hecho, «el discernimiento no es sólo una valoración de las realidades y de los acontecimientos a la luz de la fe, es también decisiones concretas y compromiso operativo, no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino también en el de la sociedad humana» (Cfl 51).

Restituir todo bien al Señor implica, por lo tanto, un compromiso constante de discernir en qué manera, con los dones que tenemos, podemos servir a los hermanos y a las hermanas en espíritu de sencillez y de verdadera alegría. De tal manera que restituir los bienes al Señor es vivir la vida como celebración del amor en el que nos reconocemos amados y que es el amor mismo de Dios Trinidad. Esto nos constituye en profetas: personas que toman en serio la Palabra del Señor y las palabras de los hombres y ponen en su existencia signos eficaces de cómo la una fecunda y lleva a plenitud de verdad a las otras.

El ministerio profético, propio de cada bautizado, que es hecho partícipe del munus profético de Jesús por el Espíritu Santo, es sentido particularmente necesario, diría urgente, hoy. Me ha impresionado una de las últimas recomendaciones de Helder Cámara, el gran obispo brasileño muerto recientemente: «¡No dejéis que disminuya la profecía». Es una invitación con la que me encuentro en plena sintonía y que creo es importante dirigirnos recíprocamente para mantener la conciencia de ser llamados para responder a las esperanzas de nuestro mundo, ya sean explícitas o implícitas.

El seguimiento de Jesucristo abrirá nuestros ojos a una nueva visión, a nuevos valores, a nuevas prioridades, a nuevos criterios. Nuestras obras están lejos de agotar toda la grandeza y la potencialidad del Reino de Dios, por lo que siempre hay espacio para la creatividad: una creatividad que nos vea colaboradores, no concurrentes o rivales.

Nos sentimos interpelados a trabajar juntos por un proyecto común, cuyo objetivo central es el de hacer evidentes y operantes los signos del Reino de Dios presentes en el mundo. Y esto con un estilo típico franciscano, que pone el acento, sobre todo, en la atención sincera a la levadura de vida, en la promoción de todo lo que puede desarrollarse, crecer y hacer crecer, en mirar con el corazón la realidad para obrar el bien. Todo esto en la sencillez: no entendemos colocarnos en un plano de superioridad y dejar caer desde lo alto nuestras palabras, no perseguimos proyectos complicados o altisonantes, no buscamos fama o gloria. Ofrecemos lo que somos y tenemos, con sinceridad y competencia, recordando que conviene hacer bien lo que se hace (cf. Gaudium et Spes, 43). Justamente, porque Dios es el Padre de todos, todos tenemos derecho a disfrutar de los bienes que nos da. Nuestro servicio ha de ser el de crear las condiciones para que esto suceda. De este modo restituimos al Señor todos sus bienes.

2.1. EN LA IGLESIA

Como franciscanos no nos entendemos si no es dentro de la Iglesia. La Iglesia es nuestro espacio vital.

Nuestro común padre Francisco, hombre evangélico, comprendió por don del Espíritu que la relación de comunión en la fe con Dios se realiza en la Iglesia. Su misma llamada está señalada por la relación con la Iglesia: «Ve, Francisco, y repara mi Iglesia».

La Regla de la OFS está escrita con este Espíritu: «Inspirados por san Francisco y con él llamados a reconstruir la Iglesia (los franciscanos seglares), se empeñen en vivir en plena comunión con el Papa, los Obispos y los sacerdotes, en abierto y confiado diálogo de creatividad apostólica» (Regla OFS 6).

La Iglesia en la que estamos y vivimos hoy es la que ha fructificado con la experiencia del Concilio Vaticano II, que ha favorecido y desarrollado una toma de conciencia profunda de su identidad. La Iglesia del Vaticano II se comprende a sí misma como pueblo de Dios, del que forman parte los creyentes en Cristo, engendrados no por la carne, sino por el agua y el Espíritu Santo. «Dios ha convocado a todos aquellos que creen en Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica» (Lumen Gentium, 9). Consciente de su origen, «el pueblo santo de Dios participa también del oficio profético de Cristo, difundiendo por todas partes el vivo testimonio de Él, sobre todo por medio de una vida de fe y de caridad, y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza».

Jesús ha constituido su Iglesia para que sea sacramento universal de salvación, porque por medio de ella se realice el deseo que abraza el corazón de Dios: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. La Iglesia es por su naturaleza «enviada», «es para», es peregrina, a lo largo de todos los caminos de los hombres. Francisco es peregrino en la Iglesia y para la Iglesia: «Ve, Francisco,…».

No podemos dejar de mirar y amar a esta Iglesia que nos ha dado el Señor, y que continuamente nos engendra a la Vida. Vemos a esta Iglesia enviada por todo el mundo y que está en todo el mundo como «un cuerpo en crecimiento», «un edificio en construcción» (H. de Lubac). Vemos a esta Iglesia, madre santa, que nutre a sus pequeños, haciéndose sierva, que corresponde a sus necesidades más profundas, sin dobles fines. Vemos que esta Iglesia «está en medio del mundo y con su sola presencia pone en él una inquietud inigualable» (H. de Lubac), apremiando a cada hombre a la vocación trascendente y su cumplimiento en Cristo.

Esta Iglesia, siempre santa y pecadora, con sus dones perennes y sus contradicciones contingentes, nace de un misterio de relación entre las personas divinas y entre Dios y el hombre al hacerse carne el Verbo. Y como relación crece en el circular histórico del amor entre los hombres, que llegan a ser epifanía de la santa caridad que es Dios.

En la Iglesia no podemos reconocernos más que como personas en relación con Dios, con los otros. Nosotros encontramos en esto nuestra vocación peculiar como fraternidad reunida por el Espíritu. En esta Iglesia somos «fraternidad enviada», es decir, somos enviados como hermanos y como hermanas que, en cuanto tales, pueden ser signo o pronunciar palabras de vida sobre la paternidad universal de Dios.

Esto no carece de consecuencias que tocan e interrogan nuestra conciencia de ser en la Iglesia protagonistas y no espectadores. O sea, el mandato del testimonio como Iglesia no es espacio para algunas categorías sino para todos los cristianos.

El creyente que es tal por el don del Espíritu, tiene el carisma de la fe y es el «sujeto adecuado del acto eclesial por excelencia, que es la comunicación de la fe» (S. Diamich). El Concilio, en diversas partes, recuerda que todo el pueblo de Dios es el sujeto de la misión mesiánica. En la constitución Lumen Gentium, en el número 10, afirma que «por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo, para ofrecer, mediante todas las obras del cristiano, sacrificios espirituales y para dar a conocer los prodigios de aquel que, desde las tinieblas, les llamó a su admirable luz. Por lo tanto, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, se ofrecen a sí mismos como víctima viva, santa, agradable a Dios, dando en todas partes testimonio de Cristo y, a quien la pide, dan razón de la esperanza de la vida eterna».

Las palabras de Pablo a los Romanos, «os exhorto a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio espiritual», a las que este texto hace referencia, hablan de manera clara de que el cristiano manifiesta el carácter sacerdotal de la existencia, no sólo con una intención oblativa, sino en las cosas que hace, ya que es el cuerpo el objeto de la oferta, y no sólo el espíritu. Por lo tanto, los compromisos cotidianos en el ejercicio de los trabajos, artes, profesiones, en la dedicación a la familia, a la sociedad civil, a los demás, en sentido amplio, todo esto es «lugar» en el que el cristiano vive su sacerdocio, vive para la alabanza de la gloria de Dios. Es sacerdote de las cosas en el templo del mundo, por la gracia de la fe en Cristo, que le permite ofrecer su vida a Dios, junto con él, en el templo de su cuerpo que es la Iglesia (S. Diamich).

En estas palabras reconocemos reflejadas las líneas de aquel sacerdocio universal que la Iglesia ha recuperado en su autoconciencia, y que quizás no se han aplicado las consecuencias pastorales. En este momento nos ayudan a reflexionar sobre el modo peculiar en que los franciscanos seculares pueden retribuir a Dios el don de ser cristianos seglares hoy.

2.2. UNA ESPIRITUALIDAD INTEGRAL

Ante los desafíos y los signos de nuestro mundo global y fragmentado, sacudido por sensaciones inmediatas y espantosas respecto del futuro, la vida evangélica se concretará sobre todo en el testimonio vivo de la experiencia de Dios y su contemplación: «No es posible humanizar la historia sin introducirse contemplativamente en ella. La actitud contemplativa y la más auténtica espiritualidad vivida son exigencias irrenunciables para quien sabe que es llamado a hacer históricamente realizable el Reino de Dios a través de muchas mediaciones» (J. M. Arnaiz).

En este tiempo de interposiciones en desarmonía, también en las expresiones religiosas (el estilo «patch work» al que antes nos hemos referido), me parece urgente que la espiritualidad no se encierre en compartimentos cerrados, sino que tenga una cualificación integral. En el postmodernismo, con sus ofertas confusas de contemplación y mística de diversos matices y fácil al sincretismo, propongo una mística cristiana y una contemplación en medio del mundo: quisiera llamar a la contemplación una parte, o mejor, una dimensión de una cultura de vida y de fe que afina el corazón y los sentidos, por lo que nos toca absolutamente (P. Tillich), por las experiencias y los valores fundamentales que en medio a todos los cambios dan a nuestra vida sentido y consistencia (como por ejemplo, ser aceptado y amado), por las prioridades (quisiera ser juzgado por aquello que soy, deseo y espero, y no por lo que poseo, hago y produzco), por el Dios cristiano que se ha revelado por amor, misericordia, relación, de acuerdo con la creación y su belleza. La contemplación, en la clausura como en medio del mundo, es un continuo ejercitarse en la fe en la vida concreta. Repito una vez más que la contemplación no es deber ni privilegio de algunos: ésta es esencialmente el corazón sensible y el fruto espiritual y profético de todos los cristianos del próximo milenio para los signos de los tiempos, para la salvación o la destrucción, para lo bello y lo tremendo. «Cosas nuevas suceden, ¿no lo reconocéis?» (Isaías 43,16). La contemplación de una espiritualidad actual nos enseña a excavar pozos antes que la sed nos haga desfallecer, y nos muestra aquella mirada profética que, según un proverbio asiático, reconoce «en la semilla la flor y en el huevo el águila».

La contemplación es al mismo tiempo fuente de energía necesaria para la formación significativa del mundo. Jesús mismo, después del encuentro con el Padre, en un lugar solitario (Mt 14,23), en el monte y en el desierto, vuelve a la multitud, a los pobres, a los enfermos y a los que tenían necesidad de ayuda.

El centro de la experiencia de Dios, en cuanto auténtica, experimentada por personas comprometidas seriamente en la madurez integral de sí mismas, es ajena al sentimentalismo, al misticismo genérico, alejado de la realidad, una especie de evasivo hundimiento interior, porque el rostro de Dios se refleja en el rostro de la hermana y del hermano, sobre todo en los más rechazados: el contemplativo lo reconoce. Se acerca con delicadeza y naturalidad.

Este desorientado mundo postmoderno, que sigue tantas sugestiones, queda prisionero del poco más o menos como máscara del cumplimiento, necesita una espiritualidad de la encarnación, capaz de solidaridad, para encontrarse de manera adecuada con los hombres y mujeres, sus contemporáneos, y crear con ellos lazos seguros de interés y proyectos de posesión.

La pregunta dominante es: ¿estamos dispuestos a dejar espacio, como nos indica Francisco, al Espíritu del Señor en nuestra vida personal y fraterna? Porque, está bien recordarlo, la vida franciscana en todas sus expresiones no encuentra razón de ser en diversos proyectos, sino en aquel que estamos o debemos estar como testigos visibles del Dios invisible.

Estoy plenamente convencido de que si damos este testimonio tendremos un puesto, una ocasión, un deber en el mundo secularizado en el que vivimos. ¿Somos testigos de Dios, con una mirada y una visión contemplativas de la creación, del mundo y de sus hombres, de sus amenazas y de sus esperanzas? Porque, sólo desde la contemplación germina y crece la «compasión», el ser «compañeros» (la unión entre aquellos que «comparten-el-mismo-pan»). La capacidad de aceptar al otro, la idoneidad al diálogo ecuménico e interreligioso, la firmeza y la constancia en el esfuerzo por favorecer la justicia, la paz y la salvaguarda de la creación, la solidaridad y un compromiso que no se desanime ante las derrotas internas o externas. Es sólo en la contemplación que encontramos el sendero que nos conduce a los hombres y que debemos recorrer con los hombres, incluso con aquellos que no pertenecen a la casa de nuestra fe.

Creo que en estos últimos años el Espíritu del Señor nos ha indicado que nuestra identidad no ahonda sus raíces en esto o en aquello, sino en el ser para los otros testigos del amor y de la verdad del Espíritu de Dios. Por lo tanto, es necesario que nos preguntemos: ¿de qué vivimos realmente? La respuesta sólo puede ser ésta: del Evangelio, de la fe en el Resucitado, del encuentro personal y comunitario con Él, de la memoria de su vida, de la celebración de su presencia en el Pan, de la existencia y de la debilidad, del Espíritu Santo.

2.3. UNA GLOBALIZACIÓN DIVERSA

De la mirada contemplativa brota nuestra vida fraterna y la misión, la comunión con todos los hombres y con la creación.

Vemos que las relaciones interpersonales se hallan atrofiadas por el uso indiscriminado de los medios de comunicación de la sociedad globalizada.

No puede ser finalidad de los hermanos y de las hermanas franciscanas hacer concurrencia al proyecto neoliberal de la globalización, que en el fondo produce poder, dinero y comercio, realidades a las que, por desgracia, no todos participan con los mismos derechos. No puede ser nuestra finalidad la de contribuir a nivelar las identidades culturales y religiosas y favorecer el mecanismo por el que una minoría adquiere siempre más poder y posibilidades de vida, mientras la mayoría es excluida de manera cada vez más radical. Con nuestro modo de conectarnos y nuestra común solidaridad hacia los otros, debemos vivir un modo diverso de globalización. Somos hermanos y hermanas de una familia que se conocen, se respetan y se ayudan mutuamente. Tenemos también una visión común del Reino de Dios, de la Iglesia y del seguimiento de Jesús hoy; una visión que en el futuro, más de lo que hemos hecho hasta ahora, nos debe impulsar para trascender los particularismos regionales e históricos en función del «bien común», porque los valores que nos unen son más fuertes que los factores que nos dividen. A la lógica del mercado y del poder, debemos contraponer la lógica del amor, del respeto, de la compasión. El Señor quiere misericordia, no sacrificios (cf. Mt 12,7). Lo que nos pide que nos interroguemos sobre la autenticidad de nuestro vivir, no sólo personal sino como familia franciscana en la Iglesia. Si el Vaticano II ha preparado un amplio radio de acción, no sólo entre los teólogos sino también en la concienciación de la condición de arraigada minoridad de los fieles cristianos, asumiendo por su parte el mandato de ser testigos del Evangelio en cada momento y situación de la vida, no parece que esto se haya convertido en respiro ordinario de la vida eclesial. Al contrario, parece que la mentalidad clerical predomina y se mantiene en el campo pastoral.

La adquisición del dato teológico de la plena corresponsabilidad debe ser todavía traducida en linfa vital que anime y nutra a las comunidades cristianas.

¿La misión en el mundo entero qué eficacia tiene entre nosotros, creyentes cristianos, y de forma especial entre los franciscanos? ¿Experimentamos la preponderancia de lógicas de dominio? ¿Cómo anunciar auténticamente la palabra de la libertad cristiana, don del Resucitado, si tenemos miedo de confiarnos mutuamente? El tentativo clerical de asumir el monopolio de las iniciativas eclesiales en todos los ámbitos es algo que contradice la verdad a la que el Espíritu nos ha guiado durante estos fecundos años postconciliares. Dentro de la Familia Franciscana, según mi parecer, es necesario que como hijos e hijas de Francisco, hermanos y hermanas, sepamos desarrollar entre nosotros y nuestras Órdenes auténticas relaciones a través de las que nos intercambiemos y pongamos al servicio de todos la riqueza de la autonomía, que es condición necesaria para que el respeto y la estima recíproca tengan una fisionomía. En este mundo descubrimos, pienso, una fecundidad mayor y una actuación misionera más profunda al testimoniar el Evangelio de Jesús más que quedándonos calcificados en la relación de dependencia de la Orden Seglar respecto de la Primera Orden. El mundo «globalizado», para no quedar sofocado en la red de intercomunicaciones elitistas, tiene necesidad más que nunca de ver realizada entre nosotros la comunión recíproca vital, lo que se convierte en una propuesta dirigida a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo de relaciones interpersonales exultantes en el Espíritu, lo que es auténticamente humano.

2.4. UNIDAD EN EL DIÁLOGO

En esta misma línea de reflexión, quisiera detenerme para hacer algunas breves consideraciones sobre la realidad del diálogo. Cada vez nos damos más cuenta de que «el diálogo es el nuevo nombre de la caridad» (VC 74). El pluralismo religioso, las exigencias por la paz, la interdependencia en todos los sectores de la convivencia y de la promoción humana, urgen con insistencia hacia un estilo de diálogo de las relaciones. «Hoy, escribe Juan Pablo II, podemos cooperar para el anuncio del Reino o convertirnos en favorecedores de divisiones» (OL 19). Se requieren, por lo tanto, «pasos concretos, animosos, capaces de alentar lugares comunes, fáciles resignaciones o posiciones de peligro» (OL 19). Tales pasos requieren no sólo un buen conocimiento de las raíces y de los reflejos culturales de las diversas posturas confesionales, sino también un camino espiritual. Es necesario, de hecho, que madure un sentir nuevo, caracterizado por la escucha seria de la Palabra de Dios, es decir, abierto a la conversión y a los caminos imprevisibles del Espíritu y no en función de nuestras tesis, por la salvación vivida como don, en el continuo conocimiento de su gratuidad y no como proyecto de perfección; desde una vida programada como fraternidad, profundamente vivida y testimoniada. Este espíritu, que procura aplicar el principio de la unidad en la diversidad, puede convertirse también en factor determinante para el fortalecimiento de la vida en nuestras fraternidades.

Si por una parte emerge una creciente cultura para el diálogo, por otra asistimos a una larga serie de signos diametralmente opuestos al diálogo que nacen de nuestra sociedad, como hemos visto precedentemente, caracterizada por el miedo y la desconfianza. Estamos llamados, aun en estas situaciones, a iniciativas animosas, a construir, en esta sociedad, mundos alternativos de esperanza. Con otras palabras, estamos llamados a ser pequeños elementos proféticos de una contracultura positiva, que conduzca a la integración del otro, a la solidaridad de los oprimidos y a la opción por los pobres. En un mundo dividido y violento, estamos llamados a testimoniar visiblemente que es posible superar las diferencias entre las personas y crear unidad. Nuestras fraternidades franciscanas deberían ayudar a superar el odio al extranjero y las numerosas tendencias separatistas, viviendo más intensamente la palabra de Pablo, según la cual la cuestión no es el ser «hebreo o griego, esclavo o libre, hombre o mujer», porque todos somos uno en Cristo y herederos de la promesa (cf. Gál 3,28-29).

Se halla en el corazón de cada hijo e hija de Francisco y de Clara el anhelo a una verdadera fraternidad en todos los ámbitos: dentro de nuestra Orden, con la gran Familia Franciscana, con la Iglesia, con la creación. Es un anhelo, cuyas huellas son visibles en nuestra disponibilidad para acoger a cada persona con la única preferencia por los más débiles y amenazados, en el esfuerzo por entrar en diálogo con las diversas culturas, religiones y ciencias, en el hambre y sed de justicia, de paz y respeto por la creación.

Acerca de este tema, vuestra Regla se expresa con claridad: «Como portadores de paz y conscientes de que la paz ha de construirse incesantemente, indaguen los caminos de la unidad y de la inteligencia fraterna mediante el diálogo, confiando en la presencia del germen divino que hay en el hombre y en la fuerza transformadora del amor y del perdón» (Regla OFS 19).

2.5. JUSTICIA, PAZ, SALVAGUARDA DE LA CREACIÓN

La misión por la paz, la justicia y la salvaguarda de la creación es un aspecto esencial de nuestra llamada evangélica y del «munus profético». Sin embargo, encuentra todavía, por nuestra parte, un cierto escepticismo más o menos velado, una dificultad de comprensión y de discernimiento de los medios adecuados para lograr objetivos tan importantes para la vida de la humanidad. El desafío más grande se halla, de hecho, en el ser signo de una nueva cultura de vida comunitaria y de paz que contraste las actuales tendencias de nuestra sociedad, en la que prevalece la cultura del tener, del hacer y del consumir de prisa. El implicar a los franciscanos en estos sectores, nos lleva a la lógica de la encarnación de Cristo, porque, por una parte, nos lleva a ser solidarios con los hombres y con la creación y, por otra, nos anima a ser signos proféticos que denuncian sin temor lo que destruye la dignidad del hombre y de la creación.

Cualquier intento por favorecer la paz, la justicia y la salvaguarda de la creación es inseparable de la calidad de nuestra vida según el Evangelio. Esto nos obliga a hacer un serio esfuerzo por percibir la relación entre el compromiso específico por un mundo que tenga la vida en plenitud y la fidelidad cotidiana a la propia vocación. Sólo desde esta base será posible articular una estrategia de gran importancia y realizar aquella conformidad necesaria para llevar a puerto decididas iniciativas. Creo que este compromiso implica a toda la familia franciscana. Me pregunto si no es posible articular claramente un «proyecto franciscano» de paz, de reconciliación, de justicia, de salvaguarda de la creación, que comprometa a los hermanos y hermanas de san Francisco y santa Clara y que brote del corazón de nuestra espiritualidad.

2.6. EVANGELIZACIÓN DE LA CULTURA
CONTEMPORÁNEA/POSTMODERNA

Estamos constantemente volviendo al corazón de nuestra espiritualidad, es decir, de la relación viva con el Dios vivo, el Padre de Jesús. Estamos y vivimos en los ámbitos sociopolíticos y económicos en los que nos encontramos como hijos e hijas del Padre, como hermanos y hermanas de Jesús, el Hijo «muy amado» que todo lo recibe del Padre y nada tiene para sí. Esta pobreza radical de Jesús nos sugiere un estilo de vida que resulta particularmente elocuente y audaz en el contexto cultural actual. Nos pide que reconozcamos y asumamos con alegría la verdad de que somos criaturas. Alejando los «delirios de omnipotencia» que engañan al hombre de poder acceder a centros de poder con sectores de influencia cada vez más amplios. El aparecer, objetivo perseguido por una creciente imposición del culto de la imagen, sostenido por la técnica avanzada, no es el sustento que apaga el ansia de vida del hombre. Podemos decirlo, todavía más, podemos testimoniarlo con opciones prácticas que reproduzcan una escala diversa de valores. Esto comporta no el rechazo de cargos o de responsabilidades sino un modo de ejercerlo ajeno a la búsqueda del éxito personal. Evitemos todo gesto que produzca en los otros una dependencia en nuestras relaciones, conscientes de que somos llamados no a dominar sino a servir. Uno solo es el Señor, nos recuerda Francisco. Esto nos abre el horizonte de la libertad, libertad interior que se traduce en el respeto, la amabilidad, la estima con que nos relacionamos con los otros y, en un cierto modo, de usar los bienes que no sea acaparamiento. El bombardeo de la publicidad que decide las necesidades e impone sus «valores» no ayuda al hombre a dar a los bienes su significado original y a comprender su finalidad. Una vida sobria, sencilla, construida sobre lo esencial, proclama que no es el tener el que tiene el primado de la existencia, sino el ser. La pregunta que desde hace años resuena: «¿ser o tener?» (E. Fromm), continúa hallando en nuestro mundo respuestas prácticas que exaltan el tener. Y matan al hombre, sofocándolo.

En el seguimiento de Jesús, Dios se hace hombre para que cada hombre tenga vida en abundancia, nosotros afirmamos el valor primario e inalienable del hombre en cuanto tal, creado por Dios como ser libre y por Él elevado a la dignidad de Hijo. La libertad de los hijos de Dios es el canto de la belleza de estar en relación filial y fraterna, es la celebración de la gratuidad del don ofrecido sin ruido, con fidelidad. Podemos traducir esto en nuestras realidades, y podemos hacerlo juntos, en un estilo de colaboración que, de por sí, es actuación, es experiencia de esta libertad: la libertad de poner en el Señor todo afán (cf. Sal 56,23), porque Él es «la seguridad» (AlD 4). El estilo sobrio de vida, que los franciscanos seglares llevan en los diversos contextos familiares, de trabajo, eclesiales, sociales, en razón de esta libertad, es levadura en la masa, a la que el Espíritu del Señor da crecimiento; es semilla tirada en tierra a la que el Espíritu del Señor ayuda a germinar. Es signo de esperanza: la esperanza cierta de que nuestra breve existencia tiene un antes y un después; no está encerrada entre las rígidas coordenadas del sistema egoísta imperante, sino es fermento luminoso con un valor y un destino de eternidad, porque de Dios viene y a Dios vuelve.

Me parece importante, en este sentido, que nosotros, Familia Franciscana, y especialmente vosotros, franciscanos seglares, creemos lugares en los que esto se experimente y se palpe. ¿Nuestras fraternidades pueden ser auténticos «laboratorios de diálogo y de comunión», abiertos a la acogida cálida y fraterna del que es diverso? ¿Pueden ser espacios de aquella hospitalidad desinteresada por la que, como dice la Escritura, acogemos mensajeros de Dios sin saberlo? (cf. Heb 13,2).

Creo que sea posible; es más, urge que así sea. Esto propone de nuevo la opción por la minoridad, del servicio humilde y alegre: demasiadas veces quedamos enredados en los juegos de poder, dentro de nuestras fraternidades, en las relaciones entre nuestras Órdenes. Cuando esto sucede, pronunciamos palabras de muerte, no de esperanza.

Se nos pide, sin embargo, una nueva audacia para ser lo que somos por don de Dios. Considero esencial sobre todo que nosotros ofrezcamos nuestra auténtica colaboración para que sea eliminado el fantasma de los atentados a la vida. Hoy esto se difunde a través de la exclusión de los más pobres, la dominación sobre los más débiles, y se radicaliza en la práctica del aborto, de la eutanasia, de las guerras, del terrorismo, de la esclavitud económica, de los fundamentalismos radicales y en muchas formas de violencia tanto personales como estructurales. A los franciscanos seglares, con su presencia en los ámbitos de la educación, de la formación cultural, de las comunicaciones sociales, de la búsqueda biológica y tecnológica, de la producción artística, reconocemos un modo particular y específico de ponerse al servicio de la vida, promoviendo la difusión de una mentalidad y unos criterios que favorezcan el desarrollo integral para todos.

2.7. CONCLUSIÓN: UNA HISTORIA «ABIERTA»

En este mundo que sufre y que, al mismo tiempo, transmite signos de esperanza, el Espíritu del Señor nos pide que seamos promotores de una «nueva cultura de esperanza y de solidaridad». Nos invita a superar el egoísmo personal y colectivo en favor del compartir, el nacionalismo y el etnocentrismo en favor de la «catolicidad» y de la internacionalidad, la cerrazón en sí mismos en favor del diálogo, de la colaboración y de la mutua edificación; nos recomienda ser hombres y mujeres pacíficos e instrumentos de paz y de reconciliación.

Gracias al Padre de las Misericordias y a la disponibilidad de tantos hermanos y hermanas, el camino de la colaboración, de la solidaridad y del diálogo ya se ha comenzado. Debemos continuar con paciencia y determinación, con confianza y perseverancia, porque la credibilidad y la fuerza evangelizadora de nuestra Familia Franciscana depende en gran parte de una mayor apertura a la solidaridad, a la gratuidad, al compartir los recursos --materiales, humanos y espirituales--, de las «visiones» y de las esperanzas.

Nuestras Órdenes y nuestras fraternidades que viven la comunión fraterna, el compartir, la oración y la contemplación, son ya vehículos de la nueva cultura de solidaridad y de esperanza, porque en un mundo que no es fácil anunciar el Evangelio con las palabras son decisivos los testimonios de un Dios que es «el bien, sumo bien, todo bien» (AlD 3).

Como conclusión de este momento compartido fraternamente, en el que hemos reflexionado juntos sobre algunas cosas que más apreciamos, quisiera rezar con vosotros:

J. Benlliure: El lobo de Gubbio

Señor, haz de nosotros un arco iris,
un signo visible de paz y de reconciliación.
Un audaz arco iris que una ambos milenios,
el nuevo y el viejo.
Un signo del cielo, colocado por Ti.
Un signo de la promesa que nunca engaña.
Así el arco iris será para todos un signo de esperanza.
Un signo de tu amor por la creación,
de la promesa de tu Espíritu, que renueva la faz de la tierra.

Haz que te sigamos con santa inquietud.
Haznos inquietos, cuando nos sentimos satisfechos y seguros de nosotros mismos,
cuando somos mezquinos y limitados,
cuando en vez de seguir el camino,
creemos que hemos llegado a la meta.
Haznos inquietos, cuando apagamos nuestro corazón con nuestras muchas cosas,
perdiendo la sed de tu presencia y la pasión por la paz en la justicia.
No permitas que nos domine la indiferencia ni la ceguera frente al futuro,
ni el celo visionario, ni el ansia ciega.

Danos la paz, fruto del encuentro contigo,
el tacto, la afabilidad, la cortesía.
Amabilidad hacia todo ser viviente y hacia todas las criaturas inanimadas.
Mantennos despiertos, Señor,
para ser atrevidos y solidarios los unos con los otros,
siempre atentos a tu palabra,
sensibles al grito de los pobres,
abiertos a las jóvenes generaciones.

Concédenos seguirte con total fidelidad.
Sí. Señor, haz de nosotros un arco iris,
un signo de esperanza para un mundo nuevo.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXX, núm. 88 (2001) 101-124]

 


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