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DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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La relación entre pobreza y teología o el intento de definir explícitamente una «teología de la pobreza» corría el riesgo de ser considerado, hasta no hace mucho tiempo, como algo sospechoso de querer proporcionar una base teórica discutible a tradiciones particulares provenientes del ámbito de la ascética religiosa. Se opinaba y en parte se opina todavía hoy que la «pobreza» es un mero fenómeno social o bien, teológicamente, a lo sumo, el distintivo de un estado dentro de la Iglesia. En todo caso, cuando se hablaba sobre la pobreza en la Iglesia, se hacía más como corolarios de la ascética que en sus implicaciones antropológicas, cristológicas y eclesiológicas. Esta situación ha cambiado recientemente con la Constitución dogmática Lumen Gentium del Vaticano II, la cual es, a su vez, fruto de reflexiones anteriores sobre el fundamento de la pobreza. A pesar de este nuevo punto de partida fundamental, parece todavía muy difícil querer definir qué es lo que puede dar de sí una «teología de la pobreza». En efecto, esta teología tendría que integrar, además de los factores sociológicos, los fenómenos éticos, morales y religiosos incluidos en la problemática de la «pobreza». La dificultad estriba ante todo en encontrar un punto de arranque válido para una tal interpretación, dado que la «pobreza es en sí misma, aun antes de preguntarse las razones por las cuales se la vive, un dato muy impreciso» (K. Rahner). Por ello, cualquier intento de colocar la pobreza en el horizonte de la teología comporta el riesgo de hacer una profunda «ideología de la pobreza», en vez de una reflexión crítica sobre las condiciones de su posibilidad. Hemos expuesto en otro lugar cuáles podrían ser los puntos de arranque de una posible «teología de la pobreza». Analizamos allí la teología de san Buenaventura como «speculatio pauperis in deserto» («Especulación del pobre en el desierto»; cf. título que precede al cap. I del Itinerarium, en Obras de S. Buenaventura, t. I, BAC 1945, p. 564) e intentamos presentar algunas implicaciones antropológicas, cristológicas y escatológicas de esta interpretación de la teología bonaventuriana de la historia de la salvación bajo los conceptos de «pobreza» y de «humildad» (H. Schalück: Armut und Heil, Munich-Paderborn-Viena 1971). En esta ocasión queremos presentar algunas líneas fundamentales que se desprenden del material allí reunido. I. DIFERENCIA Y UNIDAD DE LA ESTRUCTURA Buenaventura desarrolla un doble concepto del ser del hombre, a saber, el esse naturae y el esse moris et gratiae. Es propio del ser natural ser creado de la nada, participar de esta nada en cuanto ser creado y tender a volver de nuevo a la misma nada. De esto se desprende una deficiencia óntica, la «nihilitas veritatis», que implica en el hombre una forma de humildad inherente al hecho de ser creatura, la «humilitas veritatis». Por otra parte, tenemos el esse moris et gratiae, al cual corresponden una «nihilitas severitatis» y una «humilitas severitatis»: «Como haya un doble ser, uno de naturaleza y otro de gracia, hay un doble anonadamiento: el primero, por oposición al ser de la naturaleza; el segundo, por oposición al ser moral y gratuito. Y según esto, la humildad que se lleva a cabo mediante la consideración, o, lo que es igual, la que considera nuestra nada, es doble: una que puede llamarse humildad de verdad, que procede de la consideración de la nada por oposición al ser de naturaleza; y ésta se halla no sólo en los hombres, sino además en los ángeles, y no solamente en los viadores, sino también en los bienaventurados. La otra puede llamarse humildad de severidad, que trae origen de la consideración de la culpa; mediante la cual, considerando el hombre que ha sido hundido por el orgullo, mediante una rígida censura se levanta contra sí por la humildad, abatiéndose no interiormente sólo y a sus propios ojos, sino en el exterior y a los ojos de los demás. Por donde, el menosprecio de sí mismo, así interior como exterior, es un acto de humildad virtuosa, que concuerda en absoluto con la perfección evangélica siempre que se atiende en ella a su debido origen, modo y fruto» (De Perf. ev., q. 1, concl.; BAC, VI, pp. 27-29). Pero Buenaventura es algo más que ontólogo y filósofo de la naturaleza. La «humilitas exterior» está fundamentada en la cristología y en la historia de la salvación: a la naturaleza creatural y pasiva de la indigencia, que se fundamenta en el hecho de ser creatura, corresponde una forma activa de esta indigencia puesta al servicio de la recreatio. Esta última sobrepasa los límites de la naturaleza y ha sido erigida por el mismo Cristo, Palabra del Padre, contra el pecado que es el último grado de la deficiencia humana: «Este acto, empero, de humildad se funda en la fe de Jesucristo, ya que es un acto superior a la razón y que excede los términos de la naturaleza» (Ibid., ad 1; pp. 31-33). Pero antes de hablar del fundamento cristológico de la pobreza, tenemos que preguntarnos cómo un teólogo como Buenaventura puede hablar de una «deficiencia» de la naturaleza. Hay que tener en cuenta, para ello, que Buenaventura entiende siempre la «naturaleza» desde la perspectiva de la creación. Todo ser es un don de la riqueza de la Trinidad-Unidad de Dios, que no conoce en sí mismo ninguna indigencia ni deficiencia: «Haec totum quod fecit fuit gratia, nec erat aliqua indigentia» (I Sent., d. 44, a. 1, q. 2, ad 4). Según Buenaventura, en comparación con la riqueza de ser de Dios, hay que constatar en todo lo creado una pobreza e indigencia transcendentales, que sólo pueden ser suprimidas por la presencia de Dios: «Pues todas las criaturas, consideradas ya en sus propiedades perfectivas, ya en las defectivas, con muy fuertes y elevadas voces proclaman que Dios existe, del cual necesitan a causa de su deficiencia y del cual reciben el complemento» (De myst. Trin., q. 1, a. 1, concl.; BAC, V, p. 111). O bien: «Deus per praesentiam replet vanitatem essentiae, et illa sine hac esse non potest» (I Sent., d. 37, p. I, a. 1, q. 2, concl.). Y por último: «Lo que tienen las cosas lo reciben de Dios» (De Scientia Chr., q. 3, opp. 6; BAC, II, p. 167). Por lo que muy bien dice M. J. Nicolas: «Por sí misma, la creatura es pobreza, indigencia absoluta. Incluso si se trata del fundamento de todo bien, de esa primera y rudimentaria perfección que es ser uno mismo y ser algo, incluso si se trata de su realidad profunda, la creatura la recibe». Ante Dios como ipsum esse, todo lo creado es más bien signum que res: en el contexto del simbolismo bonaventuriano, lo creado es referencia a la generosa bonitas de Dios. Una pobreza de la creatura cerrada a esta interpretación sería miseria sin sentido. Cuando Buenaventura reconoce en las cosas y en el hombre las limitaciones de la «indigencia», parece que las considera siempre como posibilitación y apertura para la mediación simbólica de la gracia en Cristo: sólo reciben el apoyo de esta gracia en sus esfuerzos y sólo llegan a la meta los que se hacen pequeños y, como san Francisco, están abiertos a la recreación, que es obra de Cristo en persona. El hombre, en cuanto «fin» y «consumación» de todo lo creado (II Sent., d. 17, a. 1, q. 3, ad 6), debe ser el signo de la gracia de Dios en el mundo y franquear la puerta, que es Cristo mismo. «Hasta Dios nadie entra rectamente sino por el Crucificado» (Itin., Pról.). «Hay que considerar la pobreza franciscana también en cierta manera como una representación de la dependencia total, en el plan del ser, de la creatura sacada de la nada. La creatura está llamada al propio conocimiento y entonces, en su enajenación, se sabe profundamente unida a Dios, al Hombre-Dios del Evangelio» (W. Rauch). Pero el conocimiento de Dios no es fruto del propio esfuerzo del hombre sino que, en el ámbito de una «teología de la cruz» ecuménica y bíblica, es un don de Dios otorgado a quien concibe el saber y el hablar de Dios como «speculatio pauperis in deserto», que se nos ha hecho accesible en la autorrevelación histórica de Dios en Jesucristo. «Incipit speculatio pauperis in deserto -he aquí no solamente el punto de partida del Itinerarium, sino el lugar donde comienza la teología» (G. Tavard). Por eso terminamos esta primera parte de nuestra exposición con el siguiente resumen: la pobreza (junto con la humildad) no es un capítulo aislado o un aspecto parcial de la teología de Buenaventura, sino un lazo existencial, un signo que traduce el conjunto de pensamiento del «doctor seráfico», es decir, de un pensamiento que, ante la deficiencia propia de lo creado, el oscurecimiento introducido por el pecado y la recreación otorgada por Cristo, tiene que confesar que el único camino hacia Dios es la cruz y el crucificado. «Pero nadie llega a un perfecto conocimiento de Dios sino por una verdadera y recta noticia de sí; ni se conoce rectamente quien no advierte su propia nada; porque si alguno piensa ser algo, se engaña, pues no es nada, en frase del Apóstol en el capítulo último de su epístola a los Gálatas; mas conocer la propia nada es humillarse: luego la humildad es la puerta de la sabiduría» (De Perf. ev., q. 1, concl.; BAC, VI, pp. 23-25. Cf. el texto antes citado del It.). II. LA POBREZA EN EL CONTEXTO DE LA REVELACIÓN Veamos ahora algunas implicaciones especiales de la pobreza que se desprenden de la revelación de Dios en Cristo, según el contexto de la teología bonaventuriana de la historia de la salvación. 1. La relación dialéctica entre Dios y el hombre El hombre era y sigue siendo «pobre por la culpa» (Sermo II in Dom. XVIII p. Pent.). Depende de la misericordia gratuita y perdonadora de Dios. Cuando Dios se inclina hacia el hombre muestra, en contraposición dialéctica con su plenitud y riqueza, también su «humildad» (cf. Feria V in Coena Dom., Sermo V). El plan salvífico de Dios abarca y supera el abismo existente entre la plenitud y la nada, la muerte y la vida. Esto es posible únicamente porque la fuerza se hace debilidad, porque el Dios fuerte se hace hombre débil. Ambos extremos se funden en el mediador, Cristo (cf. II Sent., d. 11, q. 1, concl.). Encontramos en Buenaventura una «revelación de este movimiento de Dios que va de la riqueza a la pobreza y a la debilidad, cuando nos presenta la Encarnación bajo este enfoque» (A. Gerken). Por eso Gerken habla de la humildad de Dios. La venida de Dios en Cristo es, en efecto, una respuesta libre y gratuita a la llamada de la indigencia humana, a la que transforma en plenitud. Por lo cual Buenaventura vuelve a enunciar dialécticamente la pobreza: la venida de Cristo en pobreza es, a la vez, signo de nuestra pobreza y de nuestro enriquecimiento (In Epiph., Sermo III). De nuestra riqueza, podrá decir Buenaventura, pues mediante la Encarnación llega a plenitud el plan de Dios sobre el mundo y sobre el hombre y el hombre no queda abandonado a su perdición culpable. Pero la historia del hombre individual y de la Iglesia no ha llegado con todo a su término: el hombre redimido permanece redimido y pecador al mismo tiempo, está siempre en camino. Por eso el desasimiento y la pobreza, en cuanto apertura a la gracia de Dios, permanecen propuestos al cristiano como modos de consumación de su existencia. 2. La estructura cristológica de la revelación como expresión sobre Dios y el hombre El movimiento de pobreza, como hemos visto, arranca pues de Dios y encuentra su expresión suprema en la venida de Cristo y en su automanifestación en la cruz. En Dios no existe ninguna reserva, su movimiento es la «diffusio sui», la «condescensio». Esta «condescensio» comporta dos momentos: Dios no se entrega en la nada, sino que crea un ser espiritual, capaz de diálogo con Él, y lo convierte en término de su amor. Además, por un acto de su gracia, fundamentado en Cristo, saca al hombre de su situación de pobreza culpable a causa del pecado y lo convierte así en su «partner» en la «recreatio», en la cual la «pobreza» y la «humildad» ya no son una deficiencia, sino signo de la gracia recibida y referencia a su plenitud escatológica. Este es el caso de Francisco: «Ha aparecido la gracia de Dios, salvador nuestro, en estos últimos tiempos, en su siervo Francisco, y a través de él se ha manifestado a todos los hombres verdaderamente humildes y amigos de la santa pobreza, los cuales, al venerar en su persona la sobreabundante misericordia de Dios, son amaestrados con su ejemplo a renunciar por completo a la impiedad y a los deseos mundanos, a llevar una vida en todo conforme a la de Cristo y a anhelar con sed insaciable la gran dicha que se espera» (LM Pról. 1). Por ello precisamente la Encarnación es el tema propio de la Sagrada Escritura ya desde el principio. En ella se anuncia la nueva creación: «En todos los misterios de la Escritura se explica Cristo con su cuerpo» (Hexaem., XIV, 17; BAC, III, p. 441). Por ello la Escritura contiene en su obscuridad parte del destino del Hombre-Dios que, como sacramento del Padre, ha llevado a cabo su «transitus» en pobreza y humildad: «Bajo la corteza de la letra clara se oculta el sentido místico y profundo, para abatir la soberbia, a fin de que con su profundidad latente en la humildad de la letra sean abatidos los soberbios, rechazados los inmundos, apartados los fraudulentos y excitados los negligentes para entender los misterios» (Brevil., Pról., § 4, 3; BAC, I, p. 185). En la Encarnación misma, en la «Palabra hecha carne» de san Juan, ve Buenaventura cómo la humildad de Dios alcanza su propia meta, el hombre pobre y disponible. En la «coincidentia oppositorum», tal como la manifiesta la Encarnación, está el punto central de su pensamiento sacramental, pues en el abismo de la pobreza humana se hace transparente el don gratuito de Dios (cf. In Nativ. Dom., Sermo II). III. LA «PERFECCIÓN» DE CRISTO Según Buenaventura, la Iglesia es la meta de la acción salvadora de Dios, el campo abierto a su gracia. La «perfectio» ejemplar de Cristo es el inicio y la meta de la acción de Dios sobre el homo viator. Ahora bien, la «ejemplaridad» de Cristo es doble: una eterna y otra histórico-temporal (Apol. Paup., II, 12). Y entre estas dos funciones de Cristo, en la creación y en la nueva creación, existe, según Buenaventura, también una correspondencia misteriosa: en cuanto «Palabra increada», Cristo es el principio de una creación consumada. En cuanto «Palabra encarnada», Cristo conduce la obra de la nueva creación, de la enajenación a su meta perfecta. En ambos casos, a un principio perfecto debe corresponder una obra igualmente perfecta. Así la obra de la renovación del hombre y del mundo es también la época de la perfección, en la cual se abre de nuevo el acceso al Padre por medio del Hijo y el hombre vuelve a encontrar el camino de su realidad auténtica. «Así como Cristo, en cuanto Verbo increado, perfectísimamente formó todas las cosas, así también en cuanto es Verbo encarnado, perfectísimamente debió reformar todas ellas. Es, en efecto, cosa que conviene al Principio perfectísimo no dejar su obra imperfecta; luego el Principio reparador tuvo que llevar el remedio de la redención humana a su perfección última» (Brevil., IV, 10, 2; BAC, I, pp. 371-373). El plan eterno de Dios, la perfección y la recreación del universo, llega a su plenitud en la pobreza del Hijo y en la radicalización de esta pobreza en la Nueva Alianza. El Hijo es, dice Buenaventura, precisamente en su pobreza y enajenación, el regalo del amor del Padre a los hombres (In Nativ. Dom., Sermo XXII). La Palabra encarnada toma pues, en la figura del hombre, la situación del indigente. En la Encarnación el rico se hace pobre, pues «hacerse hombre significa hacerse pobre, no poseer nada de que alardear ante Dios, no tener ningún punto de apoyo, ningún poder ni seguridad fuera del sacrificio y la ofrenda del propio corazón. Hacerse hombre equivale a reconocer la pobreza del espíritu humano ante la exigencia totalitaria de la libre trascendencia de Dios. Con el coraje de asumir una pobreza semejante empezó la aventura divina de nuestra salvación» (J. B. Metz). La plenitud y la perfección de la obra de Dios pasan por la pobreza y la entrega. Desde ese momento, la humildad y la pobreza son estructuras de la Nueva Alianza. En el nuevo reino del amor, la pobreza interior, el ser-tomado-en-posesión son incluso una forma de señorío, pues el rico se hizo pobre para que los pobres fueran enriquecidos por su pobreza. «Ennobleció el Señor el nombre de los pobres con el título de dignidad real. Y esto, ¿dónde? En el Evangelio de san Mateo, donde dice: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Esta fue la primera palabra que enseñó el Señor en el mundo. Si de ellos es el reino de los cielos, luego son reyes del cielo; luego son tanto más sublimes que los reyes terrenales, cuanto el cielo es más sublime que la tierra. Así, pues, estos Magos vinieron a buscar al Niño pobre, porque Cristo vino a sublimar a los pobres, y de este modo reinarán en el reino de los cielos» (In Epiph. Dom., Sermo I; BAC, II, p. 451). La transformación realizada en la forma de Cristo es ahora la ley vital de su Iglesia. Quien quiera reinar con Cristo tendrá que hacerse primero igual a Él en su pobreza y humildad (In Ascensione Dom., Sermo V). Hay que subrayar que en esta acepción la «pobreza» no es una «virtud» más entre otras. Ella es el fundamento y la plenitud de todas las actitudes y realizaciones que caracterizan la vida cristiana. En Cristo, al mismo tiempo, la perfección futura, escatológica, ha encontrado ya desde ahora su expresión plena. A través de la Palabra increada y encarnada, Dios busca un interlocutor personal y lo encuentra sólo en el hombre que se pone totalmente a su disposición. Por su parte, el hombre encuentra a Dios sólo cuando acepta la iniciativa de Dios que despojándose sale a su encuentro. A la búsqueda emprendida por Dios corresponde la espera y la disponibilidad del hombre. Ahora bien, en Cristo, el hombre perfecto, han tomado a la vez «forma el principio y el fin del misterio cristiano de la salvación y, al mismo tiempo, la humanidad redimida en Cristo es presentada a los ojos del mundo» (K. Esser). «Para que el hombre por falta de ejemplar no dejase de humillarse, quiso Dios tomar la forma de siervo y ser en ella humillado, para que los otros con tan ilustre ejemplo se inflamasen y moviesen a su perfecta humillación» (De Perf. ev., q. 1, ad 11-12; BAC, VI, pp. 37-39). Buenaventura quiere decirnos que no existe nada definitivo fuera de la venida definitiva de Cristo en la Encarnación, en la cual se inicia a la vez la consumación. Nada de cuanto el hombre espera de los bienes perecederos, bien sea de la ciencia, de los bienes materiales o de cualquier otra cosa, puede apaciguar sus anhelos. Sólo Dios mismo puede responder a sus ansias, expresadas o recónditas. Mediante el don de su Hijo y su Encarnación, Dios ha dado ya una respuesta definitiva. Dios llevará a término la obra de la nueva creación. Él hará nuevas todas las cosas. «¡Cuánta codicia hay de las cosas corruptibles! Cualquiera cosa que se apetezca de las cosas transitorias, sea ciencia, sea otro objeto cualquiera, jamás sacia al alma. Sólo Dios colma nuestros deseos; y entonces, cuando los colmare, se realizarán las palabras del Apocalipsis: He aquí que hago nuevas todas las cosas» (In Circum. Dom.; BAC, II, p. 429). CONCLUSIÓN En el horizonte de la historia de la salvación y en la perspectiva cristológica, la pobreza ya no significa miseria y deficiencia, sino que posee una función salvadora; ella conduce hacia la plenitud y muestra ya la plenitud escatológica. Cristo mismo, como Verbum Incarnatum, era su imagen original, del mismo modo que era, en la increada unidad de la Trinidad, la imagen original de todo cuanto iba a ser creado. Él asumió la forma de la desapropiación radical para anunciarnos la riqueza de la perfección de la época evangélica y para constituir a los «pobres de espíritu» reyes y herederos de la plenitud futura. Al cardenal Ostiense, quejoso de que Francisco pidiese limosna, le dijo éste: «Gran honor os he tributado, señor mío, al honrar a otro Señor más excelso. En efecto, el Señor se complace en la pobreza; máxime en aquella que, por amor a Cristo, se manifiesta en la voluntaria mendicidad. No quiero cambiar por la posesión de las falsas riquezas, que os han sido concedidas para poco tiempo, aquella dignidad real que asumió el Señor Jesús, haciéndose pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza y constituir a los verdaderos pobres de espíritu en reyes y herederos del reino de los cielos» (LM 7,7.). Buenaventura concede a un hombre, Francisco, un papel preponderante en esta nueva dimensión de la pobreza en la Iglesia. Francisco se encuentra en la misma línea de los apóstoles y profetas y anuncia que, contra todas las presunciones de la falsa sabiduría del mundo, la nueva sabiduría de Dios (1 Cor 1-2) quiere revelarse precisamente a los pequeños y a los pobres. «El soberano Maestro, en efecto, suele descubrir sus misterios a los sencillos y pequeñuelos (Mt 11,25), como primeramente se vio en David, eximio entre los profetas; después, en Pedro, el príncipe de los apóstoles, y, finalmente, en Francisco, el pobrecillo de Cristo» (LM 11,14). Con ello se convertirá a sí mismo en una manifestación profética de la figura de la Iglesia peregrina. Pues Dios no cesa de llevar a cabo, en la historia, por la historia y a través de la historia, la plenitud; ésta permanece todavía oculta, pero dado que Dios nos ha enriquecido ya en Cristo y nos lo ha entregado todo en Él, revelará todas las cosas en la consumación y llevará a plenitud todo cuanto ahora aparece todavía como indigencia (cf. todo el Sermo II in Dom. XVIII p. Pent.). Mirar a san Francisco amplía nuestra visión hacia lo que no ha llegado todavía, hacia el futuro: la salvación apunta al hombre histórico y a la forma definitiva del mundo. Se impone descubrir una y otra vez una concepción y forma de pobreza que estén abiertas al Dios que viene: «Nadie puede decir: yo ya estoy salvado. No existe en esta era del mundo una salvación dada como un pasado perfecto ni como un presente perfecto y definitivo; la salvación existe sólo en la forma de la esperanza... ¿Puede darse una forma más humana de salvación que la que nos dice a nosotros, seres en devenir y en camino, que tenemos derecho a esperar? ¿Puede darse mejor luz para nosotros, seres en peregrinación, que aquella que nos hace libres y nos permite avanzar sin temor porque sabemos que al término del camino brilla la luz del amor eterno?» (J. Ratzinger). La «speculatio pauperis in deserto» de Buenaventura es una teología de este tipo, una teología del camino y de la esperanza. Y por ello es -como hemos intentado mostrar brevemente- una auténtica teología de la pobreza pues, como la «voz que clama en el desierto», tiene una función precursora, anunciadora. Su meta le confiere el sentido y es también su meta quien le obliga a cuestionarse a sí misma sin cesar. [Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 10 (1975) 105-112] |
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