DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LA MÍSTICA DE LA NATURALEZA
EN SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Oktavian Schmucki, OFMCap

 

[Título original: Die Naturmystik des hl. Franziskus von Assisi, en Vita Fratrum 1 (2000) 67-77, revista de la Provincia franciscana de Baviera.

En recuerdo y agradecimiento del P. Engelbert Grau, OFM, (✝ München, 13-2-1998), emeritísimo investigador de S. Francisco y amigo personal.

En esta versión digital, incorporamos al texto del artículo algunas citas breves, a la vez que mantenemos la numeración de las notas]

Uno de los motivos por el cual Francisco de Asís ha sido el más admirado y reverenciado entre todos los santos y por todas las religiones y razas es con seguridad la especial relación que tuvo con las criaturas. Su trato sencillo con los animales, su compasión por los corderillos, la conversión del sanguinario lobo de Gubbio en un animal totalmente manso, su inmediatez paradisíaca con las criaturas animadas e inanimadas, todo esto es lo que hizo que el Poverello se convirtiera de un modo especial en el protector de los animales y que su figura tuviera un atractivo especial en todos los artistas. Pero, a pesar de ello, no debemos soslayar el peligro que corremos de minimizar su religiosidad si solo nos quedamos en el aspecto romántico y sensiblero de esta imagen.

Si esto ocurriera no lo podríamos achacar a una falta de investigación, pues es ella precisamente la que ha puesto al descubierto los motivos bíblicos y teológicos que subyacían en su visión mística de la naturaleza. En Francisco se da una experiencia religiosa que está íntimamente unida a su modo peculiar de integrar en la oración la dimensión cósmica. Como Francisco se sentía incapaz por sí solo de alabar a Dios adecuadamente, llamó en su auxilio a las otras criaturas: los hombres, los animales y las criaturas inanimadas. Su amor a la naturaleza se basaba en la contemplación de Dios y de Cristo en las criaturas. Quien desvincule estos dos aspectos, íntimamente trabados en él, perderá de vista también su auténtica religiosidad.

Debido a que hoy en día el amor que tuvo el Poverello a la naturaleza goza de un gran aprecio y que este amor es a menudo malinterpretado, elegí este aspecto como tema de estudio para este día de reflexión de la comunidad franciscana. Un tratamiento más exhaustivo del tema exigiría la extensión de un libro.[1]

Los pasos que seguiré con ustedes serán los siguientes:

1. Francisco se sentía unido al resto de las criaturas del mismo creador.

2. La hermandad universal de Francisco con todas las criaturas tenía sus raíces en Jesucristo.

3. Mediante la pobreza exterior e interior Francisco consiguió la libertad de los hijos de Dios.

4. Respuestas de su mística de la naturaleza a los problemas de nuestro tiempo.

Nuestra hermana la madre tierra

1. FRANCISCO SE SENTÍA UNIDO
AL RESTO DE LAS CRIATURAS DEL MISMO CREADOR

Los testimonios sobre la contemplación del Creador en todas las criaturas son tan abundantes que nos sentimos literalmente perplejos ante su elección. En la Segunda vida de San Francisco, que escribió Tomás de Celano, podemos leer entre otras cosas lo siguiente:

«Este feliz viador, que anhelaba salir de este mundo, como lugar de destierro y peregrinación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él. En cuanto a los príncipes de las tinieblas, se valía en efecto, del mundo como de campo de batalla; y en cuanto a Dios, como de espejo lucidísimo de su bondad. En una obra cualquiera canta al Artífice de todas; cuanto descubre en las hechuras, lo refiere al Hacedor. Se goza en todas las obras de las manos del Señor, y a través de tantos espectáculos de encanto intuye la razón y la causa que les da vida. En las hermosas reconoce al hermosísimo; cuanto hay de bueno le grita: El que nos ha hecho es el mejor. Por las huellas impresas en las cosas sigue dondequiera al Amado, hace con todas una escala por la que sube hasta el trono. Abraza todas las cosas con indecible afectuosa devoción y les habla del Señor y las exhorta a alabarlo» (2 Cel 165).

El mundo visible suscitaba en Francisco una experiencia profunda de Dios. La referencia de la creación a Dios le resultaba, por así decirlo, clara y transparente. Su contemplación le hacía henchirse de una admiración sin límites al intuir en ella la «causa última de todas las cosas», pues toda criatura por pequeña que fuere era para él un signo sacramental del amor, bondad, belleza y sabiduría de Dios. Cada criatura le recordaba al Creador del universo. Por eso, lleno de un amor extático y de un espíritu de oración, abrazaba al Dios trino presente en las criaturas. En ellas se sentía repleto e iluminado por la vida, el poder y el amor de Dios.

Este modo de vivir la naturaleza no era tampoco algo nuevo. Contemplar al Creador en las criaturas y alabarlo lo encontramos ya en algunos salmos. El libro de la Sabiduría (13 ss.) nos habla ya de aquellos «hombres necios que desconocieron a Dios y no fueron capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles», y sin embargo divinizaron «al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los astros del cielo» (Sab 13,1-2).

Pero hay diferencias claras entre los escritos sagrados y el Poverello. En él nos sorprenden su espontaneidad, su intensidad y la profundidad con que capta la relación de los signos sacramentales con el Bien supremo, de la criatura con la última causa dadora de vida, de la copia con el modelo original. Obviamente, se trata en él de una experiencia mística tan profunda de la relación del Creador con la criatura y de la actividad todopoderosa de Dios con el mundo visible como pocos santos la han sentido en la historia del cristianismo.

Pero dediquemos un momento a analizar algunos aspectos de su amor a la creación que nos resultan un tanto sorprendentes. En la Leyenda de Perusa, escrita sobre el testimonio de sus compañeros, leemos lo siguiente:

«No nos debe asombrar que el fuego y las demás criaturas se mostraran algunas veces atentas con él. Pues, como pudimos comprobarlo nosotros que estuvimos con él, con tan gran sentimiento de caridad las amaba y veneraba y de tal manera gozaba con ellas y con tanto cariño y simpatía las quería, que se turbaba cuando alguien no las trataba con delicadeza. Les hablaba con gran alegría interior y exterior, como si ellas tuvieran conocimiento de Dios, como si entendieran y hablaran. Con frecuencia, en esos coloquios quedaba arrebatado en la contemplación de Dios.

»Sentándose un día junto al fuego, sin que se diera cuenta, el fuego prendió en sus paños de lino en la parte que cubría su pierna. Sintió el calor del fuego; mas cuando uno de sus compañeros, que se dio cuenta que se le quemaban las ropas, corrió a apagárselas, le dijo: No, mi querido hermano, no hagas mal a nuestro hermano fuego. Y no le permitió apagarlo. Entonces, el otro corrió a donde el hermano que era el guardián y le trajo consigo. Y así, aunque contra la voluntad de Francisco, apagó sus vestidos.

»Tampoco le gustaba que se apagaran las velas, las lámparas o el fuego, como suele hacerse cuando es necesario: tanta era la ternura y piedad que sentía por el fuego» (LP 86).

Este relato, que tiene todos los signos de la veracidad histórica, nos plantea algunas preguntas. ¿No nos hallamos aquí ante un sentimentalismo enfermizo, ante un fanatismo o incluso panteísmo y endiosamiento herético de la naturaleza? ¿Cómo puede un hombre en su sano juicio hablarle al fuego o a un leño encendido como si fuera un ser viviente o una persona racional? ¿Acaso la conducta del Poverello respecto del «hermano fuego», que prendió en su raído hábito y que ponía en peligro su vida, no bordeaba los límites de un fanatismo enfermizo?

Pero el texto citado de Celano nos ofrece también la clave para comprender este relato de sus compañeros. No se trata en él, en efecto, de un sentimiento psicológico-político mal encaminado, sino de una experiencia mística de lo sagrado que en el encuentro con las criaturas intuye su íntima vinculación con el Creador. Tomás de Celano resalta este aspecto mediante una expresión tan adecuada como expresiva:

«Dejaba que los candiles, las lámparas y las candelas se consumieran por sí mismo, no queriendo apagar con su mano la claridad, que le era símbolo de la luz eterna» (2 Cel 165).

En una determinada época de la iglesia, la vocación carismática de los santos les hacía decir tales expresiones y adoptar tamañas posturas que hoy en día nos dejarían sorprendidos. Pero esto se debía a que el signo profético necesitaba impresionar para despertar la atención de aquellos a quienes iba dirigido un determinado mensaje.

El «amor inmenso ... hacia todo cuanto es de Dios» (1 Cel 80), tiene en sí mismo un valor significativo e imperecedero aún cuando esto no implique que debamos imitar al Santo en todas sus modalidades de expresión. Quizá los excesos en el desarrollo técnico actual sirvan para que tomemos conciencia de que una explotación egoísta y desmesurada de la naturaleza se vuelve también en contra del mismo hombre.

J. Segrelles: Francisco domestica unas tórtolas (Flor 22)

2. LA HERMANDAD UNIVERSAL DE FRANCISCO
CON TODAS LAS CRIATURAS
TENÍA SUS RAÍCES EN JESUCRISTO

En su experiencia mística de la naturaleza el Poverello no solo experimentaba un contacto vivificante con el Creador, sino que en ella revivía permanentemente la comunión bienhechora con Cristo. Tomás de Celano dice al respecto muy acertadamente:

«Su espíritu de caridad se derramaba en piadoso afecto, no sólo sobre hombres que sufrían necesidad, sino también sobre los mudos y brutos animales, reptiles, aves y demás criaturas sensibles e insensibles. Pero, entre todos los animales, amaba con particular afecto y predilección a los corderillos, ya que, por su humildad, nuestro Señor Jesucristo es comparado frecuentemente en las Sagradas Escrituras con el cordero y porque éste es su símbolo más expresivo. Por este motivo, amaba con más cariño y contemplaba con mayor regocijo las cosas en las que se encontraba alguna semejanza alegórica del Hijo de Dios» (1 Cel 77).

Por este motivo, esta relación mística y sensible entre cada criatura en particular y Jesucristo tomaba una doble dimensión según tuviera una relación con el misterio de la Encarnación o de la Redención. Pero sobre este tema haremos algunas acotaciones.

La sacralización de todo el universo llevada a cabo por la Encarnación del Verbo de Dios aclara el sentido que le da el Santo a la hermandad universal. Con una notable intuición teológica Francisco parece incluso haberse anticipado a la doctrina que hace de Cristo el modelo del hombre creado, pues en las vísperas de Navidad de su Oficio de Pasión dice:

«Porque el Santísimo Padre del cielo, nuestro Rey antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto y nació de la bienaventurada Virgen santa María».[7]

Pero cuando «el santísimo y amado Hijo» vino al mundo, no solo dirigió su anunció «a los hombres de buena voluntad», sino también «a la tierra..., al mar..., los campos y todo lo que hay en ellos» (cf. OfP 15,7.9), para que todos ellos fueran partícipes del amor y de la paz de Dios.

No se trataba pues de un mero sentimentalismo naturalista cuando Francisco deseaba para las Navidades:

«Que en ese día los ricos den de comer en abundancia a los pobres y hambrientos, y que los bueyes y los asnos tengan más pienso y hierba de lo acostumbrado. Si llegare a hablar con el emperador -dijo-, le rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en abundancia» ( 2 Cel 200).

Pero entonces, ¿dónde está la diferencia entre el Santo y los modernos amantes de la naturaleza? Para captarla mejor podemos ayudarnos de un relato de sus compañeros:

«El bienaventurado Francisco, efectivamente, celebraba la fiesta de Navidad con mayor reverencia que cualquier otra fiesta del Señor, porque, si bien en las otras solemnidades el Señor ha obrado nuestra salvación, sin embargo, como él decía, comenzamos a ser salvos desde el día en que nació el Señor. Por eso quería que en ese día todo cristiano se alegrase en el Señor y que, por amor de Aquel que se nos dio a sí mismo, todo hombre fuese alegremente dadivoso no solo con los pobres, sino también con los animales y las aves» (LP 14).

En Belén Jesucristo se entregó a toda la humanidad al mostrarse al mundo como un niño. Desde aquel mismo momento sonó la hora de nuestra salvación actual en la persona del Redentor. Pero los hombres deberán hacer extensible a toda la creación el amor al prójimo que se les ofreció en la Encarnación, pues con su venida el «Señor de la Majestad» (2 Cel 198) no solo se hizo hermano de todos los hombres sino que en un cierto grado se hermanó también con el resto de la creación. La hermandad sobrenatural de los hombres en Cristo debe -a manera de un eco que se expande por todo el universo- continuarse y ampliarse en la relación fraternal a todas las criaturas que por el pecado original debieron soportar también un severo castigo. Aquí radica la razón más profunda de porqué «llamaba él hermanas a todas las criaturas» (1 Cel 80).

Quizá podamos comprender mejor la idea y el sentimiento del Santo si con Tomás de Celano traemos ante nuestra mirada la relación entre una vivencia concreta de la naturaleza con el misterio del Nacimiento del Señor:

«¿Quién podría explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas? Al instante dirigía el ojo de la consideración a la hermosura de aquella flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé, dio vida con su fragancia a millares de muertos. Y, al encontrarse en presencia de muchas flores, les predicaba, invitándolas a loar al Señor, como si gozaran del don de la razón» (1 Cel 81).

Francisco revivía en ellas lo que san Pablo decía en su admirable prólogo en la carta a los Efesios (1,9):

«...el Dios Padre» «nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra».

El Poverello supo captar y experimentar simultáneamente, mediante una gracia especial de Dios, la armonía singular del universo, que descansa y actúa en Jesucristo como en su centro. De modo especial, la luz y las flores le remitían al misterio de la Encarnación por haberles tocado en suerte en la historia de la salvación ser imágenes sensibles y eficaces de este misterio.

La comunión mística con Cristo incluía en Francisco además de esto su identificación con el sufrimiento de la creación. En la primera parte he traído ya a colación un testimonio del biógrafo Tomás de Celano sobre la predilección del Santo por los corderillos. Para hacer esto más evidente con un ejemplo nos trae a colación el biógrafo diversos eventos que ocurrieron en otras circunstancias y lugares.

Yendo de camino el Poverello por la Marca de Ancona, «se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas, y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: ¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?. Porque los llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero. A esto le dijo el santo: ¿Qué será luego de ellos?. Pues los compradores -replicó- los matarán y se los comerán. No lo quiera Dios -reaccionó el santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos. Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos, y, aconsejado del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado» (1 Cel 79).

A nadie de ustedes se le ocurriría imitar la conducta del Poverello, que por otra parte es difícil de entender racionalmente. Pero es que este episodio tan típico solo puede hacerse más o menos comprensible si lo vemos a través del prisma de su espiritualidad, en especial de su sencillez evangélica. Hacia esta virtud se sentía llamado directamente por Dios tal como nos lo asegura el relato de un compañero en la Leyenda de Perusa:

«Y el Señor me ha mostrado su voluntad de que debo ser en este mundo un nuevo necio, porque el Señor no quiere que sigamos otro camino fuera de esta ciencia» (LP 18).

La conducta tan difícil de comprender del Poverello se basaba además en su singular afecto por la pasión. Siempre que el Santo se tropezaba con algún rebaño de ovejas se le representaba de inmediato el cordero de Dios ofrecido en el altar. Bajo esta luz se nos descubre el sentido de una estrofa de las Alabanzas para todas las Horas, en donde se cita un pasaje de la revelación:

«Digno es el cordero que ha sido degollado de recibir el poderío, y la divinidad, y la sabiduría, y la fuerza; y el honor, y la gloria y la bendición» (AlHor 3).

Su amor a la cruz, alimentado por la observación de los procesos naturales, nos lo ofrece también un relato del así llamado Espejo de perfección:

«Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz» (EP 118).

Al describir Tomás de Celano la mística franciscana de la naturaleza nos ofrece una piedrecilla más del mosaico que va perfeccionando su imagen:

«También ardía en vehemente amor por los gusanillos, porque había leído que se dijo del Salvador: Yo soy gusano y no hombre. Y por eso los recogía del camino y los colocaba en lugar seguro, para que no los escachasen con sus pies los transeúntes» (1 Cel 80).

Con una sencillez sobrecogedora veía el Poverello en el gusano que se removía en el polvo del camino y que era pisado por los caminantes descuidados, al Salvador que se retorcía en la infamia de la cruz por sus muchos dolores. Esta vivencia inmediata del simbolismo de Cristo, que transfiere incluso la compasión del Señor doliente a los animales, se ha conservado dentro de la historia de la religiosidad como un hecho único.[19]

A través de estas experiencias va manifestándose una expresión mística de la pasión. Francisco encontraba a Jesús crucificado de una forma tan misteriosa como real no solo en los leprosos, a quienes saludaba con el nombre de «hermano cristiano», sino también en el sufrimiento de los animales y en las deformaciones de la naturaleza inanimada. Todo esto «le hacía participar de un modo real en el sufrimiento del Redentor, que había llevado en su corazón el sufrimiento del mundo».[20]

J. Segrelles: El lobo de Gubbio

3. MEDIANTE LA POBREZA INTERIOR Y EXTERIOR
FRANCISCO CONSIGUIÓ
LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS

En vano buscaríamos en los escritos del Poverello una cita o un eco de este texto maravilloso de la carta de Pablo a los Colosenses (1,16 ss.): «...en él [Jesucristo] fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades: todo fue creado por él y para él». Sin embargo nadie podrá dudar que apenas si habrá otro santo, tanto antes como después de él, que haya captado en una medida tan alta y con una fuerza semejante los vínculos que nos unen con el Redentor encarnado.

Por otra parte, la relación casi paradisíaca que tuvo con el mundo de las criaturas no la consiguió sin un esfuerzo constante y sobrehumano. Tomás de Celano tiene el privilegio de haber expresado esta meta con una profundidad única:

Francisco «a todas las criaturas llamaba hermanas, como quien había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza de su corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas» (1 Cel 81).

El biógrafo nos trae como ejemplo de la confianza mística del Santo en las criaturas dos aspectos significativos: la perfección del conocimiento mediante su amor a ellas y su regreso al estado original de nuestros primeros padres antes de su caída. Para explicar esto se apoya Celano en las fuentes bíblicas. En la carta a los Romanos (8,19-22), dice Pablo:

«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto».

Según el apóstol de las gentes toda la creación suspira por aquel momento glorioso en que se manifestarán los verdaderos hijos de Dios. La naturaleza se siente frustrada, porque debido al pecado el hombre ni tiene una relación fraternal con ella ni la refiere a su creador. Como víctima del abuso pecaminoso que hizo el hombre, dotado de razón y de libertad, ha de soportar también ella las consecuencias de su debilidad. El castigo del hombre la arrastró a un destino trágico, aunque no sin la esperanza de ser liberada algún día de la servidumbre del mal. El destino de la creación tendrá un término en el tiempo. Por eso suspira esperando el día en que los hijos de Dios recobrarán la libertad total.

El sentido que da Celano a la mística franciscana de la naturaleza se basa en el supuesto de que en el Santo ya se había dado una especie de anticipación de la liberación final. Incluso, aunque las palabras de la carta a los Romanos no aparezcan como tales en los escritos del Poverello, en él encontramos aquellos signos de familiaridad con los animales que guardaban una relación con el texto paulino.

En el Saludo a las Virtudes dice el Santo entre otras cosas:

«La santa obediencia confunde a todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete [al hombre] a todos los hombres que hay en el mundo; y no solo a los hombres, sino aún a todas las bestias y fieras, para que, en cuanto el Señor se lo permita desde lo alto, puedan hacer de él lo que quieran» (SalVir 14-18).

No es este el lugar para hacer un análisis de todas las ideas que subyacen en esta expresión poética sobre la obediencia franciscana, pero el sometimiento a los animales que se aborda en ella y que tan claramente deseaba Francisco, ha rozado nuestro tema. El motivo provenía del convencimiento profundo que tenía el Santo de que Dios se hallaba presente y activo en todas las cosas. De aquí se deriva que el Poverello reconociera en las criaturas a los seguidores y mediadores de la voluntad divina y que en el trato con ellas nunca sintiera el deseo de dominarlas o explotarlas, sino de amarlas con un amor fraterno. Por eso, ante el Santo las fieras abandonaban su temor instintivo, su actitud natural de defensa o de huida. Daba la impresión como si captaran que quien estaba ante ellas era un hombre de corazón completamente limpio y verdadero hijo de Dios; una criatura amiga que había regresado a la prístina libertad del paraíso y que por lo tanto su naturaleza le impulsaba precisamente a esto, a amarlas y servirlas.

Por otra parte, la vida errante y sin hogar le suponía a Francisco y a sus compañeros estar expuestos y sin protección frente a los cambios climáticos y al mundo animal. Para hacernos una idea pensemos por ejemplo en los mosquitos, que en el peregrinar por los pantanos, tan abundantes en aquel tiempo, portaban la temible enfermedad de la malaria, a consecuencia de la cual precisamente murió Francisco. Además de esto, el frecuente dormir a la intemperie suponía que los discípulos tenían por así decirlo un contacto a flor de piel con los animales.

Cuánta verdad histórica haya en estas indicaciones se nos hace evidente a través del relato que hace Celano sobre la predicación del Santo a las aves:

Francisco «llegó a un lugar cerca de Menavia donde se habían reunido muchísimas aves de diversas especies, palomas torcaces, cornejas y grajos. Al verlas, el bienaventurado Siervo de Dios Francisco, hombre de gran fervor y que sentía gran afecto de piedad y de dulzura aun por las criaturas irracionales e inferiores, echa a correr, gozoso, hacia ellas, dejando en el camino a sus compañeros. Al estar ya próximo, viendo que le aguardaban, las saludó según su costumbre. Admirado sobremanera de que las aves no levantaran el vuelo, como siempre lo hacen, con inmenso gozo les rogó humildemente que tuvieran a bien escuchar la palabra de Dios. He aquí alguna de las muchas cosas que les dijo: Mis hermanas aves: mucho debéis alabar a vuestro creador y amarle de continuo, ya que os dio plumas para vestiros, alas para volar y todo cuanto necesitáis. Os ha hecho nobles entre sus criaturas y os ha dado por morada la pureza del aire. No sembráis ni recogéis, y, con todo, Él mismo os protege y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte. Al oír estas palabras, las avecillas -lo atestiguaba él y los hermanos que lo acompañaban- daban muestras de alegría como mejor podían: alargando su cuello, extendiendo las alas, abriendo el pico y mirándole. Y él, paseando por medio de ellas, iba y venía, rozando con la túnica sus cabezas y su cuerpo. Luego las bendijo y, hecho el signo de la cruz, les dio licencia para volar hacia otro lugar. El bienaventurado Padre reemprendió el camino con sus compañeros, y, gozoso, daba gracias a Dios, a quien las criaturas todas veneran con devota confesión» (1 Cel 58).

El significado especial que tiene este relato justifica lo extenso de la cita. La predicación a las aves no solo ha tenido una gran influencia en el arte de todos los tiempos, sino que además en este testimonio quedan resumidos todos los puntos esenciales de la mística franciscana de la naturaleza. Por lo demás, este acontecimiento tiene otra excelencia debida a su prioridad en el tiempo, pues en esta vivencia con los animales descubrió Francisco hacia 1215 la dimensión cósmica de su religiosidad.

San Francisco y las aves

4. RESPUESTAS DE LA MÍSTICA FRANCISCANA DE LA
NATURALEZA A LOS PROBLEMAS DE NUESTRO TIEMPO

1) La mística de la naturaleza del Poverello, a quien el Papa Juan Pablo II nombró patrón del movimiento ecológico en 1979;[24] nos invita a reflexionar en torno a la amenaza extrema de la Crisis Ecológica de nuestro Tiempo. La aplicación de la técnica, irreflexiva e incluso inconsciente, a todos los niveles del saber y actividad humanas nos ha conducido a un estado de emergencia tal, que se hace necesaria una urgente acción universal tanto a nivel nacional como internacional. Por una parte resulta algo obvio que una vuelta a una economía preponderantemente agraria, como se daba en el siglo trece, ni es posible ni tampoco deseable. Pero, por otra parte, los representantes del desarrollo tecnológico tampoco están seguros de que la investigación científica pueda resolver por sí sola la crisis ecológica. Se hace necesario un cambio de mentalidad por parte de la iglesia, de las autoridades estatales, de los científicos de rango internacional y de la ONU. No son solo los cristianos, pues, quienes están llamados a seguir el ejemplo de san Francisco.

En nuestros días, se ha hecho responsable de la actual situación sin salida en que nos encontramos a la concepción judeo-cristiana por el predominio que tiene en ella el hombre sobre la creación.[25] Pero en contra de esta concepción se alza -desde un punto de vista cristiano- el radicalismo singular del Poverello, que representa la línea de la humildad total ante las criaturas. A la tiranía del hombre opone Francisco la democracia de las criaturas ante Dios.

Tampoco es difícil demostrar, por otra parte, que en la historia del cristianismo no solo ha sido decisivo el pasaje del Génesis 1,28: «Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra». Junto a él encontramos también otra visión de la naturaleza en los salmos, por ejemplo el Salmo 104 que nos ofrece una alabanza maravillosa al Creador, o la «Alabanza de los tres jóvenes» de estilo letánico, en Daniel 3,51-90. Recordemos, finalmente, la relación singular que tuvo Jesús con la creación como se nos muestra en sus parábolas, por ejemplo en su mandato:

«Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan ni recogen en graneros; y vuestro Padre Celestial las alimenta... Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos» (Mt 6,26-28).

Cuando leemos estos pasajes nos damos cuenta de hasta qué medida se dejó guiar Francisco por ellos.

Por lo demás, la teología moderna se enfrenta a una tarea tan digna de ser tenida en cuenta como de difícil cometido: presentar al cristiano actual los motivos que deben inducirle a un cambio de mentalidad en su relación con el medio ambiente. A partir de una reflexión más profunda acerca de la voluntad del Creador y del sentido de la creación debiera aparecer una nueva moral ecológica. Pero lo más apremiante es tomar conciencia de que la situación dramática en que se halla hoy en día el medio ambiente es algo que debe entrar a formar parte de la responsabilidad de cada cristiano y lo que bajo ningún concepto debe ocurrir es que por nuestra culpa se vea todavía más empeorada la ya de por sí grave situación actual.

Lo que a este respecto dice el Catecismo Católico para Adultos,[26] que editó la Conferencia Alemana de Obispos, es muy digno de tenerse en cuenta: «Con nuestro estilo personal de vida podemos hacer mucho para disminuir los daños al medio ambiente y evitar mayores males. Cada uno de nosotros puede hacer algo respecto de los desechos, del agotamiento de las materias primas, de la polución de las aguas y del aire, de la contaminación del paisaje, del creciente consumo y de la superoferta de bienes. Lo poco que tu puedas hacer, es ya mucho (Albert Schweitzer)».

2) La mística de la naturaleza de san Francisco se opone también radicalmente al secularismo irreligioso e inclinado al ateísmo, que prescinde de toda fe en la creación. El Poverello reconoce y experimenta con tanta intensidad e inmediatez la relación de toda criatura, por pequeña que sea, con el Creador, que su conducta despierta admiración más allá de los límites del cristianismo. Su religiosidad tiene su raíz por un lado en el mundo creado, que el Santo imbrica con un amor fraternal en la oración; por otro, en encauzar las criaturas a su origen y causa común en la medida que les pide que entren a formar parte de su alabanza a Dios. Su alabanza va dirigida siempre y simultáneamente tanto a ensalzar la gloria y bondad incomparables de Dios como a su omnipresencia y majestad en la creación. Al hacerlo así no olvida sin embargo a sus hermanos y hermanas por excelencia, a los hombres, de quienes es consciente que están dañados por el pecado y a menudo enfrentados entre sí por el odio y la envidia. Francisco, por lo tanto, ofrece al hombre moderno un modelo, permanentemente válido, para superar aquel modelo unilateral que solamente ve en el hombre un ser mundano. En él se da una síntesis singular entre la naturaleza y la gracia, entre la creación y la Redención, entre la alabanza a Dios y el amor al hombre.

3) Todavía nos queda por resaltar un aspecto importante en la religiosidad cósmica de san Francisco: su encuentro simbólico con Cristo en determinadas criaturas motivado por algunas alusiones bíblicas. Una de las mayores dificultades que tiene el hombre moderno, por estar impregnado de la uniformidad que imprime la técnica a todo nuestro medio ambiente, es su ceguera para captar las imágenes sensibles, algo que dificulta su participación en las celebraciones litúrgicas.

Aun cuando las condiciones sociales y culturales del siglo XIII y de finales del milenio dos mil sean fundamentalmente distintas, la relación del Poverello con el Creador y la creación conserva intactos sus signos de identidad. Nos muestra que no debemos quedarnos en el puro goce estético de la contemplación del paisaje, de las flores, de una obra de arte o de un niño, sino que debemos dar el salto e ir de la imagen al modelo. La visión gozosa del mar embravecido, de la majestad de los montes, del colorido de una puesta de sol o de cualquier cosa que pueda alegrar nuestros corazones y nuestra vista debería conducirnos a una trascendencia de la criatura al Creador para concluir -como en Francisco - en una alabanza a Dios.

J. Segrelles: Cántico del Hermano Sol

N O T A S:

[1] Para la bibliografía hasta el año 1985 me remito a mi ponencia: Zur Mystik des hl. Franziskus von Assisi im Lichte seiner Schriftten, en Abendländische Mystik im Mittelalter. Symposion Kloster Engelberg 1984. Herausgegeben von Kurt Ruh, Stuttgart. J. B. Metzlersche Verlagsbuchandlung [1986], 241-268; ver sobre todo el aparato crítico en las páginas 264-268. E. Grau tomó parte también en dicho Congreso con la ponencia: Das Sacrum commercium sancti Francisci cum domina paupertate. Seine Bedeutung für die franziskanische Mystik, ibídem pp. 269-285.- Me he servido también de algunas ideas del libro de Eugen Mederlet, OFM, Der Hohepriester des Alls. Ein Weltbild gewonnen aus dem Christus-Erleben des Bruders Franz von Assisi. Marburg an der Lahn, Verlag R. F. Edel [1961]. No me es posible ni tampoco considero útil aportar la innumerable literatura internacional sobre este tema. Señalaré no obstante a: Cornelio Basilio del Zotto, OFM, Creatore, natura, imago Dei. Spiritualità. A cargo de Ernesto Caroli, OFM. 2.ª edición revisada y ampliada, Padua 1995, 321-340; Bernard J. Przewozny, OFMConv, Ambiente, ibídem, 25-36.

[7] OfP, Salmo 15, vers. 3. Cf. E. Grau - L. Hardick [Hgg.], Die Schriften des hl. Franziskus von Assisi, Werl 8, 1984,157; ver también O. Schmucki, Das Geheimnis der Geburt Jesu in der Fömigkeit des hl. Franziskus von Assisi, en Collectanea Franciscana 41(1971) 263 y ss.

[19] Cf. Oktavian [Schmucki] von Rieden, Das Leiden Christi im Leben des hl. Frangziskus von Assisi. Eine Quellenvergleichende Untersuchung im Lichte der zeitgenössischen Passionsfrömmigkeit, Roma 1960, 61 y ss. 113-123.

[20] Cuthbert [Hess of Brighton], OFMCap, Il misticismo di S. Francesco d'Assisi, en L'Italia francescana (Roma) 8 (1933).

[24] Joannes Paulus PP. II, S. Franciscus Assisiensis coelestis Patronus oecologiae cultorum eligitur, en Acta Apostolicae Sedis 71 (1979) 1509-1510. Texto español.

[25] Cf. Lynn T. White (Jr.), Die historischen Ursachen unserer ökologischen Krise, en Michael Lohmann (Hg), Gefährdete Zukunft. Prognosen angloamerikanischen Wissenschaft, München 1970, 20-29.

[26] Bd. II, Freiburg-Basel-Wien 1995; S. 335.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXX, núm. 88 (2001) 125-138]

 


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