DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LÍNEAS FUNDAMENTALES DE LA «FORMA VITAE»
EN LA EXPERIENCIA DE SAN FRANCISCO

por Octaviano Schmucki, OFMCap

 

[Título original: Linee fondamentali della «Forma vitae» nell'esperienza di san Francesco, en Lettura biblico-teologica delle fonti francescane, Roma, Ed. Antonianum, 1979, págs. 183-231]

Quien lea los escritos de san Francisco con un mínimo de atención advertirá sin duda su carácter eminentemente vital. Si ello fuera necesario, lo confirmaría ya el recuento estadístico: la palabra «vida» se encuentra en los escritos al menos 63 veces. Pero mucho más significativo que un recuento semejante es el lenguaje que Francisco usa en pasajes-clave de la Regla no bulada. Después de la fórmula de invocación trinitaria, típica en los documentos medievales, Francisco proclama: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo, cuya concesión y confirmación pidió el hermano Francisco al señor papa» (1 R Pról. 2). Merece destacarse que esta conciencia de ser guiado y modelado por un patrón evangélico de vida lo siguió hasta el umbral de la eternidad. De hecho, en el Testamento refiere: «El mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14).

Con esta idea de la inspiración evangélica de la vida minorítica se funde el concepto de la vida según la forma de la santa Iglesia romana. Al programa determinante del vivir «según la forma del santo Evangelio» se une el imperativo de no hacer nada «contra la forma e institución de la santa Iglesia» (1 R 17,1; cf. 1 R 2,12). En los escritos en que el Fundador quiere dirigirse particularmente a sus hijos se repite, con insistente frecuencia, la llamada a «guardar más católicamente la Regla que prometimos al Señor» (Test 34).

Dada la amplitud y variedad de los temas, no tenía más que dos opciones posibles: o hacer un rápido recorrido, trazando las «líneas fundamentales» de las tres dimensiones: vida según el Evangelio, según la Iglesia y según la Regla; o bien detenerme más en ilustrar un poco detalladamente la primera dimensión, que es ciertamente la más importante, enriqueciéndola desde las diversas perspectivas. A quien conozca mi forma de ser no le extrañará que haya descartado inmediatamente la primera alternativa, que me habría obligado a proponeros el conjunto bajo forma de un esqueleto exánime.[1]

Antes de entrar en lo vivo de la temática, quiero subrayar que el espíritu religioso de un santo está constituido por un engarce de aspectos predominantes como se encuentran en el común mensaje evangélico, por una visión particular de Dios y de Cristo y, consiguientemente, por una experiencia espiritual y por un estilo de vida especial, así como por el situarse de un modo original en el ámbito de la Iglesia.

Duccio di Buoninsegna: Cristo despidiéndose de los Apóstoles

I. LA «VIDA DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO»

No voy a detenerme en el tema de la Sagrada Escritura en la experiencia y en los escritos de san Francisco, estudiado por diversos autores.[2] Sin embargo, para fundamentar aquellos aspectos singulares que, según los escritos de san Francisco, forman parte integrante de la «forma del santo Evangelio», estimo necesario hacer algunas indicaciones.

1. Como ha hecho ver el P. Conti con abundancia de detalles,[3] el discurso de la misión de los Doce en Mt 10,1-15, o de los 72 discípulos en Lc 10,1-16, es el punto de partida y el hilo conductor de la «Regla» franciscana, tanto de la «no bulada», que partiendo del «Propositum vitae» (o «Protoregla») de 1209 fue progresivamente enriqueciéndose hasta llegar a la redacción final de 1221, como de la «bulada» de 1223, la cual permanece como la «forma de vida» obligatoria de la I Orden franciscana. La importancia dada a la «misión de los apóstoles» explica por qué la predicación itinerante, la prohibición del uso de dinero, las restricciones en el vestido, la confianza absoluta en la Providencia divina constituyen los elementos característicos del programa de vida franciscana.

Es de sobra sabido cómo algunos autores polémicamente consideran un trágico «malentendido bíblico» el hecho de que Francisco, con inadmisible literalismo, impusiera a su Orden como normas vinculantes, inobservadas e inobservables para una comunidad, lo que Cristo no entendió sino como directrices limitadas en cuanto al tiempo y ligadas a circunstancias locales. No es posible tratar aquí toda la problemática exegético-histórica. Pero no se necesita demasiada agudeza para darse cuenta de que es increíblemente superficial pretender encuadrar la misión «profética» del Pobrecillo en esquemas tan inadecuados. Si la exhortación de Jesús a los 12 o a los 72 se dirigiese tan sólo a un momento pasajero o contemplase una vicisitud temporal, resultaría inexplicable por qué los apóstoles la propusieron como tema de predicación y los evangelistas la anotaron con tanto esmero.

2. La «forma del santo Evangelio» que se transfundió en el comportamiento de Francisco y de sus hermanos no se limitó por cierto exclusivamente al discurso de la misión, sino que se acrecentó en la medida en que aumentó el acervo de la cultura bíblica del Santo. Francisco, ya de niño, muy probablemente aprendió a leer y escribir un poco de latín con la ayuda del Salterio. Esta hipótesis explica más fácilmente su extraordinario conocimiento de los Salmos, como deja entrever, por ejemplo, su Oficio de la Pasión del Señor.

Aún en el tiempo en que Pedro Cattani fue Vicario General (1220-1221), en el santuario mariano de la Porciúncula se usaba el único ejemplar del Nuevo Testamento disponible para las «lecturas de maitines», faltando allí todavía un breviario, como refiere, y es creíble, Tomás de Celano.[4] En las frecuentes peregrinaciones apostólicas o durante el trabajo de braceros eventuales en las tierras de los campesinos o de ayudantes en las casas de otros o en los hospitales, los hermanos escuchaban y recitaban el Oficio divino con el clero local en las iglesias parroquiales del lugar donde se encontraban en aquel momento (Test 17; cf. TC 38).

En una nota que fray León puso de su puño y letra en el así llamado «Breviario de san Francisco», se refiere que el Pobrecillo «hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta práctica hasta su muerte» (cf. ed. BAC, 1978, pág. 974). Significa, por tanto, desconocer la situación real en que se encontraba la primitiva Fraternidad franciscana, a causa de la rigurosa pobreza y del costo excesivo de los libros manuscritos, suponer, como hace por ejemplo D. V. Lapsanski,[5] que Francisco conocía efectivamente todos los libros, no sólo del Nuevo, sino también del Antiguo Testamento. Cuan lejos esté de la situación real histórica una opinión semejante se deduce de una noticia casual que da Celano refiriéndose a los últimos días del Fundador. Cuando el moribundo se encontraba en una celda de la Porciúncula, a petición suya le trajeron el volumen en que se contenía «tota et plena bibliotheca» (1 Cel 110), es decir, «toda la Biblia íntegra».

3. Considero que está mucho más en sintonía con los datos históricos sometidos a la criba de los estudiosos quien piensa que lo que más veces se presentó a la consideración del Pobrecillo fue la serie de las perícopas bíblicas de la Liturgia y que él, en su meditación, se detuvo particularmente en los pasajes y textos que lo habían impresionado fuertemente. No hay duda de que le eran particularmente familiares los Salmos, ya que los sabía de memoria. Además, por afinidad espiritual, debía descollar su familiaridad con los fragmentos evangélicos u otros escritos neotestamentarios que hacen referencia a Cristo pobre, humilde y despreciado; con la oración sacerdotal (Jn 17,1-26); con los pasajes paulinos o petrinos sobre el tema del «gloriarse» y del «espíritu» y «espiritual», así como del «seguir las huellas de Cristo».[6]

Me parece necesario preguntarse cuál fue la perspectiva particular con que Francisco leía y escuchaba la Biblia. Entre muchas otras, merece atención la propuesta del P. Javier Garrido[7] que especifica la clave de interpretación, primariamente, en el seguimiento de Cristo siervo de Dios y, secundariamente en la misión de los apóstoles y en el sermón de la montaña. Considero, en cambio, demasiado reductivo el parecer del P. Antón Rotzetter[8] que cree encontrarla en la idea del anonadamiento o «kénosis» (cf. Flp 2,7), si bien ningún estudioso pondrá en duda la multiplicidad de implicaciones espirituales que semejante tema contiene.

4. Grande fue el mérito del fallecido P. Kajetan Esser al haber puesto de relieve, ya en su primer gran trabajo sobre el Testamento, en 1949, el equilibrio admirable entre palabra divina y sacramento en los escritos del Santo. Después de haber hecho resaltar su veneración a la Eucaristía y, en razón de su poder sobre este sacramento, a los sacerdotes, Francisco prosigue: «Y los santísimos nombres y sus palabras escritas, donde los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos, y ruego que se recojan y se coloquen en lugar decoroso. Y también a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 12-13; cf. también Test 6-11).

El Santo de Asís tenía una vivísima conciencia de que el Señor le hablaba directamente, por encima de los límites de espacio y tiempo, a través de la palabra bíblica. En ella ve como una prolongación de la encarnación del Verbo, que le manifiesta la divina voluntad y verdad. La sola frecuencia de citas o alusiones a Jn 6,64: «Las palabras que os digo son espíritu y vida» (1 R 22,40), demuestra ya hasta qué punto Francisco, en la línea de la más genuina tradición cristiana y monástica, captó el carácter casi sacramental de la «lectio divina». En este contexto adquiere todo su peso el acongojado llamamiento del Santo a sus hijos: «Atengámonos, pues, a las palabras, vida y doctrina y al santo Evangelio de quien se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre...» (1 R 22,41).

II. LA VISIÓN DE DIOS:
DIOS ALTÍSIMO, SANTÍSIMO, SOLO BUENO,
OMNIPOTENTE Y OMNIPRESENTE

En el pasaje antes citado de la Regla no bulada, se enuncia una observación que es reiteradamente confirmada en otros escritos: a Francisco, que contempla el ejemplo de Cristo orante en los Evangelios, se le desvela progresivamente el concepto de Dios. A causa de las limitaciones de tiempo, apenas podré trazar las líneas principales de su visión de Dios y aludir a algún impulso que de la misma se le derivó para la práctica espiritual.

1. Entre toda una serie de oraciones que podrían citarse, recuerdo aquella con que Francisco concluye el densísimo capítulo sobre los predicadores en la Regla no bulada (1 R 17). Dado que los hermanos fueron investidos de una función social preeminente cuando se les confió «el oficio de la predicación» según «la forma e institución de la santa Iglesia» (1 R 17, 4 y 1), podían dejarse llevar de la tentación del orgullo o del sentido de superioridad; el Santo les contrapone entonces vigorosamente su función puramente instrumental. Como le sucede a menudo en un momento de especial conmoción, pasa de la exhortación a la oración: «Y restituyamos (atribuyamos) todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno» (Lc 18,19; 1 R 17,17-18).

También como anunciador carismático de la palabra divina, Francisco tiene continuamente ocasión de sentirse indigno e impotente instrumento del inmenso poder del sumo Señor, ante el cual se postra con un sentimiento de profundísima reverencia. Al mismo tiempo, sin embargo, percibe en Dios la caridad personificada (cf. 1 Jn 4,8.16; 1 R 17,5); de Él, como de la fuente original e inagotable, procede «todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos» (1 R 23,9). Francisco exalta, por ello, con emocionada gratitud, esta inconmensurable misericordia con expresiones siempre nuevas, siempre más glorificantes. La grandeza consternadora de Dios se revela al orante simultáneamente, en significativa armonía de contrastes, como bondad extasiante.

A los atributos de la infinita grandeza y bondad de Dios, a menudo se añaden, casi como motivos, la omnipotencia del Creador y su santidad esencial; así, por ejemplo, dice en la oración que concluye las Alabanzas que se han de decir en todas las horas litúrgicas: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, bien total, que eres el solo bueno (cf. Lc 18,19), a ti te tributemos toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición, y te restituyamos todos los bienes. Hágase. Hágase. Amén» (AlHor 11).

El hecho de que el Pobrecillo, al orar a Dios, repita insistentemente el adjetivo «altísimo», confirma que su imagen psicológica de Dios conlleva los signos de lo majestuoso y de lo excelso, o, para expresarlo con una palabra tomada de la historia comparada de las religiones, de lo numinoso. Dios está infinitamente por encima de todo y de todos, siendo el totalmente otro. Frente a la imagen de Dios, elevado de manera potentísima, Francisco siente que se hunde en su propia nada. El hecho de que advierta con especial agudeza la distancia abismal entre el «tú» divino y el «yo» miserable, lo impulsa espontáneamente a repetir el atributo de «altísimo» que, muy probablemente, le provenía del uso frecuente de los Salmos (cf. por ejemplo Sal 56,3) o de Lc 1,32 (cf. OfP 3,3; CtaO 4).

2. Junto al epíteto «Dios el altísimo», en los textos ya citados aparece una serie creciente de variaciones sobre Dios «el sumo bien, todo bien, bien total, que eres el solo bueno». Este último inciso transparenta el origen evangélico de la idea. Parece que Francisco rumió con frecuencia la respuesta de Jesús al joven rico: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios» (Lc 18,19). Tengamos presente que tal respuesta forma parte del mismo pasaje en que el Maestro le pidió qué distribuyera todos los bienes a los pobres (Lc 18,22). Por otra parte, el Pobrecillo debía estar empapado, hasta lo íntimo de su persona, de la definición de san Juan: «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16).[9]

Francisco no quedaba aplastado por la experiencia de la transcendencia de Dios, sino que se sentía irresistiblemente atraído por el Interlocutor fascinante a demostrarle su amor y su gratitud. Experimentaba al Dios altísimo sobre todo como Bien absoluto. A esto llegó, evidentemente, no como consecuencia de un razonamiento filosófico, sino debido a una visión histórico-salvífica de las vicisitudes humanas. Como lo confirma ampliamente el estupendo capítulo 23 de la Regla no bulada, caracterizado como perfil de la vida minorítica bajo forma de «alabanza», el Pobrecillo celebra la bondad divina tal como se ha revelado en la creación y redención del género humano (1 R 23). Todo bien creado es una gota rebosada de la fuente de bondad infinita que es Dios, el amor personificado.

3. Otro atributo divino que se repite en los escritos del Santo con sorprendente frecuencia es el de Dios omnipresente y omnioperante. Ningún documento lo prueba de modo más convincente que el Testamento. Ya las primeras palabras con que empieza lo subrayan: «El Señor me dio a mí, hermano Francisco, el comenzar de esta manera a hacer penitencia» (Test 1). El Señor le «dio tal fe en las iglesias...» (Test 4); le «dio y da tanta fe en los sacerdotes...» (Test 6); le «dio hermanos...» (Test 14); le «reveló» que debía «vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14); le «reveló» incluso el saludo de paz (Test 23).

No hay duda de que el Pobrecillo consideraba a Dios como el supremo director de su vida; y esto no en un sentido formalista, a la manera de un lenguaje convencional, en un momento en que la balbuciente lengua italiana estaba completamente empapada del lenguaje de la Vulgata. El constante y enfático uso de Dios como sujeto gramatical, mientras el hombre aparece como el objeto de sus intervenciones amorosas, traduce al campo de la lengua lo que Francisco vivió como convencimiento central de su fe. Ningún elemento, quizá, es tan cualificador del espíritu del Pobrecillo como su confianza indestructible en la Providencia divina. Dios, bondad suma, lo guía en todo momento y en todo lugar; es para él el punto constante de referencia, su apoyo firme y su refugio seguro.

Si hubiese necesidad de una ulterior confirmación, la encontraríamos en la exhortación que el Santo dirige a los predicadores en el cap. 17 de la Regla no bulada: «... no gloriarse... de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos...» (1 R 17,6). Hasta qué profundidad de intuiciones místicas había llegado Francisco lo demuestra la Admonición 8: «Todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3).

4. La falta de tiempo me impide completar las coordenadas de la visión particular de Dios que determinaba tanto la oración como la acción de san Francisco. Así, por ejemplo, habría podido exponer el carácter eminentemente trinitario de su concepción de Dios.[10] Baste, por ahora, la referencia a las palabras con que comienza el capítulo 23 de la Regla no bulada, para darse cuenta de ello: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo..., te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales...» (1 R 23,1). Espero, de todos modos, haber logrado poner de manifiesto la índole y el origen bíblico de la visión franciscana de Dios.

C. Dolci: La Sagrada Familia con Dios Padre y el Espíritu Santo

III. LA VISIÓN DE JESUCRISTO:
POR AMOR DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

1. Mucho se ha escrito sobre el llamado «cristocentrismo» de san Francisco. A la luz de los escritos de san Francisco, uno se siente inducido a usar tal calificación con una cierta cautela. Si se toma en un sentido menas estricto, y con ese término se quiere poner de relieve un amplio espacio y un puesto especial de Cristo en la piedad y vida del Pobrecillo, nadie se atreverá a oponerse al mismo. En cambio, si se afirmase que en los escritos de Francisco es numéricamente más frecuente la referencia directa a Cristo que la referencia a Dios Padre y a Dios Trino, se iría contra la evidencia de una comprobación estadística, como he puesto de manifiesto en otra parte.[11] No sólo son raras las oraciones dirigidas directamente a Cristo, sino que, además, en otros textos cristológicos se nota la orientación a Dios Padre, ilustrando así la función de Cristo Mediador. Merece ser puesta de relieve la visión histórico-salvífica por la que, el que se llamaba «ignorante e inculto» (CtaO 40), casi siempre se dejó guiar.

2. Un ejemplo verdaderamente iluminador para corroborar la afirmación que acabamos de enunciar, se nos ofrece en un pasaje de la Carta a los fieles (2CtaF 2-15). Francisco se siente enviado «a servir y a suministrar a todos las odoríferas palabras de mi Señor». Impedido por la enfermedad, quiere confiar a su carta la tarea de «comunicaros... las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son "espíritu y vida" (Jn 6,64)». La fuerza del Espíritu Santo es, por tanto, inherente a las palabras reveladas de la Sgda. Escritura; en ellas se prolonga, de alguna manera, el misterio del Verbo encarnado, haciéndose no sólo visible, sino también audible.

La asociación de ideas, que es un procedimiento habitual y típico del Santo, lo hace elevarse inmediatamente al centro del misterio: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Lamentablemente, ninguna traducción italiana, que yo sepa, traduce exactamente el fuerte realismo con que Francisco, en clara antítesis con el docetismo cátaro, remacha la verdad del cuerpo asumido por el Verbo en el seno materno de María.

El hecho que prosigue en la Carta entra de nuevo en la óptica especial bajo la cual el Pobrecillo solía contemplar la historia de la salvación: «Y, siendo Él sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5).

Francisco continúa su meditación cristológica, acompañando a Jesús en el Cenáculo y relatando la institución de la Eucaristía. Después evoca la agonía en el huerto de Getsemaní, reproduciendo la súplica del Maestro: «Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz» (Mt 26,39). Pasando de un evangelista a otro, describe otro detalle para poner una vez más en evidencia la realidad tangible de la vida terrena de Cristo: «Y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra» (Lc 22,44; 2CtaF 9). Con una imagen atrevida, pero expresiva, caracteriza la docilidad absoluta del Redentor: «Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre...».

En un pasaje sucesivo, Francisco destaca los aspectos del designio divino de salvación: «Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (cf. 1 Pe 2,21)».

En este breve cuadro cristológico, de admirable densidad y equilibrio, nótese cómo se subrayan la muerte real, el carácter sacrificial de la redención y la intención soteriológica de toda la existencia terrena de Cristo. Sólo falta el recuerdo de la resurrección que, sin embargo, está presente en el Oficio de la Pasión, incluso en la hora de Nona prevista para el Viernes Santo.[12] Como se deduce también de otros pasajes paralelos, Francisco jamás aisló ningún misterio cristológico. Hablar, por ejemplo, de «Pasio-centrismo» del Pobrecillo, significa no haber leído nunca sus Opúsculos.

3. El Santo termina su evocación espiritual con una alusión al misterio eucarístico que, en otros escritos, es exaltado más ampliamente: «Y (Cristo) quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto» (2CtaF 14). Después del Concilio IV de Letrán (1215) y de la encíclica «Sane cum olim» (1219-1220) de Honorio III, Francisco lanzó una especie de cruzada espiritual para reavivar en el pueblo cristiano la fe y la práctica eucarística. En el texto citado, parece que Francisco quiere remachar la necesidad del sacramento eucarístico para la salvación.

Para tener una idea más completa de su doctrina eucarística sería necesario comentar la primera Admonición, sobre «El cuerpo del Señor»,[13] donde inculca la analogía entre encarnación y presencia eucarística, llegando a esta conclusión: «Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: "Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo" (cf. Mt 28,20)» (Adm 1,22).

4. Faltaría una dimensión esencial de la devoción a Cristo si omitiese algunos elementos de mística cristológica presentes en los Opúsculos. Francisco, como él mismo escribe en el Testamento (Test 8-11), experimentaba a Cristo operante incluso en los sacerdotes pecadores, «a causa de su ordenación», porque en ellos veía «al Hijo de Dios». Su condición de imágenes vivas de Jesús se le manifestó particularmente en «el santísimo cuerpo y sangre que ellos reciben y sólo ellos administran a los otros» (Test 10).

Ya no directamente en relación con el misterio eucarístico, el Pobrecillo ve la presencia mística de Cristo entre sus hermanos, como da a entender con citas bíblicas en el capítulo 22 de la Regla no bulada (1 R 22,33s), en el que les dirige una exhortación que tiene sabor de «testamento» espiritual. Teniendo un único Padre en el cielo, entre ellos todos son hermanos. Único es también su Maestro, el que está en los cielos. Ahora bien, «donde hay dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (1 R 22,37). Cristo, presente místicamente, es el corazón y el vínculo de los hermanos congregados en el amor común y en la fe común (cf. más adelante, el apartado IX, 2).

El santo de Asís alcanza sin duda el vértice de la mística cristológica cuando en la Carta a los fieles, primera y segunda redacción (1CtaF I,5-13; 2CtaF 48-56), afirma que todos los cristianos comprometidos a vivir el ideal evangélico «son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo». Patentizado este vínculo en conformidad con la respuesta de Jesús sobre sus verdaderos parientes, según Mt 12,50, y añadiéndole en todo caso el elemento esponsal, Francisco prosigue con la explicación de cada una de las imágenes. Ser esposos de Cristo significa unirse con amor esponsal al Espíritu Santo. Se hace hermano de Cristo quien, con Él, cumple la voluntad del Padre celestial (cf. Mt 12,50). Particular relieve se da a la función materna de aquellos que han renacido a la vida divina: «somos madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20) por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53). El alma en estado de gracia se asemeja a María Santísima, y por ello está unida a Jesucristo en el Espíritu Santo con amor esponsal y dispuesta por entero a cumplir, siguiendo el ejemplo de Cristo, la voluntad del Padre. Así como en el seno de María el feto divino se desarrolló hasta el momento del nacimiento, así en el alma Cristo crece progresivamente con una vida virtuosa, particularmente con el amor, hasta convertirse en luz que ilumina a los hombres y regenera su vida sobrenatural. De este modo, toda la existencia cristiana asume una función mariana al dar a luz espiritualmente a Cristo en aquellos en quienes está muerto o en quienes no ha nacido todavía.

El «crescendo» de epítetos afectivos revela que Francisco no habla aquí simplemente por reflexión espiritual sobre un texto evangélico, sino por propia experiencia de místico: «¡Oh cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e hijo, el cual dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros diciendo...!».[14]

5. De los numerosos elementos recogidos hasta ahora se deduce ya con evidencia que no responde a la verdad el presunto predominio, como se ha sostenido a veces, del Cristo histórico, particularmente a la luz de los Sinópticos, en la religiosidad del Pobrecillo. Para un ulterior y más ajustado enfoque de este esquema rígido de interpretación, obsérvese con qué agudeza Francisco tenía los ojos fijos en el Cristo que ha de venir. De hecho, en la oración con que cierra la Regla no bulada (1 R 23,4), el Pobrecillo exclama: «Y te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir en la gloria de su majestad a arrojar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron a ti, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: "Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo" (cf. Mt 25,34)». Esta dimensión escatológica la tenía espiritualmente presente en todas las horas litúrgicas que recitaba, como se deduce del comienzo de las Alabanzas para todas las horas: «Santo, santo, santo Señor Dios omnipotente, el que es, y el que era, y el que ha de venir» (AlHor 1). Esta misma perspectiva determina su devoción en el Oficio de la Pasión del Señor, puesto que más de una vez acentúa su espera ardiente del Juez futuro, repitiendo el mismo verbo venir: «Y sabemos que viene, que vendrá a juzgar con justicia» (OfP 6,16).

6. Después de cuanto ya hemos expuesto, no parece necesario extenderse en el tema de la imitación de Cristo según los Opúsculos. Recordemos el pasaje de la Carta a los fieles en que aparece la figura empleada por san Pedro: «Cristo padeció por vosotros... dejándoos un ejemplo, para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2,21; 2CtaF 13). Como un compañero de viaje por un terreno escabroso sigue paso a paso al guía, poniendo su pie en las mismas huellas dejadas por éste, así Francisco trata de seguir la conducta de Jesús que se nos describe en los Evangelios. La metáfora podría suscitar la impresión de un mimetismo exterior mortificante. Pero tal reproche, que no raras veces se le ha dirigido por parte de los estudiosos, resulta totalmente infundado si se tiene presente la oración que el Pobrecillo añade a su Carta a toda la Orden (CtaO 50-52). En ella es evidente que el seguimiento de Cristo no fue jamás, para el Pobrecillo, efecto de los solos esfuerzos morales, sino don de la gracia divina, y que el progresivo conformarse a Jesús depende de la luz y del calor del Espíritu Santo. Francisco, en efecto, ora para conocer y saber actuar la voluntad de Dios, «a fin de que, interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo...».

IV. EL ESPÍRITU DE LA SANTA ORACIÓN
Y DEVOCIÓN (2 R 5,2)

No hay duda de que Francisco ha sido uno de los orantes más grandes del cristianismo.[15] Este es un elemento esencial del carisma del Santo, fácilmente desatendido o en todo caso infravalorado en los estudios y, sobre todo, en la actuación concreta de sus hijos. Se debe afirmar que la oración constante y fervorosa es parte preponderante, en importancia y en tiempo, de su vida «según la forma del santo Evangelio». Testimonio significativo de ello es que los Opúsculos están entretejidos de oraciones. Francisco alcanza, incluso literariamente, el ápice de su expresividad cada vez que ora. En el ámbito de esta síntesis, sólo podré ofrecer algunas indicaciones escuetas.

1. El ideal evangélico de la oración continua, adoptado por el Pobrecillo, se desvela particularmente en el capítulo 22 de la Regla no bulada. Recalca sobre todo la exigencia de la oración constante: «Vigilad y orad en todo tiempo...» (Lc 21,36; 1 R 22,27); «y adoremos al Padre con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1; 1 R 22,30). Esta recomendación apremiante de extender lo más posible sobre todo el arco de la jornada el empeño del coloquio divino aparece también en otros pasajes de los escritos. En otro capítulo de la Regla no bulada, pide perentoriamente que sus hermanos, «siervos de Dios», «deben entregarse constantemente a la oración o a alguna obra buena» (1 R 7,12); y también en la Regla bulada les exhorta a «anhelar por encima de todo: tener el espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro...» (2 R 10,8-9).

Además del esfuerzo por mantener ininterrumpida la conversación familiar con Dios, en el texto antes citado aparece la referencia al Espíritu Santo. De toda una serie de textos se deduce que el recurso frecuente al término «espíritu» o «espiritual» en los escritos del Santo designa la apertura interior a la gracia y la docilidad al Espíritu Santo que marcan todo progreso verdadero.[16] Aquí como en otras partes, el Pobrecillo completa el cuadro con una cita tomada del coloquio de Jesús con la Samaritana (Jn 4,23-24): «... pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad» (1 R 22,31). Si no me equivoco, Francisco da aquí la preferencia a la oración mental o interior, partiendo del principio de que ella es la máxima posibilidad de conformidad a la naturaleza espiritual de Dios. La exigencia de «verdad», en cambio, parece que indica la exigencia del máximo empeño, como conviene al divino Interlocutor.

2. Sirviéndose de una serie de conceptos bíblicos, Francisco propone una especie de teología de la oración que merece ser resumida brevemente. En el mismo capítulo 22 de la Regla no bulada, dirigido probablemente a sus propios hijos antes de partir hacia el Oriente Medio, Francisco subraya vigorosamente la función determinante del corazón, del cual, según el Maestro, proceden todas las malas acciones. Insiste, por consiguiente, en que sea custodiado este centro vital del espíritu de influencias negativas, y en que permanezca abierto de par en par a las influencias positivas, refiriéndose, con un entretejido de textos tomados de los Sinópticos, a la parábola del sembrador (Mt 13,18-23; Mc 4,13-20; Lc 8,4-8.11-15).

Tras esta premisa, se esclarece por sí mismo el sentido de la siguiente admonición: «Y guardémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón vueltos a Dios» (1 R 22,19). Con finísima intuición psicológica, el Santo advierte a continuación cómo varias formas de actividad tienden a posesionarse totalmente del corazón humano, con el efecto de «ahogar la palabra y los preceptos del Señor borrándolos de la memoria», y de «cegar, por medio de negocios y cuidados seculares, el corazón del hombre, y de habitar en él» (1 R 22,20).

Por ello insiste una vez más en no desviar del Señor la mente y el corazón (1 R 22,25), «antes bien, en santa caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16), ruego a todos los hermanos... que, removido todo impedimento y postpuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo» (1 R 22,26). Las enseñanzas de Jesús sobre la pureza del corazón y sobre la tierra buena, dispuesta a recibir la semilla divina, se funden en una síntesis admirable en la que la simplicidad del lenguaje esconde a muchos la profundidad de la enseñanza. De modo señaladamente contemplativo define el orar: tener la mente y el corazón dirigidos a Dios. Para conseguirlo, sin embargo, es necesario saber liberarse de las preocupaciones y ansias que desvían el impulso que va hacia Dios. Aquí reside el significado profundo de la vida eremítica en el proyecto franciscano. En la Regla para los eremitorios, Francisco expresa el mismo pensamiento con esta variante: los ermitaños franciscanos «busquen en primer lugar el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33)» (REr 3).

3. Es significativo lo mucho que influye el papel predominante de la pobreza en el vivir la vocación a una vida de oración. En el uso constante del Pobrecillo, orar significa restituir con la alabanza todo aquello de que la caridad personificada de Dios nos ha hecho partícipes. En esta clave se ha de leer la conclusión del cap. 17 de la Regla no bulada: «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno» (1 R 17,17). He aquí el motivo por el que las oraciones del Santo que han llegado hasta nosotros son, en gran medida, de naturaleza latréutica (de adoración) y eucarística (de acción de gracias). Francisco reconoce, frente a Dios, su absoluta indigencia, sintiéndose exclusivamente deudor suyo por todo cuanto de bien encuentra en sí mismo. Orar significa tratar de devolver a Dios lo que se ha recibido de Él, reconociendo honradamente la propia condición de criatura.

4. Puede parecer superfluo afirmar que, según el Santo de Asís, a la oración le corresponde un lugar preeminente en la vida minorítica, si no se quiere correr el riesgo de perder su misma sustancia. Tal vez en ningún otro lugar Francisco lo recalca tan explícitamente como en el capítulo sobre el trabajo de la Regla bulada, donde invita a los hermanos a trabajar «fiel y devotamente, de forma tal que, evitando el ocio, que es enemigo del alma, no apaguen el espíritu (cf. 1 Tes 5,19) de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales» (2 R 5,1-2). Con claridad inequívoca se enuncia aquí una escala de valores, en la que destaca la orientación teologal y contemplativa sobre cualquier otro sector de la actividad terrena. Aquí se llega a la raíz de la dirección contemplativa del carisma franciscano que toda reforma auténtica de la Orden redescubre y revive.

Caravaggio: San Francisco en oración

V. LA VIDA DE PENITENCIA

1. Que la penitencia[17] tenga relación con la vida franciscana nos lo confirma el dato autobiográfico con que se abre el Testamento: «El Señor me dio a mí, hermano Francisco, el comenzar de esta manera a hacer penitencia...» (Test 1). Desde el principio se ha de hacer notar el carácter de gratuidad que el Pobrecillo exalta en su transformación espiritual: no fue mérito suyo, sino don de la misericordia divina. La dimensión compendiosa del término y su calidad de don se deducen, por otra parte, de la prohibición de pedir privilegios a la Curia romana, «ni so pretexto de predicación, ni por persecución de sus cuerpos; sino que, si en algún lugar no son recibidos, márchense a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 25-26).

En el capítulo 23 de la Regla no bulada (1 R 23,4.7b), donde la vida minorítica es presentada bajo la forma de «alabanza» exultante, ser cristiano significa: conocer, adorar y servir a Dios en la penitencia, o también: «perseverar en la verdadera fe y en la penitencia». Se trata, pues, de un estado de vida que dura tanto como la existencia de los cristianos.

2. Llegados a este punto, sin embargo, hemos de preguntarnos qué entendió Francisco con la palabra penitencia. Una primera y parcial respuesta ha de partir del texto autobiográfico ya citado: hacer penitencia es, ante todo, liberarse del estar «en pecados» (Test 1) y salir «del siglo» (Test 3). Tal distanciamiento no se produce de una vez para siempre, sino que exige esfuerzos continuos de superación de sí mismo. Así, en la Regla no bulada, Francisco exhorta perentoriamente: «Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,7); y, en otra parte, advierte a los hermanos itinerantes: «No juzguen, no condenen. Y, como dice el Señor, no reparen en los pecados más pequeños de los otros (cf. Mt 7,3; Lc 6,41), sino, más bien, recapaciten en los propios en la amargura de su alma (Is 38,15)» (1 R 11,10-12).

Un caso conmovedor de confesión pública del Pobrecillo ante toda su Fraternidad nos ha sido conservado en la Carta a toda la Orden, donde, con un sentido de humildad profundísima, se reconoce pecador, inculpándose parcialmente de algo que era pura imposibilidad física: «En muchas cosas he caído por mi grave culpa, especialmente porque no guardé la Regla que prometí al Señor, ni dije el Oficio según manda la Regla o por negligencia, o por enfermedad, o porque soy ignorante e indocto» (CtaO 39).

3. La conciencia aguda de estar «en pecados», parece a veces confinar con un cierto pesimismo sobre las posibilidades humanas, de evidente sabor agustiniano. Así, parece cercano a ciertas descripciones drásticas propias del «Tratado del desprecio del mundo» de la época cuando, en la oración y acción de gracias de la vida minorítica, afirma: «Amemos... al Señor Dios... que nos ha hecho y hace todo bien a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos» (1 R 23,8). No menos expresivo es su discurso en la Carta a los fieles: «Y hagamos de nuestros cuerpos objeto de oprobio y desprecio, porque todos por nuestra culpa somos miserables y podridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: "Soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección de la plebe" (Sal 21,7)» (2CtaF 46). Si bien en varios pasajes el Pobrecillo usa el término «cuerpo» en el sentido paulino de «carne», es decir, de egoísmo proclive al pecado, es innegable, sin embargo, que atribuía al cuerpo humano una función instrumental no indiferente en la realización del mal. Esto se prueba en la misma Carta cuando habla de los impenitentes que «sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo, engañados por el diablo...» (2CtaF 65); y cuando comprueba «que al cuerpo le es dulce cometer pecado, y amargo servir a Dios» (2CtaF 69).

Por otra parte, hace comprender inequívocamente que el principio de perversión y de conversión es el corazón humano como centro de toda opción. Efectivamente, en el texto antes citado, el Santo prosigue: «... pues todos los males y vicios y pecados, del corazón del hombre salen y proceden (cf. Mc 7, 21.23), como dice el Señor en el Evangelio» (2CtaF 69). En esta ambivalencia en la que se funden la intuición paulina y una cierta infravaloración de la esfera corporal, Francisco exhorta: «Debemos aborrecer nuestros cuerpos con sus vicios y pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: todos los males y vicios salen del corazón (Mt 15,18-19)... Debemos, igualmente, negarnos a nosotros mismos (cf. Mt 16,24) y poner nuestros cuerpos bajo el yugo de la servidumbre y de la santa obediencia, según lo que cada uno prometió al Señor» (2CtaF 37 y 40).

Quizá en ningún otro pasaje el Pobrecillo evidencia de modo más profundo y completo lo que se requiere para superar el pecado, tanto en el cuerpo como en el alma de todo hombre, que en la Regla no bulada: «El espíritu del Señor, en cambio (o sea, en contraposición al "espíritu de la carne" a que se refiere 1 R 17,11), quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura, y simple, y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (1 R 17,14-16).

En el amplio horizonte del texto citado aparecen los elementos característicos de la penitencia franciscana: el abrirse dócilmente a la guía del Espíritu o de la gracia divina; la mortificación y la renuncia a aquello que, en el cuerpo o en el alma, se opone al dominio del Señor; el esfuerzo por reconocer humildemente la propia condición de fragilidad moral, por soportar pacientemente las adversidades y por buscar incesantemente la paz interior; un deseo intenso tanto del temor como del amor de Dios y de la experiencia sapiencial de Dios Trino. En último análisis, ser penitente es dejarse guiar por el Espíritu en el lento y progresivo proceso de transformación en el amor divino.

Aunque no afirmado explícitamente, el convertirse al amor divino se extiende de Dios a los hermanos. Es exactamente lo que Francisco experimentó en una fase decisiva de su conversión: «El Señor me dio a mí, hermano Francisco, el comenzar de esta manera a hacer penitencia, pues, como estaba en pecados me parecía muy amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos y yo los traté con misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y, después, me quedé un poco y salí del siglo» (Test 1-3).

VI. LA VIDA DE POBREZA

Entre los rasgos que componen el cuadro de la vida según la forma del santo Evangelio destaca mayormente la pobreza. Dado el número extraordinario de referencias posibles, sólo podré trazar algunas líneas generales.[18]

1. La relación entre la vida de los Hermanos Menores y la pobreza de Cristo es, quizá, el aspecto del carisma de Francisco subrayado con más fuerza y con mayor frecuencia. El texto más explícito es la exhortación con que comienza el capítulo sobre la «mendicación» en la Regla no bulada: «Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y la pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1). El Santo precisa, en este mismo capítulo, el significado de estas dos virtudes que se manifestaron en la vida terrena de Jesús. Recordando el deber de ir a pedir limosna, cuando fuere necesario por falta de otros medios de sustento, advierte: «Y no se avergüencen, y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, "puso su faz como piedra durísima" (Is 50,7) y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos» (1 R 9,4-5). Por el momento, subrayamos sólo que aquí el Pobrecillo no está libre de influencias de los movimientos pauperísticos de la época y que la forma de mendicidad de Jesús, y particularmente de María, subyacente en el texto, no corresponde exactamente a los datos de la exégesis actual.

Recordamos, con todo, que ya aquí se trasluce el concepto de anonadamiento, en el sentido de que «el Hijo de Dios vivo omnipotente» se humilló hasta descender a la condición de un pobre, obligado a depender de la ayuda ajena (cf. Flp 2,6-8). Ateniéndose más estrechamente al ejemplo bíblico de la segunda Carta a los Corintios (2 Cor 8,9), el santo Fundador, en su Carta a los fieles, hace resaltar aún más claramente la imagen del despojamiento: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5).

Francisco se refiere no tanto al comportamiento de Cristo sino más bien a sus enseñanzas, cuando a menudo alega la invitación dirigida al joven rico: «Si quieres ser perfecto, vete y vende todas las cosas que tienes y dáselas a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después, ven y sígueme» (Mt 19,21). Este texto evangélico, que se reproduce íntegramente ya en el capítulo primero de la Regla no bulada, pertenecía, con un elevado grado de certeza histórica, a la Protoregla de 1209 y, consiguientemente, ha de considerarse como un elemento constitutivo del carisma franciscano de los comienzos.

Si, como hipótesis de trabajo, aceptamos los resultados del análisis estructural de la Regla no bulada del P. Flood,[19] los capítulos del uno al diecisiete se remontan, al menos en su sustancia, al tiempo anterior al Concilio Lateranense IV (1215). En caso afirmativo, como creo que se puede hacer, elementos del discurso de la misión según Lc 9,3 y 10,4-8, muy pronto vinieron a enriquecer el fundamento bíblico de la vida minorítica de pobreza. De esto resulta que su vida era prevalentemente peregrinante, sin equipaje ni provisiones para el viaje, con la prohibición absoluta de aceptar y usar dinero, salvo en el caso especial de hermanos enfermos, y todo esto debido a una confianza sin límites en la Providencia divina. «Cuando los hermanos van por el mundo, "nada" lleven para el camino: "ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón"» (1 R 14,1).

En un período probablemente algo posterior, la atención del Fundador fue atraída por la respuesta del Maestro a un interlocutor que le había pedido que hiciera de intermediario para obtener de su hermano la parte que le correspondía de la herencia: «El Señor manda en el Evangelio: "Mirad, guardaos de toda malicia y avaricia"» (Lc 12,15); también fue atraída la atención del Santo por algunos elementos de la parábola del sembrador (Lc 8,4-15, esp. 14; 21, 34); «precaveos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones de esta vida» (1 R 8,1-2). Por la experiencia en su propia familia de mercaderes de tejidos, Francisco debió advertir con lúcida claridad el atractivo casi ineludible del dinero y el efecto casi coactivo tendente a hacer converger todos los esfuerzos en conservar y acrecentar la solidez y estabilidad.

Todavía en esta sección de la Regla no bulada, que parece pertenecer a su primitiva fase de desarrollo en los Capítulos, el Santo, después de haber exhortado a seguir la «humildad y la pobreza» del Cristo histórico, añade, como motivo de la limitación voluntaria de los hermanos al mínimo vital: «y recuerden que nada hemos de tener en este mundo, sino que, como dice el Apóstol, estemos contentos teniendo qué comer y con qué vestirnos (1 Tim 6,8)» (1 R 9,1). Es evidentemente difícil determinar si este texto paulino pertenece a las citaciones «constitucionales» de los inicios o si fue añadido en la redacción final como elemento bíblico ornamental por Cesáreo de Espira, a quien el Pobrecillo confió tal cometido.[20] Seguramente depende de la prohibición de llevar dos túnicas para el viaje, que se encuentra en el discurso de la misión (Lc 9,3), el que la Regla no bulada prescriba a los hermanos profesos el tener «una sola túnica» (1 R 2,13).

2. Al examinar algunos textos bíblicos que concurrieron a fundamentar la pobreza minorítica, se nos han desvelado al mismo tiempo algunos aspectos de su práctica, externamente visible, referente a la vida nómada de los hermanos. Así se ha esclarecido la exigencia de que los candidatos a la Orden, antes de ser admitidos a la profesión religiosa, se tenían que haber expropiado de todo, vendiendo los bienes propios y distribuyéndolos a los pobres. Como «peregrinos del Absoluto»,[21] los Hermanos Menores se encomendaban totalmente a la Providencia divina, y marchaban a la misión de penitencia y de paz en pequeñas comitivas, sin el amparo de ninguna reserva pecuniaria o alimenticia, con el vestuario reducido al mínimo indispensable para cubrirse. En caso de que con el trabajo ocasional no consiguieran matar el hambre, recurrían humildemente «a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 23).

Cuando, a partir de 1214 aproximadamente, se produjo un paso parcial del continuo peregrinar penitencial y apostólico a un establecerse, al menos temporal, en los eremitorios, se transfirió a esta nueva situación la idea tanto de la pobreza absoluta como del peregrinar bíblico. Por eso Francisco establece: «Guárdense los hermanos, dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse para sí ningún lugar, ni de vedárselo a nadie. Y todo aquel que venga a ellos, amigo o enemigo, ladrón o bandido, sea acogido con bondad» (1 R 7,13). El eco fiel de la idea primitiva se repite, aunque de forma más sucinta, en la Regla bulada: «Los hermanos no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (2 R 6,1).

Una fase ligeramente más avanzada se detecta en el Testamento, donde el vivir de los hermanos en pobrísimos habitáculos es el signo de su condición de forasteros en camino hacia «la tierra de los vivientes» (cf. Sal 141,6; 2 R 6,5): «Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas, ni nada de lo que se construye para ellos, si no son como conviene a la santa pobreza que prometimos en la Regla, hospedándose siempre allí como forasteros y peregrinos (1 Pe 2,11)» (Test 24).

La «altísima pobreza» (cf. 2 Cor 8,9; 2 R 6,4) se enriquece con una nueva forma expresiva en el Testamento (Test 25), al prohibir severamente que se pidan privilegios pontificios de exención para la Orden y para las iglesias y casas minoríticas, así como letras apostólicas para garantizar un ministerio apostólico más libre. El significado de esta disposición es esencialmente religioso, aunque sea innegable que iba dirigida contra todo un sistema eclesiástico del que se originó una serie interminable de abusos y litigios. El privilegio de Francisco y de los suyos consistía en abandonarse únicamente a la protección divina, sin recurrir a apoyos humanos.

3. Hasta qué punto el pauperismo fue un hilo conductor de toda la vida evangélica del Santo, aparece claro por la multiplicidad de aplicaciones de la expropiación a campos netamente espirituales. Esto es evidente en la exhortación de Francisco de que ningún hermano se apropie la «autoridad sobre los otros» (Adm 4). Si un hermano se turbase por la privación de tal autoridad más que si se le quitara el encargo de «lavar los pies a los hermanos» (cf. Jn 13,14), tanto más atesoraría un «tesoro fraudulento» (cf. Jn 12,6), con peligro de su alma. En el texto de la Admonición es manifiesta la referencia a la administración deshonesta de la caja del colegio apostólico por parte de Judas.

Con idéntico vigor, remacha Francisco, dirigiéndose esta vez a los hermanos predicadores, «que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17,7). Los anunciadores de la palabra divina, por tanto, no deben gloriarse «de las palabras y obras buenas, más aún, de ningún bien que Dios hace, o dice, o realiza, tal vez, en ellos y por medio de ellos» (1 R 17,6). Particularmente explícito es otro inciso: «Y ningún ministro o predicador se apropie el servicio de los hermanos o el oficio de la predicación, sino que debe dejar su oficio sin replicar tan pronto como esto le sea impuesto» (1 R 17,4).

En todo pecado, en cuanto transgresión de la voluntad de Dios, se realiza un intento de apropiarse abusivamente la voluntad humana (Adm 2). La desapropiación radical en el campo moral consiste en no «tener otra preocupación que la de seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él» (1 R 22,9). El pauperismo resulta conectado incluso con el uso del saber propio de cada uno: «La letra mata a aquellos que se contentan con saber únicamente las palabras, para ser tenidos por más sabios entre los demás y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus parientes y amigos» (Adm 7,2). El Santo de Asís llega a consecuencias espirituales derivadas del núcleo central de su ideal de pobreza que, a primera vista, pueden incluso parecer aventuradas. Ser «pobres de espíritu» (Mt 5,3) significa no irritarse ni perder la paz «por una sola palabra que se les antoja ofensiva para sus cuerpos», sino «aborrecerse a sí mismo y amar a quienes le abofeteen» (Adm 14).

No siéndome posible proseguir destacando otras repercusiones del principio fundamental de la pobreza minorítica, concluyo estas indicaciones con un pasaje que, mejor que cualquier otro, resume lo que el vivir «sine proprio» comporta y significa: «No retengáis, pues, nada de vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente aquel que enteramente se entrega a vosotros» (CtaO 29).

Giovanni Agostino da Lodi: El lavatorio de los pies

VII. LA VIDA DE MINORIDAD

1. En los textos anteriormente citados, más de una vez a la pobreza se le ha unido la humildad como virtud igualmente importante en el imitar y seguir el ejemplo supremo de la vida minorítica, Jesucristo. Cuánta importancia atribuya Francisco a esta actitud espiritual, se deduce incluso del mismo nombre de «Hermanos Menores». Como creíblemente nos relata Tomás de Celano, fue Francisco quien impuso a la Orden ese nombre «en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: "Y sean menores" (1 R 7,1); al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: "Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores"» (1 Cel 38). El biógrafo anota a continuación: «Y, en verdad, eran menores, sometidos a todos, y buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de menosprecio, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes». El hagiógrafo aquí da en el blanco, como es fácil comprobar en los Opúsculos del Santo; por lo cual me parece justificado apartarme del principio que he seguido hasta aquí de atenerme únicamente a los Escritos del Pobrecillo para reconstruir su experiencia espiritual.

2. De hecho, en la Regla no bulada (1 R 5,12-17), el Fundador recoge los elementos de la respuesta del Señor a la madre de los hijos del Zebedeo (cf. Mt 20,20-28; Lc 22,24-27), para enunciar el vuelco de los cánones de valoración humana. A diferencia de los «príncipes de las naciones» que «se enseñorean de ellas» y de los «grandes» que «ejercen el poder en ellas», quien de entre los hermanos «aspira a ser mayor entre ellos ha de ser su ministro y servidor, y el que es mayor entre ellos se ha de hacer cómo el menor». Este fragmento tiene en sí todos los signos de una relativa antigüedad. Muy probablemente vino bastante pronto a enriquecer los elementos bíblicos y disciplinares de la Protoregla.

El «ministerio» entre los hermanos jamás deberá convertirse en poder humano ni dominio despótico; es concebido simplemente como servicio a favor de la comunidad de hermanos. «Y tengan presente los ministros y servidores lo que dice el Señor: "No he venido para ser servido, sino para servir (Mt 20,28)"» (1 R 4,6). Con el acoplamiento de los dos sinónimos «ministro y siervo», Francisco quiso evitar que el título de «ministro» se convirtiera en mero convencionalismo, perdiendo así toda su fuerza significativa.

La minoridad se expresará también entre los mismos hermanos: «por caridad de espíritu» se servirán y obedecerán unos a otros (1 R 5,14). «Y ninguno sea llamado prior, sino que todos han de llamarse igualmente hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3-4; cf. Jn 13,14), es decir, cada uno esté dispuesto a prestar al otro los servicios más humildes.

Respecto a las relaciones de los hermanos con los otros hombres, así se expresa Francisco: «Los hermanos, en cualquier sitio donde se hallen, en casa de otros, para servir y trabajar, no sean mayordomos, ni cancilleres, ni estén al frente de la casa en que sirven..., sino que han de ser menores y estar sometidos a todos los que hay en la misma casa» (1 R 7,1-2). La minoridad «ad extra» es, por consiguiente, un servicio humilde y dócil, y, por libre elección, una posición no de directivo sino de súbdito. En la Carta a los fieles se precisa el motivo de tal preferencia: «Nunca debemos desear estar sobre los otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios» (2CtaF 47). En la Admonición 12, Francisco añade otro elemento que ayuda a comprender más fácilmente el significado real del ser menores. El siervo de Dios demuestra que participa del espíritu del Señor precisamente en el hecho de que no se engríe cuando el Señor obra algún bien por medio de él, «antes bien, se mira más vil a sus propios ojos y se estima inferior a todos los demás hombres». Estando sometido realmente a todos, ocupando el último lugar en la Iglesia y en la sociedad, el Hermano Menor favorece, incluso en el plano externo, la conciencia de ser únicamente instrumento en las manos de Dios.

3. En más de uno de los testimonios hasta ahora citados se entrevé un componente social de la vocación evangélica a la minoridad. Quizá ningún texto lo aclare tanto como el siguiente, tomado del capítulo que trata de la mendicidad: «Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). Es la opción preferente por los socialmente desarraigados y condenados a permanecer marginados en la vida, víctimas de escaseces, enfermedades e injusticias.

Para hacerse una imagen viva de aquellos en quienes Francisco pensaba concretamente cuando expresó su opción por los pobres, baste un texto propuesto por el mejor conocedor de la problemática que tratamos en la Edad Media, el Prof. Michel Mollat: «El pobre es aquel que no come carne y no bebe vino. El pobre es un enfermo, ciego, cojo o manco, cubierto de llagas que aparecen entre los harapos con un impudor repugnante. Vive en la suciedad. Es sucio. Da miedo. Se le tiene por malvado. Hasta los perros lo siguen. Despreciable, el pobre es despreciado. Las miniaturas lo presentan con la cabeza baja, aislado en un ángulo de la puerta o a una distancia respetable de su bienhechor. Humillado. Humillado y que humilla también a los otros con su contacto, el pobre no tiene amigos. Sus disposiciones son la inutilidad, indignidad, culpabilidad... El pobre es un errante, un vagabundo; con la alforja al hombro, el bastón en la mano, va de aldea en aldea. Se queda "en cualquier lugar". No tiene casa, ni profesión... La sociedad ignora al pobre. Los documentos no lo designan con su nombre, aun suponiendo que se le conociese alguno. El aislamiento lo persigue incluso después de la muerte. Su cadáver no encuentra lugar entre los otros cristianos...».[22]

VIII. LA VIDA DE OBEDIENCIA

1. Parece que se remonte a los inicios de la Fraternidad franciscana el haber descubierto una ligazón íntima entre la obediencia perfecta y la condición que Jesús estableció para su seguimiento, después del primer anuncio de su futura pasión: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».[23] En cualquier caso, este pasaje bíblico se encuentra en el cap. primero de la Regla no bulada (1 R 1,3) con la finalidad clara de fundamentar la obediencia franciscana. El elemento de contacto con el tema de la obediencia lo constituye obviamente el negarse a sí mismo, como nos lo revela el mandato de la Regla bulada: «Mas los hermanos que son súbditos recuerden que renunciaron por Dios a los propios quereres. Por lo cual, les mando firmemente que obedezcan a sus ministros en todo lo que prometieron al Señor guardar...» (2 R 10,2-3). No es tarea mía examinar ahora la exactitud de esta exégesis del texto evangélico.

Más de una vez el Pobrecillo apela expresamente al ejemplo de Cristo para subrayar el espíritu de sumisión en su Orden. En la Carta a toda la Orden, después de haber puesto de relieve la importancia de la legislación litúrgica y la observancia regular en general, el Fundador indica el motivo de ello: «porque nuestro Señor Jesucristo dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre» (CtaO 46). Por la Carta a los fieles nos consta que Francisco tuvo particularmente ante los ojos del espíritu la agonía de Jesús en el Monte de los Olivos, cuando el Redentor «puso su voluntad en la voluntad del Padre...» (2CtaF 10).

2. No sorprenderá, pues, que para Francisco los hermanos «se mantienen en la verdadera obediencia» siempre que «perseveren en los mandatos del Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida» (1 R 5,17); en otras palabras: las promesas que hicieron en su profesión religiosa: «vivir en obediencia, en castidad y sin nada propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo...» (1 R 1,1). A la luz de estas indicaciones se explica más fácilmente por qué, según el Santo, conviene a la obediencia la función de recapitular toda la vida minorítica. Por esto, ya en el capítulo sobre la admisión a la Orden se dice: «Y, cumplido el año y término de la probación [o sea, el noviciado], [el novicio] sea recibido a la obediencia» (1 R 2,9). La misma terminología se repite en el capítulo respectivo de la Regla bulada: «Y, cumplido el año de la probación, sean recibidos a la obediencia» (2 R 2,11).

La función de la obediencia de englobar la existencia entera del Hermano Menor reaparece en una admonición en la que Francisco llama a la disciplina a algunos hermanos que probablemente habían abrazado la vida itinerante como pretexto para una independencia inadmisible: «Y todos los hermanos, cuantas veces se aparten de los mandatos del Señor y vaguen fuera de la obediencia, sepan que fuera de la obediencia, como dice el profeta (Sal 111,21), son malditos mientras permanezcan a sabiendas en tal pecado» (1 R 5,16).

3. El Pobrecillo, con mucha agudeza, individuó en la obediencia un vínculo de unidad fraterna y eclesial. Lo manifiesta ya en el prólogo de la Regla no bulada: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, promete obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores. Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores». El vínculo de unión eclesial y fraterna de la obediencia permanecerá ocupando un lugar destacado, tanto más por cuanto se repite incluso en la Regla bulada (2 R 1,2) con la variante del nombre de Honorio III. Esto permanece siendo válido incluso en el caso en que, como me parece probable, el mismo Inocencio III hubiera hecho insertar en la Protoregla este vínculo de sumisión especial a la Santa Sede, con la promesa formal de obediencia que estaban obligados a pronunciar ante el Pontífice los obispos de la región romana.[24]

Tal vez, precisamente a causa del carácter dispersivo y centrífugo de una Fraternidad de peregrinos en camino de continuo, el Pobrecillo sintiera con urgencia la necesidad de inculcar frecuentemente el deber de la obediencia al ministro general y a los ministros provinciales. A los ministros compete no sólo el oficio de distribuir a sus hermanos «en las provincias y en los lugares donde estén», sino también el derecho de ser obedecidos: «Y todos los otros mis benditos hermanos obedézcanles prontamente en lo que mira a la salvación del alma y no está en contra de nuestra vida» (1 R 4,2-3). Esta formulación, que se encuentra en la parte de la Regla que parece remontarse a los años anteriores a 1215, merece una atención especial por su tono pacato, exento por completo del influjo de experiencias de indisciplina. Sobre el límite expresamente previsto para la ejecución de los mandatos volveré más adelante.

En el texto de la Regla bulada antes citado, se nota ya, en cambio, cierto encrudecimiento en el decidido y marcado decir: «Mando firmemente que obedezcan a sus ministros en todo lo que han prometido al Señor cumplir» (2 R 10,3). Otro pasaje en el que aparece reforzada la obligación de someterse a la voluntad de los ministros, cualquiera que sea su grado, se encuentra en el Testamento. El contexto revela incluso la causa que lo provocó, a saber, los problemas suscitados por la aplicación de las leyes litúrgicas contenidas en la Regla bulada. «Y firmemente quiero obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y de tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir ni hacer fuera de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor» (Test 27).

Después de haberse aplicado a sí mismo todo el rigor de la sujeción completa -método familiar al Santo, en el que manifiesta conocer la psicología de las reacciones humanas-, se dirige ahora a sus hijos pidiendo, con palabras menos duras, pero equivalentes en las consecuencias prácticas: «Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer de esa forma a sus guardianes...» (Test 30). Es innegable que aquí el Fundador exagera las obligaciones de la sumisión absoluta debido a que se encontraba en un contexto psicológico especial, por el debilitamiento de sus fuerzas físicas, el aislamiento del resto de la Fraternidad después de su renuncia como ministro general efectivo y la información parcial sobre la evolución que de la misma le daban sus compañeros íntimos. El hecho es que aquí no aparece ya ningún límite a la obediencia, límite que Francisco, en otras partes, se apresura siempre a señalar.

4. Para poner de relieve los rasgos típicamente franciscanos de la doctrina de los Opúsculos sobre la obediencia, me referiré particularmente a la Admonición 3, que trata de «la obediencia perfecta». Francisco interpreta aquí el tema de la obediencia minorítica en clave de pobreza. Partiendo de la exigencia del Señor de que el discípulo ha de renunciar a todo lo que posee (Lc 14,33), prosigue: «Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo el que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en las manos de su prelado» (Adm 3,3). El texto trasparenta un concepto radical de sujeción que coincide con el voluntario privarse de la libertad de decidir sobre su propia vida.

Pero en esta Admonición, como antes en la Regla no bulada y también en la Regla bulada, el Santo señala un límite intraspasable para ambas partes, el superior y el súbdito. «Pero si el prelado le manda algo contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo deje» (Adm 3,7). El límite señalado con el complemento «contra su alma», muy probablemente ha de entenderse como «salud del alma». En las dos Reglas, ese término se precisa con «las cosas que miran a la salud del alma y no van contra nuestra vida» (1 R 4,3); o de forma negativa: «no cabe obediencia donde se comete delito o pecado» (1 R 5,2); y, finalmente, en la Regla bulada: «Obedezcan a sus ministros en todo lo que han prometido al Señor cumplir y no está en contra del alma y de nuestra regla» (2 R 10,3). El bien moral o los mandamientos de Dios, la vida minorítica definida por la Regla, particularmente los votos, constituyen el límite que todo superior, al mandar, está obligado a respetar escrupulosamente; si tal límite fuese traspasado, consciente o inconscientemente, por el superior, el súbdito debería rehusar la realización de lo ordenado.

No se admite, sin embargo, la objeción de conciencia cuando el súbdito cree discernir un grado superior de bondad moral en una acción o actitud diversa de la que le ha mandado el ministro: «Y si alguna vez el súbdito ve algo mejor y más útil para su alma que lo que manda el prelado, haga voluntariamente el sacrificio de lo suyo a Dios, y procure ejecutar lo que pertenece al prelado. Esta, en efecto, es la obediencia caritativa, porque da a Dios y al prójimo lo que les pertenece» (Adm 3,5-6).

La enseñanza del Pobrecillo sobre la «obediencia caritativa» -caritativa porque proviene de la obediencia de amor heroico del Redentor y porque la obediencia es «hermana» de la «señora santa caridad» (SalVir 3)-, revela profundidades inimaginables que, ciertamente, no tengo la pretensión de haber agotado. El lema que, mejor que cualquier otro, parece recoger las intenciones del Santo de Asís sobre el tema se encuentra en la exhortación de la Regla no bulada: «Ahora bien, una vez que hemos dejado el mundo, no hemos de tener otra preocupación que la de seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él» (1 R 22,9).

J. Segrelles: Cristo entre los hermanos

IX. LA VIDA DE FRATERNIDAD

1. Al exponer más arriba (VII) el ideal franciscano de minoridad, se ha puesto de relieve, al mismo tiempo, la importancia de la fraternidad en el ámbito de los Opúsculos o escritos de san Francisco.[25] Es significativo que el Fundador, ya en el prólogo de la Regla no bulada, en la Regla bulada (2 R 1,2), en sus Cartas (v. g.: 2CtaF 1) y varias veces en el Testamento (Test 1. 34. 41), se autodefina «hermano Francisco». A los otros miembros de la Orden los llama, coherentemente, «todos los otros hermanos», o también «todos mis hermanos, clérigos y laicos» (Test 14. 24. 25. 30. 34. 38). Lenguaje que no fue convencional, sino penetrado de afecto íntimo, como cuando Francisco, en la Regla no bulada (1 R 4,2-3), habla de «todos los hermanos que son constituidos ministros y siervos de los otros hermanos», y de «todos los otros hermanos míos benditos», benditos evidentemente por Dios.

Los hermanos vistos bajo esta luz concurren a constituir la «Fraternidad» o comunión de amor fraterno (v. g.: Test 33.38). Con perfecto conocimiento de los Opúsculos y fina penetración, el benedictino Manuel Jungclaussen ha afirmado recientemente que «hermano» y «hermana» son «Urworte», es decir, palabras primitivas o primordiales del Pobrecillo. Creo que donde este hecho indiscutible se pone más en evidencia es en el prólogo de la Carta a toda la Orden, que tiene el carácter de «testamento» espiritual, aunque no lleve este nombre. En ella se lee, entre otras cosas: «A todos los reverendos y muy amados hermanos: al hermano A., su señor, ministro general de la Religión de los hermanos menores, y a todos los demás ministros generales que le sucederán; y a todos los ministros y custodios; y a los sacerdotes de la misma fraternidad, humildes en Cristo; y a todos los hermanos, sencillos y obedientes; a los primeros y a los últimos: el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os saluda en Aquel que nos redimió y nos lavó en su sangre preciosísima...» (CtaO 2-3).

2. Después de haber comprobado, con la ayuda de algunos ejemplos, el puesto indudablemente central de la idea de fraternidad en los Opúsculos, se impone ahora el intento de sondear sus motivaciones teológicas y espirituales. Como la cronología de los Opúsculos o escritos de san Francisco es conocida sólo en parte, parece imposible reconstruir el desarrollo genético de las ideas inspiradoras del ideal de fraternidad. Si las conjeturas del P. Flood resisten la prueba de la crítica, el capítulo 22 de la Regla no bulada debió dictarlo Francisco casi como un «testamento» espiritual antes de que, en 1219, marchase a Egipto con la esperanza o casi certeza de sufrir el martirio.[26] Ahora bien, en este fragmento se reproducen textos evangélicos que ciertamente motivaron la vida de fraternidad de los orígenes.

Figuran en primer lugar los versículos que el Pobrecillo escogió del discurso de Jesús contra la hipocresía de los escribas y fariseos (Mt 23,1-12): «Todos vosotros sois hermanos; no llaméis a nadie entre vosotros padre aquí en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos. Y no os hagáis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el que está en los cielos, Cristo» (1 R 22,33-35). El ideal franciscano de fraternidad se inspira, pues, en la paternidad de Dios creador y en la filiación divina de Cristo, como constará todavía más explícitamente por otros pasajes que citaré más adelante. Una importancia del todo especial, que me parece que se ha escapado hasta ahora a los estudiosos, ha de atribuirse al versículo culminante de la instrucción de Jesús sobre la oración en común (Mt 18,19-20); este sigue, casi inmediatamente, a las palabras antes citadas: «Dondequiera que se hallen dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)» (1 R 22,37). La idea de la perenne presencia mística de Cristo en medio de los hermanos, reunidos en la fe común y en el mismo amor, resalta en la cita de la última frase del Evangelio de Mateo: «Mirad que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20)» (1 R 22,38).

El carácter selectivo, en función de la temática común, de una serie de textos evangélicos del Evangelio de Mateo, excluye la hipótesis de que pueda tratarse de elementos puramente ornamentales, añadidos en un segundo tiempo; constituyen, en cambio, el fruto de una meditación profunda y prolongada del mismo Francisco, tanto más que, en parte, los emplea también en otros escritos suyos.

Muy significativo es, por otra parte, que la idea de Cristo hermano nuestro aparezca ya en la primera redacción de la Carta a los fieles (1CtaF I,7-13). Es imposible decir cuándo exactamente este documento de la primera reflexión vio la luz. Hay que poner de relieve tanto el carácter afectuoso del término «hermano», cual trasluce la selección de los adjetivos mismos que lo acompañan, como el motivo de Cristo redentor por el cual está justificado el título fraterno: «¡Oh, qué santo y qué tierno, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y, sobre todas las cosas, deseable es tener un tal hermano y un tal hijo, nuestro Señor Jesucristo, que dio la vida por sus ovejas y oró al Padre...» (1CtaF I,13). No creo que subsista el peligro de una «proyección» por motivo de comodidad, si sostengo que Francisco transfundió un poco de este calor de amor a Cristo en el nombre «hermanos-fraternidad» cuando le venía a los labios.

El mismo móvil del amor redentor de Aquel que dio su vida por la salvación de sus hermanos reaparece también en la Admonición 3. Establecido que el súbdito, constreñido por motivos de conciencia a rehusar el cumplimiento de una orden, no debe por ello apartarse de su superior, aun cuando tenga que soportar vejaciones, prosigue: «Pues el que prefiere soportar persecución antes que separarse de sus hermanos, permanece verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que da su vida (cf. Jn 15,13) por sus hermanos» (Adm 3,9). También por la alusión a Jn 15,13, nos consta la importancia que tuvo en Francisco el ejemplo de Cristo nuestro hermano, que dio la vida por sus amigos, para la realización del ideal fraterno.

3. Serían necesarias muchas páginas para ilustrar adecuadamente los varios modos en que se realizó el ser hermanos en la Orden franciscana. Forzosamente tendré que limitarme a algunos ejemplos que me parecen particularmente significativos.

Se entrevé claramente la vida itinerante de los orígenes, cuando en la primera sección de la Regla no bulada (1 R 7) Francisco exhorta: «Y dondequiera que estén o en cualquier lugar en que se encuentren unos con otros, los hermanos deben tratarse entre sí espiritual y amorosamente y honrarse mutuamente sin murmuración» (1 R 7,15). En neta contraposición a la ostentación del austero rigor penitencial y de tristeza de los cátaros «perfectos», el Santo añade: «Y guárdense de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,16).

En otro capítulo del mismo estrato primitivo, el Fundador ve la caridad mutua a la luz de la sumisión voluntaria, con una clara referencia al ejemplo de Jesús: «Y ningún hermano haga mal o hable mal a otro; sino, más bien, por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y esta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,13-15). Este llamamiento asume un sabor y significado especial si se tienen presentes las condiciones tan incómodas de los pequeños grupos de hermanos peregrinantes, que tenían una extrema necesidad de ayuda moral y material recíproca.

En esta clave existencial ha de leerse todo el capítulo 11 (1 R 11). Como dan a entender las amonestaciones de índole negativa, la redacción del texto, con sano realismo, aprovecha las experiencias de limitaciones y deficiencias tal como se habían ido manifestando al encontrarse de camino, juntos. Así se pone en guardia a los hermanos contra las calumnias, discusiones, litigios, cólera, murmuraciones y juicios temerarios. El elenco de violaciones de la caridad fraterna, que sólo he sintetizado, daría, sin embargo, una idea inexacta de los orígenes si no se pusiese en evidencia, al mismo tiempo, la fina intuición de psicología espiritual de Francisco que, a los defectos señalados, contrapone la relativa actitud para decrecerlos y transformarlos. De hecho, frente a las provocaciones, invita a «guardar silencio en la medida que Dios les conceda esta gracia» (1 R 11,2) y a que «procuren responder humildemente diciendo: Soy un siervo inútil (cf. Lc 17,10)» (1 R 11,3). «Y sean apacibles, mostrando máxima mansedumbre para con todos los hombres (cf. Tito 3,2)» (1 R 11,9). «Y ámense mutuamente, como dice el Señor: Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado (Jn 15,12). Y muestren con las obras el amor que se profesan, como dice el apóstol: No amemos de palabra y con la lengua, sino con las obras y de verdad (1 Jn 3,18)» (1 R 11,5-6). Me parece probable que, para entretejer este mosaico bíblico, Francisco se haya valido de la colaboración de algún hermano más experto que él en la Sagrada Escritura.

El carácter activo y operante así como el modelo del comportamiento de los hermanos se ponen también de manifiesto en la sección más antigua de la Regla no bulada, el capítulo 9, que, al tratar de la mendicación, señala la ocasión permanente de mostrarse verdaderos hermanos en la vida desprovista de asentamientos estables: «Y manifieste confiadamente el uno al otro su propia necesidad, a fin de que él le encuentre y le proporcione lo que necesita. Y cada uno ame y alimente a su hermano como una madre ama y alimenta a su hijo (cf. 1 Tes 2,7), con los recursos para los que el Señor le dé gracia» (1 R 9,10-11). Se advierte, sin dificultad, que el problema número uno de las pequeñas comitivas itinerantes lo constituían el hambre sin paliativos y la supervivencia misma. El verdadero parámetro de su amor fraterno era el esfuerzo con que se ayudaban recíprocamente a vencer tal problema.

Con una transposición que ya no sólo confronta el amor materno y el fraterno, sino también el afecto de una madre hacia su criatura y la caridad sobrenatural de un «hermano espiritual», este texto reaparece en la Regla bulada (2 R 6,8). Cuanto más trasciende la gracia el nivel de las relaciones naturales, tanto más grande que el amor de una madre debe ser el amor fraterno espiritual.

Aplicaciones concretas del amor entre los hermanos, más tierno y disponible que el de una madre, se encuentran en la Regla no bulada, respecto a los hermanos enfermos: «Cuando un hermano cayere enfermo, dondequiera que se hallare, no lo abandonen los demás hermanos, sino desígnese uno de los hermanos o varios, si fuere necesario, que le sirvan como quisieran ellos ser servidos» (1 R 10,1).

En cuanto a la misericordia hacia aquellos hermanos que hubiesen cometido pecado, tenemos el testimonio de la Carta a un ministro (CtaM 5-12), a la que, por cuanto me consta, no hay nada que le sea comparable en la literatura espiritual anterior. ¡Ojalá hubiese sido siempre respetada en el curso de la historia multisecular de la Familia franciscana! «Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano alguno que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales hermanos» (CtaM 5-12). Esta «loa» de la misericordia evangélica es tan nítida y elocuente que huelga todo comentario.

4. Simplemente para ser más completo, quisiera señalar todavía la dimensión cósmica de la fraternidad franciscana. Para el Pobrecillo, el ser hermanos no se limita a la Fraternidad de Hermanos Menores, sino que se extiende a toda la humanidad e incluso al universo de los seres animados e inanimados. Así, en la admirable plegaria «eucarística» de la Regla no bulada (1 R 23), suplica que Jesucristo, juntamente con el Espíritu Santo, dé gracias de todo al eterno Padre, «como agrada a ti y a él, a nombre de todos» (1 R 23,5; el texto latino dice: «sicut tibi et ipsi placet, pro omnibus»; la traducción italiana dice: «così come a te e ad essi piace, per ogni cosa»); además, trata de asociarse a la «gloriosa Madre, la beatísima María siempre Virgen», y a todos los coros de los ángeles, a todos los santos de todos los tiempos para que «te den gracias por estas cosas a ti, sumo y verdadero Dios» (1 R 23,6).

Pasando del estilo litúrgico -libremente adaptado a la propia sensibilidad- a la exhortación penitencial, Francisco se dirige ahora a todos los órdenes eclesiásticos, a todos los estados y grupos sociales, a las profesiones laicas, para suplicar a todos que «perseveremos en la verdadera fe y en la penitencia» (1 R 23,7). Hecho voz de todos los interpelados, vuelve a la alabanza divina: «Dondequiera y en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos sincera y humildemente, tengamos en el corazón y amenos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos... al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 23,11).

Se trata realmente de una plegaria universal que se mueve en horizontes vastísimos e intenta sintonizar todos los seres en una sinfonía de alabanza «eucarística». Quien separase de este fondo espiritual el Cántico de las criaturas, no podría estar ya en condiciones de comprenderlo en lo que realmente es: un himno de alabanza al «Altísimo, omnipotente, buen Señor», de Francisco que, con amor fraterno sobrenatural, abraza a todas las criaturas, hermanas en el Creador común y en el común Hermano Cristo, para ofrecérselas a Él. Francisco no se siente nunca tan hermano como cuando ora con esta perspectiva «coral» y cósmica.

Para él, la creación no es un hecho del pasado lejano: es un presente perenne no sólo en el hombre sino incluso en los animales en los que Dios continúa operando y manifestando su voluntad. Con esta clave se nos abre el sentido de la cláusula final del Saludo a las virtudes: «La santa obediencia confunde todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo; y no sólo a los hombres, sino aun a todas las bestias y fieras, para que, en cuanto el Señor se lo permita desde lo alto, puedan hacer de él lo que quieran» (SalVir 14-18).

X. LA VIDA DE APOSTOLADO:
ANUNCIADORES ITINERANTES DE LA PALABRA DIVINA

El apostolado franciscano constituye el fruto gustado de antemano de toda la vida «según la forma del santo Evangelio» y se entreteje, por ello, con todas las actitudes que hemos destacado hasta ahora. Hay que dejar sentado, por otra parte, que, debido a un conjunto de factores que dependen de las condiciones religiosas y sociales de la época, el apostolado consistía entonces prevalentemente en el anuncio de la palabra divina.

1. Ahora bien, entre las características de la predicación primitiva[27] emerge indudablemente su naturaleza puramente evangélica. Tal vez, en ninguna parte de los Opúsculos resulta más evidente esta cualidad que en la Admonición 20, donde Francisco, al hilo de las bienaventuranzas evangélicas, afirma: «Bienaventurado aquel religioso que no halla gusto y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas estimula a los hombres al amor de Dios en gozo y alegría».[28] La predicación franciscana, por tanto, es gozosa redundancia de meditación bíblica, que, precisamente por su carácter dulce y alegre, se manifiesta eficaz. Sin embargo, sólo a la luz de los Opúsculos se desvelan algunos otros rasgos que completan los elementos de la Admonición que hemos destacado.

En el capítulo 17 de la Regla no bulada, que pertenece también al estrato más antiguo de la misma, se lee esta frase lapidaria: «Pero todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). El cometido ineludible de todo Hermano Menor es vivir ejemplar e integralmente el Evangelio, antes que querer anunciarlo con la boca. Lo que comprende esta consigna en las intenciones del Santo, se nos revela en el capítulo sobre los hermanos misioneros: antes de la evangelización explícita, Francisco prevé, como primera forma, un comportamiento espiritual: «Una manera consiste en no trabarse en disputas ni discusiones, sino estar sometidos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13) y confesar que son cristianos» (1 R 16,6). Se transparentan claramente el ideal de minoridad franciscana, el método de no contraponerse con polémicas al error, sino de vencer «al mal a fuerza de bien» (Rom 12,21; cf. 1 R 17), confesando también la propia fe cristiana.

2. Entre los elementos cualificantes del anuncio franciscano de la palabra divina hay que enumerar su índole de predicación auxiliar y peregrinante. Por eso, la Regla bulada establece perentoriamente: «Los hermanos no prediquen en la diócesis de ningún obispo cuando éste se lo haya prohibido» (2 R 9,1). En el Testamento, Francisco revela que se sometió libremente al permiso de los párrocos, y esto incluso en el caso de que fueran de conducta moralmente reprochable, antes de predicar a sus fieles: «... no quiero predicar contra su voluntad...» (Test 7-10).

Con desacostumbrada severidad prohíbe que los hermanos acudan a la Sede Apostólica para obtener privilegios «bajo pretexto de predicación», contra los obispos que hubiesen puesto obstáculos a su ministerio auxiliar (Test 25). El ideal del apostolado nómada se inspiraba, evidentemente, en el discurso de la misión de los apóstoles, al que también está ligada la prohibición de ir a caballo, «a no ser que se vean obligados por la enfermedad o por una gran necesidad» (1 R 15,2). Aunque la metáfora de ser «peregrinos y forasteros» (2 R 6,2; Test 24) se encuentre en el contexto de la pobreza, se adapta admirablemente a las características de la predicación primitiva.

3. Otra cualidad típica que salta a los ojos es la intención universalista del apostolado franciscano. Es en verdad sorprendente que el Pobrecillo no sólo insertara en la Regla, siendo el primer fundador de una Orden que lo ha hecho, un capítulo sobre «Los que van entre los sarracenos y otros infieles» (1 R 16; 2 R 12), sino que además y a pesar de declararse «ignorante e inculto» (CtaO 47), se dirigiera por escrito, con evidentes intenciones apostólicas, «a todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres» (2CtaF 1). Francisco les dice: «He optado por haceros llegar, mediante esta carta y los mensajeros que la llevan, las palabras de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 3). Conjura encarecidamente a todos los lectores «que acojan benignamente con amor divino las sobredichas odoríferas palabras», que los analfabetos se las hagan leer, que las aprendan de memoria, «poniéndolas santamente por obra hasta el fin, porque "son espíritu y vida" (Jn 6,64)» (1CtaF 19-21). Se trasluce la conciencia de una misión religiosa que sería usurpación temeraria si no se tratase de la certeza de anunciar únicamente la palabra vivificante de Dios.

4. Desde hace tiempo, los estudiosos han puesto de relieve el carácter de exhortación penitencial de la predicación minorítica de los comienzos.[29] Los puntos expuestos anteriormente (V) sobre el valor de la penitencia en la vida «según la forma del santo Evangelio», han evidenciado ya este hecho. Para una ulterior confirmación, basta referirse al ejemplo de «exhortación y alabanza», que entonces estaba permitido a todos los hermanos proponer a los fieles, independientemente de su estado canónico y nivel de cultura (1 R 21,1). Después de la invitación a la alabanza de Dios trino, Francisco sugiere a los hermanos que exhorten a sus oyentes con estas u otras palabras semejantes: «Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, porque pronto moriremos» (1 R 21,3). Típicamente sigue después la exhortación a la generosidad en el socorrer a los pobres, al perdón de los ofensores y a la confesión de los pecados. Ni siquiera falta la referencia al premio o castigo futuro de los que mueran o no mueran «en penitencia». Todo se resume en la apremiante invitación: «Guardaos y absteneos de todo mal y perseverad en el bien hasta el fin» (1 R 21,9).

Nótese que este fragmento, de gran interés incluso para conocer la fascinación carismática del Francisco predicador, es denominado con el binomio: «exhortación y alabanza» (1 R 21,1). Debe ser considerado como un aspecto original el hecho de que el Pobrecillo ponga al servicio de la conversión de los pecadores al «amor de Dios» (Adm 20,1) textos de oraciones en los que continuamente intercala sus exhortaciones penitenciales, o también modelos de alabanzas divinas, con frecuencia compuestas y puestas en música tal vez expresamente para la predicación. Lo sabemos por testimonios biográficos referentes al Cántico de las criaturas (cf. v. g.: LP 83). No me parece infundado admitir esto mismo también para otras plegarias u oraciones, como, por ejemplo, para la Paráfrasis del Padre nuestro, en la que, según las investigaciones agudas del P. Esser, Francisco se sirvió probablemente de un texto preexistente de un autor anónimo, enriqueciéndolo, empero, aquí y allá con elementos personales. Aunque dudaría en aplicar el nombre técnico de «Lauda» a tales ejemplos de exhortaciones transformadas en plegaria u oración cantable, nadie negará la originalidad del método y del contenido. La plegaria se hace predicación y la predicación se transforma en proclamación de alabanza divina y, por tanto, favorece la educación del pueblo a la oración. A la luz de este resultado, adquieren un significado históricamente bien definido las palabras de la Admonición 20, con las que el Santo exhorta a llevar «a los hombres al amor de Dios en gozo y alegría» (Adm 20,2; cf. más arriba X,1).

5. En este contexto ha de situarse también el saludo de paz que Francisco, en conformidad con el discurso de la misión de los 72 discípulos: «Cuando entréis en una casa, lo primero decid: "Paz a esta casa"» (Lc 10,5), dirigía personalmente a toda persona, familia o comunidad con que se encontraba, y que quiso que fuera usado constantemente también por sus hermanos. En el Testamento, efectivamente, refiere: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: "El Señor te dé la paz"» (Test 23). También en las Reglas aparece el pasaje antes recordado de Lc 10,5 (1 R 14,2; 2 R 3,14). En otro estudio he intentado ilustrar documentalmente el espacio que ocupó esta forma de pacifismo en la misión del Santo y cómo fue de naturaleza exclusivamente religiosa.[30]

6. Además de la evidente nota de evangelicidad, ínsita en el anuncio de penitencia y de paz de los orígenes, ha de ponerse de relieve el carácter de misión eclesial, de la que Francisco se sintió investido. El capítulo de la Regla no bulada sobre la predicación se abre con la orden inequívoca: «Ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia y sin el permiso de su ministro» (1 R 17,1). En la frase, expresada con rigor jurídico, se advierte la mano y la mente de un experto canonista, y tal vez precisamente de la Curia Romana, que con esta cláusula intentó garantizar la plena ortodoxia y la necesaria preparación de los anunciadores de la palabra divina. Lo que sigue, en cambio, se entronca más directamente con el carisma minorítico. Como he indicado más arriba (VI, 3), Francisco, a causa de la pobreza espiritual, insiste en que tal concesión canónica nunca se dé a un hermano de una vez para siempre. Temía que un oficio de tan gran prestigio, si se confiaba a un hermano de manera estable, pudiese, sobre todo en caso de éxito, poner en peligro la minoridad del hermano predicador.

Las prescripciones jurídicas son posteriormente reforzadas en la Regla bulada. Subrayada la necesidad de que el obispo haya concedido el permiso para predicar en el ámbito de su diócesis, se inculca: «Y ningún hermano se atreva en absoluto a predicar al pueblo, si no ha sido examinado y aprobado por el ministro general de esta fraternidad, y no le ha sido concedido por él el oficio de la predicación» (2 R 9,2). No es este el lugar para reseñar la serie de graves problemas prácticos que la legislación endurecida conllevó. Sin duda nos encontramos ante un segundo estadio de evolución, en el que la exhortación penitencial, accesible a todos, se había convertido en prerrogativa exclusiva de los clérigos con un nivel de suficiente preparación teológica.

Francisco, sin embargo, intentó conservar en la Orden «de predicadores» y «de verdaderos pobres del Crucificado», como los llama Jacobo de Vitry,[31] la inspiración penitencial de los orígenes. En el mismo capítulo de la Regla bulada (2 R 9,3-4), no sólo pide a los hermanos predicadores que utilicen un lenguaje presidido por la discreción y el autocontrol, «para provecho y edificación del pueblo», sino que, además, quiere que anuncien a los fieles «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria»; por consiguiente, temas netamente morales con una clara orientación escatológica. Este mandato está en relación coherente con el fragmento-modelo de «alabanza y exhortación» de la Regla no bulada (1 R 21) hasta en la recomendación de «brevedad en el discurso».

7. Ya me he referido a un pasaje del capítulo sobre «los que van entre sarracenos y otros infieles» (X, 1). La actividad misionera es ciertamente un elemento original y característico del apostolado franciscano (1 R 16; 2 R 12). De la Regla bulada se deduce también que el Fundador consideraba como una vocación especial la misión entre los infieles: «Aquellos hermanos que, por inspiración divina, quieran ir entre los sarracenos y otros infieles...» (2 R 12,1). Recordamos de pasada, contra el intento «metahistórico» del P. Basetti-Sani, que Francisco, al igual que sus contemporáneos, consideraba en ambas Reglas a los sarracenos como no creyentes, dentro del conjunto de pueblos paganos, y esto sin la menor sombra de duda.

En las dos Reglas, el Pobrecillo reserva al Ministro provincial el derecho de examinar la autenticidad de la vocación especial y la idoneidad del candidato a misionero. En la Regla no bulada hay una puntualización notable: si el Ministro comprueba la certeza de los signos de una vocación especial, ya no es libre sino que debe enviarlo a misiones; «pues tendrá que dar cuenta al Señor si en esto o en otras cosas procede sin discernimiento» (1 R 16,4).

Quien de entre los Hermanos Menores es enviado a misiones, prevé realísticamente, más aún, desea ardientemente morir mártir de la fe cristiana. Ya el texto bíblico que introduce el capítulo: «Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos (Mt 10,16)» (1 R 16,1), así lo hace comprender. Pero hay alusiones todavía más explícitas: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que se entregaron a sí mismos y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles» (1 R 16,10-11). La intención del legislador se hace aún más apremiante con toda una serie de textos tomados de Mateo, Lucas y Juan, que hablan de «perder la vida» por amor a Cristo, de la bienaventuranza de los perseguidos «a causa de la justicia» y de las varias formas de sufrimientos soportados por causa de Cristo, de no temer a los que matan sus cuerpos, de la salvación prometida a los pacientes y perseverantes (1 R 16,11-21). Algunos temas de esta formación de los hermanos misioneros con miras a su martirio, se reproducen también en la Regla bulada (2 R 10,10-12).

Sobre el método misional, la Regla no bulada, y sólo ella, proporciona elementos que, considerados sobre el telón de fondo de las Cruzadas de aquella época, se revelan como extraordinariamente de vanguardia. Más arriba (X, 1), nos hemos referido a la primera forma de presencia espiritual, que es la de vivir como cristianos y profesarse tales, evitando cuidadosamente disputas y controversias. Con la cita de 1 Pe 2,13, Francisco exhorta a los hermanos misioneros a vivir, ante todo, su vocación de «menores» hasta las últimas consecuencias (1 R 16,6).

Del testimonio indirecto vivencial podrán pasar a la evangelización directa sólo «cuando les parezca que agrada al Señor», es decir, después de haber examinado cuidadosamente la oportunidad de llevar a conocimiento de los «sarracenos y otros infieles» la palabra divina. Aunque no usa nunca la terminología, el Fundador quiere educar a sus hijos a leer la voluntad de Dios descifrando «los signos de los tiempos» (Mt 16,3). Sin pretender ser exhaustivo, el Pobrecillo indica, con limpia simplicidad y sorprendente sentido de lo esencial, los temas del anuncio: el misterio de la Santísima Trinidad, Dios creador de todas las cosas, Cristo redentor y salvador, la necesidad para la salvación del renacimiento por el agua y el Espíritu Santo (1 R 16,7).

«Esto y otras cosas que agraden al Señor pueden decirles tanto a ellos como a otros» (1 R 16,8). Les exhorta a considerar el premio eterno que Jesús prometió a aquellos que lo reconozcan ante los hombres (Mt 10,32; 1 R 16,8). El mensaje misionero de san Francisco, si se confronta con las ideas corrientes de la época, muestra estar rebosante de aquella sabiduría evangélica que el «Padre, Señor rey de cielo y tierra» (Mt 11,25; 1 R 23,1), suele revelar a los pequeños.

No podría concluir este intento de reconstruir las líneas directrices del vivir «según la forma del santo Evangelio» de Francisco sin citar un texto significativo que expresa toda la sustancia de su mensaje: «Y cuando veamos u oigamos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios (cf. Rom 12,21), que es bendito por los siglos (Rom 1,25)» (1 R 17,19).

* * *

N O T A S:

[1] Sobre la vida según la forma de la Iglesia, cf. O. Schmucki: Francisco de Asís experimenta la Iglesia en su Fraternidad, en Selecciones de Franciscanismo (= Sel Fran) núm. 19 (1978) 73-95.

He elaborado la siguiente síntesis de la espiritualidad de san Francisco casi exclusivamente a la luz de sus Opúsculos o Escritos.

Entre la numerosa bibliografía, indicamos: S. López: El carisma franciscano, en Verdad y Vida 30 (1972) 109-141, 323-360; J. Lortz: El Santo incomparable. Pensamientos en torno a Francisco de Asís, Madrid, Centro de Propaganda, 1964, 93 págs. A. Monteiro: Fuentes de inspiración inmediata en los escritos de S. Francisco, en Sel Fran núm. 20 (1978) 181-191; S. López: Espíritu, Palabra, Eucaristía, Iglesia, en Sel Fran núm. 20 (1978) 269-286; S. López: La vida del Evangelio de Jesucristo. Comentario a la Regla de los Hermanos Menores, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 269-292; núm. 27 (1980) 417-449 (este Comentario está en curso de publicación y próximamente aparecerán los comentarios a cada capítulo de la Regla).

[2] Cf. T. Matura: Cómo lee e interpreta Francisco el Evangelio, en Sel Fran núm. 19 (1978) 13-20; K. Esser: La palabra de Dios en la vida de S. Francisco, en Sel Fran núm. 23 (1979) 191-204; F. Manns: Francisco de Asís, exégeta, en Sel Fran núm. 23 (1979) 205-224; O. van Asseldonk: S. Juan Evangelista en los escritos de san Francisco, en Sel Fran núm. 24 (1979) 459-483; O. van Asseldonk: Las Cartas de S. Pedro en los escritos de S. Francisco, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 111-120; M. Conti: La S. Escritura en la Regla franciscana, ibid., páginas 121-135; L. Iriarte: Textos del N. T. preferidos por S. Francisco, ibid., págs. 137-150; L. Iriarte: Figuras bíblicas «privilegiadas» en el itinerario espiritual de S. Francisco, en Sel Fran núm. 28 (1981) 127-143.

[3]M. Conti: La missione degli Apostoli nella Regola francescana, Génova 1972; M. Conti: La Sacra Scrittura nell'esperienza e negli Scritti di S. Francesco, en Lettura biblico-teologica delle Fonti francescane, Roma, Ed. Antonianum, 1979, págs. 19-59; M. Conti: La S. Escritura en la Regla franciscana, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 121-135.

[4] 2 Cel 91: «Se le da, pues, el libro a la mujer; y así, el primer ejemplar del Testamento que hubo en la Orden fue a desaparecer en manos de esta santa piedad». Cf. LP 93. O. Schmucki: La oración litúrgica según el ejemplo y la enseñanza de S. Francisco de Asís, en Sel Fran núm. 24 (1979) 487s.

[5]Perfectio evangelica, Munich-Paderborn-Viena 1974, 55 nota 70; cf. O. Schmucki, en Collectanea Franciscana 46 (1976) 354-357.

[6] Cf. F. Manns: Francisco de Asís, exégeta, en Sel Fran núm. 23 (1979) 205-224; O. van Asseldonk: S. Juan Evangelista en los escritos de S. Francisco, en Sel Fran núm. 24 (1979) 459-483; O. van Asseldonk: Las Cartas de S. Pedro en los escritos de S. Francisco, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 111-120; T. Matura: El proyecto evangélico de Francisco de Asís hoy, Madrid, Ed. Paulinas 1978, 2ª ed.; K. Esser: La palabra de Dios en la vida de S. Francisco, en Sel Fran núm. 23 (1979) 191-204; L. Iriarte: Textos del N. T. preferidos por S. Francisco, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 137-150.

[7]La forma de vida franciscana, Oñate, Ed. Aránzazu, 1975, 85.

[8]Die Funktion der franziskanischen Bewegung in der Kirche, Schwiz/Suiza 1977, 266-268; cf. O. Schmucki, en Collectanea Franciscana 49 (1979) 118-120. Según W. Egger: Nachfolge als Weg zum Leben, Klosterneuburg 1979, 261-273, la perfección evangélica es seguimiento de Cristo en la pobreza. Considero que también esta óptica resulta demasiado estrecha y reductiva, si bien la exposición, rica en anotaciones agudas, es digna de la máxima atención.

[9] Cf. O. van Asseldonk: S. Juan Evangelista en los escritos de S. Francisco, en Sel Fran núm. 24 (1979) 459-483, 475.

[10] Véanse algunas indicaciones y bibliografía en O. Schmucki: Die Stellung Christi, en Wiss. u. Weis. 25 (1962) 132-134; cf. también S. López: El Dios para quien bailaba Francisco, en Verdad y Vida 34 (1976) 33-35; P. B. Beguin: Visión de Dios en san Francisco, en Verdad y Vida 35 (1977) 47-71. Véase, más adelante, la nota 15.

[11]O. Schmucki: Die Stellung Christi, págs. 188-209, que deben confrontarse con las págs. 129s, 132, 134. Después de la edición crítica de los Opúsculos, hecha por el P. Esser, y de su descubrimiento de nuevos «escritos» que han de atribuirse con toda seguridad a san Francisco, deberá revisarse la argumentación. Espero poder hacerlo en la recolección en un volumen y traducción al italiano de mis estudios sobre san Francisco y la oración.

[12] Cf. O. Schmucki: El «Oficio de la Pasión», modelo para celebrar la Liturgia de las Horas, en Sel Fran núm. 24 (1979) 497-506; O. Schmucki: La oración litúrgica según el ejemplo y la enseñanza de S. Francisco, en Sel Fran núm. 24 (1979) 485-496.

[13] Véase un comentario a esta Admonición en O. Schmucki: El anuncio del misterio eucarístico de S. Francisco, ejemplo para la piedad y predicación eucarísticas de sus hijos, en Sel Fran núm. 17 (1977) 188-199.

[14] 2CtaF 56.- Cf. K. Esser: Devoción a María Santísima, en Temas espirituales, Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1980, págs. 281-309.

[15] Cf. O. Schmucki: Francisco, juglar y liturgo de Dios, en Sel Fran núm. 8 (1974) 134-165; M. Hubaut: El misterio de la Trinidad viviente en la vida y oración de S. Francisco, en Sel Fran núm. 29 (1981) 264-270; S. López: «El gran limosnero», en Sel Fran núm. 13-14 (1976) 123-144; S. López: Francisco, el hombre-oración, en Sel Fran núm. 7 (1974) 51-56.

[16] Cf. I. Omaechevarría: El «espíritu» en la Regla y Vida de los Hermanos Menores, en Sel Fran núm. 8 (1974) 192-211.

[17] Cf. K. Esser: La penitencia según S. Francisco, en Sel Fran núm. 18 (1977) 270-276.

[18] Cf. L. Iriarte: Vocación franciscana, 10, Valencia, Ed. Asís, 19893, págs. 177-215. Véase el núm. 4 (1973) de Sel Fran; E. Leclerc: La pobreza franciscana en nuestro mundo actual, en Sel Fran núm. 15 (1976) 273-280; P. Rettler: La liberación de los pobres en la actualidad, en Sel Fran núm. 15 (1976) 281-293; S. López: Redescubriendo la pobreza de Francisco de Asís, en Sel Fran núm. 17 (1977) 200-217; S. López: «Siendo rico, eligió la pobreza», en Sel Fran núm. 23 (1979) 321-334; B. O'Mahony: La pobreza franciscana ayer y hoy, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 63-83; J. Paul: La pobreza franciscana, en Sel Fran núm. 27 (1980) 387-396.

[19]D. E. Flood: Die Regula non bullata der Minderbrüder, Werl/Westf. 1967, 105-140.

[20] Cf. Jordán de Giano: Crónica, núm. 15, en Sel Fran núm. 25-26 (1980) 244: «Y viendo el bienaventurado Francisco que fray Cesáreo era docto en Sagrada Escritura, le confió el trabajo de adornar con palabras del Evangelio la Regla redactada por él con palabras sencillas». Surge inevitablemente la pregunta sobre la extensión de esta colaboración. W. Lampen: De textibus S. Scripturae..., en Arch. Franc. Hist. 17 (1924) 443-445, distingue textos que pertenecen «ad substantiam sermonis», para los cuales parece que Francisco no tuvo necesidad de ayuda, y citaciones más largas y más complejas que le parece que deberían atribuirse a fray Cesáreo. K. Beyschlag: Die Bergpredigt und Franz von Assisi, Gütersloh 1955, 63s, 66, profundizando en el mismo criterio, llama citas constitutivas a aquellas que él considera que son de Francisco, y citas ornamentales o de reflexión a aquellas que relaciona con la ayuda prestada por Cesáreo. Justamente aprueba tal criterio metodológico W. Egger: Nachfolge als Weg zum Leben, Klosterneuburg 1979, 258-260.

[21] Cf. Y.-M. Congar: San Francisco de Asís o el absoluto del Evangelio en la cristiandad, en Sel Fran núm. 16 (1977) 28-40. Esta caracterización verdaderamente sugestiva está sacada de la autobiografía de León Bloy (1846-1917): Le pèlerin de l'absolu..., París 1941, 10ª edición.

[22]Il concetto della povertà nel Medioevo: problematica, en La concezione della povertà nel Medioevo. Antologia di scriti a cura di O. Capitani, Bolonia 1974, 22s.

[23] Mt 16,24; cf. mi estudio: Das Leiden Christi..., en Collectanea Franciscana 30 (1960) 360s. Véase también L. Iriarte: Vocación franciscana, 13, Valencia, Ed. Asís, 19893, págs. 265-291; K. Esser: Autoridad y obediencia en la primitiva familia franciscana, en Sel Fran núm. 3 (1972) 17-30; L. Coolen: Obediencia y autoridad en la espiritualidad franciscana, en Sel Fran núm. 17 (1977) 179-187.

[24]M. Maccarrone: Riforme e innovazioni di Innocenzo III nella vita religiosa, en Idem: Studi su Innocenzo III, Padua 1972, 221-337, 300-306 (7. L'approvazione di S. Francesco), esp. pág. 304.

[25] Cf. L. Iriarte: Vocación franciscana, 14-15, Valencia, Ed. Asís, 19893, págs. 293-338; S. López: Francisco, un hombre comunión, en Sel Fran núm. 11 (1975) 154-166; S. López: «Familiares entre sí» en la obediencia del Hijo, en Sel Fran núm. 11 (1975) 216-226; T. Matura: La fraternidad, realidad humana y signo evangélico en Sel Fran núm. 15 (1976) 306-311; M. Steiner: La experiencia de la fraternidad en S. Francisco de Asís, en Sel Fran núm. 19 (1978) 97-115; I.-E. Motte: La vida fraterna según S. Francisco, en Sel Fran núm. 19 (1978) 117-120; S. López: «Todos vosotros sois hermanos», en Sel Fran núm. 19 (1978) 121-134; T. Matura: Trabajo y vida en fraternidad, en Sel Fran núm. 20 (1978) 211-219; S. Núñez: Fraternalidad franciscana. Presupuestos antropológicos y eclesiales, en Sel Fran núm. 21 (1978) 301-433.

[26] Cf. D. Flood - W. Van Dijk - T. Matura: La naissance d'un charisme..., París 1973, 23-84, 73-75; cf. O. Schmucki, en Collectanea Franciscana 43 (1973) 385s.

[27] Cf. S. López: La evangelización desde la identidad franciscana, en Sel Fran núm. 16 (1977) 67-92; M. Hubaut: Cómo concibió y vivió S. Francisco el anuncio del santo Evangelio, en Sel Fran núm. 22 (1979) 89-94; K. Esser: La preocupación misionera de S. Francisco, en Sel Fran núm. 22 (1979) 95-102; J.-F. Godet: El papel de la predicación en la evolución de la Orden, en Sel Fran núm. 22 (1979) 103-116.

[28] Adm 20,1-2. En la edición crítica de los escritos de S. Francisco, preparada y publicada por el P. Esser, esta Admonición es la 20, mientras que, en otras ediciones, es la 21. Cf. en K. Esser: El religioso auténtico y el religioso vacío, en Sel Fran núm. 10 (1975) 98-104, el comentario a esta Admonición.

[29] Así, por ejemplo, Gratien de París: Historia de la fundación y evolución de la Orden de Frailes Menores en el siglo XIII, Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1947, pág. 66: «... aun a los religiosos, especialmente designados para ejercer su ministerio en las iglesias, no se les autorizaba la predicación de la Escritura, es decir, de la Teología, sino sólo lo que se llamaba predicación de penitencia, entendiéndose por esta palabra penitencia, con exclusión de toda enseñanza dogmática, las leyes primordiales de la vida cristiana, la observancia de los mandamientos de Dios, el perdón de las injurias, la restitución de los bienes mal adquiridos, la extinción de odios y discordias, la necesidad de hacer penitencia para conseguir la remisión de los pecados, el temor y el amor de Dios, la Pasión de Jesucristo, etc. De ahí el nombre de exhortación a la penitencia, empleada de ordinario para designar esta predicación únicamente moral, permitida a los legos».

[30]O. Schmucki: San Francisco, mensajero de paz en su tiempo, en Sel Fran núm. 22 (1979) 133-145.

[31]Historia occidentalis, 1. II, cap. 32, núm. 3; cf. texto en San Francisco de Asís. Escritos, Biografías, Documentos, Madrid, BAC, 1978, pág. 965.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm. 29 (1981) 195-231]

 


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