DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


LA EXPERIENCIA DE LA FRATERNIDAD
EN SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Martín Steiner, OFM

 

He aquí un tema que hace particularmente actual la «presencia» de S. Francisco. En todas las Iglesias se abre paso la aspiración a una renovación de la comunión evangélica. Habría que mostrar cómo esta aspiración se inserta en una búsqueda que va más allá del círculo exclusivo de los creyentes, intentar un diagnóstico de las causas de este deseo actual de comunidad, hacer resaltar la originalidad evangélica de las comunidades cristianas tan diversas que nacen por doquier y, finalmente, ejercer el discernimiento evangélico respecto a ellas. No me es posible entregarme a estos análisis aquí. Pero puedo afirmar que las causas que explican toda esta efervescencia se encuentran, análogas, en tiempo de Francisco, cuando se venía abajo un mundo, el feudal, y amanecía un mundo nuevo, el de la burguesía.

Sería, no obstante, un grave error pretender explicar a Francisco de Asís directamente por las influencias que sufrió. Por el contrario, quisiera mostrar antes de nada -esto constituirá la primera parte de nuestro trabajo- cómo la inspiración de la fraternidad que Francisco vive con sus hermanos es puramente evangélica. En un segundo momento, nos será posible ver cómo Francisco se dejó guiar por determinados modelos, de gran carga afectiva, para la concreta puesta en práctica de la vida de fraternidad. Nos quedará, a continuación, la tarea de recordar cómo únicamente la voluntad de vivir en todo bajo la dependencia del Espíritu de Cristo salvó a la fraternidad tanto del literalismo (del fundamentalismo) evangélico estéril como de la alienación a causa de los modelos afectivos.

Subercaseaux: Francisco y sus hermanos consultan el Evangelio

I. LA INSPIRACIÓN EVANGÉLICA

La inspiración de la fraternidad que Francisco constituye con aquellos que, muy pronto y con gran sorpresa suya, vienen a unírsele, es puramente evangélica. Francisco jamás quiso otra cosa que poner «simplemente sus pasos en las huellas de Cristo». Para seguir a Cristo, el Pobrecillo «dijo adiós al mundo» (Test 3) y a su sistema de contravalores, en el que antes había buscado una seguridad engañosa. Como Cristo, no quiso tener otro padre que al del cielo, ni otra seguridad que la de la solicitud de ese Padre.

La experiencia de fraternidad que Francisco inicia con los que han querido compartir su vida, se vivirá estrictamente en esta óptica. Evocando las relaciones humanas a base de espíritu de dominio, tal como se establecen en el mundo, el Pobrecillo añadirá de forma perentoria: «No será así entre los hermanos» (1 R 5,10). Exige que cada uno de los que vienen a unírsele «dé antes al mundo el libelo de divorcio» (2 Cel 80), es decir, que, conforme al Evangelio, distribuya todos sus bienes a los pobres (1 R 2,4-7; 2 R 2,5-8). Véase en este sentido la vocación de Bernardo de Quintaval y de otros compañeros (1 Cel 24; 2 Cel 15; TC 27-29; LM 3,3). También ellos, echando por la borda la falsa seguridad del mundo, podrán vivir a fondo juntos esta paternidad divina que les hace a todos hermanos y que Francisco les recuerda, tomándole las palabras a Cristo: «Todos vosotros sois hermanos; y no llaméis padre a ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo» (1 R 22,33-34; cf. Mt 23,8).

Señalemos algunos rasgos de esta fraternidad que, en ruptura con el mundo, tiene como única norma vivir la experiencia de Cristo en su actitud con respecto a los hombres y, ante todo, con respecto a sus discípulos. Es una actitud de amor en la que Él participa a los hombres el amor que antes recibe Él de su Padre; una actitud, pues, de pobre: Cristo no tiene nada de sí mismo y no retiene nada para sí mismo.

1. DEL DON RECIBIDO AL PERDÓN

Ahora bien, Jesús recibe el amor del Padre, no sólo a espaldas de las relaciones humanas, en la oración, sino también en aquellos que van a Él. Sus discípulos son aparentemente aquellos que Él ha llamado con su palabra soberana: «Ven, sígueme». En realidad, sin embargo, no los ha elegido Él. Los discípulos, dice en su oración sacerdotal, son aquellos que el Padre «ha sacado del mundo para confiárselos» (Jn 17,6). Si Él los llama es porque sabe, por su comunión con el Padre, que ellos son los que el amor del Padre le ha destinado. Él los recibe, pues, como una delicadeza de este amor, y continuará recibiéndolos así cada día; a pesar de los sinsabores que su cortedad de inteligencia, su lentitud en creer, sus proyectos demasiados humanos y, por fin, su cobardía durante la pasión, le han aportado.

Francisco tiene exactamente la misma actitud. ¿Hay hombres que rompen con el mundo y se unen a él para compartir su vida? Con una mirada de fe y de gratitud, dirá: «El Señor me ha dado hermanos» (Test 14). Son regalos magníficos (y a veces un poco molestos) del amor del Padre.

Esta es, pues, la óptica de fe fundamental: como en una familia, en la que no se elige a los hermanos y hermanas, la fraternidad franciscana tiene conciencia de estar formada por hermanos (o hermanas) que son regalados, ofrecidos los unos a los otros por el amor del Padre. Ellos deben acogerse como tales, no sólo en el momento inicial, sino cada día y en todas las circunstancias: «Los hermanos, dondequiera que residan o que den unos con otros, se demostrarán mutuamente que son de la misma familia» (2 R 6,7). Esto supone que yo he de tener cada día una mirada nueva sobre cada uno de estos hermanos que Dios ha destinado para mí expresamente como un signo de su amor, una mirada, si es posible, maravillada por sus riquezas.

Pero la experiencia de la fraternidad no es un idilio. El conocimiento de los hombres nos enseña que constantemente se hacen sufrir unos a otros, y que quienes están más unidos son también quienes tienen la capacidad de hacerse sufrir más. Así, pues, es necesario continuar acogiendo el don de Dios que me llega a través del otro: «No exijas de ellos, no esperes de ellos más que lo que el Señor te dará» por medio de ellos, dijo Francisco a un «Ministro» descorazonado por la indelicadeza de sus hermanos (CtaM 6). Momentos antes le había dicho: «¡Que el Señor te bendiga! Voy a explicarte, como pueda, cuál debe ser tu actitud interior. ¿Tienes preocupaciones que querrían impedir en ti el amor del Señor Dios? ¿Hermanos y toda clase de gentes que te importunan y te impiden amar a Dios? Pues bien, lo que yo te digo es que, si además de todas esas molestias, fueras vapuleado, tú deberías considerarlo todo como una gracia. Debes aceptar gustosamente tu situación tal cual es, y no desearla diferente» (CtaM 1-3).

Actitud de fe profunda: ¿cómo el hermano que Dios me ha dado en su amor podría «impedir amar a Dios», causarme «preocupaciones, que querrían impedir en mí el amor del Señor Dios?».

A quien no llega a entrar en estas perspectivas, le es necesaria una revisión de actitudes: «Hay muchos que, cuando pecan o reciben una injuria, con frecuencia acusan al enemigo o al prójimo. Pero no es así, porque cada uno tiene en su poder al enemigo, es decir, al cuerpo, por medio del cual peca. Por eso, bienaventurado aquel siervo que tiene siempre cautivo a tal enemigo entregado en su poder, y se guarda sabiamente de él; porque, mientras haga esto, ningún otro enemigo, visible o invisible, podrá dañarle» (Adm 10).

Mas para alcanzar esta visión de fe, es necesario tener de veras un alma de pobre. Pues mi hermano se me presentará como molesto, como un obstáculo, en la medida exacta en que, crispándome sobre mis ideas, mis quereres, mis proyectos, mis planes, lo considere como aquel que me impide amar a Dios de la manera que yo, por mi cuenta, había decidido. Francisco habla mucho de la agresividad que resulta de esta actitud, designándola por sus manifestaciones: impaciencia, cólera, enfurecimiento, turbación y desasosiego interiores. Siempre la estima como una falta de pobreza interior: «Sólo el siervo de Dios que permanece inaccesible a la turbación y a la cólera, cualquiera que sea la cuestión, vive en la rectitud de una vida sin nada propio» (Adm 11,3).

Incluso cuando el otro es para mí causa de sufrimiento, no sólo porque... es otro (por su temperamento, sus gustos, su ideas o sus opciones), sino por su pecado, Francisco mantiene en pie su recomendación: «Al siervo de Dios nada debe desagradarle, excepto el pecado. Y de cualquier modo que una persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por caridad, atesora para sí una culpa» al irrogarse el derecho de juzgar al otro que sólo a Dios pertenece (Adm 11,1-2).

Para Francisco hay aquí un principio fundamental, que inculca también en la redacción de las dos Reglas, añadiendo en una: «porque el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo» (1 R 5,7), y en la otra: «porque la ira y la conturbación impiden en sí mismos y en los otros la caridad» (2 R 7,3). Subrayémoslo bien: son la cólera y la conturbación las que obstaculizan el amor en aquel que se enfurece contra los hermanos culpables, y no, como creía el Ministro, las fechorías de sus hermanos.

Acoger cada día a los hermanos como un don de Dios implica, pues, como es fácil comprender, la voluntad de comenzar cada día de nuevo con ellos; en otras palabras, la voluntad de perdonar. A Pedro, que había preguntado si debía perdonar hasta siete veces, Jesús le respondió: «No te he dicho que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22). Francisco, por su parte, escribe, dirigiéndose al mismo Ministro: «Y en esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, nunca se marche sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así» (CtaM 9-12).

De entrada, pudiera sorprender, quizá, ver tan fuertemente acentuada la exigencia de perdonar como respuesta al don que son los hermanos unos respecto a otros de parte de Dios. Pero sería conocer muy mal la realidad humana creer que este don pueda ser siempre acogido a las mil maravillas.

Para edificar una fraternidad en la que las relaciones mutuas ya no se inspiran más en el «mundo» -en este mundo en que las relaciones están marcadas por la sed de tener, la voluntad de poder, el afán de prestigio-, es necesaria una desapropiación interior radical. Sola la experiencia de fe de una acogida que espera del otro, no lo que se desea espontáneamente, sino lo que el Señor quiere darnos en él, y que perdona sin cesar jamás, puede conducir a semejante pobreza interior. Porque la desapropiación material, el «libelo de divorcio» dado al mundo, no es más que un primer paso. San Francisco lo piensa así cuando afirma: «Nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos» (LM 7,2).

2. LA RECIPROCIDAD EN EL SERVICIO Y EN LA OBEDIENCIA

Cuando Francisco se imagina a Cristo en su experiencia de fraternidad con sus discípulos, una frase y una imagen le vienen espontáneamente al espíritu. La frase es la afirmación perentoria: «No he venido a ser servido, sino a servir» (1 R 4,6; cf. Mt 20,28). La imagen que ilustra esta casi-divisa de Cristo es la del lavatorio de los pies: «Todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3-4; cf. Jn 13,14).

Cristo, en efecto, trató de realizar la comunión del Reino de Dios, que Él tenía como misión anunciar e inaugurar, de una manera que iba a contra corriente de toda la espera de sus contemporáneos. Estos esperaban a un Mesías lugarteniente del Yahvé de los ejércitos, que sometería al universo por la fuerza, para conducirlo así a la adoración del Único. Jesús reconoció en esta aspiración la negación misma de la intención del Padre. Satisfacerla -Él la comprendió cuando la tentación en el desierto-, sería hacerle el juego al Enemigo. Por consiguiente, Él realizará el designio del Padre de una manera completamente diversa, vaticinada por algunas profecías a las que ya no se prestaba apenas atención: los poemas del Siervo de Yahvé. Cristo se hará únicamente siervo.

Él fue siervo por su radical disponibilidad para con cada uno, por su paciencia con respecto a las muchedumbres desengañadas y versátiles, como también por su paciencia ante la lenta y decepcionante formación de sus discípulos. Todo lo que Él había sido para los suyos, lo expresó finalmente de forma plástica la tarde del jueves santo al arrodillarse delante de cada uno de ellos para lavarles los pies, desempeñando así el oficio de la última categoría de esclavos. Juan añade: «Cuando acabó de lavarles los pies, se puso otra vez el manto y les dijo: "¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros, porque os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo que yo he hecho"» (Jn 13,12-15).

Francisco comprendió profundamente esta lección. La fraternidad que él vive con sus hermanos se construye por el acto por el que cada uno, considerando a los hermanos que Dios le ha dado superiores a sí mismo, se pone cotidianamente a su servicio y acepta, a su vez, humildemente el servicio de ellos. «Por la caridad del Espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Esta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,14-15).

Dos consideraciones se nos imponen aquí:

a)El acento puesto sobre la reciprocidad: es característico de la concepción que Francisco tiene de las relaciones en el interior de su fraternidad, como ha demostrado el P. Francis De Beer. En sus escritos abundan las fórmulas que subrayan este aspecto: «entre ellos», «unos a otros», «recíprocamente», «servir como se querría ser servido», etc. También aquí Francisco ha comprendido profundamente a Cristo que nos manda amarnos unos a otros como Él nos ha amado, lavarnos los pies unos a otros, etc. La reciprocidad es esencial al amor. Quien no espera nada del otro, el que únicamente quiere dar, desemboca en una caricatura del amor. No puede amar más que aquel que primero acepta, como pobre, ser amado, para seguidamente compartir, como pobre, este amor. Así, Cristo acogió primero el amor del Padre para seguidamente ofrecérnoslo: «Como el Padre me amó, así os amo yo». Y si Él se hizo pequeño, pobre y siervo, si desde el pesebre hasta la cruz tomó el último lugar, fue para poder acoger, como pobre, algo de cualquiera, de cada uno.

Por lo demás, no se le hace honor a nadie si no se le considera capaz de aportarnos también él alguna cosa. Querer únicamente dar, sin esperar nada en reciprocidad, es paternalismo. Y además, es imposible. Esa es la razón por la que Francisco se presenta a todo hombre como mendigo y da como ley a su fraternidad que cada uno, a diario y sin pretensiones, se ponga al servicio del otro y no dude, al mismo tiempo, en manifestarle sus propias necesidades. Y pone en la cabecera de los capítulos sobre la vida fraterna el recuerdo de la «regla de oro» del Evangelio: «Lo que queréis que os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a los demás» (1 R 4,4), norma que invita a tomar como regla de conducta con respecto al otro, lo que uno está dispuesto a esperar de él, caso de encontrarse en una necesidad análoga.

b) Francisco asocia al servicio la obediencia recíproca, a ejemplo de la «verdadera y santa obediencia» que el Señor vivió con sus discípulos. Cuando se piensa en la atención que Cristo prestó a las posibilidades reales de sus discípulos, no hay más remedio que hablar de su obediencia respecto a ellos.

Pero hay todavía más. Francisco quedó asombrado por el drama de esta obediencia. Jesús fue enviado por el Padre como el Mesías prometido a Israel. Y permaneció fiel a aquellas «ovejas descarriadas de la casa de Israel», incluso cuando éstas le volvieron las espaldas e incluso cuando unas experiencias pasajeras le hicieron descubrir que los paganos estaban mucho más dispuestos a recibir su mensaje. Por obediencia, por fidelidad a su Padre, Jesús no dejó a su Pueblo, que le rechazaba, para ir a buscar entre los paganos un éxito fácil (y más ambiguo). Y así, entregó su vida. Porque esta doble fidelidad, vertical (hacia su Padre) y horizontal (para con el Pueblo que este Padre le había confiado), diseñó la Cruz para Él. De esta manera, Cristo salvó tanto a los judíos como a los paganos.

Cuando Francisco habla de la «obediencia perfecta», piensa en este drama y en la fecundidad de la cruz, que fue su desenlace. Prevé, en efecto, el caso trágico de una fraternidad en la que, con el responsable a la cabeza, los hermanos querrían imponer a uno de sus miembros un acto contrario a su conciencia. Este debería, a la vez, rechazar tal imposición y no apartarse de sus hermanos: «Y si por ello sufriere persecución de parte de algunos, ámelos más por Dios. Pues quien prefiere soportar la persecución antes que apartarse de sus hermanos, permanece verdaderamente en la obediencia perfecta, porque da su vida por sus hermanos» (Adm 3,8-9). Quien así da su vida por sus hermanos construye de veras la fraternidad: comparte la actitud del Señor, del Siervo que da su vida en rescate por los hombres que le rechazan.

La actitud de siervo concierne ante todo a aquellos que, devolviéndoles todo su honor a los términos mismos del Evangelio, Francisco llama los «ministros y siervos», es decir, los responsables de la fraternidad. En 1217 el número de hermanos había aumentado de tal manera que fue necesario dividir la Orden en Provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un responsable provincial. Era grande el peligro de que con la aparición de estas estructuras se alterase la simplicidad de las relaciones evangélicas de los comienzos. Francisco, pues, insertó en la Regla de entonces los capítulos 4, 5 y 6, que debían precaver este peligro. Así describe él la función de los Ministros: «¡En el nombre del Señor! Todos los hermanos designados como ministros y siervos de los otros hermanos distribuyan a sus hermanos en las provincias y lugares de su jurisdicción, y visítenlos frecuentemente, y amonéstenlos y anímenlos en el espíritu... Y recuerden los ministros y siervos lo que dice el Señor: "No vine a ser servido, sino a servir", y ya que les está encomendado el cuidado de las almas de sus hermanos, si alguno de ellos se malogra por su culpa y mal ejemplo, tendrán que rendir cuentas en el día del juicio ante el Señor Jesucristo» (1 R 4,1-2.6). «Por lo tanto, custodiad vuestras almas y las de vuestros hermanos, porque es horrendo caer en las manos del Dios vivo. Y si alguno de los ministros ordenara a alguno de los hermanos algo contra nuestra vida o contra su alma, no esté obligado a obedecerle» (1 R 5,1-2). «Igualmente, ninguno de los hermanos tenga en cuanto a esto potestad o dominio, máxime entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio: "Los príncipes de las naciones las dominan, y los que son mayores ejercen el poder en ellas; no será así entre los hermanos. Y todo el que quiera llegar a ser mayor entre ellos, sea su ministro y siervo. Y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor"» (1 R 5,9-12). «Nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3-4).

Estos fragmentos son suficientemente elocuentes en sí mismos. Describen una concepción de la autoridad-servicio procedente en línea recta del Evangelio y no igualada después de siete siglos. No se puede señalar mejor la oposición entre la autoridad según el Evangelio y cualquier otra especie de organización, de estructura, de jerarquía, tal como suelen darse en el «mundo». Francisco, sin embargo, va todavía más lejos. Leamos este fragmento de la Regla definitiva de los Hermanos Menores, que sigue vigente incluso en la actualidad: «Los hermanos que son ministros y siervos de los otros hermanos, visiten y amonesten a sus hermanos, y corríjanlos humilde y caritativamente, y no les manden nada que esté en contra de su alma y de nuestra Regla... Y dondequiera haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros puedan y deban recurrir. Y los ministros recíbanlos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,1.4-6).

3. LA MISIÓN DE PAZ

Nuestra presentación de la fraternidad evangélica franciscana quedaría seriamente incompleta si se olvidase que Francisco descubrió su vocación en el «evangelio de la misión». Francisco, que había dicho «adiós al mundo», es enviado a este mundo que no conoce la paz, porque su sistema de falsos valores hace que los hombres se envilezcan, se opriman, se excluyan unos a otros y se teman mutuamente. Francisco es enviado para proclamar ahí la paz. La paz, que es el bien mesiánico por excelencia y que el Resucitado, después de haber pacificado y reconciliado todas las cosas con Dios, desea y da a los suyos. Francisco la acoge profundamente en sí y la vive heroicamente con sus hermanos en esta experiencia de acogida, de perdón, de servicio, de obediencia mutua que hemos evocado anteriormente. Con ellos, Francisco la desea de forma convincente a todos cuantos encuentra. Su fraternidad es, por tanto, una fraternidad enviada, dada al mundo. Una evocación poética, pero profundamente teológica, de los ideales de la primera generación franciscana, confirma la conciencia que ésta tenía de esa misión universal. Dama Pobreza, nos relata el «Sacrum Commercium», visita a los hermanos y les pide que le enseñen el convento. «Ellos la llevaron sobre una colina y le hicieron admirar un panorama espléndido. Dama Pobreza, le dijeron, éste es nuestro convento» (63). En realidad, ellos no pueden dar por sí mismos la paz que por misión tienen que anunciar. La paz es el don de Cristo. Ellos sólo pueden desearla a los demás y, por consiguiente, invocarla con toda su fe sobre los otros: a) proclamar sus exigencias mediante la predicación de la penitencia, o sea, de la conversión y b) sobre todo, dar testimonio de ella por el espectáculo de su vida fraterna y por su esfuerzo para trabar, con todos aquellos a quienes son enviados, este tipo de relaciones evangélicas que han aprendido a vivir entre ellos: la acogida hecha posible por la desapropiación material y espiritual, la sumisión a todos, la obediencia a todos, la ausencia de pretensiones o de reivindicaciones, etc.

Son muchos los textos de Francisco al respecto que sería fácil ilustrar con ejemplos tomados al vivo de nuestra realidad: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene... En cualquier casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa» (2 R 3,10-13).

Para los hermanos que trabajan en casas de terceros, Francisco escribe: «Todos los hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de las casas en que sirven..., sino sean menores y súbditos de todos los que están en la misma casa» (1 R 7,1-2). Francisco ratifica esta actitud en su Testamento: «Éramos iletrados y súbditos de todos» (Test 19).

A los misioneros que se encuentran en país de infieles, Francisco les da la consigna de practicar, con anterioridad a todo anuncio de la palabra, este método de evangelización: «... que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen (¿simplemente con eso?) que son cristianos» (1 R 17,6).

Se ve con claridad el método. Se trata de ser, en el seno de un mundo duro, brutal, habitado por el desprecio y el miedo, el mundo de las Cruzadas y de la Inquisición, testigos de la paz que se nos ha dado ya en Cristo. Los hermanos darán testimonio de ello acercándose a todo el mundo sin armas defensivas ni ofensivas, sin miedo y sin infundir miedo, las manos desnudas, sin pretensiones ni derechos que hacer valer, libres incluso del miedo más insidioso: el de fracasar. ¡Atención! Todo esto es fácil de decir, pero es heroico vivirlo.

La fecundidad posible de esta actitud se puso de manifiesto con motivo del conflicto entre el obispo y el podestà de Asís. Francisco hizo cantar la estrofa del perdón y del soportar las adversidades del Cántico del Hermano Sol. De esta forma, reconcilió a los dos jefes de la ciudad y salvó a ésta de la guerra civil. Pues las palabras cantadas por los hermanos remitían a su propia experiencia de perdón y de desapropiación heroica cotidianas.

Este es el medio por el que Francisco hizo renacer la fraternidad evangélica: como Cristo, Francisco acogió el amor del Padre en cada uno de los hermanos que le fueron dados; como Cristo con sus discípulos, vivió con sus hermanos una comunión a base de servicio y obediencia mutuos; acogió a toda persona para compartir con ella la paz que, en su fe, ha tomado de Cristo. Así es como Francisco siguió heroicamente con sus discípulos el camino del amor revelado en Cristo.

Duccio di Buoninsegna: El lavatorio de los pies

II. LOS MODELOS AFECTIVOS

Por muy evangélico que sea en su inspiración el proyecto de Francisco, su realización está condicionada por modelos tomados del mundo que constituye su ambiente. Estos se encuentran en la experiencia de fraternidad vivida por Francisco y sus hermanos. Vamos a poner de relieve tres de ellos, todos los cuales comportan una fuerte carga afectiva.

1. EL MODELO SOCIAL

Francisco es contemporáneo al movimiento comunal. Por doquier, la antigua sociedad medieval, tan estrictamente jerarquizada, se viene abajo. En esta sociedad, cada individuo nacía, o podía eventualmente entrar por una opción irrevocable, en una categoría de un sistema muy estructurado: se era siervo o libre, miembro de la clase dominante de los «mayores» o de la clase inferior de los «menores». En la Iglesia, el ideal que se proponía consistía en imitar lo mejor posible el estilo de vida de la categoría superior: la perfección que se proponía a los fieles que vivían en el mundo, por ejemplo, consistía en que se inspirasen al máximo en el ideal de vida del monje. Ahora bien, en la época de Francisco, nacían por todas partes aspiraciones más igualitarias: movimiento comunal, por el que la burguesía de las ciudades, enriquecida gracias al comercio renaciente, trataba de sacudirse la tutela de los «señores», o, en la Iglesia, reivindicación del derecho de los laicos a la predicación, etc.

En el interior de este contexto, Francisco vivirá el ideal: «No tenéis más que un Padre; todos vosotros sois hermanos».

a) Por una parte, Francisco ignoró toda distinción de hermanos en razón de su origen social. Los contemporáneos de Francisco quedaron verdaderamente boquiabiertos al constatar que en su fraternidad vivían juntos, en plan de igualdad, campesinos, burgueses, nobles, clérigos, laicos, cultos, iletrados. Para Francisco, semejante vida fraterna es de una evidencia evangélica: la comunión evangélica debe manifestar la idéntica dignidad de todos los hijos de Dios y la posibilidad, ofrecida a quienes se dejan llevar por el Espíritu del Señor, de vivir como hermanos, a pesar de todo cuanto podría oponerlos espontáneamente. Y sin embargo, esto constituía una novedad revolucionaria, cuyo alcance nos permite calibrar un texto representativo. Se le preguntaba un día a santa Hildegarda, abadesa benedictina de Bingen, por qué sólo las damas nobles eran admitidas en su monasterio. Ella respondió: «¿Quién juntaría en un solo rebaño y en un solo establo todas sus reses, bueyes, ovejas, cabras..., sin separarlas? Esta es la razón por la que deben hacerse distinciones claras... Pues Dios ha establecido diferencias en la tierra y también en el cielo». Francisco, por el contrario, liberado de todo prejuicio social, está atento al valor único de cada hermano. Cualquiera que sea su origen social, le ha sido dado por Dios a título idéntico...

Por otra parte, puesto que todos son hijos del mismo Padre y pueden, consiguientemente, estar animados por el Espíritu de los hijos de Dios, el impulso de la fraternidad ya no viene jerárquicamente por mediación de un padre terrestre («abad» significa padre), como en el monacato. La función de la autoridad es totalmente diferente. El impulso propiamente dicho, lo veremos más adelante, viene de la inspiración del Señor, de la que todos pueden ser beneficiarios y a la cual la autoridad no tiene más que aplicar el discernimiento de espíritus. En la historia del monacato no se conocía apenas más que Santos Abades. Francisco habla resueltamente de los «santos hermanos de esta Orden» (2 Cel 156). Santos porque están animados por el Espíritu Santo.

b) De otro lado, con el cuidado correlativo de ofrecer a cada uno todas sus oportunidades, independientemente de su categoría social, Francisco hace estallar, por ejemplo, la distinción, muy rígida, entre clérigos y laicos, para tomar en consideración las posibilidades reales de cada hermano. Así, la primera Regla deja entrever que la forma de oración -alabanza salmódica o simple recitación de un cierto número de «padrenuestros»- no dependía rígidamente del estado clerical o laical de los hermanos, sino de su cultura: «A los laicos que saben leer el salterio, les sea permitido tenerlo» (1 R 3,8). En este asunto, como en otros muchos, Francisco iba muy por delante de su tiempo. La Regla definitiva vuelve a una distinción estricta por estados: oficio salmódico sólo para los clérigos; oficio de los «padrenuestros» para todos los hermanos laicos, cualquiera que sea su cultura.

2. EL MODELO CULTURAL

Francisco y sus hermanos, pues, traducen la experiencia de la fraternidad evangélica a formas en las que es difícil no reconocer la influencia de la evolución social de su tiempo.

En el interior de la fraternidad, las relaciones evangélicas de acogida, de servicio recíproco, de obediencia mutua, resultarán teñidas, e intensamente, por el ambiente cultural. Sería necesario mencionar aquí dos corrientes, por lo demás muy entrelazadas: el ideal caballeresco y el amor cortés. No podemos ser exhaustivos. Me limitaré a llamar la atención sobre el segundo punto. (Puede verse a este respecto el artículo de M. Sticco: Mansedumbre y cortesía, en Selecciones de Franciscanismo n. 11, 1975, 191-196).

Apasionado por la literatura cortés antes de su conversión, Francisco se dejó impregnar por el ideal cortés: «Era en extremo cortés» (1 Cel 17). «Era como naturalmente cortés en modales y palabras; según el propósito de su corazón, nunca dijo a nadie palabras injuriosas o torpes; es más, joven juguetón y divertido, se comprometió a no responder a quienes le hablasen de cosas torpes» (TC 3).

Más tarde, Francisco admirará la cortesía de Dios: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos. La cortesía es hermana de la caridad, que extingue el odio y fomenta el amor» (Florecillas, 36). El texto es de las Florecillas y, consiguientemente, no se puede garantizar palabra por palabra. De todas formas, es concordante con otras afirmaciones de Francisco (TC 3).

En situaciones delicadas o difíciles, Francisco apelará de buen grado a la cortesía: ¿quiere obtener de su hermano guardián el permiso para dar a una pobre el manto que se le acababa de comprar? Le dirá: «Hermano guardián, tú has sido siempre cortés conmigo; haz también ahora -te lo ruego- honor a tu cortesía» (2 Cel 92). ¿Tiene que someterse a una cauterización de las sienes como remedio para el mal de sus ojos? Se dirige al fuego como a un amigo, para infundir coraje a su cuerpo antes completamente zarandeado por el pavor: «Mi querido hermano fuego, el Altísimo te ha creado poderoso, bello y útil, comunicándote una deslumbrante presencia que querrían para sí todas las otras criaturas. ¡Muéstrate propicio y cortés conmigo en esta hora! Pido al gran Señor que te creó tempere en mí tu calor, para que, quemándome suavemente, te pueda soportar» (LM 5,9). Me limito a estos ejemplos, tomados entre otros muchos. En todo caso, las situaciones difíciles que encontró también en la experiencia de la fraternidad, Francisco las vivió con esta cortesía que podrían ilustrar tantísimos episodios de su vida y que dio a sus esfuerzos heroicos un rostro tan amable.

Otro rasgo particularmente típico de la experiencia franciscana de la fraternidad se enraíza en este contexto cultural: la veneración de Francisco hacia sus hermanos y la voluntad que tiene de ver que se honran unos a otros son evidentemente una transposición de la veneración del caballero hacia su dama. La veneración de Francisco tiene por objeto a su Dama la Pobreza, a la Virgen María (cf. SalVM), a todas las virtudes, que él personifica como personificadas están en los pórticos de nuestra catedrales (cf. SalVir). Tiene por objeto también a cada uno de los hermanos, que él quiere honrar y saber que son honrados por los otros hermanos. Creyendo que había llegado la hora de su muerte, en abril de 1226, dicta un breve Testamento para sus hermanos que consta de tres puntos, el primero de los cuales dice: «Que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, siempre se amen mutuamente» (TestS 3; testamento en el sentido de alianza con ellos).

El amor mutuo a imagen del de Cristo, la acogida mutua del otro como la de un don de Dios, toman un colorido particular y típicamente franciscanos: «Y dondequiera que estén los hermanos y en cualquier lugar en que se encuentren, deben tratarse espiritual y caritativamente y honrarse unos a otros sin murmuración» (1 R 7,15).

En esta voluntad de honrar al otro y, por consiguiente, de reconocer y admirar sus cualidades y su aportación original a la fraternidad, radica un aspecto esencial de la experiencia de la fraternidad, sin el cual por lo demás -y apelo aquí a la experiencia tanto de los esposos como de los miembros de comunidades diversas-, la comunión no podría ser vivida.

Francisco sabía en cada caso maravillarse de las cualidades de cada uno de sus hermanos, cuya aportación consideraba indispensable. Porque el verdadero hermano amigo no es el hermano fulano, sino la fraternidad que se regocija de la aportación de cada uno (cf. EP 85).

3. EL MODELO PSICOLÓGICO: LA MADRE

Pero todavía no hemos dicho la última palabra sobre nuestro tema. Cuando Francisco piensa en realizar la comunión evangélica en su fraternidad se le presenta ante los ojos todavía otro modelo: el de la madre. Con Pedro Bernardone, Francisco había tenido los altercados que se conocen. Su madre, por el contrario, mujer de una sensibilidad humana y cristiana exquisita, ejerció sobre él una influencia decisiva. Siempre, el modelo en que se inspira de manera más consciente en sus relaciones con sus hermanos y el que les propone para su vida fraterna es el de la madre.

El amor de una madre se caracteriza por unos rasgos que se encuentran en Francisco en su más elevada expresión.

Una madre no conoce ni ama a sus hijos en general. Ella tiene un conocimiento concreto y un amor particular para cada uno de los suyos. Cada uno es único para ella. Para Francisco, igualmente, cada uno de sus hermanos era único. Conocía a cada uno en su ser original. Amaba a cada uno con un amor particular. Estaba atento a la alegría o a la angustia de cada uno con una intuición y una delicadeza que han de calificarse precisamente como maternales. Muchos son los episodios en que le vemos atento al drama de un hermano que, tal vez, ni siquiera le había manifestado su angustia, y en el que sabe encontrar el medio para devolverle la paz. Las letras escritas a fray León son particularmente significativas: «Hermano León, tu hermano Francisco te desea la salud y la paz. Te hablo, hijo mío, como una madre: todo lo que hemos hablado durante el camino, te lo resumo y aconsejo brevemente con estas palabras, y si después te conviniera acudir a mí para pedirme consejo, aquí lo tienes: cualquier modo que te parezca mejor para agradar al Señor Dios y para seguir sus huellas y su pobreza, ponlo en práctica con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si es necesario a tu alma para algún consuelo, y quieres, León, venir a mí, ven» (CtaL).

Habla, pues, a este hermano, de temperamento tal vez más ansioso que perfectamente equilibrado, «como una madre a su hijo». Ya, largamente, caminando con él, le había dedicado tiempo para ayudarle a liberarse interiormente, a fin de servir al Señor en paz. Le escribe ahora esta nota que resume todo lo que le había dicho al respecto. En definitiva, no hay nada más que añadir. La situación ha quedado esclarecida. Pero Francisco tiene al propio tiempo la intuición materna que prevé que podrían sobrevenirle escrúpulos a fray León, y la delicada paciencia de la madre, siempre pronto a escucharle: «si es necesario a tu alma para algún consuelo, y quieres, León, venir a mí, ven». Sí, incluso cuando no sea estricta y objetivamente necesario, «si quieres», ven.

Precisemos, para evitar todo malentendido, que este amor materno nada tiene que ver con un «maternalismo» que buscaba poseer para sí y, por tanto, aliena al otro. Francisco, todo a la vez, manifiesta a León su completa disponibilidad hacia él y le invita a tomar libremente sus responsabilidades: «cualquier modo que te parezca mejor...».

A la luz de este ejemplo podemos comprender mejor lo que Francisco quiere decir cuando exhorta a los suyos: «Y, dondequiera que estén y se encuentren los hermanos, muéstrense familiares mutuamente entre sí. Y confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad, porque, si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6,7-8).

Se podría relacionar con esta actitud una particularidad del vocabulario de Francisco, quien casi no hace uso de palabras abstractas. Por citar un ejemplo relacionado con el tema que nos ocupa, diremos que Francisco no habla casi nunca de la «fraternidad»; casi siempre utiliza la expresión «los hermanos».

En otro orden de cosas, se podría recordar la vitalidad que adquirió el nominalismo en las corrientes de pensamiento de la escuela franciscana.

Sir Anthony van Dyck: Pentecostés

III. LA REALIZACIÓN EN EL ESPÍRITU

1. BAJO LA DEPENDENCIA DEL ESPÍRITU

Recapitulemos lo dicho: Francisco no quiso sino poner simplemente sus pasos en las huellas de los de Cristo su Señor. La fraternidad se constituye en el acto por el que cada uno ama y sirve a su hermano, le obedece y da su vida por él, como Cristo hizo por los suyos.

En la realización de este ideal de comunión evangélica, Francisco y sus hermanos fueron, como era inevitable y por lo demás beneficioso, tributarios de modelos de una fuerte carga afectiva, tomados del mundo que les rodeaba.

¿Cómo pudo evitar el «seguimiento de Cristo» caer en el literalismo estéril de una «imitación de Cristo» que se parase en ciertos aspectos exteriores? ¿Cómo pudieron los modelos evocados no ser alienantes sino fecundantes?

La respuesta es: por la iniciativa dejada al Espíritu Santo en la fraternidad.

Francisco hubiera querido que se insertasen en la Regla estas palabras: «El Espíritu Santo es el Ministro General de la Orden» (cf. 2 Cel 193). Desgraciadamente, al haber sido ya promulgada la Regla mediante bula papal, no se le podían hacer añadiduras. Con todo, si las palabras no figuran en la Regla, la realidad es esa.

Francisco, en efecto, indica a sus hermanos cuál es el valor supremo de su vida: «Sobre todas las cosas los hermanos deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8).

Toda la Fraternidad está bajo la dependencia del Espíritu.

a) Francisco precisa que no se le pueden agregar más que aquellos que vienen «por inspiración de Dios» (1 R 2,1), es decir, bajo la influencia del Espíritu Santo (en inspiración se da la raíz de Espíritu).

b) Estos, en lo sucesivo, son una fraternidad de «hermanos espirituales», «hermanos según el Espíritu». Las relaciones fraternas no son auténticas si no son la expresión del amor que el Espíritu Santo infunde en el corazón de aquellos que le dejan actuar en sí mismos.

Al evocar Francisco la inspiración profunda, la del servicio y obediencia recíprocos que constituyen «la verdadera y santa obediencia de N. S. Jesucristo», exhorta a sus hermanos a seguir a Cristo «per caritatem Spiritus», por la caridad del Espíritu (1 R 5,14-15).

Si bien es influenciado por el modelo del amor cortés, Francisco transforma tal influencia y suplica a sus hermanos que «se traten caritativamente y se honren unos a otros», pero «spiritualiter», siguiendo las orientaciones del Espíritu (1 R 7,15).

Cuando Francisco evoca el modelo materno, lo hace con un argumento a fortiori destinado posiblemente a poner en guardia contra una interpretación captatoria, y precisando en él: «¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6,8).

c) Entrar en la Fraternidad es «ser admitido a la obediencia» (2 R 2,l1), porque la Fraternidad ha de tener una radical disponibilidad para toda manifestación del querer divino: «Pero ahora, después que hemos dejado el mundo (recordemos el "libelo de divorcio" dado al mundo), no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a él» (1 R 22,9). Quien renuncia a sus opiniones, siempre limitadas, para situarse bajo el señorío de Dios, se abre a la acción del Espíritu. Dice san Pablo: «Donde hay Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17).

Por esto, la organización de semejante fraternidad corresponde bien a lo que se podía esperar de Francisco, de quien dice su primer biógrafo que era libre y liberal, «partidario de la libertad para sí y para los otros» (cf. 1 Cel 120). Prefirió siempre el riesgo de un cierto desorden a reglamentaciones estrictas. Allí donde cualquier otra Regla habría dado normas prácticas, Francisco prefiere remitir a los hermanos a su conciencia, diciéndoles que obren «según Dios», o «con la bendición de Dios», o sea, de manera que Dios pueda bendecirlos (en su lenguaje, aprobarlos), «según el Señor les inspire», etc.

d) La función de la autoridad queda fuertemente modificada por la primacía concedida a la acción del Espíritu. La primera tarea de los Ministros, después de haber distribuido a sus hermanos, es visitarles con frecuencia «para amonestarlos y confortarlos espiritualmente (spiritualiter)» (1 R 4,2), según el Espíritu, lo que, sin duda, significa a la vez: según lo que el Espíritu les inspire a los Ministros y de manera que ayuden a los hermanos a dejar que el Espíritu actúe en ellos.

La función esencial de los Ministros parece ser la del discernimiento de espíritu: ¿la parte de inspiración divina que invocan los hermanos proviene verdaderamente del Espíritu de Dios o es una ilusión? Francisco prevé explícitamente la intervención de los Ministros en este sentido para el caso de los hermanos que quieren ir a misiones, pero tiene cuidado de precisar que esto vale también para otros asuntos (1 R 16,1-5). Si el deseo de un hermano parece que verdaderamente procede del Espíritu, el Ministro tiene la obligación de autorizarle a seguir tal inspiración.

Se ve hasta dónde lleva Francisco su convicción de que «desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8) es el valor supremo en la fraternidad.

Pero, ¿no se da aquí una utopía?, ¿no se corre el riesgo de una fragmentación bajo la influencia de carismas incesantemente nuevos? San Pablo dice a propósito de los carismas: «Dios no quiere desorden, sino paz» (1 Cor 14,33).

Francisco nos enseña cómo se realizan estas palabras en nosotros, explicándonos cómo tener el Espíritu del Señor.

2. ESPÍRITU Y MINORIDAD

San Francisco insistió tanto en la necesidad de tener el Espíritu del Señor que sus hermanos terminaron preguntándole: ¿cómo se puede saber si se tiene el Espíritu del Señor? Y he aquí la respuesta del Santo: «Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne se exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno, sino que, más bien, se tiene por más vil ante sus propios ojos y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12). En otros escritos de san Francisco pueden verse muchos textos similares: 1 R 17,14-15; 2 R 10,7; 2CtaF 45 ss.; etc.

De todos ellos se desprende una convicción: posee el Espíritu del Señor solamente aquel que renuncia a toda pretensión frente a Dios y frente a los hombres, aquel que prescinde de sus propios derechos a fin de servir a los demás, aquel que se hace servidor obediente de todos a causa de Dios.

Esta convicción es, por otra parte, una evidencia evangélica, aun cuando con excesiva facilidad se olvide. El Espíritu del Señor de que habla Francisco es el Espíritu del Cristo-Siervo que se arrodilla ante sus discípulos para lavarles los pies (cf. I.-E. Motte, Se llamarán «Hermanos Menores» en Sel Fran n. 12, 1975, 274-280; cf. versión informatizada, en este mismo menú), y que entrega su vida en rescate por los hombres. Por consiguiente, es imposible gozar del Espíritu del Señor sin hacer propias sus actitudes. Pero si, en el poder del Espíritu, alguno las adopta, mantendrá viva la conciencia de ser radicalmente incapaz de seguir así a Cristo por sus propias fuerzas, y continuará considerándose como el más vil y el más pequeño, y no podrá sino gritar al Señor que le dé siempre su Espíritu.

Si el Espíritu produce semejante efecto, su acción es evidentemente la salvaguarda de la comunión fraterna:

-- por una parte, marcará todas las actitudes fraternas que hemos mencionado con su nota característica: la humildad o, si se teme utilizar esta palabra tan desacreditada, la ausencia total de pretensiones. Ahora bien, son las pretensiones, la mayoría de las veces inconscientes, las que envenenan los esfuerzos más sinceros de vida fraterna;

-- por otra parte, y la enseñanza de Francisco encierra como una apuesta que finalmente la experiencia verifica: el hombre verdaderamente humilde, lejos de aparecer como un ser triste y sin personalidad, es el único hombre verdaderamente libre, cuyas iniciativas asombran al mundo. El Espíritu del Señor le permite seguir a Cristo en su propia situación de una manera auténtica, ajena tanto a un literalismo trasnochado como a una traición a lo esencial.

Sólo él puede vivir la experiencia de la fraternidad bajo la dependencia del Espíritu tal como la propone Francisco de Asís.

3. EL MISTERIO DE LA FRATERNIDAD

Hay un texto que nos permite comprender la profundidad a que Francisco ha captado el misterio de la fraternidad bajo la dependencia del Espíritu:

«Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo, por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo» (2CtaF 47-53).

Francisco, pues, habla también aquí del Espíritu del Señor. Puesto que es el Espíritu del Señor, descansa sobre todos aquellos que se hacen siervos a ejemplo de Cristo, mora en todos aquéllos que son «sumisos», sin pretensiones, a semejanza de Cristo. De esta manera, el Espíritu constituye la fraternidad de los Menores, en cuyo centro el Espíritu sitúa a Cristo, a quien cada uno de los hermanos está unido por una relación de tal intimidad que ninguna comparación humana puede por sí misma agotar su significado. Jesús mismo dice de ella, aunando los términos, que hace de nosotros sus esposos, sus hermanos, sus madres (cf. Mt 12,50; 1 Cor 6,20; Mt 5,16). Francisco trata de precisar el alcance de cada uno de estos términos:

-- los esponsales con Cristo le parecen que marcan lo mejor posible el matiz de intimidad de la unión que opera el Espíritu Santo entre Cristo y el fiel;

-- la cualidad de hermano está más relacionada con la acción. Corresponde a quienes, con la fuerza del Espíritu, hacen, como el Hijo, la voluntad del Padre y consuman, por tanto, la obra del Padre;

-- conviene detenerse un poco, con el mismo Francisco, en el calificativo de madre. Sabemos la carga afectiva que este modelo tuvo en Francisco. Expresa de la manera más significativa el tipo de relaciones que Francisco quiso vivir con sus hermanos. Pero el texto antes referido nos muestra que Francisco supo transponer este modelo sobre un plan teológico. Cuando se lee detenidamente la última frase (sin olvidar la primera, que lo condiciona todo), aparece claro el pensamiento de Francisco. Aquel que, por su humilde atención «maternal» hacia el otro, se abre al Espíritu del Señor, participa en el misterio de María. Como María, la humilde esclava, prolongó, por la fuerza del Espíritu, el nacimiento eterno del Hijo de Dios en su nacimiento temporal que, en Belén, hizo de Él nuestro Hermano, así también aquel que, por su «minoridad», se abre al Espíritu del Señor prolonga el nacimiento temporal de Cristo en sí mismo, en primer lugar, pero sobre todo dándolo a luz por la fuerza del Espíritu en los demás. El amor fraterno, que Francisco no duda en describir según el modelo del amor materno, convierte, pues, a cada uno en «madre» del otro a este nivel de profundidad insospechada: lo da a luz en Cristo; permite a Cristo tomar cuerpo en la fraternidad.

Una última observación: el texto citado no se encuentra en un escrito destinado a los hermanos, sino en la «Carta a todos los fieles». Lo que Francisco propone a sus hermanos, lo propone a quienquiera que, por su humilde servicio, participa en el Espíritu del Señor: toda persona está llamada a crear una comunidad familiar o eclesial de este tipo.

IV. CONCLUSIÓN

A lo largo de nuestra exposición hemos planteado cuestiones, han surgido interrogantes, puntos de reflexión y de revisión, sea individual o comunitaria, etc. Para terminar, quisiéramos añadir un solo tema de examen, amplio y genérico, y, por lo mismo, capaz de ser adaptado y especificado según las diversas realidades concretas y peculiares:

La fraternidad evangélica, ¿un sueño o una tarea? A cada uno de nosotros, a cada comunidad, el compromiso de dar la respuesta en su vida.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, núm. 19 (1978) 97-115]

 


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