DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


SEGUIR LAS HUELLAS DE LA HUMILDAD DE CRISTO

por Martín Steiner, OFM

 

El vocabulario humano tiene su vida propia. Sucede a veces que ciertas palabras se llenan de un determinado contenido cada vez más rico, después que se ha perdido de vista progresivamente la plenitud de significado que expresaban. Las palabras clave del vocabulario cristiano no están exentas de este tributo al tiempo. Así sucede, por ejemplo, con el término «amor». Y lo mismo puede aplicarse a la palabra «humildad». Por el hecho de que una noción sea esencial, central, no por ello está libre del riesgo de convertirse para nosotros en banal. ¿Cómo restituir a la humildad el lugar que debe ocupar en la comprensión de nuestra vida, cuando con excesiva frecuencia se siente uno tentado a no ver en ella sino afectación o cursilería?

Hay un hombre, cuyo evangelismo radical, caracterizado bajo todos sus aspectos por la «minoridad» (la voluntad de ser inferior, el más pequeño, sujeto y sumiso a todos, «minor» en latín), consigue aún hoy la unanimidad entre nuestros contemporáneos, cualesquiera que sean sus opiniones: Francisco de Asís. Todos proclaman en él al hombre verdaderamente libre, plenamente auténtico y fiel a sí mismo.

Interrogarle sobre sus actitudes y convicciones nos permitirá, tal vez, reencontrar el camino hacia una vida libre de toda pretensión, a semejanza de Aquel que, a pesar de ser el Hijo, no quiso ser más que siervo y servidor.

No se trata, en estas páginas, de repetir la descripción, tan conocida, de las manifestaciones exteriores, desconcertantes a veces hasta el escándalo, de la humildad de Francisco y de sus primeros hermanos. Lo que nos parece importante, en cambio, es escrutar el sentido de su andadura, captar su coherencia profunda. La perspectiva en que nos situamos, a base de las afirmaciones de Francisco en sus escritos y de sus primeros biógrafos, ecos del sentimiento general de la Orden en sus primeros decenios, nos permite contemplar un itinerario vivido. Queda al margen de nuestra intención dilucidar todas sus implicaciones teológicas.

Luca Giordano: Expulsión del Paraíso

I. GRANDEZA Y RUINA DEL HOMBRE

1) GRANDEZA DEL HOMBRE

Francisco heredó de la Biblia y de la tradición una concepción espléndida de la grandeza del hombre en los designios de Dios: el hombre es imagen de Dios. Francisco sólo pudo y supo expresar esta convicción de fe por medio de la acción de gracias:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso» (1 R 23,1).

Francisco invita al hombre a dejarse penetrar de esta grandeza:

«Considera, oh hombre, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu» (Adm 5,1).

Nótese en el texto citado la interpretación cristológica de Gén 1,26, característica del universo espiritual de Francisco. Tal interpretación está poco atestiguada en la tradición. La autoridad de san Bernardo, quien la conocía, pudo difundirla, pero Francisco, posiblemente, la sacó de sus propios conocimientos.

El hombre, pues, fue creado a imagen de Dios. Mejor, fue creado como réplica de esa perfecta «imagen del Dios invisible» que es Cristo, el «primogénito de toda la creación» (Col 1,15). Esta afirmación comporta de inmediato dos corolarios:

a) El hombre, criatura, no es la fuente de su grandeza, siendo ésta una dignidad recibida. Francisco no cesa de repetirlo: todo bien en nosotros, como todo el bien realizado por medio de nosotros, pertenece al Señor Dios. Esto, después del pecado, es doblemente verdad, como veremos. Pero ya originariamente esa es la verdad. El hombre, por consiguiente, no puede ni siquiera permanecer siendo lo que él es, más que recibiéndose cotidianamente de Aquel «que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida» (1 R 23,8). El hombre no puede permanecer fiel a su identidad sino en la acción de gracias por todo. A la gracia recibida debe corresponder la gracia devuelta por el reconocimiento y por la puesta en obra mediante la acción:

«Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno» (1 R 17,17-18; cf. AlHor).

b) El hombre, criatura a imagen del hijo de Dios, no puede legítimamente determinar por sí mismo las leyes de su devenir ni pretender realizarse en plenitud por sus propias fuerzas. Para subrayar esto, a Francisco le gusta situar al hombre en el universo, en este mundo fraterno salido, también él, de las manos del Padre.

En su Cántico del hermano sol, quiere loar a su Señor con todas las criaturas. Para celebrar a Aquel que es el Altísimo, el Omnipotente, el buen Señor, Francisco toma puesto entre ellas, en un movimiento de «gran humildad» en que él desciende progresivamente del hermano sol a nuestra hermana la madre tierra.

Paradójicamente, da al hombre como modelo de «obediencia» las criaturas inanimadas: «Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú» (Adm 5,2).

Con ello, no niega en absoluto la libertad del hombre. Pero, así como las criaturas inferiores -vestigios de Dios, diría san Buenaventura- no alcanzan su perfección sino por las leyes de su desarrollo insertadas en ellas por el Creador, así tampoco el hombre puede llegar a ser verdaderamente lo que es ya inicialmente, imagen de Dios, más que si libremente trata de discernir y de realizar el designio de Dios sobre él. Este designio se le revela al hombre de forma ejemplar en la suerte de la imagen perfecta, Cristo. Si el hombre debe renunciar a su «sentido propio» es precisamente por esta razón.

2) RUINA DEL HOMBRE

«Y nosotros caímos por nuestra culpa» (1 R 23,2). Aquí se encierra el drama. Desde el principio, el hombre, engañado por el Adversario, ha querido «ser como un dios», imagen de Dios, según sus propias opiniones, por medio de sus propias fuerzas, de manera autosuficiente. Al negarse a reconocer que su dignidad es dignidad de criatura, grandeza recibida, el hombre ha cortado la Fuente de su ser. Se ha despojado, pues, de su grandeza. Francisco constata, muy lúcidamente, que esta tentativa original de «apropiarse la propia voluntad» es la tentación siempre actual del hombre (cf. Adm 2,3-5).

La mirada de Francisco sobre la condición del hombre caído es pesimista. El Pobrecillo expresa la miseria del hombre mediante ciertas palabras o expresiones: somos pútridos, fétidos, ingratos, opuestos al bien, prontos e inclinados al mal, etc. De esta manera, Francisco opone a la grandeza original del hombre en el plan de Dios, la situación actual de la que el mismo hombre es el responsable: «Y nosotros caímos por nuestra culpa» (1 R 23,2); «Todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, fétidos y gusanos» (2CtaF 46); en la Regla añade a todos esos calificativos el de «ingratos» (1 R 23,8), y la falta de gratitud es, en definitiva, la causa de la caída del hombre, quien no quiso reconocer que toda su grandeza tiene su origen en el don de Dios (cf. el tema desarrollado en Rom 1,18-32).

Al hombre no le queda, pues, sino su «miseria», miseria que consiste en la fragilidad nativa de un ser que no puede vivir, desarrollarse y crecer más que entroncado incesantemente en la Fuente de su ser.

Semejante miseria, además, proviene de la verdadera desviación introducida libremente por el hombre en su «ser» por la apropiación contra naturaleza de su voluntad, es decir, por el propósito orgulloso de realizarse a sí mismo. Una tal «ciencia del bien» se transformó para él en «ciencia del mal» (Adm 2,3-4). En lo sucesivo, como dice el Señor en palabras que cita Francisco: «De dentro del corazón brotan todos los males» (cf. Mc 7,21); de donde, «por nuestra culpa, somos... contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal» (1 R 22,6). Francisco, al igual que Pablo, llama a esta condición del hombre, su condición «carnal»: «la carne es contraria siempre a todo bien» (Adm 12,2; cf. 2 Cel 134; LP 10; etc.).

Por consiguiente, la «miseria» del hombre, en definitiva, reside en que, habiendo querido prescindir de Aquel de quien procede todo bien, no le queda en plena propiedad más que el mal: «Y sepamos firmemente que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17,7).

Señalemos desde ahora que la perfecta alegría, de la que Francisco da diversos ejemplos, implica ya en su punto de partida la convicción de que las injurias y las acusaciones nos ponen de cara a nuestra verdad, a la realidad de nuestra condición actual: «Si pensamos, con humildad y caridad, que el portero (que había tratado a Francisco y al hermano León de truhanes y de ladrones) nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta» (Flor 8).

Para Francisco, el hombre pecador es, en definitiva, un ser despojado de sus derechos. Tal es, nos parece, el aspecto esencial de su «miseria» actual.

Dios ya no le debe nada. Originariamente, el hombre tenía derechos, en el sentido de que Dios se había comprometido a dar a su criatura todo lo que necesitaba para realizarse como imagen de Dios. Dado que el hombre decidió prescindir de Dios apropiándose su voluntad, Dios ya no le debe nada en justicia. Todo cuanto Dios, en su misericordia, continúa regalándole, ya no le es debido al hombre en justicia, sino que es pura limosna.

«Después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran Limosnero reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77; LM 7,10; EP 22).

No quedándole ningún derecho, el hombre nada tiene ya de qué gloriarse, nada que pueda justificarle. Todos los méritos en que se imagina poder apoyarse para afirmar su valor ante Dios, se vuelven contra él; pura limosna, no le confieren ningún derecho ante Dios. Invocarlos, sería volver a acentuar una vez más la autosuficiencia inicial y original.

«¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia y supieras interpretar todo género de lenguas e investigar sutilmente las cosas celestiales, de ninguna de estas cosas puedes gloriarte... De igual manera, aunque fueras más hermoso y más rico que todos, y aunque también hicieras maravillas, de modo que ahuyentaras a los demonios, todas estas cosas te son contrarias, y nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte en ellas...» (Adm 5,4-7).

Finalmente, en su condición actual, el hombre ya no tiene ni siquiera el derecho de nombrar a Dios: «Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte...» (1 R 23, 5); «... y ningún hombre es digno de hacer de ti mención» (Cánt 2). Esta afirmación hay que entenderla en el sentido bíblico: nombrar a Dios implica que se le conoce y que se ha recibido el derecho a dialogar con Él.

En resumen: si por una parte puede afirmarse que, según Francisco, la exigencia de desapropiación se enraíza en la conciencia de nuestro ser de criatura, que nada tiene que no haya recibido y que por lo mismo debe devolverlo todo a Dios, por otra, hay que decir que la humildad es principalmente reconocimiento de nuestro estado actual de pecadores, de criaturas caídas, incapaces de bien, que no tienen de su propiedad más que sus vicios y pecados, inhábiles para hacer valer ningún derecho ante Dios. Originalmente, el hombre es imagen de Dios. Pero si, tras el pecado, busca un símbolo de su condición actual, lo encontrará en otra parte. Pecador, el hombre es «pútrido y fétido»; el leproso le refleja su imagen, la de su condición pecadora.

El hombre es de veras «menor», o sea, inferior a todas las criaturas. ¿Todo, pues, se ha perdido definitivamente? ¿El hombre no es ya en absoluto imagen de su Dios? ¿Y si Dios tomase sobre sí la imagen del hombre caído?

Dirck van Baburen: Cristo lava los pies a sus discípulos

II. LA HUMILDAD DEL HIJO DE DIOS

Ante la miseria del hombre, Dios tiene corazón: es «misericordioso».

«El Señor Dios... nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará, Él, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien» (1 R 23,8).

¿Cómo? Enviándonos a su Hijo, a imagen del cual nos creó, para que se haga uno de nosotros:

-- Nosotros somos criaturas, entregadas, después del pecado, a su sola fragilidad nativa: por tanto, del seno de la Virgen María el Verbo del Padre «recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4).

-- Nosotros caímos por el pecado: así pues, Cristo ha tomado la categoría de hombre, ha hecho causa común con los hombres destituidos de sus derechos por el pecado.

De esta manera es como se les ofrece a los hombres, en Cristo, el camino de retorno a su Padre.

En la visión que Francisco tiene de Cristo, la humildad del Hijo de Dios (su negativa a arrogarse derechos) es, en efecto, central. Recordemos algunos aspectos característicos:

a) Cristo es para Francisco el extranjero, el huésped que está de paso, el peregrino, y por lo tanto aquel que no puede tener pretensiones allí donde se encuentra momentáneamente. Ya en su entrada en este mundo, «nació por nosotros de camino y fue puesto en un pesebre, porque no tenía lugar en la posada» (OfP 15,7). Durante su vida pública, «fue pobre y huésped y vivió de limosna» (1 R 9,5), sin tener donde reclinar su cabeza, itinerante por este mundo. Incluso resucitado, «se apareció en traje de peregrino a los discípulos que iban de camino a Emaús» (LM 7,9; 2 Cel 61).

b) Cristo quiso vivir de limosna, no de rentas sobre las que tuviese algún derecho. Esta faceta impresionó particularmente a Francisco: «Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, omnipotente, puso su faz como piedra durísima (Is 50,7) y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna Él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9,4-5). Nótese en este texto el contraste intencionadamente subrayado entre la grandeza del Hijo de Dios y su condición de mendigo (cf. 2 R 6,2-3). Al igual que el pecador despojado de sus derechos, Cristo se abandona a la benevolencia gratuita: la de los hombres, y la del Padre que es la fuente inspiradora de aquélla.

c) Cristo es para Francisco el servidor, o mejor, el esclavo (sentido de la palabra «servus»), y, por consiguiente, aquel a quien no se le reconoce otro derecho que el de obedecer y servir (passim, en los escritos del Santo). Francisco siente un cariño particular a la imagen de Cristo lavando los pies a sus discípulos, oficio propio de la ínfima categoría de esclavos (cf. I.-E. Motte: Se llamarán «Hermanos Menores», en Sel Fran n. 12 (1975) 274-280; cf. texto informatizado en este mismo menú). El Santo se une a Pablo cuando cita el antiguo himno cristológico: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6-7). La experiencia que marcó a Francisco para toda su vida fue la revelación inicial del Crucificado, del Hijo de Dios que quiso sufrir el castigo reservado a los esclavos (LM 1,5; cf. 2 Cel 10; TC 14). Aquí habría que recordar las expresiones fuertes con las que Francisco subraya en sus escritos la actitud de Cristo, siervo obediente en su Pasión, paciente en las humillaciones y los sufrimientos (1 R 9,4; 22,1-2; 2CtaF 8-12; etc.), y todas las expresiones de los salmos que Francisco, en el Oficio de la Pasión, aplica al Crucificado. «La humildad manifestada en la tierra por el Hijo de Dios» en su Pasión, es para Francisco el contenido esencial de las Escrituras; así, cuando durante su enfermedad de los ojos, su compañero le propone que se le lea «algún pasaje de los profetas o algún otro capítulo de las Escrituras», fuente habitual de su alegría y consolación, Francisco responde: «Estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado»; ahí se resume lo más importante de la revelación (LP 79; 2 Cel 105).

d) Finalmente, Francisco, como la Biblia (Is 53,3), ve a Cristo bajo la imagen del leproso. El leproso es el hombre a quien la sociedad rechaza y da de baja en sus cuentas; un marginado, porque ella lo excluye, a causa de su desgracia, de los derechos reconocidos a todos los demás. Es el hombre que revela en su carne cual es la condición del pecador. Los biógrafos atestiguan que Francisco captó así a Cristo, debido a su trato con los leprosos, a quienes él servía «por amor a Cristo crucificado, que, según la expresión del profeta, apareció despreciable como un leproso (Is 53,3)» (LM 1,6; cf. Flor 25). Estos autores no se equivocan al interpretar los sentimientos de Francisco. Este, en sus escritos, así se manifiesta, al menos indirectamente. En efecto, cuando describe la «miseria» del pecador bajo las características que evocan al leproso («por nuestra culpa, somos miserables y podridos, hediondos y gusanos»), apoya su demostración en un texto del Salmo 21,6, que la liturgia, fuente principal de su conocimiento del Antiguo Testamento, ha referido siempre a Cristo y que Francisco aplica en otro pasaje a la Pasión (OfP 4,7). En una palabra: Cristo se ha unido al hombre en su condición actual de pecador, del que el leproso es la imagen viva (2CtaF 46).

Con gran frecuencia el pensamiento de Francisco espontáneamente se une al de Pablo: «A quien no conoció pecado, Cristo, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él» (2 Cor 5,21), es decir, «Dios identificó jurídicamente a Jesús con el pecado, e hizo que pesara sobre Él la maldición inherente al pecado» (nota de la Biblia de Jerusalén). Cristo se ha hecho igual a nosotros. Puesto que la lepra nos refleja la imagen de nuestra verdad actual, Cristo ha querido ser considerado y despreciado como un leproso. Puesto que la condición del esclavo y del forastero que está de paso, individuos que no pueden alegar derechos, evoca nuestra situación actual de pecadores ante Dios y los hombres, Él ha tomado sobre sí esta condición. Puesto que nosotros ya sólo nos beneficiamos a título de limosna de todas las manifestaciones de bondad por parte de Dios y de los hombres, Cristo ha vivido de limosna, sin avergonzarse por ello (1 R 9,4).

Tal es la humildad del Hijo de Dios.

Ahora bien, Francisco conoce y cita las palabras de Jesús: «El que me ve a mí, ve también a mi Padre» (Adm 1,4 = Jn 14,9). La humildad del Hijo nos revela, por ello, la humildad del Padre en su ternura y misericordia hacia el hombre. «Tú eres humildad», canta Francisco (AlD 4). Humildad es para Francisco uno de los nombres de Dios. Esta humildad se manifiesta a todo lo largo de la historia de la salvación; en ella, Dios incesantemente deja de lado sus propios derechos para ir en busca del hombre.

Incluso la obra de la creación manifiesta ya la humildad de Dios. En ella, el Creador permanece de forma tan discreta que aun ciertos hombres de buena voluntad no llegan a descubrirle en la misma. Dios se eclipsa de alguna manera ante su criatura a fin de que ella sea libre al hacer sus opciones.

Pero la humildad divina alcanza evidentemente toda su amplitud y profundidad en Cristo. En la Encarnación, el Hijo desciende allá donde el hombre ha caído y allí permanece, con los suyos, en la Eucaristía, de la cual Francisco no cesa de admirar la humildad (Adm 1,16-17; CtaO 27-28).

Murillo: Abrazo de San Francisco (fragmento)

III. GLORIARSE EN LA CRUZ DE CRISTO

En Cristo, perfecta «imagen del Dios invisible», humillado hasta el punto de asumir nuestra imagen de pecadores, nosotros podemos, pues, contemplar lo que somos. Esto se nos ha revelado en Él. Pilatos, al mostrar a Cristo abatido en la Pasión, dice: «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19,5). Aceptar, como respuesta al amor que el Hijo de Dios nos ha demostrado así, vivir en su seguimiento voluntariamente nuestra situación ante Dios y los hombres, tal cual se deriva del pecado, nos une a Cristo. Así, nuestra «miseria» ya no es sólo expresión de nuestra condición de pecadores; quien la asume con todas sus consecuencias, a excepción de la perversión espiritual que de ella resulta, entra en comunión con Cristo, se reviste de su imagen y, de esta forma, se encuentra en el camino de regreso al Padre.

En lo sucesivo, el hombre puede decidirse a permanecer abajo. El hombre, en efecto, es capaz, a un mismo tiempo, de medir la altura de su caída y de darse cuenta de que Aquel, a cuya imagen él fue creado, se ha hecho su hermano de miseria. Reconociendo su descalabro, reconociéndose pecador, el hombre se reconoce hermano del Hijo de Dios, «hecho pecado por nosotros». Y de este modo puede ya reconciliarse con Dios, consigo mismo, con los otros. Puede querer permanecer y hacerse cada vez más «menor», o sea, inferior a todos, sin pretensión alguna. Su permanencia en el último escaño se convierte en su gloria y su gozo. Él puede gozarse del trato y convivencia con los dados de baja por la sociedad y los marginados (1 R 9,2), y abrazar a los leprosos, porque éstos se convierten tanto en la imagen viva de su condición pecadora como en la de Cristo el Señor. El hombre encuentra su alegría en entrar en el movimiento descendente de Cristo.

Por esta razón, el proyecto de vida evangélica del Hermano Menor se resume en el ir tras las huellas de Cristo humilde. La Regla, que traza las grandes líneas de tal proyecto, culmina en esta afirmación: «... para que siempre... guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4). Ya en la primera Regla Francisco había establecido: «Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1). Pues como decía Francisco:

«El hecho de descender el Hijo de Dios desde la altura del seno del Padre hasta la bajeza de la condición humana tenía la finalidad de enseñarnos -como Señor y Maestro, mediante su ejemplo y doctrina- la virtud de la humildad» (LM 6,1).

«De ahí que Francisco, ejemplo de humildad, quiso que sus hermanos se llamaran menores, y los prelados de su Orden, ministros, para usar la misma nomenclatura del Evangelio (Lc 22,26; Mt 20,26-27), cuya observancia había prometido, y a fin de que con tal nombre se percataran sus discípulos de que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad» (LM 6,5).

Sería muy fácil ampliar esta lista de citaciones y referencias.

1) LA PERFECTA ALEGRÍA

No hay, pues, otra posibilidad de encontrar la alegría que la comunión en el anonadamiento de Cristo.

Según la Admonición 5ª, para Francisco, el hombre, en su situación actual, no tiene nada de que pueda enorgullecerse. Todos los títulos que pudieran llevarle a gloriarse de sí mismo y por los que pretendiera justificarse ante sí mismo y ante Dios, se vuelven contra él. Sin embargo, le queda un título de gloria: la cruz de Cristo. Después que Cristo asumió la «miseria» del hombre hasta la cruz, «nosotros podemos gloriarnos en nuestras flaquezas»: ellas nos hacen unirnos a Cristo, «llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5,8).

La célebre parábola de la perfecta alegría no es más que un comentario de la Admonición 5ª. Como hemos ya señalado, la perfecta alegría brota, en primer lugar, de que las injurias e insultos nos recuerdan, de parte de Dios, la verdad de nuestra condición de pecadores, inhábiles para esgrimir ningún tipo de pretensión (la verdad de nuestra «miseria», para emplear el lenguaje de Francisco). Pero el Santo añade que «la cruz de la tribulación y de la aflicción» constituye nuestro bien, el único que es verdaderamente nuestro; y nosotros podemos gloriarnos en él después que Cristo lo ha compartido. Vale la pena recordar este texto:

«... si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta. Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: "¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo?" (1 Cor 4,7). Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice el Apóstol: "No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo" (Gál 6,14)» (Flor 8).

De la misma manera deben entenderse otros muchos ejemplos dados por Francisco. Así, por ejemplo, cuando él afirma que no se consideraría un verdadero Hermano Menor si, destituido de su cargo de Ministro general por un Capítulo que lo juzgase inepto, simple, inculto e ignorante, no aceptase todo esto «con el habitual semblante, con la acostumbrada alegría, con idéntico propósito de santidad» (2 Cel 145; LM 6,5; LP 109; EP 64).

Recordemos, igualmente, la alegría de Francisco ante el cumplido poco halagador del obispo de Terni, tras una predicación del Santo (2 Cel 141; LP 10; EP 45).

Tal es, asimismo, el trasfondo de las invitaciones, esparcidas en la Regla, a aceptar las injurias y las persecuciones:

«Y sepamos firmemente que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados. Y debemos gozarnos más bien cuando vayamos a dar en diversas tentaciones (cf. Sant 1,2) y cuando soportemos, por la vida eterna, cualquier clase de angustias o tribulaciones del alma o del cuerpo en este mundo» (1 R 17,7-8).

«Consideremos todos los hermanos lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian", porque nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba (cf. Mt 26,50) y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna» (1 R 22,1-4).

Ellos, en efecto, nos hacen seguir las huellas de la humildad de Cristo, de su abajamiento hasta nuestra situación actual.

«Atiendan los hermanos a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan...» (2 R 10,8-10; cf. 1 R 16,10ss).

Desde esta perspectiva se comprende, asimismo, la alegría que hay en el compartir la condición de los considerados deshecho de la sociedad:

«Y los hermanos deben gozarse cuando conviven con personas de baja condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos» (1 R 9,2).

Quien haya experimentado qué es «llevar a diario la cruz de nuestro Señor Jesucristo», tomará incluso la delantera en este camino; así se explica la sed de humillaciones voluntarias de Francisco y de sus hermanos. «Y, en verdad, menores quienes, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra...» (1 Cel 38). «... buscaban preferentemente los lugares donde pudiesen padecer persecución en su cuerpo más que aquellos otros donde -reconocida su santidad- recibieran gloria y honor de parte del mundo» (LM 4,7).

Tan intenso era este deseo en Francisco, que había encargado a un hermano que le injuriase cada vez que los hombres le alababan. Entonces, el Santo, «sonriendo y aplaudiendo», decía: «El Señor te bendiga, porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro Bernardone» (1 Cel 53; LM 6,1).

Francisco da a todos los hombres la siguiente consigna:

«Y tengamos nuestro cuerpo (nuestro "yo") en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables... Nunca debemos desear estar por encima de los otros, sino que, por el contrario, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13)» (2CtaF 46-47).

2) EL ESPÍRITU DEL SEÑOR

Comprometerse en esta vida significa, pues, estar totalmente en la verdad. Nosotros alcanzamos la verdad de nuestra situación cuando nos emplazamos ante Dios: situación de pecadores incapaces de hacer valer ninguna pretensión. Este es el sentido de la Admonición 19:

«Bienaventurado el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es tenido por vil, simple y despreciado, porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más» (Adm 19,1-2).

Y llegamos a alcanzar, además, una verdad nueva, la de Cristo, que ha tomado sobre sí nuestra naturaleza caída, para elevarnos hasta Dios. Entramos en los designios de Dios manifestados en el Cristo de corazón humilde. Comulgamos con los pensamientos de Dios y de su Cristo, participamos de la mentalidad de Cristo, tenemos parte en su Espíritu. Francisco, pues, liga siempre el Espíritu del Señor, valor supremo hacia el que deben tender nuestros deseos, a la humildad.

«Atiendan los hermanos a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan» (2 R 10,8-10).

«El espíritu del Señor quiere que la carne (el "yo") sea mortificada y despreciada, vil y abyecta. Y se aplica con empeño a la humildad y la paciencia y a la pura y simple y verdadera paz del espíritu» (1 R 17,14-15).

El mismo Francisco se humilló en el servicio a los leprosos para «imponer la ley del Espíritu al orgullo de la carne». Pensando en el futuro de la Orden, afirmó: «Sé que en la vida y religión de los hermanos hay y habrá hermanos menores de nombre y de hecho que, por el amor del Señor Dios y por la unción del Espíritu Santo que les instruye e instruirá en todas las cosas, se abajarán a toda humildad, sumisión y servicio de sus hermanos» (LP 97; EP 23).

A todos los fieles, a quienes Francisco pide que mantengan su yo en la humildad y el desprecio, y que se constituyan servidores sumisos a todos, les asegura: «Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada» (2CtaF 48).

El mejor resumen de sus convicciones a este respecto se halla sin duda en una Admonición:

«Así se puede conocer si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, no por eso su carne (su "yo") se exalta, porque siempre es contraria a todo lo bueno, sino que, más bien, se tiene por más vil ante sus propios ojos y se estima menor que todos los otros hombres» (12 Adm).

Actitud ilustrada tanto por fray Maseo, «quien se reputaba el último de todos los hombres del mundo» (Flor 32), como por el mismo Francisco, persuadido de que era el mayor de los pecadores (2 Cel 123; cf. 2 Cel 133).

En una palabra, el Espíritu del Señor convence a quien se abre a Él de que es el «menor» de todos. De esta manera, el Espíritu del Señor es el principio constitutivo de la fraternidad de los menores, llamados a seguir las huellas de la humildad de su Señor. En este sentido, la humildad es la roca sobre la cual se edifica la Orden de los Menores (LP 9; EP 44; etc.).

3) ALGUNAS APLICACIONES

Habría que presentar ahora una descripción concreta de la humildad de Francisco y de sus hermanos. Los límites de este artículo no nos lo permiten. Bastará hacer la siguiente constatación. Su voluntad de ser «menores», su rechazo a arrogarse derechos, su renuncia a todo privilegio, su alegría al compartir la condición de los marginados, su sumisión a todos, su búsqueda deliberada de afrentas, humillaciones y persecuciones, expresan siempre y en todos los casos su deseo de unirse a Cristo, que se hizo servidor y extranjero, privado de derechos, humilde mendigo, «leproso». Con esta misma actitud, quieren, y en primer lugar, profesar que asumen en verdad la condición del hombre caído. Condición que ha cambiado de sentido precisamente desde que «el Hijo de Dios descendió desde la altura del seno del Padre hasta la bajeza de la condición humana» (LM 6,1). Asumida gozosamente, esta condición se convierte en nuestro único motivo de gloria: «En esto podemos gloriarnos: en nuestras flaquezas y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5,8).

La humildad franciscana consiste en esta participación cotidiana en la cruz de Cristo. Bastará verificar, a base de algunos ejemplos, el aspecto que nos parece tan fundamental: la voluntad de no reivindicar derechos.

a) La vida franciscana es vida «sin nada propio»: excluye la pretensión de poseer como propia cualquier cosa:

-- Bienes materiales: «Guárdense los hermanos, dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse ningún lugar ni de defenderlo contra nadie» (1 R 7,13), a fin de que todos tengan acogida en él (1 R 7,14). «Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (2 R 6,1; cf. 1 Cel 44).

-- Funciones o cargos: «Y ningún ministro o predicador se apropie el ministerio o servicio de los hermanos o el oficio de la predicación, sino que, a cualquier hora que le fuere ordenado, deje su oficio sin contradicción alguna» (1 R 17,4; cf. Adm 4).

-- Voluntad: la obediencia es una abdicación de la propia voluntad: «... recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades» (2 R 10,2). «Deja todo lo que posee... el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3,3).

-- Finalmente, Francisco propone un test para verificar en qué punto se halla esta vida de desapropiación: «El siervo de Dios que no se encoleriza ni se conturba por cosa alguna, vive rectamente sin nada propio» (Adm 11,3). Quien quiera aplicarse este test verá a qué desapropiación de todas las pretensiones le hace falta tender.

b) La vida franciscana es una vida de servidores sumisos a todos los hombres. No hace falta citar ampliamente tantos textos bien conocidos. El servicio y la sumisión deben caracterizar el trabajo (1 R 7,1-2; Test 19-23) y también la proclamación de la Palabra (2CtaF 1-2); tales actitudes constituyen la manera fundamental de ser misioneros (1 R 16,6); son la disposición básica de todo el que participa del Espíritu del Señor (2CtaF 47-48; etc.).

c) Todo el estilo de vida franciscana debe hacer patente nuestra condición de extranjeros y peregrinos que no pueden reivindicar ningún derecho a instalarse y que se confían a la discreción de quienes les dan el hospedaje cotidiano (2 R 6,2; Test 24; LM 7,9; 2 Cel 160 y 165; etc.).

d) El género de vida franciscana excluye a fortiori todo privilegio: «Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación, ni por persecución de sus cuerpos» (Test 25). «Para mí, el privilegio que pido al Señor es el no recibir privilegio alguno de los hombres, sino mostrar reverencia a todos y convertirlos, mediante el cumplimiento de la santa Regla, más con el ejemplo que con las palabras» (LP 20; EP 50), decía Francisco a los hermanos que le presionaban para que pidiese al Papa un privilegio que les permitiese predicar incluso si los obispos se oponían a ello (cf. 2 Cel 146; LP 19; EP 54).

e) Ni siquiera la retribución por el trabajo ha de reivindicarse como un derecho: cuando no se nos dé la retribución, vayamos a pedir limosna (2 R 5,3-4; Test 22; cf. 1 R 7,7-8 y 9,3), que se «recurra a la mesa del Señor».

Conviene recordar aquí que la actitud franciscana frente a todo hombre es la del pobre que no puede tener pretensiones, la del «mendigo» persuadido de que cualquiera le es superior y de que a todos se dirige en son de súplica («Y a todos los que quieren servir al Señor Dios... humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos menores, siervos inútiles...» 1 R 23,7), pensando honrar a todo hombre por creerlo capaz de que le dé algo de parte del Señor. En esta actitud hay que ver una característica del talante misionero franciscano.

f) En cualquier circunstancia, hay que acoger al otro tal cual es, con lo que el Señor nos da por medio de él, sin la pretensión de prescribir lo que él debe ser o aportar. Los hermanos son un don del Señor (Test 14). De los hermanos poco delicados no hay que esperar sino lo que Dios quiera darnos por su medio: «Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé» (CtaM 5-6). Respecto a Francisco se nos dice: «Y como era humildísimo, se mostraba manso con todos los hombres, haciéndose con acierto al modo de ser de todos» (1 Cel 83). El mismo Francisco lo confirma: «El Altísimo me ha otorgado la gracia de estar contento con todos como quien es el hermano más pequeño de la Religión» (LP 11; EP 46). Un hermano, víctima de los vejámenes de su tiránico compañero de viaje, afirmaba haber sido tratado «de verdad que muy bien» (2 Cel 39; LM 11,3). Ante los hermanos recalcitrantes y obstinados, Francisco exige del Ministro General: «abájese él; y, a fin de ganar las almas para Cristo, ceda algún tanto de su derecho» (2 Cel 185).

Basten estas referencias para evocar las preferencias de Francisco y de los suyos en su humildad.

4) LA NUEVA DIGNIDAD DEL HOMBRE

«A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él» (2 Cor 5,21). Cristo, pues, tomó sobre sí las consecuencias de nuestra condición pecadora para operar en ella un cambio total. Este es el sentido de su Pascua, de su paso doloroso, a través de la muerte, del mundo caído al Padre, en la gloria de la resurrección. Aquel que lealmente se solidarice con Él, marchando tras las huellas de su anonadamiento, recibirá en Él su dignidad ante Dios. Se hace en Cristo «justicia de Dios», justo ante Dios.

El pensamiento de Francisco no difiere del de Pablo. Para ilustrarlo se puede, nos parece, partir de un texto que presupone las relaciones nuevas con Dios, fruto de la «sequela» (seguimiento) de Cristo humilde: «La limosna es herencia y justicia que se debe a los pobres y que nos adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). Si bien el texto se refiere directamente a la cuestación material, hemos de recordar que, «después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran Limosnero reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77; LM 7,10). En una palabra: ya nada se nos debe en justicia. Pero está el designio de la misericordia, de la «magnánima bondad» divina. Para realizarlo, el propio Hijo amado de Dios ha renunciado a reivindicar cualquier cosa en justicia: se ha hecho pobre y mendigo ante Dios y los hombres. Porque Él se ha solidarizado así con el hombre pecador, su Padre, en atención a Él, se siente de nuevo obligado para con el hombre. Todo aquello de que nos beneficiamos en cualquier campo que sea, sigue siendo ciertamente limosna: en derecho estricto, Dios no estaba obligado, después del pecado, a restablecernos, en su Hijo, en nuestros derechos. Pero, en virtud de la misericordia que Él nos ha testificado al enviar a su Hijo a hacerse uno de nosotros, todo cuanto nos da graciosamente, para nosotros ha sido « adquirido», en atención a Cristo. Es una «herencia»: un bien que no se ha merecido, pero que, sin embargo, se convierte en derecho. Es, pues, una «justicia» que se nos debe, no a causa de nosotros ciertamente, sino a causa de Cristo. Pero no les es debida más que a los pobres, a aquellos que comienzan por reconocer que son, en primer lugar, «desheredados» y que aceptan asumir esta situación por amor a Aquel que quiso compartirla.

En consideración a Cristo, Dios «debe» de nuevo algo al hombre, le reconoce derechos. El hombre que se entrega a Cristo para seguirle en el camino de su rebajamiento recobra, en su humildad misma, una nueva dignidad ante Dios. Hablando de esta forma de humildad, la cuestación, Francisco dirá: «Jamás renunciaré a mi dignidad real, a mi herencia, a mi vocación y profesión y a la de todos los hermanos menores: ir a pedir limosna, aunque no recoja más que tres mendrugos, pues quiero ejercer mi oficio» (LP 96; EP 22). Quien, a imagen de Cristo, se hace pobre, pequeño, humilde «mendigo», adquiere de esta manera un derecho a la gloria eterna. Se hace heredero del Reino. «Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que a vosotros, carísimos hermanos míos, os ha constituido herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado en virtudes. Esta sea vuestra porción, que conduce a la tierra de los vivientes» (2 R 6,4-5). Invitado a la mesa de los ricos, Francisco iba primero a mendigar unos mendrugos de pan y los llevaba al banquete. Y explicaba la razón de su comportamiento: «Por un feudo concedido para poco tiempo no quería renunciar a una herencia duradera por siempre. La pobreza -aseguraba- es la que nos hace herederos y reyes del reino de los cielos, y no vuestras riquezas engañosas» (2 Cel 72; LM 7,7).

A partir de aquí, el Espíritu del Señor, en el que participa el humilde, lo constituye en su dignidad recobrada de hijo del Padre en el Hijo único, y es esposo, hermano y madre de Cristo. La altísima Trinidad lo introduce en su intimidad y le hace realizar sus propias obras (2CtaF 50-53).

Esta nueva dignidad no le es, pues, simplemente imputaba jurídicamente, por un decreto divino, como algo que en definitiva le permanece externo y no lo transforma. Este era, tal vez, el pensamiento de Lutero, tan cercano al de Francisco, pero demasiado tributario de la teología unilateral de la decadente Edad Media. Si bien el hombre debe reconocer que, abandonado a sí mismo, es «carne siempre contraria a todo lo bueno» (Adm 12,2), «y que todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrar a Dios» (1 R 23,5), que todo bien realizado en el hombre o por medio de él pertenece a solo Dios (1 R 17,17-18), sin embargo, el don que Dios hace al hombre, si éste asume la humildad de Cristo, lo regenera verdaderamente. El hombre llega incluso, él mismo, a ser capaz de agradar a Dios, de constituir su gozo (1 R 16,7-8; 22,9; etc.); lo que es, tal vez, la mejor definición de la gracia. Este hombre puede incluso llegar de tal manera a la «libertad de los hijos de Dios», a una tal regeneración, que lo que le plazca a él, merecerá la bendición de Dios (1 R 21,1; CtaL 3). Esta capacidad nueva pertenece verdaderamente al hombre regenerado, forma uno con su ser. Pero no procede de él, no tiene en él su origen. Sigue siendo una limosna, un don inmerecido que el Hijo de Dios, en su anonadamiento, le ha adquirido. La perdería si pretendiera gloriarse de ella, en lugar de restituirla a su fuente mediante la alabanza y la acción, porque no se tiene un derecho estricto sobre ella. «Bienaventurado el siervo que devuelve todos los bienes al Señor Dios, porque quien retiene algo para sí, esconde en sí el dinero de su Señor Dios (Mt 25,18), y lo que creía tener se le quitará (Lc 8,18)» (Adm 18,2; cf. 2 Cel 133 y LM 10,4).

Sin duda alguna, la humildad franciscana comporta muchos otros aspectos. El que ha entretenido nuestra atención, «la participación cotidiana en la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo», nos parece, con todo, que por su misma naturaleza ha de situarse en el corazón del «seguimiento de Cristo» característico del proyecto de vida de todo «MENOR».

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, núm. 20 (1978) 193-209]

 


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