DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


FRANCISCO DE ASÍS Y JESÚS DE NAZARET

por Damien Vorreux, OFM

 

[Título original: François d'Assise et Jésus de Nazareth, en Évangile Aujourd'hui n. 64 (1969) 61-69].

Cimabue, San FranciscoSan Francisco practicó personalmente y enseñó a la cristiandad de su tiempo la devoción a la humanidad de Cristo. Esta afirmación se repite en todos los manuales de historia de la espiritualidad o de historia del arte. El hecho es innegable. Conviene, no obstante, apreciarlo en todas sus dimensiones, sin exagerar la importancia relativa de ciertos detalles, pero, al mismo tiempo, sin temor a penetrar, más allá de lo pintoresco, en lo más profundo de una sólida vida de fe: ¿cómo la persona del hombre Jesucristo fue para Francisco el medio de unión a Dios? ¿Qué lugar ocupaba, en la vida cotidiana de Francisco, este hombre a quien nosotros adoramos?

Para responder a esta cuestión, únicamente es válido un análisis riguroso de los escritos y biografías de san Francisco. El trabajo nos ha sido grandemente facilitado por dos obras recientes, síntesis debidas a dos maestros de la espiritualidad: El P. Ephrem Longpré: François d'Assise (París, Beauchesne, 1966) y el P. Stéphane Piat: S. François d'Assise à la découverte du Christ pauvre et crucifié (París, Ed. Franciscaines, 1968).

LOS PREDECESORES DE SAN FRANCISCO

Sin embargo, antes de abordar el tema, comencemos por desembarazarlo de algunos «a priori», tópicos o afirmaciones apresuradas.

1) Se dice y se escribe que Francisco fue el primero en considerar y contemplar la humanidad de Cristo; con un poco más, se haría de él el inventor de la naturaleza humana de Cristo, como si ésta hubiese faltado hasta entonces en el Credo, como si durante 1.200 años el Evangelio no hubiese puesto a las almas en contacto con la humanidad de Cristo. Aquí se da una exageración manifiesta que, por otra parte, desmienten los textos espirituales: basta leer la Oración a Cristo de san Anselmo, de finales del siglo XI (PL 158, 903) o los sermones de san Bernardo especialmente los sermones sobre el Cantar de los Cantares (PL 183, 785-1198), para convencerse de que existía ya tal corriente. San Francisco no hizo más que darle una mayor fuerza; su irradiación personal y la extensión geográfica de la Orden contribuyeron a su difusión en toda la cristiandad. Este último hecho, en cambio, reviste una importancia que sería difícil exagerar, porque detuvo la ofensiva del docetismo cátaro, que negaba la realidad carnal del Cuerpo de Cristo.

2) Con demasiada frecuencia también se presenta la actitud franciscana hacia Cristo como la eclosión súbita de una devoción exclusivamente sentimental; se insiste en el «sabor» de esta devoción, en el «gozo del corazón» que ella procura (J. Huby). Sigue siendo excesivo, y por doble razón: no sólo la fe de san Francisco fue una actitud teologal, un comportamiento del hombre todo entero y no únicamente de su afectividad, sino que además tuvo predecesores y émulos: «La Edad Media devota, sensible y patética, no tomó su verdadera fisonomía con san Francisco. Antes de él, san Bernardo y sus discípulos cistercienses son testigos del espíritu nuevo. Y ya hombres de la generación precedente, como Juan de Fécamp y san Anselmo, anuncian los cambios que se van a producir» (A. Wilmart; cf. W. van Dijk en Études Franciscaines 1962).

3) Pero, sobre todo, lo exagerado (y, por desgracia, la idea más extendida) es afirmar que Francisco es un «dolorista» fijado exclusivamente en la Pasión y en los misterios dolorosos. Se podrían recoger numerosas frase, por ejemplo, de Emilio Mâle, que lo reducen a este aspecto más bien mórbido, hasta nocivo: la palabra-clave, a partir de Francisco, «¡ya no es Amar, sino Sufrir!». «Jesús ya no enseña, sufre... Anteriormente, la muerte de Jesucristo era un dogma que se dirigía a la inteligencia; ahora es una imagen conmovedora que habla al corazón». Pues bien, no es así. La fe de san Francisco desborda el cuadro mezquino de estas devociones particulares; su imaginación no se complacía únicamente en las Danzas Macabras; su visión de Cristo es más universalista, más amplia, para resumirla en una palabra: más teologal; la mirada de un hombre puesta sobre un hombre, pero mirada de la fe que alcanza a Dios.

Esto es lo que nos enseña la historia de su vida, lo mismo que el análisis de todo su comportamiento.

LOS ENCUENTROS DE FRANCISCO Y DE JESÚS

«Lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, eso es lo que os anunciamos» (1 Jn 1,1). Así resume Juan el Evangelista su experiencia de Cristo. Francisco podría pronunciar la misma frase. También él entró en contacto con Cristo vivo; todo su universo espiritual descansa sobre una experiencia personal y vital: el encuentro con la persona de Cristo. Su religión no es un sistema intelectual construido sobre datos abstractos de base, sobre un «Cogito» fundamental, como en la filosofía de Descartes. Es una relación personal con un hombre que lo explica todo, que lo exige todo y que lo resume todo, ya que él es Dios, ya que él lo da todo y lo recibe todo, ya que él está en el centro y en el corazón de todo: «el hombre Jesucristo» (1 Tim 2,5). La persona viva de Cristo es el secreto de la lógica interna de la espiritualidad de Francisco, de su vuelo místico lo mismo que de su realismo simple.

LOS ENCUENTROS DIRECTOS

Antes incluso de las primeras «cristofanías» (apariciones o manifestaciones visibles y corporales de Cristo), se destaca, en la vida de Francisco, un período bastante largo de búsqueda. Es sorprendente constatar que esta búsqueda va precisando cada vez más su objeto y su orientación: está a la espera de Alguien. A Francisco que, sucesivamente, experimenta la enfermedad, busca aturdirse en los banquetes, tiene sueños de caballería, sufre mofas y humillaciones, declara que va a tomar esposa, se impone largas horas de reflexión agotadoras en una gruta, a este Francisco, Jesucristo podría decirle también: «Tú no me buscarías si no me hubieses encontrado ya».

Primer encuentro: el del sueño de Espoleto; de repente todo cristaliza, toda la búsqueda anterior toma cuerpo. Y esto, no sólo porque Cristo se presenta como el Señor que reclama de Francisco el «servicio» (con todo cuanto comportaba la grandeza y generosidad de esta hermosa palabra del vocabulario de la caballería), sino también porque desde entonces y definitivamente queda determinada la actitud de Francisco. No se insistirá nunca suficientemente en la importancia del: «Señor, ¿qué quieres tú que yo haga?» (LM 1,3). El joven rico del Evangelio, al plantear la cuestión bajo la forma: «¿Qué tengo que hacer...?» (Mc 10,17), no pensaba más que en su propio universo cerrado de justificación, y quedaba en el campo del fariseísmo y de la legalidad; su iniciativa no era la de un convertido. Francisco, como san Pablo (Hch 9,6), entabla un diálogo personal con Cristo, interpela y se siente interpelado. El rumbo está tomado, él no lo desviará nunca más.

El segundo encuentro directo importante es el del crucifijo de San Damián. También éste se desarrolla bajo la forma de diálogo. Francisco es quien toma primero la palabra, en una oración excelente, la Oración ante el crucifijo, que se dirige ciertamente a Cristo encarnado, a Cristo crucificado, pero al que llama «Sumo, glorioso Dios»; y a este Cristo vivo, Francisco le pide, no tal o cual pequeña gracia-regalo, sino la vida misma de Dios, la Gracia que es encuentro y unión permanentes y fundamentales entre dos personas: «fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta». Y Cristo le responde llamándolo por su propio nombre y manifestándole su vocación personal: «Francisco, ve y repara mi casa que amenaza ruina». Poco importa que Francisco haya interpretado, al principio, demasiado literalmente esta orden: él era todo disponibilidad, él escuchó el «¡VE!» que le confiaba los intereses de Cristo, él consideró siempre cada acción de su vida como una respuesta a una invitación personal, como un: «¡Sí, Señor, a ello voy!».

De San Damián a la Estigmatización, muchos otros encuentros directos con Cristo jalonaron la vida de Francisco; pero con frecuencia no los conocemos más que por sus efectos exteriores: se producen a niveles del alma inaccesibles a nuestra psicología. El mismo san Buenaventura, para caracterizarlos, se escuda tras la imagen propuesta por Jesús en el Evangelio (Jn 3,29: «El que tiene a la esposa es el esposo...») y presenta a san Francisco como «el amigo del Esposo» (LM 9,1). Francisco, además, era parco en informaciones a este respecto. Él gustaba repetir: «Mi secreto, para mí» (LM 13,4), e intituló su Admonición 28: «Ocúltese el bien para que no se malogre». Por lo que se refiere a indicaciones precisas recibidas directamente en favor de la Orden, todo lo que sabemos de ello es el origen, no la manera: «El Señor me reveló...» (Test).

LOS ENCUENTROS INDIRECTOS

Aunque llamemos indirectos los encuentros en los que Jesucristo no era sensible ni a la vista ni al oído, debemos decir, con todo, que Francisco percibía en ellos la misma intensidad de presencia; tal vez él se sonría de nuestra clasificación.

La oración, por ejemplo, era para él un intercambio familiar, «hasta el punto de que muchas veces le parecía tener presente ante sus ojos al mismo Salvador» (LM 9,2); así hablaba él a su Señor, «respondiendo al Juez, suplicando al Padre, deleitándose con el Esposo, conversando con el Amigo» (2 Cel 95; LM 10,4). Orar, para Francisco, era contemplar los misterios de la vida humana de Cristo, con el deseo de estar unido a él ya desde acá abajo por la participación en sus misterios (Cristo pobre, Cristo peregrino, Cristo doliente, etc.), a fin de adelantar e intensificar la unión definitiva a Dios. «Como quiera que el siervo de Cristo Francisco se sentía en su cuerpo como un peregrino alejado del Señor..., para no verse privado de la consolación del Amado, se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios» (LM 10,1).

En el Evangelio, Francisco percibía la misma voz que había resonado en las orillas del lago de Tiberíades. Así como para él, meditar sobre la Encarnación o sobre la Redención era, ante todo, situarse cerca de la cueva o mantenerse al pie de la cruz, así también, escuchar el Evangelio era, ante todo, colocarse entre la multitud en el Monte de las Bienaventuranzas o, mejor todavía, como san Juan, reclinar su cabeza sobre el pecho del Maestro, y escucharle, a El. «Francisco nunca fue oyente sordo del Evangelio», proclaman sus biógrafos (cf. 1 Cel 22; LM 1,1). Así, por ejemplo, él escucha: «Id, predicad, sin oro ni plata ni calzado...» y, sobre la marcha, se quita el calzado, arroja bastón y alforjas, y sale a predicar el Evangelio, ese Evangelio que él leía «como una carta de amor, como un mandato del almirante» (J. Delteil).

El encuentro con los leprosos (a quienes él llamaba «mis hermanos cristianos»; cf. EP 58), era también para Francisco la ocasión de ejercitar aquel sentido agudo del símbolo que caracteriza su época y que nosotros hemos perdido. Para nosotros, simbolismo equivale a ficción poética, a imaginación conmovedora pero vaporosa, tal vez burbuja irisada pero hueca; para Francisco, limpiar una úlcera era de veras cuidar a Cristo, el Leproso de los Poemas del Siervo de Yahvé (Is 53,4). En las leproserías, no en los tratados cultos, es donde Francisco comprendió y practicó la doctrina del Cuerpo Místico. He ahí hasta donde hay que llegar para explicar espiritualmente a Francisco; se permanece demasiado en la corteza cuando no se habla más que del «sentido italiano del gesto..., de un instinto teatral que le llevaba a inventar situaciones, escenas atrevidas, punzantes..., de un don de organizar instantáneamente cada idea, de dramatizarla» (L. Gillet).

La pobreza es también el medio de encontrar a «Cristo que, por nosotros, se hizo pobre en este mundo» (2 R 6,3). Los pobres son el símbolo de Cristo: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre. Y mira igualmente en los enfermos las enfermedades que tomó él sobre sí por nosotros» (2 Cel 85). Más aún: hacer personalmente la experiencia de la pobreza, es hacer la experiencia de Cristo. Una virtud no es un medio, sino un impulso. La pobreza no tiene, en primer lugar, un fin ascético (él deja eso para los estoicos), ni siquiera, en primer lugar, un fin apostólico (liberar al apóstol para un mayor rendimiento); la pobreza es primero y esencialmente de orden místico, respuesta de todo el ser a una llamada: Francisco contempla a Cristo, al que ama; y puesto que Cristo vivió pobre, esto es suficiente para dictarle su comportamiento.

La experiencia de la fraternidad y la de la Iglesia son también, para Francisco, experiencias vividas del Cuerpo de Cristo. Jesucristo es aquel que le es dado, cuando se le da un hermano; Jesucristo es aquel a quien él sirve en la persona de sus hermanos, porque entrar en comunión con un hermano es entrar en comunión con Cristo. He ahí por qué deseaba él que los hermanos, «siendo muchos, no hiciesen más que uno». Al papa y a los sacerdotes, él los consideraba sus «señores» porque ellos son los ministros del Cuerpo y de las palabras del Señor, y decía: «Yo veo en ellos al Hijo de Dios» (Test 9).

Este era Jesús de Nazaret para Francisco de Asís; y así se comprende el lirismo del Poverello cuando habla de su «hermano que dio su vida por nosotros... que oró por nosotros... que sufrió por nosotros, que nos ha traído y nos traerá tantos bienes» (cf. 2CtaF 56-61). Muchos autores, para caracterizar su espiritualidad, llaman a Francisco «el santo de la Encarnación»: efectivamente éste es el misterio que no cesó de contemplar en la persona del Verbo encarnado, Jesucristo.

FRANCISCO, ¿QUIÉN DICES TÚ QUE SOY YO?

Tales fueron, pues, los encuentros de Francisco con Cristo. A través de sus actitudes, podemos ahora captar mejor cuál era exactamente el objeto de su visión.

LA PERSONA DEL VERBO ENCARNADO

En primer lugar, Francisco no se cansa nunca de contemplar a un hombre: Jesús, verdadero Dios, pero también verdadero hombre. Muchos párrafos de sus escritos comienzan con la exhortación: «Consideremos, hermanos míos...», y propone a nuestra reflexión una anécdota, un rasgo de la vida o del alma del Cristo histórico; Francisco aplica la fórmula «en memoria mía» (Lc 22,19) a todos los episodios de la vida de Jesús.

Sus meditaciones sobre la gracia, por ejemplo, no son más que largas miradas sobre aquel que un día nos mereció la gracia. Aprecia de tal manera este contacto personal, que quiere volver a representar y reconstruir los hechos mismos en su realidad, como sucedió en Greccio, donde su deseo de «composición del lugar» le impulsó a montar el primer belén; como también el día de su muerte, en que quiso reproducir la muerte de Cristo (P. Antin). Cuando Francisco medita sobre el amor redentor, lo hace imaginándose que está de pie junto a la cruz, como sucede, especialmente en el caso del Oficio de la Pasión, cuyas diferentes Horas las compuso Francisco conforme a los «Relojes de la Pasión» y según los esquemas y métodos de su tiempo (O. Schmucki); a veces llega hasta figurarse como si él mismo lo crucificase con sus pecados (Adm 5). Cuando habla de la Eucaristía, su expresión favorita es: «El Cuerpo y la Sangre de Cristo», y, con frecuencia, el contexto muestra bien a las claras que él está viendo entonces el cuerpo engendrado por la Virgen María y la sangre que corre en la cruz.

LA FUNCIÓN DEL VERBO ENCARNADO

Pero más allá de la carne y de la sangre, la mirada de Francisco sabía discernir al Hombre-Dios, la función mediadora de Cristo, su valor de signo de Dios.

1. En la creación, por ejemplo. El texto más revelador a este respecto es el de la Admonición 5: «Considera, oh hombre, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y te formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu». Cristo-Hombre es, pues, el centro y la meta de nuestra creación y de nuestra historia, el mediador, gracias al cual pueden ir a Dios todos aquellos que no fueron queridos sino para ser, como él, hijos de Dios. Si se une a este texto la afirmación tan familiar a Francisco de que Jesucristo le «basta en todo a Dios», se comprenderá en qué sentido la Escuela franciscana, hasta en sus más sutiles consideraciones sobre la primacía de Cristo, es tributaria de su Fundador, que se llamaba a sí mismo «idiota», en el sentido de iletrado, sin cultura, ignorante. Se comprenderá también la base sobre la cual descansa el indestructible optimismo franciscano: la excelencia del hombre, imagen y consecuencia de la de Jesucristo, Dios hecho hombre. Lo que no impide a Francisco decir que nosotros somos «pútridos y fétidos...» (2CtaF 46; 1 R 22,6 y 23,8), pero esto, precisamente, porque esta semejanza con Jesucristo ha sido borrada o empañada por el pecado.

2. En la Encarnación redentora, Francisco percibe, de manera todavía más actualizada, que Jesucristo es signo de Dios. El Verbo encarnado es testigo a la vez de la «humildad de Dios» (inmanencia: su verdadera presencia en el mundo) y de su sublimidad (transcendencia: es totalmente otro que el mundo); estos dos aspectos son, para Francisco, indisolubles, porque han sido reunidos de una vez por todas en un hombre que, de su cueva de Belén a su cruz del Gólgota, fue como el punto de intersección de las dos «dimensiones» de Dios, como el lugar geométrico de todo lo que es a la vez Dios-para-el-hombre y el-hombre-para-Dios; y estos dos aspectos pueden ser captados uno y otro a la vez porque el lazo entre los dos extremos, lo que llena toda la separación, es el amor. Francisco tiene una fórmula que adolecería de preciosismo si no estuviese dictada por su asombro ante tamaño misterio; si él exclama: «Oh humildad sublime, oh sublimidad humilde» (CtaO 27), es porque según él jamás se descubre tan bien la grandeza de Dios como cuando se abaja por amor hasta el punto de nacer y de morir; para él, el más bello foco de luz proyectado sobre la grandeza de Dios es la indigencia de Cristo en la cueva de Belén y sobre la cruz; la expresión visible de Dios, nuestro dueño, es la iniciativa por la que se convierte en nuestro servidor.

He ahí los actos de hombre por los que Cristo, redimiéndonos, nos ha revelado al Padre; he ahí como, revelándonos a Dios, nos revela al mismo tiempo nuestra vocación de hijos y nos proporciona el medio de responder a esta llamada. Cristo es, pues, una persona, que se dirige a una persona, a toda la persona.

LA LLAMADA DEL VERBO ENCARNADO

«Tenía tan presente en su memoria la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Pero pensar, en este contexto, no es sólo estar alerta; toda la persona es interpelada, mientras se espera que dé una respuesta. Una existencia como la de Cristo, un signo semejante, constituye una llamada; tamaño don pide en reciprocidad el don total, y por esto Francisco hará de toda su vida una imitación literal de la vida de Cristo. Quiso vivir como Cristo vivió, morir como él murió, incluso quedar, como él, cadáver desnudo después de su muerte (cf. LM 14,4).

La expresión «imitación de Cristo» no se encuentra en sus escritos, pero Francisco habla con frecuencia de «seguir las huellas» de Cristo, con todo lo que ello comporta de sufrimiento y de ascesis, pero también de alegría, para el peregrino. Teniendo sin cesar ante los ojos a aquel que Francisco había tomado por modelo, acabó por parecérsele, porque el amor es una fuerza transformante. En esta actitud hay mucho más que en cualquier entusiasmo de adolescente, que en un culto al héroe. Se podría incluso decir que la imitación de Cristo por parte de Francisco no consistió en una actividad ascética tendente a introducir el máximo posible de sobrenatural en su vida de hombre; no, él intentó más bien dejarse transformar por Cristo, y, para ello, el trabajo consistía en apartar todos los obstáculos que se oponían a esta transformación, en eliminar del alma todas las escorias y sombras. La oración Absorbeat, que tanto le gustaba recitar, es el tipo mismo de la oración de pasividad y de abandono al «despojamiento» divino. Dicha oración se dirige al Hombre-Dios crucificado: «Te pido, Señor, que la ardiente y dulcísima fuerza de tu amor arranque mi alma de todo cuanto existe bajo el cielo, para que yo muera por amor de tu amor, como tú te dignaste morir por amor de mi amor».

Francisco mismo utiliza la parábola del «cuadro parecido», que tendría el mismo personaje por autor y por modelo: el lienzo no tiene más que hacerse dócil, sin oponer ningún obstáculo a la semejanza, de la que, después, no tiene razón alguna para gloriarse (cf. EP 45; LP 10).

Esta imitación, en fin, llegará hasta el parecido perfecto con el Crucificado, por la estigmatización; tal parecido, empero, se da solamente al término de una «triple vía», cuyas etapas (purificación, iluminación, unión) recuerda Francisco en esta otra oración suya que nos ha legado: «... para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo...» (CtaO 51).

* * *

«Es, no sólo imposible, sino inútil, conocer a Dios sin Jesucristo». «No solamente nosotros no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo». Qué relieve toman estas frases de Pascal (Pensamientos) a la luz de la experiencia de Francisco, que añadía al conocimiento los impulsos del amor; de aquel Francisco que, en el ocaso de su vida, podía declinar toda proposición de lectura y de sistematización, diciendo: «No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105).

Uno de los que mejor ha comprendido y presentado esta experiencia es san Buenaventura, que ha puesto de manifiesto, en toda su obra, hasta qué punto la persona del Verbo encarnado, Jesús de Nazaret, era el centro místico (es decir, real) de la historia y del mundo. Y él deduce de ahí la consecuencia doctrinal y moral que es como la ley de la gravitación universal en el mundo espiritual: es necesario siempre hacerlo pasar todo por el centro, Jesucristo; todo el que quiera llegar a la sabiduría cristiana debe comenzar necesariamente por Cristo. «San Francisco jamás escribió ni siquiera una línea de filosofía, pero en el supuesto de que se quisiese escribir una sola, exactamente aquélla es la primera que se le debería ocurrir a quien quisiese mantener en toda su pureza perfecta el ideal mismo de san Francisco» (E. Gilson).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VI, núm. 18 (1977) 308-316]

El Greco: San Francisco recibiendo las llagas

 


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