DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


FRANCISCO, LA FIDELIDAD PERSONIFICADA

por Damien Vorreux, OFM

 

[Título original: Une fidelité nommée François, en Évangile Aujourd'hui n. 68 (1970) 50-59]

Cuando los autores de la Edad Media (entre ellos, Francisco y sus biógrafos) emplean la palabra «fidelidad», el contenido de este término en sus plumas y en el ánimo de sus lectores de entonces es mucho más rico que cuanto lo es actualmente para nosotros. No olvidemos el contexto feudal y caballeresco, la estructura de una sociedad fundada en la fe jurada, en la fidelidad al juramento prestado. Fiel, en efecto, designa a una persona que no sólo se adhiere a un enunciado, sino que se compromete por una verdad. El fiel no se contenta con creer; el fiel da su fe, compromete su fe para el servicio de un señor (o de una dama) del que se convierte en feudatario, dispuesto siempre a responder a cualquier llamada.

Pidieron cierto día al P. Ravignan que definiera en una palabra la experiencia espiritual de su noviciado. El padre respondió: «Éramos dos y yo arrojé a uno de ellos por la ventana». Pintoresca expresión para presentar con aire juvenil la comparación paulina del hombre viejo y del hombre nuevo. Esfuerzo meritorio y muy aceptable para destruir las fuerzas del mal que actúan en cada uno de nosotros. El acento está puesto sobre una ascesis que es una necesidad en todos los tiempos, ya que todos hemos pecado en Adán.

Pero hoy en día preferimos perspectivas un poco menos negativas. Nosotros sustituimos muy gustosamente la mortificación de las malas inclinaciones por el esfuerzo para el desarrollo de todos los valores positivos. Ahora se preconiza el humanismo antes que la penitencia. Se habla de asumir a la persona en su totalidad, de la sinceridad, autenticidad, respeto a la vocación de cada uno, de la fidelidad a sí mismo. Consideramos la vida espiritual más bien como un «Sí» repetido incesantemente que como un «No» continuo.

No vamos a comparar ciertos abusos de la primera tendencia con ciertos éxitos de la segunda (que también cuenta en su haber desviaciones y fracasos estrepitosos). Esto no sería lógico ni honesto. Veamos, basándonos en el ejemplo concreto de Francisco de Asís, lo que significan las palabras sinceridad y fidelidad, cuál es la dialéctica (es decir, el juego de interacciones) que el Santo estableció entre estas dos virtudes auténticas, hasta dónde pueden llegar sus exigencias, los hallazgos a que nos puede llevar tal dialéctica.

I. LA FALSA SINCERIDAD

 Cessellon: San Francisco¿Hay que reducir el hombre a sus antojos sucesivos? ¿Es acaso el hombre una colección de caprichos? Así parece que lo creen algunos: «Hago lo que me viene en gana; lo que no me apetece, no lo hago; lo demás es hipocresía y no puede complacer a Dios». Y siempre se encuentran románticos trasnochados que descubren una deliciosa simplicidad en lo que no pasa de ser mera versatilidad, que bautizan con el nombre de espontaneidad a esta claudicación ante las apetencias desordenadas, que llaman «impulsos interiores» a los caprichos que sólo cabe explicar por la tiranía de las costumbres o de los sentidos, y que admiran la «personalidad original» de quien no tiene la valentía de controlar, canalizar o dominar los vaivenes del humor, la necesidad de mariposear, el hambre de querer o la sed de novedades...

Pero cuando se tiene del hombre un concepto más digno y elevado; cuando se cree que ser uno mismo significa algo completamente distinto de dejarse llevar; cuando se admite que el hombre no se reduce a tropismos, como el girasol que necesariamente se orienta hacia la luz, o como el animal que instintivamente se arroja sobre la comida; cuando se piensa: «Yo soy y valgo, no en la medida en que cedo, sino en la medida en que soy yo quien decide»; entonces se encuentra uno en la estricta obligación de considerar juiciosamente que la pretendida sinceridad en el comportamiento es ilusoria.

En esta perspectiva precisamente es en la que san Francisco se juzgaba a sí mismo: para caracterizar el período durante el cual se abandonó a los diversos impulsos de la naturaleza y de sus camaradas, emplea la expresión: «Cuando estaba en pecados» (Test 1). Y, sin embargo, se puede creer que, objetivamente, no fueron más que pecadillos bastante ligeros, frivolidades o extravagancias de la juventud: «Perdió y consumió miserablemente su vida hasta casi los veinticinco años de edad. Más aún, aventajando en vanidades a todos sus coetáneos, mostrábase como quien más que nadie incitaba al mal y destacaba en todo devaneo. Cautivaba la admiración de todos y se esforzaba en ser el primero en pompas de vanagloria, en los juegos, en los caprichos, en palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos» (1 Cel 2); «Alegre y generoso, dado a juegos y cantares, de ronda día y noche por las calles de Asís con un grupo de compañeros...» (TC 2).

Cierto día, no obstante, dejándose llevar por la vivacidad de su temperamento, cometió un extravío más grave: «Contra su modo habitual de ser -porque era en extremo cortés-, despidió de malas formas a un pobre que le pedía limosna...» (1 Cel 17; LM 1,1). En otro campo, se le ve seguir impetuosamente los arrebatos (¿conscientes o inconscientes?) de su natural extremista: cuando le da por cambiar la orientación de su vida, abandona el comercio para entregarse al servicio de las armas: «Un noble de la ciudad de Asís prepara gran aparato de armas... Sabedor de todo esto Francisco, que era de ánimo ligero y no poco atrevido, se pone de acuerdo con él para acompañarle...» (1 Cel 4).

En todos estos hechos, como en otros que narran los biógrafos, hay una mezcla de generosidad y de rechazo de toda coacción, y hemos de confesar que, a veces, esto nos hace a Francisco muy simpático. Pero esta vida de fuegos de artificio no basta para constituir a un hombre ni a un santo. Él mismo comprendió que su pretendida sinceridad le convertía en un «barco a la deriva», sin vela ni timón, condenado al naufragio, a pesar del entusiasmo de sus «arrebatos marineros» y de sus «alborotos triunfantes». Francisco no fue, como Rimbaud (a quien se le ha comparado a veces), un drogado de la libertad a cualquier precio: la experiencia de la sinceridad desbordante constituyó para él una salida de puerto, pero hacia la «verdadera vida». «Bien le cuadra el nombre de Francisco a quien se distinguía por su franqueza y la nobleza de su corazón. Los que experimentaron su magnanimidad tuvieron pruebas de su libertad y liberalidad...» (1 Cel 120).

II. LA FIDELIDAD A SÍ MISMO

GiottoCuando se habla de «sí mismo», se hace referencia, según los casos, a dos realidades muy diferentes. Todos vivimos a diario la misma experiencia que san Pablo: «Yo siento en mí a dos hombres». Los dos antagonistas no son necesariamente el bien y el mal netamente caracterizados: la lucha en nosotros puede entablarse entre Marta y María, entre la mujer fuerte y la esposa del Cantar de los cantares, entre Don Quijote y Sancho Panza...

¿A cuál de los dos hay que ser fiel para uno ser fiel «a sí mismo»?

Francisco comprendió que el mejor medio para resolver esta dualidad, no consistía en suprimir uno de los dos términos (como el novicio Ravignan, en su ansia de inmolación), sino en realizar en sí mismo la unidad. Él no puso coto a la gracia para pasar todos sus caprichos a la naturaleza, sino que puso a esta última a disposición de la gracia. No se pasó por alto los efectos y consecuencias del pecado original (que niegan prácticamente los que dan rienda suelta a sus instintos: es el mito actual de la bondad radical e integral de una naturaleza humana carente de fuerza de gravedad), pero tampoco negó a la naturaleza todo su valor positivo. Nada más patético que esta búsqueda de la unidad en Francisco, pues le obsesionó siempre y por completo. ¿Cómo la realizó? ¿Cuáles son las características de su fidelidad a sí mismo?

a) LUCIDEZ Y TRANSPARENCIA

En primer lugar, él no abdicó, sino que, por el contrario, cultivó los valores naturales de la sinceridad y espontaneidad con que se había encontrado desde su cuna. Quiso ver claro en sí mismo y ser visto tal cual era. El horror a la hipocresía le indujo incluso a realizar acciones bastante espectaculares. Cuando el guardián quiere que Francisco acceda a que le cosan un retazo de piel en el interior de su túnica, dado el rigor del invierno y la debilidad de su salud, él exige que se le ponga otro retazo igual por fuera (cf. 2 Cel 130). Si se le ordena, por razones de salud, como siempre, que rompa el ayuno de cuaresma, ha de proclamar en público que ha comido como un glotón (cf. 1 Cel 52; LM 6,2; etc.). Cuando, después de realizar una buena acción, un soplo de vanidad roza su corazón, siente la obligación de acusarse inmediatamente en público. Francisco es poeta por naturaleza, y, en vez de sofocar en él la sensibilidad o la imaginación, les da rienda suelta en improvisadas expresiones francesas o en el Cántico del Hermano Sol. Permanece siempre fiel a sí mismo, celoso de su identidad, en su trato con las gentes sencillas, el Sultán de Egipto, los cardenales o incluso el papa, ante quienes mantiene siempre su forma de expresarse llena de franqueza. En el hecho de que su vida religiosa comience con la escena de su despojamiento ante el tribunal del obispo de Asís y concluya con un despojamiento total a la hora de la muerte, se puede ver mucho más que un mero símbolo.

b) BÚSQUEDA Y DISPONIBILIDAD

Pero, por muy libre que fuese, Francisco no era más que impulsividad irreflexiva: para ser fiel a sí mismo, quiere todavía percibir claramente cuál es su línea de conducta y emitir un juicio sobre su comportamiento. Quiere saber no sólo quién es él, sino además el porqué de su existencia, y obrar en consecuencia. La fidelidad a sí mismo supone la reflexión sobre su vocación.

He ahí por qué, desde los comienzos de su conversión, le vemos frecuentar las grutas solitarias del Subasio, donde «con la mayor devoción oraba para que Dios, eterno y verdadero, le dirigiese en sus pasos y le enseñase a poner en práctica su voluntad» (1 Cel 6). Búsqueda fatigosa y agotadora: «Cuando salía fuera... se encontraba tan agotado por el esfuerzo, que uno era el que entraba y parecía otro el que salía» (1 Cel 6). Y a lo largo de toda su vida, éste será todavía uno de los objetivos de sus estancias en los eremitorios. Esta es la oración de Francisco ante el crucifijo de San Damián: «¡Oh alto y glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento». Para saber cuál es el camino que tiene que seguir, no se contenta con esperar la presencia de luces interiores: va con fray León a consultar el Evangelio por tres veces, o busca también el consejo de Clara y de fray Silvestre.

En una palabra, Francisco jamás consideró sus propias tendencias o inclinaciones como algo absoluto a lo que debía someterse todo lo demás; para ser fiel a sí mismo, no creyó que iba a encontrar en su interior un ideal prefabricado, fijado de una vez por todas, sino que constantemente buscó, ¡y con qué lealtad!, cuál era el ideal al que debía conformar su vida. No es mero artificio literario que el capítulo doce de la Leyenda Mayor, que comienza con la afirmación: «Francisco, fiel siervo y ministro de Cristo, en su anhelo de hacerlo todo con fidelidad...», siendo la fidelidad la palabra que resume a Francisco, prosiga con una larga descripción de la angustiosa y extenuante búsqueda de la voluntad de Dios.

c) CONVERSIÓN CONTINUA

Ser fiel, para Francisco, significa también tener la convicción de que jamás ha «llegado» al término, y la voluntad de hacer siempre más y mejor. La fidelidad es una conversión siempre continuada. Un año antes de su muerte, todavía decía a sus compañeros: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor nuestro Dios, porque bien poco es lo que hasta ahora hemos progresado (LM 14,1). Se sobreentiende en qué sentido progreso es sinónimo de fidelidad. El yo al cual debemos permanecer fieles es un yo viviente, en evolución, no una imagen momificada.

«Tomemos -dice G. Marcel- el caso del artista, al que siempre es bueno referirse porque nos sitúa en presencia de un dato estrictamente identificable cual es su obra, y preguntémonos en qué sentido o bajo qué condiciones el artista puede llamarse fiel a sí mismo. Supongamos que se aplica concienzudamente a imitarse a sí mismo, que se limita a reproducir ciertos procedimientos que le permitieron obtener unos «efectos» a los que debe sus primeros éxitos; ¿diremos que es fiel a sí mismo? Ciertamente no, porque, en realidad, mientras se empeñe en reproducir esos mismos efectos, deja de ser él mismo; de artista, se convierte en fabricante... Para ser fiel a sí mismo, es necesario ante todo permanecer vivo. Si me ahorro la prueba del cuestionamiento, yo no sigo ahí, no existo ya, una máquina ha ocupado mi lugar». La fidelidad es un valor dinámico, una fuente de renovación continua: el ardor de la caridad no podía dejar reposar el alma de Francisco, quien se imponía continuamente nuevos trabajos y penitencias, como dice san Buenaventura (LM 9,4.7), que le aplica el «urget nos» de san Pablo: «La caridad de Cristo nos apremia» (2 Cor 5,14).

Así se comprende hasta qué punto se equivocan los que buscan o preguntan: «¿Cuál fue la primera voluntad (cronológicamente) de san Francisco?, y los que plantean esa cuestión con la siguiente perspectiva: es la primera, por tanto, la única, la verdadera, la que debemos todavía hoy aplicar con exclusión de las demás. Como si, históricamente, Francisco hubiese tenido una intención precisa desde sus comienzos y no hubiese evolucionado; como si, psicológicamente, es decir, en buena psicología de la espiritualidad, un itinerario estuviese terminado de una vez por todas desde el primer paso del convertido. No: Dios no quiso que alcanzase de un golpe la perfección; Francisco «había de pasar poco a poco de la carne al espíritu» (2 Cel 11).

d) JERARQUIZACIÓN

Palabra bárbara, tal vez; palabra clave, sin embargo, en todo logro humano y en toda santidad. Si Francisco permaneció fiel es por la unidad que impuso a su vida, conformando toda su acción a una escala de valores que le proporcionó su fe; hizo reinar el orden allá donde el pecado original (las fuerzas del mal) habían introducido desorden y trastorno. Y esto, sin perder nada de su dinamismo radical, porque acertó a realizar el orden en el entusiasmo. Tal es uno de los sentidos de la rica expresión que san Buenaventura le aplica en el prólogo de su Vida: «homo hierarchicus». Francisco alcanzó una sabiduría ordenada, conservando al mismo tiempo su entusiasmo; conservó todas sus múltiples riquezas, pero las agrupó en un haz convergente; acertó a continuar siendo un apasionado, mientras ordenaba sus pasiones. ¿Cuál fue su secreto?

Aquí es donde tocamos lo más profundo de su vida interior: si Francisco fue eminentemente fiel a sí mismo es porque fue apasionada y exclusivamente fiel a Jesucristo. La realidad es menos paradójica de cuanto el enunciado deje suponer.

III. LA FIDELIDAD A JESUCRISTO

SubercaseauxCuando Bernanos escribe a su prometida: «Tanto es lo que te amo, que ya no hay orden en mi vida», constata a la vez dos cosas: el trastorno producido en una vida por la irrupción de un gran amor, la imposición de una nueva escala de valores, y el arduo trabajo sobre sí mismo necesario para encontrar un nuevo estilo de vida, para reorganizar todos los juicios y sentimientos interiores. Lo mismo sucede con todo gran amor y, consiguientemente, con el amor de Jesucristo. Ahí radica el misterio de toda verdadera conversión, de todo esfuerzo continuado de fidelidad.

También Francisco unía las nociones de fidelidad y de amor, en las que veía un misterio de unión. En su Carta a los fieles presenta al alma fiel como aquella que está unida a Jesucristo como una esposa a su esposo: «Somos esposos, cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo» (2CtaF 51). Y cuando considera su propia fidelidad a una virtud, a la pobreza, por ejemplo, lo hace en perspectiva de una fidelidad a Cristo que practicó esa virtud, de una fidelidad que es como el servicio que un caballero presta a su Dama. Pues la fidelidad es un compromiso.

Hacer aquí una puntualización sobre el vocabulario no será superfluo. Cuando los autores de la Edad Media (entre ellos, Francisco y sus biógrafos) emplean la palabra fidelidad, el contenido de este término en sus plumas y en el ánimo de sus lectores de entonces es mucho más rico que cuanto lo es actualmente para nosotros. No olvidemos el contexto feudal y caballeresco, la estructura de una sociedad fundada en la fe jurada, en la fidelidad al juramento prestado. Fiel, en efecto, designa a una persona que no sólo se adhiere a un enunciado, sino que se compromete por una verdad. El fiel no se contenta con creer; el fiel da su fe, compromete su fe para el servicio de un señor (o de una dama) del que se convierte en feudatario, dispuesto siempre a responder a cualquier llamada.

Para Francisco, pues, la fidelidad a Cristo consiste en «permanecer en su amor» (Jn 15,9) y en «caminar en el amor» (2 Jn 4-6). Fidelidad recíproca, tan respetuosa del otro como de sí mismo. Esto es una obra para toda una vida, pues todos los días Dios llama mediante una gracia nueva, y todos los días el hombre responde con una fidelidad renovada. Toda la vida de Francisco estuvo marcada por el diálogo inicial de su «Camino de Damasco»: la cuestión le había sido planteada en términos de fidelidad en el servicio de Jesucristo (TC 6: ¿a quién es preferible servir?) y la respuesta fue el compromiso de una disponibilidad sin reservas (¿qué quieres que haga?).

Por otra parte, esta fidelidad a Cristo es lo que explica el equilibrio de Francisco. Pues si un amor, el más grande, no llega a reemplazar, o mejor, a reunir en un solo haz todas las tendencias humanas y los amores subalternos, es inevitable que se resienta y perturbe la psicología de la persona. Si la renuncia a cualquier cosa no se hace por un amar, si el rechazo de valores menores, aunque auténticos, no es en razón de un valor más elevado, si se produce una «repulsa» en lugar de una «consagración», fatalmente se destruye el equilibrio, incluso en el plano meramente humano. En san Francisco, el amor de Cristo, elegido como fin y razón suprema, ordenó todo el resto en el entusiasmo de una fidelidad exclusiva y excluyente. El secreto de su éxito no hay que buscarlo en otra parte.

IV. LA FIDELIDAD A LA IGLESIA

Subercaseaux La fidelidad de Francisco a la Iglesia es un punto que conviene tratar aparte, no sólo por la importancia que tuvo a los ojos del mismo Santo, sino también porque constituye para nosotros un problema de particular relieve. Mientras se trata de ser fieles a Cristo, todo el mundo está de acuerdo; pero cuando se trata de las instituciones (aunque sean las de Cristo), la fidelidad nos resulta incómoda. En caso de conflicto, se olvida fácilmente que la Iglesia y Cristo no constituyen más que una sola cosa, se apela tranquilamente del Espíritu que está en la Iglesia al Espíritu que anima a cada uno de los fieles.

Francisco conservó siempre su espontaneidad y su lozanía de espíritu respecto a la Iglesia y a sus representantes: puesto de patitas en la calle por un obispo, Francisco lo desarma con su actitud: «Si un padre hace salir al hijo por una puerta, el hijo tiene que volver a él entrando por otra» (2 Cel 147). Podía permitirse una gran franqueza ante el papa y los cardenales (2 Cel 16 y 25). Consideraba un deber de fidelidad a la Iglesia decirles a los cardenales lo que hacían y recordarles las exigencias de su estado, como refiere Esteban de Bourbon:

«... [Francisco] abrió su salterio y le salieron estas palabras: Todo el día la confusión ha cubierto mi rostro (Sal 44,16). Y, puesto a comentar el texto en su lengua vulgar, habló largamente de la insolencia de los prelados, de sus malos ejemplos, de la confusión que de ahí nacía para toda la Iglesia; de cómo los prelados son el rostro de la Iglesia, en el que debiera relucir toda belleza, según el dicho de San Agustín: "El rostro bello ha de ser de dimensión proporcionada, de ornato decente y de clara coloración"; y de cómo la profusión de los malos ejemplos había mancillado la belleza del rostro de la Iglesia, y que, por cierto, por ser el rostro en el cuerpo la parte más alta, más visible, más bella y más digna, es tanto más indecorosa la mancha que lo afea, etc. Todas estas cosas y otras más les dijo, y con ello les sirvió de saludable confusión y de edificación» (cf. San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC, 19987, pág. 973).

Atrevida actitud y hermosa intransigencia, dictadas por el mismo amor que tiene Cristo hacia su Iglesia. Pero Francisco, al mismo tiempo, era sumiso hasta en los detalles más insignificantes: para montar su «belén» en Greccio (entonces una innovación litúrgica), pidió permiso al papa (LM 10,7); obedeció al cardenal Hugolino, protector de la Orden, que le disuadió de marcharse a Francia (1 Cel 75). Sobre todo, cuando se trata de las grandes orientaciones de su Orden o de su predicación, le salta el reflejo de fidelidad, acude a la Santa Sede: presenta a sus doce primeros compañeros, somete su proyecto de Regla, asiste al Concilio de Letrán, obedece la consigna pontificia de cruzada espiritual y marcha a Oriente...

Un punto le afectaba de modo muy particular -y su actitud era especialmente meritoria en aquella época-, la obediencia a toda la jerarquía, desde el más humilde sacerdote hasta el más eminente prelado. En Francisco esto es una voluntad permanente, desde la Regla primera (1 R 17) hasta el Testamento (Test 6-9), pasando por la Admonición 26. Reconoce a todos los sacerdotes como señores suyos. Sabe que, por ellos y sólo por ellos, recibe a Cristo bajo el dable signo de la Palabra y del Pan: no hay revelación privada que valga ante este dato de la fe. Su Carta a toda la Orden, aparte su valor doctrinal y místico, es una obra maestra de equilibrio entre la libertad con que, por una parte, recuerda los deberes y la grandeza de los clérigos, y, por otra, la sumisión respetuosa a los representantes de la Iglesia. Cierto día se le quería inducir a condenar a un sacerdote que provocaba escándalo; Francisco se arrodilló ante el sacerdote y dijo: «Yo no sé si estas manos están realmente mancilladas; pero sí sé ciertamente que, aun cuando lo estuvieran, en nada disminuiría la virtud y eficacia de los sacramentos de Dios. Y, por tanto, yo las beso por respeto a lo que ellas administran y por respeto a Aquel que les delegó su autoridad».

A veces, le resulta a un hombre más difícil separarse de su obra que a una madre de su hijo. Creador de una nueva forma de vida evangélica, Francisco vio como, a medida que aumentaba el número de sus discípulos, se abría una fosa entre su concepción personal y las posibilidades de hacerla realidad por parte de la Orden nacida de él. La pesadez de un cuerpo voluminoso obstaculiza a veces el manantial de las libertades individuales. Francisco, que era consciente de lo que su originalidad representaba para la Iglesia, que por esta razón rechazó la Regla de san Agustín y la de san Benito (LP 114) así como la fusión con la Orden de Predicadores (2 Cel 150), aceptó, a pesar de todo, la ley del número y las servidumbres de la eficacia. Tuvo que ceder en lo «particular» ante lo «político» en el sentido más elevado de la palabra: el bien común de la Iglesia. Después de haberse visto a sí mismo en sueños como una gallina pequeña y negra, incapaz de proteger a su innumerable prole, confió sus hijos a la Santa Iglesia, para que ella los guarde a la sombra de sus alas, los proteja y gobierne (cf. TC 65; 2 R 12,3-4; Test 33). A este desprendimiento no llegó sin desgarros; pasó por las angustias del conflicto entre el jefe nato y el legislador; incluso un día, sumido en su tristeza y pesadumbre, exclamó: «¿Quiénes son esos que arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos?» (EP 41). Pero, con una perspectiva de fe y en un reflejo de sumisión a la Iglesia, dejó su obra en manos de Jesucristo que le había dicho: «¿Quién ha plantado la Religión de los hermanos? ¿No soy yo?» (LP 112).

Además, sabiendo que la voluntad de Dios se manifiesta a través de sus vicarios en la tierra con mayor seguridad que a través de revelaciones personales, ¿por qué tenía que agarrarse desesperadamente a su propia inspiración? Tras haber experimentado en sí mismo la «obediencia basada en el amor» (cf. Adm 4), comprendió que la mejor forma de ser fiel a sí mismo y a Cristo es ser fiel a la Iglesia, incluso cuando se sufre por ella y para ella: «... si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos» (Test 6). La parábola del cadáver que había comentado un día (2 Cel 152), no es una invitación a la mutilación, a la despersonalización, a la incondicionalidad, sino un código de amor y de fidelidad.

V. CONCLUSIÓN

Una conclusión teórica se desprende de las anteriores consideraciones, y para expresarla tomaré las palabras de un filósofo algo antiguo y olvidado, L. Ollé-Laprune. En su libro «El precio de la vida», resume así el capítulo VII, titulado «Idea del hombre»:

«El hombre verdaderamente hombre es aquel que es fuerte y generoso, que sabe ser él mismo y que sabe salir de sí.

»El hombre fuerte es aquel que saber ser él mismo y, en consecuencia, conservarse, guardarse e incluso imponerse, que, para ello, utiliza sus fuerzas físicas y también las de su espíritu, que es fecundo en recursos de toda clase y, por ello, superior a los obstáculos, capaz de liberarse.

»Y al mismo tiempo, el hombre generoso es aquel que sabe salir de sí, trabajando para salvar a los otros, consagrándose a un jefe, a un Dios, sacrificándose por un pueblo, sabiendo sufrir y, si es necesario, morir por una causa superior a él e identificada con él, porque ella es el objeto de su estima apasionada, de su amor ardiente, de su culto».

La conclusión práctica se desprende también con toda naturalidad: se ve cómo pretender reducir a Francisco a una idea sola, incluso y sobre todo a su idea primera, es intentar desvitalizarlo; sería disecar a un ser viviente. Fijarlo en esa idea primera sería, además, condenarnos a nosotros mismos a la desvitalización, a la esclerosis y a la mutilación. Al igual que la vida de su fundador, el movimiento evangélico franciscano debe seguir siendo una fuerza en marcha y en evolución, con Cristo como origen y como fin, y que exige siempre nuevas fidelidades y nuevos entusiasmos. Ese es su riesgo, pero también su grandeza. Tal vez san Francisco formule todavía para su Orden la oración con que termina su Saludo a la Bienaventurada Virgen María y en la que pide «la gracia e iluminación del Espíritu Santo... Para hacernos, de infieles, fieles a Dios» (SalVM 6).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 25-26 (1980) 163-172]

 


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