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REGLA DE
SANTA CLARA A [RCl]
[Forma A]
[Bula del Papa Inocencio IV
Inocencio obispo, siervo de los siervos de Dios, a las
amadas hijas en Cristo, Clara, abadesa, y las otras hermanas del monasterio de
San Damián de Asís, salud y bendición apostólica.
La Sede Apostólica suele acceder a los piadosos
deseos y satisfacer con benevolencia las honestas peticiones de quienes elevan
a ella sus preces. Ahora bien, por vuestra parte se nos ha suplicado
humildemente que confirmáramos con autoridad apostólica la forma
de vida que os dio el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis
espontáneamente, según la cual debéis vivir
comunitariamente en unidad de espíritus y con el voto de altísima
pobreza (cf. 2 Cor 8,2), forma que nuestro venerable hermano el obispo de Ostia
y de Velletri tuvo a bien aprobar, como consta más ampliamente en la
carta redactada con tal motivo por el mismo obispo. Así pues, accediendo
a los ruegos de vuestra devoción, teniendo por ratificado y grato cuanto
ha hecho a este respecto el mismo obispo, lo confirmamos con autoridad
apostólica y lo corroboramos con la protección del presente
escrito, haciendo insertar en él, palabra por palabra, el tenor de la
misma carta, que es el siguiente:
Rainaldo, por la misericordia divina obispo de Ostia y de
Velletri, a su amadísima madre e hija en Cristo madonna Clara, abadesa
de San Damián de Asís, y a sus hermanas, tanto presentes como
futuras, salud y bendición paterna.
Ya que vosotras, amadas hijas en Cristo, habéis
despreciado las pompas y delicias del mundo, y, siguiendo las huellas del mismo
Cristo y de su santísima Madre (cf. 1 Pe 2,21), habéis elegido
vivir encerradas en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza
para poder dedicaros a Él con el espíritu libre, Nos, encomiando
en el Señor vuestro santo propósito, queremos de buen grado y con
afecto paterno satisfacer benévolamente vuestros votos y santos deseos.
Por lo cual, accediendo a vuestros piadosos ruegos,
confirmamos a perpetuidad, con la autoridad del señor Papa y la nuestra,
para todas vosotras y para las que os sucedan en vuestro monasterio, y
corroboramos con la protección del presente escrito la forma de vida y
el modo de santa unidad y de altísima pobreza (cf. 2 Cor 8,2), que
vuestro bienaventurado padre san Francisco os dio de palabra y por escrito para
que la observarais, anotada en las presentes letras. Es la siguiente:]
[CAPÍTULO I]
[¡En el nombre del Señor! Comienza la forma de vida de las Hermanas
Pobres]
1La forma de vida de la Orden de las Hermanas
Pobres, forma que el bienaventurado Francisco instituyó, es ésta:
2guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo,
viviendo en obediencia, sin propio y en castidad. 3Clara, indigna
sierva de Cristo y plantita del muy bienaventurado padre Francisco, promete
obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores
canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. 4Y así
como al principio de su conversión, junto con sus hermanas,
prometió obediencia al bienaventurado Francisco, así promete
guardar inviolablemente esa misma obediencia a sus sucesores. 5Y las
otras hermanas estén obligadas a obedecer siempre a los sucesores del
bienaventurado Francisco y a la hermana Clara y a las demás abadesas
canónicamente elegidas que la sucedan.
[CAPÍTULO II]
[De aquellas que quieren tomar esta vida, y cómo deben ser recibidas]
1Si alguna por inspiración divina viniera
a nosotras queriendo tomar esta vida, la abadesa esté obligada a pedir
el consentimiento de todas las hermanas; 2y si la mayor parte da su
consentimiento, obtenida la licencia del señor cardenal protector
nuestro, podrá recibirla. 3Y si ve que debe ser recibida,
examínela diligentemente o haga que sea examinada de la fe
católica y de los sacramentos de la Iglesia. 4Y si cree todo
esto y quiere confesarlo fielmente y guardarlo firmemente hasta el fin,
5y no tiene marido o, si lo tiene, también él ha
entrado ya en religión con la autorización del obispo diocesano,
y ha emitido ya el voto de continencia; 6y si, en fin, la edad
avanzada o alguna enfermedad o debilidad mental no le impide la observancia de
esta vida, 7expóngasele diligentemente el tenor de nuestra
vida.
8Y si fuera idónea, dígasele la
palabra del santo Evangelio, que vaya y venda todas sus cosas y se aplique con
empeño a distribuirlas a los pobres (cf. Mt 19,21, y paralelos).
9Si esto no pudiera hacerlo, le basta la buena voluntad.
10Y guárdense la abadesa y sus hermanas de preocuparse de sus
cosas temporales, para que libremente haga ella de sus cosas lo que el
Señor le inspire. 11Con todo, si busca consejo,
envíenla a algunos discretos y temerosos de Dios, con cuyo consejo sus
bienes se distribuyan a los pobres. 12Después, cortados los
cabellos en redondo y depuesto el vestido seglar, concédale la abadesa
tres túnicas y el manto. 13En adelante no le sea permitido
salir fuera del monasterio sin causa útil, razonable, manifiesta y digna
de aprobación. 14Y finalizado el año de la
probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar
perpetuamente la vida y la forma de nuestra pobreza.
15No se conceda el velo a ninguna durante el
tiempo de probación. 16Las hermanas podrán tener
también manteletas para comodidad y decoro del servicio y del trabajo.
17Y la abadesa provéalas de ropas con discreción,
según las condiciones de las personas y los lugares y tiempos y
frías regiones, como vea que conviene a la necesidad. 18A las
jovencitas recibidas en el monasterio antes de la edad legal, córtenles
los cabellos en redondo; 19y, depuesto el vestido seglar,
vístanse de paño religioso, como le parezca a la abadesa.
20Mas cuando lleguen a la edad legal, vestidas de la misma forma que
las otras, hagan su profesión. 21Y tanto a éstas como
a las demás novicias, la abadesa provéalas con solicitud de una
maestra escogida de entre las más discretas de todo el monasterio,
22la cual las forme diligentemente en el santo comportamiento y en
las buenas costumbres según la forma de nuestra profesión.
23En el examen y admisión de las hermanas
que prestan servicio fuera del monasterio, guárdese la forma antes
dicha; éstas podrán llevar calzado. 24Que ninguna
resida con nosotras en el monasterio si no ha sido recibida según la
forma de nuestra profesión. 25Y por amor del santísimo
y amadísimo Niño envuelto en pobrecillos pañales, acostado
en un pesebre (cf. Lc 2,7.12), y de su santísima Madre, amonesto, ruego
y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de ropas viles.
[CAPÍTULO III]
[Del oficio divino y del ayuno, de la confesión y comunión]
1Las hermanas que saben leer recen el oficio
divino según la costumbre de los Hermanos Menores, por lo que
podrán tener breviarios, leyendo sin canto. 2Y a aquellas que
por causa razonable no puedan alguna vez decir sus horas leyendo, les
estará permitido como a las demás hermanas decir los
Padrenuestros. 3Mas aquellas que no saben leer, digan
veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco;
4por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas,
siete; por vísperas, doce; por completas, siete. 5Digan
también por los difuntos, en vísperas, siete Padrenuestros
con el Requiem aeternam, y en maitines, doce, 6cuando las
hermanas que saben leer estén obligadas a rezar el oficio de difuntos.
7Y cuando muera («emigre») una hermana de nuestro
monasterio, digan cincuenta Padrenuestros.
8Las hermanas ayunen en todo tiempo.
9Pero en la Natividad del Señor, cualquiera que sea el
día en que caiga, podrán tomar dos refacciones. 10Las
jovencitas, las débiles y las que prestan servicio fuera del monasterio,
sean dispensadas, con misericordia, como le parezca a la abadesa.
11Pero en tiempo de manifiesta necesidad no estén obligadas
las hermanas al ayuno corporal.
12Confiésense al menos doce veces al
año con permiso de la abadesa. 13Y deben guardarse de
introducir entonces más palabras que las que conciernen a la
confesión y a la salud de las almas. 14Comulguen siete veces,
a saber: la Natividad del Señor, el Jueves Santo, la Resurrección
del Señor, Pentecostés, la Asunción de la bienaventurada
Virgen, la fiesta de san Francisco y la fiesta de Todos los Santos.
15Para dar la comunión a las hermanas sanas o enfermas, le
estará permitido al capellán celebrar dentro.
[CAPÍTULO IV]
[De la elección y oficio de la abadesa, del capítulo, de las
oficialas y de las discretas]
1En la elección de la abadesa
estén las hermanas obligadas a guardar la forma canónica.
2Y procuren ellas mismas con presteza tener al ministro general o
provincial de la Orden de los Hermanos Menores, 3el cual, mediante
la palabra de Dios, las disponga a la perfecta concordia y a la común
utilidad en la elección que han de hacer. 4Y no se elija a
ninguna que no sea profesa. 5Y si fuera elegida o dada de otro modo
una no profesa, no se le obedezca, si antes no profesa la forma de nuestra
pobreza. 6En falleciendo la cual, hágase la elección
de otra abadesa. 7Y si en algún tiempo apareciera a la
generalidad de las hermanas que la abadesa no es suficiente para el servicio y
utilidad común de las mismas, 8estén obligadas las
dichas hermanas, según la forma antes mencionada, a elegirse, cuanto
antes puedan, otra para abadesa y madre.
9Y la elegida considere qué carga ha
tomado sobre sí y a quién tiene que dar cuenta de la grey que se
le ha encomendado (cf. Mt 12,36; Heb 13,17). 10Esfuércese
también en presidir a las otras más por las virtudes y las santas
costumbres que por el oficio, para que las hermanas, estimuladas por su
ejemplo, la obedezcan más por amor que por temor. 11No tenga
amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas,
cause escándalo en todas. 12Consuele a las afligidas. Sea
también el último refugio de las atribuladas (cf. Sal 31,7), no
sea que, si faltaran en ella los remedios saludables, prevalezca en las
débiles la enfermedad de la desesperación. 13Guarde la
vida común en todo, pero especialmente en la iglesia, el dormitorio, el
refectorio, la enfermería y en los vestidos. 14Lo que
también su vicaria esté obligada a guardar de manera semejante.
15La abadesa esté obligada a convocar a
sus hermanas a capítulo por lo menos una vez a la semana,
16en el que tanto ella como las hermanas deberán confesar
humildemente las ofensas y negligencias comunes y públicas.
17Y las cosas que se han de tratar para utilidad y decoro del
monasterio, háblelas allí mismo con todas sus hermanas;
18pues muchas veces el Señor revela a la menor qué es
lo mejor. 19No se contraiga ninguna deuda grave, sino con el
consentimiento común de las hermanas y por una necesidad manifiesta, y
esto mediante procurador. 20Y guárdese la abadesa y sus
hermanas de recibir depósito alguno en el monasterio, 21pues
de ahí surgen muchas veces turbaciones y escándalos.
22Para conservar la unidad del amor mutuo y de
la paz, todas las oficialas del monasterio sean elegidas con el consentimiento
común de todas las hermanas. 23Y del mismo modo sean elegidas
por lo menos ocho hermanas de entre las más discretas, de cuyo consejo
deberá siempre servirse la abadesa en las cosas que requiere la forma de
nuestra vida. 24También podrán las hermanas y
deberán, si les pareciera útil y conveniente, remover alguna vez
a las oficialas y a las discretas y elegir a otras en su lugar.
[CAPÍTULO V]
[Del silencio, del locutorio y de la reja]
1Desde la hora de completas hasta la de tercia,
las hermanas guarden silencio, exceptuadas las que prestan servicio fuera del
monasterio. 2Guarden también silencio continuo en la iglesia,
en el dormitorio, y en el refectorio sólo mientras comen; 3se
exceptúa la enfermería en la que, para recreo y servicio de las
enfermas, siempre les estará permitido a las hermanas hablar con
discreción. 4Podrán, sin embargo, siempre y en todas
partes, insinuar brevemente y en voz baja lo que fuera necesario.
5No sea lícito a las hermanas hablar en
el locutorio o en la reja sin permiso de la abadesa o de su vicaria.
6Y las que tienen permiso, no se atrevan a hablar en el locutorio si
no están presentes y las escuchan dos hermanas. 7En cuanto a
la reja, no se permitan ir allí si no están presentes al menos
tres hermanas designadas por la abadesa o su vicaria de entre las ocho
discretas que son elegidas por todas las hermanas para el consejo de la
abadesa. 8La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar
ellas mismas estas normas sobre el hablar. 9Y lo dicho, en la reja
que suceda rarísimamente. Y en la puerta, de ningún modo.
10A dicha reja póngasele por el interior
un paño, que no se remueva sino cuando se exponga la palabra de Dios o
alguna hermana hable con alguien. 11Tenga también una puerta
de madera muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con
batientes y cerrojos, 12para que se cierre, máxime de noche,
con dos llaves, una de las cuales la tendrá la abadesa, y la otra la
sacristana; 13y permanezca siempre cerrada, a no ser cuando se oye
el oficio divino, y por las causas antes mencionadas.
14Antes de la salida del sol o después de
la puesta del sol, ninguna deberá en absoluto hablar con nadie en la
reja. 15Y en el locutorio, manténgase siempre por dentro un
paño, que no se remueva. 16Durante la cuaresma de san
Martín y la cuaresma mayor, que ninguna hable en el locutorio,
17sino al sacerdote por causa de la confesión o de otra
necesidad manifiesta, lo que se reservará a la prudencia de la abadesa o
de su vicaria.
[CAPÍTULO VI]
[Que no se han de tener posesiones]
1Después que el altísimo Padre
celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que,
siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre
san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su
conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente
obediencia.
2Y el bienaventurado Padre, considerando que no
teníamos miedo a ninguna pobreza, trabajo, tribulación,
menosprecio y desprecio del siglo, antes al contrario, que los teníamos
por grandes delicias, movido a piedad, escribió para nosotras una forma
de vida en estos términos: 3«Ya que por divina
inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y
sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el
Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del
santo Evangelio, 4quiero y prometo tener siempre, por mí
mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de
vosotras como de ellos.» 5Lo que cumplió diligentemente
mientras vivió, y quiso que fuera siempre cumplido por los hermanos.
6Y para que jamás nos apartásemos
de la santísima pobreza que habíamos abrazado, ni tampoco lo
hicieran las que tenían que venir después de nosotras, poco antes
de su muerte de nuevo nos escribió su última voluntad diciendo:
7«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la
vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su
santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; 8y os
ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en
esta santísima vida y pobreza. 9Y protegeos mucho, para que
de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la
enseñanza o consejo de alguien.»
10Y así como yo siempre he sido
solícita, junto con mis hermanas, en guardar la santa pobreza que hemos
prometido al Señor Dios y al bienaventurado Francisco,
11así también las abadesas que me sucedan en el oficio
y todas las hermanas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta
el fin: 12a saber, no recibiendo o teniendo posesión o
propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, 13ni
tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, 14a no ser
aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el
aislamiento del monasterio; 15y esa tierra no se cultive sino como
huerto para las necesidades de las mismas hermanas.
[CAPÍTULO VII]
[Del modo de trabajar]
1Las hermanas a quienes el Señor ha dado
la gracia de trabajar, después de la hora de tercia trabajen fiel y
devotamente, y en trabajo que conviene al decoro y a la utilidad común,
2de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no
apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al
cual las demás cosas temporales deben servir. 3Y lo que
producen con sus manos, la abadesa o su vicaria esté obligada a
asignarlo en el capítulo ante todas. 4Hágase lo mismo
si hay personas que envían alguna limosna para las necesidades de las
hermanas, a fin de que se haga memoria de ellas en común. 5Y
todas estas cosas sean distribuidas para utilidad común por la abadesa o
su vicaria con el consejo de las discretas.
[CAPÍTULO VIII]
[Que nada se apropien las hermanas, y del procurarse limosnas y de las hermanas
enfermas]
1Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni
lugar, ni cosa alguna. 2Y como peregrinas y forasteras (cf. 1 Pe
2,11) en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad,
envíen por limosna confiadamente, 3y no deben avergonzarse,
porque el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo (cf. 2 Cor
8,9). 4Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que
a vosotras, carísimas hermanas mías, os ha constituido herederas
y reinas del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado
en virtudes (cf. Sant 2,5). 5Esta sea vuestra porción, que
conduce a la tierra de los vivientes (cf. Sal 141,6).
6Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimas hermanas,
por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima
Madre, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo.
7A ninguna hermana le esté permitido
enviar cartas ni recibir algo o darlo fuera del monasterio sin permiso de la
abadesa. 8Tampoco le esté permitido tener cosa alguna que la
abadesa no le haya dado o permitido. 9Y si sus parientes u otras
personas le envían algo, la abadesa haga que se lo den. 10Mas
ella, si lo necesita, que pueda usarlo; si no, que lo comparta caritativamente
con alguna hermana que lo necesite. 11Pero si le enviaran dinero, la
abadesa, con el consejo de las discretas, haga que se la provea de lo que
necesita.
12Respecto a las hermanas enfermas, la abadesa
esté firmemente obligada a informarse con solicitud, por sí misma
y por las otras hermanas, de lo que su enfermedad requiere en cuanto a consejos
y en cuanto a alimentos y a otras cosas necesarias, 13y a proveer
caritativa y misericordiosamente según las posibilidades del lugar.
14Porque todas están obligadas a proveer y a servir a sus
hermanas enfermas como querrían ellas ser servidas (cf. Mt 7,12) si
estuvieran afectadas por alguna enfermedad. 15Confiadamente
manifieste la una a la otra su necesidad. 16Y si la madre ama y
cuida a su hija (cf. 1 Tes 2,7) carnal, ¿cuánto más
amorosamente debe la hermana amar y cuidar a su hermana espiritual?
17Las que están enfermas descansen en
jergones de paja y tengan para la cabeza almohadas de pluma; 18y las
que necesiten escarpines de lana y colchones, que puedan usarlos.
19Y dichas enfermas, cuando sean visitadas por quienes entran en el
monasterio, que pueda cada una de ellas responder brevemente algunas buenas
palabras a quienes les hablan. 20Pero las demás hermanas que
tengan permiso para ello, no se atrevan a hablar a quienes entran en el
monasterio, sino en presencia de dos hermanas discretas que las escuchen,
designadas por la abadesa o su vicaria. 21La abadesa y su vicaria
estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar.
[CAPÍTULO IX] [De la penitencia que se ha de imponer
a las hermanas que pecan, y de las hermanas que prestan servicio fuera del
monasterio]
1Si alguna hermana, por instigación del
enemigo, pecara mortalmente contra la forma de nuestra profesión, y si,
amonestada dos o tres veces por la abadesa o por las otras hermanas,
2no se enmendara, coma en tierra pan y agua ante todas las hermanas
en el refectorio tantos días cuantos haya sido contumaz; 3y
sea sometida a una pena más grave, si así le pareciere a la
abadesa. 4Durante todo el tiempo en que sea contumaz, hágase
oración a fin de que el Señor ilumine su corazón para la
penitencia. 5Pero la abadesa y sus hermanas deben guardarse de
airarse y conturbarse por el pecado de alguna, 6porque la ira y la
conturbación impiden en sí mismas y en las otras la caridad.
7Si ocurriera alguna vez, lo que Dios no
permita, que entre hermana y hermana, por alguna palabra o gesto, se produjese
un motivo de turbación o de escándalo, 8la que haya
sido causa de la turbación, de inmediato, antes de presentar la ofrenda
(cf. Mt 5,23) de su oración ante el Señor, no sólo se
prosterne humildemente a los pies de la otra, pidiéndole perdón,
9sino que, también, ruéguele con simplicidad que
interceda por ella ante el Señor para que sea indulgente con ella.
10Mas la otra, recordando aquella palabra del Señor: Si no
perdonáis de corazón, tampoco vuestro Padre celestial os
perdonará (cf. Mt 6,15; 18,35), 11perdone con liberalidad a
su hermana toda la injuria que le haya inferido.
12Las hermanas que prestan servicio fuera del
monasterio no permanezcan largo tiempo fuera del mismo, a no ser que lo
requiera una causa de necesidad manifiesta. 13Y deberán andar
con decoro y hablar poco, para que puedan siempre edificarse quienes las
observan. 14Y guárdense firmemente de tener sospechosas
relaciones o consejos con alguien. 15Y no se hagan madrinas de
hombres o mujeres, para que, con esta ocasión, no se origine
murmuración o turbación. 16Y no se atrevan a referir
en el monasterio los rumores del siglo. 17Y estén firmemente
obligadas a no referir fuera del monasterio nada de lo que se dice o se hace
dentro que pueda engendrar escándalo. 18Y si alguna, por
simplicidad, faltara en estas dos cosas, quede en la prudencia de la abadesa el
imponerle penitencia con misericordia. 19Pero si lo hiciera por
costumbre viciosa, la abadesa, con el consejo de las discretas,
impóngale una penitencia según la calidad de la culpa.
[CAPÍTULO X]
[De la amonestación y corrección de las hermanas]
1La abadesa amoneste y visite a sus hermanas, y
corríjalas humilde y caritativamente, no mandándoles nada que sea
contrario a su alma y a la forma de nuestra profesión. 2Mas
las hermanas súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias
voluntades. 3Por lo que estarán firmemente obligadas a
obedecer a sus abadesas en todo lo que al Señor prometieron guardar y no
es contrario al alma y a nuestra profesión. 4Y la abadesa
tenga tanta familiaridad para con ellas, que éstas puedan hablar y obrar
con ella como las señoras con su sierva; 5pues así
debe ser, que la abadesa sea sierva de todas las hermanas.
6Amonesto de veras y exhorto en el Señor
Jesucristo que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia,
avaricia (cf. Lc 12,15), cuidado y solicitud de este siglo (cf. Mt 13,22),
detracción y murmuración, disensión y división;
7sean, en cambio, siempre solícitas en conservar entre ellas
la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección (cf.
Col 3,14).
8Y las que no saben letras, no se cuiden de
aprenderlas; 9sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben
desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación,
10orar siempre a él con puro corazón y tener humildad,
paciencia en la tribulación y en la enfermedad, 11y amar a
esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, 12porque dice el
Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la
justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10).
13Mas el que persevere hasta el fin, éste será
salvo (Mt 10,22).
[CAPÍTULO XI]
[De la custodia de la clausura]
1La portera sea madura de costumbres y discreta,
y sea de una edad conveniente, y durante el día permanezca allí
en una celda abierta y sin puerta. 2Asígnesele también
una compañera idónea que, cuando sea necesario, haga en todo sus
veces.
3La puerta esté muy bien asegurada con
dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, 4para
que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la
tendrá la portera, y la otra la abadesa. 5Y de día, no
se deje nunca sin custodia y esté firmemente cerrada con una llave.
6Pero cuiden con sumo esmero y procuren que la
puerta nunca esté abierta, sino lo menos que de manera congruente sea
posible. 7Y no se abra en absoluto a cualquiera que quiera entrar,
sino a quien le haya sido concedido por el sumo Pontífice o por nuestro
señor cardenal. 8Y no permitan las hermanas a nadie entrar en
el monasterio antes de la salida del sol, ni permanecer dentro después
de la puesta del sol, a no ser que lo exija una causa manifiesta, razonable e
inevitable.
9Si para la bendición de una abadesa o
para la consagración de alguna hermana como monja o también por
otro motivo, se hubiera concedido a algún obispo celebrar la misa dentro
del monasterio, que se contente con unos acompañantes y ministros lo
menos numerosos y lo más honestos que pueda. 10Y cuando sea
necesario que algunos entren en el monasterio para hacer un trabajo, la abadesa
con solicitud ponga entonces en la puerta a la persona conveniente,
11que la abra sólo a los asignados al trabajo, y no a otros.
12Guárdense con sumo cuidado todas las hermanas de ser vistas
entonces por los que entran.
[CAPÍTULO XII]
[Del visitador, del capellán y del cardenal protector]
1Nuestro visitador sea siempre de la Orden de
los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de nuestro cardenal.
2Y sea tal, que se tenga plena constancia de su decoro y costumbres.
3Su oficio será corregir, tanto en la cabeza como en los
miembros, los excesos cometidos contra la forma de nuestra profesión.
4A él le estará permitido hablar con varias y con cada
una de las hermanas, estando en un lugar público para que pueda ser
visto por las otras, acerca de las cosas que pertenecen al oficio de la visita,
como le parezca más conveniente.
5Pedimos también un capellán con
un compañero clérigo de buena fama, discreto y prudente, y dos
hermanos laicos amantes del santo comportamiento y decoro religioso,
6para ayuda de nuestra pobreza, como siempre hemos tenido
misericordiosamente de dicha Orden de los Hermanos Menores, 7y lo
pedimos a la misma Orden, como gracia, por el amor de Dios y del bienaventurado
Francisco. 8No le esté permitido al capellán entrar en
el monasterio sin compañero. 9Y cuando entren, que
estén en un lugar público, de modo que siempre puedan verse el
uno al otro y ser vistos por los demás. 10Para la
confesión de las enfermas que no puedan ir al locutorio, para dar la
comunión a las mismas, para la extremaunción, para la
recomendación del alma, séales permitido a los mismos entrar.
11Mas para las exequias y la celebración de la misa de
difuntos, y para cavar o abrir la sepultura, o también para acomodarla,
que puedan entrar personas en número suficiente e idóneas,
según el prudente juicio de la abadesa.
12Con miras a todo lo dicho, las hermanas
estén firmemente obligadas a tener siempre como gobernador, protector y
corrector nuestro, al cardenal de la santa Iglesia Romana que haya sido
asignado a los Hermanos Menores por el señor Papa, 13para
que, siempre súbditas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia,
estables en la fe (cf. Col 1,23) católica, guardemos perpetuamente la
pobreza y la humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su
santísima Madre, y el santo Evangelio, que firmemente hemos prometido. Amén.
[Dado en Perusa, a 16 de septiembre, en el año
décimo del pontificado del señor papa Inocencio IV (1252).
A nadie, pues, en absoluto le sea permitido infringir esta
escritura de nuestra confirmación o con osadía temeraria ir
contra ella. Mas si alguno presumiera intentar esto, sepa que incurrirá
en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados
apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Asís, a 9 de agosto, en el año
undécimo de nuestro pontificado (1253).]
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