DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


MUJER Y DIMENSIÓN FEMENINA
EN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

por Carlo Paolazzi, OFM

 

[Texto original: Donna e dimensione femmenile negli «scritti» di san Francesco, en Studi Francescani, vol. 88, 1991, 393-415].

 Tabla de Sta Clara En la reunión preparatoria a este Encuentro de espiritualidad franciscana se me asignó precisamente uno de los temas que, de principio, había excluido explícitamente querer afrontar, a saber: La dimensión femenina en los Escritos de san Francisco. Aún hoy estoy convencido de que una mujer atenta y preparada habría encontrado dentro de sí un conjunto de cuerdas más ricas y sensibles para ponerse en sintonía con el noble caballero de la Tabla Redonda, Francisco de Asís. Pero ahora ya no hay remedio; y, al comenzar, pido disculpas por si, en mi discurso, la voluntad de entender y de explicar los textos prevalecerá sobre las introspecciones psicológicas y las fantasías sentimentales.

Para entrar en el tema, quisiera escoger provisionalmente el criterio cronológico y me pregunto cuál es el texto más antiguo de Francisco donde se hace referencia al tema de la mujer: tal vez no es erróneo señalarlo en el capítulo I de la Regla no bulada, donde Francisco escribe que «la regla y vida de los hermanos es esta: vivir en obediencia, en castidad y sin nada propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1R 1,1), añadiendo a continuación una serie de textos evangélicos que condensan los compromisos fundamentales de la fraternidad.

Entre ellos leemos los siguientes:

«Si alguno quiere venir a mí y no odia padre y madre, mujer e hijos y hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío (Lc 14,26). Y: Todo el que haya abandonado padre o madre, hermanos o hermanas, mujer o hijos, casas o campos, por mi causa, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna» (cf. Mt 19,29; Mc 10,29; Lc 18,29; 1R 1,4-5).

No cabe duda que estas citas evangélicas, en la intención de Francisco, representan el desarrollo y el complemento de aquella opción radical de vida madurada ante el tribunal del obispo Guido, cuando Francisco pronunció estas famosas palabras:

«Oídme todos y entendedme: hasta ahora he llamado padre mío a Pedro Bernardone… Quiero desde ahora decir: Padre nuestro, que estás en los cielos, y no padre Pedro Bernardone» (TC 20).

Por lo que se desprende de las biografías y de los Escritos, estas palabras fueron entendidas por Francisco con un radicalismo exento de concesiones y de ablandamientos: ningún contacto con el padre y la casa paterna después de la conversión, ninguna referencia al padre terreno -ni en general a la figura de ningún padre- en los Escritos, si excluimos los dos textos evangélicos ya citados, a los que Francisco añade al final de la primera Regla otra palabra de Jesús, dulce y difícil al mismo tiempo: «No llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno sólo es vuestro Padre, el que está en los cielos» (1R 22,34; cf. Mt 23,9).

Más adelante volveremos sobre las razones por las que Francisco no sólo cortó drásticamente los contactos puntuales con el padre terreno, sino que rechazó metódicamente cualquier simbolización religiosa de la paternidad humana y de su correspondiente término: consecuencia casi inevitable de la fuerza transformante con que Francisco vivió la filiación con Dios, el «santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro» (ParPN 1).

Una lectura apresurada de los Escritos podría producir una impresión de que Francisco haya realizado una forma análoga de rechazo y de «exclusión» en relación con la mujer. Me limito a citar los consejos del capítulo XII de la Regla no bulada:

«Todos los hermanos, dondequiera que estén o vayan, guárdense de las malas miradas y del trato con mujeres. Y ninguno se entretenga en consejos con ellas, o con ellas vaya solo de camino, o coma a la mesa del mismo plato. Los sacerdotes hablen honestamente con ellas cuando les dan la penitencia u otro consejo espiritual. Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera. Y estemos todos muy alerta y mantengamos puros todos nuestros miembros, porque dice el Señor: Quien mira a la mujer para apetecerla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28). Y el apóstol: ¿Es que ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo? (cf. 1Cor 6,19); así, pues, al que violare el templo de Dios, Dios lo destruirá (1Cor 3,17)» (1R 12).

Y si pasamos de los Escritos a las biografías, las actitudes prudenciales en vez de atenuarse parece que se agravan, hasta el punto que el padre Ernesto Balducci, en su reciente biografía sobre Francesco d'Assisi, afirma que es digna de una antología ideal sobre misoginismo aquella página en la que Tomás de Celano, recordando los consejos de Francisco para «evitar la familiaridad con las mujeres», las define como «melosidades tóxicas que llegan a engañar aun a hombres santos», y censura la «locuacidad importuna» de aquellas charlatanas mundanas, y alaba la habitual modestia de los ojos de Francisco, «pues nadie se santifica por mirarlas» (2Cel 112).

Los toques más abiertamente antifeministas de esta página se deben ciertamente al severo biógrafo, pero personalmente sería muy cauto en afirmar que las fuentes antiguas, por preocupaciones de moralismo hagiográgico, hayan desfigurado sustancialmente este aspecto del ascetismo de Francisco.

Por ejemplo, las graves disposiciones para la fraternidad no dependen sólo de proteger el voto de castidad, sino que reflejan entre líneas preocupaciones de catolicidad, particularmente evidentes en la prohibición de que «ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia (evidentemente, a la Orden) por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera» (1R 12,4).

La promiscuidad era costumbre practicada y a menudo defendida por los Cátaros y otros movimientos heréticos o pauperístico-evangélicos del tiempo, y Francisco, también en este punto, quería mostrarse, a sí mismo y a su fraternidad, como plenamente católicos, respetuosos en todo a la enseñanza y a la práctica tradicional de la Iglesia. Si a alguien le parecieran excesivamente severos, sobre todo desde la sensibilidad moderna, algunos aspectos del comportamiento de Francisco y de sus normas comunitarias respecto a las relaciones con la mujer, personalmente no me extraña pensar que Francisco -hombre de extraordinaria libertad interior, pero influenciado por el rigorismo ascético de la espiritualidad medieval- pueda haber experimentado, acerca de la mujer, una conflictividad análoga a la vivida en relación al «hermano cuerpo», respecto al cual el Testamento afirma que, después del encuentro con los leprosos, lo que a Francisco le parecía amargo se le cambió «en dulzura de alma y cuerpo» (por tanto, ¡también el cuerpo se convirtió!); sin embargo, durante toda su vida, Francisco continuará tratando con rigidez inflexible al «hermano asno», hasta el punto de tener que pedirle perdón la víspera de su muerte (2Cel 210-211). Con esto quiero decir que no siempre la experiencia religiosa logra trasladarse plenamente dentro del conocimiento crítico de quien la está viviendo, y que, concretamente en las relaciones con el cuerpo y con la mujer, la praxis ascética cotidiana de Francisco no se adecuaba totalmente a la novedad y a la riqueza del espíritu evangélico que había transformado su vida.

Sin embargo, me parece que se debe excluir totalmente la idea de que entre los pliegues del ascetismo de Francisco se encuentren actitudes contagiadas de misoginismo, es decir, de superioridad masculina, de aversión preconcebida, de desprecio encubierto, de desconocimiento de la plena dignidad humana y cristiana de la mujer. Lo demuestra irrefutablemente una serie de hechos que emergen con idéntica evidencia de los testimonios biográficos y de los Escritos.

Francisco reconoce teórica y prácticamente que la «perfección del santo Evangelio», es decir, el pleno seguimiento de la vida y de la pobreza de Cristo y de María por medio de la profesión de los votos religiosos, está abierto sin ninguna distinción al hombre y a la mujer.

Sostiene y afirma repetidamente que todos los cristianos seglares, sin distinción de sexo, edad o condición social, son llamados a vivir la perfección del amor a Dios y a los hermanos.

Al definir o ilustrar aspectos de la experiencia evangélica propia o ajena, usa incesantemente parábolas, metáforas, términos y modelos de comportamiento deducidos del mundo de la mujer.

Dejando de lado toda ambición sistemática (y apologética), quisiera ilustrar, poco a poco, estos tres puntos.

1. LAS «DAMAS POBRES» Y «LA PERFECCIÓN DEL SANTO EVANGELIO»

La historia de gracia que recorre la extraordinaria vida de Clara, perteneciente a la noble familia asisiense de los Offreducci y convertida al Evangelio en 1212 a la edad de dieciocho años, es admirablemente resumida por la misma Clara en su Testamento:

«Después que el altísimo Padre celestial se dignó, por su misericordia y gracia, iluminar mi corazón para que, con el ejemplo y las enseñanzas de nuestro beatísimo Padre Francisco, hiciese yo penitencia, poco después de su conversión, le prometí voluntariamente obediencia, junto con las pocas hermanas que el Señor me había dado poco después de mi conversión, según la luz de la gracia que el Señor nos había dado con su vida laudable y con sus enseñanzas» (TestCl 24-26).

Quien tenga cierta familiaridad con el Testamento de Francisco advertirá pronto las analogías entre ambos textos: la iniciativa es del Señor, que "guía" e "ilumina" el corazón de Clara; los hermanos y las hermanas son un "don" del Padre; la entrada en la vida religiosa es «comenzar a hacer penitencia»… Pero también son evidentes las novedades en el Testamento de Clara: la inspiración del Señor pasa a través de la «vida laudable y las enseñanzas» de Francisco; Clara «promete voluntariamente obediencia» a Francisco… Si Francisco, según el testimonio de Celano, decía a sus hermanos que «un mismo espíritu había sacado de este siglo a los hermanos y a las damas pobres» (2Cel 204), Clara y sus compañeras están convencidas, desde el principio, de que su forma de vida fue «instituida por Francisco» (RCl 1,1) y que por medio de la promesa de obediencia a él -como representante de la Iglesia- expresan la convicción de formar con los Hermanos Menores un único y grande movimiento evangélico para gloria de Dios y salvación de la Iglesia.

La plena sintonía de Clara y de Francisco en la lectura de los acontecimientos decisivos de sus vidas procede de la llamada «Forma de Vida» (Forma vivendi) escrita por Francisco a Clara, y transcrita por ésta no en el Testamento, sino en el capítulo VI de su Regla:

«Y, viendo el bienaventurado padre que no había pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni menosprecio del mundo que nos arredrase, sino que más bien teníamos todo esto por grandes delicias, movido de su piedad nos escribió la forma de vida en estos términos: "Ya que, por inspiración divina, os habéis hecho hijas y esclavas del altísimo sumo Rey el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir conforme a la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, diligente cuidado y especial solicitud de vosotras no menos que de ellos"» (RCl 6,2-4).

Francisco sintetiza la forma de vida escogida por Clara y sus compañeras con la expresión «vivir conforme a la perfección del santo Evangelio», pero nos interesa sobre todo la lectura que Francisco hace del evento de gracia consumado en Clara: ninguna referencia a su "mediación" personal, sino, al contrario, plena evidencia de la «inspiración divina» del Señor y de la respuesta libre de Clara y sus compañeras («os habéis hecho… os habéis desposado… eligiendo vivir…»).

El conjunto se encuadra en un marco de cortesía caballeresca, donde Dios con su gracia elige y llama a la «corte» de su Reino, y Clara y sus compañeras se convierten en «hijas» del Padre celestial, «esclavas del altísimo sumo Rey» y "esposas" del Espíritu Santo, constituyendo en la humilde morada de San Damián un lugar perfectamente paralelo a la corte celestial…

No se trata únicamente de metáforas y de lenguaje literario. Para Francisco, convertirse significó también descubrir la verdad secreta y más profunda de sus sueños juveniles: los reinos terrenos se transforman en el Reino del altísimo Señor del cielo y de la tierra, Reino del que Francisco es el heraldo; los hermanos menores son los nobles «paladines de la Tabla Redonda» que se templan en el ocultamiento contemplativo de las selvas, para salir después a combatir pacíficamente por su Rey; Clara, con las demás mujeres que la han seguido, forma la noble corte «estable» del Rey, de ellas como de sus hermanos: es, pues, una única corte, una sola familia; Francisco promete tener siempre «diligente cuidado y especial solicitud». Una forma nueva y distinta de proclamarse «siervo de todos», pero también de reconocer que el don presente en Clara es gracia de altísima elección, que hace nacer en Francisco una actitud de profunda y religiosa reverencia.

En éste y en los demás escritos breves para las «hijas y esclavas del altísimo sumo Rey», advertimos de hecho, con cierta sorpresa, dos cosas: ninguna referencia personal a Clara (su nombre está totalmente ausente en los Escritos de Francisco); Francisco nunca llama «hermana» a Clara y sus compañeras. El dulce nombre de «hermana», presente en los dos textos evangélicos con que se abre la primera Regla, se repite más veces en el Cántico para cubrir los confines del tiempo y del espacio (hermana Luna, hermana Agua, nuestra hermana la madre Tierra, incluso nuestra hermana la Muerte Corporal), y en el Saludo a las Virtudes se extiende también al campo del espíritu, definiéndonos las maravillosas y paradójicas afinidades («¡Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la santa pura sencillez! ¡Señora santa pobreza, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad! ¡Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia!») (SalVir 1-3).

Pero ante las «hijas y esclavas del altísimo sumo Rey», el apelativo «hermanas» debía parecerle a Francisco demasiado familiar y confidencial… Su ausencia en los escritos dirigidos a la segunda Orden parece confirmar indirectamente el curioso testimonio de un tal hermano Esteban, compañero durante mucho tiempo de Francisco, según el cual Francisco «no permitía que las mujeres tuvieran con él ademanes familiares, sólo a la bienaventurada Clara parecía tener afecto (pero aquí el hermano Esteban olvida a la señora Jacoba de Settesoli…). E incluso cuando hablaba con ella o cuando hablaba de ella, no la llamaba con su nombre, sino que la llamaba "cristiana"» (Altre testimonianze francescane, VI, 3; Fonti Francescane 2.682).

Más sabrosa, y hasta cierto punto hiriente, es la información sobre cuando Francisco «tuvo conocimiento de que las mujeres reunidas en aquellos monasterios eran llamadas hermanas (por los hermanos, naturalmente), se turbó mucho y se dice que exclamó: "El Señor nos ha quitado las mujeres, el diablo por el contrario nos proporciona hermanas"».

Y esta fue la solución: «El cardenal Hugolino, obispo de Ostia, que era entonces protector de la Orden de los menores, seguía a estas hermanas con gran amor. Una vez, al despedirse del bienaventurado Francisco le dijo: "Te confío estas señoras"; entonces, con alegría, Francisco le respondió: "Santo padre, de ahora en adelante sean llamadas no hermanas menores, sino, como tú has dicho ahora, Señoras". Y desde entonces fueron llamadas Señoras y no Hermanas» (id. VI, 4; FF 2.683).

También Francisco, según las indicaciones de los Escritos, cambió de conducta. En los días en que compuso el Cántico de las criaturas, como atestigua la autorizada Leyenda de Perusa, Francisco «compuso también unas letrillas santas con música, para mayor consuelo de las damas pobres (pauperes dominae) del monasterio de San Damián» (LP 85). Es probable que pauperes dominae sea la expresión del título original, pues el cronista, a continuación, usa el ya habitual sorores; y, más tarde, como dice Clara en el capítulo VI de su Regla, «a fin de que jamás nos separásemos de la santísima pobreza que habíamos abrazado, ni tampoco las que habían de venir después de nosotras, poco antes de su muerte nos escribió de nuevo su última voluntad, con estas palabras: "Yo, el hermano Francisco, el pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin. Y os ruego a vosotras, señoras mías, y os recomiendo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y guardaos muy bien de apartaros jamás de ella, en manera alguna, por enseñanza o consejo de quien sea"» (RCl 6,6-9).

También en esta Última voluntad advertimos trazos fundamentales del gran Testamento: sobre todo la decisión constante de Francisco de presentarse a todos primero con el ejemplo, y después con el consejo y la exhortación. Pero resaltan también trazos nuevos, típicos de la sensibilidad de Francisco: no dice querer seguir el Evangelio, sino «la vida y pobreza del altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre», como subrayando, desde el principio, que la novedad del Reino se ha manifestado en el mundo en la complementariedad del nuevo Adán, Cristo, y la nueva Eva, María. Y, después de afirmar: «Yo… quiero seguir la vida y pobreza…», añade: «Os ruego a vosotras, señoras mías, y os recomiendo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza», recalcando con fuerza que, para él y para Clara, única es la llamada, único el seguimiento evangélico abierto a hombres y mujeres, igual el empeño de obedecer antes a Dios que a la «enseñanza o consejo» de cualquier hombre.

En todo caso, la jerarquía es aquella invertida que Francisco, caballero y heraldo del Reino de los cielos, ha elegido ejercitar, también y sobre todo en las relaciones con las «hijas y esclavas del altísimo sumo Rey»: la jerarquía evangélica de la minoridad y del servicio, por la que él, «hermano Francisco, el pequeñuelo», no retiene el derecho de mandar, sino que ruega y aconseja a Clara y a sus compañeras llamándolas «señoras mías».

Recuerdo el tono apasionado con que Francisco, en su Testamento, repite la expresión «señores míos» (meos dominos, domini mei) refiriéndose a los «pobrecillos sacerdotes de este siglo» y a «todos los otros» sacerdotes (Test 7-8): si en éstos Francisco «mira al Hijo de Dios», en la vida y en la persona de Clara y de las otras «señoras» su fe ve renovarse la pobreza de Cristo y la vida contemplativa de María, que guardaba en el corazón los secretos de su Señor (Adm 28,3). Incluso en Clara y las demás «señoras pobres» se manifestaba, para Francisco, la bienaventuranza de los limpios de corazón, que «nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16,2).

2. «TODAS LAS VÍRGENES Y VIUDAS Y CASADAS» AMEN AL SEÑOR (1 R 23,7)

Testimonio elocuente del eco suscitado en toda clase y nivel de la sociedad contemporánea por la vida y la predicación de Francisco es el siguiente texto de la Vida primera de Celano, escrita dos años después de la muerte de Francisco:

«Corrían a él hombres y mujeres; los clérigos y los religiosos acudían presurosos para ver y oír al santo de Dios, que a todos parecía hombre del otro mundo. Gentes de toda edad y sexo dábanse prisa para contemplar las maravillas que el Señor renovaba en el mundo por medio de su siervo… Por todas partes resonaban himnos de gratitud y de alabanza; tanto que muchos, dejando los cuidados de las cosas del mundo, encontraron, en la vida y en la enseñanza del beatísimo padre Francisco, conocimiento de sí mismos y aliento para amar y venerar al Creador. Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y legos, tocados de divina inspiración, se llegaron a san Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio… Con sólo que se proclame su forma de vida, su regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar. A todos daba una norma de vida y señalaba con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1Cel 36-37).

En la elegantísima composición literaria de la narración sobresalen algunas constantes que, evidentemente, son muy queridas por el biógrafo: habla de «hombres y mujeres», «gentes de toda edad y sexo», en suma, de la Iglesia de Cristo que «se renueva en los fieles de uno y otro sexo». El hecho es bastante singular. En su Testamento, Francisco afirma haber "salido del siglo" (exivi de seculo), pero esta salida de la condición secular, vivida por él sin perder nunca el contacto con la sociedad de su tiempo, sino más bien atravesándola como «peregrino y extranjero», a la manera de Cristo y de los apóstoles, se transformó en una profunda renovación de la vida cristiana seglar, a la que Francisco devolvía su plena dignidad, recordando a todos sin distinción los fundamentos esenciales de una vida "según el Evangelio": necesidad constante de la "conversión" a Cristo, fidelidad al misterio de gracia que es la Iglesia, llamada universal a vivir la perfección de la caridad, invitación a una existencia vivida cada día como "alabanza" al altísimo Señor y servicio a los hermanos.

Respecto a este programa de vida evangélica y franciscana, la mujer seglar ocupa un lugar de plena y total paridad no sólo con el hombre, sino incluso (y esta es, probablemente, la mayor novedad de Francisco) con las personas elegidas por Dios a vivir en fraternidad según «la perfección del santo Evangelio».

Las numerosas invitaciones a la "penitencia" y a la alabanza a Dios esparcidas en sus alabanzas-exhortaciones dejan ya intuir esta convicción profética de Francisco: «Alabad a nuestro Dios todos sus siervos y los que teméis a Dios, pequeños y grandes» (AlHor 6), «Load y bendecid a mi Señor / y dadle gracias y servidle con gran humildad» (Cánt 14); y, más claramente en la Exhortación a la alabanza a Dios: «Niños todos, alabad al Señor. Jóvenes y doncellas, alabad al Señor» (ExhAlD 13-14).

La universalidad y plenitud de sentido de estas breves exhortaciones, entonadas al estilo popular de las alabanzas, estalla en esta extraordinaria exhortación a la penitencia, al amor y a la alabanza de Dios que Francisco, haciéndose voz de todos sus «hermanos menores, siervos inútiles», dirige en el capítulo final de su Regla no bulada, en primer lugar, a «cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica y apostólica» y, sucesivamente, a «todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, a todas las naciones y a todos los hombres de cualquier lugar de la tierra, que son y serán» (1 R 23,7). En la enumeración de las diversas clases de personas que constituyen la Iglesia, Francisco sigue, evidentemente, el esquema tradicional (clérigos, religiosos, laicos), pero conviene advertir que, además de articular dicho esquema en 34 categorías de personas distintas por tarea, edad, condición personal o social, Francisco se preocupa de enumerar nominalmente también las diversas categorías de mujeres, ciertamente con el temor de que las habituales catalogaciones en masculino de las diversas clases sociales puedan implicar, en cierto modo, la exclusión de la mujer de la llamada al amor de Dios. Así, después de enumerar por completo las órdenes clericales, Francisco se dirige a «todos los religiosos y religiosas, a todos los conversos y pequeños», abarcando evangélicamente toda jerarquía humana, al mezclar «a los pobres e indigentes, reyes y príncipes, artesanos y agricultores, siervos y señores», e indicar después en femenino estas mismas categorías, nombrando «a todas las vírgenes y viudas y casadas, laicos, varones y mujeres», y concluyendo, por fin, con todas las edades, seguro de no poder ser mal comprendido: «todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, a todos los pequeños y grandes… humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, hermanos menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (1R 23,7).

En este elenco aparentemente árido, late un amor extraordinario por la Iglesia como pueblo de Dios, donde el Padre celestial llama a cada persona por su nombre y la hace piedra viva del templo donde se canta su alabanza y su gloria.

Que sea ésta y no otra la intención de Francisco se deduce del resto del discurso, una de las exhortaciones más sublimes y apasionadas al amor de Dios que haya salido del corazón y de la vida de un cristiano.

«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará…

»Ninguna otra cosa, pues, deseemos, ninguna otra cosa queramos, ninguna otra cosa nos agrade y deleite, sino nuestro Creador y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios, que es bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien; que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce; que es el solo santo, justo, veraz, santo y recto; que es el solo benigno, inocente, puro; de quien, y por quien, y en quien está todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en el cielo.

»Nada, pues, impida, nada separe, nada adultere; nosotros todos dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman; que sin principio y sin fin, es inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, loable, glorioso, sobreexaltado, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y sobre todas las cosas todo lo deseable por los siglos. Amén» (1R 23,8-10).

Después de este apasionado vuelo del alma, en el que Francisco intenta verter su experiencia de Dios, que es «el bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien; que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce…», y llama (invita) a todo hombre y mujer, indistintamente, a revivirla personalmente, los demás escritos del santo sólo pueden añadir ratificaciones. Así no sorprende que aquel auténtico programa de vida evangélica para seglares que es la Carta a los fieles, declare, desde el principio, que se dirige «a todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero» (2CtaF 1); ni que más adelante, después de exponer ordenadamente el programa del amor a Dios y de oración continua, de fidelidad a los misterios de la gracia ofrecidos por la Iglesia y de servicio humilde y generoso «a toda humana creatura por Dios» (2CtaF 47), Francisco concluye renovando su llamada a hombres y mujeres:

«Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50).

Estas mismas relaciones nuevas de íntima comunión y de parentesco espiritual con Cristo, tan profundas, que necesitan ser expresadas recurriendo a toda la gama de relaciones interfamiliares, unen recíprocamente a todos los discípulos que, como Jesús, «hacen la voluntad del Padre que está en el cielo». Como prueba posterior, existe entre los Escritos de Francisco una cartita que muestra con qué intensidad de sentimientos humanos y evangélicos vivió él la relación de amistad con una noble dama romana, Jacoba de Settesoli, viuda de Frangipani, a quien unos días antes de su muerte él quiere avisar para «que se diera prisa, si quería ver el regreso a la patria del que ella había amado tanto en la condición de desterrado».

Tomás de Celano, que dedica a este episodio algunas páginas de extraordinaria emoción y fidelidad narrativa, prosigue recordando que, precisamente en ese momento, se oyó en la puerta el estrépito de una comitiva, y el compañero que estaba dando instrucciones al mensajero «se encontró cara a cara con la que se buscaba en lugares remotos. Vivamente sorprendido, corre enseguida hacia el Santo y, sin poder contener la alegría, le dice: "Padre, una buena noticia". Y el Santo, cortándole la palabra al instante, exclama por toda respuesta: "¡Bendito sea Dios, que a nuestro hermano señora Jacoba le ha encaminado hacia nosotros! Abrid las puertas y haced pasar a la que ya está entrando, porque la disposición que prohíbe la entrada a las mujeres no reza con fray Jacoba"» (3Cel 37).

El contexto deja entender que el apelativo «fray Jacoba» con el que Francisco solía llamar a la noble dama romana, no es ciertamente una forma expeditiva de exorcizar su feminidad… Más bien, como observa Ernesto Balducci, parece claro que Francisco, «después de cumplir todos los deberes que la ascética asigna a quien ha elegido la vía de la total continencia», en relación con Jacoba de Settesoli (y, bajo otro aspecto, con Clara), «se ha reencontrado… más allá de la línea de la virtud, en la zona de la libertad gozosa…: la del reino en el que los hombres y las mujeres neque nubent, neque nubentur, ni se casan ni son casados» (Francesco d'Assisi, Florencia, 1990, p. 124). La cartita que Francisco había mandado escribir a la señora Jacoba, y que ahora leemos en la redacción conservada en los Actus beati Francisci (la fuente de las Florecillas), se caracteriza por esta libertad gozosa:

«A madonna Jacoba, sierva de Dios, el hermano Francisco, el pobrecillo de Cristo, salud y comunión del Espíritu en nuestro Señor Jesucristo. Quiero que sepas, carísima, que Cristo bendito me ha revelado por su gracia que está muy próximo el término de mi vida. Así, pues, si quieres encontrarme vivo, en cuanto recibas esta carta, ponte en camino y ven a Santa María de los Ángeles, porque, si no llegas para tal día, no me encontrarás ya vivo. Y trae contigo paño de cilicio para amortajar mi cuerpo y la cera necesaria para la sepultura. Y no dejes de traerme, por favor, aquellas cosas de comer que me solías dar cuando me hallaba enfermo en Roma» (Ll 4).

Bastaría esta última petición, tan lejana de las preocupaciones de un ascetismo hagiográfico, para garantizar la autenticidad sustancial del escrito. Pero el punto que nos interesa es otro. En la primera Regla, Francisco había escrito a sus hermanos: «Y manifieste confiadamente el uno al otro su propia necesidad… Y cada uno ame y nutra a su hermano, como la madre ama y nutre a su hijo» (1R 9,10-11).

Esta confiada familiaridad, esta relación fraterna, materna y filial al mismo tiempo, más que con la señora Clara, «hija y sierva del altísimo sumo Rey», escondida en el silencio contemplativo de San Damián, Francisco la vivió plenamente con la noble dama seglar y madre de familia Jacoba de Settesoli, cuya fama en la ciudad de Roma era igual a su santidad y que «había merecido el privilegio de un amor singular de parte de Francisco» (3Cel 37).

3. LO «FEMENINO» COMO DIMENSIÓN DEL REINO

Hemos comenzado la reflexión destacando el radicalismo profético con que Francisco interpretó la prohibición evangélica: «Entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno es vuestro Padre, el que está en los cielos» (Mt 23,9; 1R 22,34).

Uno se asombra al advertir que ni los Escritos ni las Biografías no refieran ya más ningún contacto de Francisco con el padre Pedro Bernardone, y más sorprendente es aún la constatación de que, en ningún caso, la relación padre terreno-hijos es transferida por Francisco para significar las relaciones o actitudes propias de la fraternidad evangélica o del Reino de los cielos. Esta anulación total, aparte de los motivos teológicos y evangélicos ya indicados, fue debida ciertamente también a razones relacionadas con la experiencia familiar e histórica de Francisco: el dramático conflicto con el padre, en cuya persona experimentó Francisco el obstáculo más fuerte y radical para sus propósitos de vida evangélica; y la constatación, hecha por un hombre totalmente desencantado de las lisonjas mundanas, de que, a través de la línea paterna, se perpetúan en la sociedad el orgullo de casta, los derechos dinásticos y hereditarios, el nombre de familia, la celosa propiedad de los bienes, el autoritarismo paternal, en suma el conjunto de fuerzas capaces de ordenar un mundo diametralmente opuesto al soñado por Francisco: una fraternidad que cada día ora «Padre nuestro, que estás en el cielo», que vive con alegría la libertad de los hijos de Dios, que «restituye todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconoce que todos son suyos» (1R 17,17), y que en el amor y servicio recíprocos nunca olvida la palabra de Jesús, «todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8; 1R 22,33).

El panorama cambia radicalmente cuando, en las fuentes franciscanas, se pasa de la dimensión «paterna» a considerar otros roles de la vida familiar (en particular, el femenino): el hermano y la hermana, el esposo y la esposa, el hijo y la hija, la madre.

Al contrario de lo que se comprueba con el término padre y la consiguiente relación de "paternidad", los restantes términos que definen los roles y relaciones intrafamiliares, como en parte ha quedado patente en las consideraciones precedentes, son asumidos por Francisco para significar la realidad del Reino de Dios y las relaciones internas de la fraternidad evangélica, evidentemente con modalidades distintas que exigen una clarificación posterior.

En este momento, resulta superfluo explicar la centralidad que el término frate, «hermano», referido tanto a las personas como a las demás criaturas de Dios (hermano Sol, hermano Viento, hermano Fuego), asume en los escritos y en el pensamiento de Francisco, que con el nombre «hermanos menores» había definido sintéticamente las características fundamentales de su comunidad evangélica. Ya hemos visto las reservas de Francisco no tanto en relación con el término «hermana» (soror, sora), que él aplica indistintamente a las criaturas hijas de Dios y a las «santísimas virtudes» que vienen y proceden de Dios (SalVir 4), cuanto por su uso en referencia a Clara, a las «damas pobres» de San Damián y, en general, a las vírgenes consagradas. «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa que ha venido a ti con tanta devoción?», le dijo un compañero, refiriéndose a una virgen consagrada a Dios, que cerca de Bevagna le había salido al encuentro, con su madre, para darle de comer. Y Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo?» (2Cel 114).

El misterio de la mujer consagrada a Dios en el cuerpo y en el espíritu es, pues, contemplado por Francisco con una actitud de reverencia religiosa y cortesía caballeresca hacia los derechos esponsales de su Señor que parece ir más allá del vivísimo sentido de fraternidad que le era habitual en relación con toda persona y criatura. En la Forma de Vida para las «damas pobres» de San Damián hemos observado el término «esposa» («os habéis desposado con el Espíritu Santo») no acompañado del término «hermana», sino del de hija y sierva («os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey celestial»), con un movimiento asociativo que se renueva en la antífona mariana del Oficio de la Pasión del Señor:

«Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant).

Ciertamente María es misterio incomparable de inhabitación trinitaria, pero algo parecido, como ha indicado acertadamente Chiara Augusta Lainati, Francisco ha sentido latir en «Clara… allí, en San Damián, mujer de fe y de pobreza, encerrada en un silencio sin fin, como María la Madre del Señor; terreno virgen abierto siempre al Espíritu del Señor, para que Francisco y los suyos puedan reparar completamente la Iglesia, con su existencia pobre y humilde de siervos del Altísimo» (cf. Fonti Francescane, ed. maior, p. 2.221).

A esta corte terrena del gran Rey, para ser en todo igual a su Reina celestial («¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María…!»), falta únicamente la coronación de la gloria, que Francisco promete en otro lugar, basado en la palabra del Señor: «Ya que cada una será reina en el cielo / coronada con la Virgen María» (ExhCl 6).

Para Francisco, como para la fe y la piedad de siempre, el misterio de María se condensa en la gracia de su maternidad, por cuyo medio el mismo Dios se hace nuestro hermano. Escribe Celano: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2Cel 198).

Por ella se redoblaba en Francisco el sentido de fraternidad hacia todos: vivísimo ya por el común origen del Padre celestial, pero hecho más sólido por la locura amorosa de un Dios que, por medio de María, se hace hermano y compañero del hombre.

Pero el tema de la «madre» y de la «maternidad» está muy presente en los Escritos de Francisco (por no hablar de las biografías), tanto que constituye indudablemente el aspecto más interesante de la que hemos definido como su "dimensión femenina"; y, también aquí, como en el caso de la "paternidad", las motivaciones tal vez son más autobiográficas que literarias o culturales. Los lectores actuales de las biografías antiguas de Francisco se sorprenden a menudo de no encontrar allí ninguna alusión a encuentros o relaciones de Francisco con su madre después de la renuncia pública a los bienes paternos, hasta el punto de que algún artista atrevido -como Ricardo Bacchelli y Liliana Cavani- ha intentado llenar el vacío recurriendo a la fantasía… Sin embargo, baste leer atentamente entre líneas los Escritos para comprender el influjo profundo y duradero que la relación con la madre dejó en el corazón y en la vida de Francisco.

Los antecedentes biográficos más significativos a este respecto son, quizá, los que ofrece la Leyenda de los tres Compañeros, el texto mejor informado sobre las vicisitudes familiares y asisienses de Francisco.

Entre otros casos, se cuenta que, en los primeros tiempos de su cambio interno, cuando Francisco llenaba la mesa familiar de panes, para poderlos dar prontamente a cualquiera que le pidiese por el amor de Dios, «su madre, que le amaba más que a los demás hijos, le permitía obrar así, no sin observar lo que hacía y admirándolo detenidamente en su corazón» (TC 9).

Poco más tarde, cuando la amargura furiosa de Pedro Bernardone retenía encerrado a Francisco en un cuchitril oscuro de la casa, la madre, «que no aprobaba la conducta de su marido, se quedó sola con el hijo y le habló dulcemente. Mas, como palpara que era imposible hacerle mudar de propósito, se le conmovieron las entrañas y lo soltó de la prisión, dejándolo salir libremente» (TC 18).

Suelo pensar en estos hechos, nacidos de un amor materno comunicativo y liberador, al mismo tiempo, cuando releo aquel estallido de comunión fraterna que es la cartita de Francisco al hermano León:

«Hermano León, tu hermano Francisco: salud y paz. Te hablo, hijo mío, como una madre: En esta palabra dispongo y te aconsejo abreviadamente todas las que hemos dicho en el camino; y si después tienes necesidad de venir a mí en busca de consejo, mi consejo es éste: Compórtate, con la bendición de Dios y mi obediencia como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigues sus huellas y pobreza. Y si te es necesario para tu alma por motivo de otro consuelo y quieres venir a mí, ven, León» (CtaL 1-4).

La verdad más preciosa, para nosotros, aflora del toque inicial: «Te hablo, hijo mío, como una madre…». No hay un solo pasaje en sus Escritos donde Francisco hable como "padre", y las razones ya las hemos visto; sin embargo, como "madre", él puede y quiere hablar, porque el amor dulce y solícito de una madre puede convertirse en norma también para las relaciones internas en el Reino de Dios, y Francisco puede asumir, ante el misterio de gracia presente en el hermano León, la misma actitud confiada y liberadora que su madre, un día, había tomado con él. «Compórtate, con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigues sus huellas y pobreza».

Es importante advertir que Francisco no se limita aquí a introducir una rápida similitud de ámbito familiar, sino que revive con plenitud, dentro de un relato de fraternidad evangélica, comportamientos humanos y maternos que él ha experimentado como plenamente positivos: atención, afecto, disponibilidad, respeto amoroso y liberador a la persona y a la vida del "hijo".

Una vez más, para Francisco, no hay límites entre naturaleza y gracia, pues el Padre «por su santa voluntad, y por medio de su Hijo con el Espíritu Santo, ha creado todas las cosas espirituales y corporales» (1R 23,1), y el Señor Jesús nos ha santificado plenamente cuando del seno de María «recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4).

De esta forma, el modelo materno pasa a enriquecer también los textos normativos preparados por Francisco para su fraternidad. En la Regla para los eremitorios, por ejemplo, Francisco escribe: «Los que quieran llevar vida religiosa en eremitorios, sean tres hermanos o, a lo más, cuatro. Dos sean madres y tengan dos hijos o, al menos, uno. Los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María» (REr 1-2).

La multiplicación, en esta Regla, de modelos familiares marcadamente "femeninos", el modelo evangélico de las hermanas Marta y María, que se distribuyen el servicio y la escucha del Señor, y el de una familia compuesta de madres e hijos (para Francisco, el Padre siempre es el «que está en el cielo»), que se intercambian periódicamente oración y servicio (REr 10), confirma que la búsqueda franciscana de Dios en la soledad contemplativa comprende siempre también el consuelo de la vida de fraternidad, y que ésta, a su vez, en el dar y recibir, debe contemplar un modelo humanamente insuperable: la corriente de confianza y de amor servicial que caracteriza la relación entre la madre y el hijo.

Evidentemente, Francisco había leído en los Hechos de los Apóstoles las palabras de Jesús: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch 20,35) y por eso está interesado especialmente en aquella objetividad gozosa y concreta que, además de ser la característica más típica del amor materno, él quería que fuese la auténtica riqueza de la relación cotidiana entre sus hermanos. En efecto, no es por azar que, en las dos Reglas, Francisco haga referencia al amor fraterno y materno, precisamente después de invitar a sus hermanos a «seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1R 9,1).

«Y manifieste confiadamente el uno al otro su propia necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo proporcione. Y cada uno ame y nutra a su hermano, como la madre ama y nutre a su hijo, en las cosas para las que Dios le diere gracia» (1R 9,10-11; 2R 6,7-8).

En otro lugar yo escribía: «El "céntuplo" prometido en este mundo a quien por amor de Cristo abandona posesiones, voluntad propia y familia humana, reside en el tesoro de la vida fraterna, por la cual Francisco no duda en proponer como ejemplo la forma más grande y rica de amor familiar, el de la madre, que inspira confianza y fe, está lleno de detalles y de iniciativas, sabe comprender y asumir mejor que nadie las opciones de "libertad" que, a veces, parecen llevar lejos a los hijos» (C. Paolazzi, Lettura degli "Scritti" di Francesco d'Assisi, Milán, 1987, p. 240).

Tal vez, cuando madonna Pica liberaba a Francisco de las cadenas domésticas no podía imaginar que, un día, aquel hijo bondadoso y soñador la reconduciría a toda la familia de sus hermanos, señalándola, junto a todas las madres, como foco de irradiación de aquel amor liberador, confiado, femeninamente solícito y generador de alegría, que debería empapar la vida y los días de toda comunidad cristiana.

* * *

Al acabar este largo itinerario, que ha indicado algunas perspectivas de investigación sin ninguna pretensión de haber agotado el tema, quisiera imaginar con vosotros que Francisco esta mañana haya enviado otra carta a «todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres»… En esta ocasión, el amanuense (que no es el humildísimo hermano León) se ha permitido hacer lo que Francisco, en el Testamento, prohíbe rigurosamente a sus hermanos, y ha añadido a las palabras de la carta muchas «glosas… diciendo: Esto quieren dar a entender» (Test 38). Por esta presunción, pido perdón a vosotros y a él.

Pero, a título de despedida, quisiera volver a escuchar con vosotros, esta vez sin comentarios, las palabras cálidas y afectuosas, del verdadero «hermano menor», con las que Francisco, en la Carta a los fieles, confiaba a la vida y al corazón de todos no sus pequeñas verdades, sino «las odoríferas palabras de su Señor:

«Yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y suplico, en la caridad que es Dios y con el deseo de besaros los pies, que os sintáis obligados a acoger, poner por obra y guardar con humildad y amor estas palabras y las demás de nuestro Señor Jesucristo. Y a todos aquellos y aquellas que las acojan benignamente, las entiendan y las envíen a otros para ejemplo, si perseveran en ellas hasta el fin, bendígales el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 87-88).

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXVI, núm. 78 (1997) 422-438]

J. Benlliure: Comida de Santa Clara con San Francisco

 


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