DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


PASEO AL CORAZÓN DEL EVANGELIO
LA ENCARNACIÓN DE LA PALABRA DE DIOS [Adm]

por Marcel Daval, OFM

 

[Texto original: Promenade au coeur de l'Évangile. L'incarnation de la Parole de Dieu, en Évangile aujourd'hui n. 183 (1999) 57-64]

Francisco, hombre evangélico por excelencia, permanece en la conciencia de la Iglesia como el símbolo viviente de la encarnación de la Palabra de Dios. Sus escritos, las Admoniciones en particular, nos dejan entrever un creyente en contacto directo con el Evangelio que escucha, medita, rumia; lo acoge en él como una presencia que le hace moverse interiormente y lo compromete en nuevos caminos. A imagen de su Maestro y Señor, Francisco viene a ser entonces Palabra dada para la vida del mundo. Pero ésta no puede dar fruto más que eclipsándose ante ella con gran humildad. Es el secreto del Poverello que vamos a intentar descubrir aquí.

El libro de la Palabra

Cimabue: San Francisco«Asís», ciudad incomparable, que conmueve desde que se la percibe en su estuche verdoso, recostada sobre el monte Subasio; «Asís», con sus callecitas, sus plazas, sus casas rosadas que no han cambiado desde la época de Francisco y de Clara; «Asís», con luminosidades suaves que invitan a reencontrar la paz; «Asís», mística y espiritual, que atrae a los jóvenes en búsqueda de sentido. «Asís» también profundamente herida, en la que la población, una mañana, se despertó en estado de shock, y que cura poco a poco sus heridas. La basílica de San Francesco nos acoge como es habitual. Sin embargo, sólo están abiertas, a las oleadas de los peregrinos, la parte inferior y la cripta que el seísmo ha perdonado. A la derecha, en el transepto, siempre tan conmovedor, el retrato de Francisco pintado en 1280 por Cimabue. Como en la mayoría de las pinturas primitivas, el Poverello lleva en sus manos el libro de los Evangelios.

En la civilización del papel, que es la nuestra, con sus quioscos repletos de revistas, es inconcebible imaginar un mundo en el que el más pequeño manuscrito representaba una riqueza inestimable. Mirando el libro que Francisco estrecha contra sí, uno piensa en sus Escritos, en los que las citas bíblicas son innumerables. Era un hombre amasado de Evangelio; hablando, las frases le venían a los labios de forma espontánea y, con el paso de los años, éstas habían amasado su vida, haciendo cuerpo con él. En el conjunto de sus Escritos se ha podido descubrir 146 referencias evangélicas, de las cuales 29 en las Admoniciones.[1] «De las 28 Admoniciones -escribe Pierre Brunette-, 22 se articulan alrededor de 49 citas bíblicas; 11 Admoniciones están directamente introducidas por una cita bíblica, otras 11 están construidas bajo un concepto o una referencia bíblica».[2] Una paciente relación con la Palabra de Dios era necesaria para llegar a tal conocimiento. Sin embargo, no era tan sencillo en aquel tiempo acceder a la lectura de la Escritura, aun hablando materialmente.

Los libros, en el siglo XIII, eran relativamente escasos y sobre todo muy caros. No faltan anécdotas en las primeras biografías que muestran la dificultad para los hermanos de tener acceso siquiera a un simple evangelio; la mayor parte del tiempo no disponían de él personalmente; podían, en el mejor de los casos, tener uno para uso de toda la comunidad y, a veces, esto creaba algunos pequeños problemas. Buenaventura nos cuenta cómo un día Francisco deshizo el único ejemplar que poseían los hermanos y, para que nadie se sintiera afectado, distribuyó las hojas a cada uno. Otra vez, hizo vender el Nuevo Testamento de la fraternidad en la que se encontraba para dar el importe a la madre de dos hermanos que había ido a pedir limosna (2 Cel 91). No es sorprendente que, a veces, «su oración devota (era) más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas» (LM 4,3).

El Evangeliario de Francisco

Era bien difícil en estas condiciones poder acudir regularmente a las Escrituras. ¿Cómo ha podido Francisco llegar a ser el hombre evangélico que conocemos? ¿Cómo ha hecho para que toda su vida se haya impregnado poco a poco de esta fuerza, de esta luz que no engaña? La primera vez que las biografías nos hablan del encuentro de Francisco y del Libro, fue en la pequeña capilla de la Porciúncula, alrededor de los años 1208 ó 1209. El sacerdote, aquel día, había leído el texto del envío de los discípulos; esto pudo pasar el 12 de octubre, en la fiesta de San Lucas, o el 24 de febrero, la de San Matías, días en los que este texto era leído en la misa. Es, por lo tanto, en el curso de la liturgia donde Francisco escuchó la palabra que lo llevó a cambiar de vida.

Al otro lado de la ciudad, la iglesia de Santa Clara posee una preciosa reliquia que produce siempre gran emoción al contemplarla: el breviario mismo de san Francisco, al cual se ha añadido un evangeliario. En la primera página, estas palabras, escritas de la mano misma del hermano León: «El bienaventurado Francisco adquirió este breviario para sus compañeros los hermanos Ángel y León, y quiso servirse de él para decir el oficio divino cuando gozaba de buena salud, como se contiene en la Regla. Y, cuando estaba enfermo y no podía recitar el oficio, quería, al menos, escucharlo. Y así lo vino haciendo mientras vivió. También hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa… Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el Cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído todo el evangelio el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia al Señor».[3] Este pequeño texto, escrito en 1257/58, nos introduce en el jardín secreto de Francisco. Con el Evangeliario y sus 243 lecturas repartidas a lo largo de todo el año litúrgico,[4] tenemos ahí los textos que lo han alimentado, año tras año y durante toda su vida.

El envío y la vuelta de los discípulos

No es sorprendente que, excepto algunas raras excepciones, todos los pasajes del Evangelio citados en las Admoniciones, por ejemplo, se contienen en este Evangeliario; es en la hoja 225, en la fiesta de San Lucas, en donde encontramos el texto del envío de los discípulos.[5] Francisco lo citará varias veces, en particular en su Primera Regla: «Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, no alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón. Y en toda casa en que entren digan primero: Paz a esta casa. Y, permaneciendo en la misma casa, coman y beban lo que hay en ella» (1 R 14,1-3).

Pararse, sentarse algunos instantes y saborear las palabras. El aire es tan dulce, los colores tan tiernos cuando Asís se ilumina en los últimos rayos del sol poniente. Se revela a nuestros ojos, en este momento, desde la plaza de Santa Clara, la amplia llanura de Santa María de los Ángeles, con la iglesia, a lo lejos, donde Francisco escuchó la llamada. Después de escuchar la Palabra, aquella mañana, exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica»; y Celano añade: «Todo lo demás que había escuchado se esfuerza en realizarlo con la mayor diligencia y con suma reverencia. Pues nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza» (1 Cel 22).

En los últimos años de su vida, Francisco escribió o hizo escribir las Admoniciones. Podría tratarse de pequeños comentarios de la Escritura que él dirigía a los hermanos en los momentos de Capítulo o en otras circunstancias. En el curso de los Capítulos de Esteras, escribe Jacobo de Vitry: «San Francisco advertía (faciebat admonitiones = hacía admoniciones), censuraba u ordenaba, según le inspiraba el Señor».[6] Y es probable que esto sucediera en este mismo lugar de Santa María de los Ángeles, donde los hermanos, enviados en misión por el mundo, se juntaban cada año en Pentecostés. La Admonición 5 que hace alusión al retorno de la misión de los discípulos (Lc 10,17), muestra que Francisco fue fiel toda su vida a este texto evangélico que lo había cambiado totalmente a la edad de 28 años: «Asimismo, aunque fueses el más hermoso y rico de todos y aunque hicieses tales maravillas que pusieses en fuga a los demonios, todas estas cosas te son perjudiciales, y nada de ello te pertenece y de ninguna de ellas te puedes gloriar» (Adm 5,7).

Cristo, palabra para el mundo

La Palabra escuchada en la liturgia, Francisco la acogía, la saboreaba, la rumiaba a lo largo de los días, de los meses, de los años. Ella acababa por habitarlo como una presencia, como un compañero de camino, invitándolo sin cesar a armonizar su vida, a ajustarla a las exigencias del ideal evangélico. «Leía a las veces en los libros sagrados -escribe Celano-, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante» (2 Cel 102). Para él, ésta no era una palabra vacía, o un código moral; encontraba en ella su alegría, como lo expresa tan bien en la Admonición 20. El Espejo de Perfección nos dice, por otra parte, las circunstancias que lo han llevado a dirigir esta palabra a los hermanos: «No sólo no quería que el siervo de Dios se riera, sino que le desagradaba el que se procurase a los demás la menor ocasión para reírse. En una de sus exhortaciones expuso claramente cómo tiene que ser la alegría del siervo de Dios. Dice así: "Dichoso aquel religioso que no tiene placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas incita a los hombres al amor de Dios en gozo y alegría"» (EP 96, Adm 20,1-3). Aquí resplandece la alegría de las Bienaventuranzas. La palabra «feliz» aparece veinte veces en las Admoniciones. No solamente Francisco cita y comenta las Bienaventuranzas de Mateo, sino que crea nuevas, con toda libertad, para responder a su deseo interior, así la Admonición 28: «Dichoso el siervo que atesora en el cielo los bienes que el Señor le muestra, y no desea, con la mira en la recompensa, ponerlos de manifiesto a los hombres… Dichoso el siervo que guarda en su corazón los secretos del Señor». Como María, Francisco «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Era para él bastante más que recuerdos, era el reencuentro de su Señor. «Cuando abría el Evangelio -escribe Paul Sabatier-, era una entrevista que él pedía a su Maestro y éste le hablaba».[7]

La noche, poco a poco, desciende sobre la ciudad. Es la hora en la que la gente sale de sus casas, pasea por las calles, se sienta en las mesas de las terrazas. Una apacible claridad invade el espacio, hace mover los corazones. Nosotros subimos hasta la Rocca, vestigio medieval, bastión del antiguo poder de los Señores. Un joven se me acerca; me confía: «Esta mañana, temprano, he tomado este camino, por las callecillas todavía desiertas; me parecía que Francisco estaba ahí, caminando conmigo. Pasó entonces una cosa que no puedo explicarme: he sentido que Francisco me arrastraba hacia Jesús». Este es el carisma de Francisco: comprometerse en el seguimiento de Cristo y conducir a este seguimiento a aquellos que se le acercan.

Verdaderamente, Francisco había puesto a Cristo en el centro de su pensamiento y de su vida. En la Admonición 5, muestra el lugar y el papel de Cristo en la creación del hombre y revela con una luz nueva el designio de Dios sobre la humanidad: «Repara, ¡oh hombre, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu». Retoma aquí el tema de la imagen y semejanza, tan presente en el pensamiento de los Padres de la Iglesia, pero da una interpretación completamente personal: «No solamente ha hecho de Cristo la causa ejemplar de la humanidad, sino que sitúa a Cristo, Dios encarnado, ante todo (…) como modelo a priori del hombre, situado por Dios, antes de todo pecado, para presidir el destino de la humanidad», escribe Iván Gobry.[8] Este redescubrimiento del primado de Cristo cambió por completo la teología que, en tiempos de Francisco, tuvo tendencia a no ver en la persona del Hijo más que el reparador de la falta original. Esta corriente teológica, nacida en el movimiento franciscano, vendrá a ser, con Duns Escoto, muy floreciente en el seno de la Iglesia. Y es, una vez más, en la Escritura donde Francisco ha encontrado la fuente de su inspiración. Pensamos en algunas frases significativas de Pablo: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Francisco retomará en la primera Admonición una cita del capítulo 14 de san Juan que se podría interpretar en el mismo sentido: «Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí…». Dicho de otro modo, el hombre creado a imagen de Cristo puede, por Él y en el Espíritu, llegar al Padre.

Seguir a Cristo hasta la cruz

Leemos en la Admonición 3: «Dice el Señor en el Evangelio: "Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío"; y: "Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá"». El «seguimiento de Cristo», tan querido por Francisco y por los primeros hermanos, es, sin duda, la primera condición del carisma franciscano. Es la vía dolorosa, de la que Cristo no escondió la dificultad a los que lo seguían. Francisco, como buen discípulo, conoció en el Alverna la angustia del viernes santo; desde este día fulgurante, fue marcado en su carne y ciertas Admoniciones, la 6 por ejemplo, reflejan la huella: «Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre y en todo lo demás…». Francisco cita aquí un texto de san Juan que se leía en su época el segundo domingo de Pascua: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Ya hizo referencia a él en la Primera Regla: «Y recurramos a Él como al pastor y obispo de nuestras almas, que dice: Yo soy el buen pastor, que apaciento a mis ovejas y por mis ovejas doy mi vida» (1 R 22,32). En la Admonición 3, Francisco relaciona la obediencia perfecta de los hermanos con la obediencia del Hijo: «…la obediencia que lleva a dar su vida por sus amigos» (cf. Jn 15,13). Cristo, que no ha dudado en lavar los pies de sus discípulos, nos llama al mismo servicio en humildad: «Y cuanto más se alteren por quitárseles la prelacía que el oficio de lavar los pies, tanto más atesoran en sus bolsas para peligro del alma» (Adm 4,3; cf. Jn 12,6).

A Francisco le gusta citar a san Juan; se cuentan 33 citas en el conjunto de los Escritos, de las cuales 9 están en las Admoniciones; pero más numerosas son las citas de Mateo (61 en los Escritos, 13 en las Admoniciones) o de Lucas (42 en los Escritos, 6 en las Admoniciones). Por otra parte, Francisco, a menudo, cita hasta exagerar muchos textos sacados de diferentes libros de la Escritura. Así, en la Admonición 6, para mostrar bien las pruebas que esperan a los discípulos de Cristo, después de san Juan, cita a san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?» (Rom 8,35); ahora bien, este texto de Pablo sigue así: «como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero», texto al que Francisco se sentía muy unido. Él cita libremente los textos, modificándolos en función de su inspiración. Añade, por ejemplo, a la lista de Pablo, las tentaciones, que para él forman parte de las pruebas que deben soportar los discípulos de Cristo.

El anuncio de la Palabra

Desde lo alto del castillo de la Rocca contemplamos la ciudad en la que, una a una, las luces se encienden. Un trazo rojo dibuja el horizonte mientras la noche comienza a envolver la llanura con un velo opaco. A lo lejos, la cúpula iluminada de Santa María de los Ángeles deja adivinar el lugar desde el que partieron los hermanos para evangelizar el mundo. La pequeña capilla de la Porciúncula metida, como en un joyero, en el interior de la gran basílica, quedará marcada para siempre por el surgimiento de la Palabra que, un día del siglo XIII, se volvió a dar al mundo.

En el instante mismo en que, en este lugar, Francisco había escuchado la Palabra, se sintió habitado por ella y este tesoro no pudo guardarlo para él solo; en el acto, asumió el deber de anunciarlo. Pero, en esta época, no faltaban predicadores que tenían por misión predicar el Evangelio, y, por otra parte, muchos se perdieron en tendencias sectarias. Paul Sabatier dice al respecto: «La orientación del pensamiento de Francisco es exactamente la contraria. Bien lejos de buscar en la Biblia las armas para evadirse de la tradición, él abre el libro sagrado para sumergirse en ella. Francisco lo aborda con el ardiente deseo de encontrar en él lecciones de humildad».[9] Buenaventura también lo ha remarcado: «La humildad, guarda y decoro de todas las virtudes, llenó copiosamente el alma del varón de Dios (…). Sobre esta base trató de levantar el edificio de su propia perfección, poniendo -cual sabio arquitecto- el mismo fundamento que había aprendido de Cristo. Solía decir que el hecho de descender el Hijo de Dios desde la altura del seno del Padre hasta la bajeza de la condición humana tenía la finalidad de enseñarnos -como Señor y Maestro, mediante su ejemplo y doctrina- la virtud de la humildad». Encontramos aquí todo el contexto y el ambiente de la Admonición 1. Y Buenaventura añade: «Solía decir también estas palabras: "Lo que es el hombre delante de Dios, eso es, y no más"» (LM 6,1). Francisco retomará en la Admonición 19 este pensamiento, que, por otra parte, encontramos en la imitación de Jesucristo: «Dichoso el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y enaltecido por los hombres que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más» (Adm 19,1-2).

Francisco era consciente de los peligros que acechaban a los predicadores de la Buena Noticia, y, en primer lugar, el orgullo que podía resurgir en todo momento. Así pues, se encargó, en las Admoniciones en particular, de instruir a sus hermanos en este aspecto. Retomando 2 Cor 3,6, estigmatizará claramente el peligro: «Dice el Apóstol: La letra mata, pero el espíritu vivifica. Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos» (Adm 7,1-2). Las primeras biografías vuelven a menudo sobre el pecado de inteligencia: «Mirando al futuro, sabía (Francisco) por el Espíritu Santo, y lo decía muchas veces a los hermanos, que muchos, con el pretexto de edificar a los demás, abandonarían su vocación, es decir, la pura y santa simplicidad, la santa oración y nuestra dama Pobreza; les sucedería que, creyendo iban a ser más devotos e iban a sentirse más inflados en el amor de Dios por sus conocimientos de la Escritura, precisamente por este saber se encontrarían interiormente fríos y vacíos…» (LP 103b).

Como una flauta de caña

Una flauta se oye tocar en la noche, unas notas suaves se desgranan por allá abajo, al lado de la basílica de San Francesco. Pienso en la Palabra en boca de Francisco como una dulce melodía; ésta había podido hacerse oír porque Francisco le dio todo su lugar, con gran humildad. Él no era el músico, él no era el soplo, él no era más que la pequeña flauta que canta en la tarde. La música venía de mucho más lejos que él, y él lo sabía. Y si el Señor quiso pasar justamente por él, es porque él llegó a ser el pobrecillo, el Poverello; supo renunciar a todo orgullo para entregarse totalmente a su Maestro y Señor, con gran, bella y simple pobreza.

Asís, vista panorámica con reflejos en el Tescio

N O T A S:

[1] P. Willibrod, Tables analytiques, éditions N. D. de la Trinité, p. 282.

[2] P. Brunette, Essai d'analyse symbolique des Admonitions de Saint François, Montréal 1989, p. 51.

[3] Hno. León, Nota manuscrita en el breviario de Santa Clara; Lemmens, Testimonia minora, p. 61. Citado en S. Francisco de Asís, Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid, BAC, p. 974.

[4] L. Gallant, L'évangeliaire de saint François, en Collectanea Franciscana, 1984.

[5] L. Gallant, L'évangeliaire de saint François, en Collectanea Franciscana, 1984, p. 18.

[6] J. Joergensen, Saint François d'Assise, París 1924, p. 323.

[7] P. Sabatier, Études inédites sur Saint François, 1932, pp. 47-48.

[8] I. Gobry, Saint François d'Assise, ed. Téqui, p. 41.

[9] P. Sabatier, Études inédites sur Saint François, 1932, p. 52.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXX, núm. 90 (2001) 455-462]

 


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