DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


LA "VIDA APOSTÓLICA" EN LA REGLA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

 

[Texto original: La «vida apostólica» en la Regla franciscana, en Estudios Franciscanos 75 (1974) 99-109].

Francisco envía hermanos Vida apostólica, en tiempo de San Francisco, era una locución con un sentido preciso, que no corresponde exactamente a lo que hoy expresamos cuando hablamos de «apostolado». El adjetivo «apostólico» decía relación a los Apóstoles. Con frecuencia designaba la Sede «apostólica» de los sucesores de Pedro; en este sentido San Francisco fue celebrado como «vir catholicus et totus apostolicus», esto es, plenamente adicto al Romano Pontífice. Pero comúnmente era empleado para denotar la misión y las condiciones de vida de los Apóstoles.

Es ésta precisamente la nota más saliente que descubrieron los contemporáneos en la nueva forma de vida y de acción del movimiento franciscano, y en general en la aparición de las Ordenes mendicantes. Vivir more apostolorum quería decir estar comprometidos a realizar el ideal de vida propuesto por Cristo a los Apóstoles: renuncia y disponibilidad por el Reino, anuncio gratuito del mensaje de salud y, por lo tanto, contacto inmediato con los hombres.

El monje había realizado la evangelización y la configuración cristiana de la sociedad desde el monasterio y mediante el monasterio. La fuerza de su testimonio en favor del Reino derivaba de la estabilidad. Era lo que convenía a pueblos que tenían necesidad de ligarse a la tierra y de agruparse para construir la comunidad social y religiosa.

Pero al sobrevenir la crisis de la estructura feudal con la aparición de la nueva clase social del comercio y del artesano, animada de un nuevo dinamismo que halla expresión en los gremios y en la conciencia comunal, y que gusta de una religiosidad más subjetiva, más adherente a la vida, se siente la necesidad de un testimonio abierto del ideal cristiano y de una nueva forma de acción evangelizadora en medio de ese pueblo, algo que responda a su ritmo de vida, un lenguaje inteligible para la nueva cultura.

Francisco no hizo un diagnóstico de su tiempo. Se dejó guiar sencillamente del espíritu del Señor. El mismo Altísimo le enseñó que debía vivir según la forma del Santo Evangelio (Testamento 14). Y fue esa docilidad ingenua la que le llevó a captar los signos de los tiempos, comprendiendo que su misión y la de sus hermanos era la de ir por el mundo (1R 14; 2R 3).

Fue esta novedad apostólica (Celano: Tract. de miraculis, 1) lo que le atrajo la atención de observadores como Jacobo de Vitry, quien, el 1216, describía maravillado el estilo de vida y de predicación de los Hermanos Menores en las ciudades, y más tarde precisaba: «De tal manera se esfuerzan por reformar en sí mismos la religión, la pobreza y la humildad de la Iglesia primitiva, extrayendo con sed y ardor de espíritu las puras aguas del manantial evangélico, que no contentos con la observancia de los preceptos del Evangelio, se empeñan con todos los medios en cumplir los consejos, imitando sin atenuaciones la vida de los Apóstoles -vitam apostolicam expressius imitantes-; renunciando a todo lo que poseen y cargando con la cruz..., corren libres..., y son enviados de dos en dos a predicar como delante del Señor, preparando su segunda venida» (Ed. Boehmer: Analekten..., p. 69s).

San Francisco había hecho el descubrimiento de esta «forma de vida» en la capilla de la Porciúncula cuando -probablemente el 24 de febrero de 1209- oyó y se hizo explicar el Evangelio de la misión de los Apóstoles (1Cel 22). A la luz de aquella página evangélica, el seguimiento de Cristo apareció a su espíritu como compromiso de una total pobreza liberadora, pero también como una exigencia incontenible de mensaje a los hombres. «Desde aquel momento -afirma Celano (1Cel 23)- comenzó a predicar a todos la penitencia con gran fervor de espíritu y alegría del alma, usando un lenguaje sencillo, pero con ánimo resuelto».

La predicación franciscana es, pues, la comunicación gozosa a los hombres de la vida evangélica, hallada primero y vivida experimentalmente; es un testimonio, como la predicación de los Apóstoles, que recibieron de Jesús el encargo de ser testigos de cuanto habían visto y oído.

Así podemos entender mejor las expresiones que se repiten en Tomás de Celano: «Francisco, hombre apostólico -apostolicus vir- siguiendo la vida y las huellas de los Apóstoles» (1Cel 88; 2Cel 220a), «fue enviado por Dios a fin de que, a ejemplo de los Apóstoles, diese testimonio de la verdad por todo el mundo» como nuevo evangelista; en él y por medio de él se produjo una inesperada exaltación y una santa novedad en todas partes» (1Cel 89).

No cabe dudar que fue precisamente esa novedad de una vida hecha testimonio y de un mensaje alegre y jubiloso de la paternidad de Dios y de la hermandad en Cristo el secreto del éxito de la predicación de Francisco y de los suyos.

CONTENIDO APOSTÓLICO DE LA REGLA

San Buenaventura, o quien sea el autor de la exposición de la Regla que figura a su nombre, afirma: «San Francisco escogió la Regla trazada por el Señor a los Apóstoles cuando los envió a predicar» (Expos. super Reg. II, 9).

Es muy exacto. Aquella página evangélica inspira cada capítulo de la Regla. Esto se aprecia mejor al leer atentamente la Regla primera. En el texto de la Regla bulada, donde el Fundador tuvo que concentrar y como exprimir su «forma de vida», no aparece con tanto vigor la vocación apostólica de la fraternidad, si a este término queremos dar el sentido de compromiso de evangelización. Por lo tanto, se hace imprescindible recurrir a los pasajes paralelos de la Regla no bulada. Ella refleja, a causa de su composición progresiva, las experiencias de la fraternidad en los diez primeros años, en abierta búsqueda de las fórmulas concretas del ideal. Pero se puede afirmar que todos los elementos han pasado, sin atenuaciones, a la Regla definitiva.

a) Fraternidad peregrinante, abierta a todos los hombres

«Los Hermanos Menores eligieron vivir en medio de los hombres». Así se expresa un cronista de la época, extraño a la Orden (cf. Lemmens: Testimonia minora, en Arch Franc Hist 1 [1908] 76). No fue fácil para San Francisco y sus compañeros hallar la fórmula justa en aquel doble impulso hacia el retiro gustoso en contemplación e intimidad fraterna, de una parte, y hacia la multiplicidad de una vida a nivel de la sociedad normal. Consta que el conflicto asomó más de una vez; y la respuesta que encontraba el Santo, escuchando al espíritu del Señor, era siempre la misma: no vivir para sí sólo, apropiándose el don de Dios, sino sentirse deudor para con Cristo redentor y obligado a servir, como siervo de todos, las perfumadas palabras del Señor (2CtaF 2; 1Cel 35, 52; LP 118; LM 12,2; Flor I, 15).

La Orden de los Hermanos Menores aparece en las dos Reglas como una fraternidad de peregrinos y forasteros, que tienen como misión ir por el mundo -ire per mundum-, con el rostro vuelto hacia la tierra de los vivientes, alegres de tener como única porción bajo el cielo el tesoro de la pobreza, puesta la confianza en el amor del Padre Dios y en la buena voluntad de los hombres, mansos y pacíficos con todos, viajando como la gente humilde, más aún, alternando con los más pobres y despreciados, comiendo de todos los alimentos que les sean puestos delante, sin causar preocupación a nadie (1R 3,9.11.14.15; 2R 3,6).

San Francisco aducía con frecuencia «las leyes de los peregrinos»: albergar bajo techo ajeno, transitar pacíficamente, anhelar por la patria (2Cel 59).

El sentido de peregrinación y de disponibilidad para con los hombres informa la vida de los hermanos también cuando se detienen temporalmente para el retiro o por otros motivos. La Regla primera decía: «Dondequiera que se hallen los hermanos, en los eremitorios o en otros lugares, guárdense de apropiarse lugar alguno y de impedir la entrada a nadie; sino que quienquiera que viniere a ellos, amigo o adversario, ladrón o salteador, sea recibido benignamente» (1R 7).

«Apropiarse» un lugar, por lo tanto, es para San Francisco lo mismo que instalarse definitivamente en él, reservándolo los hermanos para sí solos. A la luz de este texto paralelo podemos entender mejor el sentido del capítulo sexto de la Regla definitiva, siempre dentro de la doctrina, tan profundamente bíblica, del Fundador sobre la «apropiación» y el «exapropio» (cf. L. Iriarte: «Appropriatio» et «expropriatio», en Laurentianum 11 [1970] 3-35). No olvidemos que en 1223, cuando Francisco escribía este capítulo, centro y médula de la Regla, la fraternidad todavía no tenía casas ni iglesias, no había superiores locales; los grupos, guiados por ministros y custodios regionales, continuaban andado por el mundo sin morada fija. La Regla quiere mantener esta voluntad de peregrinación, de inseguridad y de disponibilidad: «Los hermanos no se apropien nada, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna; mas como peregrinos y forasteros en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por la limosna confiadamente» (c. 6).

Pero era quizá el último esfuerzo por mantener una condición de vida que ya no era posible en una Orden desarrollada numérica y organizativamente. La fraternidad local, con su casa, su iglesia y, por lo tanto, su superior que será llamado «guardián», se impondrá como una realidad en los años inmediatos, una realidad a la cual el Fundador no tendrá dificultad en adaptar la Regla, como en otros puntos. Lo hizo en el Testamento: «Guárdense los hermanos de recibir en manera alguna las iglesias, las habitaciones pobrecitas y todas las demás cosas que sean construidas para ellos, si no fueren según las exigencias de la santa pobreza que hemos prometido en la Regla; hospedándose siempre en ellas como peregrinos y forasteros» (Test 7).

Es lo que nunca debe perder la fraternidad: el sentido de peregrinación; y, por lo mismo, por lo que hace a las construcciones y a los medios propios de vida y de acción, el sentido de lo provisional.

A imitación del Salvador, «que fue pobre y huésped» (1R 9), los Hermanos Menores asumen como tarea propia ofrecer al pueblo de Dios el testimonio profético de ese aspecto social de la vocación de los cristianos, peregrinos y forasteros (1Pe 2,11), ya que no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que vamos en busca de la futura (Heb 13,14).

Es el sentido que daba al texto evangélico: Las raposas tienen guaridas y las aves del cielo tienen sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8,20). Por lo tanto, «enseñaba a los suyos a hacer habitaciones pobrecitas, casitas sencillas de madera y no de piedra» (2Cel 56).

He puesto de relieve este elemento del ideal franciscano, tan fuertemente afirmado en las dos Reglas y en el Testamento, porque hoy nos hallamos de nuevo, a mi modo de ver, como tantas veces en los momentos de renovación de la Orden, bajo el impulso a una leal revisión de todo aquello que puede cerrarle camino hacia una apertura fraterna a los hombres, precisamente porque nos da la impresión de hallarnos demasiado instalados. Es patente la inquietud que cunde a este respecto, y no sólo entre los jóvenes franciscanos. Y muchos se preguntan: ¿estamos hoy en condiciones de ofrecer al pueblo de Dios el signo profético de minoridad, de fe en el amor providente de Dios, de disponibilidad para el Reino?

b) El trabajo, medio de inserción social

Según la Regla hay dos medios importantes de presencia y de contacto con los hombres, en espíritu de servicio: el trabajo y la limosna (cf. 1R 7,9; 2R 5,6).

En la Regla primera el trabajo es considerado como ejercicio de minoridad y como medio de integración en el contexto social. La fraternidad no organiza el trabajo, no crea medios propios de trabajo, no finaliza el trabajo de cada uno de los hermanos: «Los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el mismo oficio que saben, siempre que no sea contrario a la salud del alma y lo puedan realizar honestamente... Y cada uno permanezca en aquel oficio o profesión que tenía cuando fue llamado (acomodación de 1Cor 7,24)... Y séales permitido tener las herramientas propias de cada oficio» (1R 7).

Mediante el trabajo profesional o mediante los servicios domésticos o agrícolas, los hermanos ganan el sustento para sí, para sus hermanos y también para los demás pobres, especialmente para los leprosos.

La Regla binada no cambió el sentido fundamental del trabajo, si bien en ella la motivación ascética -«evitar la ociosidad, enemiga del alma»- aparece en primer puesto. El Testamento ve en el trabajo, además, un medio de testimonio, de «buen ejemplo».

La mendicación, a la cual no es lícito recurrir si no cuando el trabajo no alcanza a cubrir las necesidades de la vida, en la doctrina de San Francisco adquiere un contenido evangélico que no debe pasarse por alto: la humillación inherente al acto de mendigar hace experimentar al vivo lo que significa «seguir la humildad y la pobreza de Jesucristo» y no tener nada bajo el cielo, lo que significa «vivir entre personas bajas y despreciadas, entre los pobres, los débiles y los enfermos, los leprosos, y los que piden limosna al lado de los caminos (1R 9), con todos los cuales «recurrimos a la mesa del Señor», preparada siempre para los pobres (Test 22).

c) La «vida apostólica», medio fundamental del apostolado franciscano

El apostolado franciscano tiene como móvil el amor del Salvador. «No se reputaba amigo de Cristo si no amaba las almas tan amadas de Él» (2Cel 72). Lo que cuenta es la gloria de Dios, mover a los hombres al reconocimiento de los beneficios divinos y a la alabanza gozosa de la Trinidad. Por lo tanto, mover a los hombres a volverse a Dios mediante la conversión.

Y el medio fundamental es el testimonio de la vida. Los Hermanos Menores han de predicar «más con el ejemplo que con la palabra». Francisco, «más dispuesto a practicar la perfección que a predicarla con las palabras, ponía toda la atención, no en las palabras que muestran el bien sin ponerlo en práctica, sino en las obras de santidad» (1Cel 93).

Es la vida misma lo que debe predicar. El apostolado de la palabra no está en manos de todos, pero nadie puede excusarse de ofrecer a los hombres el testimonio de la vida evangélica: «Todos los hermanos prediquen con las obras» (1R 17).

Para San Francisco, con todo, no se trata solamente del ejemplo de una vida de retiro y de observancia; son las virtudes cristianas en acción las que deben hablar por sí mismas cuando los hermanos van por el mundo alternando con los hombres. En la Regla bulada está expresado con fuerza este apostolado: «Yo aconsejo, amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a mis hermanos que, cuando van por el mundo, no litiguen, ni contiendan con palabras, ni juzguen a los demás, sino que han de ser benignos, pacíficos y modestos, mansos y humildes, hablando honestamente a todos, como conviene» (2R 3). «Atiendan que deben tener humildad y paciencia en las persecuciones y enfermedades, y amar a los que los persiguen, reprenden y acusan...» (2R 10).

Mensajeros de amor y de paz, los Hermanos Menores deben hacer del saludo evangélico como la expresión de una entera vocación: «En cualquier casa donde entraren, digan primeramente: ¡Paz en esta casa!» (2R 3).

Francisco, una vez que descubrió en el Evangelio de la misión de los Apóstoles la vocación definitiva, dice Celano, «iniciaba siempre sus sermones anunciando la paz con el saludo: El Señor os dé la paz. Esta paz la anunciaba él siempre con devoción a todos, hombres y mujeres, a cuantos encontraba o se cruzaban con él en los caminos» (1Cel 23). Y el biógrafo añade que los primeros compañeros, al sentir a Francisco, «abrazaron la misma misión de paz» (1Cel 24). Efectivamente, el saludo de paz se halla entre aquellos elementos de la vocación evangélica que Francisco afirma en el Testamento haberle sido revelados por Dios (Test 6).

Cuando el joven Fundador envió por primera vez a los componentes del grupo inicial, les dijo: «Id, carísimos míos, de dos en dos recorriendo las diversas partes del mundo, anunciando a los hombres la paz y la penitencia... Responded humildemente cuando se os interrogue, bendecid si sois perseguidos, dad las gracias cuando seáis injuriados y calumniados...» (1Cel 29).

Entre las recomendaciones que daba a los hermanos con ocasión de los capítulos de la fraternidad, una era ésta, según los Tres Compañeros: «"Los Hermanos Menores deben vivir entre los pueblos de tal manera que todos aquellos que los oyen o los ven sean movidos a dar gloria al Padre del cielo y a alabarlo devotamente". Todo su afán era, en efecto, ser él y sus hermanos ricos de obras que redundaran en honor del Señor. Les solía decir: "Esta paz que anuncia vuestra boca ha de estar antes que nada en vuestros corazones. No habéis de ser para nadie ocasión de cólera o de escándalo; más bien vuestra dulzura ha de atraer a todos los hombres a la paz, a la bondad, a la concordia"» (TC 58).

d) La predicación franciscana según la Regla

Jacobo de Vitry llama a la fraternidad de los Menores: «religio pauperum Crucifixi et Ordo praedicatorumm» (Historia orientalis II, 32, BAC, 965), religión de los pobres del Crucificado y Orden de los predicadores. Si bien esta designación quedó como exclusiva de los dominicos, la predicación fue, ya desde el principio, algo esencial en el apostolado franciscano. Hemos dicho cómo San Francisco se dio a predicar inmediatamente después de haber descubierto definitivamente su vocación. Más que una predicación, era un anuncio sencillo y gozoso, lleno de sinceridad y fervor, del mensaje de penitencia, como una comunicación de la propia experiencia de Dios, de su amor, de su perdón, del misterio de Cristo..., hecha en lenguaje vulgar, sin aparato retórico, en diálogo directo. Era la predicación llamada penitencial, a la cual cada cristiano podía sentirse llamado por la participación en el profetismo de la Iglesia, a diferencia de la predicación doctrinal, reservada a los teólogos y predicadores cualificados.

Es la forma de predicación que Inocencio III autorizó a Francisco y a sus primeros compañeros cuando aprobó la forma de vida: «Id en el nombre del Señor y predicad al mundo la penitencia como el Señor se dignará inspiraros» (1Cel 33). A esta «divina inspiración» se confiaba el Santo cuando predicaba.

A aquella primera época de predicación sencilla y popular debe de pertenecer el modelo de lauda -género de composición poética- inserto en la primera Regla, cap. 21: «Esta o parecida exhortación y lauda pueden anunciar todos mis hermanos, siempre que les agrade, ante cualquier clase de hombres con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas. Haced penitencia... Dad y os será dado. Perdonad, y seréis perdonados... Confesad todos vuestros pecados; dichosos los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos. Ay de aquellos que no mueren en penitencia... Guardaos y absteneos de todo mal y perseverad en el bien hasta el fin».

Conforme a este esquema fue escrita la Carta del Santo a todos los fieles. Es importante esa manera de comenzar el sermón invitando a los oyentes a alabar a Dios, elevándolos al gozo de la paternidad divina, de los beneficios recibidos de Dios, para después descender a la realidad del pecado, a los deberes cristianos..., y terminar hablando de la vida futura. También el capítulo 23 de la Regla primera puede ser considerado como un modelo de lauda descendente, un mensaje alegre y humilde de los Hermanos Menores a todo el pueblo de Dios, a todos los hombres.

Cuando la fraternidad creció en número y extensión, disminuyó aquella espontaneidad, y fue necesaria una facultad especial del ministro. En la Regla primera todavía los requisitos se hallan expresados en términos vagos: «Ninguno de los hermanos predique contra la forma y la institución de la Iglesia y si no ha obtenido el permiso de su ministro. Pero los ministros se guardarán de conceder sin discreción semejante permiso» (1R 17).

Es claro que se trata del ministro regional inmediato. En la Regla definitiva la disciplina se hace más rígida: «Los hermanos no prediquen en el obispado de ningún obispo, cuando él se lo haya prohibido. Y ninguno de los hermanos, en manera alguna, se atreva a predicar al pueblo, si no hubiera sido examinado y aprobado por el ministro general de esta fraternidad, y le hubiera sido concedido por el mismo el oficio de la predicación» (2R 9).

Por una parte el texto refleja los conflictos que ya brotaban con las autoridades eclesiásticas por causa del ministerio de los hermanos. San Francisco no se contentaba con evitar el encuentro con los obispos, sino que quería también respetar la autoridad de los rudos y no siempre ejemplares párrocos rurales: «Aun cuando yo tuviese tanta sabiduría cuanta tuvo Salomón, y hallase sacerdotes pobrecitos de este mundo en las parroquias en que moran, no quiero predicar contra la voluntad de ellos» (Test 7).

En el mismo Testamento manifiesta su voluntad decidida de que los hermanos no obtengan de la Sede Romana cartas de protección «bajo pretexto de predicación». Consta por muchos testimonios que él prefería correr la aventura de los métodos minoríticos con los obispos y con los sacerdotes, ganando mediante la humildad al clero y al pueblo, antes que proveerse de diplomas de favor (cf. 2Cel 146; LP 20).

Por otro lado el texto de la Regla definitiva nos pone ante un hecho quizá inevitable: la predicación no es ya aquella predicación penitencial, sencilla y espontánea, sino más bien la doctrinal, para la cual se requiere una patente, extendida por el ministro general después de un examen serio. Hay por lo tanto hermanos predicadores por oficio.

No obstante Francisco quiere que la predicación de los Hermanos Menores siga caracterizándose por su índole penitencial, es decir, «enderezada a utilidad y edificación del pueblo, anunciándoles los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón» (2R 9).

En la primera Regla San Francisco inculca las disposiciones espirituales del predicador, que han desaparecido en la Regla bulada. Ha de ser hombre de profunda pobreza interior, que no se busca a sí mismo ni busca la propia gloria o el éxito personal: «Ningún predicador se apropie el oficio de la predicación... Ruego, por lo tanto, en la caridad que es Dios, a todos mis hermanos que predican, que oran, que trabajan, así clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todo, y no se gloríen ni sientan vanidad interior por las buenas palabras y obras, más aún, por ningún bien que Dios dice o hace alguna vez en ellos o por medio de ellos» (1R 17).

Y sigue la doctrina, tan personal, de San Francisco sobre las aspiraciones del espíritu de la carne -egoísmo- y el espíritu del Señor. Celano atribuye al Santo esta máxima: «El predicador ha de extraer de la oración silenciosa lo que después difundirá en la predicación; ha de calentarse primero interiormente, para no proferir palabras frías» (2Cel 163).

La conversión de las almas -enseñaba- es efecto más de la vida humilde y de la oración oculta de los hermanitos sencillos, cuya santidad es conocida de Dios e ignorada de los hombres, que de la predicación de aquellos que buscan el éxito personal en la elocuencia. A los primeros los llamaba el Santo «mis caballeros de la Tabla Redonda» (LP 103c).

Añadamos que la predicación no es la forma única de apostolado para el Hermano Menor. Característica importante es la disponibilidad. El Hermano Menor ha de sentirse libre y abierto para cualquier servicio que exija de él el pueblo de Dios, y con preferencia aquellos servicios que responden a la vida minorítica. A esta disposición de apertura corresponde la adaptabilidad a los lugares, tiempos y personas. El hijo de San Francisco se halla a sus anchas, en su propio ambiente, lo mismo con los grandes que con los pequeños.

San Francisco nos ofrece el ejemplo de un sentido excepcional de adaptación. No se limitaba a las formas trilladas de diseminar el mensaje de salvación. En los últimos años, enfermo e imposibilitado, inventó la manera de llegar a todos los hombres por medio de cartas, que hacía copiar a sus hermanos. Y cercano a la muerte tuvo el plan original de formar un coro de juglares de Dios, al comprobar el resultado del Cántico de las Creaturas: debían recorrer el mundo cantando e invitando a los hombres a bendecir y a servir al Señor.

e) El apostolado misionero en la Regla

La vocación misionera de la fraternidad fue clarificándose en el espíritu de Francisco progresivamente, y derivaba al mismo tiempo de la conciencia de la vida apostólica y de la exigencia del dinamismo de la misma fraternidad, abierta a todos los hombres, pero en el misterio de la Iglesia pueblo de Dios. El capítulo 23 de la Regla primera, maravilloso cuadro teológico del designio salvador de Dios, nos da el sentido de esta concepción universalista, poco común en la época en que la «Christianitas», Cristiandad, era identificada con la Ciudad de Dios, empeñada en la cruzada contra los infieles. El capítulo se abre con una plegaria ferviente de alabanza y de acción de gracias al «Señor y Rey del cielo y de la tierra» por el hecho de la creación, por el don de la encarnación, de la redención, de la glorificación de Cristo y de todos nosotros en Él. Viene después una invitación a todos los santos de todos los tiempos a formar coro con Cristo en la acción de gracias. Sigue la misma invitación a la Iglesia peregrinante, descrita con todos sus componentes. Y finalmente: «Y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, a todas las naciones y a todos los hombres del mundo entero, actuales y futuros: suplicamos y pedimos humildemente todos nosotros, los Hermanos Menores, siervos inútiles, que perseveren todos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede ser salvo».

Fue probablemente a fines de 1212 cuando San Francisco intentó por primera vez pasar a Oriente, empujado del deseo de llevar a los sarracenos un mensaje de amor. Era el momento en que la cruzada de las armas comenzaba a perder popularidad en Europa. Al año siguiente otra tentativa, también sin éxito, de entrar en contacto con los musulmanes de España, derrotados por los cristianos en la batalla de Las Navas. En 1219 la fraternidad, reunida en capítulo, decide programar en serio la labor entre los infieles. Un grupo de misioneros parte para Marruecos; Francisco se dirige a Egipto. Esta vez, si bien fracasa en su intento de convertir al sultán, deja asegurada permanentemente la presencia de los hermanos en Palestina y en todo el próximo Oriente. Entre tanto Berardo y sus cuatro compañeros obtienen la palma del martirio en el reino de Marruecos. Al tener noticia de ello San Francisco, exclamó: «Ahora puedo decir que tengo cinco verdaderos Hermanos Menores» (Jordán de Giano: Crónica 8).

Este contexto martirial aparece claro en el capítulo 16 de la Regla primera, compuesto a lo que parece después de esos acontecimientos. Todos los textos bíblicos que lo motivan hablan de la valentía ante los perseguidores, de la abnegación y de la fidelidad a Cristo hasta la muerte.

La vocación misionera, en la doctrina de San Francisco, es efecto de una inspiración divina, que crea en el que se siente llamado una especie de derecho sagrado que ningún superior puede impedir: «Todos aquellos hermanos que, por divina inspiración, quisieran ir entre los sarracenos y otros infieles, vayan con la licencia de su ministro y siervo. El ministro les conceda la licencia y no se oponga, si ve que son idóneos para ser enviados, ya que tendrá que dar cuenta al Señor si en esto o en otras cosas se condujere sin discreción» (cf. 1R 16; 2R 12).

Es cierto que la Regla bulada, además de suprimir todas las motivaciones espirituales del largo capítulo de la Regla primera, modificó el texto en atención a la disciplina jerárquica: al ministro toca juzgar de la idoneidad y conceder la licencia en caso positivo. Pero queda en pie el elemento de la «inspiración divina». Y consta que San Francisco consideraba óptima obediencia la del hermano que, movido de semejante inspiración, se adelanta a pedir ser destinado entre los infieles, ya que en esta aspiración «ninguna parte tiene la carne y la sangre» (2Cel 152).

El punto más interesante, con todo, en la línea general del apostolado franciscano, es el método misional tal como está precisado en la Regla primera. Antes que nada debe atenderse al testimonio de una vida sinceramente cristiana que habla por sí misma, ese «hacer nacer a Cristo con las buenas obras», que tanto inculcaba Francisco (1CtaF I,10); en un segundo tiempo, si se ofrece la oportunidad, viene la predicación directa de la fe y la exhortación a entrar en la Iglesia mediante el bautismo: «Pero los hermanos que van, pueden vivir espiritualmente entre los infieles de dos maneras. Una manera consiste en evitar discusiones y disputas, mostrándose más bien sujetos a toda humana creatura por amor de Dios (1Pe 2,13), y confesando que son cristianos. La otra manera consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios...» (1R 16,6-7).

* * *

Seréis mis testigos (Hch 1,8). Ser apóstol de Cristo no es otra cosa que tener conciencia de ser un testigo, lo mismo que Cristo dio testimonio del Padre. Pero ese testimonio se da con la vida más que con las palabras. Francisco concibió su servicio a los hombres como un testimonio de Cristo, un testimonio que se da sobre todo con las obras. Pero para «predicar con las obras» se requiere como condición imprescindible la conversión. Quizá porque nos falta la coherencia entre lo que creemos y predicamos y lo que somos, nos hallamos inseguros ante el mundo de hoy, precisamente porque el mundo de hoy posee más vivo que nunca el sentido de la autenticidad.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 10 (1975) 27-37]

J. Segrelles: Cuida de ser tan bueno como la gente cree (Ll 1)

 


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