DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


REGLA DE SANTA CLARA DE ASÍS
NOVUS ORDO, NOVA VITA

Texto, y notas de sor Clara Augusta Lainati, OSC

 

[Texto original: Novus Ordo, Nova Vita. Un nuovo Ordine, una nuova Vita. Regola di santa Chiara d'Assisi. Testo e note di Sr. Chiara Augusta Lainati, Matelica 2001 - 174 pp., (pro manuscripto)]

INTRODUCCIÓN

Benlliure: Consagración de Sta ClaraEste trabajo nació con ocasión de la preparación de las «notas» para la Regla de santa Clara de la nueva edición de las Fuentes Franciscanas, al presente en imprenta. Leyendo la Regla, como hacemos de ordinario las Clarisas en el refectorio y sobre todo en las clases en el noviciado, me habían surgido interrogantes, dudas acerca de breves expresiones, que o han pasado inadvertidas o no han sido comentadas. En efecto, una serie crítica de notas a la Regla de Clara de 1253 todavía no existía.

Respecto a las Fuentes Franciscanas, ese trabajo ha resultado, evidentemente, demasiado largo y complejo; la profundización en los temas ha exigido, en efecto, más de un año de estudio, considerada la amplitud de la bibliografía. Por otra parte, este trabajo ha sido previsto como parte de un volumen, ya avanzado, sobre los orígenes y el camino histórico-espiritual de la Regla de santa Clara. Pero sucedió que algunas maestras de noviciado, habiéndolo utilizado, me han rogado que lo publique en impresión privada, porque facilita la preparación de las clases sobre la Regla. Si se publica ahora es con vistas al pequeño servicio que puedo prestar en este sentido.

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Pero existe todavía otro motivo para la publicación de este pequeño texto. La profundización en la forma de vida de Clara me ha llevado a los «orígenes» de mis estudios clarianos, cuando -siendo universitaria- me parecía evidente que la Orden de Francisco y de Clara era algo «nuevo», absolutamente diferente de las demás Órdenes: algo «inaudito» antes en la Iglesia de Dios, pero que continúa permaneciendo «inaudito» todavía, en caso que se centre el significado y se le haga resaltar.

Era, pues, algo que subyacía en mí desde siempre, pero que ahora se me presenta inmediatamente evidente: un descubrimiento como… el huevo de Colón. Doy por descontado, en efecto, decir que lo que le interesa a Clara es el Evangelio observado «sin glosa», literalmente, al modo de Francisco, que, mirando a Cristo de frente y siguiendo paso a paso las inspiraciones internas de su Santo Espíritu, se encuentra desnudo delante del Obispo y de su padre en medio de la muchedumbre estupefacta en la plaza de San Rufino. Y que también Clara, aun cuando ha debido encerrar, como el mismo Francisco, la observancia del Evangelio al comienzo y al final de la Regla con aquellas breves frases: «La forma de vida de las Hermanas Pobres, instituida por el bienaventurado Francisco, es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo…» (RCl 1,1) y «…firmes en la fe católica, guardemos… el santo Evangelio que firmemente prometimos. Amén» (RCl 12,12); sin embargo, ha entendido como él la vida de hermana y de pobre, como una vida de observancia del Evangelio al pie de la letra.

Decir tal cosa parece evidente. Pero no lo es, porque lo que hace de la Orden de Francisco y de Clara una «nueva Orden, una nueva vida», no semejante a ninguna de las otras formas de vida religiosa -¡tantas- existentes en la Iglesia, no es el simple seguimiento del Evangelio (esto es, en efecto, propio de todas las Órdenes e Institutos religiosos y de todos los tipos de consagración, en todos los tiempos), sino del Evangelio sin glosa, a la letra. Lo que resalta la diferencia, y es una diferencia enorme, consiste en eso.

Nosotras no estamos llamadas a seguir el Evangelio y basta: somos llamadas a seguir todo el Evangelio, en toda su mínima expresión, a la letra.

La mujer NUEVA, «esposa del Espíritu Santo», «hija y sierva del altísimo sumo rey, el Padre celestial», «madre de nuestro Señor Jesucristo» (RCl 6,3), es hecha así por el Espíritu del Señor; en efecto, porque «elige vivir según la perfección del santo Evangelio» (RCl 6,3), no de un modo genérico, sino encarnando la Palabra como está escrita. En este encarnar la Palabra del Evangelio como está escrita -y esto solamente- le hace «portadora espiritual del Hijo de Dios» (3CtaCl 24-25), haciendo descender al Espíritu del Señor en el alma, exactamente como en la Virgen María.

Es lo que sor Inés de Opórtulo manifiesta sobre Clara el 25 de abril de 1232, segundo domingo de Pascua: «Vio otro gran resplandor, no del color del anterior, sino todo rojo, que parecía despedir chispas de fuego y que rodeó por completo a la dicha santa, y le cubrió toda la cabeza. Y dudando la testigo qué era aquello, se le respondió, no en voz pero sí en la mente: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti"» (Lc 1,35; Proc 10,8), y esto vale también para la comunidad entera, pequeña grey en el seguimiento fiel de la Palabra: «Yo estoy en medio de ellos» (Mt 18,20; Proc 10,8).

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Observar el Evangelio a la letra con constancia, en continua negación de sí y del propio yo, logra, en efecto, despojar al hombre de sí mismo, para hacerlo vil y despreciable no sólo a los ojos de los demás, sino a los suyos propios: de hecho, sometiéndolo por amor de Dios a cualquier otra criatura, animada e inanimada, le sumerge en Cristo mismo en su abatimiento hasta la muerte de cruz -aquello de lo que habla san Pablo en la Carta a los Filipenses (2,8)- y vaciándolo en la humildad le hace esclavo por amor de Dios sin autoconciencia de algún bien en sí mismo, sino sólo del Sumo Bien que es Dios, a quien se dirige toda alabanza, gloria y bendición.

A esto tiende la Regla: una vez que no hay más diferencia entre el «continente» -siervo inútil- y el Continente, Cristo Señor, plenitud del Espíritu, el Reino está en medio de nosotros. ¡Es la empresa de Francisco

Mas, observar el Evangelio a la letra, sin glosas, ni comentarios, ni amplias interpretaciones -algo que distingue a la Orden franciscano-clariana de todas las restantes Órdenes e Institutos-, no es lo más simple del mundo.

Presupone la heroicidad del seguimiento del Señor Jesús en todo su transitar por la tierra. Y esta heroicidad del seguimiento a su vez presupone un verdadero y concreto enamoramiento de la persona de Jesucristo: lo que ha caracterizado y caracteriza, en su simplicidad, a Clara de Asís, mujer verdaderamente enamorada del Hijo de Dios en toda su existencia, desde su aparición en pobres pajas en la cueva de Belén, hasta el reclinar de su cabeza agonizante en la cruz. Clara es, en verdad, la «señora pobre», como la veía Francisco, cuya única riqueza fue estar locamente enamorada del Hijo de Dios y de María.

La observancia al pie de la letra del Evangelio esculpe a la persona en la humildad y en la pobreza de sí, porque apremia a la observancia de esos versículos del Evangelio, donde «amar es un vocablo del verbo morir», diría monseñor Tonino Bello.

Como en los versículos de Lc 6,27-37, con los equivalentes de Mt 5,38-47:

«A vosotros que me escucháis os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian.
Bendecid a los que os maldicen; rezad por los que os injurian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra.
Al que te quite la capa, déjale también la túnica.
A todo el que pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Así, pues, tratad a los demás como queréis que ellos os traten.
Si queréis a los que os quieren, ¡vaya generosidad También los descreídos quieren a quien los quiere.
Y si hacéis el bien al que os hace el bien, ¡vaya generosidad También los descreídos lo hacen.
Y si prestáis sólo cuando esperéis cobrar, ¡vaya generosidad También los descreídos se prestan unos a otros con intención de cobrarse.
¡No Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada.
Así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malos y desagradecidos.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.
¡No juzguéis… No condenéis… Perdonad… Dad…».

Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: No somos mas que unos pobres criados, ¡hemos hecho lo que teníamos que hacer (Lc 17,10).

¿Y la Regla, qué? Importantísima, como veremos también detalladamente en las notas.

Sin embargo, permanece verdadero que: «¡Esto había que practicar, y aquello no dejarlo» (Mt 23,23).

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Desde la condición de «ignorante y sujeto a todos» en la que lo situaba el literal seguimiento evangélico, no podía haber regla que pudiese disuadir a Francisco:

«El bienaventurado Francisco escuchó la advertencia del cardenal sobre este asunto; tomándole de la mano lo condujo a la asamblea del capítulo y habló a los hermanos en estos términos: "Hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de S. Agustín, ni la de S. Bernardo, ni la de S. Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco en el mundo; y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta…". El cardenal estupefacto, nada replicó, y todos los hermanos quedaron asustados» (LP 18).

Precisamente sobre esta base de santa «locura evangélica» nace una nueva Regla, sólo como tutela de la observancia del Evangelio y como camino de asequibilidad a la observancia de la Palabra de Jesús, más bien de Jesucristo. Ninguna palabra del Evangelio era una hipérbole para Francisco, era cumplida como sonaba y basta. Él, destinado a ser «el novísimo loco en este mundo», tiene en su mente de enamorado sólo una cosa: la persona de Cristo pobre y crucificado, el Cristo de San Damián. «Quizá en su misma voluntad de presentarse como loco influía el recuerdo de "la locura de la cruz" de san Pablo, la locura que salva».[1]

El amor le ayuda a cambiar. Para eso le sirve la observancia «sin glosa» del Evangelio. Porque amar es REALIZAR LA PALABRA del Amado. Lo demás, todo lo demás, ya no le sirve.

Y así para Clara.

La interpretación de la Regla de Clara es válida en la medida en que se toma como plataforma la observancia evangélica a la letra. En efecto, el Evangelio subyace a toda norma y es a eso a lo que tiende la norma. Entonces sí, precisamente en este sentido, toda palabra de la Regla está destinada a ser un camino que lleva a la santidad. De otro modo, el resultado de una observancia, incluso severa, estrecha y comprometida, podía crear una «cosa buena», y también admirable, por los continuos actos de heroicidad diaria que conlleva: mas no conduce a la santidad, es decir, a ese anonadamiento franciscano de sí y a aquel Todo de Dios que sólo el Espíritu del Señor está en condiciones de realizar y no el esfuerzo del hombre.

El terreno de base es, pues, la humildad, en el sentido más amplio posible, kénosis existencial, nada humano (¿«Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?» Ll III), pero también la condición servil que el Evangelio presupone en el discípulo, la que Jesús, emblemáticamente, describe a los ojos de los apóstoles ocho días antes de la Pascua:

«Sabía Jesús que había llegado para él la hora de pasar de este mundo al Padre; había amado a los suyos que vivían en el mundo y los amó hasta el extremo. Estaban cenando…, se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ciñó una toalla; echó agua en una jofaina y se puso a lavarle los pies a los discípulos…». Es la condición del siervo, la vilidad que nos corresponde: «Os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo que yo he hecho…». Jesús, amando a los suyos hasta el extremo, se ciñe una toalla, demostrándose su siervo. Condición de Jesús: «Si yo, el Señor y Maestro he hecho esto…»; condición del seguidor del Evangelio: «Un siervo no es más grande que su señor…» (Jn 13,1-15); condición de la Madre de este Hijo-Siervo: «Ha mirado la humildad de su esclava…» (Lc 1,48).

Para quien ama a Cristo, de por sí esta es ya la perfecta alegría, imitarlo en el servicio sabiéndose siervos inútiles y dignos de ser enviados por los «Crucíferos» a servir a los leprosos, cuando así parece al Padre de los cielos y a los hermanos de la tierra, precisamente porque «eres simple e ignorante» (VerAl 13 y 11). Es perfecta alegría vivir como ignorantes y súbditos de todos en esa caritativa obediencia que estipula la Regla; en efecto, es propio de la caridad armonizar todas las manifestaciones de las virtudes: la caridad es un supuesto previo y es a la vez el «vínculo», el nexo (Col 3,14; citado en RCl 10,7). Pero cuando la caridad es perfecta, no existe ya diferencia entre el dueño y el siervo, entre Cristo en la cruz y el amante en la cruz. «No os llamo más siervos, os llamo amigos» (Jn 15,15). Y ahí reside toda la alegría, la perfecta y plena alegría que colma los cielos.

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La Hermana Pobre Clara hace el resumen de su vida; escribe cómo ella la ha organizado, para sí y para las hermanas presentes y futuras, habiéndola recibido de Francisco; es la forma de vida que ha seguido y, a punto de morir, la somete, esperanzada hasta el fin, a la Sede Romana, que debe poner su sello.

Es ese bello documento que se conoce con el nombre de Regla o, mejor, Forma de vida de las Hermanas Pobres, incluida en la Bula Solet annuere, sellada por el papa Inocencio IV (Sinibaldo Fieschi) el 9 de agosto de 1253, en Asís, dos días antes de la muerte de la santa. Todavía existe el original, entre otros recuerdos de Clara, en su Basílica de Asís.

Primera Regla escrita por una mujer para mujeres,[2] ella compendia toda la novedad de la que hemos hablado hasta ahora, la novedad que el Espíritu del Señor suscitó en la vida de Francisco y de Clara. La Iglesia, hasta en sus más altos vértices,[3] comprendió y subrayó inmediatamente esta NOVEDAD; y la comprendieron también los biógrafos y los testigos oculares del nuevo movimiento. Absolutamente el primero, Jacobo de Vitry-sur-Seine, un hombre muy experto en las formas de vida religiosa: en su viaje a San Juan de Acre, deteniéndose en Perusa para ser nombrado obispo, se cercioró acerca de la realidad de aquellos pobres del Evangelio, como eran Francisco y Clara y sus discípulos de los alrededores de Perusa. Muy experto, como decía, de las nuevas formas de vida religiosa femenina, que se estaban organizando, y poco a poco siempre más atento a las nuevas experiencias de la Iglesia de su tiempo -como la de las Beguinas de la diócesis de Lieja-, no se le escapa la NOVEDAD absoluta del «movimiento» de Clara y de las «mujeres» que conviven con ella. Hay que advertir que hasta aquella fecha (1216) se trata sólo de «movimiento», y no de una Orden religiosa. El asombro de Jacobo de Vitry es grande y trasmite exactamente la medida de la novedad: «Las mujeres (las hermanas pobres), en cambio (el contraste reside en las comparaciones con los hermanos menores, que van de dos en dos por el mundo), moran juntas en algunos hospicios no lejos de la ciudad y no aceptan ninguna donación, sino que viven con el trabajo de sus propias manos. No menor es su disgusto y turbación, viéndose honradas más de lo que quisieran por los clérigos y los laicos» (Carta primera; BAC 964).

Mujeres pobres: es decir, sin rentas fijas que podrían ser abastecidas por donaciones; mujeres que viven del trabajo de sus manos, viviendo en pequeñas ermitas fuera de la ciudad; mujeres que procuran ser humildemente ignoradas. Jacobo no les repite -lo sobreentiende- todo lo que ya ha dicho antes sobre el despego del mundo, sobre la renuncia de toda propiedad, sobre la oración y contemplación como elección de vida bien de los hermanos como de las hermanas pobres (Carta primera; BAC 964).

Esta NUEVA forma de vida de Clara y de las Hermanas Pobres de San Damián, en el modo en que aparece de improviso en la Iglesia del siglo XIII, suponía un problema jurídico-institucional de no fácil solución.

En efecto, el nuevo movimiento, que se inscribía entre tantos movimientos espontáneos femeninos del momento, debía por fuerza apoyarse en una institución ya existente, si no quería desaparecer en la nada como sucedió con tantos «movimientos» de entonces. Debía apoyarse o en la institución eremítica, en la monástica o en la canonical (así lo imponía el c. 13 del IV Concilio de Letrán). La trabajosa historia de la Regla de Clara, desde la primitiva, breve y simple, «forma de vivir» dada por Francisco poco después de su ingreso en San Damián (1212-1213), hasta la aprobación definitiva del 9 de agosto de 1253, la que publicamos, indica la enorme dificultad de integración del ideal clariano de absoluta pobreza y minoridad, siguiendo las huellas de Cristo y de su Madre pobrecilla, en la institución monástica. Dificultad que ha implicado a Clara y a la Iglesia durante cuarenta años hasta la solución definitiva, que es una «nueva creación» del Espíritu del Señor en la Iglesia y una plena realización del carisma de Clara: una estructura eclesial monástica con una connotación de evangelicidad completamente franciscana.

Lo que significa en la práctica es que las Hermanas Pobres son MONJAS a todos los efectos, pero monjas de tal manera obligadas al SEGUIMIENTO A LA LETRA del Evangelio, en la pobreza, en no poseer ni siquiera en privado ni en común, en la minoridad, en la misma forma de gobierno (no piramidal, sino que prevé dos autoridades para la tutela del Evangelio, Francisco y Clara, y en lo sucesivo, sus sucesores), en la fraternidad, en la misma manera de rezar, que no se pueden vincular al monacato tradicional a no ser por lo que respecta a la pureza del corazón y la ascesis con la separación del mundo.

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Ya la «conversión» de Clara con su manera de salir del mundo -en la cuestión de su noble y acomodada casa paterna- para entrar en la vida de la penitencia (RCl 6,1) de la misma manera que Francisco, aparece como algo NUEVO en la Iglesia de 1212 (ó 1211): porque Clara escoge, como Francisco, pertenecer a Cristo con un desposeimiento total desconocido en la Iglesia del siglo XIII. El hecho es que la pobreza que ella abraza no concierne solamente al ámbito personal (en particular, en propiedad) con la cesión de los bienes a la institución o a la Orden monástica, cualquiera que sea, de la que se forma parte; sino que concierne también a toda la comunidad que se está agrupando alrededor suyo en San Damián. Es una pobreza en común. No sólo la hermana, pero ni siquiera la comunidad posee o puede poseer.

No sólo: mas, para Clara, no se trata tampoco solamente de una elección pauperística (¡cuántos movimientos pauperísticos ha alumbrado el tiempo de Francisco y Clara), sino que hay más: es querer entrar en una condición de «humillada bajeza» (Vilitas: LCl 9), de marginalidad y de «no significación» en la sociedad de su tiempo como era la de los pordioseros, de los mendigos, de los excluidos, de los marginados; como para Francisco, cuya conversión, unida al beso del leproso, «significaba no sólo la elección pauperística, sino el cambio de estado social, el ingreso entre los que eran rechazados por todos por su condición de repulsión».[4]

También por eso los padres de Clara se opusieron mucho cuando la vieron en San Pablo de las Abadesas, donde se había refugiado inmediatamente después de la Vestición en la Porciúncula: no sólo y no tanto por la elección de la vida religiosa, sino porque -sin bienes como estaba, vendida la herencia y distribuida evangélicamente a los pobres- había escogido, a imitación de su padre san Francisco, sirviente en Vallingegno entre los Benedictinos, hacer de sirvienta de las monjas, como todas las jóvenes desprovistas de la dote. Había pasado de la parte de los poderosos, a quienes pertenecía, al lado de los sin nombre, ni dignidad; y esta condición «vil» de Clara en el monasterio era un ultraje, y no de poca monta, para los nobles.[5] Es desde esta óptica como se entiende también mejor el asombro de Jacobo de Vitry acerca de la elección de estas Mujeres queriendo ser más bien despreciadas que honradas.

Menor, pues, de parte de los «menores», de quienes no cuentan, de los mendigos, de los rechazados. Y sucede que en este descender siempre más abajo de escalón en escalón, mediante «la pobreza, el trabajo, la tribulación, la afrenta y el desprecio del mundo», como testimonia Clara en la misma Regla (RCl 2,2), hasta alcanzar el último peldaño de la escala de la sociedad, la pobreza se convierte en un total compartir la vida de los verdaderos pobres (y la dificultad ascética de la singular Hermana como de la Orden consistirá siempre en quererse transformar de «pobres voluntarios» en «pobres verdaderos»). Es un compartir que Clara defiende de todas las formas, con uñas y dientes, si fuesen expresiones tolerables en este contexto. Nadie, según Clara, puede poner en discusión o en peligro, ni siquiera la Iglesia misma, esta elección: ahí reside la raíz del «Privilegio de la pobreza», que tenemos en forma escrita en la Bula de Gregorio IX, del 17 de septiembre de 1228 (BAC 236-237), y que resplandece con otras palabras, con fuerza todavía mayor por el estilo personal del lenguaje, en el capítulo VI de la Regla de santa Clara. Lo tenían tan claro en San Damián que la aprobación de la Regla de Clara significaba precisamente la aprobación del «Privilegio de la pobreza», como un estilo de vida, aun antes que como documento, que las palabras de las hermanas que testificaron en el Proceso de canonización de Clara son semejantes. En resumen las palabras más bellas las encuentra Clara misma al responder a Gregorio IX: «¡Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo» (LCl 14).

La Regla traza una elección de vida absolutamente despojada de garantías para el día de mañana, enraizada únicamente en la fe; un acogerse plenamente a Dios con la confianza secreta y alegre de los pequeños, una fe ilimitada en las promesas evangélicas hechas a los pobres: «Mirad a los pájaros del cielo…», «mirad a los lirios en los campos…» (Mt 6,19-21, 25-34; Lc 12,22-32). Logra con eso un abandono definitivo y sin cálculos en el «Padre de las misericordias», que es el «Dador de todo bien» (TestCl 2.58), un caminar -en estrecha clausura- como «peregrinas y forasteras» en este mundo, sin nada, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna, teniendo como única riqueza la misericordia, «la limosna» del Señor, que vierte sobre el más pequeño de sus hijos su inmensa riqueza (RCl 8,1ss).

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El primer fruto que nace de una observancia sin glosa del Evangelio, en un grupo, es la caridad fraterna. El grupo es un grupo de hermanos y de hermanas que se quieren bien, en el cual cada uno quiere el bien del otro y se entrega dando amor, recordando que: «Lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt 7,12). Porque el Espíritu del Señor habita en vosotros. Y cuando el yo calla y muere continuamente a sí en la observancia de la Palabra evangélica, resplandece el amor a Dios y al prójimo.

Este es el primer fruto de la pobreza-humildad a la que apremia la Regla de Clara. «Tranquilizaos, rebaño pequeño, que es decisión de vuestro Padre reinar de hecho sobre vosotros» (Lc 12,32): es decir, Cristo presente entre vosotros. En el Evangelio de Lucas esta expresión cierra precisamente un discurso de la pobreza, de pájaros que no siembran, ni siegan y, sin embargo, Dios los alimenta; de lirios que no hilan, ni tejen, y, a pesar de eso, visten más suntuosamente que Salomón. Y esta expresión es preferida por la abadesa y madre del monasterio de San Damián: que no sabe ver a su familia religiosa más que como «una pequeña grey» destinada a tener las características, humildes y pobres, sufrientes y a la vez resplandecientes de amor del Hijo de Dios y de su Madre virgen (TestCl 46; 4CtaCl 19-23).

La comunidad es efectivamente un pequeño rebaño de Hermanas que «viven unidas», como bien subrayaba Jacobo de Vitry en el ya citado testimonio: mas su «vivir» unidas es el «morar» cristiano, o sea ofrecer espacio al Espíritu del Señor y convertirse, bajo su acción, en morada de la Trinidad ("mansio", "manere": Jn 14,23). «Así lo afirma la misma Verdad: "Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él"» (3CtaCl 23).

Las Hermanas Pobres, hijas y siervas del Padre, esposas del Espíritu Santo, encarnan el Evangelio como está escrito: de ese modo su «morar unidas» está visto en la Regla de Clara como el cauce comunitario, el «lugar», el regazo en que nace el Hijo de Dios y de María, el «Reino». En la práctica de una caridad fraterna, que sacrifica todo con vistas a la unidad y al amor mutuo y de la paz (RCl 4,22; 10,6-7).

Toda la forma de vida se convierte así en un «modo de santa UNIDAD», como la define el cardinal Rainaldo de Ostia en la Bula inicial (BAC 271-272). Efectivamente «obedecer» al prójimo, por bueno o malo que sea, no es fin en sí mismo: tiene como punto de mira «LA UNIDAD» en la caridad, que es lo único que interesa a Cristo Señor. Jesús, en efecto, no hace cuestión de equivocación o de razón en el Evangelio: («¿Hombre, quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?» Lc 12,14): pero sí de la UNIDAD en la caridad. Hasta tal punto que: «Si yendo a presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23-24). Quién de los dos tenía razón, ni siquiera lo cuestiona: nunca. Lo que hay que recomponer, salvar, vivir siempre y ante todo es sólo la caridad que es unidad.

«Padre Santo, protege tú mismo a los que me has dado, para que sean uno como lo somos nosotros…, como tú Padre estás conmigo y yo contigo; que también ellos estén con nosotros…, yo unido con ellos y tú conmigo, para que queden realizados en la unidad» (Jn 17,11; 21-23).

El maligno es aquel que tiene el poder de quebrar la unidad del grupo (Jn 17,15).

En la Regla de Clara la Palabra de Dios modela en la concordia RCl 4,3). Y de esta «unidad de la mutua caridad, que es vínculo de la perfección» (RCl 10,7), derivan también todas las normas, que frente al estilo piramidal de la construcción comunitaria medieval, prevén la participación de toda la comunidad en las diversas decisiones internas y externas para la utilidad y honestidad del monasterio.

No sólo, sino el mutuo amor y la familiaridad en el trato entre las Hermanas llega a ser tranquila confianza que supera hasta la norma del silencio (RCl 8,15) y es visto por Clara -siguiendo las huellas de Francisco, pero en un contexto más amplio- como el amor maternal que sabe prever, sostener, abrirse las propias vísceras para dar la vida: «Porque si la madre ama y nutre a su hija carnal, ¡cuánto más amorosamente deberá cada una querer y nutrir a su hermana espiritual» (RCl 8,15).

Nada debe oponerse a este mutuo amor, que es el Reino ya presente, el Hijo de Dios hecho carne entre nosotros: esto es precisamente para lo cual la Regla nació y a lo que tiende. Pero Clara sabe cuán difícil es vivir una para las otras, en una minoridad que obedece continuamente: y le nace del corazón una diligente y humilde advertencia que no encontramos en los escritos de san Francisco: «Se guarden las hermanas de toda soberbia… disensión y división» (RCl 10,6).

La unidad necesita protección, la caridad ser alentada, la Palabra ser de suma claridad en el momento oportuno. La «Ministra» de la fraternidad tiene la tutela de la observancia del Evangelio. Clara en la Regla no está y no quiere estar sola en este deber: pero sorprendentemente tiene a su lado al «ministro» de las hermanas, el sucesor del bienaventurado Francisco, a un tiempo, directo superior también de San Damián, tanto que las hermanas están obligadas a obedecerle como a la misma Clara y a las abadesas que le sucederán: «Y las demás hermanas estén siempre obligadas a obedecer a los sucesores del bienaventurado Francisco, a la hermana Clara y a las demás abadesas que, canónicamente elegidas le sucedieren» (RCl 1,5). Desaparece la «prioridad» en el vértice para ceder el lugar a la señoría del Evangelio, verdadero «señor de casa» entre las hermanas pobres. Y el orden piramidal se invierte: el primero es el último y el siervo de todos: «Porque así debe ser, que la abadesa sea la sierva de todas las hermanas» (RCl 10,5). También esto está en línea con el Evangelio: «…no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos, porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir…» (Mc 10,42-45), y «el más grande entre vosotros iguálese al más joven, y el que dirige al que sirve» (Lc 22-26; Mt 20,24-28).

La unidad es también compartir los bienes; excepcional la exquisitez de Clara al respecto: «Y si los parientes u otras personas le mandan algo, haga la abadesa que se lo entreguen. Y si ella tiene necesidad podrá utilizarlo; y si no, compártalo caritativamente con la hermana que lo necesite…» (RCl 8,9.10). Norma inusitada, si no se lee en aquel contexto de verdadera familiaridad, del mutuo compartir los bienes -materiales, morales, espirituales- al modo de los Hechos de los Apóstoles, donde no había ninguno que dijese que algo era suyo propio, sino que todas las cosas eran comunes entre ellos (Hch 4,32). Se da por hecho lo que no es siempre factible en la práctica. Pero, en la humildad por la que quien recibe nunca lo recibe para sí, sino para todas, del Padre de las misericordias, en la pérdida total del «yo» al que obliga la señora santa pobreza, esta participación de bienes, que supera al individuo, así como a quien preside la comunidad como abadesa y madre, tiene el perfume del Evangelio. Posee el perfume de la humildad de quien sabe que no tiene nada para sí y de la gratitud al Padre de las misericordias, que cuida de su pequeño rebaño, donde cada una es para todas y todas para cada una.

Participación de bienes, de necesidades, de sufrimientos, de alegrías, de ansias de Dios. Unidad que se convierte en un solo Cuerpo, dentro del Cuerpo Eucarístico del Señor Jesús.

* * *

El tiempo es tiempo de Dios y a Él, al Altísimo sin tiempo, pertenece el primado absoluto del amor. Clara, como Francisco, utiliza el Libro entregado a nosotros, pobres, por el mismo Dios. Día tras día, noche tras noche, el camino del amor implica siempre más cercanía al Amado; no hay prisa en la oración, como no hay prisa en el amor. Un paso tras otro, toda la vida se acompasa en la plegaria hacia Él, que nos ha encontrado, que nos ha llamado, que no perderemos más con tal que permanezcamos en la luz de su Rostro.

¡Y así realmente toda la vida, en la Regla, va al compás de la oración, en la que casi no se habla

Sin embargo no es difícil interpretar con delicadeza, después de la Regla de Clara, ese hermoso documento que -junto a la «Forma de vivir» dada en los inicios por Francisco y con el Privilegio de la pobreza- constituyó las primeras bases de la actitud de Clara y de las hermanas en el comportamiento comunitario: La Regla para los eremitorios, aquel modo de vivir que los hermanos menores están obligados a seguir cuando el deseo de oración y de relación personal con lo Absoluto de Dios les aleja del mundo y les llama a una soledad más profunda y silenciosa.

También la medida del tiempo, como la recitación del Oficio divino, de día y de noche, en horas preestablecidas, imita la vida del eremitorio (RCl 3); pero lo que expresa la oración en Clara -y esto también tiene sus raíces en la pequeña Regla para los eremitorios- es su retiro del mundo: silencio y clausura como un sumergirse absolutamente en el misterio de Dios (RCl 5). Contemplación y participación de la radical e inefable soledad de Cristo: esto cierra el mundo a las espaldas de Clara, pero al mismo tiempo le abre el umbral del misterio de Dios y la introduce «en la secreta dulzura que Dios mismo ha reservado para los que le aman» (3CtaCl 14).

Asimismo, concisa en sus formulaciones, la Regla de Clara tiene en sí fragmentos contemplativos de inimitable belleza. No es por casualidad que, en el estilo de Clara hecho de asonancias y de intuiciones imprevistas, casi deslumbrantes que prenden en la mente y en el corazón, hasta una conversación sobre la pobreza se ilumina de oración: como sucede en el c. II, v. 25, donde se exhorta a las hermanas a que vistan siempre con «vestiduras viles». La genuina «vestidura» que la memoria le evoca de pronto es la «vestidura de ella» del «Ave Domina, sancta regina»: «Ave, suo vestimento», «¡Salve, vestidura suya!» (SalVM 5). Y toda la cuotidianidad se cubre en un instante del estilo de María, vestidura del Hijo de Dios, nacido de su carne; de María, pobre Madre del Señor, sorprendida en el instante en que deposita en el pesebre a su Niño: «Y por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobres pañales y recostado en el pesebre y de su santísima Madre, aconsejo, suplico calurosamente y exhorto a mis hermanas a que vistan vestiduras viles» RCl 2,24). La oración es como una relación y unión continua con el Cristo que impregna la vida. Clara ha aprendido de Francisco y tiene por costumbre recitar además del Oficio de la Iglesia Romana, el Oficio de la pasión o de la cruz compuesto por Francisco (LCl 30) y es allí precisamente donde la mirada se detiene con ternura sobre Él «porque se nos ha dado un niño santísimo amado, y nació por nosotros fuera de casa y fue colocado en un pesebre…» (OfP 15,7).

* * *

De cualquier modo que se dispongan, sin un antes y un después, son la pobreza como elección de minoridad, la fraternidad como construcción de unión mutua y participación, la oración en el silencio de la clausura, las que conforman el alma de la Regla de santa Clara como han constituido la vida. En la «fidelidad a la Iglesia católica»: «Siempre sumisas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos siempre… el santo Evangelio que firmemente prometimos. Amén» (RCl 12,13).

El amén final no es una simple conclusión. Este AMÉN indica que, si se cumple cuanto está escrito en la Regla, el Reino está consumado. De hecho es Cristo el AMÉN de Dios (2 Cor 1,19-20).


NOTAS:

[1] Testimonio que se sitúa en el momento en que se manifiesta como «ioculator Domini», juglar, bufón de Dios: R. Manselli, Vida de san Francisco de Asís, Ed. Franciscana Aránzazu, Oñati 1997, pp. 143-146.

[2] T. Matura, en la Introduzione a los escritos editados por M. F. Becker, T. Matura, J.-F. Godet, Clara d'Assisi, Scritti, Vicenza, 1986, p. 36.

[3] Respuesta del papa Honorio III al cardenal Hugolino de Segni, del 27 de agosto de 1218: BF, I, 1.2.

[4] R. Manselli - E. Pasztor, Il monachesimo nel basso Medioevo en Dall'eremo al cenobio. La civilización monástica en Italia desde los orígenes a la época de Dante, Milán, 1987, p. 101.

[5] Acerca de la condición servil elegida por Clara, renunciando a la pobreza del linaje, vean las concluyentes páginas de M. Bartoli, Clara de Asís, Ed. Franciscana Aránzazu, Oñati 1992, pp. 72-84.

Giotto: San Francisco y Santa Clara

TEXTO DE LA REGLA DE SANTA CLARA DE 1253[*]

Bula del papa Inocencio IV[1]

Inocencio obispo, siervo de los siervos de Dios, a las hermanas en Cristo, Clara, abadesa, y las otras hermanas del monasterio de San Damián de Asís, salud y bendición apostólica.

La Sede Apostólica suele acceder a los piadosos deseos y satisfacer con benevolencia las honestas peticiones de quienes elevan a ella sus preces. Ahora bien, por vuestra parte se nos ha suplicado humildemente que confirmáramos con autoridad apostólica la forma de vida,[2] que os dio el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis espontáneamente, según la cual debéis vivir comunitariamente en unidad de espíritus y con el voto de la altísima pobreza (cf. 2 Cor 8,2) y que nuestro venerable hermano el obispo de Ostia y Velletri[3] tuvo a bien aprobar, como consta más ampliamente en la carta redactada con tal motivo por el mismo obispo.

Así pues, accediendo a los ruegos de vuestra devoción, teniendo por ratificado y grato cuanto ha hecho a este respecto el mismo obispo, lo confirmamos con autoridad apostólica y lo corroboramos con la protección del presente escrito, haciendo insertar en él, palabra por palabra, el tenor de la misma carta, que es el siguiente:

Rainaldo, por misericordia divina, obispo de Ostia y de Velletri, a su amadísima madre e hija en Cristo madonna Clara, abadesa de San Damián de Asís, y a sus hermanas tanto presentes como futuras, salud y bendición paterna.

Ya que vosotras, amadas hijas en Cristo, habéis despreciado las pompas y delicias del mundo, y, siguiendo las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre (cf. 1 Pe 2,21), habéis elegido vivir encerradas en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza para poder dedicaros a Él con el espíritu libre, Nos, encomiando en el Señor vuestro santo propósito, queremos de buen grado y con afecto paterno satisfacer benévolamente vuestros votos y santos deseos.

Por lo cual, accediendo a vuestros piadosos ruegos, confirmamos a perpetuidad, con la autoridad del señor Papa y la nuestra, para todas vosotras y para las que os sucedan en vuestro monasterio, y corroboramos con la protección del siguiente escrito la forma de vida y el modo de santa unidad y de altísima pobreza (cf. 2 Cor 8,2), que vuestro bienaventurado padre san Francisco os dio de palabra y por escrito[4] para que la observarais, anotada en las presentes letras. Es la siguiente:

CAPÍTULO I[5]
¡En el nombre del Señor
Comienza la forma de vida de las Hermanas Pobres

1La forma de vida de la Orden de las Hermanas Pobres,[6] forma que el bienaventurado Francisco instituyó, es ésta: 2guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad.

3Clara, indigna sierva de Cristo y plantita del muy bienaventurado padre Francisco, promete obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana.

4Y así como al principio de su conversión, junto con sus hermanas, prometió obediencia al bienaventurado Francisco, así promete guardar inviolablemente esa misma obediencia a sus sucesores.

5Y las otras hermanas estén obligadas a obedecer siempre a los sucesores del bienaventurado Francisco[7] y a la hermana Clara y a las demás abadesas canónicamente elegidas que le sucedan.[8]

CAPÍTULO II
De aquéllas que quieren tomar esta vida,
y cómo deben ser recibidas

1Si alguna por inspiración divina viniera a nosotras queriendo tomar esta vida, la abadesa esté obligada a pedir el consentimiento de todas las hermanas,[9] 2y si la mayor parte da su consentimiento, obtenida la licencia del señor cardenal protector nuestro, podrá recibirla.

3Y si ve que debe ser recibida, examínela diligentemente o haga que sea examinada de la fe católica y de los sacramentos de la Iglesia.

4Y si cree todo esto y quiere confesarlo fielmente y guardarlo firmemente hasta el fin, 5y no tiene marido o, si lo tiene, también él ha entrado ya en religión con la autorización del obispo diocesano, y ha emitido ya el voto de continencia; 6y si, en fin, la edad avanzada o alguna enfermedad o debilidad mental no le impide la observancia de esta vida, 7expóngasele diligentemente el tenor de nuestra vida.

8Y si fuera idónea, dígasele la palabra del santo Evangelio, que vaya y venda todas sus cosas y se aplique con empeño a distribuirlas a los pobres (cf. Mt 19,21, y paralelos).[10] 9Si esto no pudiera hacerlo, le basta la buena voluntad.

10Y guárdense la abadesa y sus hermanas de preocuparse de sus cosas temporales, para que libremente haga ella de sus cosas lo que el Señor le inspire. 11Con todo, si busca consejo, envíenla a algunos discretos y temerosos de Dios, con suyo consejo sus bienes se distribuyan a los pobres.

12Después, cortados los cabellos en redondo y depuesto el vestido seglar,[11] concédale la abadesa tres túnicas y el manto. 13En adelante no le sea permitido salir fuera del monasterio sin causa útil, razonable, manifiesta y digna de aprobación.[12]

14Y finalizado el año de la probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar perpetuamente la vida y forma de nuestra pobreza. 15No se conceda el velo a ninguna durante el tiempo de probación.[13] 16Las hermanas podrán tener también manteletas para comodidad y decoro del servicio y del trabajo. 17Y la abadesa provéalas de ropas con discreción, según las condiciones de las personas y los lugares y tiempos y frías regiones, como vea que conviene la necesidad.[14]

18A las jovencitas recibidas en el monasterio antes de la edad legal, córtenles los cabellos en redondo; 19y, depuesto el vestido seglar, vístanse de paño religioso, como le parezca a la abadesa. 20Mas cuando lleguen a la edad legal, vestidas de la misma forma que las otras, hagan su profesión.

21Y tanto a éstas como a las demás novicias, la abadesa provéalas con solicitud de una maestra escogida de entre las más discretas de todo el monasterio, 22la cual las forme diligentemente en el santo comportamiento y en las buenas costumbres según la forma de nuestra profesión. 23En el examen y admisión de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio, guárdese la forma antes dicha; éstas podrán llevar calzado.

24Que ninguna resida con nosotras en el monasterio si no ha sido recibida según la forma de nuestra profesión.

25Y por amor del santísimo y amadísimo Niño envuelto en pobrecillos pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2,7.12), y de su santísima Madre, ruego y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de ropas viles.[15]

CAPÍTULO III
Del oficio divino y del ayuno, de la confesión y comunión

1Las Hermanas que saben leer recen el oficio divino según la costumbre de los Hermanos Menores, por lo que podrán tener breviarios, leyendo sin canto.[16] 2Y aquellas que por causa razonable no puedan alguna vez decir sus horas leyendo, les estará permitido como a las demás hermanas decir los Padrenuestros.

3Mas aquellas que no saben leer, digan veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco; 4por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por víspera, doce; por completas, siete. 5Digan también por los difuntos, en vísperas, siete Padrenuestros con el Requiem aeternam, y en maitines, doce, 6cuando las hermanas que saben leer estén obligadas a rezar el oficio de difuntos. 7Y cuando muera («emigre») una hermana de nuestro monasterio, digan cincuenta Padrenuestros.

8Las hermanas ayunen en todo tiempo. 9Pero en la Natividad del Señor, cualquiera que sea el día que caiga, podrán tomar dos refacciones. 10Las jovencitas, las débiles y las que prestan servicio fuera del monasterio, sean dispensadas, con misericordia, como le parezca a la abadesa. 11Pero en tiempo de manifiesta necesidad no estén obligadas las hermanas al ayuno corporal.[17]

12Confiénsense al menos doce veces al año con permiso de la abadesa. 13Y deben guardarse de introducir entonces más palabras que las que conciernen a la confesión y a la salud de las almas. 14Comulguen siete veces, a saber: la Natividad del Señor, el Jueves Santo, la Resurrección del Señor, Pentecostés, la Asunción de la bienaventurada Virgen, la fiesta de san Francisco y la fiesta de Todos los Santos. 15Para dar la comunión a las hermanas sanas o enfermas, le estará permitido al capellán celebrar dentro.[18]

CAPÍTULO IV
De la elección y oficio de la abadesa,
del capítulo, de las oficialas y de las discretas

1En la elección de la abadesa estén las hermanas obligadas a guardar la forma canónica. 2Y procuren ellas mismas con presteza tener el ministro general o provincial de la Orden de los Hermanos Menores, 3el cual, mediante la palabra de Dios, las disponga a la perfecta concordia y a la común utilidad en la elección que han de hacer.

4Y no se elija a ninguna que no sea profesa. 5Y si fuera elegida o dada de otro modo una no profesa, no se le obedezca, si antes no profesa la forma de nuestra pobreza.[19] 6En falleciendo la cual, hágase la elección de otra abadesa.

7Y si en algún tiempo pareciera a la generalidad de las hermanas que la abadesa no es suficiente para el servicio y utilidad común de las mismas, 8estén obligadas las dichas hermanas, según la forma antes mencionada, a elegirse, cuanto antes puedan, otra para abadesa y madre.[20]

9Y la elegida considere qué carga ha tomado sobre sí y a quién tiene que dar cuenta de la grey que se le ha encomendado (Mt 12,36; Heb 13,17).[21] 10Esfuércese también en presidir a las otras más por las virtudes y las santas costumbres que por el oficio, para que las hermanas, estimuladas por su ejemplo, la obedezcan más por amor que por temor.

11No tenga amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas, cause escándalo en todas.

12Consuele a las afligidas. Sea también el último refugio de las atribuladas (Sal 31,7), no sea que, si faltaran en ella los remedios saludables, prevalezca en las débiles la enfermedad de la desesperación.[22]

13Guarde la vida común en todo, pero especialmente en la iglesia, el dormitorio, el refectorio, la enfermería y en los vestidos. 14Lo que también su vicaria esté obligada a guardar de manera semejante.[23]

15La abadesa esté obligada a convocar a sus hermanas a capítulo por lo menos una vez a la semana, 16en el que tanto ella como las hermanas deberán confesar humildemente las ofensas y negligencias comunes y públicas. 17Y las cosas que se han de tratar para utilidad y decoro del monasterio, háblelas allí mismo con todas sus hermanas; 18pues muchas veces el Señor revela a la menor qué es lo mejor.[24]

19No se contraiga ninguna deuda grave, sino con el consentimiento común de las hermanas y por una necesidad manifiesta, y esto mediante procurador. 20Y guárdese la abadesa y sus hermanas de recibir depósito alguno en el monasterio, 21pues de ahí surgen muchas veces turbaciones y escándalos.

22Para conservar la unidad del amor mutuo y de la paz, todas las oficialas del monasterio sean elegidas con el consentimiento común de todas las hermanas. 23Y del mismo modo sean elegidas por lo menos ocho hermanas de entre las más discretas, de cuyo consejo deberá siempre servirse la abadesa en las cosas que requiere la forma de nuestra vida. 24También podrán las hermanas y deberán, si les pareciera útil y conveniente, remover alguna vez a las oficialas y a las discretas y elegir a otras en su lugar.

CAPÍTULO V
Del silencio, del locutorio y de la reja

1Desde la hora de completas hasta la de tercia, las hermanas guarden silencio, exceptuadas las que prestan servicio fuera del monasterio. 2Guarden también silencio continuo en la iglesia, en el dormitorio, y en el refectorio sólo mientras comen; 3se exceptúa la enfermería en la que, para recreo y servicio de las enfermas, siempre les estará permitido a las hermanas hablar con discreción. 4Podrán, sin embargo, siempre y en todas partes, insinuar brevemente y en voz baja lo que fuera necesario.[25]

5No sea lícito a las hermanas hablar en el locutorio o en la reja[26] sin permiso de la abadesa o de su vicaria. 6Y las que tienen permiso, no se atrevan a hablar en el locutorio si no están presentes y las escuchan dos hermanas. 7En cuanto a la reja, no se permitan ir allí si no están presentes al menos tres hermanas designadas por la abadesa o su vicaria de entre las ocho discretas que son elegidas por todas las hermanas para el consejo de la abadesa. 8La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar. 9Y lo dicho, en la reja que suceda rarísimamente. Y en la puerta de ningún modo.

10A dicha reja póngasele por el interior un paño, que no se remueva sino cuando se exponga la palabra de Dios o alguna hermana hable con alguien. 11Tenga también una puerta de madera muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, 12para que se cierre, máxime de noche, con dos llaves una de las cuales la tendrá la abadesa, y la otra la sacristana; 13y permanezca siempre cerrada, a no ser cuando se oye el oficio divino, y por las causas antes mencionadas.

14Antes de la salida del sol o después de la puesta del sol, ninguna deberá en absoluto hablar con nadie en la reja. 15Y en el locutorio, manténgase siempre por dentro un paño, que no se remueva. 16Durante la cuaresma de san Martín y la cuaresma mayor, que ninguna hable en el locutorio, 17sino al sacerdote por causa de la confesión o de otra necesidad manifiesta, lo que se reservará a la prudencia de la abadesa o de su vicaria.

CAPÍTULO VI
Que no se han de tener posesiones[27]

1Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia.[28]

2Y el bienaventurado Padre, considerando que no teníamos miedo a ninguna pobreza, trabajo, tribulación, menosprecio y desprecio del siglo,[29] antes al contrario, que los teníamos por grandes delicias, movido a piedad, escribió para nosotras una forma de vida en estos términos: 3«Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, 4quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos».[30] 5Lo que cumplió diligentemente mientras vivió, y quiso que fuera siempre cumplido por los hermanos.

6Y para que jamás nos apartásemos de la santísima pobreza que habíamos abrazado, ni tampoco lo hicieran las que tenían que venir después de nosotras, poco antes de su muerte de nuevo nos escribió su última voluntad diciendo: 7«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; 8y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. 9Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien».[31]

10Y así como siempre he sido solícita, junto con mis hermanas, en guardar la santa pobreza que hemos prometido al Señor Dios y al bienaventurado Francisco, 11así también las abadesas que me sucedan en el oficio y todas las hermanas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta el fin: 12a saber, no recibiendo o teniendo posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, 13ni tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, 14a no ser aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el aislamiento del monasterio; 15y esa tierra no se cultive sino como huerto para las necesidades de las mismas hermanas.[32]

CAPÍTULO VII
Del modo de trabajar

1Las hermanas a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, después de la hora de tercia trabajen fiel y devotamente, y en trabajo que conviene al decoro y utilidad común,[33] 2de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir.

3Y lo que producen con sus manos, la abadesa o su vicaria esté obligada a asignarlo en el capítulo ante todas.[34] 4Hágase lo mismo si hay personas que envían alguna limosna para las necesidades de las hermanas, a fin de que se haga memoria de ellas en común. 5Y todas estas cosas sean distribuidas para utilidad común por la abadesa o su vicaria con el consejo de las discretas.

CAPÍTULO VIII
Que nada se apropien las hermanas,
y del procurarse limosnas y de las hermanas enfermas

1Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. 2Y como peregrinas y forasteras (1 Pe 2,11) en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad,[35] envíen por limosna confiadamente.

3Y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo (2 Cor 8,9). 4Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que a vosotras, carísimas hermanas mías, os ha constituido herederas y reinas del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado en virtudes (Sant 2,5). 5Esta sea vuestra porción, que conduce a la tierra de los vivientes (Sal 141,6). 6Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimas hermanas, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo.[36]

7A ninguna hermana le esté permitido enviar cartas ni recibir algo o darlo fuera del monasterio sin permiso de la abadesa. 8Tampoco le esté permitido tener cosa alguna que la abadesa no le haya dado o permitido. 9Y si sus parientes u otras personas le envían algo, la abadesa haga que se lo den. 10Mas ella, si lo necesita, que pueda usarlo, si no, que lo comparta caritativamente con alguna hermana que lo necesite. 11Pero si le enviaran dinero, la abadesa, con el consejo de las discretas, haga que se la provea de lo que necesita.[37]

12Respecto a las hermanas enfermas, la abadesa esté firmemente obligada a informarse con solicitud, por sí misma y por las otras hermanas, de lo que su enfermedad requiere en cuanto a consejos y en cuanto a alimentos y otras cosas necesarias, 13y a proveer caritativa y misericordiosamente según las posibilidades del lugar. 14Porque todas están obligadas a proveer y a servir a sus hermanas enfermas como querrían ellas ser servidas (Mt 7,12) si estuvieran afectadas por alguna enfermedad. 15Confiadamente manifieste la una a la otra su necesidad. 16Y si la madre ama y cuida a su hija (1 Tes 2,7) carnal, ¿cuánto más amorosamente debe la hermana amar y cuidar a su hermana espiritual?

17Las que están enfermas descansen en jergones de paja y tengan para la cabeza almohadas de pluma; 18y las que necesiten escarpines de lana y colchones, que puedan usarlos. 19Y dichas enfermas, cuando sean visitadas por quienes entran en el monasterio, que pueda cada una de ellas responder brevemente algunas buenas palabras a quienes les hablan. 20Pero las demás hermanas que tengan permiso para ello, no se atrevan a hablar a quienes entran en el monasterio, sino en presencia de dos hermanas discretas que las escuchen, designadas por la abadesa o su vicaria. 21La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar.[38]

CAPÍTULO IX
De la penitencia que se ha de imponer a las hermanas que pecan,
y de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio

1Si alguna hermana, por instigación del enemigo, pecara mortalmente contra la forma de nuestra profesión, y si, amonestada dos o tres veces por la abadesa o por otras hermanas, 2no se enmendara, coma en tierra pan y agua ante todas las hermanas en el refectorio tantos días cuantos haya sido contumaz; 3y sea sometida a una pena más grave, si así le pareciere a la abadesa. 4Durante todo el tiempo en que sea contumaz, hágase oración a fin de que el Señor ilumine su corazón para la penitencia. 5Pero la abadesa y sus hermanas se deben guardar de airarse y conturbarse por el pecado de alguna, 6porque la ira y la conturbación impiden en sí mismas y en las otras la caridad.

7Si ocurriera alguna vez, lo que Dios no permita, que entre hermana y hermana, por alguna palabra o gesto, se produjese un motivo de turbación o de escándalo, 8la que haya sido causa de la turbación, de inmediato, antes de presentar la ofrenda (Mt 5,23) de su oración ante el Señor, no sólo se prosterne humildemente a los pies de la otra, pidiéndole perdón, 9sino que, también, ruéguele con simplicidad que interceda por ella ante el Señor para que sea indulgente con ella. 10Mas la otra, recordando aquella palabra del Señor: Si no perdonáis de corazón, tampoco vuestro Padre celestial os perdonará (Mt 6,15; 18,35), 11perdone con liberalidad a su hermana toda la injuria que le haya inferido.[39]

12Las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio,[40] no permanezcan largo tiempo fuera del mismo, a no ser que lo requiera una causa de necesidad manifiesta. 13Y deberán andar con decoro y hablar poco, para que puedan siempre edificarse quienes las observan. 14Y guárdense firmemente de tener sospechosas relaciones o consejos con alguien. 15Y no se hagan madrinas de hombres o mujeres, para que, con esta ocasión, no se origine murmuración o turbación. 16Y no se atrevan a referir en el monasterio los rumores del siglo. 17Y estén firmemente obligadas a no referir fuera del monasterio nada de lo que se dice o se hace dentro que pueda engendrar escándalo. 18Y si alguna, por simplicidad, faltara en estas dos cosas, quede en la prudencia de la abadesa el imponerle penitencia con misericordia. 19Pero si lo hiciera por costumbre viciosa, la abadesa, con el consejo de las discretas, impóngale una penitencia según la calidad de la culpa.

CAPÍTULO X
De la amonestación y corrección de las hermanas

1La abadesa amoneste y visite a sus hermanas, y corríjalas humilde y caritativamente, no mandándoles nada que sea contrario a su alma y a la forma de nuestra profesión. 2Mas las hermanas súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. 3Por lo que estarán firmemente obligadas a obedecer a sus abadesas en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra profesión. 4Y la abadesa tenga tanta familiaridad para con ellas, que éstas puedan hablar y obrar con ella como las señoras con su sierva; 5pues así debe ser, que la abadesa sea sierva de todas las hermanas.

6Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia (Lc 12,15), cuidado y solicitud de este siglo (Mt 13,22), detracción y murmuración, disensión y división; 7sean, en cambio, siempre solícitas en conservar entre ellas la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección (Col 3,14).[41]

8Y las que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; 9sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, 10orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la tribulación y enfermedad, 11y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y acusan, 12porque dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). 13Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo (Mt 10,22).

CAPÍTULO XI
De la custodia de la clausura

1La portera sea madura de costumbres y discreta, y sea de una edad conveniente,[42] y durante el día permanezca allí en una celda abierta y sin puerta. 2Asígnesele también una compañera idónea que, cuando sea necesario, haga en todo sus veces.

3La puerta esté muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, 4para que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la tendrá la portera, y la otra la abadesa. 5Y de día, no se deje nunca sin custodia y esté firmemente cerrada con una llave.

6Pero cuiden con sumo esmero y procuren que la puerta nunca esté abierta, sino lo menos que de manera congruente sea posible. 7Y no se abra en absoluto a cualquiera que quiera entrar, sino a quien le haya sido concedido por el sumo Pontífice o por nuestro señor cardenal. 8Y no permitan las hermanas a nadie entrar en el monasterio antes de la salida del sol, ni permanecer dentro después de la puesta del sol, a no ser que lo exija una causa manifiesta, razonable e inevitable.

9Si para la bendición de la abadesa[43] o para la consagración de alguna hermana como monja o también por otro motivo, se hubiera concedido a algún obispo celebrar la misa dentro del monasterio, que se contente con unos acompañantes y ministros lo menos numerosos y lo más honestos que pueda. 10Y cuando sea necesario que algunos entren en el monasterio para hacer un trabajo, la abadesa con solicitud ponga entonces en la puerta a la persona conveniente, 11que la abra sólo a los asignados al trabajo, y no a otros. 12Guárdense con sumo cuidado todas las hermanas de ser vistas entonces por los que entran.

CAPÍTULO XII
Del visitador, del capellán y del cardenal protector

1Nuestro visitador sea siempre de la Orden de los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de nuestro cardenal. 2Y sea tal, que se tenga plena constancia de su decoro y costumbres. 3Su oficio será corregir, tanto en la cabeza como en los miembros, los excesos cometidos contra la forma de nuestra profesión. 4A él le estará permitido hablar con varias y con cada una de las hermanas, estando en un lugar público para que pueda ser visto por las otras, acerca de las cosas que pertenecen al oficio de la visita, como le parezca más conveniente.

5Pedimos también un capellán con un compañero clérigo de buena fama, discreto y prudente y dos hermanos laicos amantes del santo comportamiento y decoro religioso, 6para ayuda de nuestra pobreza, como siempre hemos tenido misericordiosamente de dicha Orden de los Hermanos Menores, 7y lo pedimos a la misma Orden, como gracia, por el amor de Dios y del bienaventurado Francisco. 8No le esté permitido al capellán entrar en el monasterio sin compañero. 9Y cuando entren, que estén en un lugar público, de modo que siempre puedan verse el uno al otro y ser vistos por los demás. 10Para la confesión de las enfermas que no puedan ir al locutorio, para dar la comunión a las mismas, para la extremaunción, para la recomendación del alma, séales permitido a los mismos entrar. 11Mas para las exequias y la celebración de la misa de los difuntos, y para cavar o abrir la sepultura, o también para acomodarla, que puedan entrar personas en número suficiente e idóneas, según el prudente juicio de la abadesa.

12Con miras a todo lo dicho, las hermanas estén firmemente obligadas a tener siempre como gobernador, protector y corrector nuestro, al cardenal de la santa Iglesia Romana que haya sido asignado a los Hermanos Menores por el señor Papa,[44] 13para que, siempre súbditas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia, estables en la fe (Col 1,23) católica, guardemos perpetuamente la pobreza y la humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y el santo Evangelio, que firmemente hemos prometido. Amén.

[Dado en Perusa, a 16 de septiembre, en el año décimo del pontificado del señor papa Inocencio IV (1252).

A nadie, pues, en absoluto le sea permitido infringir esta escritura de nuestra confirmación o con osadía temeraria ir contra ella. Mas si alguno presumiera intentar esto, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.

Dado en Asís, a 9 de agosto, en el año undécimo de nuestro pontificado (1253).]

S. Bottes: San Francisco y Santa Clara

NOTAS Y COMENTARIOS

[*] Respecto a la traducción de la Regla de santa Clara, sor Clara A. Lainati toma el texto de la edición de Fonti Francescane, Asís 1995. Aquí ofrecemos la traducción de Fr. Joaquín M.ª Beltrán, OFM, que ha tenido a la vista, particularmente para algunos puntos de mayor dificultad, las traducciones más usuales entre nosotros, como son la del P. Ignacio Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 19933, y la del P. Lázaro Iriarte, Escritos de san Francisco y santa Clara de Asís, Valencia, Ed. Asís, 19923, así como algunas traducciones a otras lenguas, entre las que cabe destacar la de J.-F. Godet al francés, Claire d'Assise. Écrits, París, Ed. Du Cerf, 1985. Fr. Joaquín M.ª Beltrán ha procurado que la traducción fuera fiel al texto original, y, a la vez, correcta, clara y ágil en la medida de lo posible. De ahí que, en líneas generales, la versión tienda más bien a ser literal, aunque no del todo.

[1] Todas las ediciones de esta Bula, que contiene el original de la Regla de santa Clara, dada en Asís el 9 de agosto de 1253, se basan, después de 1897 -fecha de la primera edición después del hallazgo-, en el documento original de la Cancillería de Inocencio IV que se conserva en el Archivo del Protomonasterio de santa Clara de Asís, pero que no es el único ejemplar antiguo existente de esta Bula que contiene la Regla.

Han sido las circunstancias, más bien extraordinarias del descubrimiento del «original» de la Regla, lo que ha hecho que la Regla de santa Clara no se conociese sino en manuscritos tardíos o en ediciones de cuya autenticidad se podía dudar. Ahora ya no es así. La Bula Solet annuere, que Clemente IV, el 31 de diciembre de 1266, mandó transcribir, no hace más que confirmar, del mismo modo que Inocencio IV y con las mismas palabras, la aprobación de la Regla ya realizada por el cardenal Rainaldo de Ostia el 16 de septiembre de 1252 y citada por entero como en la Bula de Inocencio IV. Esto significa que las monjas, escondido el original de la Bula entre las reliquias de Clara (donde fue encontrada después), desearon y consiguieron otra copia conforme al original.

Existe un tercer ejemplar bulado de la Regla de Clara: por obra de Clemente VI, del 26 de febrero de 1343, destinado a Sancha de Mallorca, esposa de Roberto, rey de Sicilia, y fundadora de numerosos monasterios de Clarisas. Los originales de Inocencio IV, de Clemente IV y de Clemente VI (que transcriben la Bula Solet annuere de 1253) coinciden perfectamente entre ellos. La Regla de Clara englobada en los tres textos no presenta variantes.

Queda de este modo aclarado el conocimiento y la difusión de la Regla de Clara de 1253, pues la Santa Sede ha afianzado su observancia bien para la cuna de la Orden San Damián-Santa Clara, bien para las nuevas fundaciones en la primera mitad del siglo XIV. Es evidente su difusión en los manuscritos latinos y más todavía en las traducciones ya en Italia como en Bélgica, en Baviera y en Francia, en cuanto el texto era conocido y ha tenido un «iter» independiente de la copia que, besada por Clara dos días antes de su muerte, fue, poco después, guardado como reliquia, protegido por un estuche de ébano, en una cajita sellada junto a los hábitos de Clara y buscado, por insistencia de las monjas de Lyón en 1893, por la Madre Matilde Rossi, abadesa del Protomonasterio de Asís.

[2] «Forma de vida» no es sinónimo de Regla, que es un término más restringido. En la expresión completa: «forma de vida que os dio el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis espontáneamente, según la cual debéis vivir comunitariamente en unidad de espíritus y con el voto de altísima pobreza», se puede ya deducir toda la «novedad» que el Espíritu del Señor suscitó en la Iglesia mediante Francisco y Clara en el ámbito de toda la vida religiosa medieval, novedad muy conocida y subrayada desde los comienzos, bien por la misma Iglesia en sus más altos representantes (cf. respuesta del Papa Horacio III al cardenal Hugolino de Segni, del 27 de agosto de 1218) como por los biógrafos y testimonios oculares (cf. el asombro del primer testigo ocular, en sentido absoluto, Jacobo de Vitry-sur-Seine, experto en las nuevas formas religiosas femeninas en la Iglesia de su tiempo, como la de las beguinas de la diócesis de Lieja, de las que forma parte Marie d'Oignies (San Francisco de Asís. Escritos... , BAC, Madrid, 1995, 964-965).

«Vida» es algo que sólo el Espíritu del Señor puede suscitar, y que nace y crece en proporción al proyecto de Dios; evoca un dinamismo interno que desde la semilla se convierte en una espiga madura y plena.

«Regla» es el códice normativo, como una guía para asegurar que la vida está dentro de los parámetros previstos para obtener el fin prefijado. Aquí está el misterio de toda la falta de precisión normativa en este texto de Clara que se fatiga en encuadrarlo dentro de una norma prevista «sic et sic» para «vivir ordenadamente» lo que, en cambio, depende del impulso del Espíritu que estimula hacia el camino del Evangelio.

[3] El cardenal Rinaldo o Rainaldo de Segni, futuro Papa Alejandro IV (12 de diciembre de 1254) fue protector de la I y II Órdenes franciscanas, después de la elevación de Hugolino, de su mismo linaje, al solio pontificio con el nombre de Gregorio IX (19 de marzo de 1227). Anuncia el propio nombramiento como Protector de la Orden a todos los monasterios de Hermanas Pobres de Perusa, el 18 de agosto de 1228, y le corresponderá actuar -como Papa- en la canonización de Clara en la catedral de Agnani en agosto de 1255 (LCl 62). Su actuación en la Segunda Orden es determinante y en sentido positivo.

Junto a la Corte papal, llega a Perusa desde Lyon el 5 de noviembre de 1251 y, sabedor del agravamiento de la enfermedad de Clara, la visita (LCl 40). A pesar de sus anteriores presiones para que Clara desista del propósito de pobreza (Proc II, 22), no sólo aprueba con su carta, redactada también en nombre del Papa («con la autoridad del señor Papa y con la nuestra») con fecha del 16 de septiembre de 1252, la Regla personal de Clara, incluyendo el «privilegio de la pobreza» (c. VI), sino que promete la directa confirmación papal (LCl 40).

Después del traslado de la Corte pontificia desde Perusa a Asís el 27 de abril de 1253, Rainaldo se las ingenia para conseguir una visita del Papa Inocencio IV a la cabecera de Clara ya al final de la vida (Proc III, 24) y le consigue la directa confirmación papal con esta Bula, fechada dos días antes de la muerte de Clara y consignada con gran prisa por un hermano menor: véase el completo relato de la angustiada ansia de Clara al respecto en Proc III, 32. Acerca de la confirmación papal de la Regla de Clara se detiene E. Grau, OFM, subrayando el procedimiento extraordinario de la redacción del documento, para el cual no existía petición escrita por parte de Clara, sino solamente oral: lo que explica el autógrafo del Papa en el margen superior del pergamino, a la izquierda, «Ad instar fiat S» = «Hágase según se pide, Sinibaldo (nombre de bautismo de Inocencio IV). Pero esta nota implicaba una anomalía, pues hubiera debido preceder la tramitación corriente, con una «súplica» en papel aparte, en la cual, y no en la misma bula, hiciera constar el Papa su conformidad para la concesión de la gracia. Para que esta anomalía no fuera obstáculo, Sinibaldo sigue escribiendo: «Hágase como se pide por causas conocidas a mí y al protector de las monjas». Según sor Felipa, tercer testigo en el Proceso (III, 24), la visita del Papa Inocencio IV a San Damián sucedió «pocos días... antes de la muerte de la madonna Clara». Por eso es evidente la prisa de la redacción del documento, para que Clara lo pudiera tener antes de morir.

[4] Tanto esta Bula de confirmación de Inocencio IV como Clara en su Regla afirman la paternidad de Francisco respecto de la Regla y de la Orden de las Hermanas Pobres. En efecto, Clara siendo reconocida como «la primera mujer que redacta una regla para las mujeres», no se siente más que «la plantita del bienaventurado padre Francisco» (RCl 1,3).

En realidad esta Regla de 1253 no es más que el desarrollo final de una reglita o Forma vivendi dada por Francisco a Clara y a sus primeras hermanas después de su conversión y su ingreso en San Damián, fechada, como máximo, en el inicio de 1213. Tal reglita no consistía ciertamente en el único pasaje referido literalmente por Clara en el c. VI de la Regla, vv. 2-3, que subraya el fundamento teológico-espiritual de la Orden y la dependencia de los hermanos menores; toda ella está fundada en esta Regla de 1253, hasta el punto que se puede escribir que «los doce capítulos de la Regla de santa Clara no son otra cosa que la ampliación jurídica y práctica de aquella breve forma de vida dada por Francisco... Lo que cuenta, también para Clara, no es el aspecto jurídico de la experiencia religiosa, sino lo substancial, vivido de evangelismo total, sin rechazar las sistematizaciones jurídicas, como ha mostrado amplia y claramente Raoul Manselli». Clara cita la primitiva «forma vivendi» también en el Testamento (vv. 33-34); a su vez, el Papa Gregorio IX da un testimonio de gran valor en una carta a Inés de Praga el 11 de mayo de 1238: «Cuando la amada en Cristo, Clara, abadesa del monasterio de San Damián de Asís, y otras devotas mujeres, mientras Nos teníamos un cargo inferior, abandonada la vanidad del siglo, optaron por vivir bajo una observancia regular, el bienaventurado Francisco les dio una pequeña regla (formulam vitae tradidit) que, como conviene a niños recién nacidos, no era tanto un alimento sólido, como más bien leche para beber» (Bula Angelis gaudium).

Por más que breve y lineal, la tal pequeña regla contenía ciertamente en síntesis todo lo que Clara había sido llamada a vivir, con pocas expresiones del santo Evangelio y algunas normas concretas adaptadas para encarnar el Evangelio en el pequeño grupo constituido. Un estudio atento nos daría ocasión de recobrar la íntegra «forma vivendi» primitiva en esta Regla de 1253, así como es posible descubrir la primitiva forma de Francisco de 1209 en las Reglas de 1221 y 1223. Precisamente de la primitiva Regla de 1213, gracias a otras aportaciones (Privilegio de la pobreza, Regla para los eremitorios, Regla de Hugolino de 1219, Regla bulada de 1223, por citar solamente las más importantes) florece este sintético y hermoso documento sellado en 1253, que incluye toda el alma de Francisco y Clara.

Clarificador sobre el «depósito» de los escritos franciscanos en San Damián es M. Bartoli, «Clara, testigo de Francisco», en Selecciones de Franciscanismo 86 (2000) 227-241. Para los posteriores desarrollos de la Regla desde la forma vivendi primitiva, véase I. Omaechevarría, «La Regla y las Reglas de la Orden de santa Clara», en Sel Fran 18 (1977) 248-269; F. Uribe, «El iter histórico de la Regla de santa Clara: Una prueba de fidelidad al Evangelio», en Sel Fran 75 (1996) 405-432.

[5] La división en doce capítulos no es original del texto de Clara, que desde el primer versículo hasta el último procede, en cambio, con una lógica asociativa que nunca hay que perder de vista, si se quiere captar la densidad espiritual del texto, donde jamás un concepto excluye o se contrapone a otro, sino que uno se vincula al otro como con su natural complemento. No es de la índole de Clara -como no lo era de Francisco- trocear el discurso en fragmentos, sino más bien el estilo de exhortación trabada, del que podría ser un buen ejemplo el Testamento. La división en capítulos -doce, número bíblico de las tribus de Israel, de los apóstoles, número de la nueva creación delineada en el Apocalipsis- es una división tardía añadida en los manuscritos, por necesidad litúrgico-monástica, cuando la lectura de la Regla se convirtió en normal, por la costumbre, en el refectorio y en los Capítulos. Los títulos, siendo parciales y tomando una parte por el todo, tienen también el grave inconveniente de desviar la atención de lo que verdaderamente contiene el texto. Véase el c. VIII: «Que nada se apropien las hermanas, y del procurarse limosnas y de las hermanas enfermas». El capítulo contiene también lo evidenciado en el título: pero su verdadero contenido es el himno a la pobreza, el himno a la caridad fraterna; y, separando y evidenciando la limosna, como algo distinto pero de igual valor respecto al trabajo del capítulo precedente, crea una ambigüedad, como si el concepto de limosna en la regla fuese un valor en sí, existente con autonomía propia, y no dependiente y subordinada al trabajo. Este ejemplo se podría repetir capítulo por capítulo. Es importante, en cambio, tener presente en Clara el estilo unitario, de yuxtaposición por conceptos, que se adapta mal a una división por materias diversas.

[6] «Orden de las Hermanas Pobres» es la denominación exacta y completa, que determina -en todo su alcance, eclesial y franciscano- la nueva realidad nacida en San Damián. En el momento en que Francisco situaba a Clara y a sus compañeras en una religiosidad encasillada en la Iglesia y en sus normas de vida religiosa, prescribiendo también para ellas la observancia del santo Evangelio, la Orden conocía otras denominaciones: la más corriente y la más «franciscana», si se quiere, es «señoras pobres de San Damián» que alude directamente al fundador, con aquel «dominae» «señoras», tan querido a Francisco que lo repite también en los últimos días de su vida: cf. Última voluntad en RCl 6,8.

Clara, reflejando en verdad el modo de relacionarse de las hermanas en la comunidad, prefiere Hermanas Pobres, que es el equivalente exacto de hermanos menores: la sustancia evangélica es ser y convertirse todos en hijos del Padre celeste, «hermanos» en torno a Jesús, el primer hermano menor, cumpliendo así el Evangelio, Reino presente -Reino que viene y que se construye día tras día tejiendo las tramas de la fraternidad-. Clara deja espacio a esto (fraternidad-pobreza) en el corazón mismo de la Regla, en el núcleo central de los capítulos 6-10, empujando hacia los bordes (con una evidente ruptura en el c. 5, que continúa en el 11) la trama de la Regla hugoliniana de 1219.

Subyace el texto evangélico de Mt 20,24-28 (Lc 22,24-27), pasaje inspiracional fundamental del vivir franciscano, que funde los sinópticos en la 1 R 5,7-12; 6,3: «Los jefes de las naciones las tiranizan y los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea vuestro servidor y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro».

Obediencia caritativa (c. 10), autoridad como servicio (c. 4,9-14), Capítulo de las Hermanas como escucha recíproca (c. 4,15-18), amor fraterno-maternal de cada hermana hacia la otra (c. 8,15-16), solicitud por las enfermas (8,12-14) y para cuantas yerran (c. 9,1-11; c. 10,1) asumen, pues, la característica muy precisa del adjetivo que califica: «pobres-menores» («menores»: satisface recordar a este propósito a Jacobo de Vitry: San Francisco de Asís. Escritos... , BAC,1995, 963-964). En efecto, para Clara no se es «caritativo» si no se adhiere, formando una unión, a Cristo pobre: Él es la pobreza.

La bibliografía respecto a estos aspectos de la fraternidad, pobreza-minoridad en Clara es muy vasta: nos ceñimos solamente a algunas obras y artículos en castellano, J. Garrido, La Forma de vida de santa Clara, Aránzazu 1979, 313-350 (Col. Hermano Francisco n.° 7); M. Bartoli, Clara de Asís, Ed. Aránzazu, Oñate 1992 (Col. Hermano Francisco n.° 25), por todo el libro; L. Iriarte, Letra y Espíritu de la Regla de santa Clara, Ed. Asís, Valencia 1994; M. Schlosser, «Madre - Hermana - Esposa. Contribución a la espiritualidad de santa Clara», en Sel Fran 71 (1995) 249-268; F. Accrocca, ¿Hacia Getsemaní? Clara, la comunidad de las Hermanas y la vida cotidiana en San Damián, en Sel Fran 80 (1998) 239-254.

Pero no menor valor -que hay que subrayar mucho porque no siempre está evidenciado y apreciado- tiene el término «Orden»; para una justa valoración del mismo no se puede prescindir de R. Manselli y de su escuela. La Iglesia no ha obrado en el sentido de «reprimir» o canalizar la Orden por caminos no suyos, no auténticos originariamente, como con frecuencia se ha escrito, sino que corresponde a la Iglesia el mérito de haber buscado afanosamente, durante años, los cauces canónicos para salvar el «movimiento» de Clara -que se incluía entre los movimientos espontáneos femeninos del momento- y convertirlo en Orden, salvando a un tiempo la inspiración, la exigencia evangélica franciscana y la institución eclesial.

Esta Regla firmada en 1253 es precisamente el término de llegada de esta trabajosa tentativa llevada adelante durante cuarenta años. Ya no encontramos mención formal, necesaria en los comienzos, a la Regla benedictina (no tanto y no sólo, por la observancia del canon 13 del IV Concilio de Letrán, que declaraba obligatorio el apoyo jurídico de la institución eremítica o de la monástica o de la canonesa, para que el movimiento no cayese en la nada), ni encontramos tampoco la mención a la Regla franciscana, todavía prevista como soporte jurídico por la Cum omnis vera religio de Inocencio IV del 6 de agosto de 1247 (I. Omaechevarría, Escritos..., BAC, 233-259).

La verdad es que Clara y sus compañeras, en la forma en que aparecen en la Iglesia del siglo XIII, «se convierten en un problema jurídico-institucional al que la Iglesia no acierta a dar una solución concreta y unívoca... Nos encontramos, y es la ocasión de decirlo, frente a una situación profundamente diferente a la de los hermanos menores... Por mediación de la Regla (de 1253), Clara logró su objetivo, al menos en las líneas esenciales, sosteniendo y manteniendo su movimiento en la fisonomía originaria mucho más que cuanto no hayan conseguido los hermanos menores» (I. Omaechevarría, La Regla y las Reglas de la Orden de santa Clara).

[7] Los vv. 4 y 5 son importantes y de gran alcance para la interpretación de la Segunda Orden Franciscana, como he señalado en la Introducción, por el «espíritu» que allí subyace y que determina una perspectiva diferente de aquella en la que se está acostumbrado de ordinario a considerar a la Orden. A Clara, depositaria del carisma del fundador, no le es suficiente con decir: «Y las otras hermanas estén obligadas a obedecer siempre a la hermana Clara y a las demás abadesas canónicamente elegidas que la sucedan», sino que como tutela de la observancia del Evangelio pone, junto a la abadesa, con el mismo vínculo obedencial, también a los sucesores del bienaventurado Francisco. De este modo la estructura de la Segunda Orden no es piramidal y no imita a la familia benedictina, articulada en torno al abad o la abadesa como a otro Cristo, sino que es evangélica. La atención de todas -abadesas y hermanas- converge en el Evangelio y a él obedecen. Todo gira en torno al mismo. La abadesa es la garante de la evangelicidad del grupo, pero junto con Francisco en primer lugar. No es estructura piramidal, pues, sino evangélica y fraterna: el grupo es compacto no porque esté centralizado en una abadesa, sino porque ligado a la observancia «sin glosa» del Evangelio, que es «señor» de la Regla, y Clara y Francisco y sus sucesores son sólo humildes servidores. Está claro que esto no sustrae nada a la obediencia, que la abadesa tiene el deber de imponer y las hermanas de acoger con amor (RCl 10,1-3). Pero en el Espíritu del Señor Clara quiere que tanto ella como las hermanas no pierdan de vista la observancia del Evangelio que es Cristo y por esto, tanto ella como las hermanas obedezcan también al verdadero garante del Evangelio, que es Francisco, el cual hace referencia al ministro general y éste al Papa (2 R 1,3-4).

De este modo queda claro que «las cosas que son contrarias al alma y a nuestra profesión» (RCl 10,3) son precisamente las que están en contra del Evangelio.

Se entiende también mejor entonces el por qué «Francisco ha querido y prometido tener siempre, por medio suyo y de sus hermanos, amoroso cuidado y especial solicitud por las Hermanas de San Damián como por los hermanos mismos» (RCl 6,4): precisamente porque había recibido la obediencia del mismo modo que los hermanos.

Entonces es comprensible también por qué se nombra tantas veces cuál sea la obediencia debida a la abadesa: mientras que luego todo ha pasado, históricamente y por el cambio de la ley canónica, a las manos de la abadesa. Pero el espíritu que subyace era esencialmente distinto, precisamente para evitar la estructura piramidal de tipo benedictino y la concentración antievangélica, como perjudicial a la comunión fraterna.

A propósito véase, por ejemplo, la RCl 8,15: «Confiadamente manifieste la una a la otra su necesidad...», y continúa: «...¿cuánto más amorosamente debe la hermana (no está hablando de la abadesa) amar y cuidar a su hermana espiritual?». Igualmente: «Y si sus parientes u otras personas le envían algo, la abadesa haga que se lo den. Mas ella, si lo necesita, que pueda usarlo; si no, que lo comparta caritativamente con alguna hermana que lo necesite» (RCl 8,9 y 10). Hay que señalar que la Hermana que tenga necesidad podría ser precisamente la abadesa, pero aquí se quiere sólo subrayar la evangelicidad del grupo, no el centralizado vínculo legal que obliga a las súbditas -singularmente, cada una por cuenta propia- respecto a la abadesa, en menoscabo de la verdadera comunión fraterna, que abarca todo el ámbito del grupo, desde el compartir de los bienes al repartir de las necesidades y las dificultades. Y se asegura cuidadosamente que no se discute, obviamente, la obediencia que por la Regla se debe, total, firme y convencida, a la abadesa.

Clara rehusó decididamente el papel y el título de «abadesa» (LCl 12); al fin lo aceptó de mala gana y sólo por el hecho de que san Francisco «casi la obligó» (Proc I,6), pero trastocó este rango que le imponía «la dirección y el gobierno de las hermanas» (ídem), permaneciendo durante toda la vida hermana entre las hermanas, más bien la última. Su lugar en el refectorio de San Damián, un lugar en el ángulo semiescondido en la pared de uno de los grandes arcos -un puesto en el que, desde siempre, el amor de los custodios de San Damián pone una vasija con flores- no es ciertamente el lugar del cabeza de familia sobre el que convergen los ojos de todas, sino que es una posición de servicio desde el cual levantarse continuamente para servir, como Clara realmente hizo: cf. LCl 12; Proc I,12; II,1-3; III,9, no sólo por humildad, como sugiere el autor de la Leyenda, sino porque tiene en cuenta que el nombre y el rango -tomado del monaquismo tradicional- es claramente contrario a su llamada al seguimiento puro y simple del Evangelio al que le obliga la Regla a ella y a las hermanas y que aconseja un esquema comunitario muy diferente, no piramidal, sino fraterno y horizontal (Mc 10,42-45; Lc 22,26; Mt 20,24-28).

También el Testamento de Clara, documento que no está destinado a los hermanos menores, sino a las Hermanas Pobres, sería casi incomprensible sin una clave hermenéutica de esta clase. El continuo nombrar a Francisco a lo largo de todo el transcurso del texto y la decidida confianza de las hermanas, por parte de Clara, en el sucesor del bienaventurado Francisco y en los hermanos, no es sólo confirmar a los hermanos en su obligación con respecto a las Damianitas, sino, visto que el documento está dirigido y destinado a las Hermanas Pobres, es un recalcar a las hermanas su vinculación carismática y obediencial con respecto a aquel verdadero discípulo e imitador de Cristo que es Francisco, alejada toda tentación de librarse de ese grupo de «locos» del Evangelio para volver al ordenado y reconocido esquema monástico tradicional. Acerca del cambio del esquema tradicional de la vida en común en el ámbito franciscano, véase R. Manselli, Il monachesimo nel Basso Medioevo», en Dall'eremo al cenobio, Milán 1987, 171. Después de haber diseñado el orden medieval de toda forma social, advierte: La Fraternidad de Francisco fue algo profundamente diferente y, en algunos aspectos, completamente nuevo. Ante todo impresiona un hecho que deriva del nombre mismo de la comunidad: o sea, la ausencia de toda y cualquier forma de jerarquía, a la que se añade en seguida el otro hecho de la autonomía recíproca de los participantes en esta forma de sociedad.

[8] La observancia del santo Evangelio y la obediencia a la Iglesia Romana formaban parte ciertamente de la primitiva «forma vivendi» que Clara recibió en los orígenes de san Francisco (cf. nota 4). Dan fe la Regla misma y el Testamento de Clara. En la observancia del Evangelio está «englobada» toda la Regla, desde el versículo inicial hasta el c. 12,13; lo que está entre estos dos versículos, colocados al principio y al fin, no es más que la explicación clara y terminante del modo particular de «vivir según la perfección del santo evangelio» (Forma vivendi, en RCl 6,3), de seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre (Ultima voluntad, 1,2) enseñada por Francisco a Clara y a sus hermanas. La observancia del Evangelio es la norma de la que surge el vivir franciscano: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor Papa me lo confirmó» (Test 14-15). También la obediencia y reverencia a la Iglesia Romana están en los orígenes del carisma y se pueden remontar a los primeros pasos de las Hermanas Pobres en San Damián; postrada a los pies de la Iglesia Romana (RCl 12,13) a la que confía para siempre a las Hermanas (TestCl 44), Clara se siente «garantizada» en la observancia de la pobreza y de la humildad del Señor Jesucristo (RCl 12,13), como Francisco se sentía asegurado por la confirmación papal. La Orden se dispone bajo la directa dependencia del Papa por intermedio del cardenal protector.

Igualmente Clara promete obediencia a Francisco desde los comienzos tanto en la Regla (6,1) como en el Testamento (24-25). El debido retorno a la Regla bulada de Francisco de 1223, de la cual Clara asume a la letra el inicio como otras muchas cosas (para la dependencia de la Regla bulada cf. C. A. Lainati, La Regola francescana e il II Ordine, en Vita Minorum 44, 1973, 227-249), no excluye que la esencia sea, en este y en otros casos, anterior, permitiendo destacar con alegría que el núcleo heroico de los orígenes no ha perdido su luz y su llama hasta el fin.

[9] La decisión de pedir el consenso de todas las Hermanas para la admisión de una candidata representa la voluntad de Clara de «conservar la unidad del amor mutuo y de la paz» (RCl 4,22), que redacta otras normas donde se pone en juego la fraternidad entera, a diferencia de la misma actitud final de Francisco. En la Regla bulada (2 R 1 y ss), en efecto, son los ministros provinciales y ellos solos son los que admiten a los candidatos; en la Regla no bulada (1 R 2,1-2) la aceptación parecería pasar a través de la fraternidad, pero que manda de nuevo al candidato al ministro provincial. Clara solicita, en cambio, el consenso de la mayor parte de las Hermanas. Esto forma parte, sin más, de la «democratización del régimen de la comunidad» en la cual T. Matura (Introducción a Chiara d'Assisi. Scritti, op. cit., 54-56) ve uno de los rasgos más originales de Clara, hija de su tiempo, el tiempo de las comunas italianas libres, donde, por principio, todos los ciudadanos tienen voz en las asambleas», pero forma parte sobre todo del ansia evangélica de la unidad del grupo congregado por el Espíritu del Señor. Aquí subyace una razón más profunda, de naturaleza espiritual-teológica.

Como la «divina inspiración» (RCl 2,1), «la gracia del Espíritu Santo» (RCl 6,1; TestCl 24.26) está para Clara en la base de una llamada auténtica que, como tal, forma el grupo; así dicho grupo íntegro no debe tener otro punto de vista que «conservar siempre entre ellas la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección», tener «el Espíritu del Señor y su santa operación» (RCl 10,7.9). Es precisamente con esta finalidad que Clara insertará, en el capítulo 10, v. 6, un inicio importante que en vano buscaremos en el contexto de la Regla bulada de la que se tomó todo el resto del pasaje (2 R 10,8): las Hermanas se deben guardar con todo cuidado de la «disensión y división». No es un pleonasmo respecto al texto de Francisco. Es diferente la vida de los hermanos menores, que van de dos en dos por el mundo, y la vida de las Hermanas Pobres: su «vivir juntas», siempre bajo el mismo techo, atestiguado desde los orígenes por la apreciación de Jacobo de Vitry (cf. el ya citado testimonio de la Carta de Génova: San Francisco de Asís. Escritos..., BAC, 1995, 964), es el «vivir» cristiano en el que el Espíritu del Señor encuentra su espacio, su «morada» (mansio: Jn 14,23; cf. 3CtaCl 21.26), y engendra en el grupo al Hijo de Dios y de María mediante la observancia del Evangelio (Forma vivendi en el RCl 6,3, en paralelo con la Ant. del Oficio de la Pasión).

Es evidente, pues, que si la meta del grupo es hacer nacer al Hijo de Dios mediante el mutuo honrarse y servirse de las Hermanas, todo debe someterse a esta norma del vivir cristiano; y desde esto, desde el respeto y del honor mutuos, nacen las normas que prevén el consenso de la fraternidad, al menos en su mayoría (por no citar más que las más importantes, además de esta acogida de las candidatas, cf. elección o deposición de la abadesa, 4,1-7; deudas: 4,19; elecciones de las responsables de los oficios o de las discretas: 4,22-24).

Para el tema de la mansio en Clara, cf. las numerosas aportaciones de O. Van Asseldonk, entre las cuales, las más incisivas, El Espíritu Santo en los escritos y en la vida de santa Clara, en Sel Fran 20 (1978) 221-223; La vida en santa unidad según san Francisco y santa Clara, en Sel Fran 45 (1986) 407-427; Clara, mujer de divina discreción cristiana, en Sel Fran 66 (1993) 409-417.

La licencia del cardenal protector, para la acogida de la candidatura, considera sólo su posibilidad de ingreso en la clausura, como precisa el cap. 11,7.

[10] Y con este gesto de abdicatio propietatis, de renuncia a los propios bienes -que conlleva una ruptura completa con cuanto se tiene y con cuanto se es-, «se convierte en religiosos profesos y como tales eran reconocidos en la Iglesia según norma del derecho» (M. Conti, La Sacra Scrittura nella Regola di Chiara, en Dialoghi con Chiara, Asís 1995, 278). Por este gesto Francisco, desnudándose ante el obispo de Asís para restituir todos sus bienes al padre, es acogido por el obispo bajo la jurisdicción eclesial y protegido bajo su manto; por este gesto Clara rompe su pertenencia a la familia de Favarone y pasa al seguimiento del Señor Jesús en la iglesia de Santa María de la Porciúncula.

El pasaje evangélico de Mt 19,21: «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres... después ven y sígueme», que debe ser aconsejado a la candidata y puesto en práctica, al menos con la voluntad, afecta a la misma validez de su ingreso (ninguna puede ser recibida de otra forma: cf. v. 24), tiene en el Evangelio la constatación de los hechos: la llamada de los discípulos que dejan todo por seguir al Señor (Mc 1,18; Mt 4,20.22; Mc 1,20). Pero la inspiración es «fuente» en Francisco, no es «a imitación de los discípulos»: forma parte de la revelación recibida del Altísimo mismo (Test 14), porque este pasaje de Mt 19,21 corresponde al primer pasaje de la triple apertura del Evangelio, el 16 de abril de 1208, en la iglesia de San Nicolás (TC 28-29; 2 Cel 15); inspiración fuente para Francisco-persona como para Francisco-fraternidad de los menores (Bernardo de Quintaval). Y así en el Testamento Francisco recuerda: «Los que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener...» (Test 16). Podemos, pues, decir que también esta norma formaba parte con toda seguridad de la primitiva forma de vida dada por Francisco a Clara (cf. n. 4), que «rica en las cosas del mundo... vendió toda su herencia y la distribuyó a los pobres», según testimonio de cuatro testigos del Proceso canónico (II,22; III,31; XII,3; XIII,11).

Se comprende, pues, la razón de la importancia de esta norma respecto a las demás, la razón de la cita literal del Evangelio y por qué Clara, hasta el fin de la vida, suplicará ser en todo y por todo fiel a esta «abdicatio propietatis» que está inspirada y, como tal, irrenunciable; hasta el punto que ella no puede morir tranquila sino cuando obtiene la ratificación solemne (Proc III,32); el estudio arriba citado de M. Conti relaciona muy bien esta ruptura con el mundo con el Privilegio de la pobreza (cf. 276-278).

«No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de san Agustín, ni la de san Bernardo o de san Benito ...» (LP 18); «No quiero ser dispensada de ningún voto y jamás del seguimiento indeclinable de Cristo» (LCl 14). Para Benito, pero también para todo el monaquismo de la Alta y de la Baja Edad Media (para el que la «salida del mundo tiene ciertamente el máximo peso) los bienes pueden ser distribuidos a los pobres, pero también dejados en las manos de la «Religión» del monasterio (S. Benito, La Regola, c. 58): «Si (el novicio) posee bienes materiales, los distribuya por anticipado a los pobres o los dé al monasterio en un acto oficial sin reservarse para sí la mínima propiedad, cerciorándose bien que desde aquel día en adelante no será ya dueño ni siquiera del propio cuerpo», Ed. Cantagalli, Siena, 1986, 73); para Francisco y para Clara el éxodo es salir de cualquier seguridad, comprendida la de vivir en común, «para caminar como peregrinas y forasteras en este siglo», «sin casa, ni lugar, ni cosa alguna» (RCl 8,1-2), es un itinerario de fe y de pobreza que les hace libres como los pájaros del cielo o los lirios del campo (Lc 12,24-28). Para una profundización del tema Benito-Francisco, cf. F. Uribe Escobar, Stuttura e specificitá della vita religiosa secondo la regola di S. Benedetto e gli opuscoli di S. Francesco d Assisi, Pont. Ateneo Antoniano (Roma, 1979); la segunda parte de este estudio está publicada con el título La vida religiosa según san Francisco de Asís, Ed. Aránzazu, Oñate 1982 (Col. Hermano Francisco, n.° 12).

[11] Sobre el carácter penitencial de la tonsura en la vida y en la Regla de Clara, o sea, de la renuncia a los propios cabellos, entendida como expresión externa de un modo de vivir diferente, de una conversión que en Clara -por consejo de Francisco- significó «convertir el mundano gozo en luto por la pasión del Señor» (LCl 7), véase la exhaustiva contribución de L. Padovese, ¿La tonsura di Chiara: gesto di consacrazione o segno de penitenza?, en Laurentianum 31, 1990, 389-406. Como tal, la tonsura concierne también a las candidatas recibidas en el monasterio antes de la edad legal (v. 19) y no es efectuada por una autoridad eclesiástica o por los frailes; más bien, en la Regla no se precisa tampoco que cortar los cabellos competa a la abadesa, dado que el recurso al ablativo absoluto («capillis tonsis in rotundum... »: v. 12) y a una forma impersonal («córtenles los cabellos en redondo...»: v. 18) no permite establecer quién tenía que cumplir este acto, que no depende de la autoridad. Pero se trata de un acto reconocido por la Iglesia y que libera -como el abandono del vestido mundano («depuesto el vestido seglar»: v. 12) y la vestidura de una prenda diferente (vv. 12 y 19)- de la autoridad de la familia y de la autoridad civil y, al significar el ingreso en una nueva vida, la de los «siervos de Dios», de los «penitentes», ofrece la protección por parte de la Iglesia y el respeto del mundo laico (ídem 400). A este propósito es muy elocuente el gesto de Clara en San Pablo de las Abadesas cerca de Bastia, cuando, para defenderse de los familiares, descubre ante ellos la cabeza tonsurada (LCl 9).

Tanto históricamente como en la Regla la tonsura no forma parte de ningún modo del rito de la consagración de las vírgenes, que tiene lugar sólo después del año de prueba y está presidido por el Obispo (cf. nota 13); está, en cambio, situada al inicio del camino, como ingreso en la vida de penitencia. Es notable, en este sentido, que en el corte de los cabellos de la misma Clara en la Porciúncula no haya estado Francisco, como parece decir el Proc (XII,4; XVI,6; XVIII,3; XX,6), pero como rectifica la LCl 8, Clara «es privada de los cabellos por mano de los frailes». De este modo, excluido el acto de autoridad, el gesto expresa la «voluntad positiva de los frailes de considerar a Clara como una de ellos y el compromiso de todos en esta elección» de Clara de comenzar a hacer penitencia (RCl 6,1).

[12] La Orden de las Hermanas Pobres nació como Orden claustral: como tal la reconoce desde los orígenes la Iglesia, que se dirige a Clara y a sus Hermanas, también en la confirmación de esta Forma de vida, como a hermanas que viven «incluso corpore», encerradas (cf. Bula, 13) y, desde los primeros documentos, les llama «pobres monjas enclaustradas» o «Moniales inclusae» (monjas encerradas). Tal es también la voz popular: Clara «por voluntad de Dios, fue la primera en la Orden de las Damas Encerradas» (Proc XVI,2); y tales Hermanas son para los hermanos menores: «las hijas... de clausura» de Francisco (cf. 1 Cel 116-117), en todas las fuentes, hasta aquella observación de san Buenaventura: «Sin embargo, aquellas monjas de San Damián en comparación con las demás mujeres se apartan de las relaciones humanas» (De expositione super regulam fratrum minorum IX,3). Acerca del tema, véase J. Leclercq, Clausura, en DIP 2, 1975, 1166-1174; C. A. Lainati, La clausura, expresión del misterio pascual, en Sel Fran 65 (1993) 239-242; J. M. Bezunartea, Clausura y misterio pascual, en Sel Fran 66 (1993) 503-506.

Se debe subrayar que el ordenamiento interno de San Damián presenta afinidades -también bajo el aspecto claustral- con la Regla para los eremitorios de san Francisco, escrita poco después de 1217: «madres» e «hijos», como hermanas que prestan servicio fuera del monasterio y claustrales; para los orantes un claustro y una celda para rezar y dormir; observancia del silencio, especialmente después de la puesta del sol hasta Tercia; recitación de todas las Horas canónicas en el tiempo conveniente; Maitines de noche; clausura: «y en el claustro donde viven no permitan entrar a nadie». Guarda del silencio y retiro en San Damián, pues, como para «aquéllos que quieren vivir religiosamente en los eremitorios» (REr).

La amplia norma, que considera las salidas del monasterio (v. 13), tiene en cuenta, ciertamente, las opiniones de la Regla de Inocencio IV Cum omnis vera religio del 6 de agosto de 1247, muy conocida por Clara (cf. I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, 238); esta Regla, entre las motivaciones lícitas para salir de la clausura, además de aquellas evidentes por emergencia, enumera causas útiles (como «para evitar algún daño muy evidente y grave»), causas razonables (por ejemplo, «por motivo de gobierno o de corrección»), pero «otras piadosas y razonables causas» -con la condición de que sean evidentes y que puedan ser aprobadas como suficientemente decisivas- «con licencia del ministro general». Sobre este tema, véanse las amplias y expertas páginas de I. Omaechevarría, La «Regla» y las Reglas de la Orden de Santa Clara.

Pero Clara, en este texto, con la mirada más allá, tiene presente el ordenamiento de la vida de las madres e hijos en los eremitorios, es decir, de las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio (inservientes extra monasterium) que sirven de ayuda y apoyo de la vida de los que oran: a ellas se dirige todo el capítulo II de la Regla no menos que a las claustrales, como precisa el v. 23. Las salidas de las hermanas externas están previstas en el marco de la caridad, al que ellas son llamadas para estar a la altura de las hermanas claustrales, pero ellas mismas al salir llevan las características de los hermanos-madres de los eremitorios que están comprometidos a «procurar permanecer lejos de toda persona» (REr 8). En efecto, es interesante observar que las hermanas externas son por otra parte exoneradas del rigor de la disciplina del claustro, así como para poder llevar calzado (RCl 2,23), como para poder estar dispensadas de los ayunos (RCl 3,8-10) y de la observancia estricta del silencio (RCl 5,1); en cambio, no pueden permanecer mucho tiempo fuera del monasterio si no lo exige una causa de manifiesta necesidad (RCl 9,12-19) y su preocupación siempre debe ser «hablar poco, para que puedan siempre edificarse quienes las observan» (RCl 9,13). Es el «predicar, no con las palabras, sino con las obras», con una ejemplaridad cristiana que concierne a todos y a quienes evoca en la 1 R 17,3, así como ser «modelo para ejemplo y espejo... para los que viven en el mundo» (TestCl 19-20). No me parece poder reducir a un diferente comentario este amplio cuadro del v. 13: serían, en caso contrario, muy graves las contradicciones del capítulo 5 y del capítulo 11 de la Regla, tanto más cuanto que Clara, al redactar su Regla, eliminó o cambió todo aquello que quería eliminar o cambiar.

[13] El velo en la mujer es para S. Pablo «signo de pertenencia al hombre» (1 Cor 11,10); para la mujer consagrada es signo de pertenencia a Cristo y, como tal, se da desde antiguo en el marco de la velación o consagración de una virgen, a la que la Regla de Clara alude en el cap. 11,9 («o para la consagración de alguna hermana como monja»), ceremonia para la cual se requiere la presencia del obispo («Si para la bendición de una abadesa o para la consagración de alguna hermana como monja o también por otro motivo, se hubiera concedido a algún obispo celebrar la misa dentro del monasterio…»).

El Pontifical de la Curia Romana de Inocencio III (ed. M. Andrieu, Le Pontifical de la Curie Romaine au XIII siècle, II vol. de Le Pontifical romain au Moyen Age, Ciudad del Vaticano, 1940), que proviene y desarrolla el Pontifical Romano Germánico (ed. C. Volgelor - R. Elze, Le Pontifical Romano-Germanique du dixième siècle, Ciudad del Vaticano, 1963) y comenzó a ser normativo poco después de la muerte de Inocencio III (1216), inicia la ceremonia (p. 414) con la expresión litúrgica a la que se refiere literalmente Clara en el cap. 11,9: «Sanctimonialis virgo cum ad consecrationem suam venerit…»: «La religiosa virgen cuando se presente a su consagración…» de la que Clara adopta el uso del término «monialis» (monja), que en los escritos de Clara es un apax, dado que aparece esta única vez. En el marco de la velación según el Pontifical de Inocencio III, la profesa, vestido el hábito bendecido, recibe, además del velo, también, el anillo, «signo de fe», y la corona, signo «de la excelencia de la virginidad» (ed. cit., 415-417).

F. Raurell, La lettura del "Cantico dei cantici" al tempo di Chiara e la IV Lettera ad Agnese di Praga», en Chiara, francescanesimo al femminile, especialmente en las pp. 228-236, pone de relieve la aportación de la ceremonia de la consagración de las vírgenes en el lenguaje que Clara emplea en las cartas a Inés de Praga, concluyendo que «como abadesa no podía ignorar una disciplina que se había convertido ya en obligatoria en toda la Iglesia» (231). La RCl nos dice que no solamente la conocía Clara como abadesa, sino que era una ceremonia habitual en San Damián y prescrita. También M. Scholosser, Madre-Hermana-Esposa. Contribución a la espiritualidad de santa Clara, en Sel Fran 71 (1995) 249-268, remite a la liturgia de la velatio virginum en el comentario a las Cartas de Clara.

Después del año de la probación se accedía a la promesa de «guardar perpetuamente la vida y la forma de nuestra pobreza» y a la velación (RCl 2,14-15); la RCl no trae la fórmula de la promesa, que sin embargo era relatada en la Regla dada por Inocencio IV el 6 de agosto de 1247 con la Bula Cum omnis vera religio: «Yo, sor tal, prometo a Dios y a la bienaventurada siempre Virgen María, al bienaventurado Francisco y a todos los santos, guardar perpetua obediencia según la Regla y la "Forma de vida" dada a nuestra Orden por la Sede Apostólica, viviendo todo el tiempo de mi vida sin propio y en castidad» (G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi, Scritti e documenti, 332).

En lo que respecta al año de probación, se había establecido obligatorio para Francisco y para sus discípulos por la Cum secundum consilium de Honorio III del 22 de septiembre de 1220 (FF 2711-2715); la obligación se renovó por otra Cum secundum consilum de Gregorio IX del 13 de marzo de 1227 y sucesivamente por otras bulas, entre las cuales, una de Inocencio IV del 12 de abril de 1246 (n. 3). Puede ser interesante resaltar que una frase de Honorio III, que invita a «sazonar el sacrificio de uno mismo… con la sal de la prudencia», es recogida literalmente por Clara en la 3CtaCl 41.

[14] Aun cuando Clara -según el testimonio de Sor Bienvenida de Perusa (Proc II,4)- «se contentaba con una sola túnica», áspera, un paño de lana mediocre hecho en casa y usado por los campesinos, y de un manto, no hay nada que dimane tanta materna bondad como estos versículos del cap. 2 (RCl 2,12.16.17), que tienen en cuenta los hábitos y las vestiduras para las novicias y hermanas; «Tres túnicas y un manto» (v. 12) no son, en verdad, pocos para los pobres de aquel tiempo: aun cuando en la Regla de Clara, ¡es preciso advertirlo, -a diferencia de las dos Reglas de Francisco (1 R 2,7.13; 2 R 2,9.14)-, no existen «las prendas del tiempo de la probación» y las candidatas no reciben túnicas diferentes después de la profesión; de modo que el cálculo es precisamente el mismo que la norma de Francisco. Las túnicas son siempre tres, y ciertamente no para «guardar», sino para llevar una sobre la otra simultáneamente en el frío de Asís (I. Omaechevarría, La "Regla" y las Reglas de la Orden de Santa Clara, en Sel Fran 18 (1977) 248-269).

Es probable que, al admitir también a las jovencitas en el monasterio (v. 18) las cuales, «depuesto el vestido seglar se vestían con un paño religioso», para hacer después la profesión «vestidas de la misma forma que las otras cuando llegue la edad legal» (v. 20), pues no se consideraba ni pobre ni conveniente multiplicar las formas de hábito.

Es sorprendente cómo la RCl supera completamente, silenciándolas, las disposiciones de Hugolino a propósito del «cilicio o estameña o saco», (I. Omaechevarría, Escritos…, 221; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 317), así como no habla de la concesión de Francisco de «remendar», o sea de reforzar, de aumentar de peso con retazos, por dentro y por fuera, el hábito en caso de necesidad. Con la ayuda de la Regla Bulada (1 R 4,3.4) predomina la categoría de la necesidad, que «no tiene ley» (1 R 9,16), que es raíz y fuente de equilibrio más allá de la inmovilidad de cualquier norma. De este modo Clara realiza su excepción de la norma de Francisco -que el mismo Francisco ha tomado de san Benito (cap. LV)- para decidir la medida en el momento en que se deben proveer a las Hermanas de vestidos: ella consiste en «las condiciones de las personas y los lugares y tiempos y frías regiones» (RCl 2,17). Se adivina aquí la mano de Clara que «por la noche cubría (a las hermanas) a causa del frío» (Proc II,3).

Y surge otra palabra clave de la espiritualidad franciscana, una palabra que parece estar siempre al alcance de la mano en el momento de las decisiones: «la abadesa provéalas con discreción» (RCl 2,17): «discreción» que tiene un significado distinto respecto al que significa ahora, se quiere decir -como así es- que se evite toda indebida austeridad, con la agradable y alegre munificencia de quien sabe que alcanza y puede alcanzar al gran Limosnero, el Padre de las misericordias (C. Cargnoni, Discrezione, en DF, especialmente en 426-428; G. Boccali, Canto di esortazione di San Francesco per le «poverelle» di S. Damiano, en Collectanea Franciscna 48, 1978, 5-29, y también en Sel Fran 34 (1983) 63-87).

Por manteletas (RCl 2,16) se entiende un vestido para el trabajo, para poner encima de la túnica, sin mangas, que corresponde al escapulario establecido por las anteriores reglas y que no tuvo nunca fortuna en S. Damián (I. Omaechevarría, La «Regla» y las Reglas, 251-255, especialmente el n. 14).

Las Hermanas no llevan calzado: la excepción para las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio (RCl 2,23) confirma la norma de andar descalzas, según el Evangelio escuchado por Francisco en la Porciúncula (Mt 10,10; Lc 9,3) que ha marcado para siempre el modo de vestir franciscano.

[15] Éste es uno de los «fragmentos contemplativos», quizá el más hermoso de la Regla de Clara, en el cual la estructura normativa se interrumpe bruscamente para dar lugar al misterio que anima por dentro la cotidianidad de la vida. Parece que Clara de repente abandone el texto de la Regla para perderse en lo que de hecho es su vida cotidiana y que la está «ocupando», un estar en adoración de una Inmensidad que se hace pequeñez en un pesebre; no sólo, sino que coge la escena en el momento en que la Madre Virgen está recostando con cuidado al Hijo con una ternura que está toda encubierta, dicha y no dicha, en aquellos «pobrecillos pañales» y en aquella «santísima Madre» (Lc 2,7.12). Es un fragmento preferido por Clara, que retorna otra vez en el Testamento de Clara (v. 45), como en la cuarta carta de Clara a Inés (vv. 19-21). Y no es por casualidad, en su estilo hecho de asonancias y de intuiciones imprevistas, como resplandores que se encienden en la mente y el corazón, que el reclamo del Niño y de su santísima Madre María surja precisamente cuando está hablando de «vestiduras». El verdadero «vestido» que le viene a la memoria es «su vestido» del «Ave Domina, sancta Regina»: «Salve, vestidura suya» (SalVM 1 y 5). Por lo que la exhortación a vestir pobremente expresa veladamente el estilo de María, verdadera vestidura del Hijo de Dios nacido en la carne. Desde ahí a la exhortación a envolver la cotidianidad con «tropas viles», las mismas con las que se envuelve el santísimo y amado Niño sobre el que se inclina la Madre Virgen, su verdadera vestidura, el paso es breve. Vil, de poco precio, es el paño que viste a los menores, los humildes, los no acomodados, aquellos que no cuentan; es una invitación a ser menores también en el hábito, que en el Medievo es una característica del estado social (R. Manselli - E. Pasztor, Il monachesimo nel basso Medioevo, 118). Pero predomina la imagen que de improviso se ha manifestado al corazón; es necesario recordar que Clara aprendió de Francisco y que acostumbró a recitar, además del Oficio divino verdadero y propio de la Iglesia Romana (LCl 30), el Oficio de la Pasión donde la mirada se centra sobre «el santísimo Niño amado, que nos ha sido dado, y por nosotros nació fuera de casa y depositado en un pesebre, porque no había lugar en la posada» (OfP 15,7).

[16] Como en la Regla bulada de Francisco (2 R 3), comienza aquí la exposición del modo de vida de la fraternidad. Para Clara como para Francisco la primacía absoluta corresponde a Dios: el primer «oficio» que cumplir (officum facere es obligatorio) es el «divino». Característica esencial de la vida religiosa eran y son la plegaria pública y las prácticas penitenciales, «oración y ayuno»: incluso para Francisco que cita a Mc 9,28 en 1 R 3,1 con lógica consecuente, porque en vano sería salir del mundo y vestir un hábito religioso si no fuera para liberarse de los demonios y «esta ralea de demonios no puede salir más que a fuerza de ayuno y oración» (1 R 3,1). Entrar en el grupo implica entrar en una fe que ora y libera de todas tentaciones, también para Clara; por eso, ante todo, oración y ayuno.

El término «oficio divino» comprende tanto la celebración de la Misa como la recitación de las Horas canónicas (Expositio quatuor Magistrorum super regulam Fratrum Minorum, c. 3: edic. Oliger, 137; U. de Digne, Expositio super regulam, f. 37 ra, citado en K. Esser, La Orden Franciscana. Orígenes e Ideales, Aránzazu 1976, 172). Por eso en la Regla de Clara existe la ambivalencia de los términos. «Dire, legere» (decir, leer) se entiende de las Horas canónicas; «oír (audire) el Oficio divino» en el cap. 5, v. 13, significa «oír la Misa».

El oficio «según la costumbre de los hermanos menores» es garantía de catolicidad, en cuanto ellos están obligados al oficio según la Curia Romana; acerca del tema y sobre la amplia bibliografía al respecto, K. Esser, La Orden Franciscana…, 171-182; acerca del Breviario franciscano, también A. Acquadro, en G. Cremaschi - A. Acquadro, Scritti di santa Chiara d'Assisi, 127-131. No sólo, sino que la expresión «según la costumbre de los hermanos menores» contiene muchos puntos de vista, que Clara omite en cuanto que los vive, pero a los que es necesario al menos aludir para no correr el riesgo de no leer suficientemente la realidad que la Regla contiene respecto del oficio: sobre todo la cadencia horaria. La Regla para los eremitorios, opúsculo tan breve como de gran valor, da una especie de horario diario para los hermanos que viven en comunidad. Es la recitación de las Horas canónicas en común que regula la jornada y es muy precisa: inmediatamente después de la puesta del sol (statim pos occasum solis), completas; por la noche, maitines (in matutinis surgant); a la hora conveniente prima (hora qua convenit) y tercia; y después sexta, nona; y las vísperas en el tiempo debido (hora qua convenit).

Así pues, el desarrollo de la jornada se basa en la liturgia de las Horas. Para Francisco la salmodia es comunitaria, «por causa de los ángeles». «Y porque en el coro se salmodia en presencia de los ángeles, quería que todos cuantos hermanos pudieran se reunieran en el coro y salmodiaran allí con devoción» (2 Cel 197).

Ya la Regla de Hugolino de 1219 prescribía: «En cuanto al Oficio divino, debe celebrarse ante el Señor de día y de noche…» (en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos complementarios, 218; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 314). Y la costumbre de los hermanos debía comprender también la plegaria nocturna, que era por cierto habitual en San Damián, según el testimonio de Bienvenida de Perusa (Proc II,9; LCl 20). Además de la Regla para los eremitorios, algún episodio aporta claridad: los hermanos que acogen a Clara en la Porciúncula después de su fuga de casa, en aquel momento de la noche celebraban el oficio nocturno («ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia»). A propósito, hermosísima es la explicación que da de ello L. Padovese, La «tonsura» di S. Chiara…, 402, que relaciona la liturgia de aquella noche con la lectura de Agustín, Com. al Vangelo di Giovanni, Trat. 50, 5-10, con los cabellos de Clara que caen.

Existe una sola diferencia, que Clara codifica, respecto a la «costumbre de los hermanos menores»: «pero sin canto». El «pero», que es traducción de K. Esser, l. c. 178, n. 260, subraya esta diferencia respecto a los mismos hermanos menores, que preferían cantar el oficio. En realidad Clara renuncia al canto que estaba ordenado también en la Regla de Hugolino, 5 (I. Omaechevarría, l. c., y G. G. Zoppetti - M. Bartoli, 314. «Sin canto» (sine cantu) parece ser una de esas expresiones lapidarias de Clara que corta por lo sano cuando la diferencia entre las personas puede crear división: si «saben cantar», dice Hugolino, lo canten, si no saben cantar lo lean. Es preciso pensar que en tiempos de Clara en el oficio divino «casi todo era cantado: el texto debía adaptarse a las leyes de cierto ritmo, que no es el de la prosa ordinaria ya sea artística o poesía recitada» (J. Leclercq, Cultura umanistica e desiderio di Dio, Florencia, 1983, 319). «Sin canto» parece decir lo que Francisco escribe en la CtaO 41-43 donde, por encima de dominar el canto o no canto, está la oración a Dios con corazón puro.

Existe algo más que sugiere esta lectura del texto. El Oficio divino está destinado a las «hermanas instruidas» (sorores litteratae). La regla de Hugolino prescribía, a discreción de la abadesa, que jóvenes o menos jóvenes pudieran ser instruidas en las letras, para recitar el Oficio divino (5: en I. Omaechevarría, 218). Clara, en cambio, en su Regla -siguiendo a Francisco- rechaza resueltamente esta norma: «Y no se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar, tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8-10). Las «hermanas no letradas» -como los hermanos laicos- deben recitar el Padrenuestro, la oración por excelencia, como había sido considerada desde siempre. No existe diferencia en el modo de rezar, si el único punto de partida, como el único punto de llegada, es orar con corazón puro.

[17] La normativa sobre el ayuno es expresamente concisa y, aunque pueda parecer dura, con la obligación de ayunar en todo tiempo litúrgico y con la antigua modalidad monástica de tomar alimento una sola vez al día (monofagia), es mucho menos dura que si fuese detallada como lo estaba en la Regla de Hugolino, 7 (I. Omaechevarría, Escritos…, 220; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti…, 316). Tal como está articulada, deja mucho espacio al voluntarismo de las hermanas que Clara -incluyéndose a sí misma- en la tercera Carta a Inés, llama «sanas y fuertes» (3CtaCl 32 y 37); da carta blanca a la abadesa para dispensar y tutelar la salud de las jóvenes, de las débiles, de las imposibilitadas para hacerlo; silencia completamente la abstinencia de las carnes -impuesta «en virtud de la obediencia» a las damianitas por la Bula Licet velut ignis de Gregorio IX del 9 de febrero de 1237 (BF I, 209)-; tiene en cuenta el precioso escrito de Francisco que Clara posee y del que hace una paráfrasis a Inés en la ya citada 3CtaCl 29-37. En resumen, Clara, con su silencio intencionado y con la generalización de la norma, no olvida la evangélica y tan querida por Francisco posibilidad «y según el Evangelio, puedan comer de cuantos manjares les ofrezcan» (1 R 3,13), y ciertamente no por defecto de mortificación, sino como verdaderos pobres que no quieren ser una molestia para nadie y se contentan con lo que se ha puesto en la escudilla. Las frases evangélicas suponen, en efecto, esta interpretación (Lc 10,7-9).

En fin, todavía una vez más la «necesidad» es regla suprema, como para Francisco (1 R 9,16) y dispensa del «ayuno corporal» (RCl 3,11). De este modo todo el fragmento, por así decirlo, se invierte, y conduce al verdadero ayuno, no solamente el corporal, sino el que impone abstenerse de los vicios y pecados, de todo lo que no es Dios, según la enseñanza de Francisco: «Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de la demasía en el comer y beber» (2CtaF 32).

[18] La referencia al IV Concilio de Letrán, c. 21, respecto al sacramento de la Eucaristía (ver Mansi, vol. XIII, c. 21, coll. 956-958; Denzinger, n. 812; Gregorio IX, Decretales 1, V, tit. 38, c. 12), puede deparar una interpretación no restrictiva y más lógica que esta norma, que obliga siete veces al año. Así como se debe recibir «al menos en Pascua el Sacramento de la Eucaristía» las Hermanas están obligadas a recibirlo al menos en las siete solemnidades detalladas. Sabemos por la 1 Cel 116 que el cuerpo muerto de Francisco fue llevado a San Damián y «abrieron la pequeña ventana a través de la cual determinados días suelen las siervas de Cristo recibir el sacramento del cuerpo del Señor». Pero estamos también informados de ello por el versículo siguiente de la RCl (3,15): «Permítasele al capellán celebrar dentro, para dar la comunión a las hermanas sanas o enfermas»; que no es un duplicado de la norma por la que el capellán puede entrar para dar la comunión a las enfermas (RCl 12,10). Además de esto, el Proceso de canonización testimonia que Clara recibía con frecuencia el santo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo» (Proc 2,11). El término «al menos» siete veces al año daría una justa situación a estas disposiciones y testimonios, de difícil interpretación de otro modo. Acerca de la posibilidad de una comunión más frecuente, en la época, además de las solemnidades fijadas, véase Dict. de spiritualitè ascétique et mystique, II, coll. 1261-1263.

[19] Para asegurarse no sólo la custodia fiel de la «forma de nuestra pobreza», sino también la concordia y la unión, finalidad misma para Clara del vivir juntas (ver nota 9), Clara dispone que sea la Palabra de Dios, propuesta por quien hace de mediador entre la Iglesia y la comunidad, o sea, el representante de la Orden de los hermanos menores, la que prepare a la elección de la abadesa de la comunidad. «El cual mediante la palabra de Dios, las disponga a la perfecta concordia…» (RCl 4,3), o sea «que con la Palabra de Dios las anime a la perfecta concordia», como un dar la forma de la concordia a un cuerpo naturalmente desunido de por sí, pero que debe tener «un único corazón y una sola alma» (Hch 4,32), debe amar y pensar como Cristo. Ciertamente no sólo en el momento concreto de la elección, sino durante el madurar del camino que abadesa y súbditas deben emprender juntas poniendo sus pasos sobre los de Cristo.

El término «abadesa» no es ciertamente original en la Orden; se sabe que Clara rehusaba asumirlo, no sólo el título, sino también «el regir y gobernar a las Hermanas» (Proc I,6). El título original es el de la 1 R 4,2: «siervo de todos los hermanos». Y así Clara repite: «Y así debe ser que la abadesa sea sierva de todas las hermanas» (RCl 10,5).

«En el medievo todo tiene un orden que se configura como piramidal, donde cada uno tiene su puesto y su función. También allí donde, como en los monasterios o en las casas canonicales, más vivo podía ser el vínculo de la caridad o del amor cristiano, no podía faltar esta estructuración que, al menos en teoría, debía garantizar la mejor forma de convivencia. La fraternidad de Francisco fue algo profundamente diferente y, en algunos aspectos, del todo nuevo… El mismo Francisco, que era el ejemplo inspirador de la fraternidad, se guardó mucho de considerarse el jefe: prueba de ello es el hecho de que, cuando decidieron dirigirse a Roma, sólo entonces, y durante la duración del viaje, pensaron en elegir un jefe y éste fue Bernardo de Quintaval, y no Francisco. El primer, verdadero y preciso estímulo para la creación de un jefe -pero será mejor decir de un responsable, que fuese también un punto de referencia- surgió de la necesidad, que precisamente en Roma se presentó inevitable, de alguien que hablase con los cardenales y con el pontífice y que por éstos fuese investido de una responsabilidad intermediaria entre la suprema autoridad eclesiástica y los otros hermanos, presentes y futuros. Inmediatamente después, y como consecuencia de la misma aprobación de la fraternidad, Francisco vio reconocido un poder discrecional y de consejos, pero que fue sentido por él y por sus compañeros, como un primado de afecto y de ejemplo, más que como una "autoridad constituida"» (R. Manselli - E. Pasztor, Il monachesimo nel basso medioevo, en Dall'eremo al cenobio, 101-102).

Así ocurre con la «plantita»: que por obediencia a Francisco (Proc I,6, antes citado: «a ruegos e instancias de san Francisco, que casi la obligó»; LCl 12), en atención al c. 13 del IV Concilio de Letrán (Mansi, vol. XIII, c. 13, coll. 950-951) acepta la tarea y el título de «abadesa» proveniente de la regla de Benito: título que -en los escritos de Clara- aparece sólo en la Regla, cuarenta y cinco veces, en referencia a la que le sucederá en el oficio (T. Matura, Introducción a Chiara d'Assisi. Scritti, 52-53).

Para enlazar precisamente juntos los términos de responsabilidad, de obediencia que se convierte en caritativa, de servicio, de familiaridad «a fin de que… más fácilmente soporte la carga que por su oficio lleva» (TestCl 69), de afabilidad («Sea también tan benigna y tan de todas», TestCl 65), de afecto, de corrección y amonestación, de todo lo que en la Regla se refiere a la abadesa y a las súbditas, se ha tenido siempre presente que esta fraternidad no tiene nada de piramidal; más, no está tampoco erigida -en el pensamiento de Francisco- como una tabla rectangular, carolingia: Carlomagno en el centro, Orlando y según van llegando otros caballeros en orden a su fidelidad y dignidad. La fraternidad franciscano-clariana es en cambio la de los «caballeros de la mesa redonda», del ciclo bretón del rey Arturo, según la cual entre los caballeros no existía ni un primer lugar, ni un último; todos iguales alrededor del rey. Porque así debe ser, «vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8), «y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor» (1 R 5,12). Es en esta clave que leeremos «pues muchas veces al Señor revela a la menor qué es lo mejor» (RCl 4,18), que no es ni el más pequeño en edad como en la norma paralela de S. Benito (iuniori: Regla 3,3), ni el más pequeño en dignidad. Es simplemente el más pobre de sí.

[20] La aplicación al gobierno del monasterio de cuanto Francisco había establecido para los hermanos en el caso de incapacidad del ministro general elegido (2 R 8,4), permite a Clara inesperadamente hacer añadir -junto al término abadesa- el otro término, convertido en suyo propio, aplicable a ella por antonomasia, de «madre». Título connatural a ella, porque es evocador de la santísima Madre de Dios, pero también de Francisco y de su sentir espiritual además de su modo de ser («queridísima madre» es el mismo Francisco para los hermanos, 2 Cel 137, entre otros muchos testimonios), símbolo de cuanto de ternura pueda haber aquí sobre la madre tierra que nos sustenta, gobierna y alegra. Abadesa remite al abbas, el cabeza de familia, el padre que mantiene un orden; la madre es la que lleva en el seno, la que da a luz, amamanta y educa, envuelve con ternura amando, conduce las relaciones con las «entrañas maternas», con las rahamin (entrañas) de Dios, Padre de las misericordias. Y si en la Bendición y en las Cartas esta ternura inmediatamente «estalla» (T. Matura, Introducción a Chiara d'Assisi. Scritti, 60.61), en la Regla no se reduce ciertamente a los límites de este capítulo cuarto, sino que es casi un flujo constante, una corriente que invade todas las situaciones. Pertenece a la madre, como hemos visto, proveer a las hermanas en los vestidos (RCl 2,17); mitigar el ayuno en las jóvenes, con las débiles, con las que sirven fuera del monasterio (RCl 3,10); permitir el acceso al locutorio (RCl 5,5), asignar el trabajo (RCl 7,3), y disponer de las limosnas para utilidad común (RCl 7,5); sobre ella se apoya la responsabilidad de la grey (RCl 4,9), ella es el último refugio de las atribuladas, para que no se desesperen (RCl 4,12). A ella en particular le es confiado el cuidado de las enfermas (RCl 8,12-14); ella debe corregir a las hermanas y castigarlas (RCl 9,1-6); ella debe visitarlas y amonestarlas (RCl 10,-4).

Si a todo esto se une el cuadro de Clara-madre espiritual ofrecido por las Fuentes biográficas (L. Hardick, La spiritualità di S. Chiara, Milán4, 1986, 84-93, en particular n. 36), se tiene la impresión de una maternidad que va dirigida a Cristo, la presentada por Francisco en la 2CtaF 53: «Somos madres suyas (de Cristo), cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo con el amor y la conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de todos», como las hermanas obedecen a la madre más por amor que por temor (RCl 4,10).

[21] También para Clara, como para Francisco (1 R 4,6 y 5,1, donde el texto, más importante en el contenido, resulta menos incisivo por la amplitud de la forma), el peso de la responsabilidad confiada a quien preside es gravoso, en vista de aquella devolución que la abadesa deberá hacer de las personas a ella encomendadas, al final de los tiempos, de la que ya había sido solemnemente advertida en el rito de la velación o consagración de una virgen (ver nota 13) del Pontifical de la Curia Romana e Inocencio III de uso en S. Damián (ed. M. Andrieu, Le pontifical de la Curie Romaine au XIII siècle, 417). Después de la entrega del velo, del anillo y de la corona, en efecto -dice-, el Obispo «entrega la nueva consagrada en las manos de la abadesa diciendo: Reflexiona de qué modo representarás a esta persona consagrada a Dios ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo» («Et tradat eam episcopus in manibus abbatissae dicens: Vide quomodo istam Deo sacratam representes ante tribunal Domini nostri Jesu Christi»). Una entrega tan solemne y vinculante que todos, ante estas palabras, se arrodillan.

Teniendo presente que todo este capítulo cuarto de la Regla es «nuevo» respecto a las Reglas precedentes de Hugolino-Gregorio IX y de Inocencio IV, que en su Cum omnis vera religio tiene sólo una breve alusión a la elección de la abadesa («La elección de la abadesa pertenezca libremente a la comunidad, la confirmación o la anulación de la misma sea hecha por el ministro general, si estuviese presente en la provincia, o en su ausencia, por el provincial de la provincia en la que el monasterio esté erigido»: ed. G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 344; I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos..., 257), y resultando un centón de textos franciscanos y no franciscanos colocados juntos «con la novedad» de la sensibilidad de Clara, vale la pena resaltar algunos matices, antes de pasar a la obligada e indispensable cita de la Regla benedictina.

Es indudable que a la abadesa y madre del monasterio de San Damián le es querida la expresión de Lc 12,32: «Tranquilizaos, pequeño rebaño, que es decisión de vuestro Padre reinar de hecho sobre vosotros», que concluye en Lucas un discurso de pobreza, de pájaros que ni siembran ni siegan, y sin embargo Dios los alimenta, de lirios que ni hilan ni tejen, y sin embargo visten más suntuosamente que Salomón. Le es tan querida que no sabe ver a su «familia religiosa» sino como «pequeño rebaño, que el altísimo Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en seguimiento de la del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre…» (TestCl 46). Por esto la responsabilidad es tan grande: porque el rebaño es sólo confiado a una abadesa-madre, no le pertenece; pero es engendrado por el Padre mismo para que esté conforme, como un espejo, con el rostro pobre y humilde de Cristo y de su pobrecilla Madre. ¡Tarea ardua y comprometedora

S. Benito en su Regla, que está desde luego en el origen de la concisa expresión de Clara, en el c. 64,7, a propósito del abad afirma: «Después, el abad elegido piense siempre qué cargo se ha impuesto y a quien deberá rendir cuentas de su gobierno» (literalmente «de su administración» villicationis suae). La referencia de Benito pertenece a Lc 16,2, a la parábola del administrador infiel: pero Clara «no queriendo reproducir la palabra villicationis suae de Benito» -absorta como está por el concepto del pequeño rebaño confiado a la providencia- «se sirve de otros pasajes del cap. 2,32 y quizá del cap. 63,2 de Benito, donde aparece el rebaño a él confiado» (H. de Sainte Marie, osb., Presencia de la Regla benedictina en la Regla de santa Clara, en Sel Fran 68, 1994, 211-226). Precisamente esta es la manera con que Clara «hace suyo» lo que siente suyo incluso de la regla de S. Benito: asonancias, breves referencias de dos o tres capítulos tal vez fusionadas, le sirven para expresar el concepto a su manera. Probablemente la breve permanencia en las Benedictinas de S. Pablo de las Abadesas como «conversa», así como Francisco había sido «pinche de cocina» en la abadía de S. Verecundo en Vallingegno (véanse las hermosas páginas de M. Bartoli, Clara de Asís, Oñate, 1992, 77-84), reforzó en su corazón sus convicciones y a la vez enriqueció su experiencia y su lenguaje, que sabe asumir y hacer suyo libremente lo que corresponde a su ideal.

[22] Entre los logia de Francisco, o sea, los dichos de Francisco, existe un amplio texto sobre el ministro general de la Orden (2 Cel 185; EP 80), que aparece aquí, en este punto de la regla de Clara, que toma del texto franciscano los vv. 11-12.

Es muy probable que este texto, que refleja el pensamiento de Francisco acerca del modo de ser, de gobernar y el deber de ejemplaridad del ministro, fuera uno de las «tantas enseñanzas escritas» dejadas por Francisco en San Damián, de las que Clara misma habla en su Testamento 34: mucho más verosímil que Clara lo conociese así, más bien que a través de la 2 Cel, que data de 1246-47.

Las «palabras» de Francisco debían, por otra parte, ser material corriente entre los discípulos fieles y con mucha razón M. Bartoli concluye diciendo: «Es cierto que en S. Damián se conservaron desde hace tiempo diversos escritos de Francisco, que luego se unieron, de un modo u otro, en las sucesivas colecciones…» (p. 184). Teniendo en cuenta que la 2 Cel no aparece en otro lugar en la RCl, sino en un breve inciso en el cap. 6,4-5 («lo que cumplió diligentemente mientras vivió»: 2 Cel 294, texto que llega evidentemente a Tomás de Celano de San Damián junto con la Forma vivendi dada por Francisco a las Hermanas Pobres), es lógico pensar que Clara tuviese consigo este escrito sobre el ministro general.

El texto de la RCl aquí no tiene otras fuentes sino éste entre las «palabras» de Francisco, y la palabra «desesperación» no tiene ninguna confirmación en otro lugar en los escritos de Clara, ni existe en los de Francisco. Acerca de lo que podía ser el contexto de San Damián, en las dificultades de la extrema pobreza y de las enfermedades y en la convivencia cotidiana, es muy real el estudio de F. Accrocca, ¿Hacia Getsemaní? Clara, la comunidad de las Hermanas y la vida cotidiana en San Damián, en Sel Fran 80 (1998) 239-254.

[23] «Guarde la vida común en todo»: traducimos de este modo communitatem servet in omnibus, o sea con la actitud de vigilancia de «custodiar, guardar» la comunidad para que no surjan situaciones anómalas, de privilegio para algunas o de marginación para otras. Deber -éste de la vigilancia- propio de quien preside, para proteger la igualdad de los miembros en relación a la «unidad del amor mutuo y de la paz» a la que se refiere un poco más abajo el v. 22 y que ya hemos visto ser el eje de una verdadera construcción en el Espíritu (ver notas 9 y 19).

La vicaria, a la que en el curso de toda la RCl concierne como a la abadesa el deber de la ejemplaridad, es persona relevante en la asistencia a la abadesa. Nombrada nueve veces en el transcurso del texto, por la función que ocupa está en parte equiparada por T. Matura (Introducción a Chiara d'Assisi. Scritti, 55) a la priora benedictina: pero el término es franciscano, así como la función (Francisco se nombra un «vicario» en vida en la persona de Pedro Catáneo); y si el «vicario» parece mostrarse menos al lado del ministro en el ámbito de los hermanos menores, lo que es sólo por el diverso estilo de vida, por el que los hermanos no «viven juntos», uno al lado del otro, a la manera de las Hermanas (Jacobo de Vitry, Carta primera, de 1216, BAC, p. 964).

Original también de Clara es la institución de las «discretas» en número de ocho, que forman un consejo reducido de la abadesa, la cual tiene la obligación de consultarles «en las cosas que requiere la forma de nuestra vida» (RCl 4,23). El vocablo «discretas» se refiere al arte de discernir, de la sensatez de juicio.

[24] La experiencia del Capítulo, en el pequeño grupo establecido en torno a Francisco, es una experiencia espontánea y típica, datable inmediatamente desde el momento en que los compañeros del santo -enviados por él de dos en dos a anunciar el Evangelio- se volvían a encontrar juntos en la Porciúncula, como estimulados por el Espíritu del Señor movidos por su deseo y por su solicitud de encontrarse de nuevo juntos; es también el primer ejemplo del «Capítulo de culpas» de la historia franciscana: «cuentan luego las bondades que el Señor misericordioso ha obrado en ellos, y, por si han sido negligentes e ingratos en alguna medida, humildemente piden corrección y penitencia a su santo Padre y la aceptan con amor» (1 Cel 30). Y siempre, en el fluir de los primeros años, el Capítulo en S. Verecundo de Vallingegno, en el paso hacia Gubbio, con los primeros trescientos hermanos, atestiguado por la Legenda de Passione S. Verecundi militis et martyris, y los Capítulos atestiguados por Jacobo de Vitry, uno al año, en 1216, pero que ya son dos veces al año en su Historia orientalis.

No existe nada tan típicamente franciscano como este «cotejo» de Francisco con sus compañeros: «una manera original de ponerse en relación unos con otros para ser fraternales; para buscar los medios, los métodos, para actuar desde las opciones; para concretar la inspiración y llevarla adelante conjuntamente: en la fidelidad a la Iglesia, a la conciencia, al carisma, al Espíritu».

Clara ha aprendido de Francisco a realizar esto con sus Hermanas, una vez a la semana. Cuando el grupo es genuino, no forzado, la acusación por las culpas de negligencia es espontánea; y encontrarse juntas se convierte en un medio dinámico por excelencia, que desarrolla la inspiración carismática y la aplica a las situaciones particulares de la vida concreta. Búsqueda vivida conjuntamente acerca de lo que concierne a «la utilidad y decoro del monasterio», con toda la responsabilidad del significado que la palabra honestas tiene en Clara, que va desde la perfección evangélica a la honradez que proviene de un buen testimonio. Honestas aparece seis veces en la RCl (2,16; 4,17; 6,14; 7,1; 12,2.5) y dos veces en el TestCl (54 y 56), otras cinco veces en forma adverbial y en adjetivo. Su traducción forzadamente diferente refleja exactamente la amplia escala de significados que están entre los dos extremos.

La Regla de Hugolino no conoce nada semejante al Capítulo; la de S. Benito (3,1-5.12) conoce la convocatoria de la comunidad pero sólo cuando algunas cuestiones importantes la soliciten: no a plazo fijo, semanal; y tal convocatoria sirve sólo al abad, que ponderará por su cuenta acerca de los consejos de los frailes, tomando a continuación por sí solo la decisión (G. Salvi, La Regola di S. Bendetto nei primordi dell'Ordine di S. Chiara, op. cit., 119-120; H. de Sainte Marie, osb, Presencia de la Regla benedictina en la Regla de santa Clara, en Sel Fran 68 (1994) 217, donde trata sólo del final del párrafo, que en Benito dice: «el Señor revela lo que es mejor al más joven, iuniori»).

En cambio, en Clara, a la manera de Francisco, el Capítulo semanal -considerada también la atmósfera de silencio habitual de San Damián, por la cual la reunión semanal de las Hermanas tiene ya en sí misma una carga excepcional en el encuentro fraterno- es un medio de extraordinaria importancia para «crecer juntas», realizarse, encontrar el medio para la realización del propio propósito de vida, escuchando todas las voces, con la convicción de que «el Señor manifiesta lo que es mejor al más pequeño (minori, a la menor, en la RCl)», a quien -como ya hemos dicho (nota 19, al final)- es más pobre de sí.

[25] Como para los hermanos en los eremitorios, también en la Regla de Clara el silencio es una ley de la vida de contemplación. Es absoluto desde Completas hasta la Hora de Tercia no sólo en consideración del reposo, sino también de la oración (Proc X,3: «Y afirmó que madonna Clara, por la noche, después de completas, quedaba largo tiempo en oración»; ver también I,7). Para Clara, el silencio es, en efecto, como para todos los contemplativos el lenguaje de quien ama, como escribe a Inés de Praga (4CtaCl 35).

Al despertar a las Hermanas para la oración nocturna, lo hace «silenciosamente, con una campanilla» (Proc II,9), lo que significa precisamente una costumbre de no interrumpir el silencio en favor del recogimiento. Pero no se trata de un silencio continuo como el prescrito por la Regla de Hugolino, donde está permitido hablar sólo a quien tiene la incumbencia en tal sentido o ha obtenido permiso para ello (I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, 218-219; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 315); silencio que se vuelve todavía más drástico en la Regla de Inocencio IV de 1247, que a la palabra sustituye el uso de «signos igualmente religiosos y honestos» (Cum omnis vera religio en I. Omaechevarría, 241; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, 332). Los «signos» que Clara usaba en el absoluto silencio nocturno evidentemente debían ser una de las normas de comunicación habitual en los monasterios, exceptuando San Damián.

Como justamente subraya M. Bartoli, Clara «aparece preocupada de que se interprete legalísticamente la norma del silencio y en efecto añade dos disposiciones enteramente de su puño, que nacen evidentemente de la larga práctica de vida común en San Damián» (en Clara de Asís, 143). Se trata de la dispensa en la enfermería y de nuevo una vez más de una ley dictada por la necesidad: pero todo sobriamente, «con discreción» por las enfermas; «brevemente y en voz baja» por la imperiosa necesidad. El cap. 8,15.16 y también en el v. 19 vuelve sobre la ley del silencio: «Confiadamente manifieste la una a la otra su necesidad…». En la Regla, pues, el silencio, lenguaje de quien ama, se convierte, frente a la necesidad de la hermana, en palabra de quien ama. El clima está todavía impregnado de gran silencio, para admirar a los observadores de San Damián (1 Cel 20; LCl 36).

[26] Para leer de modo exacto esta normativa que reglamenta la separación claustral del coro, del locutorio y de la puerta de clausura, que prosigue hasta el final del cap. 5, para reanudarse después en el cap. 9 al completo, es preciso volver a la Regla de Hugolino-Gregorio IX de 1219, que san Francisco ha admitido y Clara ha profesado aceptando el acreditado testimonio de Gregorio IX en una carta a Inés de Praga, la ya citada Angelis gaudium del 11 de mayo de 1238 (BF I, 243), testimonio repetido por Inocencio IV en la carta In divini timore nominis del 13 de noviembre de 1243 (BF I, 316). La autoridad de los testimonios es tal que no es lícito dudar de sus afirmaciones: «La Regla de la Orden -escribe Gregorio IX- redactada con muy diligente cuidado, aceptada por el predicho Santo (o sea, el bienaventurado Francisco) y confirmada a continuación por nuestro predecesor Honorio de feliz memoria, fue profesada también por la dicha Clara y por sus hermanas, previa concesión a ellas, por parte del mismo Honorio, con nuestra intercesión, de un privilegio de exención».

Nunca se ha escrito mucho sobre esta Regla de 1219, que ha amparado la «forma vivendi» de Francisco y el Privilegio de la Pobreza, dando una estructura a la Orden de las Hermanas Pobres como todavía hoy la conocemos. Basta con citar, entre otros, I. Vázquez, La "forma vitae" hugoliniana para las Clarisas en una bula desconocida de 1245, en Antonianum 52 (1977) 94-125; I. Omaechevarría, Nueva valoración de la "Forma vitae" del cardenal Hugolino, en Antonianum 53 (1978) 343-346; Idem, La "Regla" y las Reglas de la Orden de Santa Clara, publicada ya por I. Omaechevarría en Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, 206-229; de él lo ha tenido ampliamente en cuenta la edición de los Escritos de M. F. Becker, T. Matura, J.-F. Godet, la más veces citada, haciendo comprensible con caracteres tipográficos diversos las aportaciones de esta Regla hugoliniana en el texto de Clara y asimismo, últimamente, la edición de G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 310-327. Ningún texto que encare seriamente el conocimiento de Clara en sus diferentes aspectos, puede prescindir efectivamente de esta Regla de 1219 en cuanto ha sido constitutiva de la experiencia de Clara, véase al respecto el hermoso cap. 4, El espacio de la santidad: clausura y apertura al mundo, de la biografía de Clara de M. Bartoli, Clara de Asís, 115-144.

Se podría decir que la inspiración franciscana ha encontrado en la Regla de Hugolino una primera sistematización jurídica que proviene de la Iglesia de ese tiempo y que da garantía de autenticidad a la Orden, en el momento en que ni siquiera la Primera Orden tenía su reconocimiento con Bula papal. Todo esto es verdadero.

Pero existe algo que sorprende en estos textos que Clara hace suyos hasta el punto de incluirlo en su Regla (cap. 5 y cap. 11) y sobre los cuales es necesaria ahora una posterior reflexión. Efectivamente por una parte, Clara parece «ampliar» las normas hugolinianas en lo que concierne, por ejemplo, a la posibilidad de ver lo que acaece durante la celebración de la Misa o de la predicación de la palabra de Dios ante la reja del coro (RCl 5,10), que, además, es la única reja, porque en el locutorio no existe reja sino sólo una paño extendido que no puede ser nunca movido, por ningún motivo, en cuanto el locutorio tiene también la función de confesionario (RCl 5,17 y 12,10). Por otra parte, las restringe todavía más: la portezuela o ventana de la reja en el coro debe estar cerrada para ellas con dos llaves (RCl 5,11-12); no sólo con una como en la Regla de 1219; y luego el capellán, cuando se trata de entrar en clausura (RCl 12,8.9) debe ser siempre acompañado y estar en lugar público, mientras en la Regla de 1219 podía entrar solo. Los casos de mayor control se repiten: la portera -cosa que en vano buscaríamos en la reglas precedentes, ya de Hugolino-Gregorio IX, ya de Inocencio IV- para la custodia de la puerta de clausura «durante el día permanezca allí en una celda abierta y sin puerta» (RCl 11,1). Cosa que suena muy extraña, en el frío de Asís, considerando que es una Madre bondadosa para establecer estas precisiones.

Para comprender es necesario valorar algunas realidades que han influido en las normas de Hugolino. Se trata de las aportaciones de los Capítulos Cistercienses, que han acompañado en verdad los primeros pasos de la Orden de Clara, especialmente de los Capítulos desde 1213 a 1228. Una alusión de L. Oliger, De origine Regularum Ordinis S. Clarae, 206, ha pasado en silencio; H. Grundmann, Movimenti religiosi nel Medioevo, 174, hace notar que, desde 1212, el Capítulo General de los Cistercienses lamenta la presencia de los monasterios femeninos en la Orden, en primer lugar porque están demasiado cercanos a los monasterios masculinos y después porque no se observaba la clausura y aclara que en 1218 se decidió que los monasterios femeninos estuvieran a seis millas de los monasterios masculinos. Se debe a estudios anteriores de M. Dortel-Claudot, La clôture des moniales des origines au côde de droit canonique, en Vie consacrée 39, n. 3, 1967, 165-176, el haber puesto el acento sobre el cambio de las formas claustrales en el primer y segundo decenio del siglo XIII. Efectivamente es en la legislación de los primeros decenios del siglo XIII donde se acentúa la diferencia entre el monasterio propiamente dicho, en su complejo, y la clausura del monasterio, del modelo que conocemos a través de la Regla de Clara. Hasta aquel momento se podía decir que monasterio y clausura eran términos bastante intercambiables. En este momento, por decisión del Capítulo General de Cîteaux de 1213 -reforzada en los años siguientes- «los monasterios femeninos dependientes de la Orden debieron de hecho estar erigidos a más de seis leguas de las abadías masculinas. El capellán o capellanes, y los confesores comenzaron desde entonces a habitar en el monasterio de las monjas -seis leguas podían ser alrededor de 30 km, una distancia no fácilmente superable diariamente en aquel tiempo-. En el interior del monasterio se llegó, pues, a distinguir una parte puesta bajo clausura reservada a las religiosas y otra parte, fuera de clausura, destinada a los sacerdotes. Por esta clase de recurso, apareció la noción de clausura distinta de la del monasterio; se puede salir así de la clausura, sin salir del monasterio; y poco más tarde se comienza a hablar de la clausura como institución canónica, es decir, el conjunto de las leyes que conciernen a la clausura en sentido material».

El concepto se afianzó mucho más; dado que las grandes Órdenes hacían lo imposible por desembarazarse de la atadura temporal y espiritual de las monjas, éstas defendieron duramente un vínculo que querían indisoluble (como para Clara el vínculo con los hermanos menores). Los monjes se sometieron a la santa Sede, pero exigieron que la clausura tuviese allí una parte importante, o sea que allí existieran edificios que estuviesen en condición de permitir la clausura como verdadera separación física y -para los Cistercienses- de los bienes suficientes para eximirles de la mendicación (ibidem, 170-171).

Es muy conocida la afinidad de Hugolino-Gregorio IX con los Cistercienses. R. Rusconi, L'espansione del Francescanesimo femminile nel sec. XIII, concluye: «En este contexto, teniendo en cuenta la gran familiaridad de Hugolino de Ostia con la Orden cisterciense y del contenido de las disposiciones conciliares caen algunos falsos problemas, como los de la influencia de la Regla benedictina en los principios del franciscanismo femenino, o más bien de la voluntad de manipular el ideal franciscano, que habría inducido a Hugolino a sustituir la pobreza por la clausura» (278).

Clara se encuentra personalmente en 1213 en las mismas condiciones de las Cistercienses, ahora obligadas -por la distancia de la abadía masculina- a tener asistentes religiosos y frailes en ayuda de su pobreza en los límites mismos del monasterio; y si en 1213 para pasar algo al exterior de San Damián, bastaba con el sencillo gesto de apoyar una pequeña vasija para llenar de aceite «y la colocó sobre un pequeño muro que estaba cerca de la salida de la casa, para que el fraile la cogiese…» (Proc I,15), poco a poco la costumbre asume formas de diversa protección para salvar esos valores que Clara no pierde ocasión de subrayar: «el decoro de su santa vida» (TestCl 56-57) y la remotio, aislamiento del monasterio («en razón del decoro y del aislamiento del monasterio» (RCl 6,14), sin los cuales no puede existir aquí ni edificación ni buen ejemplo (RCl 9,13), valores tan inculcados por Francisco.

[27] Es el capítulo central, el quicio y el gozne de toda la Regla, en el que se expresa el punto clave de esta nueva experiencia religiosa, que la distingue de todas las demás experiencias monásticas medievales: la pobreza tanto en particular como en común, la renuncia a toda propiedad, no sólo a la personal sino también a la comunitaria, y el compromiso de abandonarse completamente a la providencia divina. Es una pobreza como elección de vida absolutamente despojada de garantías, un abrirse de par en par ante Dios con confianza ilimitada en las promesas evangélicas hechas a los pobres (Mt 6,19-21.25-34; Lc 12,22-32), un abandonarse sin límite y sin cálculos, con desnuda fe, en el «Padre de las misericordias», que es el «Dador de todo bien» (TestCl 2.58; BenCl 12; 2CtaCl 3). Clara, unida a sus hermanas, vuelve las espaldas a toda seguridad a la manera de Francisco frente a Pedro de Benardone: «De ahora en adelante diré: "Padre nuestro que estás en los cielos"…» (TC 20).

La mirada de Jacobo de Vitry en seguida había reparado en la novedad formidable del regulare propositum de Clara y de sus hermanas en el ámbito de la institución de «religión monástica»: «No aceptan ninguna donación, sino que viven con el trabajo de sus manos» (Carta primera, 10). Es precisamente Jacobo de Vitry quien usa -al abrigo del IV Concilio de Letrán que prohibía el nacimiento de nuevas Órdenes- el término «una nueva religión: la religión de los verdaderos pobres del Crucificado» (Historia Occidentalis, 1.3).

Este capítulo 6 de la Regla engloba prácticamente el Privilegio de la pobreza -¡singular privilegio- ya obtenido por Clara por vez primera de Inocencio III, por lo tanto antes del 16 de julio de 1216, fecha de su muerte (LCl 14; Proc III,14.32; VII,8; XII,6) y confirmado a ellas por Gregorio IX el 17 de septiembre de 1228.

La cuestión de discusión sobre la autenticidad del Privilegio de la pobreza en la forma en que lo conocemos como concedido por Inocencio III por parte de W. Maleczek, Chiara d'Assisi. La questione dell'autenticità del «Privilegiun paupertatis» e del Testamento, Milán, 1996, no incide en nada sobre cuanto hemos dicho, porque sabemos por las fuentes que Inocencio III lo ha concedido, cualquiera que haya sido su forma, y además existe la Bula auténtica de Gregorio IX de 1228, publicada en las FF; hace poco a los argumentos de Maleczek se contrapone la extensa y puntualizada respuesta de N. Kuster, El privilegio de la pobreza y el Testamento de Clara, ¿auténticos o refinadas falsificaciones? Trad. al italiano en Forma Sororum 3-4 (2000) 182-194.

En cambio, hemos tenido ya ocasión de decir (ver nota 6, en el subrayado de la palabra Orden y bibliografía allí indicada) la enorme dificultad de integración del ideal clariano de absoluta pobreza en la institución monástica, que ha ocupado a Clara y a la Iglesia durante cuarenta años hasta la mejor solución: la plena realización del ideal de Clara en una estructura eclesial monástica con una característica de evangelicidad muy franciscana.

[28] Dejado el lenguaje impersonal de las normas, Clara de repente toma la palabra en primera persona y su decir se hace de pronto autobiográfico e «inspirado» como si describiera los tonos y los ritmos de su fuga de casa, de noche, hacia la Porciúncula, «con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino» (2CtaCl 12).

La conmovida evocación de los inicios tiene un paralelo en el TestCl (24-43) con mayor riqueza de pormenores; la datación de los dos textos, por otra parte, y casi paralela, si ambos, como generalmente se admite, fueron redactados después de 1247, o sea después de la promulgación de la Regla Cum omnis vera religio de Inocencio IV. Pero en este cambio improvisado del lenguaje y del estilo, se adivina -como subraya Clara Gennaro- «el tono altísimo de las páginas del Testamento de Francisco, que indudablemente Clara tuvo aquí presente; ambos… unidos en la cumbre, al final de su vida, recorren de nuevo, a la luz de un sufrimiento descarnado y existencial, los momentos fundacionales, indicando en ellos el fuego animador, las iluminaciones últimas, intentan comunicar el punto más alto de comprensión por ellos alcanzado» (C. Gennaro, Chiara, Agnese y le prime consorelle: dalle "Pauperes Dominae" di S. Damiano alle Clarisse, en Movimento religioso femminile e francescanesimo nel sec. XIII, 187).

El don de la luz, la iluminación para entrar en la vida de penitencia es siempre un don de lo alto: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia…» (Test 1); hay que tener en cuenta que el Testamento de san Francisco escribe seis veces mihi y me en tres versículos, tan personal es lo que sucede entre el Señor y su siervo: así acaece también para Clara y se explica el cambio de su lenguaje; es el Padre celeste que se digna iluminar con su gracia el corazón: para cambiar la vida, para convertirse que equivale a «hacer penitencia» (metanoia). Para Clara es «cambiar el gozo mundano por el llanto por la pasión del Señor» (LCl 7: véase la nota 11); para Francisco, cambiar la amargura de ver a los leprosos en la dulzura de estar entre ellos: y también esto es obra de Dios («el Señor mismo me condujo en medio de ellos» (Test 2). La respuesta del hombre, cuando es auténtica como en este caso, es enorme e intraducible: «y practiqué con ellos la misericordia» dice Francisco. «Practicar la misericordia» es mucho más que usar la misericordia, es tener la misma actitud que Dios tiene con nosotros; es Él, el único que «practica la misericordia», el gran «limosnero» a quien podemos siempre acudir con confianza (RCl 8,2).

Ha sido sabiamente dicho que para Francisco el comenzar a «practicar la misericordia» significó el particular ingreso en una marginalidad, la de los leprosos, de los pobres, de los excluidos (R. Manselli - E. Pasztor, Il monachesimo nel basso Medioevo», en Dall'eremo al cenobio, 101). «El momento central de la conversión no ha sido lo pauperístico, sino lo de la comprensión del sufrimiento: de la lepra del alma y del cuerpo. El cambio del estado social se convierte así en aceptación de la natural inserción en una marginalidad, el ingreso entre los excluidos, entre los que eran rechazados por todos por su condición de horror». El equivalente para Clara es el ingreso en una intolerable «vilitas» (vileza) inaceptable para la sociedad, como escribe M. Bartoli (Clara de Asís, 77).

Podemos decir que toda la vida de los Hermanos menores y de las Hermanas pobres se resume en este principio fundamental de «practicar penitencia, con la bendición de Dios» (Test 32); la vida debe estar siempre y de cualquier modo inmersa en el espíritu de esta específica penitencia, pero que conduce siempre a obras repugnantes al propio yo egoístico. «Con la bendición de Dios»: la fórmula franciscana que expresa la relación obediencial con Dios, se convierte en Clara en «prometí obediencia junto con mis hermanas» a Francisco, porque es su cauce por el que Dios le ha dado a conocer su voluntad convirtiéndole el corazón. «Penitentes originarios de Asís» eran los compañeros del Santo (TC 37); Clara es penitente durante toda su vida, por la gracia de Dios y la mediación de Francisco. La disertación sería todavía más amplia, remito a «hacer penitencia» en K. Esser, La Orden Franciscana. Orígenes e ideales, Aránzazu 1976, 271-278.

[29] La condición de humillada vileza (vilitas) de quien no tiene nada, de los verdaderos pobres de los que Clara ha entrado a formar parte, tiene sus connotaciones muy precisas, que Clara enumera «in crescendo»: pobreza, trabajo, tribulación, humillación y desprecio del mundo. Son un específico contexto penitencial, un hacerse «uno» con el Crucificado que «muere en la cruz de la tribulación… hecho por tu salvación el más vil de los hombres» (2CtaCl 20). A. Acquadro subraya cómo estos cinco términos kenóticos de la RCl 6,2 son precisamente los aspectos de la vida humana de Jesús que Clara gustaba contemplar y con ellos establece un exacto paralelismo (G. Cremaschi - A. Acquadro, Scritti di santa Chiara d'Assisi, 190) para evidenciar cómo contemplación y vida componen en la madre de las Señoras Pobres un binomio inseparable.

Se debe advertir que en el pasaje paralelo del TestCl (27-28) Clara usa el pasado «…no rehusábamos indigencia alguna… sino que más bien considerábamos todas estas cosas como grandes delicias» en lugar de… «no temeremos… antes al contrario, los tendremos por grandes delicias» de la RCl 6,2, como constatación ya hecha por Francisco del gozo de las Hermanas en el padecer con Cristo: pienso que una cosa sustenta a la otra, o sea que la constatación verificada para el pasado se haya convertido en garantía de un persistir en la misma actitud para el futuro. Como en el pasado «no habíamos rehusado» ningún sufrimiento de cualquier clase, así también para el futuro «los tendremos por grandes delicias». Esta era verdaderamente la actitud que Francisco deseaba, «quería que todos los hermanos gozasen, como verdaderas delicias, en las penurias de la pobreza y cuidasen de estar alegres en la necesidad y en la indigencia» (A. Clareno, Expositio Regulae, cit. en E. Pasztor, Frate Leone testimone di san Francesco, 52). La observación de Jacobo de Vitry (Carta primera, BAC 964) anotaba que, en efecto, si existía pesar y turbación en las mujeres de la Orden minorítica era «por verse honradas por los clérigos y los laicos más de lo que ellas querrían».

Pero existe el reverso de la cruda realidad: de las dificultades de los primeros tiempos en S. Damián nos habla un texto muy poco conocido, la Lettera de partecipazione alla morte di Chiara, editada por Z. Lazzeri en AFH 13 (1920) 496-499, y reproducida ahora por G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 227-230: «Se llegaba alguna vez a estar desprovistas de todo, sin vestidos, de estar hambrientas y no había alimentos, sedientas y no había ninguna bebida; ella (Clara), se daba cuenta y hacía todo lo posible por nosotras y nos consolaba con dulces exhortaciones diciendo: Soportad alegremente, soportad con paciencia el yugo de la pobreza y el peso de la indigencia; si aceptarais todos estos sufrimientos por amor de Dios, vuestra paciencia practicada en obsequio a la divinidad os dará como recompensa las delicias del paraíso y las riquezas del premio eterno» (229-230).

Acerca de los cinco términos usados por Clara para resumir la experiencia que movió a piedad a Francisco, ver, C. A. Lainati, Parole come semi nel solco di Chiara, en Forma Sororum, 30 (1993) 251-265. En cuanto «al desprecio del mundo» fue para S. Damián una verdadera cruz en los comienzos, si debemos creer en la Crónica de Jordán de Giano, 13, según el cual Felipe Longo, que era «visitador» de las Damas Pobres, había obtenido de la Sede Apostólica una carta para defenderlas de sus detractores.

[30] Hemos aludido más veces a la Forma vivendi dada por Francisco a Clara en el inicio de su vida en San Damián (ver en particular la nota 4); la paternidad franciscana es indudable y como tal es acogida en la edición de los Opuscula de K. Esser (Grottaferrata, 1976, 296-299). Ya en la Vita I de san Francisco, Celano había por otra parte afirmado -estamos en 1227- hablando de «la triple milicia de los elegidos», o sea, de los que se ponen tras el Santo a seguir la vida evangélica, que «a todos Francisco daba una norma de vida y señalaba con acierto el camino de la salvación, según el estado de cada uno» (1 Cel 37). Todavía más explícita es la 2 Cel 204, testimonio tanto más importante en cuanto es formulado antes de la existencia de la Regla de Clara.

También Celano tuvo seguramente en sus manos, viendo la compilación de la Vita II (alrededor de 1246-1247), junto al material recogido por los hermanos por orden de Crescencio de Jesi, esta Forma vivendi dada por Francisco a Clara, que él utiliza claramente; y la fuente de Celano fue ciertamente Clara (como afirma M. Bartoli, Clara de Asís, 202-204), donde los textos de la Regla y de Celano son cotejados.

Pero, hemos dicho, la Forma vivendi no estaba ciertamente limitada a estas pocas líneas tomadas literalmente por la abadesa de San Damián en el cap. 6 de su Regla; ella, más bien, ha sido incluida toda, refundida en el curso de la Regla ¿Por qué, pues, este fragmento es citado ad litteram (literalmente)?

G. Boccali, S. Chiara, volto e imagine della Vergine Maria, en Dialoghi con Chiara d'Assisi, 150-188, pero especialmente 157-163, ve ahí como «una parte introductoria o una nota que acompaña y presenta los textos evangélicos».

Cualquiera que haya sido la colocación de este fragmento en el texto completo de la reglita, el motivo de la citación literal me parece evidente, lo que este fragmento contiene es por antonomasia la verdadera «forma vivendi» manifestada por Francisco a Clara y a sus Hermanas, como hijas y siervas del Padre, como esposas del Espíritu Santo, como madres de Cristo, en cuanto se encarna a éste encarnando el Evangelio y, como tal, había que evidenciar (ya por su excepcional importancia, ya porque no es un texto normativo, o mejor, es más que normativo, en cuanto contiene el fundamento teológico-espiritual de la Orden), la forma de vivir en sentido trinitario, cristológico y mariano; luego, en la segunda parte, afirma en términos claros la unidad carismática con la primera Orden (y bien que lo había captado en este sentido Celano, que escribe «añadiendo que un mismo espíritu había sacado de este siglo a los hermanos y a las damas pobres» (2 Cel 204), y la dependencia espiritual de las Hermanas Pobres de la Orden de los Hermanos menores, con el compromiso formal de Francisco, por sí y por sus hermanos presentes y futuros, en el cuidado de las Damianitas.

Me parece obvio que Clara quisiera hacer patente este texto dejándolo en la forma directa con la que había obtenido de Francisco y dándole una colocación central como gozne de sostén de toda la Regla que si se quiere, se puede ver agrupada alrededor de este fragmento, como si él tuviera una función centrípeta.

Este es también el primer escrito en sentido absoluto de san Francisco, fechado por K. Esser en 1212 o a lo sumo del comienzo de 1213, poco después del ingreso de Clara en S. Damián, y contiene palabras clave: «hijas y siervas del Padre», «Altísimo», «esposas del Espíritu Santo» (que induce a vivir la perfección del santo Evangelio, convirtiéndose así en «madres de Cristo»), que remiten directamente al Evangelio de Lc 1,26-37, el Evangelio de la Anunciación: «Aquí está la esclava del Señor…», «el Espíritu Santo bajará sobre ti», «la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra», «el que va a nacer se llamará Hijo del Altísimo».

Es como decir, en sencillas palabras, que la forma de la vida dada por Francisco a Clara es recordar a María, esclava del Altísimo, esposa del Espíritu Santo, por engendrar a Cristo en la Iglesia.

Se comprende por tanto el perfecto paralelismo con la antífona mariana del Oficio de la Pasión: «Hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo», y también con el Saludo a la bienaventurada Virgen María. Lo que precede es cuanto explica Francisco en la Carta a todos los fieles (1,6-10): «…Porque reposará sobre ellos el Espíritu del Señor, y hará en ellos habitación y morada; y son hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan, y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a nuestro Señor Jesucristo. Le somos hermanos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en los cielo. Madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor divino y por una conciencia pura y sincera, y lo alumbramos por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros».

No podemos extendernos más, aunque el tema lo merecería, dado que algunos versículos de la Regla extraen de aquí la inspiración y el sentido, como por ejemplo el v. 9 del cap. 10: que lo que sobre todo deben desear las hermanas es «tener el Espíritu del Señor y su santa operación», donde, por «santa operación» del Espíritu se entiende la generación de Cristo en nosotros, como en María: una maternidad en el Espíritu para la Iglesia, como el modelo de María, «Virgen hecha Iglesia».

Para una lectura más completa del sentido teológico-espiritual de esta primera parte de la Forma vivendi me remito a C. A. Lainati, Una lettura di Chiara d'Assisi attraverso le fonti, en Approccio storico-critico alle fonti francescane, especialmente las pp. 162-166; F. Uribe, El iter histórico de la regla de santa Clara. Una prueba de fidelidad al Evangelio, en Sel Fran 75 (1996) 405-432, y G. Boccali, S. Chiara, volto e immagine della Vergine Maria, citado más arriba.

En cuanto al compromiso tomado por Francisco de tener cuidado y solicitud diligente y especial por las Hermanas del mismo modo que por sus hermanos, sea en persona como por medio de sus mismos hermanos, él, como ya observaba L. Hardick a fines de 1965 en La spiritualità di S. Chiara (Milán, 19864, 173-175), chocaba con la 2 R 11,2, la Regla definitiva que prescribe: «Mando firmemente a todos los hermanos… que no entren en los monasterios de monjas, fuera de aquellos hermanos que tengan licencia especial concedida por la Sede Apostólica». Substancial o sólo en apariencia, según el significado que se quiere dar al término «entrar en los monasterios» (monasteria ne ingrediantur) de la Regla Bulada, es cierto que la Orden de los Hermanos menores se consideraba vinculada. La Bula Quoties cordis de Gregorio IX, del 14 de diciembre de 1227 (BF I, 36-37), dirigida al Ministro General de los Hermanos menores, se esfuerza por acercar la I Orden a las Pobres Monjas Encerradas, con palabras que parecen recordar la misma promesa de Francisco: «Considerando -dice- que la Orden de los Hermanos menores entre todas las demás es reconocida y aceptada por Dios, a ti y a tus sucesores confiamos, en virtud de la obediencia, a las susodichas monjas ordenando que, jurídicamente, tengáis cuidado de ellas como si fuesen ovejuelas confiadas a vuestra diligente solicitud» (trad. en G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, 394-395). Era el primer intento de poner a toda la Orden de las Monjas enclaustradas bajo el «cuidado» de los Hermanos Menores, como bien subraya, siguiendo los pasos de H. Grundmann y de M. Bartoli, N. Kuster en el reciente y ya citado estudio El privilegio de la pobreza y el Testamento de santa Clara, ¿auténticos o refinadas falsificaciones? Es sabido que la cuestión derivó en una interpelación, propuesta entre otras cosas oficialmente a Gregorio IX, que respondió con la Quo elongati, del 28 de septiembre de 1230 (FF 2738).

Los hechos son conocidos. «A la noticia de que el Papa se reservaba para sí la elección de los hermanos encargados del cuidado espiritual de las hermanas, Clara despidió también a los hermanos encargados de las limosnas, diciendo: "Quítenos de una vez a todos los hermanos, después que nos ha quitado a los que nos daban el alimento de vida"» (M. Bartoli, Clara de Asís, 200); véase todo el contexto en las pp. 198-201, remitiendo a las fuentes. De este modo Clara consiguió hacer revocar para San Damián la directa subordinación de los hermanos a la responsabilidad papal, en cuanto estaba en juego la libre y fecunda unidad espiritual que vinculaba a San Damián con todo el movimiento minorítico. El Papa, en efecto, conocido el asunto, dejó la prohibición en manos del ministro general. Pero fue cierto también, a este respecto, que Clara acogió con gran alivio su Regla aprobada con el compromiso escrito de Francisco, porque la disputa no terminó ahí, realmente, entre los Hermanos menores y las Monjas enclaustradas, aplazándose, con solución favorable a los hermanos, hasta el Capítulo de Génova.

[31] El primer y el último escrito de Francisco están destinados a las Hermanas Pobres, que los han conservado religiosamente; es precisamente la Regla de S. Clara la única fuente de esta última voluntad, que Francisco moribundo hizo llegar, en sus últimos días, a Clara y a las Hermanas (está fechada por K. Esser, Gli Scritti…, 587, entre finales de septiembre y los comienzos de octubre de 1226). También la 2 Cel 204 afirma que Francisco «próximo ya a la muerte, mandó con interés que lo cumplieran por siempre» refiriéndose a la pobreza de la que hablan las líneas anteriores. El análisis más esmerado de este texto está en F. Uribe, El iter histórico de la Regla de santa Clara. Una prueba de fidelidad al Evangelio, en Sel Fran 75 (1996) 405-432, pero especialmente en las pp. 422-424, al que es indispensable referirse para quien quiera un estudio particular sobre ella. Me limito a decir que, si acaso existe entre los textos franciscanos uno que más cerca revele el espíritu y el estilo de Francisco es precisamente esta última voluntad: a partir de ese «pequeñuelo» (parvulus), con que se autodefine así en su Test (34 y 41): «frater Franciscus parvulus»; a ese su querer siempre actuar en primera persona, antes de pasar a la exhortación y al ruego a otros: «quiero seguir la vida y la pobreza… y ruego y aconsejo a vosotras, mis señoras». Pero existe otra cosa, además del tema de la fidelidad («quiero perseverar») y del consejo urgente de «protegerse» («Y protegeos mucho») de apartarse jamás de la pobreza por el consejo de alguien.

Hay más: para Francisco moribundo, para él -ciego y exhausto, con los signos de la pasión- ¡está, radiante radiante como el Cántico de las Criaturas, ese «altísimo» que se asoma por vez primera en una sucesión de términos dirigida al Señor nuestro Jesucristo: «Yo, hermano Francisco pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo…». ¡Cuántas veces Francisco ha repetido esta voluntad suya Pero desde siempre ha reservado «altísimo» para el Padre. Aquí, en este último escrito, destinado a subir hacia arriba, hacia la cuesta de San Damián, la subida del hermano Sol fulgurante -después de la gran prueba del espíritu- incluso cuando es otoño, las huellas del pequeñuelo, del pobre, del gusanillo Francisco moribundo se confunden en el regocijo de luz con la de quien es luz del mundo, del Señor Jesucristo: que es altísimo porque «Cristo es de Dios; y nosotros somos de Cristo» (1 Cor 3, 23).

Misterio de Francisco moribundo, misterio de gloria, más para intuir y contemplar que para comprender: la huella del pequeñuelo dentro de la huella del Hijo altísimo de Dios; misterio acogido por las manos amorosas de Clara, así como el otro indicio de gloria, «la pobreza de su santísima Madre» María: acercamiento no tan habitual en Francisco como en Clara, pero también el preludio de gloria: «cada una será reina en el cielo coronada con la Virgen María», como concluye el otro escrito a las Damas Pobres Audite, poverelle, fechado también él en el lecho de muerte de Francisco.

Es claro que «el consejo de alguien», ante una gloria tan alta como es la de poner los propios pasos dentro de los del Hijo de Dios y de María, no puede ni siquiera ser tomado en consideración: Clara lo repite por dos veces casi seguidas a Inés de Praga (2CtaCl 14 y 17).

M. Bartoli, en La povertà e il movimento francescano femminile, encara con mucha precisión y exhaustividad la cuestión del debate de Gregorio IX con Clara acerca de la pobreza en común y de la eventual licitud de una dispensa papal del voto de absoluta pobreza emitido por las damianitas con el Privilegio de la pobreza. Es sabido, efectivamente, el intento del Papa Gregorio IX de «persuadir a Clara de que consintiera en poseer alguna propiedad» (LCl 14). La argumentación de Bartoli, que es apremiante y abarca a todas las fuentes al respecto, concluye con lo que Clara, en su simplicidad, había ya expresado con otras palabras: «A ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo» (LCl 14). En efecto, «en lo que concierne a los votos evangélicos, un Papa no puede ni absolver ni dispensar, ni muchos menos mandar lo contrario» (P. di Giovanni Olivi, Quaestiones de perfectione evangelica, cit. en M. Bartoli, 243). Es el momento más oportuno de decir -tratándose de la última voluntad de Francisco- que «la intención del bienaventurado Francisco, primera y última, fue que los hermanos no poseyeran nada de propio ni en particular ni en común (neque in speciali, neque in communi), incluso si para afirmarlo sea la tardía y discutida fuente que es Ángel Clareno en su Expositio Regulae, 124.

[32] ¿Tanto luchar por la pobreza en común, para poseer después el «lugar», o sea, el monasterio, y el terreno anejo, aunque para cultivarse solamente como huerto para el uso de las Hermanas? No sólo eso, pero ateniéndose al TestCl, el conveniente aislamiento del monasterio podría necesitar «adquirir» otro poco de terreno fuera del recinto del huerto mismo, para dejarlo sin arar ni cultivar (TestCl 53-55). Parecería una notoria contradicción, si bien San Damián en tiempos de Clara debía ser tal como para parecerse a los otros pobres lugares franciscanos más bien que a un espacio bien construido al uso monástico (M. Bartoli, Clara de Asís, 139-140); no por casualidad Jacobo de Vitry usa para los «lugares» de las Damianitas el término hospitia, antes que el clásico de monasteria (Carta primera). De cualquier modo, de la «propiedad» del lugar y del terreno contiguo parecería poder hablarse: y sería una contradicción no indiferente, tanto más que en el cap. 8, v. 1, de su Regla, Clara refuerza la prohibición de «apropiarse de casa, de lugar, y de cosa alguna».

Sin embargo, no existe contradicción como ya indicaba I. Omaechevarría, La "Regla" y las Reglas de la Orden de Santa Clara. Más expresamente trata y resuelve la cuestión A. Boni, La legislazione clariana nel contesto giuridico delle sue origini e della sua evoluzione, en Antonianum 70 (1995) 47-98. El hecho es que el 27 de agosto de 1218, Honorio III con la Bula Litterae tuae autorizaba al Cardenal Hugolino, Legado Pontificio para la organización monástica de las «Hermanas Menores», a aceptar en nombre de la Iglesia Romana los «domicilios» con los «oratorios» anejos a las Hermanas para librarlos de la ingerencia de cualquiera, también de los mismos donantes, con la condición de que ellas permaneciesen fieles al compromiso de toda expropiación, que se había asumido libremente (BF I, 1). «Obviamente, este documento es de interés de todos los monasterios clarianos que han solicitado o solicitarán el privilegium paupertatis».

Clara y sus Hermanas, debiendo, pues, vivir la stabilitas loci (la estabilidad de lugar), mejor dicho, la clausura con el consiguiente compromiso de permanecer estables en un lugar, tenían de este modo la solución mejor para ellas: el monasterio es, en efecto, propiedad de la Santa Sede y la iglesia está bajo la jurisdicción de la Sede Apostólica. Junto con el monasterio, santa Clara consiente en tener el uso por parte de la Iglesia Romana (propietaria del monasterio) de ese poco de tierra que sirve para la honestidad y el aislamiento del monasterio mismo, pero impone que no se especule por ningún concepto, sino que sea cultivado para satisfacción de las necesidades de las Hermanas y nada más.

[33] «Las mujeres viven juntas en algunos hospicios no lejanos de la ciudad, y no aceptan ninguna donación, sino que viven con el trabajo de sus manos» (Jacobo de Vitry, Primera Carta, en San Francisco de Asís. Escritos, Biografías, Documentos de la época, Ed. preparada por José A. Guerra, BAC, 1991, p. 964). En pocas líneas Jacobo de Vitry destaca dos aspectos importantes de la nueva Orden: el monástico, no vive de las donaciones; insertado en una civilización de trabajo, en un contexto social donde la pobreza se expresa trabajando con las propias manos, las Hermanas proveen con el trabajo a los problemas de su sustento.

Es un capítulo, éste sobre el trabajo, que dice mucho más de cuanto parecería a primera vista.

Ante todo, Clara encabeza el cap 7 de su Regla como lo hace el cap. 5 de la 2 R de Francisco: conserva la joya de la palabra GRACIA DE TRABAJAR, porque gracia es, dado que el trabajo en estos términos encaja con el versículo de Juan: «Mi Padre hasta el presente sigue trabajando y yo también trabajo» (Jn 5,17). «Después de la hora de tercia», es más o menos una evidente alusión a la Regla para los eremitorios, 4 («y después de tercia interrumpan el silencio»), dado que ordinariamente el trabajo es apto para hacer necesaria la comunicación, con tal que sea brevemente y en voz baja, de lo que es de estricta necesidad. Fidelidad y devoción (fideliter et devote) contienen en sí un significado más profundo de cuanto los términos puedan traducir: fideliter, con fe. La vida de fe, que da sentido a todo el contexto religioso, abarca también el trabajar y le da un significado que trasciende la pequeña acción que se efectúa; le da una resonancia eterna en el obrar del Hijo de Dios. Así, pues, devotamente alcanza una profunda dimensión interior: la devoción es acción contemplativa, de plegaria, de amorosa entrega al Padre; es ésta quien mueve las manos en el trabajo. «Desechando la ociosidad, enemiga del alma», está tomado -bien por Francisco como por Clara, por medio de Francisco- de la Regla de S. Benito: «La ociosidad es enemiga del alma» (cap. 48,1: G. Salvi, La Regola di S. Benedetto nei primordi dell'Ordine di. S. Chiara, op. cit., 120; Henri de Sainte-Marie, Presencia de la Regla benedictina en la Regla de Santa Clara, en Sel Fran 68 (1994) 213-214.217. Con todo es una expresión anterior patrística.

Respecto a la 1 R, la Regla de 1223 posee el profundo subrayado difundido por Clara: «no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir». Pero, es verdad que Clara no se detiene ahí: y si la Bulada prosigue con la recompensa por el trabajo, Clara ni siquiera afronta este tema; en cambio, diría que se remonta a los orígenes franciscanos, al Testamento de S. Francisco, que -respecto al trabajo- es el texto más preciso y en cierto sentido es el que inserta la fraternidad franciscana en la sociedad circundante: «Y yo trabajaba con mis manos y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia. Los que no lo saben, que lo aprendan, no por la codicia de recibir la paga del trabajo, sino por el ejemplo y para combatir la ociosidad. Y cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 20-22).

Es éste el texto que apoya, entre líneas, la lectura de la perícopa de Clara.

«Y yo trabajaba con mis manos...»: la expresión paulina de 1 Cor 4,12: «nos agotamos trabajando con nuestras propias manos... », desaparecida en la Bulada, es recogida por Clara. Es trabajo manual el trabajo que se desarrolla en San Damián (a propósito del trabajo en San Damián, encuentro que las páginas más exhaustivas son las de M. Bartoli, en Clara de Asís, 94-102; también F. Accrocca alude a eso en ¿Hacia Getsemaní? Clara, la comunidad de las Hermanas y la vida cotidiana en San Damián, en Sel Fran 80 (1998), 240-241; además los comentarios a la Regla de L. Iriarte, Regla y Espíritu de la Regla de Santa Clara, Ed. Asís, Valencia, 19942, pp. 161-172; J. Garrido, La forma de vida de Santa Clara, 277-278). Trabajar «con mis manos» indica ciertamente el «trabajo manual», pero en un sentido más amplio indica el compromiso personal que cada una debe tener en relación con el propio trabajo: es «trabajo de mis manos» en el sentido que soy yo quien debo comprometerme. Es en este sentido, me parece, donde adquiere plena luz asignar en el Capítulo de la comunidad, ante todas, el compromiso personal de cada una para la construcción de la fraternidad. Existían ciertamente trabajos manuales muy definidos: hilatura, tejedura, costura, bordado, las actividades vinculadas, en la práctica, a la más importante industria del siglo XIII, la de los tejidos. En San Damián se produce tela de lino, pero también paño de seda, paño áspero y tejido de color (Proc I,11; II,12; VI,14; IX,9); quizá también se trabajaba la lana. Todo, pero sin ninguna forma de comercio. «Es la paradoja económica de San Damián: trabajar para regalar y pedir limosna para vivir» (M. Bartoli, Clara de Asís, 100). Había también que asignar, en el Capítulo, el trabajo del huerto: y con esto no se agota el trabajo «con sus manos». Existen manos que trabajan en el cuidado de las enfermas, manos que limpian la iglesia y los ornamentos, manos que preparan una mesa por muy frugal que sea para todos, incluidos los hermanos.

«Y yo trabajaba y quiero trabajar» (Test 20), dice Francisco: usa el pasado (trabajaba), él que no está lejos de la muerte, pero se rehace inmediatamente y dice «y quiero trabajar»: como que le hubiese parecido una autorización concedida a sus hermanos, si eran ancianos o débiles o estaban ligados a puestos de mando, para poder en un cierto momento prescindir de ellos. He aquí el secreto de Clara que, enferma, se hace incorporar con almohadas detrás de la espalda para continuar el trabajo comunitario (LCl 28). Sor Pacífica, en el Proceso, demuestra saber que se trataba de una actividad importante, que implicaba a todas las hermanas: «Preguntada cómo lo sabía, contestó que la había visto hilar y hacer tela, y cuando las hermanas los cosían y se enviaban por manos de los frailes a las dichas iglesias, y se daban a los sacerdotes que venían al monasterio» (Proc, I,11). El hecho, o sea que una monja enferma fuera fiel al trabajo a pesar de las condiciones de extrema enfermedad, es motivo de admiración para la misma Iglesia del momento, que subraya el hecho en Bula de Canonización 12 (ed. de I. Omaechevarría): «En fin afectada de prolijas dolencias y no pudiendo levantarse por sí misma a realizar algún trabajo, se incorporaba con la ayuda de las hermanas y, recostada sobre almohadones, trabajaba con sus manos, a fin de no permanecer ociosa ni siquiera en la enfermedad». Clara debía ser consciente del progresivo relajamiento en la propia Orden minorítica de las formas de vida que distinguían al franciscanismo, como la limosna y el trabajo manual (E. Pasztor, Frate Leone testimone di San Francesco, op. cit., 71), y a su manera y con sus Hermanas se lo propone también «para dar ejemplo» (Test 22) según la amonestación de Francisco.

[34] Sigo la traducción común de la frase: «Y lo que producen con sus manos, la abadesa o su vicaria esté obligada a asignarlo en el capítulo ante todas...» que prevé que la asignación del trabajo a cada una de las hermanas sea hecha en el Capítulo, por la abadesa o por su vicaria, en presencia de todas (así I. Omaechevarría, Grau - Hardick, Bartoli, Becker - Matura - Godet, Accrocca, Zoppetti - Bartoli); el subrayado de esta traducción es que la asignación del trabajo tiene un profundo significado, como todo lo restante de lo que concierne a la familia, en el ámbito de la fraternidad, porque en cierto sentido todas las hermanas están comprometidas en la asignación del trabajo de cada una.

Con decisión, en cambio, L. Iriarte da otra interpretación a la frase, en La Letra y Espíritu...: «Y la abadesa o su vicaria esté obligada a distribuir, en el Capítulo, en presencia de todas, los trabajos manuales desempeñados», con acentuación, en orden a la pobreza, a la ausencia de cualquier derecho por parte de cada una de retener el trabajo y especialmente, como explica el autor (169), en cuanto la distribución a todas de los trabajos desempeñados refuerza la vida fraterna. Se debe decir que esta traducción conectaría mejor con el apartado siguiente, que comienza con Idem fiat (hágase lo mismo), pero dejaría completamente sin sentido el párrafo conclusivo (RCl 7,5), que habla precisamente de la distribución de todo lo que se produce o se da al monasterio «para utilidad común», y esta distribución se hace por la abadesa o por la vicaria con el consejo de las discretas. El «hágase lo mismo» (idem fiat) del versículo 4 debe, pues, concernir no a la distribución, de la que trata después el v. 5, sino al compromiso de las hermanas: así como el Capítulo debe participar en la asignación de los trabajos, debe estar implicado también en el conocimiento de quién manda limosnas para la utilidad común, para que responda comunitariamente con la plegaria de intercesión por los bienhechores ante Dios (ut in communi pro eisdem recomendatio fiat).

[35] Peregrinas y forasteras en este siglo: podría sonar extraño encontrar en una Regla para «pobres monjas encerradas», limitadas en sus movimientos por un muro y todavía más por severas normas, este fuerte énfasis a la itinerancia: una itinerancia en la fe y en la pobreza sobre los pasos de Cristo. Es una itinerancia no menos real que la de los hermanos menores, de quienes ha sido tomado el texto (2 R 6,2-7). No apropiarse de nada en este mundo, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna, sitúa en una condición espiritual de continuo éxodo, como el pueblo de la tierra roja de bíblica memoria, que no se instala, sino que camina por el desierto sin tener ninguna otra seguridad que la emet: la fe, la peña, la esperanza que es la segura certeza de los bienes que todavía no se ven. El autor de LCl 13, parece haber recogido bien este caminar libre de Clara: «dejado el mundo afuera, enriquecida el alma interiormente, corre en pos de Cristo aligerada del peso de las riquezas». La 2CtaCl 12-13 quiere dar alas a este caminar de peregrina y forastera fuera de todas las cosas del mundo hacia la bienaventuranza prometida. El sentido de la itinerancia franciscana -caminar por el mundo, «sin bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón» (1 R 14,1)- es recogido por Clara en su esencia; se trata de seguir, sin nada de propio -mucho menos el propio «yo»- los pasos sobre las huellas de Cristo, «que se hizo para nosotras camino» (TestCl 5); de ser «aquella pequeña grey» que el Padre ha engendrado en su santa Iglesia (TestCl 46) precisamente para imitar la pobreza y la humildad del Hijo y de la gloriosa Madre Virgen, y que conoce amplios espacios, campos y senderos siguiendo las huellas de Aquel que no tuvo donde reclinar la cabeza (Mt 8,20, cit. en la 1CtaCl 18).

Así el acento de la forma de vida se aparta, una vez más, de la stabilitas loci del patrón benedictino y se afirma sobre el verdadero «campamento», el verdadero «lugar», el verdadero «monasterio» de la Hermana Pobre: la humanidad del Señor Jesús pobre y humilde. Itinerancia en la fe y en la pobreza, sin ninguna seguridad, para vivir únicamente en la humanidad pobre y crucificada del Hijo de Dios que «pobre fue recostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo» (TestCl 45); (acerca del tema véase C. A. Lainati, Parole come semi nel solco di Chiara, op. cit., 254-56).

[36] Para Clara que ha vivido, como las demás, también en lo que se refiere a pedir limosna, toda la aventura, querría decir la epopeya franciscana de los orígenes, puesta -como hemos indicado en la nota 28- del lado de los marginados, de los rechazados, de los excluidos, este pasaje sobre la limosna -tomado a la letra de la 2 R 6,3-7- tiene un sentido mucho más pleno del que parecería a primera vista.

Diría que se remonta a los orígenes, cuando los hermanos pedían limosna de puerta en puerta si no se les daba su retribución por el trabajo (Test 26) y el bochorno y la vergüenza sobre lo que insiste la 1 R 9,3-12, por lo de encontrarse sentados a la misma mesa «de las personas de baja condición y despreciadas, con los pobres y débiles y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los camino» (1 R 9,2). El ejemplo del Señor y la muy lógica definición que «la limosna es la herencia y justicia que se debe a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8-9) introduce la espléndida motivación del por qué «la limosna es la eminencia de la altísima pobreza, que os ha constituido herederas y reinas del reino de los cielos». No es algo automático, como decir: mendigar me hace rica de los bienes eternos. Es un mendigar, dirá Francisco, que nos hace ladrones (2 Cel 87). Pero, quien es pobre de verdad y extiende la mano entre los pobres y necesitados, obtiene la «misericordia» de Dios.

«Enviar por limosna» es enviar para que Dios te tenga misericordia y use de piedad, Él que siempre tiene piedad de sus hijos, «el Padre de las misericordias». «Envíen por limosna confiadamente» es, pues, una expresión de una profundidad abisal para Clara, no significa simplemente «envíen a la limosna», que es algo muy distinto. Significa: en pobreza y humildad, no teniendo nada de propio, tenemos como única riqueza la misericordia del Señor, a quien acudimos confiadamente con mucha presteza. Estamos sustentados únicamente por esta «limosna» del Padre: pero que no es sólo material, sino moral y espiritual. Vivimos por la continua limosna del Padre en nuestros encuentros. También es por esto que en Clara no es una precisa exhortación de enviar a la limosna si el rendimiento del trabajo no es suficiente, para ella el concepto es más amplio. Es dar a Dios ocasión de volcarse sobre el más pequeño de sus hijos, el menor de los menores, la propia riqueza. Por esto, decía el Pobrecillo, somos nosotros que pidiendo limosna a otro, le confortamos: porque le damos ocasión de ser manifestación de la misericordia del Padre (1 R 9,9).

Y hay más: ese vincular tan estrechamente la limosna a la pobreza, indica y recoge «el temor del porvenir», lo que estaba ya muy acentuado en Francisco: la tentación de la acumulación, de la monstruosidad que sería el exceso de limosnas que va más allá de lo estrictamente necesario. «Francisco había aceptado como limosna siempre menos de cuanto le habría sido necesario, para no defraudar a los verdaderos pobres, a quienes esta limosna pertenecía en herencia...», el texto citado en Pasztor, Frate Leone testimone di S. Francesco, op. cit., 51, es muy urgente e interesante, y siempre actual. «La acumulación de limosnas es una impureza de la pobreza franciscana, puesta al mismo nivel de los edificios excesivos, de los legados testamentarios y de las dispensas» (ibídem, 53). Sólo los verdaderos pobres tienen derecho a la limosna; los pobres voluntarios pueden aprovecharse de ellas sólo dentro de ciertos límites, en la medida de lo estrictamente necesario.

He aquí por qué el razonamiento de Clara limosna-pobreza está tan estrechamente unido que no sabes donde termina de hablar de una y comienza a hablar de la otra; todavía una vez más los nombres del Señor Jesús y de su santísima Madre (el reclamo a María está unido en Clara respecto al texto de Francisco) están allí como el estandarte de la pobreza que justifica la limosna y como el espejo en el que mirarse.

[37] Los versículos 7-11, que regulan las relaciones de cada una de las hermanas en el interior y en el exterior para los intercambios de cartas o pequeños objetos, están tomados de la Regla de S. Benito, como se anota en la edición de Becker - Godet - Matura, Chiara d'Assisi. Scritti, op. cit.,156-157; en relación con la Reg. Ben. 54,10; 33,5; 54,2- 4.

Henri de Sainte-Marie, Presencia de la Regla benedictina..., 217-218, subraya sin embargo que Clara es «menos estricta que san Benito», el cual prohíbe el intercambio incluso en el interior del monasterio entre los mismos monjes (sibi invicem); además Clara usa el término «sin la licencia de la abadesa» donde Benito usa el más duro término «mandato»; otras diferencias también interesantes no conciernen al asunto.

Donde la diferencia es notoria y desde luego antes de tiempo es la libertad con que Clara, aun usando las mismas palabras, modifica el versículo 54,2-3 de la Regla de Benito, confiándose en la responsabilidad del discernimiento de cada hermana. Es el caso de un regalo mandado a una hermana por sus parientes o por otros: a diferencia de la Regla benedictina, Clara manda entregar el regalo directamente a la hermana, quien puede usar de él o hacer partícipe del mismo a quien tiene necesidad de él, libremente; la Regla benedictina reserva, en cambio, al abad la decisión y la elección del destinatario, exhortando al hermano a no entristecerse si el regalo va a otro: para que su turbación «no dé ocasión al demonio».

La condescendencia de Clara, que en este caso san Francisco quizá no habría aprobado del todo, «pero que muestra una delicadeza de corazón del todo evangélica y un refinado sentido psicológico» (Henri de Sainte-Marie, 221), admite también en Clara el uso de cualquier dinero que haya sido mandado a la hermana: con la precaución de que, para procurarle lo necesario, sea la abadesa con el consejo de las discretas. Ha existido un amplio debate sobre este uso del dinero en Clara, contrariamente a la drástica actitud de Francisco documentada por todas las fuentes. E. Grau que ha encarado directamente el problema, Die Geldfrage in der Regel der hl. Klara, en Chiara d'Assisi, y también en Die Regel der Hl. Klara (1253) in ihrer Abhängigkeit von der Regel der Minderbrüder (1223), en FS 35 (1953) 211-273, da sobre el tema razonables motivaciones en compendio para las diversas características de las dos Órdenes: mientras los hermanos menores, que van por el mundo, están más sujetos a las tentaciones del uso y abuso del dinero, lo que resultaría muy difícil para una claustral; también las demás razones que trae son válidas. Sin embargo, me viene espontáneamente advertir que «alguna pecunia» -algún dinero, que es ya cosa monstruosa para Francisco, ¡entendámoslo bien- no son los «denarios», piezas de oro o de plata o de metal de notable valor: asunto que habría puesto en discusión no tanto, y no sólo, la pobreza de cada hermana, sino del monasterio entero.

[38] Con relación a las Hermanas enfermas, Clara relata con mucha simplicidad en los vv. 12-14 y 17-18 lo que ha sido a este respecto la práctica del monasterio de San Damián durante toda su vida: no hay que olvidar cuanto ya se ha dicho en la nota 26, a la que remito, de la gran incidencia de la Regla de Hugolino de 1219. Los aspectos prácticos son recogidos en efecto por el c. 8 de esta Regla (anotado en la edición de Becker - Godet - Matura, Chiara d'Assisi. Scritti, op. cit., 158-159; en G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti, op. cit., 316).

Pero lo interesante es el contexto franciscano en el que Clara inserta estos textos normativos, tomados de la 2 R 6,8-9 y de la 1 R 10,1; 9,10-12. Y que no esté acumulando un montón de textos, engarzando perlas franciscanas como para vivificar con caridad un texto de por sí árido, lo prueba el hecho que sólo el versículo 14 en Francisco se refiere a los enfermos, como actuación práctica de Mt 7,12: «Todo lo que querrías que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (2 R 6,9; 1 R 10,1). Lo demás, los estupendos versículos 15-16, le salen del corazón «fuera del tema», de ese corazón que ha aprendido de Francisco qué significa amar al hermano y a la hermana, porque -escribe Francisco-: «Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, condúzcanse mutuamente con familiaridad», y a este propósito continúa: «Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 7-8). Me he servido de la traducción de K. Esser en Origine e inizi del movimento e dell'ordine francescano, op. cit., 246-247, porque el comentario que Esser hace de ellos es uno de los más válidos y auténticos: Francisco y Clara son conscientes al exponer a sus hermanos y a sus hermanas al grave riesgo de la inseguridad de la vida en nombre de la excelencia de una pobreza radical. La única seguridad sobre la vida que ellos ofrecen a sus seguidores es la cristiana y evangélica de la fraternidad, entendida como perfecta comunión de vida, en la cual cada uno de los pobres hermanos y de las pobres hermanas pueda y deba encontrar refugio y apoyo. La audaz comparación con el amor materno debe ser superada por el amor entre los hermanos y entre las hermanas y la confirmación que estar sin casa, sin nada de propio, es compensado por la seguridad (secure) de poder encontrar cuidado y protección en el amor más que materno de los hermanos y hermanas entre sí.

En la continuación de la lectura, el v. 19 podría aparecer bastante sibilino. Después de tanto prohibir la entrada en la clausura a cualquiera (lo repetirá también el cap. 11), quienes nunca pueden ser vetados son «los que visitan a las enfermas» y a los que cada una por cuenta propia puede responder, si se les dirige la palabra. En realidad las personas que entran en el monasterio y -sobre todo- que, una vez dentro, se da por descontado que dirijan sus pasos para visitar a las enfermas, o por ministerio o por espíritu de caridad o por servicio, y no son tan pocas en la Regla de Clara: puede entrar el cardenal protector de la Orden, el visitador (cap. 12), el capellán con el compañero clérigo (cap. 12); puede entrar un obispo con unos pocos acompañantes y ministros para la bendición de la abadesa o la consagración de alguna hermana «o también por otro motivo» (cap. 11); pero existe también quien entra «para hacer un trabajo» (cap. 11) y la Regla de Inocencio IV, Cum omnis vera religio del 6 de agosto de 1247, dice también cuáles son los «trabajos» que atañen de cerca a las enfermas: para ellas está previsto, desde luego, el médico y el sangrador, en caso de necesidad (BF I, 479; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e..., op. cit., 336).

En el cap. 4, a propósito de la providente discreción de la madre abadesa en las relaciones con las enfermas, ya hemos tenido ocasión de aclarar qué grave consternación pudiera constituir una enfermedad en la primera mitad del siglo XIII: con mucha razón Francisco exhorta de ello en Audite, poverelle (Escuchad, pobrecillas): «Las que se hallan afligidas por la enfermedad y las otras que os esforzáis por atenderlas, todas por igual soportadlo todo en paz. Que sean altamente caras vuestras fatigas, ya que cada una será reina en el cielo coronada con la Virgen María» (ExhCl, 5-6).

Como conclusión del cap. 8, queda por decir que algunos aspectos de manera no sistemática están discutidos también por O. Van Asseldonk, Lo Spirito dà la vita. Chiara, Francesco e i Penitenti, op. cit., 94-95; 109-112; 243-248, con buenas consideraciones de carácter ascético-espiritual.

[39] P. Jorge Danielián afirma decididamente y con razón que en Clara «la Regla es para las hermanas, y no las hermanas para la Regla» (Regla de S. Clara. Elementos de vida fraterna, en Cuadernos franciscanos de renovación del CEFEPAL, 12, 1979, 18).

Bajo esta luz las normas punitivas que abren este capítulo asumen toda su calidad y valor de pedagogía en el Espíritu, donde se podría leer solamente una corrección o castigo por el pecado cometido. El pasaje es de cualquier modo uno de los más sufridos en su redacción ya que, a una lectura profundizada, evidencia el intento de Clara de conciliar la práctica monástica del tiempo, de recurrir a Francisco y a sus escritos, sin lograr hacer una síntesis sino recurriendo al Evangelio (vv. 9-11).

Es interesante profundizar en este intento: san Francisco viene en socorro de Clara sólo por las palabras del inicio: «la instigación del enemigo» que induce a pecar gravemente es de la 2 R 7,1 y de la 1 R 13,1, pero donde tanto el contexto como el recurso a los ministros llevan por otro camino. De la 2 R 7, Clara puede asumir sólo el v. 5, que invita a no airarse y conturbarse por el pecado de alguna, para que no se falte en sí misma a la caridad. Para lo restante no sería del todo exacto decir que Clara examina personalmente una práctica inmediata y concreta: el recurso a la Regla de S. Benito es mucho más amplio de cuanto normalmente se haya señalado, pero es de notar que, como siempre, Clara asume frases y posiciones de S. Benito utilizando todo de manera propia. El recurso a la doble o triple amonestación es de la Regla de S. Benito 23,1-4; y este recurso explica también que el motivo de la amonestación puede ser aplicado por la abadesa, pero también «por otras hermanas», lo que en la Regla de Clara es una excepción; normalmente actúan la abadesa o su vicaria.

«Y sea sometida a una pena más grave» del v. 3 es una adaptación de maiori vindictae subiaceat (se someta a una pena mayor) de la Regla de S. Benito 45,1: pero donde, téngase mucho cuidado, no se habla absolutamente nada de culpas graves contra la Regla, sino simplemente de las penitencias que se imponen a quienes cometen errores en la recitación de un salmo.

«Un motivo de turbación o escándalo» del v. 7 es de la Regla de S. Benito 69,3; pero quien lee el texto se encuentra frente a muchos otros problemas: no por motivos de altercados entre los hermanos, sino por los desórdenes que suceden cuando un hermano, quizá por vínculos de parentesco, se pone a defender a otro.

El pasaje del cap. 71,6-8 de la Regla de S. Benito parecería el más próximo al v. 8: «El monje se arrodilla ante él (el abad o un hermano anciano menospreciado o también sólo ligeramente alterado en sus confrontaciones), sin la mínima indecisión y permanezca así para reparar, hasta que la bendición del otro no normalice este leve desacuerdo». Se presupone casi siempre en la Regla benedictina un «castigo corporal», cuando no parece ser suficiente la amonestación, lo que en Clara se resume en «coma en tierra pan y agua en el refectorio tantos días cuantos haya sido contumaz».

Se tiene la impresión, como he dicho, de fluctuar entre la práctica normal y un vano aferrarse a las actitudes de Francisco (se piensa solamente en la actitud del Santo en la CtaM 8), que sólo se resuelve con alivio, con el recurso al Evangelio: a la oración, a suplicar misericordia, a pedir perdón a la hermana que sobre la base de Mt 6,15 y 18,35 es -ella también- invitada a la conversión al conceder generosamente el perdón; porque es verdad que en una convivencia el perdón consiste siempre en dar y en recibir, y el amor se mide precisamente por la capacidad de perdonar pronta y ampliamente.

[40] La aproximación de la forma de vida de Clara a la Regla para los eremitorios dada por san Francisco, me ha hecho poner, al final de la edición de las Fuentes Franciscanas de 1977, en el ámbito de la búsqueda de los elementos comunes entre las dos reglas, también la comparación entre la organización entre «madres» e «hijos» de la Regla de los eremitorios y el reglamento interno de San Damián entre las «señoras» y las «que sirven fuera del monasterio», o sea las claustrales y las hermanas que prestan servicio fuera del monasterio. El asunto estaba sólo indicado y no me habría atrevido, ni tampoco osaría, a la luz de la historia de la Orden, conducir además este paralelismo hasta las últimas consecuencias, del tipo de «madres-sirvientas» y de «hijos-orantes» con eventuales cambios de papeles. Si la aproximación carismática espiritual puede ser de hecho exacta, el punto de vista histórico, en cambio, no implica esto, es algo que excede de la historia de San Damián como la conocemos por todas las fuentes.

Con valor innegable aparece C. Gennaro, en Chiara, Agnese e le prime consorelle, en Movimento religioso femminile e francescanesimo nel sec. XIII, op. cit., 179-181, el cual, al sustentar que «la presencia y la función de las hermanas externas (servientes extra monasterium) es copiada probablemente de la de los hermanos-madres de la Regula pro eremitoriis (ibídem, 180)» lleva el paralelismo hasta las extremas consecuencias, pero en forma interrogativa, exponiendo este intercambio entre las claustrales y las serviciales. El suyo es sólo un modo de afirmar con decisión que «para Clara las serviciales -término que ciertamente mucho más que el de moniales debía serle querido y debía recordarle la dignidad de la minoridad- de cualquier modo se colocan, en el corazón del grupo mismo, y en algunos gestos de particular atención, como el lavatorio de los pies -relatado por varios testigos en el Proceso de canonización (III,9 ; X,6)- se comprende la actitud de Clara hacia ellas, que las considera hermanas con pleno derecho». También lo que observa en su estudio es, según mi parecer, de cuanto con más verdad se ha escrito sobre las hermanas externas en la Orden de Clara, según mi conocimiento. Clara las considera parte de la familia entera, su presencia «no puede ser estimada sólo funcional y organizativa, sino que forma cuerpo de manera profunda con la vida de las hermanas menores».

Si la inspiración-base para tener hermanas externas le ha venido a Clara, como casi es cierto, de la Regla para los eremitorios, sin embargo, es verdad que toda la tradición monástica de siglos tenía otro cariz al respecto: moniales o sanctimonialies son las hermanas dedicadas al coro; servientes, las hermanas dedicadas al servicio, sin alusión a la salida del monasterio. La Regla de Hugolino de 1219 hace referencia solamente dos únicas veces, y precisamente en estos términos: en el apartado 4, para la sepultura; y a propósito de la vestición y profesión «se seguirá firmemente el mismo procedimiento también para las hermanas dedicadas a los servicios» («Quod etiam de servientibus firmiter observetur» BF, 396; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenta, op. cit., 314).

J. Leclercq sostiene que «una consecuencia de una separación material siempre más rígida será la creación de las hermanas externas o torreras que salen...» (Il monachesimo femminile nei secoli XII e XIII, en Movimento religioso femminile e francescanesimo nel sec. XIII, op. cit., 96). El caso es que remontándose en los años, la Cum omnis vera religio, la regla más veces citada de Inocencio IV del 6 de agosto de 1247, en el apartado 10 propone un texto muy semejante al de la Regla de Clara, aunque más detallada en los pormenores y, con una lectura atenta, diversa en el espíritu (BF I, 482; G. G. Zoppetti - M. Bartoli, op. cit., 342-343 y 335). Es significativo, por ejemplo, que Clara prevea en su Regla una igualdad de hábito para todas, hermanas internas y hermanas externas, a diferencia de cuanto fue establecido por Inocencio IV, que prevé una diferencia en el velo: negro para las monjas, de lino blanco para las serviciales. Diferencia que, aprobada en la Regla Beata Chiara de Urbano IV del 18 de octubre de 1263, durará hasta la mitad del siglo XX.

Frente a la minuciosidad de la Cum omnis vera religio, en la Regla de Clara prevalece la inspiración original, decimos también la de la Regla para los eremitorios adaptada a su manera. Las hermanas externas son iguales a las demás, con las debidas excepciones, que hemos visto de vez en vez: pueden andar calzadas (RCl 2,23); no están obligadas al ayuno estricto (RCl 3,8-10); no están obligadas al silencio desde Completas hasta Tercia como las otras (RCl 5,1): pero con otras obligaciones de más, la de una ejemplaridad en su comportamiento con los extraños y de una tal discreta reserva respecto de lo que ocurre fuera del monasterio y dentro del mismo, que su compromiso es de los más comprometidos y delicados. Y es sobre estos dos planos que está prevista una eventual corrección de las culpas.

[41] Clara vuelve a tomar íntegramente en este capítulo la 2 R 10 de Francisco, introduciendo algunas particularidades propiamente suyas. Por la importancia que reviste para ella, con vistas al grupo, la «unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección» (RCl 10,7), remito a la nota 9, como también para «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (para la «santa operación» de Espíritu véase también la nota 30); a las notas 19 y especialmente la 20 para los cuidados y disposiciones que la Madre debe tener en las conversaciones con las hijas, entre los cuales visitarlas y corregirlas.

El capítulo concierne substancialmente a la obediencia a la abadesa, pero también a la observancia, por parte de todas, de la Regla «espiritualmente», o sea «en el Espíritu del Señor», por el cual todas -la abadesa ante todo- son «súbditas y siervas» (vv. 2-5). Como Jesús que era subditus illis (estaba bajo su autoridad, Lc 2,51), así las hermanas deben obediencia absoluta a sus abadesas: pero a los superiores se dirige la «grave amonestación de salir al encuentro de sus súbditos con familiaridad tan sincera, para inducirles a hablar y hacer con ellos como los señores con sus siervos... La relación entre superiores y súbditos se concibe en sentido exclusiva y totalmente evangélico. El superior que guía a los hermanos en el puesto de Cristo -palabras de Francisco (2 Cel 186) debe precisamente estar en medio de ellos como uno que sirve (Lc 22,28). Todo debe estar caracterizado por un vivo sentido de familiaridad, por el cual cada uno se sienta siempre hermano del otro, superando la distinción entre superiores y súbditos» (K. Esser, Origini e inizi del movimento..., op. cit., 76-77).

Se apunta que, en el origen de este cap. 10 de Clara y de la 2 R 10 de Francisco, existe toda la temática paulina del «espíritu de la carne» y del «Espíritu del Señor» (Gál 5, 13-26) desarrollada en el cap. 17 de la 1 R, pero también la temática del «deseo» que franciscanamente guía la oración. El comentario más amplio, profundo y exhaustivo de todo ello, está en O. Van Asseldonk, Lo Spirito dà la vita. Chiara..., op. cit., 92-93; 248-251.

Los dos pasajes paulinos de Ef 4,3 («Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz») y de Col 3,14 («y, por encima, ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto») no son tomados por Francisco, sino que son insertos por Clara, que los funde en el v. 7, como es suyo asimismo el inciso «guárdense... de la disensión y división»» (ver nota 9).

[42] Clara -que después del cap. 5, ha quebrantado la línea de la Regla de Hugolino de 1219 para introducir capítulos enteros sobre la pobreza, sobre la vida de familia, sobre la caridad fraterna- vuelve a tomar en este punto la línea hugoliniana, con disposiciones concernientes a la estructura del retiro en clausura. Los capítulos 11 y 12, aunque sea con variaciones, repiten en la práctica la segunda parte de la Regla de Hugolino (sobre la estructura de la Regla en general y la relación con la regla hugoliniana véase el ya citado artículo de C. A. Lainati, La Regola francescana e il II Ordine, especialmente 241-247). Este cap. 11 está tomado todo del n. 13 de la Regla de Hugolino, excepción hecha para los vv. 7 y 9 que se encuentran en el n. 10: la referencia a los números de la Regla hugoliniana es de la edición de G. G. Zoppetti - M. Bartoli, Santa Chiara d'Assisi. Scritti e documenti..., op. cit., 321-322; 318.

Original de la Santa es la prescripción del v. 1, de una celda abierta y sin puerta, donde debe permanecer durante el día la portera: lo hemos ya visto y comentado en la nota 26.

[43] Como «la consagración de alguna hermana como monja» (para lo cual ver la nota 12), también la Bendición del abad o de la abadesa tenía en el siglo XIII un ritual muy preciso, al cual San Damián evidentemente se acomoda. En el siglo XII, en la sede romana, aun teniendo en cuenta el Ritual Romano-Germánico, se había intentado una vuelta al ritual más sencillo en uso antes del siglo X, pero el Pontifical Romano del siglo XIII vuelve, si no en todo, a la solemnidad precedente. Ya antes de la bendición se prevé un interrogatorio formal. El rito se introduce en la celebración eucarística: después del Aleluya, antes de la proclamación del Evangelio, tiene lugar el rito de la bendición, precedido por el canto de los salmos penitenciales y de las letanías de los santos y de las «prescripciones» vinculantes. Al final de la Misa el obispo acompaña al abad a la sede que ocupará desde aquel momento. Para la bendición de la abadesa, el rito es en todo semejante al de la bendición del abad, salvo que a la abadesa se entrega sólo la regla, omitida la entrega del báculo, y del anillo que ya ha recibido como monja. Para la abadesa, pues, la ceremonia tiene siempre lugar en el monasterio y no en la catedral. Hay siempre un obispo para presidirla, y por esto Clara prevé la entrada de un obispo con acompañantes y ministros.

El estudio más profundo, en relación con los siglos que nos interesan, XII-XIII, es el de A. Nocent, La benedizione dell'abbate e dell'abbadesa, en Anámnesis 7, I Sacramentali e le Benedizioni, Génova 1989, 36-39. Remito a él por los mayores pormenores sobre la ceremonia y por la abundante bibliografía al respecto.

[44] La función del cardenal protector fue de primaria importancia tanto para la Orden minorítica como para la de las Hermanas Pobres: porque es verdad que la «Regla franciscana se fue formando por un proceso de experimentación, de adaptación a las circunstancias concretas, de discusión, de continuo recurso a la experiencia y, a la vez, a la autoridad de la Iglesia mediante el cardenal protector» (R. Manselli - E. Pasztor, Il monachesimo nel basso Medioevo, en Dall'eremo al cenobio, op. cit., 102).

Fue determinante para Clara y para su Orden tanto la obra del cardenal Hugolino de los Conti Segni como del cardenal Rainaldo, que le sustituyó cuando Hugolino se convirtió en Papa con el nombre de Gregorio IX, el 19 de marzo de 1227 (ver nota 3): se debe a ellos si el movimiento de Clara llegó a ser una Orden religiosa, también en el trabajo de la difícil búsqueda de modos y medios para integrar la «novedad» de la Orden en una estructura jurídica preexistente, salvando a un tiempo la inspiración y la exigencia evangélica y franciscana y la institución eclesial (ver la segunda parte de la nota 6). De aquí la inmensa devoción de Clara que en su Testamento, vv. 44-47, dice: «Por lo cual, de rodillas, postrada interior y exteriormente, confío todas mis hermanas, actuales y venideras, a la santa madre Iglesia Romana, al sumo Pontífice y especialmente al señor cardenal que fuese designado para la religión de los hermanos menores y para nosotras [y le pido] que, por amor de aquel Señor que fue pobre recostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey... observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro bienaventurado padre Francisco».

El cardenal protector aparece pues, finalmente, sólo como el custodio y el garante de un carisma por el cual Clara luchó y que es custodiado intacto para siempre. Todo eso en sintonía con san Francisco, que atribuía gran valor a la figura del cardenal protector, en cuanto le permitía un estrechísimo vínculo con la Iglesia de Roma y que subraya el beneficio para toda la Orden (2 R 12,4.5). Celano, que precisamente por encargo de Hugolino-Gregorio IX escribe la Vita I se extrema en delinear las relaciones de amistad que, desde 1217, medió entre Francisco y el representante de la Iglesia; y con Francisco, Clara, a quien Hugolino dirigió en 1220 una muy conocida carta, como a «madre de su salvación».

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXXI, núm. 92 (2002) 209-224; núm. 93 (2002) 393-406; vol. XXXII, núm. 94 (2003) 86-111; núm. 95 (2003) 184-199]

 


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