DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


LA REDENCIÓN EN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

por Leonhard Lehmann, OFMCap

 

Para tratar este tema consulté primero el conocido Dizionario Francescano. Para mi sorpresa constaté que, incluso la segunda edición que se anunció como corregida y aumentada con algunas voces, permanecía tal cual y no contenía ningún artículo sobre la «Redención».[1] Lo mismo me ocurrió cuando consulté la Bibliographia Franciscana, que se ocupa de todo lo que tenga que ver con la espiritualidad e historia del movimiento franciscano universal y que recoge con sumo cuidado todo cuanto se publica sobre él.

¿Es posible que entre tanto como se escribe sobre Francisco no se haya tratado todavía el tema de la «redención»? Por supuesto que quienes han tratado sobre la piedad del Santo hacia la Navidad, la Pasión y la Cruz lo han abordado. También lo han rozado en sus exposiciones sobre la espiritualidad de san Francisco tratadistas como K. Esser, L. Iriarte, A. Rotzetter, O. van Asseldonk, A. Pompei, G. Iammarrone y otros; así como quienes partiendo de los escritos del santo se ciñen exclusivamente a ellos, como N. Nguyen van Khanh, C. Paolazzi, L. Sangermano y en 1996 de nuevo Th. Matura, quien nombra alguna vez la palabra «redención». Sin embargo, en ninguna de estas obras, más o menos voluminosas, hay un capítulo dedicado a la «redención», a la «historia de la salvación» o un título equivalente. Hablan como de pasada de la redención, vinculan el tema con la visión de la historia de la salvación que tenía Francisco y actúan de acuerdo, como veremos, con el pensar de san Francisco de Asís.

Propiamente los autores no tematizan el pensamiento de Francisco sobre la «redención». Singularmente, este resultado es coincidente con el hecho de que, en la historia de la iglesia, la fe de los cristianos en la redención de Jesucristo no fue nunca propiamente definida y determinada en un dogma exclusivo sobre la redención. La fe en Cristo, el Redentor, la certeza de haber sido redimidos por él y de pertenecerle a través de la fe y del bautismo eran tan fuertes y obvios, que el cómo y el alcance de la redención nunca fueron cuestionados, profundamente discutidos y formulados dogmáticamente en una cristología.

En primer lugar buscaré los lugares en que Francisco habla de redención, los estudiaré en el contexto de sus escritos y después en el contexto amplio del tiempo.

I. RESULTADOS ESTADÍSTICOS

a) No «redención», sino «redentor»

Es llamativo que, en Francisco, no aparezca el sustantivo «redención» (Clara, al contrario, lo usa una vez: 4CtaCl 22). Francisco no piensa abstractamente, sino concretamente, por lo tanto habla de «redentor» y esto en relación con el «creador, redentor y salvador». Encontramos esta trilogía en sus escritos tres veces: una vez en los estatutos de las misiones (1 R 16,7), como característico de la fe que distingue a los cristianos de los paganos, y dos veces en los textos de oración: 1 R 23,8; ParPN 1. Notemos aquí también de pasada que esta trilogía no aparece en Clara, incluso la palabra redemptor solamente aparece en la carta apócrifa a Ermentrudis de Brujas (5CtaCl 16). Si nos atenemos a sus escritos, podemos concluir que Clara no tensó el arco que va desde la creación, pasando por la redención, hasta la Parusía; en tanto que la imagen de Dios en Francisco, como veremos, está impregnada por esta línea de la historia de la salvación.

b) Preferencia por el verbo «redimir»

Si Francisco no emplea la palabra «redención» y sólo tres veces «redentor», sí usa sin embargo seis veces el verbo «redimir» (redimere), relacionado siempre y unívocamente con Jesucristo y con Dios respectivamente. Enumeremos los lugares siguiendo en lo posible un orden cronológico para ello:

1. En primer lugar tenemos el texto de la festividad litúrgica de la Santa Cruz, ampliamente enriquecido por Francisco y convertido en una forma de oración, que nos entrega en su Testamento. Proviene de los primeros tiempos de la Orden y nos lo transmiten las fuentes más antiguas sin casi variación: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste al mundo» (Test 5; 1 Cel 45; TC 37; LM 4,3).

2. Más ampliamente nos ocuparemos del «prefacio franciscano», esto es, un texto de sabor litúrgico de la Regla no bulada, que lleva por título oratio et gratiarum actio, "oración y acción de gracias" (1 R 23). Este extenso capítulo 23, al final de la primera Regla, es un canto de acción de gracias y de exhortación en forma de unos laudes. El verbo redimir aparece tanto en la primera parte, que da gracias en cinco estrofas, como también en la segunda parte, que es una exhortación a hacer penitencia.[2] El que lea los dos pasajes percibirá rápidamente también su paralelismo constructivo y su movimiento que va desde un reconocimiento de fe a una puesta en práctica de la misma; de las gracias a la entrega amorosa; del júbilo a la exhortación a hacer penitencia; de la exultatio a la exhortatio:

«Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por medio de tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste (cf. Jn 17,26), quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima Santa María y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1 R 23,3).

«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías (cf. Mc 12,30.33; Lc 10,27), con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios (Mc 12,30), que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará (cf. Tob 13,5), que nos ha hecho y nos hace todo bien a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos» (l R 23,8).

3. En la composición de los 15 salmos del Oficio de la Pasión el verbo «redimir» aparece solamente una vez. Esto sorprende en cierta medida, si tenemos en cuenta que en la traducción Vulgata de los Salmos el redemptor aparece dos veces, la redemptio tres y redimere 21.[3] Probablemente, Francisco debió haber aprendido de memoria los salmos en la escuela, en la liturgia y en sus oraciones personales. El Oficio que compuso sobre los sufrimientos del Señor, prueba que los manejaba con soltura y que sabía componer, de acuerdo con escenas previamente representadas, una especie de meditación por imágenes. El que, no obstante, trate en él tan poco el tema de la «redención», al contrario que en los Salmos, nos lleva a concluir que el tema de la redención no le preocupaba demasiado. Naturalmente, aunque con otras palabras, el tema se trata frecuentemente. Es muy concluyente, para ello, lo que Francisco añade a los salmos o la transformación que hace de ellos; los bautiza y los convierte de judíos en cristianos.

De este modo aparece redimit, "redime", en los dos últimos versos del salmo de nona, esto es, en la hora de la muerte de Jesús. En él, Francisco hace decir a Jesús desde la cruz a los circunstantes estas palabras: «¡Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como mi dolor» (OfP 6,1 = Lam 1,12). Continúa después con el salmo 21 sobre la muerte, que está enriquecido con los versículos de otros salmos de lamentación. Mientras los primeros 14 versos son un ruego de Jesús al Padre, los dos últimos son una oración comunitaria; una alabanza y una confesión de Francisco y de aquellos que oran con él:

«Bendito el Señor Dios de Israel, que redimió (Lc 1,68) las almas de sus siervos con su propia sangre santísima y no abandonará a nadie que espere en Él (Sal 33,23). Y sabemos que viene, que vendrá a establecer la justicia (cf. Sal 95,13)» (OfP 6,15-16).

Si lo consideramos atentamente veremos cómo en este texto aparecen un medio versículo del AT como también del NT, uniendo ambos Testamentos sin temor, al contrario de lo que ocurría en los cátaros, que rechazaban el AT. Además de esto, el primer versículo se basa en la liturgia, en el Benedictus, que diariamente rezaba en los Laudes; precisamente aquí es donde aparece el sustantivo «redención». El comienzo del Benedictus dice así: «Benedictus Dominus Deus Israel, quia visitavit et fecit redemptionem plebis suae» (Lc 1,68), "Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo". Si la idea de la redención proviene del Benedictus, la forma verbal como así también todo el segundo medio versículo es original de Francisco: «Benedictus Dominus Deus Israel (Lc 1,68a) qui redemit animas servorum suorum de proprio sanctissimo sanguine suo et non derelinquet omnes qui sperant in eo (Cf. Sal 33,23)», "Bendito el Señor Dios de Israel (Lc 1,68a), que redimió las almas de sus siervos con su propia santísima sangre, y no abandonará a ninguno de los que esperan en él (Sal 33,23)" (OfP 6,15).

4. En la llamada Carta a los Clérigos, que por carecer de una dirección, de un remitente, como así también por su estilo, parece más una «Admonición a los Clérigos»,[4] aparece redimere en la oración central y más importante, que contiene la razón por la que debemos honrar a la eucaristía y «al nombre y palabra de Dios»: «Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, por los que hemos sido hechos y redimidos "de la muerte a la vida" (1Jn 3,14)» (CtaCle 3).

5. Por último, citaremos la Carta a toda la Orden, probablemente de 1225. En el saludo inicial, extenso y jerárquicamente articulado, Francisco se dirige a todos los frailes (por eso Esser le aplicó a la carta este nuevo título «Carta a toda la Orden» en lugar de «Carta al Capítulo»), desde el Ministro General hasta el «hermano sencillo», desde «el primero hasta el último» llegado. Uniéndose a ellos con su típica forma, con su sentido providencial y con su humildad, dice:

«A todos los reverendos y muy amados hermanos; al hermano A., su señor, ministro general de la Religión de los hermanos menores, y a los demás ministros generales que le sucederán; y a todos los ministros y custodios; y a los sacerdotes de la misma fraternidad, humildes en Cristo, y a todos los hermanos, sencillos y obedientes; a los primeros y a los últimos: el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os saluda en Aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre» (CtaO 2-3).

A continuación trataremos de ordenar estos cinco lugares en el contexto de todos los escritos.

M. Basaiti: Cristo orando en el Huerto

II. DIRECTRICES TEOLÓGICAS

Si interpretamos los pocos lugares en donde se habla expresamente de la redención tendríamos, según mi opinión, cuatro directrices teológicas.

a) Visión de la Historia de Salvación

Lo que nosotros llamamos hoy en día historia de la salvación Francisco y los teólogos de su tiempo la concibieron y desarrollaron concretamente siguiendo sus tres puntos centrales. Francisco no usa el sustantivo redemptio ni tampoco creatio; incluso la salvatio se halla al final de la regla (1 R 24,1). En lugar de términos abstractos prefiere dirigirse al creador, hacedor y perfeccionador de la historia de la salvación, al Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sorprende cómo ve los tres momentos de la historia de la salvación en el contexto trinitario y cómo a su vez los usa en la liturgia.

El testimonio más antiguo lo tenemos en el estatuto de las misiones (1 R 16). En él coloca la predicación verdadera de la palabra de Dios en segundo lugar, dando más importancia al testimonio viviente de humildad y servidumbre. Sólo después de un examen y profunda reflexión por medio de la oración, podrán los misioneros anunciar a los sarracenos y otros gentiles «la palabra de Dios para que crean en el Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos, porque a menos que uno renazca del agua y del Espíritu santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5)» (1 R 16,7). La predicación termina, como lo exige Dios, con el bautismo; el sacramento es la perfección y el broche. La liturgia del bautismo con el agua y el signo de la cruz quedan bien resaltados. Lo que no queda tan manifiesto en la liturgia del bautismo es la trilogía «creador-redentor-salvador», que corresponde exactamente a la trilogía «Padre-Hijo-Espíritu Santo», por la que al Hijo le corresponden los dos títulos de Redemptor et Salvator, y todo el resto del rito bautismal, en que se nombra al Spiritus Sanctus, al Espíritu Santo.

Al Padre se le nombra aquí «creador de todas las cosas», con lo que implícitamente tenemos una confesión de la bondad de todas las cosas creadas y un rechazo de las teorías cátaras. Al Hijo se le confía el papel de «redentor y salvador». De los dos pasajes del capítulo 23 de la misma regla, que ya hemos citado, se deduce que «salvador» no es un mero sinónimo de «redentor». Allí se usa el verbo en futuro: salvabit (1 R 23,8). Si en los estatutos de las misiones se nombra a Dios como al «creador de todas las cosas», en el capítulo 23 de la Regla aparece más en su papel central de creador y conservador del hombre. Tres veces nombra a la totalidad, para enfatizar el rechazo de las teorías cátaras, y sostener que todo el hombre, incluso su cuerpo, procede de Dios, que es un regalo de él, que en él tuvo su nacimiento, que se lo renueva todos los días. A la entrega total de Dios a nosotros ha de corresponder una entrega y amor totales del hombre:

«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará» (1 R 23,8).

Las nueve veces que subraya la palabra «todo» (totus) y las cuatro veces «todos» (omnes), refiriéndose al hombre, exige que amemos sin descanso y por entero, con todo lo que somos y tenemos, a Dios, el cual nos ha amado primero y nos «ha otorgado todos los bienes y nos los continúa otorgando», pues Dios «nos regala todo el cuerpo», «toda la vida», «todas las fuerzas», «todos los bienes y todos los dones». Al amor total de Dios al hombre debe corresponder un amor total del hombre a Dios. Si todo el bien procede de él, entonces es lógico que nosotros, como dice Francisco a menudo, «le tributemos a Dios toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición y le restituyamos todos los bienes» (AlHor 11). Su rezo privado de las horas concluye siempre, y esto quiere decir varias veces al día, de este modo: «Bendigamos al Señor Dios vivo y verdadero; rindámosle alabanza, gloria, honor, bendición, y restituyámosle siempre todos los bienes. Amén. Hágase. Hágase» (OfP oración).

Si en el estatuto de las Misiones se le llama «creador-redentor-salvador», ahora se dice en el Canto de Gracias y Admonición de la Regla no bulada: «que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará». La creación y la redención ocurrieron en el pasado, la salvación está por venir. Pero ésta ocurrirá «solamente por su misericordia» o «sólo por su gracia» (sola gratia), como dice Francisco en otro lugar (CtaO 52); un principio que ya acentuó antes que Martín Lutero.[5] Que esto no comporta pasividad lo demuestra, junto a otros escritos, la conclusión de los estatutos de las misiones, en donde se hace una advertencia en base a los consejos del sermón de la montaña. La última oración dice así: «Y el que perseverare hasta el fin, éste se salvará» (1 R 16,21).

Salvator significa aquí claramente el Salvador que ha de venir, que «vendrá con su gloria, con la del Padre y la de los ángeles» (1 R 16,9; cf. Lc 9,26).

Con la última cita podemos comprender mejor por qué Francisco no separó radicalmente la función de las tres divinas personas. Para él es el mismo Dios, uno y trino, el que obra en todos, desde la creación hasta el fin. Todo obrar divino, que hace nacer algo fuera de Dios, le será atribuido al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.[6] Esta «economía» trinitaria aparece también cuando Francisco habla de la mediación del Hijo en la creación del mundo, de la encarnación redentora, de la glorificación de los justos, por lo que finalmente en la alabanza mística de Alverna puede exclamar independientemente de las personas divinas:

«Tú, Padre santo (Jn 17,11), rey del cielo y de la tierra (cf. Mt 11,25). Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses; tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero» (AlD 2-3).[7]

Respecto a la Trinidad, aquí le corresponde al Padre la supremacía, igual que en otras oraciones del santo. En Él incluye también a las otras personas que proceden de Él.[8]

Siguiendo la línea de la oración litúrgica de la Iglesia, dirige también las gracias en el extenso prefacio franciscano «al omnipotente (…), sumo Dios, Padre santo y justo» (1 R 23,1), aún cuando en las siguientes estrofas la creación se le atribuya preferentemente al Padre, y la redención y salvación al Hijo. Hacia el final del himno de acción de gracias y de admonición, que dirige a todos los estamentos de la Iglesia y del mundo, fluyen indistintamente los títulos de «creador» y «salvador», terminando con la alabanza y acción de gracias al «altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman» (1 R 23,11).

Esta estructura trinitaria es la continuación de la anterior, en la que la orientación exclusiva de nuestra aspiración y voluntad se dirigían «solamente al verdadero Dios, la plenitud de bienes», para después, primeramente en forma negativa y después positiva, exhortarnos a nuestra entrega total al servicio de Dios: «Nada, pues, impida, nada separe, nada adultere; nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos...» (1 R 23,10). Exclusividad y universalidad se condicionan aquí mutuamente. Nada nos debe separar de Dios, a Él le deben pertenecer siempre y en todo lugar toda nuestra atención, porque Él es nuestro creador, redentor y salvador, nuestro sumo bien y única felicidad, nuestro Dios y todas las cosas. El eslogan conocido de «Deus meus et omnia» puede deducirse fácilmente de este himno de alabanza y lo podemos ver como una fórmula abreviada de él.

Movido por la continua meditación de la Trinidad de Dios, Francisco puede, de una parte, diferenciar al Padre, Hijo y Espíritu Santo, y, por otra, después de nombrar a las tres personas, continuar: «creador de todas las cosas y salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman...». Lo que aquí escuchamos en un tono tan festivo lo continúa en la meditación del Padre Nuestro con esta breve exclamación: «Santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro» (ParPN 1). Sin nombrar expresamente el misterio de la trinidad y unidad, Francisco atribuye aquí toda la historia de la salvación al Padre, lo cual no es erróneo en la medida que el Padre es el origen de la salvación, por habernos mandado a su Hijo. En favor de su ortodoxia está el hecho de que no encontremos una atribución semejante al Hijo o al Espíritu Santo, pues en ningún lugar dice Francisco: «oh Señor santo Jesucristo, nuestro creador, redentor y consolador».

Francisco no se ciñe a explicar el Padrenuestro, igual que hicieron antes que él los Padres de la iglesia, sino que lo amplía rezándolo.[9] Permanece en la huella de la oración enseñada por Jesús, que para los cristianos es la oración por excelencia. Aunque la atención de Francisco está puesta en el Padre, su meditación está admirablemente abierta al Hijo y al Espíritu Santo, pues no es difícil reconocer en el redemptor y salvator a Jesucristo, y en el consolator al Espíritu Santo.

Como ha puesto de relieve K. Esser, Francisco recurre aquí a un modelo anterior, en el que la terna «creator, redemptor, consolator» ya aparecía y apuntaba a la Trinidad.[10] La terna original tenía añadido su querido «et Salvator», "y Salvador", pero mencionando dos veces al Hijo (redemptor et salvator) había conseguido una nota cristológica en la fórmula trinitaria mencionada.[11] El complemento salvator perfecciona la línea de la historia de la salvación, al añadir al momento de la creación y redención, que residen en el pasado, el de la salvación, que faltaba. Francisco prolonga así la línea de la historia de la salvación fijando la atención en la futura venida de Jesucristo como juez y salvador. Con el añadido de la parusía se ha enfocado también el momento escatológico de la fe cristiana: Dios es el Señor de toda la historia desde la creación a la parusía. En sus otros escritos Francisco, fundador de la Orden, es consciente también del fin de los tiempos. A este propósito, hemos de decir que enseñó y vivió tanto en el mundo futuro, que incluso en su tiempo «muchos corrían a verlo y oírlo como a hombre de otro mundo» (TC 54; cf. 1 Cel 36).[12]

Todo el pensar cósmico, que abraza la historia de la salvación, se resume en el comienzo de la meditación sobre el Padre Nuestro, cuando llama a Dios «creador, redentor, consolador y salvador». Semejante pensar lo podemos encontrar también en las otras estrofas de este texto teológico tan profundo, en el que por el momento no pretendemos profundizar más.[13]

b) El hecho de la redención

El diferente uso del tiempo nos está advirtiendo que redención y salvación no son lo mismo: redimere, "redimir", está siempre en perfecto, salvare, "salvar", en futuro. Esta observación concluye que la redención ya se ha dado; es un hecho en el que cree el cristiano. Esta diferencia lo distingue, por ejemplo, de los judíos, que todavía esperan al Mesías salvador. Por eso la periodista israelí Rachel Michaeli escribió recientemente en el diario «Ha'aretz»: «Cuándo y cómo vendrá nuestra redención, esto lo sabe solamente el Santo, bienaventurado sea él. Nosotros no conocemos su tiempo original. El que esté en pie el estado de Israel no significa que la redención la tengamos en nuestra propias manos, sino que todavía es una meta ansiada, que está por venir».[14]

La redención es un acontecimiento del pasado, que favorece a todos los hombres; es un ofrecimiento, un regalo, que no hemos merecido, pero que tampoco puede realizarse sin nuestro concurso. El hecho de la redención no garantiza nuestra salvación. El tiempo intermedio, el tiempo actual, es el tiempo de la decisión para aceptar o rechazar la redención. Es el tiempo de penitencia, como lo llama Francisco. Dando las gracias a Dios, el Padre, dice de este modo: «Te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir en la gloria de su majestad a arrojar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y (…) a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo (cf. Mt 25,34)» (1 R 23,4).

Esta penitencia es esencialmente una respuesta de amor, como K. Esser y E. Grau tan felizmente titularon su síntesis de espiritualidad franciscana.[15] Debemos amar, con todo lo que somos y tenemos, a aquel «que nos creó, nos redimió y nos salvará», a pesar de nuestra nulidad, caducidad y maldad (cf. 1 R 23,8). Esta penitencia no es otra cosa que la realización de las tres virtudes divinas, que cimientan la vida cristiana, y por las que rezó Francisco al principio de su vida de penitencia: «Dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta; sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento» (OrSD).

Por ello alaba al Señor confiadamente, como «al salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman» (1 R 23,11). El que cree, espera y ama realiza en sí la salvación e indudablemente será salvado. En Francisco, el cristiano vive también en el «ya y todavía no», en la tensión entre la salvación recibida y todavía no llevada a efecto. El don de la redención resulta así una tarea, según las palabras del apóstol Pablo: «Por el contrario, nosotros, hijos del día, seamos sobrios; revistámonos de la coraza de la fe y de la caridad, cubriéndonos con el yelmo de la esperanza de la salvación. Dios no nos destinó a la ira, sino a la adquisición de la salvación por nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes 5,8-9).

Que la acción salvadora de Jesús es una prenda que sólo necesita hacerse efectiva, lo señala otra observación en el texto: Francisco habla muy claramente de la creación, de la encarnación y de la parusía: Dios ha creado «todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros nos (…) colocaste en el Paraíso»; quiso que su Hijo «naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María»; y el Hijo «ha de venir en la gloria de su majestad». De este estadio intermedio de la redención, sin embargo, se dice: «Tú quisiste que nosotros fuéramos redimidos» (1 R 23,1-4). No existe ninguna duda de la voluntad salvadora de Dios. La cuestión está en si nosotros la tenemos también.

Desde aquí se entenderá mejor por qué en la oración tan profundamente teológica, al final de la Carta a toda la Orden, enfatiza tanto nuestro querer: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, miserables, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada...» (CtaO 50).[16] ¡Querer siempre lo que agrada a Dios, esta es la meta sumamente ambicionada Francisco pide que se le conceda este don, para poder hacer la voluntad de Dios lo más exactamente posible. Cuán profundamente esté libre esta búsqueda de todo egoísmo y provenga de la pureza del corazón nos lo muestra el añadido «por ti mismo» (propter temetipsum). La voluntad del hombre no está excluida, todo lo contrario, pero debemos querer siempre lo que coincide con la voluntad de Dios.

La redención no significa una pasividad ni garantiza un descanso en los laureles. En sus exhortaciones y orientaciones emplea Francisco muchas de aquellas palabras que apelan a la voluntad libre del hombre: «si quieres ser perfecto entonces ve, vende cuanto tienes y lo das a los pobres» (Mt 19,21 = 1 R 1,2). «Si alguien quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga» (Mt 16,24 = 1 R 1,3). «Si alguien quiere venir a mí y no tiene en menos al padre, madre, esposa e hijos (...), entonces no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26 = 1 R 1,4). «Quien quiera salvar su vida la perderá» (Lc 9,24 = Adm 3,2), etc. Los escritos de Francisco están tan llenos de los verbos velle (volo), desiderare y quaerere, que también se puede hablar en él, como en el monacato, de una teología del anhelo, de un deseo insaciable de Dios.[17] Lo podemos resumir mejor en aquellas máximas mencionadas, que se dirigen a querer y desear a un Dios creador, que es la fuente de todo bien y que se derrama en el mundo en forma de bien (bonum) y de dones (bona): «Nihil aliud desideremus, nihil aliud velimus, nihil aliud placeat et delectet nos, nisi Creator et Redemptor et Salvator noster, solus verus Deus, qui est plenum bonum, omne bonum, totum bonum...», "Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien" (1 R 23,9).

c) Dos grupos de redimidos: los penitentes y los no penitentes

La redención es un hecho. Sus frutos, sin embargo, deben ser aceptados por cada uno. Dios no coarta, a todos les deja la libertad. De esta voluntad libre del hombre, Francisco está profundamente convencido, pero también del riesgo, al que está expuesta la libertad humana.[18] En su varias veces citado «Prefacio» imita lastimeramente la grandeza del hombre y su profunda caída, cuando ensalza en primer lugar gozosamente: «Te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad (…) nos creaste a tu imagen y semejanza, y nos colocaste en el paraíso». Y después dice lapidariamente: «Y nosotros hemos caído por nuestra culpa» (1 R 23,1-2).

La brusca interrupción de la larga acción de gracias hace más clara la gran miseria en la que ha caído el hombre. Desde su singular altura ha caído en lo más profundo. Sus comienzos fueron brillantes, pero la andadura de su historia ha sido digna de compasión, porque el hombre ha hecho uso de su voluntad como de su propiedad y se ha vanagloriado con los bienes, con que el Señor le ha inspirado y dotado (Adm 2,3). Este ha sido para Francisco el pecado mayor, y ante el que nos pone siempre en guardia en todas sus manifestaciones. La medicina para esta soberbia y egoísmo son la humildad y la pobreza, o con una sola palabra: la penitencia. «Hemos sido destinados al paraíso, pero hemos caído». Esta declaración no solamente se refiere a la primera pareja, sino a todos nosotros. Con ello reconoce Francisco la grandeza y la miseria de todos los hombres: todos han sido llamados a lo más alto, pero son pecadores. La solución está en la conversión, en la penitencia (metanoia). Dios nos ha liberado, porque «ha querido redimirnos a nosotros, que estábamos prisioneros» (1 R 23,3). Mediante la muerte en la cruz de Jesús, el paraíso nos ha sido abierto de nuevo o podemos ponernos en pie otra vez. La única condición es que aceptemos al Redentor, que regresemos a Dios, que hagamos penitencia.

A partir de su propia conversión puede decir Francisco al final de su vida, desde la perspectiva del tiempo, «cuando estaba en pecado», y de su vida posterior como una «vida de penitencia» (Test 1-2). Como agradecimiento por la propia conversión, y para responder al amor del Redentor (cf. 2 Cel 172), predicó a todos el mensaje de penitencia. Esta fue su misión y para ello tuvo además el encargo de Inocencio III: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia» (1 Cel 33). Esta predicación de penitencia espontánea, sencilla, popular, estaba permitida a todos los hermanos, tanto laicos como clérigos; es más, fue recomendada, y Francisco ofreció para ello el modelo: el laus et exhortatio, "alabanza y exhortación" (1 R 21), que en el transcurso del tiempo produjo cánticos como el del «Hermano Sol».

En el modelo de predicación se entremezclan exhortaciones del sermón de la montaña y citas de los apóstoles, que debían conducir a una verdadera vida cristiana. Terminan con la alternativa «bienaventurados» o «ay de vosotros»: «Dichosos los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos. ¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo (1 Jn 3,10), cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno (Mt 18,8; 25,41)» (1 R 21,7-8). Aquí vemos cómo contempla Francisco la suerte futura del redimido: unos se han convertido a Dios y se han dejado regalar por él, los otros se han «entregado a su propia voluntad» (Adm 3,10) y se han «deleitado en vicios y pecados» (Adm 5,3). Quien hace penitencia sabe que está redimido y obra de acuerdo. Aparece como un redimido y se muestra como tal. Cuando predicaban penitencia con alegría los «varones penitentes oriundos de la ciudad de Asís» (TC 37) deberían creer que se trataba de una especie de juglares de Dios, como todavía lo podemos intuir en la regla no bulada, en el «Canto de oración y acción de gracias».[19]

Precisamente, a partir de este canto de júbilo, voceado a todo el mundo, se hace patente que los frailes menores no sólo instaban a los cristianos, sino «a todos los hombres de cualquier lugar de la tierra que son y serán (…), a perseverar en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (1 R 23,7). Todos están redimidos; pero hay que anunciarles este mensaje y corresponder a él en la vida mediante la penitencia. De este modo, para Francisco, el mundo se divide en dos suertes de redimidos: los que hacen penitencia y los que no la hacen. Por lo mismo, el posterior proyecto de carta, dirigido a «todos los hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero» (2CtaF 1), está articulada de acuerdo a estos dos grupos:

- «Los que hacen penitencia» (1CtaF 1,1-19).

- «Los que no hacen penitencia» (1CtaF 2,1-18).

Los capítulos se corresponden entre sí como dos espejos: el primero es un canto de júbilo por la alegría de aquellos que en su vida de penitencia, por así decir, han crecido dentro de la vida trinitaria y como «hijos e hijas del Padre, hermanos, hermanas y madre del Hijo y prometidos del Espíritu Santo», forman la nueva familia de Dios. El segundo es, en contraste con aquel, un lamento por la ceguera y liviandad de aquellos que «no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo (…), ven y conocen, saben y practican el mal, y a sabiendas pierden sus almas» (1CtaF 2,7-10). El lamento se transforma en una amenaza y, finalmente, termina con la alusión a las penas del infierno: «Y donde sea, cuando sea y como sea que muere el hombre en pecado mortal sin penitencia y sin satisfacción, si, pudiendo satisfacer, no satisface, arrebata el diablo el alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, que nadie las puede conocer, sino el que las padece» (1CtaF 2,15).[20]

La llamada seria a la reflexión, con la amenaza de la muerte eterna, no busca otra cosa que mover a la conversión, para que todos los redimidos se salven. Pues Jesús ha venido «para que todos tengan vida» (Jn 10,10) «y él quiere que todos nosotros seamos salvos por Él», dice Francisco en las Cartas a los Fieles (2CtaF 14). La salvación (salvatio), por lo tanto, depende esencialmente de nuestra disposición y de nuestra respuesta a la redención.

Incluso en el Cántico de las Criaturas, que en la mayoría de los casos sólo se lo conoce como un himno alegre a la belleza de la creación, hay una llamada seria que no debemos pasar por alto. Lo que el poeta umbro dice allí sobre los hombres es a la vez una promesa y una amenaza, de acuerdo a la situación moral en que se encuentre el oyente. Este debe tomar la hora de la muerte como el momento irrevocable de su futuro. Por eso, a pesar de estar en una vida terrenal, no debe olvidarse de la vida eterna:

«Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las sufren con paz, pues por ti, Altísimo, coronados serán.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal Bienaventurados aquellos a quienes encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal».

«Ay de aquellos» y «bienaventurados» es también aquí la alternativa. De acuerdo a la opción fundamental del hombre, de acuerdo a si muere en penitencia o no, decide él mismo sobre su futuro. Creado, redimido y destinado a lo más perfecto por Dios, está en su voluntad el ser salvado. Si su voluntad se adecua a la «voluntad santísima» de su Creador va al gozo de su Señor. De aquí que el mundo futuro esté también dividido entre aquellos, cuya redención ha sido llevada a la perfección, y aquellos que han rechazado ser redimidos por Dios y le han negado.

d) «Redimidos por su cruz y por su sangre»

La redención, como acontecimiento pretérito por el que fuimos redimidos, fue fruto de una experiencia cruel, que el cristiano tiene que actualizar en su vida. Francisco no oculta nada de la dureza, torturas y sufrimientos corporales y espirituales que el Hijo de Dios y del hombre padeció «por nosotros». En su Oficio de la Pasión, compuesto de versículos de los salmos y de añadidos suyos, recorre el via crucis de Jesús desde el Monte de los Olivos (OfP 1) hasta el Calvario (OfP 5-6).

Los versículos elegidos en el primer salmo nos presentan el Monte de los Olivos. En ellos podemos escuchar al Salvador llorar y sudar de angustia y suplicar al Padre: «¡Oh Dios mío, pusiste mis lágrimas ante tu mirada» (OfP 1,1). Seremos testigos del juicio ante el Gran Consejo (v. 2). Sentiremos la desilusión de Jesús por la ingratitud con que le pagó el mundo (v. 3), y reviviremos su soledad, pues incluso sus amigos y parientes más íntimos le abandonaron (v. 7). En esta situación le hace decir muy oportunamente a Jesús: «y yo oraba» (v. 4). Para hacer Francisco más clara esta oración continúa en un estilo directo su oración al Padre: «Santo Padre mío, rey del cielo y de la tierra, no te alejes de mí, porque la tribulación está cerca, y no hay quien me ayude» (v. 5). Con palabras de los Salmos, Francisco reproduce admirablemente bien aquella escena, que se relata en Lc 22,41. El versículo 6 nos recuerda Jn 18,6: «Retrocedan mis enemigos el día que te invoque; así he conocido que Tú eres mi Dios» (OfP 1,6 = Sal 55,10). El versículo 8 trata de la traición de Judas. Jesús aparece allí traicionado y vendido. Lamentándose por su situación lanza de nuevo esta súplica al Padre (v. 9), que se refuerza en el versículo 10 y termina con esta confiada exclamación: «Señor Dios de mi salvación».

El salmo de maitines (OfP 2) medita cómo Jesús ha pasado solo toda la noche en la prisión. En el salmo de prima el orante contempla con mucho realismo cómo se acerca la muerte a Jesús, cuando le hace exclamar: «Prepararon un lazo a mis pies, y doblegaron mi alma. Delante de mí cavaron una fosa» (OfP 3,6-7 = Sal 56,7).

El salmo de tercia nos recuerda vívidamente el proceso dramático que se desarrolló en presencia del gobernador romano Poncio Pilatos (cf. Mt 27,11-26). Los versículos nos recuerdan la sentencia de muerte del Gran Consejo, dictada en secreto, la flagelación, el escarnio de los soldados y la corona de espinas (Mt 27,26-31), como así también la escena del «Ecce-Homo» (Jn 19,45). Todo el lamento del Redentor culmina con esta exclamación: «Yo soy un gusano y no hombre, vergüenza de los hombres y desprecio de la plebe» (OfP 4,7 = Sal 21,7). Más que lamentación domina la escena un abandono, pues de nuevo desemboca la meditación en la súplica: «Padre santo, no me retardes tu auxilio, atiende a mi defensa» (OfP 4,9 = Sal 21,20).

La composición del salmo de sexta, la hora en que Jesús fue clavado en la cruz, contempla al Redentor en la cruz. Gritando con gran voz lleva su oración y lamento ante el Padre. Sus enemigos han puesto un lazo a su vida. Ahora se siente el crucificado abandonado de todos (OfP 5,1-6). Con el Salmo 68, Francisco ve al Salvador cubierto de ignominia y vergüenza, extraño incluso para sus más próximos. Pero incluso ahora, en el versículo 9, suena la súplica al Padre, que deja ver cuánto se identifica Francisco con el que suplica en la cruz y mediante Él y con Él se dirige a Dios Padre. Su lamento lo provocan la burla del ladrón de su izquierda y las chanzas de «la gente, que pasaba por allí, moviendo la cabeza y diciendo: ¿tú eres el que quiere destruir el templo y reedificarlo en tres días? Si tú eres el Hijo de Dios, ¡entonces baja de la cruz y sálvate» (Mt 27,39-40). Con otros salmos de lamentación diseña Francisco a continuación la imagen del siervo de Dios en la cruz. Las palabras claves son: los enemigos se han reagrupado, los latigazos se suceden, vienen falsos testigos y levantan falsos testimonios. El sino de la vida de Jesús parece estar dominado por la ingratitud de aquellos que, a cambio del bien recibido de Él, le pagan con el abandono.

El salmo de nona está relacionado claramente con la hora de la muerte de Jesús en la cruz. Toda la meditación de Francisco queda impregnada por la muerte de Jesús: primeramente deja hablar en primera persona del singular al Redentor en la cruz (OfP 6,1-14), después le responde, por así decir, con una alabanza a la redención y una confesión de fe (OfP 6,15-16). A partir del versículo 11 Francisco abandona el lamento de Jesús y lo contempla como al resucitado y glorificado.

La visión de Jesús como el siervo de Dios, como el glorificado «Señor que reinó desde el madero» (OfP 7,9), y como juez y salvador futuros impiden una pintura demasiado unilateral de la historia de la pasión. Pero, no obstante, no puede silenciar el dolor del sufrimiento, la soledad del abandono, la desilusión producida por la traición de Judas y la ingratitud de la humanidad. Brevemente: la realidad sangrienta de las heridas y la horrible crucifixión, como lo señala el añadido «con su propia sangre santísima (de proprio sanctissimo sanguine suo)». Esta cita se halla en el versículo 15 del salmo de Nona (OfP 6,15) entre el principio del Benedictus (Lc 1,68) y la cita del Salmo 33,23, uniendo los dos testamentos, y nos dice cómo Cristo por su sangre ha derribado el muro divisorio entre los judíos y los paganos. El versículo del salmo es el final confiado del Salmo 33 (34) que dice así en el salterio romano: «Deus redimet animas servorum suorum et non derelinquet omnes qui sperant in eo (Sal 33,23)», "El Señor redimirá a sus siervos y no abandonará a nadie que espere en él".

Lo que en el salmo está en futuro (redimet), Francisco lo transforma en perfecto (redemit), vinculando claramente la redención con la obra de Jesús. Igual que no vaciló en el Padrenuestro en llamar al Padre Redemptor y Salvator (ParPN 1), tampoco vacila aquí en identificar al Redentor hecho hombre con el Dios de Israel. Es, precisamente, Dios, la Trinidad, la que se halla detrás de toda la historia de la salvación. Aún cuando Francisco, siguiendo la línea del AT, alabe a Dios como el «Dios de Israel», ante los ojos tiene claramente a Jesucristo, quien «con su propia sangre nos ha redimido». Para esta inserción puede haberle apadrinado la 1 Carta de Pedro, en donde en el primer capítulo dice ya: «Sabed que habéis sido rescatados de vuestra vida vacía, heredada de vuestros mayores, no con metales corruptibles, oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, el cordero sin tacha ni defecto» (1 Pe 1,18-19).[21]

El añadido de Francisco subraya la humanidad del Hijo de Dios, cuyo «sudor era como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra» (2CtaF 9 = Lc 22,44) y que derramó por nosotros. El sufrimiento de Jesús no fue aparente, como erróneamente afirmaron algunos de sus contemporáneos, sino real. Además de esto, el añadido significa: Dios no ha deseado ninguna víctima extraña, no ha hecho que otro atravesara el fuego por Él, sino que nos ha dado a su propio Hijo. «Y entró de una vez para siempre en el santuario, no con sangre de machos cabríos y de los becerros y la ceniza de la vaca, sino con su propia sangre, adquiriéndonos una redención eterna» (Heb 9,12).

Este pasaje me parece el más apropiado para iluminar el añadido de Francisco; con él cristianizó el salmo y enfatizó el significado de su «santísima sangre» como medio real de nuestra redención. Que la Carta a los Hebreos no le era totalmente desconocida al Poverello, lo deducimos de otro pasaje de la Carta a toda la Orden, en donde el pasaje de Hebreos 10,28 le sirve para recordar el castigo que recibirán aquellos que transgredan la ley de Moisés: «¡Cuánto mayores y peores suplicios merece padecer quien pisotee al Hijo de Dios y tenga por impura la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al Espíritu de la gracia» (CtaO 18; cf. Heb 10,29). La «sangre de la alianza» vincula aquí el AT con el NT, pero en el pensamiento de Francisco lo hace también la sangre de la cruz con la sangre santa de la eucaristía. Esto lo podemos concluir de los siguientes versículos citados (CtaO 19-22), que aquí no podemos estudiar más detenidamente.

e) «Sacrificado por nuestros pecados» y puesto para nuestro estímulo

En los pasajes citados, hemos visto cómo Francisco recuerda repetidamente el amor que se inmola del «verdadero Dios y verdadero Hombre» Jesucristo, que «por su cruz y su sangre y su muerte nos quiso rescatar a nosotros, que éramos cautivos» (1 R 23,3). Francisco saluda a sus frailes así: «Salud en Aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre» (CtaO 3); y llama a la sangre «santísima» y «preciosísima», porque fue el precio de nuestra redención y la que nos muestra la profundidad del amor de Dios. «Tanto ha amado Dios al mundo, que nos entregó a su único hijo» (Jn 3,16).

De este amor inconmensurable, dirigido a la salvación de todos los hombres, habla Francisco en la extensa Carta a todos los Fieles, en donde traza el bosquejo de una teología de la palabra de Dios y de la redención. Después de decir que «este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso» (2CtaF 4), se ha hecho carne y que, tras una ardua lucha en el Monte de los Olivos con la voluntad del Padre, ha aceptado la pasión, continúa así:

«Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho (Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (2CtaF 11-13).

En este pasaje se dan tanto la reverencia ante el Hijo, que procede de la gloria del Padre y ha sido glorificado en el acontecimiento pascual, como también la confesión de su encarnación y existencia: «enviado a nosotros», «nacido por nosotros», y «sacrificado por nuestros pecados». Jesús fue un hombre entregado totalmente a los demás.[22]

Con la metáfora del «altar de la cruz» se ha establecido el puente que va desde la víctima sangrienta, que se inmoló una única vez en la cruz, al recuerdo incruento de este sacrificio en el tiempo, «hasta que él venga en la gloria». En la tradición del NT, más concretamente en la Carta a los Hebreos, y en la tradición eclesiástica, impregnada sobre todo por Agustín y Anselmo de Canterbury, ve Francisco los dolores de la cruz y la muerte de Jesús como víctima propiciada por el Padre para satisfacción de nuestros pecados, pero también como estímulo, para que nosotros sigamos sus huellas (cf. 1 Pe 2,21). Por eso se dice al principio de una extensa exhortación a todos los frailes:

«Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian (cf. Mt 5,44), pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 R 22,1-4).

El via crucis de Jesús, que nos liberó del pecado de Adán, nos redimió también del mecanismo de violencia y de la ley del talión. Igual que Jesús llamó amigo a quien lo entregó (cf. Mt 26,50), concluye Francisco muy originalmente, debemos nosotros también llamar amigo a nuestro enemigo y le debemos amar. La imitación de la vida de Jesús ayuda a nuestra redención del mal y nos conduce a la paz. Es esta paz, anclada en la persona de Cristo, y hoy encaramada en las formas del pacifismo, la que según Manselli caracteriza profundamente al predicador de la paz de Asís. Para él no hay enemigo. Incluso, aunque haya personas que se le demuestren como enemigas, no las teme; las vence con su amor o tiene por digno, en base a este amor y como consecuencia de él, morir por ellas (martyrium). Por eso no polemiza, ni juzga ni condena a nadie. Como idiota e iletrado quiere seguir con «piadosa simplicidad» (pia simplicitas) el ejemplo de Cristo. En esta sencillez reside su grandeza. La paz interior, la verdadera paz, le viene por su amor a Cristo. La percibe y la hace percibir a los demás. Es un hombre redimido y, por lo mismo, un hombre de redención para otros.[23]

f) «A través de la santa cruz has redimido al mundo»

Los pasajes que hemos visto hasta ahora hablan siempre de los hombres, de nosotros, que hemos sido redimidos a través de la cruz y la sangre de Jesucristo. De hecho, sólo en la fórmula de oración del Testamento se encuentra la confesión de que también el mundo ha sido redimido. Como esta parte de la fórmula pertenece a aquella oración que Francisco ha tomado de la liturgia de la fiesta de la Santa Cruz,[24] se podría sospechar que la idea de la redención del mundo no estaba en sus preocupaciones. Sin embargo, las fuentes nos dicen de él que rezaba a gusto esta oración y que la enseñó también a sus compañeros (1 Cel 45; TC 37; AP 19; LM 4,3). También podríamos decir que si no hubiera visto al mundo como redimido, podría haber cambiado el final de la oración en que «por tu santa Cruz nos has redimido», como ya había hecho creativamente con otras oraciones recibidas. Concluyendo diremos que solamente en esta oración habla Francisco del mundo redimido. Por lo demás, son sólo los hombres a quienes les recuerda cómo y a qué precio han sido redimidos, exigiéndoles en sus exhortaciones, cartas y cantos agradecer a Dios y servirle con gran humildad (cf. Cánt 14).

Mientras que él trata a todos como hermanos y hermanas y a nadie excluye de su respeto y amor, con el mundo tiene otra relación: como creación de Dios es bueno y bello; como palestra de los demonios, es tentador. Lo cuenta entre los enemigos que nos tientan: carne, mundo y demonio, y son los que hacen que el pecado sea dulce, y el servir a Dios, amargo (2CtaF 69). Igual que en Pablo y en Juan, en Francisco el mundo puede ser también el adversario de Dios, si el hombre se encierra en él y lo diviniza. Francisco habla de la sabiduría de este mundo (cf. 1 Cor 2,6) y de la sabiduría del cuerpo, que por medio de «la pura santa simplicidad» son destruidas (SalVir 10). En la Carta a los Fieles se une a la oración de Jesús por sus discípulos (Jn 17,9-11): «Padre santo, guarda en tu nombre, a los que me diste en el mundo (…). Ruego por ellos y no por el mundo» (1CtaF 1,14-16).

En el mundo los discípulos tienen tribulaciones e incluso pueden esperarles persecuciones; pero en medio de todo esto deben conservar la fe. Hay que luchar «mientras exista este mundo» (CtaO 48). Este es pasajero, e incluso breve, pero el cielo y el infierno no tendrán fin (2CtaF 85). Los frailes menores deben, por una parte mantenerse firmes frente «al espíritu de este mundo», pues han sido enviados por Dios en medio del mundo, «para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 9).

El mundo, por tanto, es neutral, ni bueno ni malo. Es sólo el espacio en que habita y actúa el hombre; este puede realizarse en él y mediante él, esto es, llevar a la práctica la idea y la imagen de Dios. El mundo es el claustro de los frailes menores, como lo demuestra suficientemente el Sacrum Commercium. Pero el mismo «relato alegórico», en el que «se representa la búsqueda interior y espiritual de Francisco y sus discípulos por la pobreza, como la forma apropiada de vida para sus discípulos»,[25] muestra también que los frailes menores tanto más se hallan unidos a la dama pobreza y agradan a Dios cuanto menos cosas poseen y se apegan a este mundo. Si son pobres de cosas, pero en cambio son ricos en virtudes, entonces siguen al que «siendo sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5).

Dios no rechazó este mundo, sino que se abandonó a él. Vino al mundo en un lugar insignificante, en una aldea perdida, entre animales y visitado primeramente por pastores y paganos. Al principio, el establo; al final, el calvario. Así ve Francisco el camino de la redención, un camino de pobreza interior y exterior. Pero está transido de la realeza divina, que tenía el Hijo en el Padre y a la que regresó, una vez realizada la obra redentora. Es «el niño santísimo amado, nacido por nosotros en el camino y puesto en el pesebre», pero, sin embargo, «elevado sobre los reyes de la tierra» (OfP 15,7), y el Siervo de Dios, deshecho y lacerado en la cruz, es sin embargo el Redentor divino, que «reina desde el madero» (OfP 7,9). Esta expresión, procedente del salterio romano y de la liturgia (a ligno), se halla en las vísperas del Viernes Santo y de Pascua, que para Francisco eran idénticas. En ellas recita estos versículos, con los que da razón de por qué deben alabar a Dios:

«Porque el santísimo Padre de los cielos, nuestro Rey antes de los siglos, envió de lo alto a su amado Hijo y realizó la salvación en medio de la tierra» (OfP 7,3; cf. Sal 73,12).

Estos versos no sólo celebran las fiestas de Navidad como el comienzo de nuestra redención, sino que apuntan sencillamente al núcleo de toda la historia de la salvación. Antes del pecado toda la creación estaba totalmente subordinada a la realeza del Dios eterno; el hombre obedecía el mandamiento divino, en cuanto que respetaba «el árbol que estaba en medio del paraíso» (Gn 2,9). Por el pecado perdió su centro. Dios ha restablecido el antiguo orden, mandando a su Hijo, que obró la salud «in medio terrae», "en medio de la tierra". Lo mismo que del árbol de la ciencia (cf. Adm 2: de ligno scientiae) vino la perdición a todos los hombres, de igual forma se propaga desde el árbol de la cruz la salud a toda la creación. Cuando Francisco coloca a todo el cosmos en el gozo pascual esto no es más que el eco del sentido que tuvo la cruz para todo el cosmos, a través de la cual ha obrado Dios la salvación «en medio de la tierra».

La visión franciscana de la redención es pues universal. Incluso el mundo está redimido para Francisco, pero sobre todo el hombre, que ha caído por su propia culpa. Dios le ha mostrado, por medio de Jesucristo, el camino de la salvación. El seguirlo depende enteramente de su voluntad, porque es libre. Por eso Francisco llama sin descanso a todos los hombres a la penitencia, para que no se olviden de Dios en los cuidados diarios de la vida y en sus alegrías, pues Él les hizo también el mayor ofrecimiento: estar con Él por toda la eternidad.

A. Durero: La adoración de la Trinidad

III. INCORPORACIÓN EN LA TRADICIÓN

Para comprender mejor el concepto de redención en Francisco haremos una breve comparación con algunas citas bíblicas y dogmáticas que hablan sobre la «redención». Al núcleo de la revelación pertenece que Dios se ha dirigido al hombre y le ha ayudado, y que éste, a su vez, no puede resolver por sus propias fuerzas las últimas cuestiones y necesidades, como tampoco se puede redimir a sí mismo. Pero que si se dirige a Dios y le grita «Señor, apiádate de mí», entonces le escuchará y le salvará.

a) La Redención en el AT

Dios se preocupa por la suerte tanto de cada individuo en particular como por la salvación de su pueblo, esta es la fe de Israel. De acuerdo con el testimonio de la primera alianza, Jahwé eligió a su pueblo y lo salvó de muchas situaciones angustiosas de las que no podía liberarse por solas sus fuerzas (cf., por ejemplo, Jue 3,9 y ss.; 1 Sam 11). La hazaña más sobresaliente de Jahwé fue la liberación de los egipcios, de cuya servidumbre sacó a su pueblo «con brazo alzado y mano fuerte» (Ex 13,16). Algunos salmos nos recuerdan y celebran esta salvación mediante la cual Israel fue llamado a la libertad, pero también se sintió conducido a la unidad de un pueblo. Posteriormente, la vuelta del exilio será comprendida y alabada de una forma análoga, como una nueva acción salvadora (por ejemplo Is 43,1; 44,21 y ss.).

Tal como lo muestran algunos salmos (por ejemplo, Sal 34), el individuo de Israel confía y ruega ser salvado de los peligros y liberado de la muerte. Junto a estas amenazas externas existen también otros peligros internos: el pecado, la ira, el odio, pero también la abundancia y el orgullo disminuyen o amenazan la vida (cf. Gén 6,5; 8,21; Jer 13,23; 17,9). El hombre no puede liberarse tampoco por sus solas fuerzas de los daños producidos por el pecado y las injusticias. Por ello está destinado al perdón y reconciliación a través de Dios (por ejemplo, Sal 39; 51; 130).

Para Israel como pueblo la redención de la esclavitud de Egipto está en un primer plano. Pero incluso el individuo se siente protegido por Jahwé, puesto a prueba y salvado por él. Pero por encima de esto se alza también, sobre todo en los profetas, la confianza y la esperanza de que Jahwé redimirá a los pobres, lo cual significa que les hará justicia (Is 9,2-7). Una paz universal entre los pueblos, incluso una reconciliación entre el lobo y el cordero, la serpiente y el niño, se muestran como utopías posibles (Is 2,2-5; 11,6-9; 65,17-25).

Esta idea de salvación del AT, que anunciamos aquí, es tan universal, tan actual en la catequesis y en la liturgia, que también podemos presuponerla en Francisco. Los sucesos relatados por los biógrafos como la predicación de las aves, el rescate de los corderos, el encuentro con el sultán, la reconciliación entre el obispo y el Podestà en Asís, la predicación por la paz en Arezzo, el amansamiento del lobo de Gubbio y otros «signos proféticos» dirigen nuestra atención, sobre todo el último, a la redención universal y global de nuestro mundo en su totalidad. Pero en los escritos de Francisco apenas si se hace una alusión a ellos,[26] aparentemente todo está concentrado en Jesucristo redentor, como claramente lo señala un pasaje del salmo de nona, en donde Francisco añade: «que nos ha redimido con su propia y preciosa sangre».

b) La Redención en el NT

Mientras que el concepto de «rescate» en el AT (goel) está tomado del derecho familiar, en donde designa el rescate de la posesión familiar o de la vida, el nombre para señalar al salvador en el Nuevo Testamento es el de «redentor» (soter). Mientras que en los evangelios la redención está ligada al reino de Dios anunciado por Jesús, con cuyas obras prueba que ya ha comenzado, Pablo asocia la «redención» a la cruz y a la resurrección de Cristo. Para él son el resumen del evangelio (1 Cor 15,1-5), según el cual Jesús murió por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación (Rom 4,25). En la Carta a los Romanos Pablo desarrolla una concepción genial de la redención, que está unida al destino de Cristo.

La idea de redención en Juan brota respectivamente de una doble decisión. El mundo yace en la infelicidad (1 Jn 5,19), todo él está lleno de tinieblas, muerte, odio y pecado. A pesar de ello, Dios amó al mundo y le envió a su Hijo, para salvarlo (Jn 3,16 y ss.). Todos los hombres están llamados a tomar una decisión respecto al Dios que se les revela y a lo revelado. De esta urgencia procede la escatología presente: el que no cree ya está condenado, el que cree se salvará (cf. Jn 3,18). Padre e Hijo vendrán y morarán en aquel que se deja llevar por su amor (Jn 14,23). Los dones de la salvación están indisolublemente vinculados a Jesús: él es la luz del mundo (Jn 8,12), la puerta (Jn 10,7.9), la resurrección y la vida (Jn 14,6). Las otras gracias son: la paz (Jn 14,27; 16,33), la reconciliación (1 Jn 2,2), la alegría (Jn 15,11). Cristo nos envía al Paráclito, que introducirá a los discípulos en toda la verdad (Jn 16,23) y les capacitará para dar testimonio de ella (Jn 14,26; 15,26 y ss.).

Si los sinópticos ponen el acento en la predicación de Jesús del reino de Dios, Juan lo coloca en la vida y salvación que nos ofrece Jesús con su persona («yo soy el camino, la verdad y la vida»), que es válido tanto para el presente como para el futuro. La idea común a todo el NT es que la salvación viene de Dios. «Un camino de salvación, que lleve a la redención propia, y que andaría el hombre por su propio esfuerzo se opone a la redención, que nos viene por la gracia redentora de un salvador divino. A ella se refiere el sentido original del concepto latino de redemptio, que continúa vivo en las lenguas romances y en el inglés, y que designa a la redención como rescate, la cual implícitamente comporta la idea de un comprador».[27] Este comprador es el Padre que nos rescató con el precio de su propio Hijo.

La concentración total en Cristo, que hallamos en Francisco, es por lo tanto paulina y joánica, aunque podríamos concluir también que dicha concepción de la redención, resumida toda ella en la doctrina, vida y muerte de Jesús, se la inspiró más la liturgia que la Sagrada Escritura. Ello se debió al convencimiento general de entonces, de que Dios había realizado la redención del hombre y del mundo a través de Jesucristo. Este era el mensaje central del NT, que se anunciaba y se celebraba.

c) Dogmáticamente

Primeramente hay que decir que el otro concepto sinónimo de «redención» es el de «salvación». A partir del NT todos los teólogos están de acuerdo en decir que la salvación se realizó en y por Jesucristo. La salvación abarca todo el campo de la soteriología cristiana, cuya diferencia específica correspondería a redención. Según Martin Seil no hay una clara distinción conceptual entre «reconciliación» y «redención». Esta última constituye solamente una de las representaciones, mediante la cual el cristianismo expresó y elaboró más inmediatamente lo que era y significaba la salvación. La imagen dominante es la de «rescate» y «liberación». Otros conceptos como los de «reconciliación» y «justificación» estuvieron también operativos, pero fueron sustituidos o interpretados en la alta Edad Media por la idea de salvación como «satisfacción vicaria».

La salvación como redención determinó la soteriología de la patrología antigua. La salvación como satisfacción la de la escolástica medieval. La salvación como justificación la de la Reforma.[28] Ninguno de estos conceptos es de sí más adecuado que los otros para expresar la idea cristiana de salvación. La soteriología nunca se circunscribió dogmáticamente a un solo concepto. Esto deja abierto el camino para una gran discusión si tenemos en cuenta que en la historia han habido tres corrientes distintas. G. Greshake las caracteriza de acuerdo a tres tipos sucesivos: «I. Redención como una paideia de Cristo en el marco del antiguo pensamiento cósmico griego; II. Redención como santificación interior del individuo bajo la condición de una restauración adecuada del ordo entre Dios y el hombre; III. Redención como el momento interior de la historia de la subjetividad contemporánea».[29]

A nosotros nos interesa sobre todo la segunda acepción de la Edad Media como teoría de la satisfactio vicaria. Ésta fue elaborada por Anselmo de Canterbury (1033-1109) y experimentó en los siglos siguientes, correspondientes a la hegemonía política de la iglesia, un gran éxito que duró hasta nuestros días. Lo que yace en el fondo de la doctrina de la satisfacción es la idea de ordo. La redención es el restablecimiento de un ordo (= orden) roto por el pecado. Ésta consistía en que «Cristo nos quitó el castigo que llevaba aparejado el pecado, como quebranto del derecho, ofreciéndose por nosotros al Padre como víctima expiatoria, restableciendo de este modo la relación rota entre el hombre y Dios. Todo el énfasis está en la muerte expiatoria de Jesús y en la entrega y obediencia que hizo toda su vida por nosotros al Padre».[30]

La redención era entendida por lo tanto en un sentido moral y jurídico: la redención se da por el cumplimiento de las condiciones exigidas para rescatar a los presos (de acuerdo a este modelo fundó en 1198 san Juan Bautista de la Concepción la Orden de los Trinitarios), liberar a los rehenes o devolver los bienes robados. El rescate sucede cuando alguien paga un precio. Como ningún hombre puede pagar por este delito entonces el Padre acepta como precio y víctima a su Hijo, quien libremente se ofrece a morir por la redención del mundo.

La imagen del rescate está bien fundada en el NT: «Jesús entregó su vida como precio de muchos» (Mc 10,45). En Romanos 3,24 se habla del «rescate en Cristo Jesús». La realidad que quiere describir esta imagen aparece claramente expresada en Ef 1,7: «En Cristo tenemos nosotros la redención (= el rescate) mediante su sangre, el perdón de los pecados». A menudo se nos pone el precio en el centro de nuestra atención: «habéis sido rescatados por un precio muy alto» (1 Cor 6,20).

Mientras que Ireneo († ca. 190), obispo de Lyon, en la segunda mitad del siglo segundo, todavía coloca la encarnación de Cristo como el centro de todo, para Anselmo la muerte de Cristo es lo más importante. Las relaciones feudales de la Edad Media hicieron receptivo al benedictino hacia el motivo de la justificación que también se recuerda en los escritos de la Sagrada Escritura. Jesús paga con su sangre el precio que exige la justificación como satisfacción por nuestros pecados.[31] Como ningún hombre podía hacer más por Dios de lo que está obligado, la satisfacción adecuada solamente podía venir de un Dios-hombre. La satisfacción, pues, dice Anselmo en su famosa obra Cur Deus homo?, no puede tener lugar «si no hay alguien, superior a cuanto existe fuera de Dios, que pueda entregarse a Dios por el pecado de los hombres. (…) Será necesario también que aquello que podamos ofrecer a Dios como propio sobrepuje a todo lo que está por debajo de él y sea al mismo tiempo superior a todo lo que no sea Dios. (…) Como nada hay superior a lo que no es Dios fuera de Dios (…), sólo Dios podía llevar a cabo esta satisfacción (…). Además de esto, nadie fuera del hombre podrá llevar a cabo esta satisfacción, pues de otro modo no sería el hombre quien diera satisfacción» (CDH II,6).[32] Luego tuvo que ser Dios quien se hiciera hombre, para como Dios-hombre llevar a cabo la satisfacción por los hombres y de este modo redimirlos. En la medida que Cristo ofreció su vida libremente dio más de lo que debía. Anselmo contempla también, igual que lo hace Ireneo, la muerte de Cristo como un acto libre de una obediencia suma (CDH II,18). «Esta muerte es en sí un restablecimiento del orden divino sobre una dimensión humana. Por la desobediencia del pecado fue destruido el orden divino sobre una dimensión humana. Su restablecimiento exigirá también, de acuerdo con la naturaleza del pecado, de una obediencia libre».[33] Esta entrega obediente y voluntaria es, precisamente, la que reseña Francisco en su oficio de pasión y en su carta a los fieles (2CtaF 10-14).

Una crítica suave a la teoría de Anselmo de la redención restringida mediante la satisfacción la lleva a cabo ya Tomás de Aquino († 1274). En él la redención tiene varios significados: indica que Cristo mereció la redención por nosotros, que el sufrimiento y la muerte fueron la satisfacción, que nos redimió mediante su muerte en la cruz, porque la víctima era él. Incluso la idea neotestamentaria del rescate encuentra en Tomás una revalidación. También vuelve a la teoría de la iglesia primitiva de que la redención se realiza en los cristianos en la medida que toman contacto con Cristo por los sacramentos y la liturgia. Este énfasis en la actualización de la redención por los sacramentos se ha mantenido también en Francisco. Él estaba convencido de que en este mundo corporalmente (corporaliter) «nada tenemos y vemos» del Altísimo, «sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, a través de las cuales fuimos creados y fuimos redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). Y se lamenta de que sean tan pocos los que reciban a Cristo y quieran ser salvados (cf. 2CtaF 15; 1CtaF 2,2).

CONCLUSIÓN

Francisco no elabora un concepto de «redención», sino que se dirige directamente al «creador, al redentor, al salvador». Siguiendo la tradición de la iglesia cree que Jesucristo nos ha redimido de nuestros pecados y de la muerte eterna mediante sus sufrimientos y su muerte. Él participa de la fe común tal cual se expresa en el credo: «crucifixus pro nobis», "por nuestra causa fue crucificado". El «pro nobis/vobis» pertenecen a la soteriología genuinamente cristiana y tuvieron una fuerte expansión en la predicación apostólica. El mensaje de Jesús en la última cena, cuando entregó el cáliz a sus discípulos con estas palabras: «Bebed todos de él; esta es mi sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28), después de la Pascua se transformó en la expresión «para nosotros». «Para» (hyper) se convierte en la palabra clave para todo lo que acontece por Cristo y en Cristo. También se la encuentra repetidas veces en los escritos de Francisco. Que el Hijo de Dios, «se nos haya dado y haya nacido por nosotros en el camino como hijo querido» (OfP 15,7), que «como buen pastor haya sufrido el martirio de la cruz por sus ovejas» (Adm 6,1), «que haya orado al Padre por nosotros» (1 R 22,41) y «que se haya ofrecido por nuestros pecados en el altar de la cruz» (2CtaF 11-12) le movió al agradecimiento y a la alabanza.

Ciertamente que para rechazar la teoría de los cátaros, según la cual Cristo solamente tuvo un cuerpo aparente y nunca sufrió realmente, acentúa Francisco la real encarnación de Dios y el sufrimiento sangriento de Cristo. Sobre la línea de la liturgia reconoce él que nosotros «fuimos redimidos por la preciosa sangre de Cristo». Quiere que los cristianos se apropien de la gracia de la redención mediante la activa participación en la vida sacramental de la iglesia y que estén por ello agradecidos. La alegría por la Navidad y Pascua debe extenderse a las bestias y las plantas, incluso a todos el cosmos, porque participan también de la redención. Redimido por la santa Cruz, el mundo se ha convertido en el lugar de lo divino, incluso aunque en él continúe dándose la batalla entre el bien y el mal. El hombre y la mujer deben decidirse en este tiempo cósmico a aceptar el don de la redención y vivir conforme a él.

En el desarrollo de la doctrina de la redención (soteriología) hubo y hay énfasis diversos, según que acentuemos más el principio o el final de la vida terrena de Jesús. De acuerdo con esto podemos distinguir tres líneas:

1. La primera línea se da en la soteriología de la iglesia ortodoxa oriental. Según ésta, la acción salvadora es una divinización (theiosis) del hombre, hecha posible por Cristo y dependiente de él. Fundamentalmente se ha realizado ya con la encarnación de Dios. Incluso la unión personal entre Dios y el hombre en Jesús fue ya una redención. El que el hombre y el mundo fueran asumidos por Dios constituye ya una salvación. La vida, la cruz y la resurrección son solamente, por decirlo así, acontecimientos de la realización «del nuevo ser en Jesús como en Cristo» (P. Tillich). En la medida que el hombre, que sufre por su finitud y por la injusticia del mundo, es liberado de su finitud y es conducido hacia el conocimiento directo y contemplación de Dios, ya está redimido. Cristo ha restablecido mediante su encarnación la comunión con Dios; gracias al Espíritu (pneuma) que le ha otorgado a la humanidad la redención se ha hecho también posible y se ha convertido en su meta.

Si leemos el salmo de Navidad de san Francisco y contemplamos su celebración íntima en el pesebre de Greccio deberemos admitir que esta línea resaltaba fuertemente en él y nos conduce continuamente hasta la redención del Viernes Santo.[34] La cruz es el remate de la historia de la redención y su meta propia. Para rechazar la idea cátara, resalta que Cristo «ha tomado realmente la carne de nuestra humanidad y de nuestra fragilidad» del seno de María (2CtaF 4), y dirige su atención hacia la pasión, en donde ve cumplida la voluntad del Padre en la muerte expiatoria de Jesús, quien quiso «entregarnos a su Hijo bendito, que nació por nosotros y que mediante su propia sangre debió inmolarse como víctima y ofrenda en el altar de la cruz (…) por nuestros pecados» (2CtaF 11-12). Para Francisco el centro de la redención lo constituye el hecho que Cristo, respondiendo a la voluntad del Padre, «haya puesto su voluntad a disposición de la voluntad del Padre» (2CtaF 10).

2. Debemos, pues, situar a Francisco en la segunda línea dominante en la Edad Media, según la cual no es la encarnación sino la cruz y la resurrección lo que constituye la salvación. Por ello se presupone siempre una dependencia entre la muerte y el pecado, que hace posible o necesaria que la salvación ocurra mediante la muerte en la cruz y la resurrección. Igual que en Anselmo de Canterbury, también en Francisco Jesús, Dios hecho hombre, no debía aceptar la muerte; pero lo hizo libremente por nosotros en obediencia y como satisfacción ante Dios.

Todavía hoy cuando leemos la oración eucarística vislumbramos el dominio de esta segunda línea. Por eso tanto en el segundo como en el tercer canon se habla tan poco de la encarnación de Dios como del trabajo de Jesús en Nazaret, de su predicación y de su salvación. La vida pública de Jesús y los milagros no parecen tener un papel redentor, sino sólo su muerte, su resurrección, su ascensión al cielo y su parusía.

3. En este lugar encontramos hoy una tercera línea soteriológica, que acentúa el carácter salvador de la predicación y de la conducta de Jesús, su anuncio del reino de Dios y de su obra. La soteriología no estará tan basada en la cristología, como sucedía en los Padres a través de la unidad personal de Jesús con el Padre, sino en la antropología, en el sentido de que Jesús es el «abogado oficial» de Dios en el mundo y lo ha sido para el hombre (H. Küng). El desenlace de la vida de Jesús equivale a una confirmación última de su mandato, la resurrección al aval dado por Dios a la predicación y obra de Jesús. «La salvación es el único movimiento reformador que trajo Jesús al mundo, y en el que participamos a través de él».[35] Esta tercera línea de comprensión cristiana de la redención permite atribuirse al hombre una fuerte responsabilidad en nuestro mundo y en nuestro futuro.

F. Ribalta: Abrazo de San Francisco al Crucificado

N O T A S

[1] Dizionario Francescano: Spiritualità, 2.ª edición revisada y ampliada, dirigida por E. Caroli, Padua 1995.

[2] Cf. L. Lehmann, Tiefe und Weite. Der universale Grundzug in den Gebeten des Franziskus von Assisi, Werl 1984, 155-188; del mismo, «Gratias agimus tibi. Structure and content of chapter 23 in the Regula non bullata», in Laurentianum 23 (1982) 312-375.

[3] G. Tonini, Concordantiae Bibliorum Sacrorum Vulgatae Editionis, Prati 1861: Redemptor: Sal 18,14; 77,35; Redemptio: Sal 18,8; 110,8; 129,7; Redimo: Sal 7,2; 25,11; 30,5; 33,22; 43,25; 48,7.15; 54,18; 70,23; 71,14; 73,2; 76,14; 77,42; 102,4; 105,11; 106,2.

[4] Cf. L. Lehmann, «Das schriftliche Mahnwort des hl. Franziskus an alle Kleriker», en Wissenschaft und Weisheit 52 (1989) 147-178.

[5] L. Lehmann, «Francisco, hombre ecuménico», en Selecciones de Franciscanismo, vol. XXVI, núm. 78 (1997) 409-421.

[6] Cf. A. Pompei, Francesco d'Assisi: Intenzionalità teologico-pastorale delle Fonti Francescane, Roma 1994, 250-253.

[7] Cf. L. Lehmann, Tiefe und Weite. Der universale Grundzug in den Gebeten des Franziskus von Assisi, Werl 1984, 249-262; del mismo, Franziskus, Meister des Gebets, Werl 1989,190-198; [Trad.: «Tú, Tú y siempre Tú. Tú en todas las variaciones. Las Alabanzas de Dios altísimo», en Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIII, núm. 67 (1994) 122-138; también en Francisco, Maestro de oración (Col. Hno. Francisco, 36), Oñati 1998, 193 y ss.].

[8] 94 veces nombra Francisco en sus escritos al Dios Padre, 26 nombra a Jesús: es el Jesús que se dirige al Padre (sobre todo en los salmos) o que habla de su Padre. Cf. Th. Matura, Francisco de Asís, otro Francisco. El mensaje de sus escritos, (Col. Hno. Francisco, 31), Oñati, Ed. Aránzazu, 1996, 65: «Francisco contempla la paternidad de Dios en su fuente misma, en la actitud del Hijo ante su Padre. Descubre esta actitud en la plegaria del Hijo: Jn 17 y Mt 26,36-46».

[9] Por eso prefiero hablar de «ampliación» en vez de «explicación del Padre Nuestro». Por desgracia, alguien ha tomado simplemente el título expositio de las exposiciones precedentes «Exposiciones del Padre Nuestro». En una nueva y breve recopilación de las oraciones de Francisco (Werl 1997) titulo el párrafo de Francisco: «Meditation zum Vaterunser» (32). Cf. también L. Lehmann, Wenn Leben Beten wird, Werl 1998.

[10] K. Esser, «Die dem hl. Franziskus von Assisi zugeschriebene Expositio in Pater noster», en Collectanea Franciscana 40 (1970) 241-271; también en Studien zu den Opuscula des hl. Franziskus, Roma 1973, 225-257.

[11] M. Sticco, Le preghiere di san Francesco, Assisi 1967, 45: «Francisco (...) en su cristocentrismo trinitario une al Padre creador, al Hijo redentor y salvator y al Espíritu consolator nuestro».

[12] Cf. K. Esser, «Homo alterius saeculi. Endzeitliche Heilswirklichkeit im Leben des hl. Franziskus», in Wissenschaft und Weisheit 20 (1957) 180-197.

[13] Cf. L. Lehmann, Tiefe und Weite. Der universale Grundzug in den Gebeten des Franziskus von Assisi, Werl 1984, 149-174.

[14] Citado en alemán en Christ in der Gegenwart 50 (1998) Nr. 2, 14.

[15] K. Esser - E. Grau, Antwort der Liebe. Der Weg des franziskanischen Menschen zu Gott, Werl 1958; este grueso volumen de 350 páginas ha sido traducido con razón a varios idiomas y constituye un clásico. En castellano: Respuesta al amor. El camino franciscano hacia Dios, Cefepal, Santiago de Chile 1981.

[16] Cf. L. Lehmann, «Llegar a Dios con firme voluntad, pero con sólo la gracia», en Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, núm. 70 (1995) 24-39.

[17] Cf. J. Leclercq, Wissenschaft und Gottverlangen. Zur Mönchstheologie des Mittelalters, Düsseldorf 1963; C. Surian, Elementi per una teologia del desiderio e la spiritualità di san Francesco, Roma 1973; J. G. Bougerol, «Desiderio», en Dizionario Francescano: Spiritualità, 2.ª edición revisada y ampliada, dirigida por E. Caroli, Padua 1995, col. 391-398.

[18] Lo dice muy bien Th. Matura: «Francisco no ignora el riesgo a que está expuesta la libertad humana y, con la misma seriedad que Jesús en el Evangelio, él la enfrenta con su responsabilidad».

[19] A. Vicinelli, Gli Scritti di san Francesco d'Assisi e «i Fioretti», Verona 1955, dice ya de 1 R 23: «Parece uno de los himnos que debían ir cantando por el mundo aquellos a los que el Fundador llamaba sus juglares de Dios» (88). Cf. D. Flood, The Birth of a Movement, Chicago 1975, 49-50.

[20] Cf. L. Iriarte, Temi di vita francescana, Roma 1987, 115-124; L. Lehmann, «Exsultatio et Exhortatio de Poenitentia. Zu Form und Inhalt der Epistola ad Fideles I», en Laurentianum 29 (1988) 564-608.

[21] Cf. O. van Asseldonk, «Las Cartas de san Pedro en los Escritos de san Francisco», en Selecciones de Franciscanismo, vol. IX, núm. 25-26 (1980) 111-120.

[22] Cf. L. Lehmann, Tiefe und Weite. Der universale Grundzug in den Gebeten des Franziskus von Assisi, Werl 1984, 145; para la imagen de Cristo cf. también Th. Matura, Francisco de Asís, otro Francisco. El mensaje de sus escritos, (Col. Hno. Francisco, 31), Oñati, Ed. Aránzazu, 1996, 69-86: «El Verbo del Padre, tan digno, santo y glorioso». No puedo seguir a K. Esser, Die Opuscula, 327, cuando traduce el «por nosotros» de Francisco, refiriéndose a la vida y muerte de Jesús, en vez de «pro bonis» «pro vobis», pues entonces Francisco le daría un carácter soteriológico al Sal 108; la razón para ello en Tiefe und Weite, 133, y en L. Gallant, «Dominus regnavit a ligno». L'«Officium Passionis» de saint Francois d'Assise, París 1978, 158, 208, 356.

[23] R. Manselli, Para mejor conocer a Francisco de Asís (Col. Hermano Francisco 33), Ed. Aránzazu, Oñati 1997: San Francisco y la herejía, pp. 249-270. Id., Francesco e i suoi compagni, Roma 1995, 235-255, 254.

[24] Para las pruebas y una comparación más exacta, cf. L. Lehmann, Tiefe und Weite. Der universale Grundzug in den Gebeten des Franziskus von Assisi, Werl 1984, 51-58.

[25] R. Wolff, Der heilige Franziskus in Schriften und Bildern des 13. Jahrhunderts, Berlín 1996, 70; la autora rechaza (pp. 61-70) la caracterización de la obra como de «sacramental» (K. Esser - E. Grau), por considerarla poco exacta; para ella es «un relato de alegoría espiritual, que recoge los elementos de poesía profana de los minnesänger» (69).

[26] Por eso exagera H. Feld, Franziskus von Assisi und seine Bewegung, Darmstadt 1994, cuando pretende deducir de la conducta de Francisco con las fieras y de sus estigmas, que él no sólo creyó en la redención del mundo mediante Cristo, sino que se consideró a sí mismo como redentor (cf. 259), como profeta de una redención universal, que incluía a los ángeles y a los animales. «Como lugar de la redención del mundo en un sentido franciscano universal genuino pone al monte Alverna, el monte más sagrado del mundo, más sagrado que el Sinaí, Sión o Gólgota» (277).

[27] G. Lanczkowski, «Heil und Erlösung», en Theolo. Realinzyklopádie (=TRE) 14, Berlín 1985, 606.

[28] M. Seils, «Heils un Erlösung»: IV. Dogmatisch, en TRE 14, 622-637, aquí 623.

[29] G. Greshake, «Der Wandel der erlösungsvorstellungen in der Theologie-geschichte», en Erlösung und Emanzipation, editado por L. Scheffezyk (Quaestiones Disputatae, 61), Freiburg 1973, 69-101.

[30] G. Greshake, «Der Wandel...», 85.

[31] Cf. B. A. Willems, Erlösung in Kirche und Welt (Qaestiones Disputatae, 35), Freiburg 1968, 49.

[32] Anselm von Canterbury, Cur Deus homo - Warum Gott Mensch geworden, leteinisch-deutsch, cuidada y traducida por Franciscus Salesius Schmitt OSB, München 1956.

[33] B. A., Willems, Erlösung..., 52.

[34] Cf. L. Lehmann, «El Salmo Navideño de san Francisco (OfP 15)», en Selecciones de Franciscanismo, vol. XX, núm. 59 (1991) 251-263.

[35] M. Seils, «Heil und Erlösung», 627.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXVIII, núm. 83 (1999) 199-228]

 


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