![]() |
DIRECTORIO FRANCISCANOESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
|
![]() |
|
[Texto original: Les Admonitions, clé et porte des Écrits de François, en Évangile Aujourd'hui n. 183 (1999) 3-8]
¿Cómo es posible que las Admoniciones, rara colección de «máximas o palabras memorables», hayan hallado un favor particular? Limitándonos al mundo francófono, ya el P. Piat en su Francisco de Asís (1968) les dedicó numerosas páginas, utilizando una tesis doctoral de fr. Jérôme Poulenc sobre las Admoniciones, que desgraciadamente no ha sido publicada. Théophile Desbonnets y Damien Vorreux han contribuido a su conocimiento con sus introducciones y comentarios. Pierre Brunette las ha hecho objeto de su tesis doctoral presentada en Roma, y esta vez bien publicada (Essai d'analyse symbolique des Admonitions, 1989). Si se recogiesen todos los artículos aparecidos acá y allá, comentando una u otra de las Admoniciones, uno se sorprendería del interés, por no decir fascinación, suscitado por este conjunto heteróclito. UNA PRIMERA MIRADA Este nombre genérico «Admoniciones», sobre el que habremos de volver, reúne de hecho 28 composiciones distintas aunque no sea más que por su extensión: entre 38 y 3 líneas, la media es de 5 líneas. A menos que se les quiera imponer desde fuera una sucesión o unos lazos de unión, hay que reconocer que su reagrupamiento no se apoya sobre ninguna lógica evidente; cada pieza existe por sí misma, sin relación de contenido con la precedente o la siguiente. Mientras la mayor parte de los escritos de Francisco se expresan en primera persona («yo» o «nosotros»), las Admoniciones, salvo tres excepciones (1; 5; 6), usan un lenguaje impersonal («él», «ellos»), ciertamente no abstracto, pero sí genérico. Nunca se escucha la voz directa de Francisco. Los tres textos más extensos (Adm 1; 3; 5), así como la Adm 27, desentonan de este conjunto. La Admonición primera es uno de los textos teológicos más estructurados de Francisco, una especie de «breve tratado de conocimiento espiritual». Partiendo de la humanidad histórica de Jesús y de su ser sacramental, simbólico, describe el camino que, por el Espíritu, va desde lo visible carnal y material, hasta la profundidad del Padre. La Adm 3 es un caso de conciencia abordado de una forma casi casuística; la Adm 5, contrastante y paradójica, indica dónde se encuentra la verdadera pobreza del hombre. Por último, la Adm 27, no sin cierta relación y parecido con el Saludo a las Virtudes, tiene la hechura de un poema. Todas las demás tienen poco más o menos la misma longitud -más exactamente, la misma «brevedad»- y la misma estructura literaria. La mayoría de ellas se asemejan a lo que los exegetas del Nuevo Testamento llaman «apotegmas» o «sentencias encuadradas». El punto álgido de la composición es el enunciado, con una expresión condensada y lapidaria, de una verdad profunda. Lo que precede o sigue es una puesta en situación, una introducción o una explicación, siempre subordinada al enunciado central. Así, «cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más» es la afirmación central de la primera parte de la Adm 19, preparada por lo que la precede. En cuanto a su construcción literaria, las Admoniciones, aparte de las cuatro mencionadas antes, forman parte de la categoría de las «máximas de sabiduría», «palabras memorables», «dichos» o «refranes». Se encuentran cercanas a los «apotegmas» o «dichos» de los Padres del desierto. Lo que sorprende más es la importancia de la Escritura. Trece admoniciones comienzan explícitamente con una palabra bíblica que ellas comentan (1-9; 13-16); la mayor parte de las restantes la citan o hacen alusión a ella. Esta mirada rápida, un poco externa, plantea la cuestión del nombre mismo de «Admoniciones» dado a este conjunto. En el lenguaje corriente actual, admonición significa «reprimenda», «advertencia severa»; en su uso jurídico o en el del derecho canónico («admonición canónica»), este término designa una «amonestación» o «reproche» (cf. Le Robert). Ahora bien, ninguno de estos textos, incluso los que denuncian ciertas conductas, es una reprimenda; a lo sumo, en algún caso, una «advertencia severa». Son más bien avisos, exhortaciones, recomendaciones que animan más que censuran. REAGRUPAMIENTO Y CONTENIDO Se ha dicho que cada una de las Admoniciones tiene sentido completo en sí misma; su reagrupamiento no parece seguir ninguna articulación lógica. Al contrario que las Cartas a los Fieles (por no hablar de las Reglas), no se presentan como una enseñanza continua, estructurada, que desarrolla o profundiza temas ligados entre ellos. Su disposición actual, la de la tradición manuscrita, parece obedecer a criterios externos. Así, como ya hemos advertido, las 16 primeras, salvo alguna excepción, comienzan con una cita escriturística. A partir de la Adm 13 hasta la 26, e incluso la 28, son las «bienaventuranzas»: la primera palabra es «beatus», feliz. Cuatro admoniciones oponen un «vae», ¡ay de…, a la bienaventuranza que precede (19-20-21-26); otras cuatro (6-11-12-13) utilizan la expresión «servus Dei», siervo de Dios, y dos de ellas un término insólito para la tradición franciscana: «praelatus», ¡prelado ¡Todo esto tiene poco que ver con un reagrupamiento de temas por afinidad Pero si se analiza de cerca el contenido de cada aviso o máxima, teniendo como criterio la cuestión del centro de interés visto como objeto central o meta de cada admonición, se ve el desarrollo de tres polos: relación con Dios, con el prójimo y consigo mismo. De esta forma, cada admonición se sitúa en una perspectiva relacional: sí mismo o el otro. Contrariamente a lo que se podría pensar, la mayor parte de las Admoniciones tienen como centro de interés la actitud o el comportamiento interior de la persona, en las situaciones en que se encuentra. Por medio de una especie de operación quirúrgica, desembridan las falsas apariencias, abren al verdadero conocimiento de sí, a la pobreza de ser, a la humildad, a la restitución de todo a Dios. Se encuentran una quincena de esta especie, comenzando por la Adm 2, y continuando 4-7, 10-15, 19, 21-23, 27, 28. La relación directa con el prójimo, la forma de reconocerlo, valorarlo, soportarlo o servirlo, así como la vida en fraternidad (obediencia), es el objeto de una decena de avisos: Adm 3, 8, 9, 17, 18, 20, 24, 25, 26. Dos solamente, no de las menores (1, 16), se refieren a la experiencia espiritual del misterio de Dios. Si se adopta esta aproximación por el contenido, que sin ser absoluto corresponde en gran parte a la realidad, se ve que el reagrupamiento actual no es temático, y no proporciona contextos para la comprensión de cada fragmento, que debe ser comprendido e interpretado por sí mismo. ORIGEN Y COMPOSICIÓN En el cuerpo de los escritos de Francisco, las Admoniciones forman un grupo aparte, netamente caracterizado. Los escritos que atañen y organizan la vida de los hermanos (Reglas, Testamento, Carta a la Orden) o de los cristianos que viven en el mundo (Carta a los Fieles), así como las cartas ocasionales (diversas cartas menores), como también las oraciones o poemas se presentan siempre bajo la forma de temas orgánicos más o menos desarrollados. Las Admoniciones, como hemos visto, son breves piezas autónomas, sin nexos directos entre ellas, de una hechura literaria particular, cercanas en todo caso a los «apotegmas» o «dichos» de los Padres del desierto. Si su forma las distingue del resto de los escritos de Francisco, por su contenido están muy próximas a los temas desarrollados en otros lugares, particularmente en muchos capítulos de la Primera Regla (por ejemplo, los capítulos 5, 6, 17, 22). Su lenguaje también, muy simple, casi elemental y no siempre claro en el vocabulario y la sintaxis, no deja de recordar algún pasaje del Testamento o de la Carta al hermano León. También se plantea la cuestión de su origen y de su composición. Evidentemente no se trata de un escrito compuesto y redactado como un conjunto. Entre quienes se han interrogado sobre su origen y su composición, predominan dos opiniones. Para unos, las Admoniciones serían en principio resúmenes orales, después escritos, de discursos o exhortaciones que Francisco habría dirigido a sus hermanos reunidos en Capítulo. Para otros, son máximas breves o palabras de sabiduría que recogen una experiencia humana y espiritual, la suya y la de sus hermanos. Después de haberlas asimilado interiormente, Francisco las expresó oralmente, como un sabio o un maestro espiritual, hacia el final de su vida. Los hermanos habrían apuntado, conservado y transmitido literalmente estas cortas frases con su densidad y también sus oscuridades. Difícilmente podemos imaginar a Francisco mismo hacer resúmenes de sus «conferencias». Debieron ser redactadas por los escribanos o secretarios; uno se sorprendería de sus torpezas o de un estilo que no recuerda en nada a un resumen que se ve claro. Todo lleva a ver en ellas una expresión condensada de la experiencia de Francisco, de su sabiduría, de la grandeza y de la pobreza del hombre. En los últimos años de su vida (1224-26), enfermo, a menudo aislado, madurado por los sufrimientos y por las visitas de Dios, él comunica a los que le rodean, en breves sentencias, lo que le habita y le hace vivir. Las Admoniciones desvelan la base de su visión antropológica. El discurso que las expresa no es de orden sistemático. Como un sabio oriental, un maestro zen, de forma a menudo paradójica, oscura, invirtiendo los valores, denuncia los ardides del yo acaparador, lleva a la desapropiación y a la restitución de todo, comprendido uno mismo, a Dios. «Cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más» (Adm 19, 2), …ni menos, se podría añadir. ORIGINALIDAD Y MENSAJE Una primera originalidad, debida a aquellos que han hecho la compilación de los dictados, más que a Francisco, se encuentra en ciertas Admoniciones que enuncian en algunas frases temas diferentes, aparentemente, sin ninguna relación entre ellos. Así la Adm 11: su último versículo se relaciona difícilmente con aquel que le precede. O también las Adm 17 y 18: cada una podría ser dividida en dos temas totalmente autónomos. La Adm 23 está compuesta de tres versículos, cada uno de los cuales forma un todo completo, sin vínculo de unión evidente con los otros. Pero lo que impresiona aún más que este reagrupamiento artificial, en definitiva sin importancia, es una especie de inversión de sentido, si no de valores, que se lee, por ejemplo, en el comentario de tres bienaventuranzas evangélicas: los pobres (Adm 14), los pacíficos (Adm 15), los limpios de corazón (Adm 16). En el primer caso se esperaría un elogio de la pobreza material a la que Francisco tenía tanto apego; ahora bien, no es de ningún modo esta la cuestión. Se escucha ahí una crítica de las obras de piedad (oraciones), de ascesis (mortificación) y la denuncia de la turbación que se adueña del hombre cuando su yo es tocado o despojado. La verdadera pobreza espiritual es la salida de sí y el amor a aquellos que no nos aman. En el evangelio, los «pacíficos» son los «hacedores», los «artesanos de la paz». Para Francisco el pacífico es aquel que, cualquier cosa que haya de sufrir, guarda «la paz de alma y cuerpo», porque se sabe amado por Dios. No se puede construir la paz alrededor de uno si no la posee primero en sí. La pureza de corazón no es para Francisco la carencia de manchas interiores; es otra mirada sobre las realidades materiales terrenas, y sobre todo la búsqueda incesante del rostro invisible y adorable del Dios vivo y verdadero. En esto, su comprensión de la bienaventuranza alcanza el sentido bíblico. Tal es igualmente el caso, al menos en profundidad, de la interpretación que da a la bienaventuranza de los pobres según Mateo. No se puede decir lo mismo de la bienaventuranza de los pacíficos, a la que propone un nuevo sentido «espiritual», como se diría en el medioevo. Es preciso advertir que, contrariamente a las múltiples prescripciones concretas y materiales de las Reglas y de otros escritos, no se hace ninguna alusión a lo que se podría llamar «lo exterior». Todo está centrado en el interior del hombre, en el valor secreto del yo invisible, de sus juicios y de sus actitudes. Son apuntadas la sed de poder y la dificultad de deshacerse de ella (Adm 4; 9); el apego a sí y el orgullo que se deriva de él (Adm 5; 7); la dificultad de devolver a Dios los bienes que le pertenecen (Adm 18); el exhibicionismo religioso (Adm 21); las relaciones humanas perturbadas: envidia, celos del bien del otro (Adm 8), cólera y turbación ante el pecado del prójimo (Adm 11), exigencias desorbitadas en su consideración (Adm 17), crítica detrás de sus espaldas, juicios despiadados a las personas de la Iglesia (Adm 26). Cada vez es indicada una puerta de salida: el comportamiento opuesto. Siempre mirando el corazón mismo del acto que se escapa a primera vista, las Admoniciones se quedan, como se ve, en el terreno concreto, bien encarnado, de la vida humana diaria. En este sentido, las Admoniciones son verdaderamente la llave y la puerta de entrada para la comprensión de los escritos de Francisco. Demasiado a menudo, en el curso de la historia y de la interpretación de la vida franciscana, se han subrayado excesivamente algunas exigencias radicales materiales, sobre todo de la pobreza, que se encuentran ciertamente en los textos de Francisco. El comentario, citado anteriormente, que hace Francisco de la bienaventuranza de la pobreza, relativiza la importancia de prácticas e interpretaciones demasiado literales sobre este punto, por no hablar más que de él. Él toca lo que está en el centro: la verdad misma del corazón del hombre, sus tinieblas ocultas y su posible luz. La oscura Adm 2 denuncia la loca pretensión humana de la autosuficiencia, de la autonomía absoluta, de la apropiación del bien que él es y que logra realizar. Ella indica, al mismo tiempo, el camino de la verdadera libertad: no sustraerse a la dependencia propia de toda criatura. «No ir contra la obediencia» abre entonces el amplio espacio de vida plena, en donde se puede comer «de todo árbol del paraíso», «entrar y salir, y encontrar buen pasto» (Jn 10,9). Las designaciones grandilocuentes dadas a las Admoniciones: «Sermón de la montaña», «Cantar de los cantares de la pobreza interior y de la fraternidad», «Cántico de la minoridad», tienen una parte de verdad. Las Admoniciones constituyen, en efecto, un parámetro que verifica la exactitud de nuestras lecturas de los textos de Francisco, indicándonos el corazón profundo. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIX, núm. 86 (2000) 221-226] |
|