DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


«MI PATER SANCTE»
DIOS COMO PADRE
EN LOS ESCRITOS DE FRANCISCO

por Tadeo Matura, OFM

 

[Texto original: «Mi Pater sancte». Dieu comme Père dans les écrits de François, en Laurentianum 23 (1982) 102-132]

SUMARIO

INTRODUCCIÓN

I. LA PALABRA «PADRE» Y SU USO

1. Frecuencia
2. Agrupaciones o constelaciones

II. LECTURA DE LOS TEXTOS MAYORES

1. Los Salmos (OfP): El Hijo ante el Padre

A) Los 7 Salmos del Triduo Santo
B) Los otros Salmos

2. Los textos de la Regla no bulada

A) El capítulo 22

a) Orar y adorar al Padre (vv. 25-30)
b) La oración sacerdotal (vv. 41-55)

B) El capítulo 23

a) La acción de gracias al Padre (vv. 1-6)
b) La llamada a los hombres (vv. 7-11)

3. La Carta a los fieles

A) El Verbo del Padre (2CtaF 3)

B) El envío del Verbo del Padre y su oración al Padre (vv. 4-14)

C) La inhabitación del Espíritu y sus consecuencias trinitarias (1CtaF 1,6-13; 2CtaF 48-56)

4. Las Alabanzas de Dios (AlD)

5. La Admonición primera

III. PERSPECTIVAS TEOLÓGICAS

1. El Padre en el misterio trinitario

2. Jesús y su Padre: La experiencia fontal de la paternidad

3. El «padrenuestro», oración del hombre

CONCLUSIÓN

J. Segrelles: Francisco ora en casa de Bernardo (Flor 2)

INTRODUCCIÓN[*]

1. El subtítulo del presente artículo indica su objetivo y sus límites. Mi investigación e interpretación se centran en la palabra y en el tema «Pater», Padre, en los escritos de Francisco. Se trata de ver el uso del término, qué sentidos se le dan y la visión o estructura teológica en que se enraíza esta palabra.

Con plena deliberación, me limito sólo a los escritos de Francisco. Prescindo de la visión y de la interpretación que de este tema nos ofrecen las biografías primitivas (Celano, Buenaventura, Escritos anónimos), así como de las reflexiones de los escritores posteriores, teólogos o espirituales. Quiero escuchar únicamente la voz de Francisco, captar, en cuanto sea posible, qué nos dice él sobre Dios como Padre. Esto presupone, evidentemente, que considero los escritos de Francisco como obra globalmente auténtica y personal suya, y que creo que en ellos se encuentra la expresión más fiel y más completa de su experiencia y de su pensamiento religiosos.

Sin duda alguna, esta aproximación comporta algunos escollos. Por una parte, el riesgo de utilizar los escritos de Francisco como un bloque errático, desgajado de su contexto histórico, cultural y religioso; por otra, la pretensión de acercarse a Francisco y a su visión espiritual sin intermediarios y sin interpretación.

Procuraré evitar estos escollos, aunque manteniendo la convicción de que los textos en que se expresa el mismo Francisco son la primera fuente de nuestro conocimiento de su personalidad espiritual.

La elección metodológica de limitarme a los escritos de Francisco, de hacer una sobria lectura exegética de los mismos seguida de una tentativa de síntesis, no impide en modo alguno, al contrario, que este trabajo pueda más tarde ser aclarado y prolongado, corregido incluso, si llega el caso, con el estudio de las fuentes biográficas y de las interpretaciones teológicas. Pero, de momento, se trata únicamente de asentar sobre una base sólida cómo piensa y se expresa Francisco.

Este estudio pretende ser independiente y personal. Reconozco mi deuda respecto a O. Schmucki; un estudio suyo, publicado hace ya bastantes años,[1] me ha orientado en el enfoque que voy a seguir; pero, por diversas razones, me he abstenido deliberadamente de presentar una bibliografía, escasa por lo demás, de los estudios relativos a este tema. Mi propósito ha sido el de actuar como exegeta, utilizando sólo los escritos de Francisco y sirviéndome de las concordancias, que facilitan su uso; es decir, leer atentamente, libremente, interpretando el texto por sí mismo, según sus estructuras internas, sobre el trasfondo escriturístico y litúrgico, que es el suyo propio.

2. He aquí el plan que pienso seguir. En la primera parte estudiaré la palabra «Pater», su frecuencia, sus diversos usos, las agrupaciones o constelaciones en que se inserta. Será una aproximación estadística y lexicográfica, condición previa imprescindible para un estudio objetivo.

En la segunda parte haré una lectura comentada de cinco textos mayores en los que Francisco propone con cierta amplitud el misterio de Dios como Padre. En la tercera parte procuraré esbozar, a partir de los análisis precedentes, una visión de conjunto de las perspectivas teológicas subyacentes; esta será la parte en que la interpretación ocupará mayor espacio.

I. LA PALABRA «PADRE» Y SU USO

1. Frecuencia

La Concordancia de J.-F. Godet[2] indica 104 usos de la palabra Padre en los escritos de Francisco según la edición crítica de K. Esser, sin contar las 8 veces en que aparece la expresión «Padre nuestro». Si se restan los 12 usos de los Fragmenta alterius regulae non bullatae, que son repeticiones, tenemos que la palabra Padre se emplea 92 veces. Este conjunto se aplica, a excepción de los tres pasajes en los que se trata del padre terrenal (1 R 1,4 y 5; 12,34), únicamente a Dios (por tanto, 89 veces). En esta cifra global de 92 usos hay 36 citas del Nuevo Testamento y 1 del Antiguo.

Es interesante comparar esta frecuencia con la de algunos otros substantivos que también se refieren a Dios. Así, la palabra Señor, que designa unas veces a Dios y otras a Jesucristo, es empleada 410 veces; la palabra Dios, 258; sigue inmediatamente, en tercer lugar, el vocablo Padre, 104 veces; a continuación, la palabra Espíritu, 95 veces, con dos sentidos diferentes: el Espíritu Santo y espíritu en general; Hijo se lee 89 veces, de ellas, aproximadamente 70 tienen el sentido de Hijo de Dios; Cristo, 83 veces; Jesús, 81 veces. En conjunto, pues, la palabra Padre ocupa el primer lugar después de las dos palabras genéricas Señor y Dios; este simple dato ya pone de relieve la importancia que tiene en el espíritu de Francisco.

Y si consideramos cómo está repartido el uso de la palabra Padre en los diversos escritos, vemos que el que más la emplea es la Regla no bulada (1 R), 25 veces, seguida de la Carta a los fieles (2CtaF), 21 veces, del Oficio de la Pasión (OfP), 16 veces, y de las Admoniciones (Adm), 8 veces; los restantes usos están repartidos en otros escritos. Una mera aproximación estadística indica ya de por sí dónde se concentra el uso del vocablo y, por tanto, el discurso sobre el Padre.

2. Agrupaciones o constelaciones

La palabra Padre raramente aparece sola; habitualmente aparece en un contexto trinitario (Padre-Hijo-Espíritu) o acompañada de diversos calificativos que se repiten con cierta insistencia.

El uso trinitario descansa en su mayor parte en fórmulas litúrgicas: Gloria al Padre y al Hijo..., 7 veces; En el nombre del Padre y del Hijo..., 4 veces; fórmula de bendición trinitaria, 3 veces; fórmula del Confiteor de la Misa, 1 vez. Además de estos textos litúrgicos, Francisco recurre 11 veces, de manera personal, a la mención explícita del Padre, Hijo y Espíritu.

Ordinariamente, el substantivo Padre, sobre todo fuera de las fórmulas litúrgicas o trinitarias, está calificado con numerosos y variados epítetos.

Así, la palabra Padre se asocia 10 veces a la palabra Rey: Rey del cielo y de la tierra, 4 veces; altísimo sumo Rey, 2 veces; Rey mío y Dios mío, 2 veces (cita del Salmo 43,5); Rey nuestro, 2 veces (cita del Salmo 73,12). En 10 ocasiones (8 de ellas en los salmos del OfP), el Padre es llamado santísimo, palabra ésta que Francisco por otra parte emplea abundantemente (36 veces), y que aplica, con más frecuencia aún que al Padre, al cuerpo y a la sangre de Cristo (16 veces).

La expresión joánica Padre santo (Jn 17,11) parece ser igualmente muy apreciada por Francisco, pues también ella aparece 10 veces en sus escritos (5 de ellas en los salmos del OfP), y eso en ciertos puntos culminantes, como veremos más adelante. Nótese, finalmente, el hapax mi Pater sancte, santo Padre mío (OfP 1,5), que repite, cambiándola, la oración de Jesús en Getsemaní según la versión del evangelio de Mateo (Pater mi: Mt 26,39 y 42) y asocia a ella la palabra «sancte» de la oración solemne de Jn 17,11.

La evocación del Padre nuestro, la oración del Señor, aparece 3 veces (1 R 22,28; 2CtaF 21; ParPN 1), y siempre en un contexto solemne; sin contar, como ya he indicado antes, la rúbrica, 8 veces repetida, que indica que esta oración debe recitarse junto con el Gloria al Padre y el Credo.

Advirtamos una particularidad que tiene importantes consecuencias teológicas: la palabra Padre es colocada 26 veces en boca de Jesús: Jesús es quien se dirige a su Padre o habla de él. Francisco, él personalmente, llama en su oración Padre a Dios sólo 9 veces, y en 6 de ellas se trata de fórmulas litúrgicas (Gloria al Padre..., 5 veces; Confiteor Patri, CtaO 38). Por el contrario, hablando de Dios, utiliza 22 veces la palabra Padre. Estas indicaciones globales, de las que no doy citas (se las encontrará en la concordancia), serán tomadas de nuevo y comentadas a lo largo de este artículo.

Aunque sea algo que afecta a nuestro tema sólo indirectamente, es conveniente indicar algunos usos de la palabra Hijo que implican una relación particular con el Padre. Así tenemos la expresión Hijo amado (palabra del Padre en el bautismo de Jesús: Mc 1,11 y paralelos), 11 veces; Hijo de Dios vivo, 2 veces; Hijo único, amadísimo, bendito, 1 vez; glorioso, santísimo, Hijo de Dios, 1 vez; Hijo del omnipotente, 1 vez. Como se ve, entre el Padre y el Hijo predomina sobre todo la relación de ternura (amado, amadísimo, único).

Para concluir esta relación estadística subrayemos, como ya indica la misma frecuencia del uso en los diferentes escritos, que el tema del Padre es tratado principalmente en la Admonición 1, en los salmos del Oficio de la Pasión, en la Carta a los fieles y en los capítulos 22 y 23 de la Regla no bulada. Estos son precisamente los pasajes de los escritos que nos proponemos leer en las páginas siguientes.

El Greco: La oración del huerto

II. LECTURA DE LOS TEXTOS MAYORES

A excepción del Testamento y las Reglas, a los escritos de Francisco no se les puede situar en una línea cronológica precisa; se sitúan, en su mayoría, alrededor de 1220 y más tarde. Respecto a la Carta a los fieles y al Oficio de la Pasión, carecemos de cualquier punto de referencia preciso. No voy a seguir, por tanto, un orden cronológico, que no puede determinarse y que, además, nada añadiría a nuestra lectura, sino una opción que podría llamarse «ideológica». Empezaré con el análisis de los Salmos del Oficio de la Pasión, que ofrecen, me parece, una clave capital para entender la Paternidad de Dios según Francisco, y proseguiré con la lectura de los textos de la Regla no bulada, de la Carta a los fieles, de las Alabanzas al Dios altísimo, y terminaré con la Admonición 1. Al final del camino se verá mejor, espero, las razones de mi elección.

1. Los Salmos: El Hijo ante el Padre

De los 15 salmos del Oficio de la Pasión (personalmente prefiero el título de Salmos de los misterios del Señor Jesús), 13 son composiciones originales de Francisco y los otros 2 (el VIII y el XIII) están tomados tal cual del salterio. Por otra parte, como ha mostrado perfectamente L. Gallant en su estudio monumental,[3] los 7 primeros salmos (desde las Completas del Jueves Santo hasta las Vísperas del Viernes Santo «in Parasceve»), tienen cierta unidad y un carácter especial. De los 8 salmos siguientes, los más elaborados y los que más merecen nuestra atención son el Salmo IX (Maitines del domingo de Resurrección) y el Salmo XV (Vísperas de la Navidad del Señor). Sin analizar detalladamente estos textos, vamos a detenernos en los pasajes en que se emplea la palabra Padre.

Aplicando la clave patrística[4] que distingue en la utilización cristiana de los Salmos la «vox Christi ad Patrem vel de Patre» y la «vox Ecclesiae de Christo vel ad Christum», advirtamos desde un principio que 12 de los 15 Salmos (I-VI, VIII, X-XIV) hacen oír la voz de Cristo y sólo 3 (VII, IX y XV) la voz de la Iglesia (o de Francisco...). Estos Salmos son, pues, esencialmente la oración de Jesús que se dirige a su Padre, no la oración o el discurso de Francisco. Y 9 de estos Salmos emplean el substantivo Padre (que aparece en ellos 14 veces) acompañado de calificativos: santísimo (8 veces); Rey (6 veces); santo (5 veces); mi Padre (5 veces); ¡Padre mío (1 vez). Es digno de tenerse en cuenta igualmente que, de las 14 veces que se emplea la palabra Padre, sólo 1 forma parte de la cita de un salmo; las otras 13 han sido introducidas por Francisco.

A) Los 7 Salmos del Triduo Santo

El Salmo I,[5] recitado en la tarde del Jueves Santo, se abre con una llamada a Dios: El orante recuerda sus lágrimas (v. 1), el complot de los enemigos, sus proyectos malvados, su odio hacia él (vv. 2 y 3); desde el hondón de esta angustia se eleva súbitamente un grito de ternura y de confianza: «Santo Padre mío, rey del cielo y de la tierra, no te alejes de mí...» (v. 5). La continuación es una oración para confundir a los enemigos y una nueva afirmación de la confianza en Dios (v. 6). Viene entonces la descripción del abandono de los amigos (vv. 7-8), y el texto termina con una especie de estribillo (idéntico al del Salvo IV, 9): «Padre santo, no alejes de mí tu auxilio...» (v. 9), estribillo que es un grito de socorro: «atiende a mi auxilio» (v. 9); «ven en mi ayudar (v. 10). Con toda razón se escucha en este Salmo la oración del Señor en Getsemaní, confrontado a la pasión inminente, cuya más dura carga consiste en la hostilidad de los enemigos y la traición de los amigos. El único apoyo que encuentra el justo perseguido es su Padre, cuyos títulos, Padre mío y Padre santo, Rey del cielo y de la tierra, evocan, de una parte, la relación única de amor que une al Padre y al Hijo y, de otra, la grandeza (santidad) y el poder soberano de ese Padre (Rey). Este Padre es el único refugio y esperanza que encuentra Jesús en su noche trágica. Así, se nos ofrece una especie de clave musical que nos abre a la melodía de los Salmos siguientes.

El Salmo II[6] (Maitines) es también un grito angustiado en la noche. Los tres primeros versículos son una llamada insistente pidiendo auxilio; los 2 siguientes relatan la protección recibida desde el nacimiento; después se vuelve a describir la persecución (vv. 6-7), la traición de los amigos (v. 8), el encarnizamiento de los enemigos y su decisión de matarle (vv. 9-10). Todo ello culmina, como en una cima, en el grito: «Tú eres mi Padre santísimo, Rev mío y Dios mío» (v. 11), invocación seguida de la petición de socorro (v. 12). (La misma conclusión aparece en el Salmo V, vv. 15 y 16.) Como puede observarse, los dos primeros Salmos tienen un contenido casi idéntico: el justo perseguido se dirige con ilimitada confianza filial a su Padre santísimo y poderoso.

El Salmo III,[7] que se canta en la hora de Prima, introduce una tonalidad diferente. Es casi un canto de liberación matutina. En él se manifiesta un vocabulario de confianza: «confía» (v. 1), «esperaré (v. 2); de liberación: «se puso a mi favor» (v. 3), «me libró (v. 4), «libró» (v. 5). Tras volver a indicar las asechanzas de los enemigos (vv. 6-7), en los últimos 5 versículos (vv. 8-12) aparece una alabanza, una confesión de Dios, que ya ha manifestado su misericordia, su fidelidad (v. 11) y su gloria. Si el versículo 3 dice: «Clamaré al santísimo Padre mío altísimo», es porque Jesús, que es quien habla, sabe que ya ha sido atendido en su súplica, que el Padre ya ha hecho todo en su favor («se puso a mi favor», v. 3).

Los Salmos IV y V (Tercia y Sexta) se enlazan, por sus respectivos finales (o estribillos), a los Salmos I y II. El Salmo IV[8] parece describir la condenación y la crucifixión; detalla las humillaciones y los tormentos (vv. 1-7), vuelve a hablar del abandono de los amigos (v. 8) y termina, como el Salmo I, con la oración «Padre santo, no alejes de mí tu auxilio...». El Salmo V[9] es más largo y contiene, como el Salmo I, dos veces la invocación al Padre. Tras una descripción del abatimiento y la angustia (vv. 1-5) (el Salmo 141, 2-5, aquí citado, será repetido por Francisco en su lecho de muerte: 1 Cel 109), de la imposibilidad de liberarse de ellos (v. 6), del abandono de los allegados (v. 8), Jesús afirma: «Padre santo, me devoró el celo de tu casa» (v. 9). ¡Jesús es desechado de esta forma porque defiende los intereses de su Padre Los versículos 10-14 reanudan el relato de la opresión, pero en el v. 15 el estribillo, idéntico al del Salmo II, sirve de conclusión: de nuevo tenemos una llamada confiada pidiendo ayuda: «Tú eres mi Padre santísimo, Rey mío y Dios mío».

El Salmo VI,[10] propuesto para la hora de Nona, momento de la muerte en la cruz, es un himno triunfal; canta la victoria del crucificado. Su estructura es especial. Los 11 primeros versículos, a partir de la invitación: «Vosotros, todos los que pasáis por el camino» (v. 1), nos hacen oír la voz de Cristo que describe las diversas fases de su pasión (vv. 1-9), su muerte (v. 10) y su resurrección (v. 11). En el versículo 11 resuena el grito de triunfo: «Me dormí y desperté, y mi Padre santísimo me acogió con gloria». El versículo siguiente (v. 12) reanuda, con la palabra Padre santo, la acción de gracias por esta victoria que es entrada en la gloria: resurrección tanto como ascensión (perspectiva joánica). El versículo 13 expresa el afecto y la preferencia absoluta del Hijo respecto a Dios. En el v. 14, el mismo Hijo proclama su divinidad, «yo soy Dios», y su dominio sobre el universo. El Salmo concluye en el versículo 15 con la voz de la Iglesia, vox Ecclesiae de Christo: ésta le atribuye al mismo Jesús el título de Señor Dios de Israel (Cántico de Zacarías; Lc 1,68) y le bendice por haber redimido a sus siervos con su preciosa sangre.

Este cambio de voz (hasta el v. 14 del Salmo VI oíamos siempre la voz de Cristo, vox Christi) nos introduce en el Salmo VII,[11] fijado para las Vísperas del Viernes Santo. Este Salmo es una invitación de la Iglesia a la alabanza, a la exultación, a aplaudir con las manos (v. 1). El motivo de este júbilo es la glorificación del Hijo, «Señor excelso, terrible, Rey grande sobre toda la tierra» (v. 2). Esta gloria del Hijo de majestad es debida al Padre: «Porque el santísimo Padre de los cielos, nuestro Rey antes de los siglos, envió de lo alto a su amado Hijo y realizó la salvación en medio de la tierra». Aquí se oye por primera vez la palabra Padre no ya en boca de Jesús, sino en boca de la Iglesia (y de Francisco). Los versículos 4-9 prosiguen la invitación a la alegría, ampliada a la creación inanimada (vv. 4 y 9) y a todos los hombres, exhortados a ofrecerse por entero al Señor (vv. 7, 8), grande, digno de alabanza y temible (v. 6). El Salmo de Vísperas propiamente dicho termina con la aclamación: «el Señor reinó desde el madero» (v. 9). Los 2 versículos que se le añaden a partir de la Ascensión, celebran ésta como la sesión «a la derecha del santísimo Padre en los cielos», y afirman la vuelta del Señor para el juicio de la Parusía.

Así termina el primer conjunto de Salmos. Los cinco primeros nos han hecho oír la conversación dolorosa, pero confiada, del Hijo con el Padre; en el dolor más profundo, el Hijo se siente cerca del Padre y se encomienda a él. A partir del Salmo VI hay como un crescendo: la hora de la muerte es al mismo tiempo la hora de la gloria, de la exaltación (de nuevo una perspectiva joánica): tras el grito de angustia que abre el canto («Vosotros, todos los que pasáis por el camino»), se eleva el estribillo a dos voces, la de Cristo vencedor («Mirad, mirad», v. 14), y la de la Iglesia que aclama (v. 15). Si el Salmo de Vísperas aclama a Cristo-Dios triunfante, exaltado en la gloria, el Padre es quien tiene la iniciativa de dicho triunfo. En definitiva, no es el Hijo, sino el Padre, quien está en el horizonte último de estos Salmos, a él van dirigidos los quejidos, la confianza y el canto de alabanza de Jesús.

B) Los otros Salmos

Los ocho Salmos siguientes -a excepción de los Salmos IX y XV- son menos característicos que el conjunto precedente. Dos de ellos (el VIII y el XIII) provienen tal como están del salterio litúrgico; sólo los dos últimos (Salmos XIV y XV) utilizan la palabra Padre. Con todo, también en ellos, salvo en los Salmos IX, XV y parcialmente en el Salmo XI, se oye siempre la vox Chrlsti ad Patrem, la voz de Cristo al Padre.

Los dos salmos de Completas (VIII y XIII) expresan los sentimientos de un perseguido que se abandona en las manos de Dios, expresa su confianza inquebrantable y manifiesta ya la alegría y la acción de gracias. Resulta difícil encontrar en ellos alusiones directas a la Pasión; expresan más bien la actitud general de quien, en la noche de la prueba, se abandona a Dios, confiado y seguro de que no se dormirá en la muerte.

Los Salmos de Tercia y Sexta de los domingos ordinarios (X, XI) son cantos de alabanza por la obra de Dios que «Él solo hizo maravillas» (X, 9), y que «envió a Jesucristo su Hijo» (XI, 6) como juez que juzgará con justicia. El de Nona (XII) contiene, como corresponde a dicha hora, alusiones a la prueba y al sufrimiento, pero sobre todo bendice a Dios «porque se ha convertido en mi asilo y refugio». En los tres casos, se trata siempre de la oración del Hijo ante el Padre.

En el Salmo XIV (Maitines de Adviento) resuena una nota de júbilo; este Salmo da gracias por la consolación y la victoria (alusión al éxodo, v. 4). Al texto de Isaías, Francisco añade: «Padre santísimo, Rey del cielo y de la tierra» (v. 1). En sí, puesto que el contexto inmediato es impreciso, esta invocación podría ser de Francisco, pero, dada la clara orientación de todos los demás salmos, me parece evidente que también aquí la voz que se oye es la vox Christi ad Patrem, la voz de Cristo al Padre.

Los Salmos IX y XV -que además tienen elementos comunes- son los más elaborados de este segundo grupo. Ambos hacen hablar a la Iglesia: vox Ecclesiae de Deo et de Christo. El primero (Salmo IX) se recita en los Maitines del domingo de Resurrección; el segundo (Salmo XV), en las Vísperas de Navidad. Ambos proclaman, con una especie de embriaguez espiritual, las maravillas que ha hecho Dios: porque «su derecha sacrificó a su amado Hijo», y así ha manifestado su salvación a todas las naciones (Salmo IX, 2-3); o porque «el santísimo Padre del cielo, nuestro Rey antes de los siglos, envió a su amado Hijo de lo alto, y nació de la bienaventurada Virgen santa María» (Salmo XV, 3). Los dos Salmos invitan (al igual que el Salmo VII, 4) al cielo, a la tierra, al mar, a los campos (IX, 7; XV, 9) a alegrarse, a brincar de alegría. Así, se celebra en una misma perspectiva teológica el misterio de la Resurrección y el del Nacimiento humano de Jesús; son, incluso en el caso de la Natividad en la pobreza del Pesebre (Salmo XV, 7), misterios de gloria. También aquí, una vez más, alcanza Francisco, respecto a la Natividad, la visión joánica de la «Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos visto su gloria» (Jn 1,14).

Es menester repetir que también los 8 Salmos de este grupo tienen, al igual que los del grupo anterior, como fondo y marco la figura del Padre; a él se dirige la palabra del Hijo; él es quien acoge esta palabra, consuma la liberación y el triunfo decisivo. Y el Padre es el autor y el fiador cuando el Hijo aparece en la gloria de su Ascensión (VII, 10, 11; IX, 9-12) y de su retorno final.

Los Salmos nos desvelan cómo Dios es el Padre de Jesús, cómo está ante el Padre el Hijo, a través de las diversas etapas de sus misterios, desde el nacimiento hasta la Parusía, y qué lazo indisoluble los une en el abajamiento de la pasión y en el triunfo de la vida.

Estos Salmos, comprendidos en la línea de la experiencia litúrgica de la Iglesia, ponen en entredicho una imagen subjetiva de la devoción a la Pasión que erróneamente se atribuye a Francisco y a su espiritualidad desde la Edad Media.

2. Los textos de la Regla no bulada

En el amplio texto de la Regla no bulada o Primera Regla hay dos capítulos de especiales características, el 22 y el 23, que presentan una visión de Dios como Padre y merecen que nos detengamos en ellos. Otros pasajes de esta misma Regla, no analizados aquí, serán tenidos en cuenta en la síntesis final.

A) El capítulo 22

El capítulo 22, tras los primeros versículos que hablan del amor a los enemigos (vv. 1-4) y del odio a sí mismo (vv. 5-8), consiste en una amplia y solemne exhortación a abrir el propio corazón al misterio de Dios. Cuatro veces (vv. 9-10; 19-20; 25-27; 41) aparece esta misma invitación, seguida cada vez de un conjunto de textos bíblicos. La tercera y, sobre todo, la cuarta exhortación son las que tocan más de cerca nuestro tema del Padre.

a) Orar y adorar al Padre (vv. 25-30)[12]

El v. 25 pone en guardia a los hermanos frente al peligro de apartar su mente y su corazón del Señor Dios por algún pretexto, por muy legítimo que sea (el salario que hay que ganar: merces; el trabajo que debe realizarse: opus; el servicio que debe prestarse: adiutorium). Por el contrario, se les invita a que, removidos todos los impedimentos, se empeñen, como mejor puedan, en servir, amar, honrar y adorar a Dios, que es lo que él desea por encima de todo. Y todo ello con miras al supremo bien: hacer en nuestra mente y corazón «habitación y morada (expresión joánica: Jn 14,23) a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (v. 27). La culminación de la apertura, de la pureza del corazón, de su impulso de acercamiento a Dios («su corazón vuelto a Dios», v. 19), es la presencia en nosotros, como en una morada espaciosa y preparada, del misterio trinitario del Padre, Hijo y Espíritu. Esta cima será propuesta a todos los creyentes, como veremos más adelante (CtaF). En la serie de textos evangélicos siguientes (vv. 28-34), el nombre Padre reaparece dos veces todavía: en primer lugar, como indicación de la única oración que debemos rezar: «Cuando os pongáis en pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en los cielos» (v. 28). En este contexto, el Padrenuestro es la oración central en la que se condensa todo el impulso del corazón. La continuación (v. 29) insiste en la necesidad de un corazón puro para adorar a Dios en ininterrumpida oración: «pues tales son los adoradores que el Padre busca (Jn 4,23)» . Así, para Francisco, que reagrupa aquí diversos textos sobre la oración y sobre la adoración en espíritu y en verdad (Jn 4,24), el Padre invisible, que es espíritu, y a quien hay que adorar y orar en espíritu, es el centro al que se dirige toda oración. En 2CtaF 19-21 hay una agrupación casi idéntica de los mismos textos, en un orden un poco distinto, prueba del peso que estos textos tenían en la vida espiritual de Francisco. Todo en este texto está dirigido a la presencia trinitaria y sobre todo al Padre.

b) La oración sacerdotal (vv. 41-55)[13]

Pero a partir del v. 41, hasta el final del capítulo (v. 55), llegamos a un conjunto capital: la utilización por Francisco de la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17,1-26). Los escritos de Francisco reproducen esta oración en tres ocasiones: de forma abreviada (7 versículos de los 26 del discurso joánico) en las dos versiones de la Carta a los fieles (1CtaF 13b-19; 2CtaF 56b-60), y de manera más amplia (17 versículos de los 26) en el capítulo que estamos analizando. Lo que diremos aquí vale también, guardando las debidas proporciones, para los otros dos casos.

La exhortación inicial de Francisco (v. 41) pide a los hermanos que se atengan a las palabras, a la vida, a la doctrina y al santo evangelio de quien (Jesús no es nombrado explícitamente) se dignó rogar por nosotros a su Padre (Patrem suum) y manifestarnos su nombre (su ser misterioso). La razón más profunda por la que hay que adherirse a Jesús radica en que él es el Revelador del Padre: él nos lo manifiesta y, permaneciendo ante él, ruega por nosotros: Jesús es nuestro intercesor. Desde el exordio se nos sitúa, con Jesús, frente al misterio de su Padre: sólo el Hijo puede entreabrírnoslo. Respecto a las Cartas a los fieles, se observa, de una parte, la no mención del sacrificio del Hijo-Buen Pastor («el cual dio su vida por sus ovejas», 2CtaF 56b; esta cita se encuentra también en nuestro capítulo, v. 32b) y, de otra, la acentuación del favor que el Hijo nos hace rogando por nosotros, al igual que la inserción de un nuevo motivo: la revelación del Padre.

La oración que sigue a continuación es, como en los Salmos, una palabra del Hijo dirigida al Padre. Está punteada cuatro veces con la palabra Padre (vv. 41b; 42; 45; 55). No quiero resumir ni parafrasear este texto, que merecería un estudio aparte; sólo intentaré presentar algunos de sus temas. Aparece, en primer lugar, el tema de la glorificación o manifestación del Padre («esclarece tu nombre», v. 41; «para que tu Hijo te esclarezca», v. 41; «he manifestado tu nombre», v. 42; «y les haré conocer tu nombre», v. 54), pero también del Hijo («esclarece a tu Hijo», v. 41). Se afirma inmediatamente después la primacía del Padre: éste envía a su Hijo (vv. 42 y 51), le da su palabra y los hombres (v. 42): el vocablo dedisti, «diste», aparece cuatro veces en los versículos 42-45. Todo, pues, es del Padre: el Hijo no hace más que recibir y transmitir a su vez. En cuanto a la oración del Hijo, que se prolonga a lo largo del texto, tiene como primer objeto, como se ha subrayado antes, la glorificación del Padre y del Hijo, pero se despliega más ampliamente aún cuando se trata de los hombres. El Hijo pide que éstos sean guardados en el nombre del Padre (v. 45), que sean uno (v. 45), que sean consumados en la unidad (v. 53), preservados del mal (v. 48), que reconozcan que el Padre le ha enviado (v. 53) y, sobre todo, que el Padre les ama como ama a su propio Hijo (vv. 53 y 54); que el Hijo esté en ellos (v. 54), que estén donde él está (v. 55) y contemplen la gloria del Padre en su Reino (v. 55).

La referencia al Padre es constante: «les he dado (las palabras) que tú me diste» (v. 42); «que ellos sean uno, como también nosotros lo somos» (v. 45); «como tú me enviaste, también yo los he enviado» (v. 51); «los amaste, como me amaste a mí» (v. 53); « para que el amor con que tú me amaste esté en ellos y yo en ellos» (v. 54).

Aunque la oración por los hombres ocupa un lugar materialmente importante, el lugar central corresponde al Padre; él está en el centro y corazón de todo; hacia él se dirige el Hijo y a su gloria se refieren tanto la primera como la última palabra de la oración de Jesús: «esclarece tu nombre» (v. 41); «contemplen tu gloria (mi gloria, en Jn 17,24) en tu reino» (v. 55).

Francisco propone aquí a la contemplación de sus hermanos, y de todos los hombres (CtaF), como una cima absoluta, la relación del Padre y del Hijo: relación de reverencia, actitud sacerdotal, también ternura, y les invita a sumergir en ella su mirada y su corazón. Sólo Jesús puede comportarse y hablar así ante Dios, que es su Padre en sentido estricto; los hombres entran en esta relación sólo por gracia y en seguimiento del Hijo. El Padre santo de quien se trata en esta oración es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, ante quien el mismo Jesús se sitúa en una dependencia total. Uno solo es autor, origen, principio único (monarchos), el Padre. ¡Y Jesús se ha dignado rogar a él por nosotros, y se ha dignado manifestarnos su nombre

B) El capítulo 23

Este capítulo aparece como una pieza extraña y rara dentro del conjunto; no es un texto dirigido a los hermanos, como sería de esperar en una Regla, sino una oración a Dios (vv. 1-6) y una exhortación a todos los hombres (vv. 7-11). Ambos conjuntos, diferentes, nos muestran de nuevo, sobre todo el primero, cómo mira Francisco a Dios Padre.

a) La acción de gracias al Padre (vv. 1-6)[14]

Esta oración solemne se desdobla, a su vez, en tres partes: una cuádruple acción de gracias al Padre (vv. 1-4), por sí mismo, por la creación, por la obra redentora y por el juicio final; una súplica al Hijo y al Espíritu (v. 5); otra súplica a María, los ángeles y los santos (v. 6).

La plegaria comienza con una larga enumeración de los títulos de Dios, diez en total: cuatro substantivos (Dios, Padre, Señor, Rey) y seis adjetivos (omnipotente, santísimo, altísimo, sumo, santo, justo). En el centro se encuentra el nombre de «Padre santo y justo» (dos títulos joánicos: Jn 17,11 y 25), junto al de «Rey del cielo y de la tierra». La oración va dirigida al Dios transcendente (los cinco primeros atributos) en cuanto Padre, y Padre no respecto a los hombres, sino en el seno de la Trinidad, como muestra la continuación.

En esta oración no hay ninguna petición; es una pura acción de gracias, una doxología. La pronuncia un nosotros colectivo; la pronuncian Francisco y sus hermanos, toda la Iglesia, toda la humanidad incluso. El primer motivo de acción de gracias es el misterio absoluto de Dios, su mismo ser: «te damos gracias por ti mismo». El abismo paterno se entreabre entonces sobre su propia riqueza relacional: pues por tu santa voluntad (¿no es «voluntad» sinónimo del amor, designio benévolo?), y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo...». El Padre no es separado nunca de su Hijo único ni del Espíritu.

E inmediatamente a continuación se describen las tres etapas de la obra paterna, realizada de consuno con el Hijo y el Espíritu. Sin detenerme aquí en un análisis profundo de este inagotable texto, me limito a señalar que al Padre se le atribuye no sólo la creación del universo y del hombre, sino también el nacimiento del Hijo y la redención de los hombres: «lo... hiciste nacer... y... quisiste redimirnos a nosotros, cautivos, por su muerte». Con reverencia y emoción contenida subraya Francisco la fuente de donde mana la suprema iniciativa paterna: «por el santo amor con que nos amaste». La tercera etapa de la obra del Padre es la venida del Hijo en la gloria de su majestad. Aunque ésta no es atribuida directamente al Padre, con todo, a él es a quien se da gracias por ella: «Te damos gracias porque este mismo Hijo tuyo ha de venir...; y la actitud que se tiene respecto al Padre es el criterio para la gracia o para la condena. Los salvados son los «benditos de mi Padre».

Esta plegaria eucarística, porque eso es en realidad, íntimamente conforme por su estructura con la tradición de la Iglesia, recuerda, en primer lugar, a Dios en su misterio y, después, su acción en el mundo: creación, redención, consumación final. Según el antiguo adagio «oratio fit ad Patrem», la oración se dirige, en efecto, al Padre, fuente única tanto de la divinidad como de la actividad divina en el tiempo y en el espacio.

Si esta primera parte constituye una verdadera anámnesis (recuerdo de las maravillas de Dios), las dos siguientes tienen todo el carácter de una epíclesis (invocación en la que se menciona al Espíritu).

La oración de acción de gracias por el Padre mismo y por su manifestación salvífica en el mundo mediante el Hijo en el Espíritu, es totalmente inadecuada cuando la pronuncian labios humanos. El hombre, miserable y pecador, ni siquiera es digno de pronunciar el nombre del Padre; ¿cómo podría expresar lo que Dios es, lo que Dios ha hecho por él? Por eso, Francisco se dirige suplicante al Hijo amadísimo y predilecto, al Espíritu Paráclito. Ellos saben qué acción de gracias agrada al Padre, qué acción de gracias le conviene (v. 5). Por tanto, invita al Hijo y al Espíritu Santo a cantar al Padre la verdadera eucaristía, en nombre y en lugar del hombre.

A este canto, único, puesto que es divino, asocia Francisco, pero aparte, como en un rango inferior, a toda la comunidad de los santos, pasados, presentes y futuros, junto con la madre de Cristo, a la cabeza, y los ángeles. Se les pide a todos que se unan al Hijo y al Espíritu (así es como entiendo el «con tu queridísimo Hijo... y el Espíritu Santo» del final del versículo) para dar gracias al «sumo Dios verdadero, eterno y vivo» que es el Padre.

Ningún texto desvela mejor que éste la visión que Francisco tenía de Dios en su misterio trinitario. En el seno de este misterio se pone claramente de relieve la monarquía del Padre, principio y origen de donde mana todo. Una oración, aparentemente simplísima, nos introduce en la profundidad abismal de Dios.

b) La llamada a los hombres (vv. 7-11)[15]

Este texto, verdadero manifiesto, es una llamada dirigida por los hermanos menores, siervos inútiles, a todos los hombres, cuya impresionante lista contiene al menos una treintena de categorías (v. 7). Lo que se les pide está expresado, primeramente, en dos palabras: «que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia». Los parágrafos siguientes se esfuerzan en expresar en qué consiste esta verdadera fe y penitencia (conversión, cambio del corazón). Personalmente discierno un triple encarecido ruego: amar a Dios (v. 8); desear sólo a Dios y no separarse nunca de él (vv. 9-10); adherirse a él por la fe, el amor, la adoración (v. 11). Omito el comentario de este texto que se desarrolla en dos cuadros: el misterio de Dios, sugerido por una extraordinaria abundancia de atributos (¡alrededor de 38), y la actitud y procedimiento que ha de tener y seguir el hombre (más de 24 actitudes humanas distintas), limitándome al punto que nos ocupa. En cada una de las tres súplicas se pronuncia el nombre de Dios. Si se consideran detenidamente, se observa en ellas un claro crescendo. Si en el v. 8 se habla simplemente del «Señor Dios», en el versículo siguiente (v. 9) se habla de «nuestro Creador, y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios» (texto semejante en 1 R 17,7), lo cual implica por lo menos una alusión trinitaria: Creador-Padre; Redentor-Hijo; Salvador-Hijo (¿Espíritu?). En el último parágrafo (v. 11), aparece una proclamación trinitaria explícita: «al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador y salvador de todos...». Así, en la conciencia de Francisco, Dios no es un ser en cierto modo neutro, tiene un rostro, que es siempre el rostro del Padre, Hijo y Espíritu.

Como conclusión de la lectura del capítulo 23, nótese que es la primera vez que no oímos aquí la voz de Jesús hablando a su Padre, sino la de los hombres, que se dirigen a Dios o hablan de él y que, a ejemplo e imitación de Jesús, lo llaman Padre.

3. La Carta a los fieles

Las dos versiones de la Carta a los fieles se recubren, en el sentido de que la segunda contiene, a excepción de algunos detalles, además de su propio texto, todos los pasajes de la primera. Por eso, tomo aquí la segunda versión como base de mi lectura.

Ahora bien, en este verdadero tratado de la perfecta vida cristiana hay cinco pasajes que hablan de Dios como Padre. Dos de ellos: orar y adorar al Padre (2CtaF 19-21) y la oración sacerdotal de Jesús (1CtaF 13b-19; 2CtaF 56b-60), aparecen en el capítulo 22 de la Regla no bulada (25-30; 41-55) y ya han sido analizados. Nos quedan por leer y comentar los otros tres pasajes, de los cuales sólo uno es común a las dos versiones, como se indicará en su momento.

A) El Verbo del Padre (2CtaF 3)[16]

Una simple frase de la introducción de la carta, en la que Francisco precisa el objeto e intención de su mensaje, contiene una densa perspectiva trinitaria. Francisco se propone con este escrito transmitir a sus comunicantes las

verba Domini nostri Jesu Cristi,
qui est Verbum Patris...
et verba Spiritus Sancti,
quae spiritus et vita sunt.

las palabras de nuestro Señor Jesucristo,
que es el Verbo (Palabra) del Padre...
y las palabras del Espíritu Santo,
que son espíritu y vida.

De este juego de palabras, en el que aparece tres veces el término verbum, dos veces el término Spiritus, y una vez el de Pater y Dominus Jesus Christus, se desprende una rica concepción del misterio trinitario. En su centro está el Padre que profiere su Palabra subsistente, el Verbum Patris. A su vez, este Verbo pronuncia palabras, verba, pero estas, «palabras de nuestro señor Jesucristo» no le pertenecen a él solo: son también palabras del Espíritu y, por eso, contienen en sí mismas el espíritu y la vida. Tenemos aquí una profunda teología de la Palabra, marcada por la dimensión trinitaria. El Padre pronuncia su Palabra personal; ésta se expresa con palabras que son a la vez las suyas y las del Espíritu. Se afirma la existencia de una continuidad, fundamentada en el Hijo y el Espíritu, entre el Padre-origen y las palabras del evangelio que quiere transmitir Francisco.

B) El envío del Verbo del Padre y su oración al Padre (vv. 4-14)[17]

Antes de emprender la larga exposición del camino evangélico que hay que recorrer y de su culminación mística, exposición que constituye lo esencial de la carta (vv. 16-62), Francisco propone, como hizo en el capítulo 23 de la Regla no bulada, una visión del designio de Dios. Así lo ético -el comportamiento que se exige al creyente- se enraíza en lo teológico, en lo que Dios ha hecho por el hombre. En el capítulo 23, antes citado, esta visión abarca toda la obra del Padre, desde la creación hasta la Parusía gloriosa del Hijo. Aquí la visión tiene una concentración cristológica, polarizada en la venida del Hijo al mundo, su elección de una vida pobre, su Pascua y su Cena, su Agonía y el Sacrificio de la Cruz. Pero esta concentración cristológica se despliega constantemente a partir del Padre y ante él.

En efecto, «el altísimo Padre desde el cielo» es quien anuncia, por su ángel Gabriel (no se dice «el Ángel del Señor anunció a María...», sino el Padre anunció), la venida del Verbo del Padre al seno de la Virgen. Aunque es «tan digno, tan santo y glorioso», el Verbo se encarna en nuestra humanidad y en nuestra fragilidad (v. 4); y, «siendo sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger la pobreza» (v. 5). Francisco pasa directamente de la Encarnación y de su condicionamiento, a la celebración de la Pascua eucarística (vv. 6-7). Y entonces es cuando aparece el diálogo patético del Hijo con el Padre. La palabra Padre figura cinco veces en tres versículos (vv. 8, 10, 11). Situado ante la inminente Pasión, el Hijo le pide al Padre que aleje de él el cáliz, ese cáliz cuya visión le provoca sudor de sangre. A pesar de ello, pone su voluntad en la voluntad del Padre (adviértase la triple mención: «voluntad del Padre», «tu voluntad», «voluntad del Padre» de los vv. 10 y 11). En efecto, la segunda súplica ya no es «que pase de mí este cáliz» (v. 8), sino «hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (v. 10). El v. 11 expresa con fuerza no sólo el sacrificio del Hijo, sino también el drama del Padre. El Padre quiere y acepta que su Hijo bendito (término que aquí significa «querido», «muy amado», como con frecuencia lo emplea Francisco: «hermanos benditos»: 1 R 4,3; 20,1; CtaO 38; Test 34) y glorioso, que él nos ha entregado y que nació por nosotros, se convierta, mediante su propia sangre, en sacrificio y ofrenda por nuestros pecados.

En este pasaje, el Padre ocupa el primer plano en el envío del Hijo y en su venida en carne humana; otro tanto ocurre en Getsemaní, donde acontece un misterio: dos voluntades igualmente santas se enfrentan en un diálogo de amor, y se impone la voluntad del Padre, voluntad de salvación para el mundo. La Carta a la Orden contiene un pasaje (v. 46) que no carece de relación con nuestro tema. Interpreta la entrega de Jesús a la voluntad del Padre en términos de obediencia: «dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre» (CtaO 46).

Lo que Francisco percibió más íntimamente en su meditación de la Pasión, como ya pudimos advertir en la lectura de los Salmos, es la actitud interior del Hijo ante el Padre. Lo que le llama la atención a Francisco no son los detalles exteriores, sino lo que acontece en el corazón del Hijo: sus gritos de sufrimiento y sobre todo su entrega confiada, incondicional al Padre. El Padre es la solidez última y absoluta a la que el Hijo se confía, seguro como está de la victoria final del amor paterno.

C) La inhabitación del Espíritu y sus consecuencias trinitarias (1CtaF 1,6-13; 2CtaF 48-50)[18]

El capítulo 23, v. 27, de la Regla no bulada hablaba de la «habitación y morada» del Padre, Hijo y Espíritu en quienes tienen el corazón y el espíritu puros. Este tema joánico de la mansión (Jn 14,23) reaparece en las dos versiones de la Carta a los fieles. Pero en este caso, a diferencia de Juan (y de 1 R 22,27), a quien se atribuye la venida y la inhabitación no es al Padre y al Hijo, sino al Espíritu. El Espíritu del Señor reposará y hará su morada y su casa sobre y en quienes son fieles a las exigencias evangélicas propuestas por Francisco y perseveran en ellas. Todo arranca aquí del Espíritu: habitando en los creyentes, los convierte en «hijos del Padre celestial» (2CtaF 49), «esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 50). Francisco no se detiene directamente en el tema de la filiación, ni tampoco en el de la inhabitación del Espíritu, tan claramente afirmado al principio. En cambio, comenta ampliamente los términos de esposos, hermanos y madres (vv. 51-53) de Jesús, lo cual introduce menciones trinitarias.

Así, llegamos a ser esposos de Cristo por el vínculo con que el Espíritu Santo une al alma fiel con el Señor Jesús. Somos sus hermanos cuando cumplimos la voluntad del Padre que está en el cielo. La relación con el Padre crea la fraternidad con el Hijo: nos convertimos en hermanos del Hijo cuando nuestra relación con el Padre es como la del Hijo (cumplir su voluntad). El vínculo esponsal y fraterno que entabla el alma fiel con Jesús, la pone en contacto con el Espíritu y con el Padre. El Espíritu, que se posa sobre el alma como se posa sobre el mismo Mesías (Is 11,2), es quien realiza la conjunción de esta alma con el Padre y con el Hijo.

Tras la exploración de las profundidades trinitarias en las que desemboca el camino de la fidelidad evangélica, Francisco deja estallar su admiración y su alegría en un canto lírico (vv. 54-56): este canto proclama, en primer lugar, con términos reverentes (tres adjetivos), la Paternidad de Dios:

¡Oh, cuán glorioso y santo y grande
es tener en el cielo un Padre

A continuación habla extensamente, en dos olas sucesivas, de la relación, mencionada más arriba, con Jesús, esposo (cuatro adjetivos), hermano e hijo (ocho adjetivos). Nada se dice del Espíritu, a no ser que aluda a él el curioso «paraclitum» del versículo 55.

Este breve conjunto tiene sobre todo carácter trinitario y cristológico; realza menos al Padre que al Hijo. Con todo, este pasaje es introductorio de la oración que el Hijo pronuncia ante el Padre (oración ya analizada en 1 R 22,41-45). Así, una vez más, el centro de gravedad se desplaza hacia la persona del Padre. La gratitud admirativa respecto al Hijo se basa en dos motivos (v. 56): dio su vida por sus ovejas; oró al Padre por nosotros. Este segundo motivo lo amplía Francisco en 1 R 22,41, donde dice:

se dignó rogar por nosotros a su Padre
y manifestarnos su nombre...

4. Las Alabanzas de Dios (AlD)[19]

Este texto autógrafo de Francisco, cuya fecha y circunstancias de composición conocemos (septiembre de 1224, después de la impresión de las llagas), es, por distintos motivos, muy importante para circunscribir mejor su experiencia de Dios y su manera de situarse ante él. Nos permite penetrar casi directamente en el mismo centro de su relación con Dios.

Este texto nos depara algunas sorpresas. Después de la estigmatización, acontecimiento crístico si los hay, uno esperaría encontrar una oración o una alabanza a Cristo; pues bien, no aparece ninguna alusión a Jesús (salvo, si acaso, la palabra «Salvador», del v. 6). Por otro lado, el texto no es una plegaria en sentido estricto: no formula ninguna petición; ni siquiera es una alabanza, una doxología; es una pura mirada asombrada, una contemplación gratuita, cuyo objeto es Dios-Trinidad, pero cuyo centro está indicado con la palabra «Padre santo» (v. 2). Es, pues, un himno al Padre en su calidad de principio del misterio trinitario.

El texto tiene una estructura bastante fácil de discernir. Los tres primeros versículos son una especie de introducción solemne marcada por los «Tú eres santo» (v. 1); «Tú eres fuerte» (v. 2); «Tú eres trino» (v. 3), invocaciones en las que se combinan 5 substantivos (Señor, Dios, Rey, Padre, Bien), repetidos varias veces (Señor Dios, 3 veces; el Bien, 3 veces; Rey, 2 veces), 10 atributos y un atributo de acción («que haces maravillas»). A partir del versículo 4, y hasta la última frase exclusive, encontramos únicamente atributos substantivos (23, cuatro de los cuales: caridad, hermosura, mansedumbre y esperanza, se repiten dos veces), precedidos de la palabra Tú (24 veces). La última frase forma como una inclusión: ya no aparece el y de nuevo aparece una mezcla de substantivos (Señor, Dios, Salvador) y de adjetivos (grande, admirable, omnipotente, misericordioso).

No se trata aquí de hacer una exégesis de este texto poético extremadamente rico, sino de subrayar, de acuerdo con el propósito de este artículo, su orientación al Padre. Evidentemente el texto es teocéntrico. Se invoca a Dios como tal: llamado Señor Dios, es santo (transcendencia), único, el que actúa en la historia realizando maravillas (alusión al éxodo: Sal 76,15). Es fuerte, grande, Altísimo, Rey omnipotente. Los atributos de transcendencia divina se acumulan en un crescendo, para desembocar en lo que me parece que es el punto culminante de la introducción, las dos invocaciones: tú, Padre santo, y Rey del cielo y de la tierra. El Padre santo de Juan (17,11) está unido aquí al Rey del cielo y de la tierra que proviene claramente del logion joánico de Mt 11,25 (Padre, Señor del cielo y de la tierra; véase la misma disposición en 1 R 23,1; OfP I,5; OfP XIV,1). A quien alcanza el himno tras una ascensión vertiginosa es al Padre en la separación de su santidad y en su realeza sobre el cosmos. En primer lugar, Dios en cuanto tal es quien es llamado Dios. Pero la palabra Padre entraña, en Francisco, el pensamiento trinitario; en efecto, inmediatamente a continuación viene la exclamación Tú eres trino y uno. Dios es Padre no de manera general; es tal a causa de las relaciones trinitarias.

Tenemos aquí, con el texto de 1 R 23,1, otro ejemplo de cómo Francisco se dirige a Dios. En ambos casos, Dios es visto en su transcendencia y en su cercanía. Es percibido primeramente en el misterio de su divinidad, e inmediatamente en el de su Paternidad trinitaria. Cuando Francisco lo llama Padre santo, y emplea las palabras mismas de Jesús, se dirige al Padre en cuanto que él es en primer lugar el Padre del Verbo, principio de la Trinidad. Su paternidad respecto a los hombres es la prolongación de lo que él es para su propio Hijo. El hombre es hijo en el Hijo y el Padre es Padre para el hombre sólo a través del Hijo.

5. La Admonición primera[20]

Esta admonición podría llamarse «Breve tratado sobre el conocimiento de Dios y de Cristo». Es un texto de 22 versículos, que se divide en tres partes casi iguales: la primera (vv. 1-7) habla del conocimiento del Padre en su riqueza trinitaria; la segunda (vv. 8-13) mira al Señor Jesús, primero en su condición histórica y luego en su realidad sacramental. A todo ello sigue una exhortación (vv. 14-22) que reproduce los términos de la segunda parte, relativos a la doble situación de Cristo.

La primera parte -que contiene 7 veces la palabra Padre (de las 8 que aparece en el texto)-, es la que mejor nos enseña cómo concebía Francisco la aproximación al misterio de Dios por parte del hombre.

Los cuatro primeros versículos reproducen el texto de Jn 14,6-9 en el que Jesús afirma que sólo se puede llegar al Padre a través de él, que el conocimiento del Hijo entraña el conocimiento del Padre, y que quien ve al Hijo ve también al Padre. Afirmación que insiste en que el conocimiento del Padre lo da sólo el Hijo. Y el texto repite, sirviéndose esta vez de una cita de 1 Tim 6,16 y de dos textos joánicos (Jn 4,24; 1,18): «El Padre habita en una luz inaccesible (adviértase la palabra Pater añadida por Francisco al texto de Pablo) y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás». Sólo puede ser visto en el espíritu, única fuerza de vida, mientras que la carne no es capaz de nada (vv. 5-6).

El Padre es inaccesible: sólo a través del Hijo y del Espíritu podemos tener acceso a él. ¿Cómo, entonces, podemos tener acceso a estos dos últimos? Francisco añade inmediatamente: el mismo Hijo, en lo que es igual al Padre, no puede ser visto de forma distinta que el Padre, de forma distinta que el Espíritu (v. 7). Esta afirmación aumenta la dificultad y nos encierra como en un círculo. El Hijo hace conocer al Padre y el Espíritu lo hace ver, pero ellos mismos son inaccesibles como el Padre. Así, esta primera parte insiste más bien en la «incognoscibilidad» de Dios, en la incapacidad radical de acercarnos a él. En cuanto Padre-Hijo-Espíritu (la palabra Padre es, no obstante, la más subrayada), Dios permanece fuera del alcance del hombre.

Hay que esperar a la segunda parte, cristológica, que trata de Jesús según su humanidad y del Sacramento de su cuerpo, para ver esbozarse una respuesta. Ésta es presentada en los versículos 12 y 13: El Espíritu del Señor (aquí claramente el Espíritu Santo personal) es el que recibe el cuerpo y la sangre de Jesús (v. 12), y el que da ojos espirituales para contemplar a Jesús como Dios (v. 20). Por tanto, el Espíritu es la fuente del verdadero conocimiento tanto del Padre como del Hijo en su doble estado (terreno y sacramental) y del mismo Espíritu. En la 2CtaF 48-50 lo vimos posándose sobre los fieles, haciendo en ellos su «mansio», su mansión y morada, y colocándolos en una relación de intimidad con el Padre y con el Hijo. También aquí es el Espíritu quien nos introduce en el misterio del Padre invisible, a través de la humanidad de Jesús y de la realidad sacramental de su cuerpo, cuya dimensión divina nos desvela.

La Admonición primera, con la que concluimos nuestra lectura de los textos principales de Francisco, nos ha guiado a lo más profundo del misterio del Padre. Nos ha enseñado que «al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar» (Mt 11,27), revelación que nos es dada sólo por el Espíritu.

Handrick van Balen: La Santísima Trinidad

III. PERSPECTIVAS TEOLÓGICAS

1. El Padre en el misterio trinitario

A) Como se ha indicado en la primera parte, Francisco emplea más de veinte veces la palabra Padre en un contexto explícitamente trinitario (mención del Padre-Hijo-Espíritu).

En primer lugar están las fórmulas litúrgicas. Así, «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» abre solemnemente algunos documentos: 1) el Prólogo de la Regla no bulada; 2) el principio de la 2CtaF; 3) la recomendación final de la misma carta, 2CtaF 86; 4) el principio de la CtaO 1.

El Gloria Patri, aparte de las 3 menciones de rúbrica (1 R 3,10), sirve de conclusión a las oraciones: 1) ParPN 10; 2) AlHor 9; 3) OfP 1,10; 4) OfP Ant 3; 5) y concluye la carta de recomendación de 1 R 24,5. Ciertamente a estos textos, y a otros cuatro ya indicados antes (cf I, 2), no se les debe querer sacar demasiado. Hacen ver solamente que Francisco, como hombre de su tiempo moldeado por la liturgia, sella con el sello de la Trinidad (en el que no se privilegia la mención del Padre) el principio y el final de los textos que considera especialmente importantes.

Otros usos parecen más significativos. Tal es el caso de los textos en los que la mención trinitaria constituye el desenlace, la cumbre de lo que precede. Así se desprende particularmente de algunos pasajes de la Regla no bulada. El capítulo 16 trata de los que quieren ir entre sarracenos; el culmen de las diversas recomendaciones es el anuncio de la palabra de Dios: para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo» (1 R 16,7). En el capítulo 21, que propone a todos los hermanos un bosquejo de predicación, encontramos un método análogo: a quien hay que temer y honrar, alabar y bendecir, dar gracias y adorar es al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas (1 R 21,2). El misterio trinitario es el centro de la predicación cristiana, al que ésta guía, el que ésta intenta desvelar. Y como vimos en el principio de la Carta a los Fieles (2CtaF 3), la misma palabra de la predicación evangélica está en estrecha y profunda relación con la Palabra del Padre y el Espíritu Santo dador de vida.

Otros dos textos de la Regla no bulada presentan el mismo desarrollo, asociado en este caso a la actitud interior. Así, en la descripción de los dos espíritus (el espíritu de la carne y el espíritu del Señor, 1 R 17,11-16), el fruto supremo del espíritu del Señor es desear por encima de todo «el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (1 R 17,16). Sin relacionar forzosamente esas tres actitudes espirituales y las personas de la Trinidad, puede verse en ellas cierta cercanía. Lo que, en cambio, está claro es que la relación del alma creyente con la Trinidad constituye el culmen de la experiencia espiritual a la que conduce el Espíritu. El otro texto es el de 1 R 23,8-11, comentado más arriba (cf. II, 2, B, b). También en este texto es al «Padre, Hijo y Espíritu Santo» a quien deben tender todas las energías espirituales del creyente, a quien debe el creyente amar, desear, adorar... Por lo demás, de los 10 diversos conjuntos examinados en la II Parte, 6 nos hablan del Padre en un contexto trinitario. Todos estos pasajes muestran sobradamente que, para Francisco, Dios no es un ser genérico, sino un nudo de relaciones personales. El Padre es el Padre del Verbo y fuente del Espíritu y a él es a quien alcanzan la fe y el amor.

B) Ya hemos observado otro tema trinitario, el de la inhabitación en el alma fiel del Padre-Hijo-Espíritu (1 R 22,27; 1CtaF 6-13; 2CtaF 48-56). A estos tres testimonios conviene añadir otros tres textos de tema parecido. Se trata de dos oraciones a la Virgen: la antífona que sigue a los Salmos de la Pasión (OfP ant) y el Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM). En una y otra se perfila la presencia trinitaria. Según el Saludo, María es elegida y consagrada Iglesia por el santísimo Padre del cielo, con su santísimo y amadísimo Hijo y el Espíritu Santo Paráclito (vv. 1-2). En la antífona se saluda a María como «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (vv. 1-2). María es presentada aquí como el ser privilegiado con quien Dios, en su realidad trinitaria, entabla lazos relacionales; es hija del Padre, madre del Hijo, esposa del Espíritu. Los mismos epítetos se aplican a Clara y a sus hijas, que han decidido ser «hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo» (FVCl 1). Si falta la alusión al Hijo, queda suplida, tal vez, con la mención del «vivir según la perfección del santo Evangelio». Aunque estos tres textos no hablen explícitamente de la «mansio», de la inhabitación, sobre la que se trató más arriba, no debe olvidarse que el pasaje de 2CtaF 48-56 ensambla ambos aspectos; en efecto, nos convertimos en «hijos del Padre celestial..., esposos..., y madres de nuestro Señor Jesucristo» (vv. 48, 49, 50), precisamente porque el Espíritu ha establecido en nosotros su morada. Así, las más íntimas relaciones espirituales que se establecen entre Dios, María, los cristianos, llevan siempre la impronta trinitaria.

C) Lo hasta aquí dicho concierne igualmente a cada una de las personas de la Trinidad, y no se refiere especialmente al Padre. Pero algunos textos mayores ya comentados afirman de manera incontestable la monarquía del Padre, es decir, el hecho de que el Padre es el principio, el origen, de quien todo proviene y a quien todo retorna. Las Alabanzas al Dios Altísimo (AlD) hablan de la Trinidad, pero sólo pronuncian el nombre del Padre. Según el Saludo a la bienaventurada Virgen María, la iniciativa corresponde al Padre: él elige y consagra a María para convertirla en el palacio, en el tabernáculo y la casa de Dios. Aunque resulta difícil determinar cuál es el sentido de «cum sanctissimo dilecto Filio» (al mismo tiempo que el Hijo, o por medio, por mediación del Hijo), está claro que quien tiene la primacía es el Padre. Mucho más claro aún aparece esto en la oración de 1 R 23, en la que resplandece a plena luz la primacía del Padre. Él es quien crea el universo y al hombre, quien hace nacer al Hijo (idéntica perspectiva en 2CtaF 4), nos rescata con su muerte, lo hace venir de nuevo en gloria. Este Padre, a quien el hombre pecador no es digno de nombrar, es considerado aparte del Hijo y del Espíritu; éstos vienen como en segundo lugar y son invitados a dar gracias al Padre «como a él le place». Me parece que la Adm 1 se sitúa en la misma óptica. En el centro de este texto se perfila la figura del Padre invisible, inaccesible: sólo el Hijo, el camino, nos conduce al descubrimiento del Padre. Es verdad que también el Hijo sólo puede ser reconocido en su ser profundo por el Espíritu. Es preciso pasar por el Espíritu para ir al Hijo, y el Hijo nos orienta hacia el Padre, cuya visión es el culmen supremo del deseo humano.

La perspectiva trinitaria aquí esbozada revela dos intuiciones fundamentales de Francisco. Por una parte, el Dios que él confiesa y celebra es Dios Padre-Hijo-Espíritu, no un Dios abstracto o impersonal. Por otra, el Padre, principio único, monarca, es el centro y el polo absoluto en el misterio trinitario.

2. Jesús y su Padre: la experiencia fontal de la paternidad

En las páginas precedentes se nos ha mostrado al Padre situado en una relación triangular; aun cuando algunos textos le reconocen la primacía, está colocado, fundamentalmente, en el mismo rango que las otras dos personas divinas.

Los escritos de Francisco nos presentan también otra perspectiva: la relación dual entre el Padre y el Hijo. Tres de los 10 textos que hemos comentado, y no de los menos importantes, nos hacen asistir al diálogo, al intercambio entre el Padre y el Hijo: 1) el conjunto de los Salmos; 2) la oración sacerdotal de Jesús; 3) la misión del Verbo y su oración al Padre (2CtaF 4-14). Estos textos resaltan fuertemente la función principal, central, del Padre: Dios es verdaderamente el Padre de su Hijo; Dios aparece ante todo como «el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Cor 1,3). Francisco descubrió la paternidad de Dios en su mismo manantial; no se trata de la paternidad de Dios respecto a los hombres, sino del lazo único entre Dios Padre y su Hijo-Palabra-Jesús.

Parece ser que este descubrimiento tuvo lugar a partir de tres series de textos del Nuevo Testamento: 1) la oración sacerdotal de Jn 17,1-26; 2) la oración de Getsemaní (Mt 26,36-46); 3) el «Padrenuestro». Estos textos evangélicos presentan la actitud de Jesús ante su Padre en situaciones muy diferentes, y dirigiéndose a él con la confianza de un Hijo. Habiendo meditado desde dentro el lenguaje y las actitudes de Jesús, Francisco las retoma luego en los Salmos, en los que hace como una síntesis de su visión de las relaciones entre el Padre y el Hijo.

A) El primer conjunto que llamó la atención de Francisco fue la oración de Jesús del capítulo 17 de san Juan. Allí es donde mejor captó la actitud del Hijo ante su Padre, cómo se dirige a él, qué le pide, cómo lo revela a los hombres. Aunque se omiten varios versículos de la oración, la palabra Padre aparece 4 veces (5 veces en la oración original). Como dijimos al comentar el texto, la actitud filial que allí se revela está imbuida de reverencia ante el misterio (reverencia del Hijo), de gozosa seguridad, de certeza de ser atendido. Si el Hijo pide ser glorificado, es para que sea glorificado el Padre, para que su nombre se manifieste a todos los hombres, para que éstos vean su claridad (el texto de Juan dice mi claridad) en su Reino. Lo que en definitiva pide el Hijo en esta circunstancia solemne en la que ora como si se encontrase ya más allá de la muerte, es la gloria, la manifestación de su Padre.

El texto de 2CtaF 4-14 nos hace pasar de esta visión luminosa a la noche de Getsemaní y a su oración transida de angustia. También allí oímos la voz del Hijo. Pero ya no se celebra la majestuosa liturgia de antes: lo que resuena es una sorda llamada pidiendo ayuda: «¡que pase de mí este cáliz». La oración de agonía y de sudor de sangre se sosiega en el abandono en la voluntad del Padre, un Padre que está tan presente en este debate desgarrador que su nombre se repite 5 veces en cuatro líneas.

Así percibió Francisco cómo el Hijo confía en su Padre en el sufrimiento y en la muerte, al igual que en la gloria de la liturgia celeste que Cristo celebra delante de él.

A estos dos lugares evangélicos, en los que se manifiesta de una forma contrastada la paternidad de Dios, conviene añadir la recomendación del Padre nuestro como oración por excelencia. Francisco la introduce solemnemente en dos lugares de sus escritos, presentándola como la cima y compendio de toda oración: «dirijámosle alabanzas y oraciones día y noche, diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos» (2CtaF 21). En 1 R 22,28, cita directamente las palabras del Señor: «Y, cuando os pongáis en pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en los cielos». Como Jesús, también sus discípulos deben mantenerse en pie delante de Dios, pidiendo la santificación del nombre del Padre y que los libere en el momento de la prueba.

B) En los Salmos del Oficio de la Pasión, es donde Francisco pone en juego todos los harmónicos del nombre Padre, tal como los aprendió en la oración de Jesús.

Estos Salmos nos hacen oír la voz del Hijo que habla a su Padre. La palabra Padre, que aparece en ellos con tanta frecuencia (15 veces), ha sido introducida por Francisco, salvo un caso (OfP XV, 4). Los Salmos ya expresaban por si mismos -al menos según la interpretación cristológica y litúrgica- el diálogo, doloroso unas veces, otras confiado e incluso gozoso, del Hijo con el Padre. Pero, como si quisiera explicitar este carácter filial, acentuarlo y cargarlo de reverencia y de ternura, Francisco salpica los Salmos con la invocación Padre, a la que acopla diversos adjetivos. El más impresionante es el mi Pater sancte, que combina el grito de Getsemaní y la solemnidad de la oración sacerdotal. Este Padre santo, además, se repite cinco veces, y la expresión santísimo Padre, 8 veces. A esta afirmación de la transcendencia de Dios (pues el Santo es el diferente, el otro, el separado), y como queriendo subrayarla, Francisco añade aún 6 veces la fórmula, combinada de diversas formas, Rey mío y Dios mío (2 veces), Rey del cielo y de la tierra (2 veces), Rey, Rey nuestro.

El Padre a quien Jesús se dirige es, sin ninguna duda, el Padre lleno de ternura (mi Pater!), pero el aspecto que más se afirma, tanto aquí como en otros lugares, es la santidad y, por tanto, la distancia, la transcendencia. Jesús, el Hijo amadísimo, siempre habla a su Padre con un infinito respeto. Los Salmos nos enseñan inmejorablemente qué es el Padre para Jesús, qué actitud mantiene Jesús ante él, tanto en el momento de la prueba como en el de la victoria. Los Salmos nos introducen en el núcleo central de la experiencia de Francisco. Y ésta consiste en percibir cómo vive el Hijo único de Dios su relación de filiación con el Padre. Francisco no nos revela nada de su experiencia o de sus sentimientos personales; para decirnos quién es el Padre, nos remite a la experiencia del Hijo único, Jesús. Pues el Padre es, en primer lugar, el «Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Cor 1,3).

3. El «Padrenuestro», oración del hombre

Hojeando los escritos de Francisco, hemos considerado hasta aquí al Padre en su misterio trinitario y como objeto de la experiencia y sujeto de la oración de su Hijo. Pero los escritos de Francisco contienen un número bastante elevado de oraciones en las que Francisco y sus hermanos invitan a orar a Dios o se dirigen directamente a él. Estas oraciones, bien sea en forma de «invitatorio», bien sea en forma de oración directa, son 15 en total (5 invitatorios y 10 oraciones).[21] De ellas, 11 están dirigidas a Dios, 2 a Cristo y 2 a la Virgen María. A excepción de la oración ante el Crucifijo, en la que aparece un «yo» individual, de las Laudes Dei (AlD) y del SalVM, en las que falta el sujeto, todas las demás son recitadas en plural por un sujeto colectivo, por una comunidad.

Ahora bien, cuando Francisco, como Iglesia, es decir, como sujeto plural, se dirige a Dios, ¿con qué nombre, con qué título privilegiado lo designa? De las 11 veces, en 6 se invoca a Dios Trinidad, ya sea que se le llama Padre (3 veces: 1 R 23,1; AlD; ParPN 1), ya sea que se menciona la Trinidad (3 veces: AlHor; ExhAD; CtaO 50-52). Los otros 5 casos hablan de Dios o a Dios en general.

Como vimos, Francisco recomienda, por boca del Señor o personalmente, que el «Padrenuestro» sea la oración central de la vida cristiana. Pero cuando él mismo se pone a orar, raramente llama Padre a Dios. Dejando a un lado los Salmos, que son una oración de Cristo y no de Francisco, examinemos los tres casos restantes.

Las dos oraciones más características en que se llama Padre a Dios (1 R 23,1; AlD 2), han sido comentadas ya, por lo que no es menester volver a tratarlas. Advirtamos simplemente que donde aparece el título solemne: «Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra» (1 R 23,1), o «Tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra» (AlD 2), seguido en ambos casos de desarrollos trinitarios más o menos amplios, es en las oraciones más desarrolladas y mejor estructuradas de Francisco, y, por consiguiente, las más meditadas y las mejor elaboradas. A este respecto, el Cántico de las Criaturas parece ser una excepción.

Hay que tener también en cuenta la Paráfrasis del Padrenuestro, adaptada sin ninguna duda por Francisco como oración personal suya, aunque no es una composición original de Francisco en todos sus elementos. La palabra Padre es ampliada con el añadido Oh santísimo y los 4 substantivos: creador, redentor, consolador y salvador nuestro (tenemos un pasaje parecido en 1 R 23,9). Francisco siente la necesidad de añadir al nombre de Padre el atributo de la santidad eminente.

Así, pues, cuando Francisco se dirige a Dios, emplea el nombre de Padre con cierta reserva. Reserva testificada en primer lugar por la relativa rareza de su uso, contrarrestada, es verdad, por el carácter solemne y grandioso de las oraciones en que aparece el substantivo Padre. En segundo lugar, el Padre nuestro no es empleado nunca tal y cual; está acompañado siempre por otros atributos que subrayan ante todo la transcendencia del Padre. Es como si el hecho de haber entrevisto la profundidad de las relaciones entre el Padre y el Hijo -que es lo que especialmente explora y medita Francisco-, obligase al hombre a la reverencia, a la reserva, a un cierto pudor. Tener parte en la relación del Hijo respecto al Padre -tal es la filiación divina ofrecida al creyente-, sólo puede acogerse con infinito respeto, con temblor. Así nos lo enseña Francisco en sus escritos:

«¡Oh, cuán glorioso y santo y grande
es tener en el cielo un Padre» (2CtaF 54).

CONCLUSIÓN

Como conclusión de este estudio, subrayemos lo que nos parece que es su principal resultado.

Cuando en los escritos de Francisco aparece Dios como Padre -cosa que ocurre con muchísima frecuencia-, raramente se pone esta paternidad en relación directa con el hombre. Dios es Padre a causa del misterio trinitario, a causa, sobre todo, del Hijo y de sus relaciones con él. Estas relaciones son lo que Francisco propone, medita, admira. Ellas son el modelo único y supremo de lo que puede llegar a ser el hombre por la gracia del Espíritu que habita en él.

Francisco descubre qué es el Padre para el Hijo a partir de la oración gloriosa de Jn 17 y de la oración dolorosa de Getsemaní.

Es menester insistir aquí en un hecho comprobado muchas veces, a saber, la importancia de las influencias joánicas en la visión teológica y trinitaria de Francisco.

Por último, si nuestro estudio está bien fundado -y podrían realizarse otros estudios sobre Dios, sobre Cristo, sobre el Espíritu en los escritos de Francisco que, a mi entender, irían en esta misma línea-, se impone una revisión de lo que llamamos espiritualidad franciscana. Revisión que colocaría el cristocentrismo de Francisco en otra luz, en otro equilibrio. Este cristocentrismo, tal como es presentado con frecuencia, deja muchas veces en penumbra el misterio del Dios trinitario. Ahora bien, este misterio, centro de la fe cristiana, es también el centro de la visión de Francisco. Jesús es «camino, verdad y vida», pero lo es para conducirnos al Padre.

Caravaggio: San Francisco

N O T A S

[*] El lector advertirá de inmediato que este artículo no es para la lectura rápida y ligera, sino para el estudio y reflexión, reposados y meditados. Reproducimos, traducido, el texto íntegro del P. Matura, pero damos en español la casi totalidad de las palabras, frases y citas de los escritos de san Francisco que el A. da en latín. Por otra parte, convencidos de que será de gran utilidad para los lectores tener ante los ojos las palabras de san Francisco, añadimos en notas a pie de página los textos mayores que son objeto de análisis y comentario, no sin recomendar encarecidamente que se manejen los escritos mismos del Santo.

[1] O. Von Rieden (= O. Schmucki), Die Stellung Christi im Beten des hl. Frnnziskus von Assisi, en Wissenschaft und Weisheit 25 (1962) 128-145, 188-212.

[2] J.-F. Godet y G. Mailleux, Opuscula Sancti Francisci. Scripta sanctae Clarae. Concordances, Index, Listes de fréquence, Tables comparatives (Corpus des sources franciscaines, 5), Lovaina 1976.

[3] Dominus regnavit a ligno. L'Office de la Passion de saint François d'Assise, edición crítica y estudio. París 1978 (Tesis manuscrita).

[4] F. Vandenbroucke, Les Psaumes et le Christ, Lovaina, Mont César, 1960.

[5] OfP 1: 1Oh Dios, te conté mi vida, * y tú pusiste mis lágrimas en tu presencia (Sal 55,8b-9).
2Todos mis enemigos tramaban males contra mí (Sal 40,8 - Salterio Romano = R), * y juntos celebraron consejo (cf. Sal 70,10c - Salterio Galicano = G).
3Y me devolvieron mal por bien, * y odio por mi amor (cf. Sal 108,5).
4En lugar de amarme, me criticaban, * pero yo oraba (Sal 108,4).
5Padre santo mío (Jn 17,11), rey del cielo y de la tierra, no te alejes de mí, * porque la tribulación está cerca y no hay quien me ayude (Sal 21,12 - R).
6Retrocedan mis enemigos * el día en que te invoque; así conoceré que tú eres mi Dios (Sal 55,10 - cf. R).
7Mis amigos y mis compañeros se acercaron y se quedaron en pie frente a mí, * y mis allegados se quedaron lejos de pie (Sal 37,12 - R).
8Alejaste de mí a mis conocidos, * me consideraron como abominación para ellos, fui traicionado y no huía (Sal 87,9 - cf. R).
9Padre santo (Jn 17,11), no alejes tu auxilio de mí (Sal 21,20); * Dios mío, atiende a mi auxilio (cf. Sal 70,12).
10Ven en mi ayuda, * Señor, Dios de mi salvación (Sal 37,23).

[6] OfP 2: 1Señor, Dios de mi salvación, * de día y de noche clamé ante ti (Sal 87,2).
2Llegue mi oración a tu presencia, * inclina tu oído a mi súplica (Sal 87,3).
3Atiende a mi alma y rescátala, * por causa de mis enemigos, líbrame (Sal 68,19).
4Porque tú eres quien me sacó (R) del vientre materno, ' mi esperanza desde los pechos de mi madre; * desde su seno fui lanzado a ti (Sal 21,10).
5Desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios; * no te apartes de mí (Sal 21,11).
6Tú conoces mi oprobio y mi confusión * y mi vergüenza (Sal 68,20).
7En tu presencia están todos los que me atribulan; * improperio y miseria esperó mi corazón (Sal 68,21).
8Y esperé que alguien se contristara conmigo, y no lo hubo; * y que alguien me consolara, y no lo encontré (Sal 68,21).
9Oh Dios, los inicuos se alzaron contra mí, * y la sinagoga de los poderosos anduvo buscando mi alma; y no te pusieron a ti ante sus ojos (Sal 85,14).
10Fui contado con los que bajan a la fosa; * llegué a ser como un hombre sin ayuda, libre entre los muertos (Sal 87,5-6).
11Tú eres mi Padre santísimo, * Rey mío y Dios mío (Sal 43,5).
12Atiende a mi ayuda, * Señor, Dios de mi salvación (Sal 37,23).

[7] OfP 3: 1Ten piedad de mí, oh Dios, ten piedad de mí, * porque mi alma confía en ti (Sal 56,2).
2Y esperaré a la sombra de tus alas, * hasta que pase la iniquidad (Sal 56,2).
3Clamaré al santísimo Padre mío altísimo, * al Señor, que ha sido mi bienhechor (cf. Sal 56,3).
4Envió desde el cielo y me libró, * entregó al oprobio a los que me pisoteaban (Sal 56,4).
5Envió Dios su misericordia y su verdad; * libró mi alma (Sal 56,4-5 - R) de mis fortísimos enemigos y de aquellos que me odiaron, porque se hicieron fuertes contra mí (Sal 17,18).
6Prepararon un lazo para mis pies, * y doblegaron mi alma (Sal 56,7).
7Cavaron ante mí una fosa, * y cayeron en ella (Sal 56,7).
8Mi corazón está preparado, oh Dios, mi corazón está preparado; * cantaré y recitaré un salmo (Sal 56,8).
9Levántate, gloria mía, levántate, arpa y cítara; * me levantaré a la aurora (Sal 56,9).
10Te confesaré entre los pueblos, Señor, * y te recitaré un salmo entre las gentes (Sal 56,10).
11Porque tu misericordia se ha engrandecido hasta los cielos; * y hasta las nubes, tu verdad (Sal 56,11).
12Álzate sobre los cielos, oh Dios; * y sobre toda la tierra, tu gloria (Sal 56,12).

[8] OfP 4: 1Ten piedad de mí, oh Dios, porque me ha pisoteado el hombre, * todo el día hostigándome me ha atribulado (Sal 55,2).
2Mis enemigos me han pisoteado todo el día, * porque son muchos los que guerrean contra mí (Sal 55,3).
3Todos mis enemigos maquinaban males contra mí, * pronunciaron una palabra inicua contra mí (Sal 40,8-9 - cf. R).
4Los que acechaban mi alma * celebraron consejo juntos (Sal 70,10).
5Salían fuera * y hablaban (Sal 40,7 - R) sobre eso mismo (Sal 40,8 - G).
6Todos los que me vieron se rieron de mí, * hicieron muecas y movieron la cabeza (Sal 21,8).
7Y yo soy gusano y no hombre, * oprobio de los hombres y desecho del pueblo (Sal 21,7).
8Me he convertido en gran oprobio para mis vecinos, más que todos mis enemigos, * y en temor para mis conocidos (Sal 30,12).
9Padre santo (Jn 17,11), no alejes tu auxilio de mí, * mira por mi defensa (Sal 21,20).
10Atiende a mi ayuda, * Señor, Dios de mi salvación (Sal 37,23).

[9] OfP 5: 1A voz en grito clamé al Señor, * a voz en grito supliqué al Señor (Sal 141,2).
2En su presencia derramo mi oración, * y ante él expongo mi tribulación (Sal 141,3).
3Cuando me va faltando el aliento, * y tú conoces mis senderos (Sal 141,4).
4En este camino por donde andaba, * los soberbios me escondieron un lazo (Sal 141,4 - cf. R).
5Yo miraba a la derecha, y veía, * y no había quien me conociese (Sal 141,5).
6No tengo adonde huir, * y no hay quien cuide de mi alma (Sal 141,5).
7Porque por ti soporté el oprobio, * la confusión cubrió mi rostro (Sal 68,8).
8Me he convertido en extraño para mis hermanos, * y en peregrino para los hijos de mi madre (Sal 68,9).
9Padre Santo (Jn 17,11), el celo de tu casa me devoró, * y los oprobios de los que te censuraban cayeron sobre mí (Sal 68,10).
10Y se alegraron a mi costa y se reunieron, * se acumularon sobre mí los azotes y de improviso (Sal 34,15).
11Se multiplicaron más que los cabellos de mi cabeza * los que me odiaron sin causa (Sal 68,5).
12Se hicieron fuertes los enemigos que me perseguían injustamente; * devolví entonces lo que no había robado (Sal 68,5).
13Levantándose testigos inicuos, * me preguntaban lo que no sabían (Sal 34,11).
14Me devolvían mal por bien (Sal 34,12) y me criticaban, * porque seguía la bondad (Sal 37,21).
15Tú eres mi Padre santísimo, * Rey mío y Dios mío (Sal 43,5).
16Atiende a mi ayuda, * Señor, Dios de mi salvación (Sal 37,23).

[10] OfP 6: 1Oh todos vosotros los que pasáis por el camino, * atended y ved si hay dolor como mi dolor (Lam 1,12).
2Porque me rodearon perros innumerables, * me asedió el consejo de los malvados (Sal 21,17).
3Ellos me miraron y contemplaron, * se repartieron mis vestidos y echaron a suerte mi túnica (Sal 21,18-19).
4Taladraron mis manos y mis pies, * y contaron todos mis huesos (Sal 21,17-18 - R).
5Abrieron su boca contra mí, * como león que apresa y ruge (Sal 21,14).
6Estoy derramado como el agua, * y todos mis huesos están dislocados (Sal 21,15).
7Y mi corazón se ha vuelto como cera que se derrite * en medio de mis entrañas (Sal 21,15 - R).
8Se secó mi vigor como una teja, * y mi lengua se me pegó al paladar (Sal 21,16).
9Y me dieron hiel para mi comida, * y en mi sed me dieron vinagre (Sal 68,22).
10Y me llevaron al polvo de la muerte (cf. Sal 21,16), * y aumentaron el dolor de mis llagas (Sal 68,27).
11Yo dormí y me levanté (Sal 3,6 - R), * y mi Padre santísimo me recibió con gloria (cf. Sal 72,24).
12Padre santo (Jn 17,11), sostuviste mi mano derecha ' y me guiaste según tu voluntad, * y me recibiste con gloria (Sal 72,24 - R).
13Pues, ¿qué hay para mí en el cielo?; * y fuera de ti, ¿qué he querido sobre la tierra? (Sal 72,25).
14Mirad, mirad, porque yo soy Dios, dice el Señor; * seré ensalzado entre las gentes y seré ensalzado en la tierra (cf. Sal 45,11).
15Bendito el Señor Dios de Israel (Lc 1,68), que redimió las almas de sus siervos con su propia santísima sangre, * y no abandonará a ninguno de los que esperan en él (Sal 33,23 - R).
16Y sabemos que viene, * que vendrá a juzgar la justicia (cf. Sal 95,13 - R).

[11] OfP 7: 1Pueblos todos, batid palmas, * aclamad a Dios con gritos de júbilo (Sal 46,2).
2Porque el Señor es excelso, * terrible, Rey grande sobre toda la tierra (Sal 46,3).
3Porque el santísimo Padre del cielo, nuestro Rey antes de los siglos, * envió a su amado Hijo desde lo alto y realizó la salvación en medio de la tierra (Sal 73,12).
4Alégrense los cielos y exulte la tierra, ' conmuévase el mar y cuanto lo llena; * se alegrarán los campos y todo lo que hay en ellos (Sal 95,11-12).
5Cantadle un cántico nuevo, * cantad al Señor, toda la tierra (Sal 95,1).
6Porque grande es el Señor y muy digno de alabanza, * más temible que todos los dioses (Sal 95,4).
7Familias de los pueblos, ofreced al Señor, ' ofreced al Señor gloria y honor, * ofreced al Señor gloria para su nombre (Sal 95,7-8).
8Ofreced vuestros cuerpos ' y llevad a cuestas su santa cruz, * y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos (cf. Lc 14,27; 1 Pe 2,21).
9Tiemble en su presencia la tierra entera; * decid entre las gentes que el Señor reinó desde el madero (Sal 95,9-10 - G/R).
10Y subió al cielo, y está sentado a la derecha del santísimo Padre en el cielo; elévate sobre el cielo, oh Dios, * y sobre toda la tierra, tu gloria (Sal 56,12).
11Y sabemos que viene, * que vendrá a juzgar la justicia (cf. Sal 95,13 - R).

[12] 1 R 22,25-30: 25Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. 26Mas en la santa caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16), ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; 27y hagámosle siempre allí habitación y morada (cf. Jn 14,23) a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre (Lc 21,36). 28Y cuando estéis de pie para orar (Mc 11,25), decid (Lc 11,2): Padre nuestro, que estás en el cielo (Mt 6,9). 29Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer (Lc 18,1); 30pues el Padre busca tales adoradores (Jn 4,23).

[13] 1 R 22,41-55: 41Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre diciendo: Padre, glorifica tu nombre (Jn 12,28), y glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti (Jn 17,1). 42Padre, manifesté tu nombre a los hombres que me diste (Jn 17,6); porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos; y ellos las han recibido, y han reconocido que salí de ti, y han creído que tú me has enviado. 43Yo ruego por ellos, no por el mundo, 44sino por éstos que me diste, porque tuyos son y todas mis cosas tuyas son (Jn 17,8-10). 45Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste, para que ellos sean uno como también nosotros (Jn 17,11). 46Hablo estas cosas en el mundo para que tengan gozo en sí mismos. 47Yo les he dado tu palabra; y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. 48No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno (Jn 17,13-15). 49Glorifícalos en la verdad. 50Tu palabra es verdad. 51Como tú me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo. 52Y por éstos me santifico a mí mismo, para que sean ellos santificados en la verdad. 53No ruego solamente por éstos, sino por aquellos que han de creer en mí por medio de su palabra (cf. Jn 17,17-20), para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí (Jn 17,23). 54Y les haré conocer tu nombre, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos (cf. Jn 17,26). 55Padre, los que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean tu gloria (Jn 17,24) en tu reino (Mt 20,21). Amén.

[14] 1 R 23,1-6: 1Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo (Jn 17,11) y justo, Señor rey del cielo y de la tierra (cf. Mt 11,25), por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso (cf. Gn 1,26; 2,15). 2Y nosotros caímos por nuestra culpa.
3Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste (cf. Jn 17,26), hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte.
4Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo (cf. Mt 25,34).
5Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste (cf. Mt 17,5), junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya.
6Y a la gloriosa madre, la beatísima María siempre Virgen, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y Rafael, y a todos los coros... humildemente les suplicamos por tu amor que te den gracias por estas cosas como te place, a ti, sumo y verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya (Ap 19,3-4).

[15] 1 R 23,7-11: 7Y a todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica y apostólica, y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos..., humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos menores, siervos inútiles (Lc 17,10), que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse.
8Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente..., al Señor Dios (Mc 12,30 par), que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará (cf. Tob 13,5), que a nosotros, miserables y míseros... nos hizo y nos hace todo bien.
9Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien..., que es el solo bueno (cf. Lc 18,19), piadoso, manso, suave y dulce...; de quien y por quien y en quien (cf. Rom 11,36) es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria...
10Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga.
11En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos... al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman a él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable...

[16] 2CtaF 1-3: 1A todos los cristianos... 2Puesto que soy siervo de todos, estoy obligado a serviros a todos y a administraros las odoríferas palabras de mi Señor. 3Por eso, considerando en mi espíritu que no puedo visitaros a cada uno personalmente a causa de la enfermedad y debilidad de mi cuerpo, me he propuesto anunciaros, por medio de las presentes letras y de mensajeros, las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida (Jn 6,64).

[17] 2CtaF 4-12: 4El altísimo Padre anunció desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. 5Él, siendo rico (2 Cor 8,9), quiso sobre todas las cosas elegir, con la beatísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo. 6Y cerca de la pasión, celebró la Pascua con sus discípulos y, tomando el pan, dio las gracias y lo bendijo y lo partió diciendo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo (Mt 26,26). 7Y tomando el cáliz dijo... 8Después oró al Padre diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz (Mt 26,39). 9Y se hizo su sudor como gotas de sangre que caían en tierra (Lc 22,44). 10Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39). 11Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; 12no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1,3), sino por nuestros pecados...

[18] 2CtaF 48-56: 48Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). 49Y serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras hacen. 50Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). 51Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. 52Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50); 53madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20), por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (cf. Mt 5,16).
54¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! 55¡Oh cuán santo, consolador (paraclitum), bello y admirable, tener un esposo! 56¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado (Jn 17,11)...

[19] AlD: 1Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas (Sal 76,15).
2Tú eres fuerte, tú eres grande (cf. Sal 85,10), tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo (Jn 17,11), rey del cielo y de la tierra (cf. Mt 11,25).
3Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses (cf. Sal 135,2), tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero (cf. 1 Tes 1,9).
4Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad...
5Tú eres belleza, tú eres mansedumbre...
6Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra:
Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador.

[20] Adm 1: 1Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí. 2Si me conocierais a mí, ciertamente conoceríais también a mi Padre... 3Señor, muéstranos al Padre y nos basta... 4Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6-9). 5El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). 6Por eso no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn 6,64). 7Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de otra manera que el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo... 12De donde el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor... 20Y como ellos (los apóstoles), con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él (la de Cristo), pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, 21así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero...

[21] He aquí cómo clasifico las distintas oraciones contenidas en los escritos de Francisco. Hay, en primer lugar, y aparte, tres conjuntos dirigidos por Jesús a su Padre: 1) Los Salmos del Oficio de la Pasión; 2) La oración sacerdotal de Jn 17: 1 R 23; 1CtaF 13b-19; 2CtaF 56b-60; 3) La oración de Getsemaní: 2CtaF 8-10. Las otras 15 oraciones a que aludo son las siguientes:

I. Oraciones dirigidas a Dios:
A) Invitatorios:

1) 1 R 17,17-19
2) AlHor
3) ExhAD
4) OfP Oración
B) Oraciones:
5) 1 R 22,1-6
6) AlD
7) AlHor 11: Oración
8) ParPN
9) CtaO 50-52
10) OrSD
11) Cánt

II. Oraciones dirigidas a Cristo:
A) Invitatorio:

12) 2CtaF 61-62
B) Oración:
13) Test 5

III. Oraciones a la Virgen María:
14) OfP Antífona
15) SalVM

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIII, núm 39 (1984) 372-405]

 


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