DIRECTORIO FRANCISCANO
ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS

SER "MADRES" DE JESUCRISTO (2CtaF 50-53)
por Gérard Guitton, OFM

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¿Podemos ser «madres» de Jesús? Así formulada, la pregunta puede resultar chocante. Jesús sólo tuvo una madre, María. Con todo, también Jesús dijo que el que cumple la voluntad de Dios es su «madre». San Francisco, en expresión de Celano, llevaba desnudo en el corazón a quien la Virgen llevó desnudo en sus brazos. Y afirma que podemos ser «madres» de Jesús si, como ella, permanecemos a la escucha de la Palabra de Dios y obedientes a la acción del Espíritu para que Cristo crezca en nosotros y se revele al mundo por nuestro amor y nuestras buenas obras.
[Étre les «Mères» de Jésus-Christ, en Évangile Aujourd'hui n. 116 (1982) 37-48]

La fiesta de la Navidad nos hace revivir el misterio central de la Encarnación del Hijo de Dios, que colmaba de alegría el corazón de Francisco. Francisco celebraba esta fiesta con más solemnidad que todas las demás (2 Cel 199).

Él asoció siempre a la Virgen María con la presencia de Jesús: para Francisco, María acompaña paso a paso a Jesús en su vida de pobreza, hasta tal punto que ha podido afirmarse que la pobreza de María fue «una concretización de la pobreza de Cristo» y signo de que ella compartió y participó voluntaria y plenamente «en el destino de su Hijo».[1]. Es lo que Francisco dice con toda claridad al principio de su Carta a todos los fieles: «Y, siendo Él sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5).

Lo que Francisco ama en María, es que ella nos dio como hermano «al Señor de la majestad» (2 Cel 198). Ella nos lo dio. Esta maternidad divina contiene, pues, una realidad extraordinaria que nos afecta espiritualmente a todos y a cada uno de nosotros. Francisco hablará con frecuencia de esta maternidad en sus escritos. Y el tiempo de Navidad es particularmente propicio para la contemplación de esta maternidad de María. Pero, ¿no desborda este misterio la persona misma de María? ¿No hay en este misterio una maternidad espiritual que debemos vivir a nuestro nivel? La Carta a todos los fieles contiene una frase que nos orienta en tal sentido; se dice allí que nosotros podemos ser «madres de nuestro Señor Jesucristo».

UNA FRASE SORPRENDENTE

Tras recordar, primero a todos los fieles y después a los religiosos, las exigencias de la vida cristiana, vida cristiana que debe pasar por el amor a Dios y al prójimo, la vida sacramental y la renuncia a uno mismo por Cristo, san Francisco subraya cuán maravillosa es esta vida si está conformada a la acción del Espíritu Santo:

«Y sobre todos ellos y ellas, mientras hagan tales cosas y perseveren hasta el fin, descansará el espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras hacen. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando, por el Espíritu Santo, el alma fiel se une a Jesucristo. Somos ciertamente hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50). Madres, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20), por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (Mt 5,16).

»¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado... (Jn 17,11)» (2CtaF 48-56).

La cita es larga, pero había que reproducirla. Sus términos han sido cuidadosamente escogidos, son precisos, pero pueden sorprender. Para hablar de nuestras relaciones con las tres personas divinas, Francisco se sirve de la gama de relaciones de la vida de familia: tras recordar que todos somos «hijos» del Padre celestial, nos pide a la vez que seamos «esposos», «hermanos» y «madres» de Jesús, y se extasía en una serie de adjetivos con los que califica tales maravillas. Además de que habitualmente es imposible ser esposos, hermanos (o hermanas) y madres de la misma persona, cuando se trata de las relaciones con Jesús, la dificultad es distinta: pase todavía el ser su hermano; nos resulta más o menos familiar este parentesco con él. Ser su esposo resulta ya más difícil de entender; ¿lo intuyen un poco naturalmente los casados, por sus propias relaciones conyugales? En cuanto a ser su madre, ¿podrá experimentarlo más fácilmente cualquier mujer que ha dado a luz? No lo sé.

Lo que, por el contrario, sí sé es que, caso de que se pueda comprender algún elemento de estas realidades misteriosas, esponsal y maternal, mirando a la Virgen María es como lo lograremos. Y mirando, desde luego, al Evangelio. Como Francisco.[2]

UNA MIRADA AL EVANGELIO

Las frases breves corren la misma suerte en todas partes. Algunas se emplean con frecuencia; otras se citan sólo en raras ocasiones; incluso, a veces, caen en el olvido. Me parece que algo de esto es lo que ha ocurrido con los pasajes en los que Jesús nos habla de ser su propia madre. Son, sin embargo, pasajes muy significativos. Dos series de textos nos hablan de este tema.

Una primera perícopa se encuentra en los tres evangelios sinópticos: Mateo 12,46-50; Marcos 3,31-35; Lucas 8,19-21. Citamos el pasaje de Marcos; es bastante parecido en Mateo, algo diferente en Lucas:

«Fue (Jesús) a casa y se juntó de nuevo tanta gente que no lo dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a echarle mano, porque decían que no estaba en sus cabales... Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. Tenía gente sentada alrededor, y le dijeron: "Oye, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera". Él les contestó: "¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?" Y paseando la mirada por los que estaban sentados en el corro, dijo: "Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mc 3,20-21 y 31-35).

Raras veces he leído o escuchado comentarios sobre este pasaje que, al parecer, ha molestado durante mucho tiempo a los comentaristas y predicadores. ¿Había que hablar de él cuando se predicaba sobre la Virgen María? ¿No contiene palabras descorteses sobre la madre de Jesús? En efecto, al citar este texto de Marcos (con los versículos 20-21, que no aparecen en los otros evangelios), se da a entender que María debía formar parte de la parentela que dice que Jesús no está «en sus cabales»; lo cual es bastante inquietante para cierta mariología clásica.

Hace algunas décadas se habló incluso de «mariología restrictiva» a propósito de este pasaje, pues no era bastante respetuoso con María y la frase de Jesús desviaba la atención de los discípulos de la persona de su madre para centrarlos más en sí mismos. Normalmente la Virgen María debía atraer a sí todas las miradas del cristiano. Por ello, cuando se quería exaltar a la Virgen María, se procuraba no citar este pasaje.[3]

Afortunadamente, el Concilio Vaticano II ha tratado todas estas tendencias como se merecían, y la constitución sobre la Iglesia, la Lumen Gentium, en su capítulo final sobre «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia», cita todos estos textos aparentemente algo «antimariológicos» (LG 58).

La segunda perícopa es más conocida y aparece con mayor frecuencia en la liturgia y en los comentarios; es el famoso loguion de «La verdadera dicha»:

«Estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer del pueblo, y dijo: "¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!" Pero él dijo: "Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan"» (Lc 11,27-28).

El aserto lanzado a Jesús apunta en ambas citas a su madre (en la primera, también a sus hermanos y hermanas); la segunda perícopa está escrita con un estilo colorista típicamente judío. Y en ambas ocasiones llama Jesús la atención sobre algo diferente de su madre. Con todo, no la desvaloriza en absoluto; al contrario, muestra que cualquier discípulo puede adquirir las mismas cualidades de su madre, que es el modelo de toda unión con Cristo. Me habláis de mi madre, dice en resumidas cuentas Jesús, pero cada uno de vosotros puede actuar como ella, es decir, cumplir la voluntad de Dios; si hacéis esto, estaréis vinculados a mí como un hermano, como una hermana, como mi madre incluso, que cumplió siempre la voluntad de Dios.

San Marcos y san Mateo insisten en hacer, en cumplir la voluntad de Dios, siguiendo la idea básica del discurso de la montaña: hacer, cumplir la voluntad del Padre para entrar en el reino de los cielos (Mt 7, 21).[4] San Lucas prefiere insistir en la escucha de la Palabra de Dios y en guardarla en el corazón. Es la actitud habitual de todos los discípulos lucanos, empezando por María: en la Anunciación, María escucha la Palabra de Dios y la guarda en su seno para que fructifique y tome cuerpo convirtiéndose en el cuerpo de Jesús, que ella dará al mundo en la noche de Navidad. Durante el período de la infancia, María permanece igualmente a la escucha de todo cuanto sucede a su hijo, conserva en su corazón todos estos «rèmata», vocablo griego que significa, a la vez, «palabras» y «acontecimientos» (Lc 2,19.51; cf. Adm 28,3). En otro lugar, es otra María, la hermana de Marta, quien elige únicamente escuchar la palabra de Jesús y quien, por ello, «ha elegido la mejor parte» (Lc 10,38-40). San Pablo dirá más tarde, en ese mismo sentido, que la fe nace de la audición (Rm 10,17).

Es bien comprensible, pues, que en el pasaje de «La verdadera dicha» subraye san Lucas la importancia de la escucha de la Palabra para luego guardarla celosamente (con el mismo verbo empleado en 8,21). ¿Dichosa mi madre?, pregunta Jesús. Ciertamente, pero porque ha escuchado plenamente la Palabra de Dios y la ha guardado en su corazón. Pues bien, cualquier discípulo puede ser tan dichoso como ella si sabe escuchar y conservar la Palabra, Palabra que hará nacer en él la fe y el amor que María tuvo como nadie. Y «guardar, conservar la Palabra» no es, de ningún modo, una actitud pasiva o a la espera de los acontecimientos, sino la tarea de la mujer encinta que lleva en su seno una semilla que no cesa de crecer, de tomar cuerpo y, por último, de nacer para ser abiertamente revelada al mundo.

Tal debe ser la actitud profunda de todo discípulo de Cristo.

SOMOS VERDADERAMENTE SUS MADRES

San Francisco sabe todo esto. Vive profundamente esta maternidad espiritual del discípulo cuando escribe la Carta a todos los fieles. Todo el pasaje citado al principio del artículo respira una atmósfera muy mariana y joánica a la vez: «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23)» (2CtaF 48). Estas palabras recuerdan la presencia del Espíritu sobre el Mesías (Is 11,2) y la idea clave de Juan de «permanecer en Dios». También María recibió el Espíritu Santo en vistas al nacimiento del Mesías: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35).

Y san Francisco nos invita así mismo a esa efusión del Espíritu que nos permite alcanzar ese inmenso y rico parentesco con el Padre y el Hijo, en el Espíritu: «Y serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras realizan (cumplir la voluntad de Dios, Mc 3,35 y paralelos). Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo...; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20) por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros (cf. Mt 5,16)» (2CtaF 49-53).

Todos los momentos de la vida de una madre están, por así decirlo, descritos en este pasaje: la fecundación, la gestación y el parto: «Como primera cosa, el "concepit" (concibió): como María, el hombre debe acoger al Verbo de Dios, aceptarlo en actitud de obediencia creyente y dejarse llevar totalmente de Él. Pero el "concibió" -y este es el segundo momento- debe convertirse en "peperit" (dio a luz): el hombre, obediente y creyente, de nuevo como María, debe dar a luz al Verbo de Dios, darle vida y forma».[5] Por el amor llevaremos en nuestro seno (y, sin duda, «alimentaremos») a Cristo, y mediante nuestras buenas obras lo daremos a luz.[6]

La fidelidad al Espíritu Santo y la puesta en práctica del amor que llevamos en nuestro interior, es algo que Francisco considera muy importante, pues lo cita en sus escritos cuatro veces. El texto más largo y claro es el de la Regla bulada (2 R 10,8-10): «Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y enfermedad, y amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan...». La expresión «su santa operación» refleja la acción del Espíritu que nos hace actuar, que nos hace orar (cf. Rm 8,26-27), tener paciencia y amar en la persecución.

Esta expresión es traducida por «obras santas» en los otros tres textos: 2CtaF 53: «somos madres cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20), por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como ejemplo (cf. Mt 5,16)». Test 39: «Así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin»; 1CtaF 2,21: «... y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida (Jn 6,64)».

En 2CtaF 53 y en 2 R 10,9, se trata de actos que hay que realizar bajo el influjo del Espíritu; en los otros dos textos, el acento recae sobre la puesta en práctica de la palabra recibida. En todos ellos, está presente en el espíritu de Francisco el ejemplo de María. Según él, el Espíritu reposa sobre todos los fieles, en particular sobre los pobres y los pequeños: «En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico» (2 Cel 193).

HAGÁMOSLE UNA MORADA

María es la casa de Dios. Las letanías de la Virgen nos lo recuerdan. Francisco la saluda:

¡Salve, palacio de Dios!
¡Salve, tabernáculo de Dios!
¡Salve, casa de Dios! (SalVM).

Pero traslada esa realidad a la vida cristiana: «Y hagamos siempre en ellos (en nuestro corazón y en nuestra mente) habitación y morada (cf. Jn 14,23) a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Dice en otro lugar: «...el espíritu del Señor, que habita en sus fieles...» (Adm 1,12). Y, personalmente, Francisco vive tan intensamente esta realidad que Celano puede escribir de él la siguiente frase sorprendente y maravillosa: «En todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre, llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83).

Y eso es lo que realmente acaeció en Greccio, la noche de Navidad. Francisco llevó allí en sus brazos al niño que llevaba constantemente en su corazón. El niño Jesús estaba muy despierto en sus brazos, a la par que lo daba a luz sin cesar con su vida de oración y de amor, e invitaba así a todos los participantes a hacer lo mismo: «No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido de muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados» (1 Cel 86).

Una vez más destaca el modelo mariano: llevar a Cristo en el corazón por la fe para ofrecerlo luego visiblemente al mundo.

LOS HERMANOS QUE SON MADRES

Sabemos desde hace mucho tiempo que Dios tiene entrañas de madre: como se preocupa una madre por su criatura, así se preocupa Dios Padre por nosotros (Is 66,13; 49,15; Sal 26,10).

También Francisco tiene entrañas maternas para con sus hermanos, y los invita a que se ocupen unos de otros con corazón maternal. En varias ocasiones dice Francisco que los hermanos deben transformarse en madres. Donde más insiste sobre este tema es en la Regla para los Eremitorios:

«Los que quieran llevar vida religiosa en eremitorios, sean tres hermanos o, a lo más, cuatro. Dos sean madres y tengan dos hijos o, al menos, uno. Los dos que son madres sigan la vida de Marta, y los dos hijos sigan la vida de María (cf. Lc 10,38-42). Y tengan un claustro, y en él cada uno su celdita, para orar y dormir... Los hermanos que son madres procuren permanecer lejos de toda persona... Y los hijos no hablen con ninguna persona, sino con sus madres y con su ministro y custodio... Los hijos tomen de vez en cuando el oficio de madres, tal como les pareciere establecer los turnos» (REr 1-2 y 8-10).

Celano se hace eco de esta actitud de Francisco: «Quiero -decía- que mis hermanos se muestren hijos de una misma madre; y que a uno que pidiere la túnica, la cuerda u otra cosa, se la dé el otro generosamente. Préstense también mutuamente los libros y cuanto puedan desear...» (2 Cel 180). Y en la Regla bulada: «Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal (cf. 1 Tes 2,7), ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 2,8). En la Carta al hermano León, se dirige a él en estos términos: «Te hablo, hijo mío, como una madre».[7]

A veces, incluso, Francisco es llamado «madre» por sus hermanos (2 Cel 137) y, cuando se encuentra muy enfermo, Elías, para obligarle a que se deje cuidar, le recuerda que él, Francisco, lo había escogido como «madre» y lo había nombrado «padre» de todos los demás hermanos (1 Cel 98).

La palabra «madre», que tanto gustaba a Francisco, es mucho más que una mera imagen que invita a la dulzura y al servicio fraterno. Él vive esta maternidad como una tarea de alumbramiento: en la parábola que explica ante el papa Inocencio III para pedirle que apruebe su forma de vida evangélica, Francisco habla de una mujer desposada y fecundada por el rey que le da muchos hijos, y dice también claramente que esa mujer es él mismo. El Señor lo fecundó con su palabra y él engendró hijos espirituales (cf. 2 Cel 164; LM 8,2). Más tarde seguirá experimentando por sus hermanos la angustia y el dolor que siente una madre preocupada por sus hijos queridos:

«¿Quién ha llegado a tener la solicitud de Francisco por los súbditos?... Compadece con amor a la pequeña grey atraída en pos de sí... Le parecía desmerecer la gloria para sí si no hacía gloriosos a una consigo a los que se le habían confiado, a quienes su espíritu engendraba más trabajosamente que las entrañas de la madre cuando los había dado a luz» (2 Cel 174).

Y san Buenaventura comprendió perfectamente que Francisco concibió y alumbró (siempre los dos mismos verbos) una nueva vida en el Espíritu al escuchar el evangelio de la fiesta de san Matías, en la Porciúncula y bajo la protección de María:

«Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, y al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (LM 3,1).

HASTA VER A CRISTO FORMADO EN NOSOTROS

Toda vida cristiana debe ser fecunda: fecundidad física de los esposos cristianos, fecundidad espiritual de quienes habilitan a nuevos discípulos para nacer a la vida de la fe. San Francisco gustaba recordar los pasajes del Antiguo Testamento que hablan de la fecundidad de la mujer estéril (1 Sam 2,5; Is 54,1; Sal 112,9), y, según él, el hermano que oraba y que no salía nunca a predicar era tan útil y «fecundo» como el predicador famoso (cf. 2 Cel 164).

San Pablo se dirige así mismo a sus interlocutores como a sus propios hijos: «No os escribo estas cosas para avergonzares, sino más bien para amonestares como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor 4,14-15; cf. 1 Tes 2,7-8). San Pablo entendió muy bien que no existe separación entre dar a luz nuevos cristianos y dar a luz al mismo Cristo: «¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gál 4,19; cf. Ef 2,22; 3,17).

La constitución Lumen Gentium insiste también en María como modelo de la Iglesia en su tarea de engendrar nuevos hijos concebidos por el Espíritu Santo, y de hacerles crecer en Cristo: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65). Esta última frase fue añadida tras la aceptación de un «modus» presentado por el cardenal Suenens; la constitución no incluye la cita de Gál 4,19, que sí estaba en el trabajo de la comisión preparatoria.

Por último, cada discípulo del Evangelio actúa a imagen de toda la Iglesia, viviendo el retorno de Cristo en la esperanza de un nuevo alumbramiento: «La mujer, cuando da a luz, está triste, porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño le ha nacido, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21; cf. Ap 12,2; Rm 8,11).

EN LA IGLESIA, TODO FIEL SE CONVIERTE EN MADRE

Si Francisco era consciente de que tenía que alumbrar a sus hermanos a la nueva vida, María es la primera que «alumbra» a toda la Orden de los Hermanos Menores, puesto que ella los cobija bajo sus alas, para nutrirlos y protegerlos hasta el fin (2 Cel 198). A Francisco debía gustarle esta imagen de la gallina, pues ya al principio de la vida de la fraternidad vio en una visión a una gallina negra que no alcanzaba a cobijar a todos sus polluelos bajo sus alas: la gallina era él, y «Los polluelos son los hermanos, muchos ya en número y en gracia, a los que la sola fuerza de Francisco no puede defender de la turbación provocada por los hombres, ni poner a cubierto de las acusaciones enemigas. Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana» (2 Cel 24). Si Francisco es una madre para sus hermanos, lo es después de haber descubierto en María y en la santa Iglesia a una madre cariñosa, fecunda y misericordiosa.

Francisco sabía que «la Iglesia se hace también madre» (LG 64) y conocía tal vez este texto de Isaac de Estella, cisterciense del siglo XII, citado por el último Concilio: «A justo título, lo que en las Escrituras divinamente inspiradas se dice de la Virgen-Madre, que es la Iglesia en general, se aplica en particular a la Virgen María, y, lo que se dice de la Virgen María en particular, se entiende en general de la Iglesia, Virgen-Madre. Y cuando un texto habla de una o de otra, puede aplicarse a una y a otra sin distinción ni diferencia... Cristo permaneció nueve meses en la morada del seno de María, y permanecerá hasta el fin del mundo en la morada de la fe de la Iglesia, y, por los siglos de los siglos, en el conocimiento y en el amor del alma del creyente».[8]

* * *

Volvamos a nuestro texto de partida. Ahora nos extraña menos. Realmente podemos llegar a ser «madres» de Jesús. Lo afirmó Él mismo en el Evangelio. Y Francisco comprendió y difundió la transcendencia de este mensaje: recibir el Espíritu y la Palabra divina en nuestro corazón, hacerla crecer en nosotros por la oración y el amor, dar a luz a Cristo en el mundo mediante nuestras buenas obras y la atención maternal a nuestros hermanos.[9]

Al celebrar la fiesta de Navidad, vamos a acercarnos al pesebre con la misma fe y la misma simplicidad de niño que Francisco en Greccio. Él llevaba desnudo en su corazón a Aquel que nuestra Señora había llevado desnudo en sus brazos (2 Cel 83). Pero aquella noche llegó incluso a llevarlo también en sus brazos, como su propia Madre. Cada uno de nosotros lleva a ese Niño divino en su corazón; como los de Greccio, lo hemos dormido (cf. 1 Cel 86). No pide ahora sino que se le despierte.

Al igual que María y que Francisco, dejemos al Espíritu del Señor posarse sobre nosotros y que haga crecer su fruto en nosotros. Entonces podrá Cristo hacer en nosotros su morada y llegaremos a ser verdaderamente «su madre».

N O T A S:

[1] K. Esser, Temas Espirituales (Col. Hermano Francisco 9), Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1980, p. 298.

[2] Si se quisiera hacer un estudio completo de este texto, habría que analizar todos sus términos, en especial el de «esposo» tanto como el de «madre»; ambos tienen la misma importancia para Francisco, y se ilustran y complementan mutuamente. En el presente artículo nos limitamos al término «madre» y a la maternidad espiritual que de él se deriva, y no tratamos el aspecto esponsal de nuestra unión con Cristo.

[3] Lo mismo ocurría con la respuesta más bien seca de Jesús a María en las bodas de Caná: «¿Quién te mete a ti en esto, mujer?» (Jn 2, 4).

[4] La parábola del sembrador pone de relieve también la importancia de escuchar, entender y guardar la palabra para producir fruto. Véase Mt 13,19-23; Lc 8,11-15; textos citados por Francisco en 1 R 22,17.

[5] K. Esser, Temas Espirituales (Col. Hermano Francisco 9), Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1980, p. 293.

[6] En mi opinión, el vértice de 2CtaF 49ss recae en ese dar a luz y alumbrar a Cristo mediante una vida activa de caridad, lealtad y pureza, más que en el hecho de que Cristo llegue a ser nuestro hijo. Una cosa es afirmar que somos «madres» de Jesucristo dándolo a luz con nuestro amor a los demás, y otra es afirmar que Jesús es nuestro hijo. Yo prefiero mantener el acento sobre los verbos «llevar» y «dar a luz», sin llevar más lejos la comparación.

[7] En la traducción de la BAC, Guerra, Escritos..., edición de 1978, esta frase no aparece en el cuerpo del texto sino en su introducción (cf. p. 73), pero se trata de una simple errata, ya corregida en otras ediciones.

[8] Isaac de Estella, Serm. 31: PL 194, 1862-1865; citado en Lumen Gentium 64.

[9] K. Esser, en Temas Espirituales (Col. Hermano Francisco 9), Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1980, p. 295, nota 44, especifica: «H. Rahner aporta un solo testimonio de la literatura patrística y de la primera edad media: de Gregorio Magno: "Et mater eius efficitur, si per eius vocem amor Dei in proximi mente generatur". Pero este texto se refiere sólo a la proclamación de la palabra de Dios, mientras que Francisco se refiere a toda la vida cristiana como tal».

Y el P. De Lubac escribe ( Meditación sobre la Iglesia, Desclée de Brouwer, 4ª ed., pp. 313-314), comentando a Orígenes: «Dios ha puesto en ella "la plenitud de todos los bienes"... Su Verbo nace en cada uno de los fieles como en toda la Iglesia, pero esto se realiza a la manera de su nacimiento en el alma de María; de igual modo, para alcanzar el fruto de la fe, es menester que en cada uno esté el alma de María, que engrandece al Señor; y en cada uno el espíritu de María, que se alegra en Dios».

[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 491-501].

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