DE SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA DE ASÍS |
¿QUÉ
VISIÓN DE CRISTO SE DESPRENDE |
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I. CRISTO ES
«SEÑOR Y DIOS» Francisco nunca designa a Cristo con el título de Jesús o Jesucristo o Cristo sólo, sino siempre con el de «Señor» Jesu(Cristo), o «Nuestro Señor Jesucristo», que es el título más frecuente. Tiene, pues, como sus contemporáneos, una viva conciencia del «Señorío divino» de Cristo y de su universalidad. Si bien la palabra Dios (Deus) designa la mayoría de las veces a Dios Trinidad o a Dios Padre, designa también en numerosos pasajes a Cristo mismo: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (CtaO 11); aquí el contexto eucarístico nos dice que se trata de Cristo. «Y todas las criaturas que están bajo el cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador mejor que tú. Y aun los mismos demonios no fueron los que le crucificaron, sino fuiste tú el que con ellos le crucificaste, y todavía le crucificas...» (Adm 5,2-3). ¡Cristo creador! Este es un título que parece poco apropiado teológicamente hablando. Pero, para Francisco, Cristo es de tal modo Hombre y Dios que no separa nunca lo humano y lo divino. Él ve siempre una persona viva, el Hombre-Dios, en quien y con quien el Padre y el Espíritu Santo obran siempre juntos. Destaquemos ya, de pasada, que su cristología jamás se separa del misterio trinitario. Para Francisco, el misterio de la Salvación es obra del amor trinitario: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra, te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales...» (1 R 23,1). Para él, la Trinidad viva es la creadora y redentora. Ella es un acto de creación y de redención permanentes: cada una de las personas divinas trabaja en la salvación del hombre y de la humanidad. Por otra parte, refiriéndose a Cristo eucarístico, Francisco escribe: «Siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos» (CtaO 33). Este Jesucristo es realmente el «Dios vivo y verdadero» (CtaCus 8). El día de la Ascensión, Él es «el Dios que asciende sobre el cielo de los cielos hacia el oriente» (OfP 9,10). Francisco tiene, pues, una viva conciencia de la divinidad de Cristo y de su igualdad con el Padre y el Espíritu Santo. Imposible resulta confundir en sus Escritos a este Cristo Transcendente y Juez con un gran profeta cualquiera, con un reformador genial o incluso con un simple compañero de camino particularmente inspirado. ¡Él es Dios... Es el Señor! «Que todas las tardes, por medio de pregonero u otra señal, se anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente. Y sabed que, si no hacéis esto, tendréis que rendir cuenta en el día del juicio, ante vuestro Señor Dios Jesucristo» (CtaA 7-8; cf. 1 R 23,7-8). Esta visión inspira su actitud de adoración y de veneración ante la gloria y santidad de Cristo Dios, «quien ya no ha de morir, sino que vive eternamente y está glorificado» (CtaO 22); y, especialmente, ante su presencia eucarística. Por eso, Francisco expresa su fe, su temor reverencial y agradecido, por medio del homenaje y de la prosternación: «El hermano Francisco os saluda en Aquel a quien habéis de adorar con temor y reverencia postrados en tierra al escuchar su nombre; el Señor Jesucristo, cuyo nombre es Hijo del Altísimo, el cual es bendito por los siglos» (CtaO 3-4; cf. CtaCus 6-7). En esta materia, pues, Francisco es muy de su época. Pero, en él, esta imagen de Cristo Señor jamás es abrumadora o temible. Porque el Señor nunca es contemplado únicamente en su esplendor divino, sino que lo es también en su existencia humana humilde, pobre y sufriente. En esto se acercaba a la visión de la corriente cisterciense. Francisco proclamará con la misma fuerza que Cristo Señor es verdadero Hombre. II. CRISTO ES EL «SIERVO» Repetidas veces Francisco da gracias al Padre y lo glorifica porque quiso que su Hijo, «verdadero Dios y verdadero Hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» (1 R 23,3); y el Verbo del Padre recibió, en el seno de la Virgen, «la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Por esto, Francisco saluda a María con términos muy concretos que, en definitiva, no expresan sino su maternidad; a través de ella, Francisco canta la encarnación de Cristo en su seno (CtaO 21; SalVM). Así, pues, al contrario que las herejías de su tiempo (como los cátaros que hablaban de apariencia de humanidad), Francisco llamó mucho la atención de sus hermanos sobre esta maravilla que lo arrobaba: Dios tomó un cuerpo de hombre. Su mirada de fe equilibrada no separa nunca la condición divina y la condición humana de Cristo, su rostro glorioso y su rostro sufriente y frágil. En ese Cristo Señor veía siempre a «Aquel que tanto ha sufrido por nosotros» (este pro nobis, «por nosotros», es un «leitmotiv» en él). Desde su conversión, Francisco adoptó la oración litúrgica del «Adoramus te» (Test 5),[1] porque expresaba bien lo que él creía y lo que él vivía. Hay que adorar a este Cristo y bendecirlo porque es el Redentor del mundo por su cruz. Para él, como para san Juan, la Gloria de Cristo Señor brota de su anonadamiento, de su humanidad crucificada, donde se manifiesta la Gloria de Dios, es decir, su secreto íntimo. Y Francisco utilizará otra serie de imágenes que expresan para él ese misterio de anonadamiento: 1. Cristo SIERVO. Cristo es aquel que lavó los pies de sus discípulos (Adm 4); ésta es una de las imágenes cristológicas más fuertes que haya impresionado el espíritu de Francisco. La tarde del Jueves Santo constituye un elemento esencial de la espiritualidad del «hermano menor»; y cuando Francisco querrá que sus hermanos se llamen «menores» (es decir, los más pequeños, los últimos, los siervos de la casa), les impondrá ese nombre refiriéndose evidentemente al gesto de Jesús que lavó, Él mismo, los pies a sus discípulos.[2] 2. El Siervo SUFRIENTE. Es una imagen muy fuerte, que se desprende sobre todo de su «Salterio» (llamado incluso Oficio de la Pasión), donde Francisco se identifica con la voz del Hijo ultrajado que expresa a su Padre su soledad en el sufrimiento a la vez que su confianza filial.[3] 3. Cristo MENDIGO y PEREGRINO. Esta imagen es más original de Francisco, quien, con frecuencia, tiene esta visión insistente y extraña de un Cristo tirado por los caminos del hombre, y que, con su madre, vivió de limosna como todos los mendigos: «Y cuando sea necesario -dice Francisco a sus frailes-, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como roca durísima, y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9,3-5). Esta imagen, que no tiene apoyo concreto en los textos evangélicos, le fue sugerida, tal vez, por palabras como «las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Según Celano, Francisco, «al hablar de la pobreza, solía repetir muchas veces a los hermanos este versículo del Evangelio» (2 Cel 56), o evocaba los cuarenta días que Cristo pasó en el desierto al descampado. Aquí nos encontramos, tal vez, con una visión particularmente desarrollada por Francisco: el Cristo huésped de paso, a quien se acoge, y que vivió de limosna (pauper et hospes). Es el Peregrino del Padre que abrió un surco profundo en el corazón de toda la humanidad. Creó una tensión irreversible hacia el Absoluto del Reino del Padre, y puso a los hombres en situación de éxodo mesiánico. Cristo es también el Mendigo. Todas las limosnas del mundo le son debidas a Él, y a aquellos que son pobres como Él ante el Padre. «La limosna es la herencia y justicia que se debe a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). Aquí tenemos una visión cristológica que no es fácil hacer inmediatamente operativa hoy, y, sin embargo, ¡qué mirada tan profundamente teológica! Este Cristo mendigo que recibe todo del Padre (su creación, su resurrección); estos pobres que, en la fe, reconocen su verdadera condición de hombres ante el Padre: son hijos que reciben todo de Él, y que se hacen los hermanos de Cristo, teniendo derecho a la misma herencia; toda la creación recibida como un don, y sobre todo el Reino de los cielos, la «Tierra de los vivientes».[4] 4. Cristo es el GUSANO. Imagen cristológica que también evoca en Francisco la encarnación de Cristo rechazado y despreciado, que asumió nuestra condición de «gusanos despreciables y pecadores».[5] El hombre, por su pecado, estaba como desnudo en el fondo de su miseria y abandonado como gusano en el camino. Cristo se identificó con el hombre pecador. 5. Cristo es el CORDERO. En el misterio eucarístico, Francisco discierne a la vez la presencia del Señor resucitado, y también la imagen del Cordero cuya sangre, libremente derramada, es la de la Nueva Alianza (CtaO 18-19; cf. 1 Cel 77-78). Por lo demás, esta imagen polivalente no evoca simplemente el don y el abandono de Cristo, sino también el Señorío glorioso del Cordero que reina en los cielos, según la visión del Apocalipsis. 6. Cristo es el BUEN PASTOR. Imagen muy querida por Francisco, que la evoca repetidas veces en sus Escritos. Cristo es a la vez el que da su vida por sus ovejas y el que las conduce hacia la vida en plenitud.[6] Esta imagen del Buen Pastor no se encontraba en las representaciones artísticas del siglo XIII; Francisco no la tomó, por tanto, de su ambiente cultural, sino de la fuente misma de la Escritura (Jn 10,11; 1 Pe 2,24-25), que le une curiosamente a la fe de la Iglesia de las catacumbas. * * * Vosotros mismos, lectores, podríais continuar esta enriquecedora cosecha, y descubrir hasta dónde Francisco es realmente un hombre de su tiempo que comparte las aproximaciones cristológicas de aquel ambiente, y, a la vez, un hombre tan profundamente inmerso en el Evangelio y la Liturgia que corrige espontáneamente los límites de aquéllas. Sí, Cristo es ciertamente el Dios creador, el Dios de Israel, el Dios vivo y verdadero, el Juez supremo; pero es también el Siervo que lavó los pies de sus discípulos, el Mendigo, el Peregrino, el Siervo sufriente, el Gusano, el Cordero, el Buen Pastor que dio su vida... Francisco había captado que las riquezas de Cristo no pueden encerrarse ni expresarse en un solo título o en una sola imagen. ¿Cómo «decir» ese misterio del Altísimo que se hace cercano al hombre? Siempre balbuceando. Ayer como hoy. Sin jamás sistematizar un título o una imagen, ni siquiera una definición dogmática. Admiración y asombro fueron las principales claves de Francisco. III. NO HAY SANA
CRISTOLOGÍA Recordemos en primer lugar que el cristianismo de Francisco no es un tratado de teología sino una seducción, una invasión: la irrupción de una Figura Viva de Cristo que unifica toda su vida de fe. Francisco entra en el misterio trinitario con Cristo. Para él, seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo, es seguir las huellas del Hijo, animado por el Espíritu y orientado por completo hacia el Padre. El movimiento de los verdaderos místicos cristianos, guiados por el Espíritu, conduce siempre al Dios Trinitario. Francisco es uno de ellos. Sería desconocerlo el reducir su espiritualidad a su dimensión estrictamente cristológica. Y la historia nos enseña que toda cristología desconectada del misterio trinitario se desvanece a menudo en la ideología. Francisco es lo contrario de un ideólogo, jamás contempló a Cristo al margen de su relación filial con el Padre y de su disponibilidad total al Espíritu. Si bien, para Francisco, Dios es esencialmente el Padre, Cristo es siempre contemplado como el Hijo único, el Hijo amado y predilecto del Padre. Sus Escritos vuelven con mayor frecuencia sobre su obediencia filial que sobre su pobreza. Los títulos preferidos que Francisco da a Cristo son también muy reveladores de su visión. Jesús es el Hijo: «El Hijo bendito y glorioso del Padre» (2CtaF 11), «el altísimo Hijo de Dios» (Test 10). El Hijo viene ciertamente de arriba, pero el calificativo más frecuente y que se repite más de doce veces es «el Hijo amado» (el dilectus). Preferencia que nos indica su manera habitual de mirar a Cristo: siempre en relación con su Padre. Jesús nunca es considerado solo, sino siempre en su relación de amor con su Padre. Él es, ante todo, el «Hijo amado» del Padre, cuyo cometido y misión esenciales son amar al Padre y adorarlo en nombre de toda la humanidad. «Él, que te basta siempre para todo» (1 R 23,5). El Hijo es el adorador, el intercesor y el glorificador del Padre. Sólo en Cristo encuentra el Padre toda su alegría y su gozo. Este es uno de los puntos originales en que se apoyará la teología franciscana, como lo prueba el artículo de Luc Mathieu.[7] El hombre, indigente y pecador, indigno de nombrar a Dios, no puede adorar, orar, interceder, glorificar al Padre si no es por mediación del Hijo. Éste es el único Mediador de toda gracia que desciende del Padre a los hombres y el único Adorador que ofrece la acción de gracias al Padre en nombre de todos sus hermanos. Cristo es el Hijo que ora. Esta es una actitud que impresionó profundamente el espíritu del Pobrecillo. Si el hermano menor debe seguir el género de vida de Cristo pobre, peregrino, debe, en primer lugar, seguir al Hijo poniendo la adoración del Padre en el centro de su vida. El otro título, tan cargado de densidad afectiva y que a Francisco le gusta dar a Cristo, es el de Hermano que da su vida e intercede por sus hermanos: «¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e hijo! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros...» (2CtaF 56). Jesús es la revelación del itinerario pascual hacia el Padre, Jesús es la manifestación y la fuente del Espíritu. Francisco, visual y práctico, abre el Evangelio, se introduce en la liturgia de la Iglesia, escucha esta Palabra que es un rostro... y descubre con su corazón la «Suma Trinidad y la Santa Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (CtaO 1). Ella es, para Francisco, un canto de amor que envuelve la tierra, una historia de Salvación que levanta los siglos. Convertido en predicador del Evangelio, jamás predica un Espíritu Santo sin la encarnación del Hijo. Jamás predica un Hijo encarnado sin la fuerza del Espíritu. Esta es toda su predicación y la alabanza de los hermanos: «Y esta o parecida exhortación y alabanza pueden proclamar todos mis hermanos, siempre que les plazca, ante cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas» (1 R 21,1-2; cf. 1 R 16,7-8). Todavía podríamos citar muchos otros textos que subrayarían cuán amplia y profunda era la mirada de fe de Francisco. La voluntad y la gloria del Padre, el fuego y la iluminación del Espíritu, el camino doloroso del Hijo... todo se unifica en el corazón de Francisco que quiere llegar hasta el Altísimo. Esta es, para él, la identidad y la bienaventuranza del hombre creado. No hay otra. Y si la Regla se abre y se cierra con la invocación a este Dios Trinitario, no es únicamente por un piadoso artificio literario de la época. El hermano menor apuesta toda su vida en el Evangelio «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo por los siglos» (1 R 1,1 y 24,5). N O T A S: [1] Testamento 4-5: «Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo». [2] Cf. I.-E. Motte, Se llamarán «Hermanos Menores», en Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, n. 12 (1975) 274-280. M. Steiner, «Todos nosotros, hermanos menores y siervos inútiles» (1 R 23,7). El «siervo» en los Escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, n. 24 (1979) 373-384. [3] Cf. O. Schmucki, El "Oficio de la pasión" de S. Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, n. 24 (1979) 497-506. [4] «Los hermanos nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinos y forasteros en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente, y no deben avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo. Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que a vosotros, carísimos hermanos míos, os ha constituido herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado en virtudes. Ésta sea vuestra porción, que conduce a la tierra de los vivientes. Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimos hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo» (2 R 6,1-6). [5] «No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino que, por el contrario, debemos ser sencillos, humildes y puros. Y tengamos nuestro cuerpo en oprobio y desprecio, porque todos, por nuestra culpa, somos miserables y pútridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: Yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desprecio de la plebe (Sal 21,7)» (2CtaF 45-46; cf. 1 Cel 80). [6] «Consideremos todos los hermanos al buen Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna» (Adm 6,1-2). «Y recurramos a él como al pastor y obispo de nuestras almas (1 Pe 2,25), que dice: Yo soy el buen pastor, que apaciento a mis ovejas y doy mi alma por mis ovejas» (1 R 22,32). «¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo!, que dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros diciendo: Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado» (2CtaF 56). [7] L. Mathieu, «Cristo, suficiencia de Dios». En la fuente de una línea teológica, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 42 (1985) 347-354. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 42 (1985) pp. 372-378] |
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