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DE SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA DE ASÍS |
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REFLEXIONES SOBRE EL
TESTAMENTO |
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Mientras se lo permitió su salud, realizó este servicio manifestando sus criterios en los Capítulos generales. Ahora, próximo ya a la muerte, los confía a un escrito para que puedan, igualmente, mantener a la Fraternidad fiel a su propósito. Esta última voluntad de Francisco, aparte el Testamento que vamos a comentar, aparece de forma esquemática y complementaria en el llamado «Pequeño Testamento de Siena». A pesar de encontrarse entre las fuentes del siglo XIV, merece bastante confianza por ser inverosímil una «invención» en contra del Testamento «grande» que gozaba de mucho prestigio. El Testamento de Siena fue dictado a Fr. Benedicto de Prato, a finales de abril o principios de mayo de 1226, después de una crisis gravísima de Francisco que se encontraba ya bastante enfermo. El texto que damos es el de la llamada Compilación o Leyenda de Perusa: «Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, tanto a los que están actualmente en la Fraternidad como a los que vendrán hasta el fin de los tiempos. Ya que no puedo hablar, debido a la debilidad y dolores de mi enfermedad, quiero manifestar brevemente en estas tres frases mi última voluntad a los hermanos: Que en recuerdo de mi bendición y mi testamento se amen y reverencien siempre unos a otros; que amen igualmente con deferencia siempre a nuestra señora la santa pobreza; y que se mantengan siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa Madre Iglesia» (LP 59). Este pequeño testamento, con sus tres elementos de fraternidad, pobreza y minoridad, sintetiza mejor la vida franciscana que el Testamento grande, tal vez porque en su concretez solamente puede mostrar la faceta positiva sin dar cabida a la corrección. Santa Clara nos ofrece en su Regla otro testamento de Francisco, esta vez a las Hermanas Pobres o Clarisas. En el capítulo 6 puntualiza que, poco antes de su muerte, les escribió su última voluntad diciendo: «Yo, el hermano Francisco, el menor, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin. Y os ruego, señoras mías, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza, guardándoos mucho de separaros jamás de ella a causa de la doctrina o consejo de alguno» (UltVol). La limitación de su última voluntad al mantenimiento heroico de la pobreza y la noticia de Bartolomé de Pisa sobre una carta enviada por Francisco a Clara han hecho pensar que se trataba de un fragmento del Testamento, pero la forma con que lo introduce Clara quita toda sospecha; se trata de un testamento breve pero completo. La fecha de su redacción deberá colocarse a finales de septiembre o primeros de octubre de 1226. En cuanto al Testamento dictado a los frailes, podemos colocarlo en las mismas fechas, es decir, en los últimos días de la vida del Santo, cuando estaba ya en la Porciúncula. La brusquedad con que irrumpe Francisco en la segunda parte de este Testamento, después de haber descrito su conversión, ha suscitado diversos intentos de explicar esta insólita salida de tono del Santo pacífico, comprensivo y bondadoso que solíamos ver en Francisco. Indudablemente el cambio se percibe, por lo que algunos han querido ver la redacción en varias sesiones. Conociendo la inestabilidad del carácter de Francisco y sus altibajos emocionales, resultaría verosímil esta actitud agria y dura en un momento de desplome. Otros, más radicales, ven en esta parte del Testamento una resuelta protesta, después de haber sido ahogada y reprimida durante los últimos años por el mismo Francisco, contra la Iglesia de Roma por haber manipulado el carisma de su Fraternidad hasta el punto de convertirla en una Orden extraña a sus orígenes. A estas soluciones, más o menos matizadas, habría que añadir una tercera que, a mi modo de ver, explica mejor la fuerte actitud de Francisco. Ya no es un misterio para nadie la reverente y progresiva marginación que sufrió el Santo a medida que se organizaba la Orden. Sobre todo en sus últimos años, y debido en parte a su enfermedad, contemplaba la evolución negociada por la Curia y los Ministros «intelectuales» como algo que se le había escapado de las manos y era ya incapaz de controlar. En su última enfermedad, Francisco estuvo siempre atendido por sus compañeros, conocidos por su actitud de reserva frente a toda evolución, lo cual supone que las noticias llegadas a sus oídos, y por tanto la imagen que Francisco se iba formando sobre la situación de la Fraternidad, estaban filtradas y condicionadas por dichos criterios. Además, sabemos que Francisco no redactaba sus propios escritos, sino que los confiaba a un secretario, dictándole en lengua vulgar. Sin sospechar de la fidelidad y sinceridad del secretario que redactó el Testamento, seguramente del círculo de sus compañeros, es muy probable que, tanto por su influencia sobre el Santo como por el hecho de transcribir al latín sus ideas, esto se reflejara en el escrito. Que el Testamento no representa el pensar de la mayoría de los Ministros y curiales empeñados en la organización de la Orden lo demuestra el hecho de que cuatro años más tarde, en 1230 y con la bula Quo elongati, Gregorio IX -conocedor, según decía, del pensar de Francisco por haber sido su amigo y confidente- aclaraba que el Testamento no tenía fuerza legal, quedando así relegado a un simple documento espiritual, utilizado posteriormente por los Espirituales como arma arrojadiza contra el modo de vivir de la Comunidad. La mentalidad legalista que ha caracterizado durante mucho tiempo a la Iglesia, y por tanto a la Orden, impidió hasta hace pocos años ver el carisma de Francisco en otros textos que no fuera la Regla bulada, privándonos así de una visión más completa y acorde con la experiencia del Santo. Actualmente se ha superado eso y podemos contemplar con una óptica más amplia la personalidad espiritual de Francisco, a cuyo esclarecimiento ayuda, de forma especial, el Testamento que vamos a comentar. Los distintos fragmentos del Testamento los hemos agrupado en tres capítulos, por creer que es su división lógica, aunque sepamos que el documento lo hace de una tirada, como era habitual en Francisco. I. «EL SEÑOR ME CONCEDIÓ...» (Test 1-23) Esta primera sección del Testamento es la descripción del progresivo avance de su vocación hasta los orígenes de la Fraternidad. En él abundan los pretéritos, mezclados con algún presente, para indicar la fidelidad de Dios que no solamente se le mostró sino que le sigue acompañando. Este bloque de recuerdos podría parecer lógico en un hombre que, próximo ya a la muerte, siente nostalgia del pasado y trata de agarrarse a la vida para escapar al fin que siente ya inminente. Pero en el conjunto del escrito no desempeña esta función. El «recuerdo» de su itinerario espiritual es una confesión de que la Fraternidad ha sido obra de Dios, a la que él ha colaborado dentro de sus posibilidades. Por eso, trata de presencializarlo como el último gesto de su fidelidad y el punto de referencia en que la Fraternidad debe mirarse. Otras veces ha confesado su fragilidad ante el proyecto que el Señor le había concedido, acusándose, especialmente, de no haber guardado la Regla que prometió al Señor ni haber dicho el Oficio como manda la Regla, ya por negligencia o por su enfermedad, ya por ser ignorante y sin cultura (CtaO 38s); ahora proclama su humilde cumplimiento, no por subrayar su propio esfuerzo, sino para resaltar la misericordia de Dios presente en todo su camino. Toda esta narración es un acto de fe en el plan de Dios, al que Francisco trata de confiarse, ayudando, al mismo tiempo, a sus hermanos a reconocerlo como tal y secundarlo con todas sus fuerzas. * * * «1El Señor me concedió a mí, hermano Francisco, el comenzar de esta manera a hacer penitencia: porque, cuando estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. 2Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. 3Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo» (Test 14-3). En este fragmento Francisco se presenta como un «convertido». Por un lado está su vida «en pecados» y por otro el abandono «del siglo». En medio, la intervención graciosa del Señor que le transforma. «CUANDO ESTABA EN PECADOS» Esta escueta referencia a su «estar en pecados» es ilustrada y ampliada por los biógrafos (remitimos a las Fuentes biográficas franciscanas), y sobre todo por Celano. La Vida I está pensada como una vida de convertido, es decir, de un santo que no nace así, sino que se hace; por ello, trata de enmarcar su infancia y juventud dentro de la teoría de una educación corrompida y corruptora. Francisco es pecador porque así le han educado y porque para ser un gran santo convertido necesitaba haber sido antes un gran pecador. Celano comienza la Vida del Santo afirmando, sin más, que ya desde el principio de su vida fue mal educado por sus propios padres, según la vanidad del mundo, imitando la vida y costumbres de sus coetáneos hasta hacerse aún más frívolo y vanaglorioso que ellos (1 Cel 2). ¿En qué consistió, pues, la vida en pecados de Francisco? Celano presenta su conversión en dos etapas. La enfermedad lo curará de su sensualidad, y la visión de las armas purificará su deseo de gloria. Sensualidad y deseo de gloria podían ser los «pecados» en que Francisco fue perdiendo y gastando miserablemente el tiempo hasta casi sus 25 años. Pero Celano, a la hora de describirnos al Francisco sensual, nos presenta a un hombre que vivía en el pecado con ardor de pasión juvenil y, por la fiebre de su misma edad, era empujado a satisfacer a su antojo todos los deseos de la juventud y, al no saberse moderar, podía ser estimulado al mal por el veneno de la antigua serpiente (1 Cel 3). Es decir, Francisco más que un libertino era un joven alegre y ligero, con tendencia al mal, a quien el Señor guardó para que no cayese por completo en el pecado. Si la sensualidad es un trazo discutible de la vida mundana de Francisco, el deseo de gloria es, sin duda, su faceta dominante. Era para todos -dice Celano- objeto de maravilla y, como era rico, se esforzaba por vanagloria en ir delante de todos en los juegos, refinamientos, bonitas palabras en los cantos y en los lujosos y fluyentes vestidos; no era avaro, sino pródigo; no ávido de acumular riquezas, sino disipador; cauto mercader, pero munificentísimo por vanidad (1 Cel 2). Francisco no se resignaba a permanecer fuera de la nobleza por su condición de mercader. Sirviéndose de sus ventajas aspirará a salir de la mediocridad y alcanzar la gloria que le podía ofrecer la Caballería. ¿Era esto reprensible en la actitud de Francisco? Celano le reprocha el «pecado» de no haber sido bastante ambicioso, de no haber llevado hasta el Absoluto su deseo de gloria, quedándose a medio camino. En la Vida II, Francisco nace bajo la influencia de la gracia, reforzada por una buena educación, hasta tal punto que le resulta difícil a Celano concretar en qué punto ha sido pecadora la juventud del Santo. Francisco crece bajo la influencia materna. Su madre es otra santa Isabel; una mujer amiga de la más alta honestidad que llevaba en sus costumbres como el signo visible de sus virtudes (2 Cel 3). Francisco aprende la lección, pues ya grandecito agradaba por sus óptimas disposiciones. Permanecía siempre alejado de todo lo que pudiese sonar a ofensa contra alguno y, avanzado en la adolescencia, parecía a todos, por su urbanidad, que no proviniese de la estirpe de sus padres (2 Cel 3). Ante el gesto de paciencia con uno de los prisioneros con los que se encontraba Francisco en Perusa, Celano no duda en afirmarnos que aquel vaso de elección, apto para contener todas las gracias, deja escapar ya por todas partes los carismas de su virtud (2 Cel 4). En tales condiciones, ¿cómo podía pecar Francisco? No obstante, se necesita un pecador para que haya un convertido. La conversión será, pues, el paso de la carne al espíritu (2 Cel 10). El Francisco pecador que nos da la Vida II es un joven con muchas cualidades, pero blando. Gusta de todos los placeres refinados con tal que no supongan un esfuerzo. Se instala en el presente de la sensación para quedar anclado allí. Las dos figuras de Francisco que nos ofrece Celano se parecen en algo: se trata del mismo santo, pero no del mismo hombre. Incluso el pecado de Francisco parece diferente: en la Vida I es la vanagloria, mientras que en la Vida II es la sensualidad. Ante esta doble imagen de la juventud de Francisco nos puede asaltar la duda sobre la historicidad de ambas. ¿Qué soporte histórico tenía Celano a la hora de confeccionar estas narraciones? El hecho de una juventud alegre, propia de un «hijo de papá», es bastante verosímil. El detalle del banquete ofrecido a una compañía de jóvenes asisienses (2 Cel 7) es confirmado históricamente por Fortini. En Asís había, entre otras, una «compañía del Bastón» que tenía por finalidad solemnizar con danzas y mimos ciertas fiestas religiosas o profanas. Esta sociedad era mixta. Además de estas representaciones solían hacer alegres banquetes propios de jóvenes. Se elegía un «Podestá» para que presidiera el grupo, recibiendo el cetro -baculus- como signo de su autoridad, y los súbditos prestaban obediencia tocando el bastón.[1] Es muy posible que en estos banquetes se llegase a excesos desagradables, pues dos siglos más tarde, en los Estatutos de Perusa, se prohibieron estas compañías de danza por haber degenerado en estupros, adulterios, sodomías, riñas y crímenes por el estilo.[2] Sin embargo, no hay por qué pretender que Francisco fuera un joven degenerado. Los únicos datos que tenemos para esclarecer «la vida en pecados» de que nos habla el Testamento son los de los biógrafos, y con ellos -dado el carácter didáctico de las biografías- no podemos concluir nada. Simplemente que, desde la madurez de su itinerario espiritual, Francisco valora su juventud como un tiempo sin sentido. LOS LEPROSOS Los leprosos son el «lugar» donde se le muestra el Señor como fuerza transformante. Desde ellos valora su vida «en pecados» y su conversión. De la primera experiencia sólo anota este particular: el asco por los leprosos. La repugnancia que siente por ellos es el signo del «estar en pecados». Y el Señor le llevó entre ellos. Solamente allí y por deseo gracioso de Él, comenzará a tratarlos con misericordia, inaugurando así su vida de penitencia. Una vez alejado de ellos,[3] expresará el cambio realizado como el paso de una sensación amarga a otra dulce. Su transformación interior, al tratar con misericordia a los leprosos, rompe su sensación superficial de asco -«aquello que me parecía amargo»-, haciéndole descubrir en su interior aquello que da sentido a su vida y que describe como dulzura de alma y cuerpo. La experiencia de los leprosos no es una consecuencia de su encuentro con el Señor, sino que es el sacramento por el que se le hace presente. Tan seguro está de ello que a los primeros compañeros les exigirá que su «comenzar a hacer penitencia» se realice con el servicio a los leprosos, para asegurar la presencia y el encuentro con el Señor (EP 44). La Regla I todavía conserva en el capítulo 9 este particular, animando a los hermanos cuando viven entre personas viles y despreciables, entre pobres y débiles, enfermos, leprosos y los mendigos que piden junto a los caminos, que traten de hacerlo con alegría. Su permanencia entre ellos debía ser bastante estable puesto que en la misma Regla se habla de la no conveniencia de pedir limosna en metálico para sus propias casas o lugares. Sin embargo, los hermanos, en necesidad manifiesta de los leprosos, pueden pedir limosna para ellos (1 R 8,8-10). Los biógrafos traen también, interpretándolo, este encuentro con los leprosos como principio de su conversión. Celano nos dice en su Vida I que Francisco se fue a los leprosos y permaneció con ellos, sirviéndoles en todas las necesidades por amor de Dios, lavando sus cuerpos en descomposición y detergiendo sus llagas, como él mismo manifiesta en su Testamento: «Cuando estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos; pero el Señor me condujo en medio de ellos y practiqué con ellos la misericordia». «En efecto, tan repugnante le había sido la visión de los leprosos, como él decía, que en sus años de vanidades, al divisar de lejos, a unas dos millas, sus casetas, se tapaba la nariz con las manos. Mas una vez que, por gracia y virtud del Altísimo, comenzó a tener santos y provechosos pensamientos, mientras aún permanecía en el siglo, se topó cierto día con un leproso, y, superándose a sí mismo, se llegó a él y le dio un beso» (1 Cel 17). Este episodio del leproso es repetido en la Vida II, pero más elaborado. El encuentro está cargado de simbolismo. El gesto de besar al leproso es una prueba de amor al Señor que Francisco hace, no obstante su repugnancia, por no transgredir el mandamiento del Señor ni violar el juramento prestado. Como recompensa está la presencia de Cristo en el leproso que desaparece inmediatamente y la sensación de encontrar dulzura en las cosas amargas (2 Cel 9). La Leyenda de los Tres Compañeros hace también referencia a este particular del Testamento, pero el encuentro con los leprosos, al igual que en la Vida II, obedece a una exigencia del Señor para purificarle de todo amor carnal y así poder conocer su voluntad (TC 11). En la Leyenda Mayor de S. Buenaventura el encuentro con el leproso es una consecuencia de la aparición del Señor crucificado. Si antes, el solo mirarlos de lejos le estremecía de horror, después, por amor a Cristo crucificado que, según la expresión del profeta, apareció despreciable como un leproso (Is 53,3), les prestaba con benéfica piedad a los leprosos sus humildes y humanitarios servicios con el fin de despreciarse completamente a sí mismo (LM 1,6). El beso al leproso, a la vez que una consecuencia de la aparición del Crucificado, prepara el encuentro con el Cristo de San Damián donde se le revelará definitivamente su función eclesial. La referencia a los leprosos como momento clave de su conversión denota la importancia que tuvo en su vida este hecho, conservándolo hasta su muerte. Celano, en la Vida I, testimonia esta actitud del Santo que, repasando su vida, alentaba a sus hermanos a comenzar a servir al Señor, porque hasta ahora -decía- poco o nada hemos hecho. Y como signo de este volver a empezar está el gesto de Francisco de querer volver a servir a los leprosos como en otro tiempo (1 Cel 103). ABANDONAR EL MUNDO Entre el «apartarse de los leprosos» y el «salir del siglo» hay un espacio de tiempo que Francisco determina con la frase «y después me detuve un poco», sin aclararnos el dónde ni el cómo. Por el contexto se deduce que la permanencia es en el «siglo», del que saldrá posteriormente. La experiencia vital de Francisco durante este tiempo parece ser de reflexión y descubrimiento de que su vocación está en el seguimiento total de Cristo. La percepción de «dulzura» en lo que antes le parecía «amargo» acontece una vez se ha alejado de los leprosos, es decir, cuando en el proceso de interiorización descubre al Señor que le llama. En la tradición monástica medieval, el «siglo» o el «mundo» expresa todo lo que está fuera del claustro del monasterio. Por tanto, la frase «salir del siglo», con la que Francisco manifiesta su opción evangélica, podría indicar, de por sí, la entrada en la vida religiosa. Sin embargo, sabemos que Francisco no formó parte de ningún grupo religioso aprobado por la Iglesia antes de que se le unieran los compañeros y fueran a Roma. Entonces, ¿cuál sería el sentido de este tecnicismo de la espiritualidad medieval? «Salir del siglo», «abandonar el siglo», «renunciar al siglo» tienen en las Vidas de los Padres y en la hagiografía medieval -incluido Celano (1 Cel 17)- el sentido de una vida consagrada a Dios, en contraste con la vida normal que se suele llevar dentro de la sociedad. Si hasta la alta Edad Media la única forma de abandonar «el siglo» era entrando en un monasterio, con la aparición de otras formas de vida religiosa no monástica, el concepto «salir del siglo» se ensancha hasta abarcar a todos aquellos que cortan con su pasado social para dedicarse a una vida consagrada por completo al Señor. En esta línea estaban los movimientos pauperísticos y los penitentes medievales que, sin llegar a ser religiosos dentro de un monasterio, habían optado por una vida evangélica que contrastaba, por su radicalidad, con la que llevaba normalmente la gente. Por eso, la frase «salí del siglo» no indica necesariamente ni que Francisco entrara en algún monasterio, ni siquiera que formara parte del «Ordo Paenitentium», como algunos insinúan para explicar el privilegio de fuero eclesiástico de que goza Francisco al ser citado por su padre ante los tribunales. Efectivamente, la opción de Francisco fue penitencial y los primeros compañeros se autodefinen como «Penitentes de Asís». Pero la única forma de hacer penitencia no era entrando en la Orden de los Penitentes, sino que se podía hacer penitencia también por libre. En tal caso, no se disfrutaba del privilegio de fuero. Sin embargo, desde 1018 el Obispo de Asís reivindicaba para sí el derecho de jurisdicción sobre aquellos que vivían en las tierras de la Iglesia. Los privilegios de varios Papas al Obispo de Asís fueron confirmados en la bula de Inocencio III del 26 de mayo de 1198, donde se prohíbe que cualquier autoridad pueda citar a juicio, sin el consentimiento del obispo, a los clérigos o a los que viven en las tierras del episcopado.[4] El ofrecimiento de Francisco como «oblato» a la iglesia de San Damián lo convertía en súbdito del obispo. La «salida del siglo», por tanto, no conlleva necesariamente la pertenencia a la Orden de los Penitentes. El sentido que le da Francisco en el Testamento podría indicar el momento de romper con la vida social llevada hasta entonces, para dedicarse al servicio de Dios en una forma que barrunta, pero no tiene todavía definida, y que se concretará en el seguimiento de Jesucristo según la forma del santo Evangelio. * * * «4Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: 5Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 4-5). Con este fragmento comienza su profesión de fe en las iglesias, para extenderla después a los sacerdotes, la Eucaristía, las Escrituras y los teólogos. Proclamar la fe en las iglesias nos podrá parecer raro, pero es un gesto que los biógrafos han captado y nos han transmitido con mayor o menor profusión de detalles. No se trata, principalmente, de una fe en el edificio material de las iglesias sino como un símbolo y posibilidad del encuentro con el Señor. La fe del Francisco recién convertido necesita de las iglesias como concretización de la «presencia» del Señor. Una presencia que no es eucarística todavía, como dice Cornet,[5] sino sensorial de Cristo crucificado. Pues la visita al Santísimo era una costumbre aún desconocida, como reconoce el mismo autor. Sin entrar en la historicidad de la locución del Cristo de San Damián, revela, por lo menos, una preferencia inicial de Francisco hacia la Pasión del Señor. La oración de que se sirve para expresar su fe en las iglesias es del Oficio de la Exaltación de la Santa Cruz que dice: «Te adoramos, Cristo, y te bendecimos porque redimiste al mundo por tu santa cruz». Francisco intercala: «también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero», añadiendo, además, «Señor Jesús» a la exclamación Cristo. Otro detalle curioso es que a la conjunción inicial: "y" o "también" ("et ad omnes ecclesias tuas"), por ser copulativa, parece que le falta el primer miembro. Tanto es así que algunos manuscritos intercalan un «aquí» para completar el sentido: "aquí y en todas tus iglesias...", o, como hacen Juan de Espira y S. Buenaventura, suprimen la conjunción. Efectivamente, el sentido del primer miembro se sobreentiende por recitarse la oración en una iglesia determinada, "aquí". Francisco, al evocar este hecho, tiene presente la iglesia en que recita tal oración y quisiera extenderla, si ello fuera posible, a todas las iglesias del mundo. Al evocar la fe en las iglesias parece indicar que su presencia debe ser como un reclamo para la oración y bendición al Señor. Esta fue su costumbre y esto es lo que enseñó a sus frailes en los primeros tiempos. Celano dice en su Vida I que al pedirle los hermanos que les enseñase a rezar, ya que todavía no conocían el Oficio divino, les respondió: «Cuando recéis decid: "Padre nuestro" y "Te adoramos, oh Cristo..."» (1 Cel 45; cf. LM 4,3). Los Tres Compañeros y el Anónimo de Perusa cambian un poco el motivo de esta oración, que no aparece como respuesta de Francisco a la petición de los hermanos, sino como costumbre ya adquirida: «Cuando encontraban alguna iglesia o cruz, se inclinaban para orar diciendo devotamente: "Te adoramos..."». A continuación añaden un detalle muy significativo: «Creían, en efecto, encontrar siempre un lugar sagrado allí donde se levantaba una iglesia o una cruz» (TC 37; AP 19). El gesto de acentuar su fe en las iglesias y la cruz como signo de la presencia del Señor, podía estar motivado por la reacción contra algunos grupos de herejes que despreciaban tales símbolos. La reacción contra los sacerdotes simoníacos o concubinarios había llevado a los más exaltados a despreciarlos, hasta el punto de no querer compartir la iglesia para orar donde se encontrase uno de estos sacerdotes. Francisco, no solamente actuó contra esta exageración con su modo de comportarse, sino que lo inculcó en los demás. En la Carta a todos los fieles les advierte que deben también visitar con frecuencia las iglesias (2CtaF 33). Iglesia y cruz serán los símbolos que acompañarán la evolución espiritual de Francisco hasta convertirse en la expresión madura de su fe. * * * «6Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. 7Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. 8Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. 9Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. 10Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros» (Test 6-10). Según la lógica asociativa de Francisco, después de afirmar su fe en las iglesias, lo hace con los hombres que sirven en ellas, los sacerdotes. El Santo parece referirse solamente a los que, estando válidamente ordenados, viven según la forma de la Iglesia romana. ¿Qué sacerdotes quedaban, pues, excluidos? Posiblemente los que, apartándose de la ortodoxia, se habían asociado a alguna secta herética. Esta actitud no es extraña en Francisco, pues al referirse a los frailes que no viven católicamente manifiesta una dureza tal que parece impropia del Santo, como más adelante veremos. Otro problema es si se trata solamente del clero secular o se incluye también al regular. Algunas traducciones lo refieren al secular porque así se lo inspira el sentido de «los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran». Sin embargo, parece ser que los términos «pobrecillos» y «de este siglo» no tienen un contenido social sino moral. No se trata de sacerdotes sin bienes que viven en el mundo, es decir, seculares, sino de pobres sacerdotes pecadores que viven mundanamente. La imagen que tenemos de que los sacerdotes que viven en las parroquias son, normalmente, seculares, puede condicionar también la inteligencia del texto. Pero hay que tener en cuenta que en la Edad Media había ya muchas parroquias regidas por monjes o canónigos regulares. De esto se deduce que la fe de Francisco se extiende a todos los sacerdotes que viven «católicamente», aunque por el contexto se trate, sobre todo, de sacerdotes seculares. Su fe en ellos es tan grande que, aunque lo persigan, quiere recurrir a ellos. ¿De qué persecución y recurso habla aquí? La aparición de los Mendicantes y su progresiva dedicación ministerial a los fieles podía ser considerada como una intromisión por parte de los sacerdotes encargados de las parroquias. De ahí su actitud de hostilidad, sobre todo en aquellos que vivían mundanamente y veían en los frailes a unos competidores de las limosnas de los fieles. No obstante, esta persecución podía venir también de otros que no fueran los sacerdotes. Más adelante, al prohibir a los frailes que pidan privilegios a la Curia romana, deja entender que eran perseguidos materialmente -«persecución de sus cuerpos»-, aunque sin decir tampoco por parte de quién. El sentido parece centrarse en los sacerdotes, que aun en el supuesto de que le persigan -las bulas papales muestran que fue más que un supuesto-, no quiere obrar por cuenta propia y prescindiendo de ellos, sino que debe recurrir a los mismos en todas sus necesidades, tanto apostólicas como sacramentales. Más aún, aunque fuera más sabio que Salomón, no quiere predicar más allá o contra su voluntad, por más pecadores e incultos que sean. Por desgracia, en tiempos del Santo no era difícil encontrarse con este tipo de sacerdotes. Se habían convertido en el blanco de comedias, versos y cuentos, hasta llegar, incluso, a la calumnia. Las cartas de Inocencio III y sus sermones están llenos de quejas vehementes contra las costumbres escandalosas del clero. Y la impresión que se saca de los cánones conciliares no es más favorable. En casi todos ellos se hace referencia a situaciones concubinarias de clérigos. Ante estos pobres sacerdotes, Francisco no quiere tomar como pretexto sus pecados para despreciarles, sino que se esfuerza por ver en ellos al Hijo de Dios y así poderles temer, amar y reverenciar, porque son sus señores. El mismo Francisco nos explica su modo de obrar. Actúa así porque son los confeccionadores de la eucaristía, lo único que «ve» corporalmente del altísimo Hijo de Dios, y sus administradores. La Admonición 26 es un canto exhortativo de reverencia a los clérigos: «Bienaventurado el siervo que tiene fe en los clérigos que viven rectamente según la forma de la Iglesia Romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian!; pues, aunque sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque solo el Señor en persona se reserva el juzgarlos. Pues cuanto mayor es el ministerio que ellos tienen del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que ellos reciben y ellos solos administran a los demás, tanto más pecado tienen los que pecan contra ellos, que los que pecan contra todos los demás hombres de este mundo». Igualmente, en la Carta a los fieles, dice: Debemos venerar y reverenciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos, si son pecadores, sino por el oficio y la administración del santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, que sacrifican en el altar, reciben y administran a los otros (2CtaF 33). La primera Regla ofrece también un ejemplo de reverencia a los clérigos al mandar que se les tenga por señores, venerando en el Señor el orden y oficio y administración de ellos (1 R 19,3). Esta fe que muestra Francisco por los sacerdotes nos puede parecer pragmática, funcional o utilitarista, ya que los reverencia en cuanto posibilitadores de la presencia eucarística. Nosotros actualmente solemos distinguir y separar la persona de su función, sin concederle a una lo propio de la otra. Francisco no lo entendía así; hijo de una sociedad sacral, une la persona con su función hasta tal punto que para salvar una tiene que defender también la otra. Algunos movimientos religioso-heréticos de su tiempo habían llegado a negar el poder sacerdotal por encarnarlo hombres indignos; de la denuncia de los vicios de los clérigos habían pasado a negar su poder de consagrar. El poder lo daba la virtud, no el orden, por eso los laicos que eran «santos» podían consagrar, cosa que se negaba a los sacerdotes «pecadores». A esta concepción había contribuido incluso el papado, al prohibir la asistencia de los fieles a las misas de los sacerdotes escandalosos. No obstante, los Concilios habían afirmado siempre que el poder de consagrar reside únicamente en los sacerdotes. Ante este peligroso paso, por parte de los herejes, del desprecio de la persona a la negación del poder, Francisco no quiere caer en la misma simpleza y, para salvar el poder, defiende la persona. Su tiempo y su sensibilidad le exigían «visibilizar» los valores, por eso necesita del sacerdote para que le haga presente lo único «corporal» que ve del Señor en este mundo, su cuerpo y sangre. La «visualización» de los sacramentos es típica en la fe de la Edad Media, sobre todo con relación a la eucaristía. A finales del siglo XII y principios del XIII, se va extendiendo la costumbre de la elevación con el fin de que los fieles puedan adorar la hostia. Este deseo de ver la hostia degeneró en algunas partes hasta el abuso. El que ve la hostia, se decía, no muere de repente ese día, ni puede faltarle lo necesario para vivir, ni hace falta que comulgue, pues tiene el mismo mérito; por lo que algunos se salían de la iglesia para asistir a otras elevaciones. En algunos casos, cuando el sacerdote no levantaba suficientemente la hostia, se oía una voz: «¡Más alto! ¡Levántela más!» E incluso se subían a los bancos. Sin llegar a tales extremos, esta devoción visualizada se daba también en las personas piadosas. De María de Oignies se narra que, ante la imposibilidad de comulgar diariamente, pedía al sacerdote celebrante que dejara por unos instantes el cáliz vacío sobre el altar, para que a su vista pudiera apagar la sed de recibirlo.[6] En este ambiente aparece la fiesta del Corpus Christi. Y es que para los fieles del siglo XII Cristo solamente estaba «presente» corporalmente en las especies sacramentales. Es una fe eucarística combativa contra la corriente berengariana. Los seguidores de Berengario de Tours habían abusado de las palabras «sacramentum», «figura», «mysterium», «corpus mysticum», que designaban tradicionalmente la eucaristía, para negar la realidad objetiva del cuerpo de Cristo en las especies consagradas. En contraposición, los católicos multiplicaron las fórmulas categóricas «verdadero cuerpo», «verdadera carne», «verdadera sangre»..., adjetivo muy usado por Francisco. Cuando el Santo habla de «ver» el cuerpo y la sangre del Señor, ¿se refiere a esa mirada que se hace con los ojos o quiere expresar algo más profundo? Esta necesidad de «ver» no deja de ser una paradoja en los últimos años de Francisco en que, debido a la enfermedad, ha quedado ciego. ¿O es precisamente por esto por lo que recurre a la visualización del sacramento, queriendo indicar que su «ver» es más profundo que el que le pudieran ofrecer sus ojos ya ciegos? Francisco habla de este «ver» no sólo en el Testamento. En la Carta a los clérigos también dice que nada tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del mismo Altísimo, sino el cuerpo y la sangre (CtaCle 3). Y en el breviario que usó Francisco, Fr. León escribió que el Santo, cuando no podía oír misa, rezaba con los ojos del espíritu una oración al cuerpo del Señor, de la misma forma que si lo estuviera viendo en la misa. Para Francisco, la mirada es una parte de la adoración, puesto que en la visibilidad del sacramento se hace visible el Señor invisible y se acerca a nuestra realidad. Esta función de medio que tiene la visualización aparece en la Admonición primera: Todos los que vieron al Señor Jesucristo, según la humanidad, y no vieron y creyeron, según el espíritu y la divinidad, que él es verdadero Hijo de Dios, están condenados; así también todos los que ven el sacramento del cuerpo de Cristo, que es santificado por las palabras del Señor sobre el altar por medio del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, están condenados (Adm 1,9s). El «ver» es un medio para «creer». Por eso, Francisco compara la humanidad de Cristo, sacramento de su divinidad, con el pan y el vino, sacramento igualmente de Cristo muerto y resucitado. Si la visión no nos lleva a la adoración en la fe, no sirve de nada; más aún, se revuelve contra nosotros y nos condena. * * * «11Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos. 12Los santísimos nombres y sus palabras escritas, dondequiera que los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y ruego que se recojan y se coloquen en lugar honroso» (Test 11-12). Con la proclamación de la Eucaristía como centro absoluto de su devoción, pasa Francisco, de la fe en los sacerdotes y en el sacramento del cuerpo y sangre del Señor, a la Palabra que santifica el pan y el vino. LA EUCARISTÍA El sacramento de la Eucaristía es para el Santo, sobre todo en sus últimos años, casi una obsesión. En la mayoría de los escritos epistolares aparece, con mayor o menor extensión, este tema. Por eso resulta raro que en las Reglas no se diga nada sobre este misterio. Solamente en el capítulo 20 de la primera Regla se manda que los frailes, cuando deseen comulgar, contritos y confesos reciban el cuerpo y la sangre del Señor nuestro Jesucristo con gran humildad y veneración (1 R 20,5). En el Espejo de Perfección, aunque tomándolo con las debidas precauciones críticas, se dice que Francisco profesaba tal reverencia y amor a la Eucaristía que quiso se escribiera en la Regla que, en los pueblos o lugares donde morasen los frailes, tuvieran, respecto al misterio, un cuidado y solicitud especial, aconsejando, incluso, a los clérigos y sacerdotes que procurasen conservar la eucaristía en sitios muy limpios y decentes... Y aun cuando esta amonestación no se incluyó en la Regla, por no parecer bien a los Ministros que los frailes la considerasen como un verdadero mandato, no obstante quiso que estos deseos llegaran a conocimiento de todos sus frailes, dejando consignado en su Testamento y en otros escritos este deseo suyo. Más todavía; en cierta ocasión envió a varios frailes con copones para que colocasen en ellos la santa eucaristía, si la encontraban depositada en lugares menos decentes (EP 65; cf. 2 Cel 201). Para comprender este texto del Testamento hay que tener en cuenta el contexto en el que se escribe. Durante la Edad Media, el Santísimo reservado se usaba solamente para el viático, puesto que no existía la costumbre de comulgar fuera de la misa; por ello, bastaban unas cuantas formas guardadas en un cofre encima del altar. En el siglo XII aparece la costumbre de guardar el Santísimo en una especie de «paloma» suspendida del techo, y en las iglesias rurales descuidadas llegaba hasta pudrirse la cuerda y caer al suelo. En el siglo XIII se guardaba en un armario próximo al altar. Como no se utilizaba sino de tarde en tarde, cuando había algún moribundo, sobre todo en las iglesias pequeñas, cabía la posibilidad de tenerlo de cualquier forma. Los concilios daban normas sobre el modo de conservar y llevar la eucaristía a los enfermos y moribundos. Así, los de York y Westminster, celebrados en 1195 y 1199 respectivamente, ordenan que la santa hostia sea guardada en un «vaso» adecuado y decente. Igualmente, y con el fin de cortar semejantes abusos, Honorio III escribía en 1219 una carta, Sane cum olim, diciendo que si en otro tiempo el maná, como prefiguración del cuerpo de Cristo, era colocado dentro de una copa de oro en el arca de la alianza, y guardada ésta en el «sancta sanctorum» con el fin de mantenerla en un lugar limpio y venerable, ahora debemos dolernos y entristecernos porque en muchas provincias los sacerdotes, despreciando las sanciones canónicas e incluso el juicio divino, guardan la sagrada eucaristía sin precaución, tratándola sin la debida limpieza ni devoción... Por eso manda a los sacerdotes que la eucaristía, colocada con honor, sea guardada devota y fielmente en un lugar especial, limpio y cerrado con llave. La admonición papal de guardar la eucaristía en «lugares especiales» es tomada por Francisco en varios de sus escritos. En la Carta a los clérigos les amonesta para que, considerando la conducta de algunos sacerdotes que abandonan el sacramento en lugares viles, en cualquier lugar donde estuviese el santísimo cuerpo del Señor nuestro Jesucristo abandonado y colocado ilícitamente, sea tomado de allí para ponerlo y guardarlo en otro lugar «precioso» (CtaCle 1-11). Francisco interpreta fielmente el pasaje papal del maná «colocado en copa de oro», en un lugar especial dentro del arca de la alianza cubierta de oro, cuando escribe: en un lugar «precioso». Tanto el copón como el sagrario eran, efectivamente, objetos de elevado precio para una Fraternidad de pobres. Sin embargo, Francisco no sólo permite sino que obliga a realizar esta única excepción por amor al sacramento. En la Carta a los Custodios les pide también que supliquen a los clérigos que sobre todas las cosas deben venerar el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo. Y si en algún lugar el santísimo cuerpo del Señor estuviese colocado muy pobremente, sea puesto y guardado, según lo manda la Iglesia, en un lugar precioso (1CtaCus 4). Esta Carta no estaba dirigida exclusivamente a los frailes, pues en otra dice a los Custodios que «aquella carta que trata del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor se la deis a los obispos y a otros clérigos» (2CtaCus 4). Francisco es consciente de que su encuentro salvífico con el Señor se realiza de forma especial en el sacramento de la Eucaristía, por eso no teme rogar a sus frailes, besándoles los pies y con todo el amor de que es capaz, que muestren toda la reverencia y honor que puedan al santísimo cuerpo y sangre del Señor (CtaO 11). La fe de Francisco y sus hermanos tiene como centro la devoción a la Eucaristía. El Santo no especula sobre el misterio, sino que lo vive y lo expresa en formas sensibles y llanas, anulando, incluso, la miseria con que acompañaba su pobreza, para que el Señor esté en lugares «preciosos». A través de sus escritos eucarísticos, Francisco había expresado su devoción con profusión de detalles. Ahora, en el Testamento, proclama por última vez, y con una simplicidad y transparencia inigualables, aquello que ha sido su obsesión y su fuerza durante toda su vida. LOS NOMBRES Y PALABRAS DEL SEÑOR Juntamente con la Eucaristía, su reverencia se muestra también hacia los nombres y palabras escritas del Señor. Esta unión de palabra y sacramento no es fortuita sino intencionada. En la Carta a los clérigos, comienza ya haciendo notar el gran pecado e ignorancia de algunos sobre el santísimo cuerpo del Señor nuestro Jesucristo y sus sagrados nombres y palabras escritas que santifican el cuerpo... Pues nada tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del mismo Altísimo sino su cuerpo y sangre, nombres y palabras por las que hemos sido hechos y trasladados de la muerte a la vida (CtaCle 1-3). Esta misma idea aparece en la Carta I a los Custodios, donde se les pide que rueguen a los frailes venerar sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre del Señor y sus santos nombres y palabras escritas que santifican el cuerpo (1CtaCus 2). ¿Qué quiere decir Francisco con estos términos «nombres» y «palabras escritas» del Señor? Las «palabras del Señor escritas» podrían identificarse de un modo general con los textos litúrgicos, es decir, con el leccionario, que contiene la Escritura, y los libros empleados en las funciones litúrgicas. Así lo da a entender la Carta a toda la Orden, cuando dice a los frailes que deben guardar los vasos y los demás objetos que sirven para los oficios y que contienen sus santas palabras (CtaO 34). El significado del término es variado. En primer lugar están las «palabras» que los clérigos dicen, anuncian y administran (2CtaF 34; Test 13); se trata, al parecer, de la Escritura contenida en los leccionarios y que sirve de base para la predicación. Hay otro tipo de «palabras», que producen la santificación del pan y del vino. Francisco emplea la palabra «santificación» para indicar la consagración o transubstanciación, término creado por la nueva teología, de la que el Santo no estaba muy al corriente. Así aparece en la Carta a los clérigos: «... las palabras que santifican el cuerpo...» (CtaCle 2); en la Carta a toda la Orden: «... en virtud de las palabras de Cristo se confecciona el sacramento del altar» (CtaO 37); en la Admonición 1: «... el sacramento del cuerpo de Cristo que es santificado por las palabras del Señor sobre el altar» (Adm 1,9). Existe un tercer grupo de «palabras» que santifican, en sentido ordinario, a los hombres y sus cosas. Así vemos en el mismo Testamento y en la segunda Carta a los Fieles que las palabras producen en nosotros espíritu y vida (Test 13; 2CtaF 3). En la Carta a toda la Orden dice que muchas cosas son santificadas por la palabra de Dios (CtaO 37). Por último, hay «palabras» por las que se realiza la creación y la redención. En la Carta a los clérigos leemos que por estas palabras somos hechos y trasladados de la muerte a la vida (CtaCle 3). Igualmente, en la segunda Carta a los fieles, les advierte que nadie puede salvarse sino por la sangre y las palabras del Señor (2CtaF 34). Todas estas facetas que se descubren en las «palabras» empleadas por Francisco denotan que se mueve dentro del campo teológico-sacramental agustiniano, muy distinto del escolástico que se caracteriza por su precisión de términos y contenidos. Por lo que se refiere a los «nombres», podría creerse que se trata de un sinónimo de «palabras», por el hecho de que Francisco usa muchas veces del doblete, como por ejemplo: Regla y vida, vicios y pecados, ministro y siervo, etc. La finalidad del doblete es poder expresar su rica experiencia religiosa con un vocabulario pobre; de ahí que los dos términos empleados no sean sinónimos, sino dos formas diferentes de manifestar distintas facetas de una misma realidad. Según su creencia popular, Francisco está convencido de la presencia dinámica del Altísimo en las palabras sagradas y en los libros santos. Durante toda la Edad Media se admitía corrientemente la creencia de que los nombres, aunque de origen humano, tienen su norma en la naturaleza de las cosas. El nombre no expresaría tanto la forma cuanto la esencia. Los «nombres divinos» son distintos de las «palabras del Señor». Expresan otro aspecto de la misma realidad: la presencia divina que se manifiesta en el empleo de las palabras de Cristo o de los nombres de Dios. Francisco no percibe la presencia del Señor solamente en la Eucaristía, sino que la extiende a las «palabras escritas» y a los «nombres santísimos». Un detalle curioso es el paralelismo existente entre cuerpo-sangre y nombres-palabras. Cuando desaparece un término, se omite también en el otro doblete. La reverencia por los «nombres y palabras del Señor» le lleva a preocuparse, y a preocupar a los demás, para que, al encontrarlas en lugares «indebidos o indecorosos», las recojan y las pongan en un lugar honesto. En la Carta a toda la Orden se evidencia el descuido con que eran tratados en muchas iglesias los libros litúrgicos (CtaO 36; CtaCle 12; CtaCus 5). El Concilio de York, en 1195, subraya que en algunas iglesias existen ejemplares del canon de la misa que resultan ya ilegibles por el desgaste del tiempo. En otras, incluso están escritos con faltas de ortografía. El descuido era evidente, y así lo reconoce Francisco al recordar el poco cuidado con que eran tratados estos libros sagrados por algunos clérigos, hasta el punto de correr el peligro de pisarlos (CtaCle 6). Los lugares «indecorosos», o «ilícitos» o indebidos como dice el original, a que hace referencia el Testamento son aquellos que, por su indignidad, van en contra de las normas emanadas de la Curia romana en relación con la Eucaristía. Los Concilios y la Curia romana, secundando la campaña por dignificar el trato hacia la Eucaristía que había iniciado el Papa, dictaron normas concretas sobre la conservación de los objetos litúrgicos. Abandonarlos en lugares poco decentes era desatender las normas papales, de ahí su «ilicitud». Los lugares donde deben ser guardadas la Eucaristía y las palabras del Señor escritas no son calificados de igual modo por Francisco. La guarda de los escritos debe hacerse en lugares «honestos u honrosos», mientras que la eucaristía se debe colocar en lugares «preciosos». Más o menos como en nuestros días, que guardamos el Santísimo en el sagrario y los libros litúrgicos en la sacristía. Los biógrafos se hacen eco de esta devoción del Santo, aunque limitándola solamente a los nombres divinos. Celano, en su Vida I, nos dice que Francisco se llenaba de santa alegría cuando pronunciaba el nombre de Dios. Por eso, dondequiera que encontraba algún escrito, sagrado o profano, estuviera en el camino, por casa o en tierra, lo recogía con gran reverencia y lo guardaba en algún lugar sagrado o, al menos, decoroso, no fuera que se encontrase el nombre del Señor o algo que le hiciera referencia. Al preguntarle por qué recogía los escritos en los que no estaba el nombre de Dios, respondía que allí estaban las letras de que se componía dicho nombre glorioso (1 Cel 82). S. Buenaventura, en su Leyenda Mayor, refiere esta misma devoción, pero relacionada con los frailes: cuando en la liturgia tenía que pronunciar el nombre del Señor, parecía que se lamiera los labios por la dulzura y suavidad. Quería que se honorase el nombre del Señor, no solamente en el pensamiento, sino también cuando se oyese o encontrase escrito. Por eso persuadió a los hermanos para que recogiesen todos los trozos de papel escrito y los guardasen en lugares decorosos, para evitar que el sagrado nombre corriese el peligro de ser pisado. Cuando leía u oía el nombre de Dios o de Jesús, lleno de una alegría interior, aparecía transformado externamente (LM 10,6). La devoción por los «escritos» podría entenderse como una admiración del hombre sin letras, tal como se confiesa Francisco, hacia la cultura. De hecho, como afirma Celano, cuando hacía escribir algún mensaje, no permitía que se borrase ninguna letra, aunque estuviera equivocada (1 Cel 82). De esto tenemos constancia en uno de los autógrafos del Santo, las Alabanzas a Dios escritas para Fr. León, donde, al corregir la palabra «caridad» por el término «amor», no la tacha sino que la pone encima (AlD 6). No obstante, su actitud va mucho más allá de este respeto por la cultura. Es la fe confiada en la palabra de Dios, por la que se nos manifiesta el misterio de su voluntad amorosa y salvadora. El culto que profesa Francisco a la Palabra no es una especie de «bibliolatría» ingenua, sino la apertura reverente ante aquello que percibe como la cristalización en lenguaje del proyecto salvador de Dios sobre los hombres; por eso, la escucha y medita, la reverencia y pide que sea guardada en lugares adecuados. * * * «13Y a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13). De la reverencia a la palabra se pasa a la reverencia a los que la estudian, enseñan y proclaman: los teólogos y clérigos mayores. «Teólogo» era aquel que enseñaba las sagradas Escrituras y la práctica necesaria para la cura de almas a los aspirantes al sacerdocio, bien en las escuelas catedralicias o en los estudios generales. El Concilio Lateranense IV extendió este cargo a todas las iglesias mayores. La reverencia que tiene Francisco a los teólogos no es tanto por ser hombres de ciencia cuanto por la relación que tienen con la Escritura. De ahí que no se pueda deducir de este particular el problema de Francisco y su admiración por la ciencia. Por otro lado, el que considere a los teólogos no quiere decir que admita su función como medio ordinario de apostolado en su Fraternidad. De la evolución que ha debido presenciar Francisco acepta muchas cosas que, tal vez, no estuvieran en su proyecto personal, y un caso de estos es el de los estudios. Ante la voluntad decidida, por parte de la Curia y los Ministros, de estructurar una Fraternidad en que se imponen los estudios necesariamente, Francisco no se rebela, pero relativiza la eficacia de la ciencia, procurando que no destruya el aspecto minorítico de su forma de vida.[7] Ante el hecho de la aparición de los estudios en la Fraternidad, trata de hacerle frente buscándole una solución. En la Admonición 7, nos revela cuál es su actitud ante la ciencia: Están muertos por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de la Escritura sino que prefieren saber solamente las palabras e interpretarlas a los demás. Y están vivificados por el espíritu de la Escritura los que todo lo que saben, en vez de retenerlo orgullosamente como una adquisición personal, lo devuelven al Señor Dios con la palabra y el ejemplo (Adm 7,1-4). La sabiduría de que habla en la Admonición 27 y en el Saludo a las Virtudes no puede ser tomada por ciencia; se trata de una virtud espiritual en sentido bíblico. Por eso no podemos, creo yo, montar una apología franciscana sobre la ciencia a partir de este respeto del Santo hacia los teólogos. Francisco, es cierto, admite que sus frailes enseñen teología, como lo muestra la Carta enviada a S. Antonio, pero su condición no debe ser más ventajosa que la de los simples trabajadores manuales, según se desprende de su paralelo con el capítulo de la Regla dedicado al trabajo (CtaAnt 2; 2 R 5,2). Esta permisión no justifica el deseo de encontrar en Francisco al promotor de los estudios en la Orden, pues su voluntad disuasiva para con los frailes que no tienen estudios de que los emprendan, como aparece en la Regla (2 R 10,8), demuestra todo lo contrario. La voluntad de Francisco, por tanto, de que reverenciemos a los teólogos y sacerdotes, no es por su calidad de hombres de ciencia, sino por ser los que nos administran la palabra que es espíritu y vida, la cual realiza en el altar el misterio del cuerpo y sangre del Señor. * * * 14Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. 15Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó. 16Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener (Tob 1,3); y estaban contentos con una túnica, forrada por dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. 17Y no queríamos tener más. 18Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros; y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. 19Y éramos iletrados y súbditos de todos (Test 14-19). Este fragmento reemprende la narración histórica dejada en los vv. 1-3. En él aparece un precioso autotestimonio sobre el origen de la Fraternidad y el modo de vivirla Francisco y sus hermanos. La aparición de la Fraternidad no responde a un plan premeditado, sino que surge con la presencia de los hermanos que el Señor le da. Por eso, si la Fraternidad es obra del Señor, solamente Él puede marcar pautas de realización. Así nadie le enseñaba lo que debía hacer, sino que el Altísimo le evidenció el tipo de vida que debían seguir: la forma del santo Evangelio. Toda la primera mitad del fragmento está redactada en primera persona del singular, lo que denota, teniendo en cuenta la característica redaccional testamentaria, su sentido de único protagonista en la cristalización de la Fraternidad: él recibe la revelación, él hace escribir la Regla y a él se la confirma el papa. Este convencimiento de ser el instrumento de realización de la Fraternidad es lo que le hará defender con tesón, hasta el último momento, su idea de que la norma de vida para el grupo debe ser la forma del santo Evangelio. La afirmación tan categórica de que nadie le enseñaba lo que debía hacer, ¿se refiere a la maduración personal y en solitario de su proyecto o a la violencia de algún sector que pretendía disuadirle de la dirección emprendida y hacerle entrar por los cauces tradicionales de vida religiosa? Indudablemente, por revelación Francisco no entiende aquí la comunicación directa de la voluntad del Señor, sino su percepción a través de mediaciones. En este sentido hablan los Tres Compañeros cuando presentan a Francisco consultando la Escritura.[8] Tan es así que inmediatamente deduce y manifiesta a los dos primeros compañeros: «Hermanos, esta es nuestra vida y regla y la de todos cuantos quisieren unirse a nuestra Fraternidad». Desde aquel momento, sigue narrando la misma Leyenda, «vivieron en compañía de Francisco según la forma del santo Evangelio que Dios les había manifestado. Por eso Francisco dijo en su Testamento: "El mismo Señor me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio"» (TC 29). Igualmente, buscó la voluntad del Señor en el consejo de personas competentes y santas (LM 12,2). El grito de «nadie me enseñaba qué debería hacer» se refiere, por tanto, a los que presionaban por convertir la Fraternidad en una de tantas Órdenes con estructuras tradicionales. Los biógrafos dejan entrever que, ya al principio, algunos cardenales de la Curia no veían factible el propósito de Francisco, aconsejándole alguna de las Reglas antiguas (1 Cel 33; LM 3,9; TC 49). Pero hay otro grupo, el de los "intelectuales", que hará fuerza por organizar la Fraternidad de acuerdo con las leyes tradicionales de vida religiosa (LP 18; EP 68). El enfrentamiento del Santo con esa otra forma de ver y entender la Fraternidad, forma compartida también por la Curia, es evidente. El que Francisco no proteste formalmente, no excluye que hubiera cierta tensión, pero esto lo veremos más adelante. El ideal religioso de los movimientos de los siglos XI y XII se concreta en la vivencia del Evangelio según la forma apostólica. La irrupción de predicadores itinerantes, anunciando el Evangelio en clave pauperística, hizo surgir un gran número de grupos religiosos, cuyas aspiraciones se cifraban en vivir apostólicamente. Las Órdenes monásticas, entonces en crisis, habían mantenido su derecho exclusivo de calificar su género de vida como apostólico. La toma de conciencia, por parte de estos nuevos grupos, de que la vida evangélica no podía ser monopolio de los monjes, sino que les pertenecía también a ellos, creó un nuevo modo de entender la vida apostólica. Las coordenadas en que se desarrolla serán la predicación itinerante y la pobreza. Dentro de estos dos valores, se irán clarificando los grupos cada vez más en sus opciones por seguir a Cristo según la forma del santo Evangelio o perfección evangélica. La afirmación de Francisco de que el Altísimo le había revelado que debía vivir según la forma del santo Evangelio, no supone originalidad alguna, puesto que venía de muy atrás. Su audacia consiste en pretender realizarla dentro de la Iglesia. Numerosos grupos habían sido apartados de ella y calificados de herejes por haber mantenido -desde luego, de forma improcedente- su postura frente a una Curia incapaz de comprenderles y hacerles sitio dentro de las estructuras eclesiásticas. Con la llegada de Inocencio III la cosa había cambiado. Interesado por hacer posible dentro de la Iglesia este género de vida, intentó atraer a cuantos grupos fuera posible, permitiendo también el grupo de Francisco. Vivir según la forma del santo Evangelio supone realizar el proyecto evangélico desde una óptica pauperística, que estaba en evidente contraste con la vida religiosa monacal, pero dentro de la línea de los movimientos religiosos del tiempo. En la narración de los acontecimientos, Francisco aborda ahora la cristalización de su proyecto en un «Propositum» escrito y su posterior aprobación papal. Los biógrafos atestiguan este hecho de formas diversas, aunque coincidiendo en que Francisco hizo varias Reglas, en concreto tres (1 Cel 32; LM 3,8; TC 51; AP 36; EP 1 y 26). Sobre la naturaleza y el contenido de la primera de las Regla, la presentada a Inocencio III, los estudiosos han tentado ya todas las posibilidades, sin llegar a una solución convincente.[9] Efectivamente, Francisco atestigua que la hizo escribir en pocas y sencillas palabras. Celano nos dice, en la Vida I, que Francisco escribió para él y sus hermanos una norma de vida o Regla, sirviéndose especialmente de expresiones del santo Evangelio y añadiendo unas pocas prescripciones, necesarias para la práctica de la vida en común (1 Cel 32). La existencia de un «Propósito de vida», escrito para ser presentado al papa, parece ser un hecho admitido por todos, si exceptuamos a Quaglia, quien niega la existencia de tal Regla. La dificultad comienza al querer concretar su contenido. El marco dentro del cual se barajan los hipotéticos textos es la noticia de Celano de que la hizo con expresiones del Evangelio y unas cuantas normas de vida común. En realidad, unos puntos demasiado generales para poder llegar a algo serio. Un hecho que pudiera confirmar la existencia de este primer «Propósito» es la Regla no bulada de 1221. En ella se encuentran fragmentos anteriores a 1216; por ejemplo, en el prólogo, donde Francisco promete obediencia y reverencia al papa Inocencio III, muerto en 1216. Si además tenemos en cuenta la costumbre de la Fraternidad de adaptar la Regla, en los capítulos generales, a las nuevas necesidades por medio de normas adecuadas, la solución que proponen algunos es verosímil. Se trataría de entender el primitivo «Propósito de vida» absorbido en la Regla no bulada de 1221; es decir, que la actual I Regla, llamada normalmente Regla no bulada, sería la primitiva, que se fue engrosando a medida que pasaba el tiempo y surgían nuevos problemas que pedían también normas nuevas. La afirmación del Testamento sobre la primera Regla escrita se concluye con la confirmación por parte del papa. Esta confirmación fue de palabra y, si tenemos que hacer caso al Espejo de Perfección, promulgada más tarde en público Consistorio (EP 26). Todo esto hace sospechar del sentido de Regla dado al proyecto de vida presentado por Francisco. Los grupos de Valdenses, guiados por Durando de Huesca y Bernardo Primo, más numerosos y organizados que el franciscano, solamente habían conseguido del papa la aprobación de un «Propositum». De ahí que resulte extraño que el grupo de Francisco, con mucha menos gente y sin experiencia, pudiera conseguir la aprobación de una Regla con todo lo que ello suponía, por más que tuvieran buenas influencias en la Curia. Celano, en la Vida I, deja entender la actitud del papa respecto al grupo, poniendo en su boca lo siguiente: «Id con Dios, hermanos, y, como el Señor os inspire, predicad a todos la penitencia. Cuando el Señor os haga crecer en número y gracia, volved con gozo a decírmelo y os concederé más favores y os confiaré más importantes encargos» (1 Cel 33). Esto indica que el papa, a pesar de su confianza, estaba a la expectativa del resultado. Tanto es así que, ante la buena marcha de la Fraternidad, conseguirá librarla del decreto conciliar del Lateranense IV, en que se prohibía la creación de nuevas Órdenes religiosas que no tuvieran como Regla alguna de las ya aprobadas por la Iglesia. El grupo de Francisco, no obstante, conseguirá que le aprueben la Regla solamente en 1223.[10] Posiblemente, Francisco concebía la Regla como una cristalización dinámica de su proyecto de vida; por eso se preocupaba de adaptarla según las necesidades, con el fin de que en cualquier momento y circunstancia fuera posible vivir según la forma del santo Evangelio. De ahí que no distinga las diversas redacciones y las considere como proyecciones temporales de una misma y sola Regla: la Regla que, apenas esbozada, se apresura a presentar al papa para asegurarse de que su intuición, el modo de vida revelado por el Señor, no es ninguna sugestión o capricho, sino que puede y debe vivirse dentro de la Iglesia. La aprobación de su modo de vida como un vivir eclesial le permite aceptar, ya sin miedo, a los hermanos que vienen a recibir la vida. La descripción de la primitiva Fraternidad, con su uniforme y su oficio, plantea el problema de la autoconsciencia de Francisco y su grupo como Orden propiamente dicha ya desde los orígenes. ¿Tan claro lo tuvo el Santo para dibujarnos el comienzo con unos contornos tan firmes de Orden religiosa? ¿No será que proyecta su experiencia, ya madura y delimitada, sobre los inicios un tanto difusos? El P. Esser opina que la Fraternidad, ya desde sus orígenes, se autocomprende y define como Orden religiosa. Los escritos del Santo y sus biógrafos parecen apoyar esta tesis. Pero hay que tener en cuenta que la mayoría de textos están escritos en una época en que la Orden ha adquirido ya su estructura y su fama dentro de la Iglesia. Por otro lado, los documentos de la Curia respecto a la Fraternidad comienzan también cuando ésta tiene ya diez años de rodaje y permite que se le adivinen sus posibilidades. Además, hay que tener en cuenta que la mentalidad y el vocabulario de la Curia son todavía monásticos, por lo que la aplicación de los términos «Ordo» y «Religio» a la Fraternidad indica más el deseo y limitación de la Curia que las verdaderas características del grupo. La interpretación de Orden religiosa dada a la Fraternidad ya desde sus orígenes puede estar condicionada por el ángulo de visión desde el que se mire. Si este fragmento se lee desde una perspectiva curial o de Orden ya constituida, aparecen en él todos los elementos necesarios y suficientes para definirla como tal. Sin embargo, este mismo fragmento, visto desde los grupos religiosos de su tiempo que encarnan el nuevo proyecto de vida religiosa sin constituirse en Órdenes, nos ofrece unas características muy semejantes a las suyas. De todos modos, lo que al parecer pretende Francisco con esta descripción es poner de manifiesto la ejemplaridad del primer grupo de hermanos para la Orden tal como se encuentra en esos momentos. Si la finalidad del Testamento es cumplir mejor la Regla, a la hora de ofrecernos el prototipo correctivo, éste no es tanto la Regla misma cuanto la primitiva Fraternidad. Así se explica el paralelo en el desarrollo de la Fraternidad descrita en el Testamento y en los primeros capítulos de la Regla. En vez de referirse a ésta como norma de conducta, prefiere darnos el testimonio del grupo primitivo, como si quisiera indicarnos que la Fraternidad en sus comienzos realizaba plenamente la Regla; de ahí que tome a la Fraternidad, y no a la Regla, como pauta de corrección. En el reparto de bienes a los pobres y el modo de vestir se adaptaban a lo mandado en la Regla y no por obligación sino con gozo, como indica el adjetivo «contentos» y la frase «no queríamos tener más». Celano desarrolla esta actitud de la primitiva Fraternidad dándonos un cuadro un tanto idílico: los seguidores de la altísima pobreza no poseían nada ni a nada estaban pegados; por eso, nada temían perder. Estaban contentos con una sola túnica, a veces forrada por dentro y por fuera, donde no aparecía afectación alguna, sino desprecio y pobreza, hasta el punto de parecer al mundo, vestidos así, verdaderos crucificados. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de tela burda, y estaban dispuestos a permanecer en aquel estado, sin poseer nada más (1 Cel 39). En cuanto al Oficio divino siguen la misma norma de la Regla, lo cual no deja de ser una transposición, ya que en la Regla no bulada se permite a los laicos que saben leer que dispongan del salterio (1 R 3,8); a no ser que los términos «clérigo» y «laicos» tengan un sentido puramente cultural y no canónico.[11] Las iglesias eran el lugar de retiro donde pasar las noches. La Leyenda de los Tres Compañeros nos presenta a los primeros frailes, cuando todavía aparecían como sospechosos ante la gente, refugiándose en los pórticos de las iglesias, si no encontraban un albergue mejor (TC 38). La falta de pórticos en las iglesias de clima más frío, como en Alemania, llevó a los amanuenses de una familia de manuscritos a añadirle al término «iglesias» del original del Testamento (v. 18) los calificativos de «pobres y abandonadas», con el fin de explicar la posibilidad de refugiarse los frailes. Otros estudiosos entienden esta permanencia en las iglesias como un servicio temporal a disposición de los párrocos. Los Tres Compañeros apoyan esta opinión al decir que los frailes, a la hora de hospedarse, preferían hacerlo en casa de los sacerdotes (TC 59). El fragmento concluye con el reconocimiento de su «idiotez y sumisión». Incultura o incultura no tanto real, puesto que entre los primeros frailes había algunos cultos, cuanto de opción. El sentido sería el de no querer ser considerados como letrados, lo cual significaba una renuncia a su condición social y no una afirmación de incultura real. También es posible que Francisco evoque un pasaje de la I Regla, donde dice que en las casas donde sirven no tengan oficios que impliquen poder, sino que sean menores y al servicio de todos (1 R 7,1). En resumen, podríamos decir que la actitud propia de la Fraternidad es de sencillez y servicio; de ahí que no se caracterice por el estudio, sino por el trabajo manual. * * * 20Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. 21Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad. 22Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 20-22). En este fragmento sobre el trabajo manual se percibe claramente la intención de Francisco en el Testamento de utilizar, como correctivo de la situación de la Orden, la vida de los primeros hermanos, aun por encima, al menos de forma implícita, de la misma Regla. La ocupación de los primeros frailes, que habiendo renunciado a su posición social se declaraban sencillos y obedientes a todos, era de tipo manual. Celano, en la Vida I, al describir la epopeya de la Fraternidad primitiva, nos dice que, durante el día, aquellos que eran capaces de dedicarse al trabajo manual o bien se paraban en las casas de los leprosos o bien en otros lugares honestos, sirviendo a todos con humildad y devoción (1 Cel 39; cf. TC 41; AP 25). La entrada de clérigos y letrados, sin conocimiento de oficio alguno ni acostumbrados al trabajo manual, descarta la suposición de que todos los frailes se dedicaban al mismo. La I Regla lo tiene en cuenta al ordenar los frailes que saben trabajar, sigan ejerciendo el oficio que conocen, si no va contra su alma o la honestidad; para ello podrán tener las herramientas e instrumentos oportunos (1 R 7). Más adelante, nos da una división tripartita de la Fraternidad en cuanto a sus ocupaciones. Hay hermanos predicadores, contemplativos y trabajadores (1 R 17,5). No sabemos si esto era permanente, sobre todo la contemplación, o se tomaba según las necesidades de cada uno. De todos modos, no debemos proyectar nuestro concepto de trabajo manual a la primitiva Fraternidad. Siendo itinerante y no estrictamente laical, difícilmente podía concebir el trabajo como algo que debiera organizarse dentro de un cuadro preciso. El trabajo manual tenía para ellos una resonancia apostólica que formaba parte de la vida global, pero que no constituía una ocupación continua y exigente. Contrasta la insistencia de Francisco en el trabajo manual y el poco interés de las fuentes por presentarnos al Santo trabajando. Solamente Celano, y en su Vida II, dice que se ocupó durante una cuaresma en trabajar un vaso de madera con el fin de estar siempre provechosamente ocupado (2 Cel 97). El trabajo manual sigue perteneciendo al ideal de la Fraternidad y forma parte de sus actividades, pero con toda seguridad eran los frailes más sencillos, los únicos que sabían y podían trabajar, los encargados de mantener este ideal. El hecho de que la figura de Fr. Gil nos haya llegado como prototipo de trabajador manual, indica que no era tan ordinario como quisiéramos esta clase de ocupación (1 Cel 25). La progresiva organización y orientación de los frailes hacia el ministerio desplazaba esta faceta laboral. La Regla lo considera ya como una gracia dada por el Señor, concediéndole la única finalidad de evitar el ocio (2 R 5,1-2). La restricción existente entre las dos Reglas es evidente, lo cual es un síntoma del abandono que había sufrido el valor del trabajo. Por eso, Francisco trata de expresar, ya por última vez, su pensamiento sobre el particular, apelando a los inicios, en vez de ir a la Regla. El deseo de un moribundo, recordando su «trabajo con las manos» y pretendiendo hacer lo que ya le es imposible, cobra un dramatismo excepcional, al mismo tiempo que refleja su aprecio al valor del trabajo en la Fraternidad como algo insustituible. A la ejemplaridad del «yo trabajaba», sigue el «quiero firmemente que todos trabajen». Aquí rompe Francisco el carácter excepcional del trabajo para convertirlo en ley general. Lo que en las Reglas aparece como una cualidad o un don, aquí se impone como medio ordinario de servicio a la Fraternidad y a los hombres. Ya no cabe la excusa del «no saber» para evadir esta ocupación; los que no saben, que aprendan. El trabajo no tiene aquí como función principal la adquisición de lo necesario para la subsistencia, sino el buen ejemplo y el evitar la ociosidad. Desde luego que se cuenta con él para vivir, pero su objetivo primero no es el jornal, sino el testimonio, hasta el punto de que si no les dieran el precio del trabajo, no tienen por ello que dejar de trabajar, sino recurrir libremente a la mesa del Señor, es decir, a la limosna de puerta en puerta. En la 1 Regla se permite, a cuenta del trabajo, recibir todo lo necesario, excepto dinero. Pero hay trabajos, como el servicio a los enfermos y leprosos, que no admite remuneración. En este caso, y en otros en que el trabajo no cubre lo necesario, recurren a la limosna (1 R 7,7-8). La 2 Regla disocia el trabajo de la limosna. Como paga del trabajo reciben para sí y sus hermanos las cosas necesarias para el cuerpo, excepto dinero (2 R 5,3). Pero todos sabemos que entonces el trabajo manual era privativo de unos pocos hermanos, lo cual no podía ser nunca suficiente, aunque se pagara, para mantener a todos los frailes. La limosna se impone, pues, como algo normal para satisfacer, no la necesidad producida por el trabajo sin remuneración, sino la necesidad creada por la dedicación al ministerio. Algunos franciscanólogos han llegado a afirmar que con esta Regla la Fraternidad se convierte en Orden Mendicante. Y de hecho así lo han visto los biógrafos. El Testamento intenta volver al concepto primitivo, revalorizando el trabajo manual y dejando la limosna como suplencia. Pero ya era demasiado tarde para que la Orden pudiese volver a esquemas considerados como primitivos.[12] * * * «23El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23). El saludo de paz que ofrece Francisco no es un mero saludo de cortesía social. Él le da un contenido profundo hasta el punto de convertirlo en símbolo de su mayor deseo y de su dedicación: la pacificación.[13] El ambiente social de guerras y rencores que Francisco conoce por experiencia podía haber motivado este deseo empeñativo de paz. Sin embargo, el sentido que le da el Santo es, principalmente, religioso. Por de pronto, lo considera como una «revelación» del Señor. La paz que desea Francisco es la paz con que saluda Cristo resucitado a los apóstoles y que, en su formulación concreta -«el Señor te dé la paz»- la toma de la bendición aaronítica (Núm 6,24-26); bendición que conocería, seguramente, por el ceremonial de ordenaciones propio de la corte papal, y que escribió a Fr. León. Este saludo se relaciona también con el empleado en las dos Reglas para los frailes que van por el mundo: «Paz en esta casa» (1 R 14,2; 2 R 3,13), y que está tomado del saludo propuesto por Jesús a los 72 discípulos al enviarlos a misionar (Lc 10,5). En algunas de sus cartas comienza también deseando «salud y paz» (CtaL 1; CtaA 1). Pero Francisco sabe que para ser «deseador de paz» hay que ser antes pacífico. Así advierte en una de sus Admoniciones que los pacíficos tienen que ser bienaventurados, aclarando, sin embargo, que son verdaderamente pacíficos los que, a pesar de todo lo que padecen en este mundo, conservan la paz en el cuerpo y en el alma por amor de Jesucristo (Adm 15). Los Tres Compañeros traen un relato referente a este saludo: como Francisco aseguraba más tarde, el Señor le reveló este saludo: «El Señor te dé la paz». En el exordio de todos sus sermones, siempre que predicaba, hacía la salutación al pueblo anunciándole la paz. Para explicar este saludo y darle un sentido profético, los Tres Compañeros recurren a la aparición por Asís de un hombre misterioso que saludaba a todos: «¡Paz y bien! ¡Paz y bien!», y que desapareció una vez Francisco se hubo convertido (TC 26). El Espejo de Perfección nos ofrece también la costumbre de saludar que tenía el Santo: de igual modo le reveló el Señor la manera de saludar que debían emplear los frailes, como el Santo lo hizo escribir en su Testamento: «El Señor me reveló que al saludar a los demás debía decir: "El Señor te dé la paz"». En los orígenes de la Orden, iba una vez de viaje en compañía de uno de sus primeros frailes que saludaba a cuantos hombres y mujeres encontraba en el camino o en los campos: «¡El Señor os dé la paz!». Y como la gente no estaba acostumbrada a oír esta clase de saludos de los demás religiosos, se extrañaba. Algunos incluso le respondían enfadados, ¿qué significa este modo de saludarnos? Por ello se avergonzó el fraile y rogaba a Francisco que le permitiera usar otro saludo (EP 26). Celano, en su Vida I, repite, más o menos, la misma anécdota, añadiendo que, debido a este saludo, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios, abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y deseosos de salvación (1 Cel 23). La entrada en la Fraternidad suponía, automáticamente, ponerse al servicio de la paz (1 Cel 24), que en la predicación itinerante del Santo tenía un papel importante (1 Cel 36). Apenas reunidos unos cuantos hermanos, los envía a predicar la paz por las diversas partes de la tierra (1 Cel 29). Esta paz que desea y predica Francisco no se queda en pura interioridad. Tomás de Spalato nos dice que la finalidad principal del sermón que oyó a Francisco en Bolonia era el servicio a la paz; todas sus palabras estaban encaminadas a extinguir las enemistades y reformar la alianza de la paz.[14] Dentro de este clima pacificador de Francisco podría colocarse la estrofa del perdón y la paz del Canto de las Criaturas. Su composición con motivo de las desavenencias entre el Obispo y el Podestà de Asís, tal como lo narra el Espejo de Perfección (EP 101), parece dudosa; no obstante, conserva su mensaje y voluntad de paz en un Francisco ya cercano a la muerte. El texto interpreta el perdón por amor de Dios como una alabanza al Creador. Perdón que no es fácil, sobre todo cuando se ha sido perseguido o maltratado hasta contraer enfermedades. Aquellos que lo aceptan con paz y no odian sino perdonan, son dichosos porque Dios está con ellos: Loado seas, mi Señor, por
aquellos que perdonan por tu amor, II.
«MANDO FIRMEMENTE POR OBEDIENCIA...» Con este fragmento comienza otro apartado del Testamento, tal vez el más polémico, no sólo por su contenido, sino también por las interpretaciones que de él se han hecho. Su contenido ya no es recordatorio; desaparecen los pretéritos para dar paso a los presentes de mando. Aquí el punto de referencia pasa de la Fraternidad primitiva a la Regla. El motivo parece ser que los problemas planteados son fruto de la evolución y, por tanto, propios de una Fraternidad en vías de organización, donde el recurso a los primeros hermanos no puede darse por no haber experimentado éstos tales problemas y no ofrecer soluciones; de ahí que se acuda a la Regla en busca de solución correctiva. El paso de la itinerancia a la instalación trajo problemas de propiedad y pobreza, tanto en muebles como en inmuebles. La dedicación preferente a un tipo de apostolado en conexión directa con la Santa Sede llevaba consigo el recurso a ella para protegerse y hacer posible su normal ejercicio. El aumento considerable de frailes, sin una Regla lo suficientemente detallada y precisa, podía dar cabida a la anarquía y descontrol de algunos, no sólo para zafarse de las obligaciones, sino para colocarse fuera de la ortodoxia o para introducir innovaciones de tipo monacal. Francisco se muestra extremadamente duro en su actuación, lo cual radica la importancia que tenían para él estos valores. * * * 24Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y peregrinos» (Test 24). El asentamiento o instalación de los frailes había hecho surgir imprevistos respecto a la práctica de la pobreza, que no tenía el primitivo grupo. En un género de vida ambulante, con limitados y provisionales refugios, resultaba relativamente fácil conservar la actitud de pobreza y desprendimiento que Francisco había intuido para su Fraternidad. El conflicto vendría al aparecer un modo nuevo de entender y realizar el apostolado, que exigía la demora en lugares fijos y más confortables, creando así una nueva situación. A través de las Reglas se nota la evolución de este asentamiento. En la 1 Regla se alerta a los frailes para que no se apropien ni defiendan los eremitorios y otros lugares en que viven (1 R 7,13). La 2 Regla dice que no se apropien ni casa, ni lugar, ni cosa alguna (2 R 6,1). El Testamento afirma que no reciban las iglesias, pobres moradas y todo lo demás que se construya para ellos... (Test 24). Como se ve, a los eremitorios y lugares se han añadido las casas y objetos propios para su montaje y, por último, las iglesias y «lo que se construya para ellos». La actitud que deben tomar respecto a los eremitorios es la de no apropiación ni defensa, permaneciendo accesibles tanto a los amigos como a los ladrones y malhechores, lo que indica que se trataba de ermitas ya construidas y fuera de las ciudades. Sin embargo, en la 2 Regla se habla de no apropiación de casas y utensilios, mientras que en el Testamento se prohíbe recibir iglesias y nuevas construcciones que no estén de acuerdo con la pobreza. Aquí no se habla de apropiarse, sino de recibir. No obstante, en todas ellas se ve la misma preocupación por mantener la pobreza, a pesar de reflejarse en posturas diferentes según se iba evolucionando en la sedentarización de la Fraternidad. Esto vino bastante pronto, aunque con características diversas. En Italia, y también en España, los lugares donde viven los frailes son de tipo preferentemente rural, eremitorios, dada la benignidad del clima, aunque existan algunos urbanos. En Alemania e Inglaterra hay predominio de conventos urbanos ya desde el principio. La Crónica de Jordán de Giano y la de Tomás de Eccleston ofrecen detalles interesantes sobre el respecto. En 1221 se entra de forma definitiva en Alemania, y los primeros alojamientos para los frailes son provisionales, en espera de que se les construya otros más adecuados. En Inglaterra, aunque unos años después, en 1224, el proceso es el mismo. De ahí la diferencia de lenguaje respecto a la actitud que deben tomar los frailes frente al problema de las casas. En las Reglas se habla de no apropiación, puesto que en realidad los hermanos habitan en eremitorios o casas cedidas. El Testamento, por el contrario, prohíbe que las reciban si no están de acuerdo con la pobreza. Aquí se trata ya de casas e iglesias y todo lo que se construye ex profeso para ellos. Los cronistas atestiguan esta evolución en los últimos años de la vida del Santo. Queda, por último, una incógnita en lo que se refiere a «todo lo que para ellos se construya». ¿Qué se les podía construir además de las iglesias y pobres moradas? Posiblemente las casas de estudio. Celano habla, en la Vida II, de un incidente ocurrido en Bolonia a raíz de la construcción de una casa para los frailes (2 Cel 58). No hace explícito de qué tipo de casa se trataba, pero hay que tener en cuenta que en Bolonia estaba la Universidad de derecho. Por otra parte, la permisión a S. Antonio para que explique teología supone la permanencia de los estudiantes en un lugar adecuado. Sin pretender reducir el sentido de «todo lo otro que se construya» solamente a las casas de formación, es muy posible que se refiera a ellas. La actitud de Francisco respecto a este problema la podemos deducir apurando críticamente a los biógrafos. Celano refleja en unos cuantos números de la Vida II la intransigencia del Santo frente a las casas construidas sin tener en cuenta la pobreza. En uno de ellos, afirma que Francisco no quería que los hermanos habitasen en ningún lugar, por pequeño que fuese, si no se sabía con certeza que era otro el propietario. Siempre quiso que sus hijos vivieran como peregrinos, es decir, que permanecieran bajo techo ajeno y pasaran pacíficamente anhelando la patria celeste (2 Cel 59). El Espejo de Perfección dedica también algunos números a mostrarnos la voluntad de Francisco en relación con los edificios construidos para los frailes. Serían un testimonio valiosísimo si tuviéramos la seguridad de que no han sido manipulados. No obstante, y a pesar de las reticencias con que los vemos, pueden ofrecernos algunas aclaraciones al problema (EP 5-11). La intención de Francisco es clara. Las nuevas condiciones por las que atraviesa la Fraternidad en su evolución requieren nuevos planteamientos; sin embargo, no deben convertirse en motivo de degeneración, sino que debe ponerse todo el empeño por mantener, aunque en fórmulas nuevas, la actitud menor de la pobreza. El problema resultaba conflictivo por la diversidad de ángulos desde el que se contemplaba. Lo que para unos era una exigencia del propio servicio a la Iglesia, para los otros era una traición a los ideales primitivos. La armonización de ideales y realidad será el punto que pesará siempre sobre la Fraternidad amenazando su propia descomposición. * * * 25Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación, ni por persecución de sus cuerpos; 26sino que, cuando en algún lugar no sean recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 25-26). El tema de este fragmento son las cartas de recomendación o privilegios pedidos por los frailes a la Curia, con el fin de asegurar su autonomía tanto en el plano personal como apostólico. Los Espirituales hicieron de él su punto de defensa para combatir la necesidad de privilegios que propugnaba la Orden. Por su parte, los estudiosos más radicales han creído ver en él la protesta de Francisco contra la política seguida por la Curia. El empleo del privilegio como instrumento de poder en el gobierno de la Iglesia era algo que Francisco no entendía. Por eso, y frente a una Curia burocratizada y poderosa al máximo, se levanta prohibiendo a sus frailes que colaboren en este tipo de eclesialización, por creerla antievangélica. El Evangelio no necesita de apoyos humanos para hacerse valer, sino que le basta con la fuerza de Dios. Esta misma argumentación habían empleado los distintos grupos heréticos para enfrentarse con la Iglesia; pero, ¿Francisco pensaba también así? El Santo había presenciado, en los últimos seis años, la concesión de varios privilegios o bulas papales. Lo que habría que averiguar es si se hizo a requerimiento suyo, con su consentimiento o en contra de su voluntad. En primer lugar, podemos distinguir un grupo de privilegios, si es que se pueden llamar así, que miran a la autentificación del carisma de Francisco por parte de la Iglesia. En este sentido estarían las aprobaciones de las Reglas, tanto la de 1209 como la bulada de 1223, con todo lo que supone de permisión para el grupo de ciertas prácticas no comunes a los demás fieles. Dentro de este círculo deben colocarse también las bulas Cum dilecti, del 11 de junio de 1218, y Pro dilectis filiis, del 29 de mayo de 1220, en que, según nos cuenta Giano en su Crónica (n 4), los hermanos que fueron por primera vez a Francia, al ser interrogados si eran «albigenses», respondieron que sí, puesto que no comprendían qué era eso de «albigenses», ni sabían que se trataba de unos herejes, hasta el punto de ser tomados casi por tales. Pero el obispo y los teólogos de París, después de haber leído atentamente su Regla y encontrarla evangélica y católica, consultaron sobre la cuestión al papa Honorio III. Éste declaró, por medio de unas cartas, que la Regla era auténtica, aprobada por la Santa Sede, y ellos, hijos especiales de la Iglesia romana y verdaderamente católicos. Igualmente podría incluirse en este grupo la bula Cum secundum consilium, del 22 de septiembre de 1220, en que se obliga a introducir el año de noviciado. Aunque está dirigida a Francisco y los superiores, posiblemente fueron sólo estos últimos los que la pidieron, pues Francisco se encontraba entonces en Oriente; sin embargo, entraba dentro del plan de ayuda pedido por el Santo al papa ante la crisis de la Orden. Poco después de la aprobación de la Regla, el 19 de diciembre de 1223, se les concede la bula Fratrum Minorum por la que pueden excomulgar a los apóstatas de la Orden. La bula parece ser un apoyo al mandato de la Regla que dice: «De ningún modo les estará permitido salir de la Orden» (2 R 2,12). Un segundo grupo lo podríamos hacer con las bulas destinadas a mantener la incipiente exención frente al clero secular. Así tenemos la Devotionis vestrae, del 29 de marzo de 1222, en que se concede el privilegio de celebrar la misa en las propias iglesias, incluso en tiempo de entredicho, con tal que se haga a puertas cerradas. Del mismo modo está la Quia populares tumultus, del 3 de diciembre de 1224, por la que se permite tener oratorios propios, con reserva del Santísimo y Oficio divino. El 28 de agosto de 1225, el papa envía al obispo de París, y dos días después al arzobispo de Reims, la bula In his, quae ad cultum, para que dejen aprovecharse a los religiosos de los privilegios otorgados en la Quia populares. En el mismo sentido escribirá otra vez al obispo de París y al de Tournai, el 18 de septiembre de 1225, la bula Non deberent. El 4 de octubre del mismo año, enviaba al arzobispo de Pisa y al abad de S. Pablo la bula In eo quod audivimus, pidiendo que dejaran en libertad a los frailes. En las bulas Vineae Domini custodes, del 7 de octubre de 1225, y Ex parte vestra, del 17 de marzo de 1226, concedía a los misioneros la protección del poder cristiano, dándoles, además, amplios poderes. Por último, en la Urgente officii nostri, del 20 de febrero del mismo año, pide al arzobispo de Toledo que atienda a los misioneros y, si es necesario, consagre obispo a alguno de ellos. Aún podríamos añadir un tercer grupo de privilegios personales como el de Fr. Felipe que, en calidad de «Celador de las Damas Pobres», había obtenido de la Sede Apostólica una carta que le autorizaba a defender a las monjas y excomulgar a sus detractores. Igualmente, Fr. Juan de Campello, habiendo fundado una Orden mixta de leprosos, se presentó a la Curia con el fin de que le aprobaran la Regla (Giano, Crónica, n. 13). Ante estos tres tipos de privilegios, la reacción de Francisco no era la misma. Por lo que se refiere al primero, es normal que lo aceptara, ya que los había pedido él mismo, o entraban dentro de sus planes, con el fin de asegurar el carisma con la aprobación de la Iglesia. En cuanto a los del segundo grupo, la cosa era diferente. Celano, en su Vida II, hace decir a Francisco, tal vez proyectando el agudo problema de su tiempo, lo siguiente: Nosotros hemos sido enviados para ayudar a los clérigos en la salvación de las almas, hasta el punto de suplir sus deficiencias. Cada uno recibirá su recompensa de acuerdo con el trabajo realizado, no con la autoridad ejercida. Sabed, hermanos, que a Dios le agrada el bien de las almas, y esto se puede conseguir mejor estando en paz con los clérigos que en discordia. Si son un obstáculo a la salvación del pueblo, la venganza pertenece a Dios y Él los castigará a su tiempo. Por eso, estad sujetos a los prelados para que, en la medida de lo posible, no se susciten celos. Si sois hijos de la paz, ganaréis para Dios al clero al pueblo, lo cual es preferible a ganar solamente al pueblo, escandalizando al clero (2 Cel 146). Francisco deseaba una dependencia total respecto al clero; de ahí que resulten extraños a su temperamento y voluntad los privilegios de exención. La Leyenda de Perusa trae la respuesta del Santo a la pregunta de unos frailes sobre la conveniencia de los privilegios: Cuando los obispos vean nuestra vida santa y nuestra humilde reverencia hacia ellos, los mismos obispos os rogarán que prediquéis y convirtáis al pueblo; ellos mismos lo exhortarán a que escuche vuestros sermones, mucho más eficazmente que lo harían vuestros privilegios, los cuales os conducirían al orgullo. Por mí no quiero otro privilegio que el de estar humildemente sometido a todos y, por obediencia a nuestra Regla, convertir al mundo más por el ejemplo que por la palabra (LP 20). Si rechazaba los privilegios colectivos, no habría de ser menos con los individuales. Los de Fr. Felipe y Fr. Juan logró anularlos, pero los Ministros tenían demasiada fuerza e influencia como para dejarse vencer. Sólo quedaba el recurso a la prohibición; prohibición fuerte en palabras -«mando firmemente por obediencia»-, pero impotente en efectos. De hecho, la carrera de los privilegios no hacía sino comenzar. A esta negativa de pedir privilegios, siguen una serie de concretizaciones sobre el modo y el objeto del recurso. No se deben pedir ni por sí mismos ni por intermediarios, es decir, a través de recomendaciones de personas influyentes que podrían defender el recurso y, al mismo tiempo, garantizar su éxito. Sobre el objeto del recurso, determina que no se pidan «para la iglesia». Ya en la bula Devotionis vestrae, del 29 de marzo de 1222, se concede celebrar misa, aun en tiempo de entredicho, en las propias iglesias. De esto se deduce que ya existía la tendencia a tener iglesias propias junto al convento y, por tanto, a pedir privilegios para tales iglesias. Tampoco se deben pedir para «otros lugares». Por las primeras cartas de fundaciones, sabemos que no sólo se imponía a los religiosos la dependencia respecto a los obispos, sino que llegaban hasta obligarles a no tener ni capilla consagrada, ni altar fijo, etc. Ante estos condicionamientos se explica la tendencia a recurrir a Roma en busca de apoyo. El Espejo de Perfección dedica un capítulo, muy significativo, al modo cómo debían adquirirse los conventos en las ciudades y a la forma de edificar en ellos, según la intención del bienaventurado Francisco. Teniendo en cuenta, una vez más, el trasfondo polémico que anima este escrito, creo, sin embargo, que debemos fiarnos de la actitud reflejada en el Santo. En primer lugar, una vez determinado el terreno, deberían presentarse al obispo y pedirle permiso para edificar. Solamente después podían ya permitir que se les construyeran casas humildes y pobres, como también pequeñas iglesias (EP 10). Otra de las prohibiciones objetivas del recurso es que se haga «con miras a la predicación». La voluntad de Francisco es categórica a este respecto. Reconocía en el obispo la máxima autoridad diocesana y quería, por tanto, estar a sus órdenes en el apostolado. La Vida II de Celano trae una anécdota a este respecto. Al pedirle permiso al obispo de Imola para predicar en su diócesis, éste le contestó de forma un tanto brusca: «Hermano, para predicar a mi pueblo me basto yo solo». La terquedad humilde de Francisco, entrando por otra puerta y haciéndole la misma petición, consiguió la licencia que deseaba (2 Cel 147). Esta sumisión no se reducía únicamente a los obispos, sino que llegaba al último párroco, por pecador e ignorante que fuese (Test 7). También es verdad que la lucha contra la herejía había hecho surgir una nueva modalidad de predicadores itinerantes, al servicio directo del papa y que contaban con su apoyo. Sin embargo, Francisco no quiere servirse de este privilegio, por confiar en el poder absoluto del Evangelio. Este recurso a Roma no debe hacerse tampoco «por persecución de sus cuerpos». La Leyenda de los Tres Compañeros narra las peripecias de la primera misión «por todas las partes del mundo católico». Los frailes, dice, eran recibidos en algunas provincias, pero no se les permitía construir casas; de otras se les expulsaba por miedo a que fueran herejes, teniendo que soportar a causa de ello grandes tribulaciones por parte de clérigos y laicos (TC 62). Jordán de Giano cuenta también en su Crónica (n. 5) estos mismos incidentes con más detalle. La expedición enviada a Alemania en 1217, compuesta por más de 60 frailes, sólo conocía de la lengua el adverbio «sí». Ante la pregunta de si eran herejes, respondían con la única palabra conocida: «sí». Entonces, dice Jordán, algunos de ellos fueron golpeados, otros encarcelados, otros despojados de sus vestidos y así, desnudos, los pasearon para irrisión de la gente. Sin embargo, la alusión del Testamento podía hacer referencia a hechos más recientes, pues la bula In eo quod audivimus, enviada al arzobispo de Pisa y al abad de S. Pablo un año antes de morir el Santo, pide que se interponga recurso eclesiástico al Consejo de la ciudad para que lo más presto posible se libere a los frailes. Ante todos estos casos que se enumeran en el Testamento, Francisco propone una solución única: «Donde no sean recibidos, huyan a otra parte para hacer penitencia con la bendición de Dios». Los textos antes citados de los Tres Compañeros y Jordán de Giano terminan la narración de su episodio constatando que tuvieron que abandonar varias provincias y volver a Italia. En resumen podríamos decir que Francisco es contrario a todo privilegio. Si acude a Roma en los momentos claves y decisivos, no es para buscar apoyo privilegiado, sino para asegurar eclesialmente su carisma. Otra cosa es que la Curia no tuviese ningún otro medio de gestionar estos asuntos sino por bulas o privilegios. Cuando éstos iban contra su ideal, el Santo se opuso, aunque su negativa resultara inútil por tratarse de asegurar una línea de acción que la Curia apoyaba. Francisco pensaba que si el fraile menor no debe tener nada bajo el cielo, tampoco debe tener ningún derecho que lo haga más rico que los otros. El que quiere ser del todo pobre, no quiere tampoco tener ninguna protección legal, sino solamente la seguridad que da al hombre su confianza en Dios. En este sentido hay unas palabras del Santo que nos trae fray León y que nos muestran su actitud: «Yo por mi parte sólo quiero tener un privilegio del Señor: no tener ningún privilegio de los hombres, sino reverenciar a todos y, cumpliendo lo que manda la santa Regla, tratar de convertir a todos más con el ejemplo que con las palabras» (EP 50). * * * 27Y firmemente quiero obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. 28Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor. 29Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla» (Test 27-29). La temática de este fragmento es la obediencia y el Oficio divino. Obediencia y Oficio que se impone Francisco como meta personal, para ofrecerla, en el número siguiente, al cumplimiento de los demás hermanos. LA OBEDIENCIA La obediencia era algo fundamental para Francisco, puesto que en ella veía el único medio de autocontrol que poseía la Fraternidad. En un movimiento itinerante, como era el franciscano, la protección integradora del monasterio tenía que sustituirse por unas relaciones personales profundas y seguras. Estas relaciones interfraternas se desarrollaron de acuerdo con la evolución de la Fraternidad. De ahí que cambie, también, la actitud de Francisco respecto a la obediencia. Vamos a tomar, como punto referencia, algunos textos donde aparecen distintas visiones de la obediencia, según el contexto al que se aplican. En la 1 Regla, y al hablar de las relaciones entre los ministros y los otros hermanos, dice que todos deben obedecer diligentemente a los ministros en aquellas cosas que miran a la salud del alma y no son contrarias a nuestra vida (1 R 4,3). La obediencia, en este caso, está bien delimitada, y la responsabilidad de su cumplimiento recae, en último término, sobre el mismo individuo, pues en el capítulo siguiente añade que, si algún ministro mandare alguna cosa a los hermanos contra nuestra vida o su alma, no están obligados a obedecer; más aún, deberán vigilar a los superiores para que vivan «espiritualmente», y en caso de no obrar así, después de tres amonestaciones, tendrán que acusarlos al ministro general en el capítulo (1 R 5,4). Este texto denota la vivencia, todavía, de unas estructuras libres, en que se responsabiliza al individuo de su propia vocación. La Admonición 3 limita un poco más este servicio a la unidad que es la obediencia. El campo obediencial abarca todo lo bueno que no sea contrario a la voluntad del ministro, pero en casos opinables deberá obedecerle caritativamente. Sin embargo, la obediencia no se agota en el cumplimiento de lo mandado. Aunque existan razones serias para no obedecer materialmente, perdura todavía la obligación de mantener la unidad, no separándose del grupo y afrontando las dolorosas consecuencias que tal situación pueda traer consigo, ya que un signo de que se permanece en la obediencia es «el dar la vida por los hermanos» (Adm 3,1-9). El contexto es de una mayor reducción del ámbito obediencial por motivos de organización, aunque manteniendo todavía un concepto de obediencia más extenso que el simple cumplimiento de lo mandado. En la Carta a toda la Orden ruega al ministro general que haga observar inviolablemente la Regla por todos: «Yo, pues, prometo guardar estas cosas firmemente... y se las confiaré a los hermanos que están conmigo, para que las guarden...» (CtaO 43). Aquí la obediencia aparece en una óptica distinta. Ya no se confía tanto en la responsabilidad personal cuanto en la fuerza del superior. Podríamos creer que la experiencia ha enseñado que la buena voluntad no era suficiente para articular una Fraternidad de criterios tan dispares. En este ambiente hay que colocar el deseo de Francisco de obedecer al General y al guardián que quisiera darle. El crecimiento extraordinario de la Fraternidad, sin una Regla que detalle minuciosamente su comportamiento, creaba, indudablemente, problemas de orden práctico. Por ello se creyó que la forma de organizar la unidad era recurriendo al cumplimiento de la Regla, no como libre y responsable exigencia, sino como impuesta y obligatoria ley. Francisco quiere a toda costa salvar la unidad, y por eso sacrificará la entonces débil responsabilidad personal a la voluntad del superior. Él mismo se entrega en actitud de vasallaje feudal en sus manos, de modo que no pueda ir ni hacer nada fuera de la obediencia y su voluntad. Prácticamente reduce la obediencia a los estrechos límites de la voluntad del superior. ¿Tan grave era la situación de anarquía para tomar tal decisión? La Carta enviada a Fr. León respira una confianza que contrasta con la dureza del Testamento. Nada menos que le deja en libertad para agradar al Señor y seguir sus huellas y pobreza del mejor modo que le parezca. ¿Denota esto que tanto Francisco como sus compañeros habían vivido su proyecto evangélico en libertad y ahora, obligados por las circunstancias, tenían que doblegarse ejemplarmente a la voluntad de los superiores? Celano dice, en su Vida II, que al dejar Francisco el generalato renunció también a sus compañeros, pidiendo un guardián que hiciese para él las veces del General y así poder obedecerle (2 Cel 144 y 151). Dentro de la función ejemplar que tiene el relato, es posible que se esconda algo de realidad. EL OFICIO DIVINO El segundo tema de este fragmento es el Oficio divino. Algo muy importante debería ser para la vida de la Fraternidad cuando el Santo lo tomó con tanta obsesión. La preocupación por el cumplimiento de la Regla, y más en concreto del Oficio, no aparece sólo aquí. En la Carta a toda la Orden hace una confesión pública de lo que él dice ser sus pecados: «Falté -dice Francisco- en muchas cosas por mi grave culpa, especialmente porque no guardé la Regla que prometí al Señor, ni dije el Oficio como manda la Regla o por negligencia, o por mi enfermedad, o porque soy ignorante y sin letras» (CtaO 39). Ni la imposibilidad de manejar con soltura el breviario, ni su enfermedad, sobre todo la de los ojos, quiere que sean motivo suficiente para dejar de rezar el Oficio. Si no puede hacerlo materialmente, al menos oirá al clérigo y recitará las partes que se sabe de memoria. Fr. León escribió en el breviario de Francisco que todos los días quiso rezarlo; cuando enfermó, como no podía, quiso escucharlo. Y este breviario lo conservó con él mientras vivió. Celano, en la Vida II, ilustra la devoción con que rezaba el Santo: Recitaba las horas canónicas con no menor reverencia que devoción. No quería, a pesar de estar enfermo de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, durante la salmodia apoyarse en la pared o en el respaldo del coro, sino que siempre rezaba de pie y sin tener el capucho puesto, sin distraer la mirada y sin interrupciones. Si viajaba a pie, se paraba para rezar; si a caballo, se bajaba. Un día que venía de Roma montado, se bajó para recitar el Oficio sin tener en cuenta la lluvia que caía, mojándose por completo. Él mismo explicaba la razón de su conducta: «Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, será pasto de gusanos, con cuánta paz y tranquilidad debe el alma tomar su alimento que es su mismo Dios» (2 Cel 96). * * * 30Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer de este modo a sus guardianes y a rezar el oficio según la Regla. 31Y los que fuesen hallados que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos, todos los hermanos, dondequiera que estén, por obediencia están obligados, dondequiera que hallaren a alguno de éstos, a presentarlo al custodio más cercano del lugar donde lo hallaren. 32Y el custodio esté firmemente obligado por obediencia a custodiarlo fuertemente día y noche como a hombre en prisión, de tal manera que no pueda ser arrebatado de sus manos, hasta que personalmente lo ponga en manos de su ministro. 33Y el ministro esté firmemente obligado por obediencia a enviarlo con algunos hermanos que día y noche lo custodien como a hombre en prisión, hasta que lo presenten ante el señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de toda la fraternidad» (Test 30-33). La obediencia a los guardianes y el rezo del Oficio, que él con tanto empeño ha pretendido ejemplarizar en el fragmento anterior, aquí lo urge a todos los frailes. La machacona insistencia con que pide que sean cumplidos estos deberes tendría su explicación en la fundamentalidad que dichos valores representaban para la Orden. Ya hemos insinuado antes la importancia de la obediencia jerárquica en un grupo de exclusiva referencia personal. El único vínculo de unión que articula toda la trama de la Fraternidad es esta relación obediencial, por eso tiene que ser mantenido inexorablemente contra todo peligro de disgregación. El Oficio podría ser también uno de los elementos aglutinantes del grupo. Según el P. Esser, obediencia y Oficio divino constituyen el núcleo por el que la Fraternidad se identifica como Orden Religiosa.[15] Dentro de este contexto tendrían sentido las duras penas con que castiga a los infractores de estos deberes. EL OFICIO DIVINO Los abusos que se intentan corregir están encarnados por dos grupos de frailes, que en el texto separa la partícula disyuntiva «o». Unos son los que no rezan el Oficio según la Regla o quieren variarlo. Los otros son los que no viven ni piensan de modo católico. No aparecen de forma explícita los desobedientes, pero se sobreentienden por el contexto y el hecho de ir algunas veces relacionados los conceptos de obediencia, Oficio y catolicidad (CtaO 43-45). La «falta» del primer grupo no parece ser tanto la omisión cuanto el cambio del Oficio. La Regla dice simplemente que los clérigos hagan el Oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana, excepto el salterio. Los laicos dirán los «Padrenuestros» (2 R 3,1-4). Quiénes eran los que no estaban conformes con este tipo de Oficio y cómo lo querían cambiar, no lo sabemos. Lo cierto es que, dada la tendencia monaquizante, pronto se llegó al canto solemne del Oficio. Giano refiere en su Crónica (n. 26) que en el primer Capítulo provincial de 1222, celebrado en Worms, tuvieron que decir la Misa y el Oficio en la catedral por no disponer de un lugar adecuado. Celebró la Misa un hermano de la Orden, y los canónigos en un coro y los frailes en otro, cantando alternativamente, cumplieron el Oficio divino con gran solemnidad. Esta costumbre de cantar el Oficio debía estar bastante extendida para provocar la atención de Francisco. En la Carta a toda la Orden, ruega al Ministro general que haga observar inviolablemente la Regla por todos, y que las clérigos digan el Oficio con devoción ante Dios, no mirando la melodía de la voz, sino la consonancia de la mente con Dios, a fin de que se le pueda aplacar por la pureza del corazón y no alargar los oídos del pueblo con el refinamiento del canto (CtaO 40-42).[16] De todos modos, no se puede asegurar que sea a estos partidarios del Oficio divino solemne a los que se refiere Francisco como cambiadores del Oficio. Tal vez pudieran ser también aquellos que, reacios al cambio producido por la Regla, donde se toma el Oficio de la Curia papal, excepto el salterio, quisieron seguir rezando el Oficio antiguo. Indudablemente para Francisco esto era grave y permanecen en el misterio los motivos que tenía para considerarlo así. SEAN CATÓLICOS En cuanto a los del segundo grupo, los que «no son católicos», resulta difícil delimitar el sentido que le da el Santo. En todos sus escritos se nota una gran preocupación por mantener la catolicidad de los frailes. En la 1 Regla dedica el capítulo 19 a este particular, advirtiendo que todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen como católicos (1 R 19,1). La 2 Regla también pide a los candidatos a la Fraternidad que sean examinados diligentemente sobre las verdades de la fe católica y los sacramentos de la Iglesia. Y, si creen en todo ello, si lo quieren confesar fielmente y observar firmemente hasta el fin, podrán, por lo que a esto respecta, ser admitidos (2 R 2,2-3). Al final de la misma Regla, manda a los ministros que pidan al papa un Cardenal Protector para, entre otras cosas, permanecer estables en la fe católica (2 R 12,3-4). Igualmente, en la Carta a todos los Fieles, también les exhorta a ser católicos (2CtaF 32). De todos estos textos parece deducirse que la catolicidad supone para Francisco creer lo que cree la Iglesia. Pero esta fe está condicionada por el modo en que la negaban los herejes de su tiempo. Así hace referencia a la sacramentalidad (2 R 2,2), y más en concreto al sacerdocio ministerial. En la 1 Regla, hablando de la catolicidad, se manda a los frailes que tengan a todos los clérigos y a todos los religiosos par señores, en aquellas cosas que pertenecen a la salud del alma y no se opongan a la religión, venerando en el Señor el orden y oficio y administración de ellos (1 R 19,3). En el capítulo siguiente, presenta a los sacerdotes católicos, es decir, los que viven según la santa Iglesia romana y se distinguen de los herejes, como ministros del sacramento de la penitencia (1 R 20,1-4). Y en la Carta a todos los Fieles, al ruego de que sean católicos, hace seguir su deseo de que visiten las iglesias y veneren y reverencien a los clérigos, aunque sean pecadores (2CtaF 33). El concepto, pues, de catolicidad que tiene el Santo, aunque incluye la fe de la Iglesia, la rebasa, extendiéndose a todo lo que ella manda. Por eso dice en la Carta a toda 1a Orden que si algunos de los hermanos no quisieren guardar estas cosas (el Oficio y demás mandatos de la Regla), no los tiene por católicos ni por hermanos (CtaO 44). Al introducir la obediencia a la Regla dentro del concepto de catolicidad, se explica un poco la dureza con que trata a los transgresores. Contrasta enormemente la actitud de mansedumbre y amabilidad que adopta Francisco y pide a los demás, con este modo de proceder. Un caso típico es la Carta a un Ministro, donde le exige, como signo de amor a Dios y a la persona del Santo, este modo de comportarse: «Que no haya ningún hermano en el mundo, por pecador que sea, que, después de ver tus ojos, se aparte jamás sin tu misericordia, si es que la pide; y si no la pidiera, pregúntale tú si la quiere. Y si se presentase mil veces ante tus ojos, ámalo más que a mí para llevarlo así al Señor y poder apiadarte siempre de ellos. Y cuando puedas, avisa esto a los guardianes: que por tu parte estás resuelto a obrar así. De todos los capítulos de la Regla que tratan de los pecados mortales haremos en el Capítulo de Pentecostés, con la ayuda de Dios y el consejo de los hermanos, el decreto siguiente: Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, pecare mortalmente, tiene que recurrir por obediencia a su guardián. Y todos los hermanos que se enteren de su pecado no lo avergüencen ni le menosprecien, sino demuéstrenle misericordia y mantengan oculto su pecado, porque no necesita de médico el sano sino el enfermo. Igualmente, por obediencia, tienen que enviarlo a su Custodio con un compañero. El mismo Custodio provea de él con misericordia, como quisiera que le tratasen a él mismo si se encontrara en la misma situación» (CtaM 9-17). De no existir argumentos sólidos que remiten este texto y el del Testamento a un mismo autor, Francisco, creeríamos que pertenecen a dos hombres distintos. Por eso, se hace necesario averiguar si este fragmento testamentario es un caso aislado o existen paralelos en sus escritos. El procedimiento empleado aquí por Francisco es inquisitorial. Todos los hermanos están obligados, cuando se encuentren con uno de estos delincuentes, a denunciarlo al superior inmediato. Este tipo de responsabilidad aparece también en la 1 Regla, relacionado tanto con los ministros como con los otros frailes que viven carnal y no espiritualmente según la rectitud de nuestra vida. No obstante, el procedimiento, el correctivo deberá estar inspirado por la misericordia (1 R 5,3-6). Otro texto, sin embargo, muestra la faceta osca del Santo frente a los transgresores, y es la Carta a toda la Orden donde, además de no reconocerlos como hermanos, afirma no quererles ver ni hablarles mientras no hagan penitencia (CtaO 44). En la 1 Regla va todavía más lejos cuando se trata de pecados contra la castidad y la catolicidad. El capítulo 13 dice textualmente que «si algún hermano, instigándolo el diablo, fornicara, se le quite el hábito, el cual perdió ya por su torpe iniquidad, y sea privado completamente de él y sea expulsado totalmente de nuestra Religión» (1 R 13,1). Por lo que se refiere a la fe, dice de modo tajante que si alguno se desviase de ella y de la vida católica, en palabras o en obras, y no se enmendase, sea expulsado totalmente de nuestra Fraternidad (1 R 19,2). Como se puede comprobar, la misericordia y la mansedumbre de Francisco tienen unos límites y son las faltas contra la castidad y la fe católica, comprendiendo en ésta también la obediencia a la Regla. Los motivos que le indujeron a ello podrían haber sido la defensa de los únicos valores que distinguían a la Fraternidad de los movimientos heréticos y que, de perderlos, peligraba su misma vida como grupo de la Iglesia y su misión en el pueblo. Las penas que se imponían en este proceso no se especifican aquí. De ser la expulsión, creo que no haría falta llegar hasta el Cardenal Protector, sino que los mismos ministros que los habían recibido podían hacerlo. El P. Esser insinúa, aunque sin probarlo, que tales religiosos eran llevados a galeras, pues el cardenal Hugolino, como obispo de Ostia, era el encargado de la flota papal. La afirmación no convence del todo, ya que es difícil que en los escritos del tiempo y posteriores no se hiciera ninguna alusión a tal hecho. Sin embargo, es más probable que se les recluyese, privándoles de la libertad. Los monasterios utilizaban este tipo de corrección, y la Fraternidad lo adoptó tan pronto como tuvo estructuras monacales. Si es arriesgado asegurar que este procedimiento existía ya en tiempos del Santo, no lo es creer que el Cardenal Protector pudiese disponer de estos medios en casos concretos. De todos modos resulta curioso este proceso por su limitación territorial, ya que nos es difícil imaginar que los delincuentes de todas las partes donde se habían extendido los frailes tuvieran que ser llevados al Cardenal. ¿Se trata, entonces, de casos muy concretos que el Santo conoce por acaecer en territorio italiano? Sea como fuere, el caso es que Francisco, en este fragmento, intenta mantener por todos los medios a su grupo dentro de la catolicidad. Si en los primeros números del se ha concretado ésta como fe en la eucaristía y en los sacerdotes, aquí aparece como obediencia a lo que propone la Iglesia. III.
«ASÍ SENCILLAMENTE Y SIN GLOSA LAS ENTENDÁIS...» Este último apartado es la clave interpretativa que da Francisco para el recto entendimiento de lo que él quiere decirnos en su Testamento. Las diversas tendencias existentes en la Orden podían interpretar este escrito cada una a su modo, concediéndole un valor o unas intenciones que el Santo no le había podido dar. Conocía Francisco demasiado a los frailes, a todos, para creer que tomaran en su justo sentido esta visión global de la Fraternidad con relación a sus valores esenciales. De hecho, el tiempo se encargó de mostrar que, a pesar de haber delimitado el Santo el valor y alcance del documento, la Orden no llegó a captar la función de correctivo o, si se permite, de reactivo que tenía para su propia vida. Unos por exceso y otros por defecto, todos terminaron arrancándolo de su propio lugar hasta convertirlo en bandera o en olvido de tendencias partidistas. Francisco tenía experiencia de los retorcimientos e interpretaciones que se le habían hecho a su claro proyecto de vida; por eso traza y asegura el contorno intelectivo dentro del cual se debe ver esta última voluntad. * * * 34Y no digan los hermanos: "Esta es otra Regla"; porque ésta es una recordación, amonestación, exhortación y mi testamento que yo, hermano Francisco, pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, por esto, para que guardemos más católicamente la Regla que hemos prometido al Señor» (Test 34). En este fragmento se rompe el proceso lógico que venía desarrollándose a través del Testamento. Es como un «stop» brusco que nos hace plantear el problema del sentido existente en lo dicho con anterioridad. Pues resulta que, después de haber ordenado detalladamente y por obediencia algunas normas a seguir, ahora se trata simplemente de un aviso o exhortación. ¿Entraba dentro de sus planes esta aclaración sobre el valor del Testamento, o se trata, más bien, de una toma de conciencia de que se ha extralimitado en sus atribuciones? Francisco sabía muy bien que, desde su retirada del gobierno de la Fraternidad, no tenía ningún poder jurídico para ordenar nada. Sin embargo, no deja de seguir ejerciendo su función animadora y vigilante de mantener a la Fraternidad fiel a su carisma. Durante todo el proceso de evolución, se habían ido plasmando, en normas precisas, las distintas soluciones aportadas por la colaboración de todos a los problemas que la vida planteaba. La 1 Regla es un ejemplo de esta «legislación abierta» que se practicaba en la Fraternidad. Sin embargo, la bula Solet annuere fijaba jurídicamente la cristalización del carisma franciscano en una Regla. Si por una parte aseguraba su eclesialidad, por otra frenaba su adaptación a las nuevas circunstancias. La Regla significaba, para muchos frailes y curiales marcados por una visión legalista, la concreción o reducción jurídica de la forma de vida evangélica alumbrada por Francisco. En adelante ya no sería posible adaptarla, debido a la aprobación eclesiástica. ¿Cómo una Regla, concebida para organizar una forma de vida concreta, podía constituirse en principio normativo para el futuro? Esta pregunta se formuló muy pronto, convirtiéndose en motivo de angustia para los ministros e intelectuales, que contemplaban la vida desde el ángulo estrecho de la ley. Si Francisco tuvo que admitir esta faceta jurídica de la Regla, al parecer con cierta autoviolencia, sin embargo, no renunció a interpretar el carisma de acuerdo con las nuevas exigencias, aunque para ello tuviera que cambiar el matiz jurídico de sus mandatos, dándoles una forma exhortativa. Dentro de este contexto debe colocarse la advertencia de Francisco de que no tomen este escrito como «otra Regla». Al final de la 1 Regla aparece la misma preocupación de que los hermanos tengan otras Reglas. Se conoce que la tendencia a adoptar alguna de las Reglas clásicas estuvo siempre amenazando a la Fraternidad. No obstante, Francisco se opuso a ello, defendiendo la originalidad de su Regla y el deseo de que fuera única para todos. Su intención no era crear confusiones, poniendo el Testamento en competición jurídica con la Regla. Se trata, más bien, de un recuerdo, un aviso y una exhortación para que se cumpla mejor. Francisco, aunque separado del gobierno, se siente responsable de la marcha de la Fraternidad; por eso, explicita sus deseos, no como un correctivo de la Regla y mostrando su disconformidad, sino como un medio de aclararla profundizando en ella. * * * «35Y el ministro general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia a no añadir ni quitar en estas palabras. 36Y tengan siempre este escrito consigo junto a la Regla. 37Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla, lean también estas palabras. 38Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: "Así han de entenderse". 39Sino que así como el Señor me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta el fin» (Test 35-39). Estos fragmentos conclusivos son típicos de Francisco, según el modo que tiene de terminar sus escritos. Responden a la convicción que tenía el Santo de hablar en nombre de Dios; es decir, que se sentía profeta. Durante todo el siglo XII, se había ido creando este ambiente y no faltaban personajes, como Joaquín de Fiore, santa Hildegarda o santa Isabel de Schoenau, que encarnaban este sentimiento general. La preocupación de Francisco de que no se altere el texto de la Regla ni del Testamento entra dentro de este ambiente profético. Santa Hildegarda advierte también, en uno de sus escritos, que nadie sea tan audaz de añadir o quitar nada, para que no se le borre del libro de la vida y de toda bendición existente bajo el cielo (PL 197, 1038). El mismo Francisco, en la 1 Regla, manda firmemente y obliga, apoyándose en Dios omnipotente, el señor papa y la obediencia, que, sobre lo escrito, nadie disminuya o añada algo (1 R 24,4). La advertencia no parece superflua, sobre todo en el Testamento, si tenemos en cuenta la oposición de algunos ministros respecto a la formulación de la Regla. El Espejo de Perfección, aun dentro de su polemicidad, insinúa la labor de dichos ministros por suprimir partes de la Regla (EP 1). Tal caso no se dio en el Testamento porque se le anuló desplazándolo del marco jurídico, que era lo único que contaba para ellos. Otro aspecto importante es la voluntad de Francisco de mantener siempre presentes sus escritos; concretamente en el Testamento, mandando que lo tengan juntamente con la Regla y lo lean cuando se lea ésta en los capítulos, y, en otros escritos, recomendando que los guarden consigo, los lean, los aprendan de memoria y los propaguen (2CtaF 87; CtaO 47s.; CtaCle 15; 1CtaCus 9; CtaA 10). Esta constante general, sobre todo en los escritos epistolares, se acentúa en el Testamento. A pesar de reconocer que no se trata de «otra Regla», sin embargo, insiste en que se tenga siempre junto a ella. Algunos franciscanistas más radicales ven aquí la última voluntad del Santo por mantener a toda costa su carisma; de ahí que mande tener el Testamento junto a la Regla, como testimonio perenne de que en ella se ha domesticado su modo de entender la vida evangélica. Pero una lectura serena no nos dice esto. Si Francisco quiere mantenerlo junto a la Regla, es para que cumpla su misión de ayuda en el empeño de todos los frailes por realizar mejor la vida que en ella se nos propone. Por eso insiste, mandándolo por obediencia, que nadie añada glosas ni a la Regla ni al Testamento, sino que se entienda pura y simplemente como el Señor le dio a entender. El temor que tenía el Santo de que los intelectuales «explicaran» estos textos fundamentales, dándoles una interpretación que justificara sus posturas, estaba más que fundado. En la Fraternidad existían ya un buen grupo de juristas y entendidos en leyes que podían glosar estos textos, de por sí claros, de modo que favorecieran sus proyectos. Para nadie es un secreto la división de mentalidades que existían respecto a la naturaleza y misión de la Fraternidad. Si la Regla había ya fijado eclesialmente el carisma de Francisco, cabía, no obstante, la posibilidad de «glosarla», incluyendo en sus postulados generales aquellas interpretaciones que contenían los elementos necesarios para una evolución de la Orden acorde con sus proyectos. No acusamos a esta tendencia de mala voluntad. Su formación y el apoyo que la Curia les ofrecía eran más que suficientes para entender así las cosas y procurar, por todos los medios, realizarlas de ese modo. Pero esto no quita que Francisco quisiera también defender hasta el último momento su propia visión por considerarla un don del Señor. Así se explica el esfuerzo por evitar toda glosa que empañe la transparencia que del Evangelio ofrece la misma Regla. El problema radicaba en que, para Francisco, la Regla pura y simple le ofrecía un ámbito suficiente y exclusivo para realizar su proyecto de vida, mientras que, a los intelectuales, les resultaba demasiado estrecha y condicionante para estructurar la Fraternidad de acuerdo con las nuevas situaciones. De ahí que surgiera el conflicto y el deseo de solución recurriendo a las glosas. Por otra parte, no es que Francisco se opusiera a una clarificación de la Regla. Lo que pretende es evitar todo retorcimiento jurídico que embrolle su fiel cumplimiento. Los últimos escritos del Santo, y en especial el Testamento, son una referencia a la realización, cada vez mejor, de la forma de vida que han prometido. Aunque la prohibición se refiere principalmente a la Regla, afecta también al Testamento por considerarse una ayuda para cumplirla mejor. Lo que posteriormente constituiría, el caso de las glosas, un medio normal de aclarar situaciones conflictivas entre la vida y la Regla empleado, incluso, por el mismo papa, no llegará al Testamento. Con él no hubo necesidad de glosas porque, simplemente, se le barrió de la circulación. El grupo de adictos a Francisco y, posteriormente, los Espirituales serán los custodios celosos de esta última voluntad de Francisco. Volviendo de nuevo al contexto de este rechazo del Santo por la glosa, podría parecernos que se trata de una originalidad suya. Ya vimos antes cómo forma parte del ambiente profético de su tiempo. Los grupos heréticos del siglo XII mantuvieron idéntica actitud frente a las glosas del Evangelio. La tónica de los movimientos pauperísticos fue de una aceptación pura y simple del Evangelio, sin ningún tipo de alambicamientos propios de los intelectuales eclesiásticos. Esto mismo parece reflejarse en Francisco. Celano nos lo presenta ya en los orígenes de su conversión como atento oyente del Evangelio que lo grababa en su mente con el fin de cumplirlo a la letra (1 Cel 22). Puesto que la Regla no es más que la articulación práctica del Evangelio, tampoco se le deben hacer glosas. El Espejo de Perfección exagerará esta actitud al máximo haciendo tronar en el aire, hasta el punto de ser oída por los ministros que habían acudido a impedir la redacción de la Regla, la voz del mismo Cristo: «Francisco, todo lo que contiene la Regla es mío y nada hay que sea tuyo, por eso quiero que se observe así, a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa» (EP 1). Demasiado apoteósico para que pueda ser verdad; no obstante, refleja la proyección histórica de una de las tendencias que hicieron de la observancia de la Regla a la letra, no del todo ajena a la mentalidad del Santo, bandera de sus reivindicaciones. La inteligencia simple y sin glosa de la Regla y de este escrito está orientada a la posibilidad de cumplirla mejor. En varios escritos se repite este deseo de que tengan siempre presentes las advertencias hechas, con el fin de ponerlas en práctica: 1 R 24,1-3; CtaO 48; CtaCle 15; 2CtaF 86; CtaM 19; CtaA 10. La observancia de estas normas no depende, principalmente, del querer humano, sino de la santa operación, entendiendo por esto la actuación del Espíritu que obra en nosotros (Test 38; 2CtaF 87). Francisco está convencido de que la docilidad a esta acción santa hace innecesario todo recurso a las glosas para cumplir la Regla. Tal vez dicho convencimiento estuviese motivado, además de por su calidad espiritual, por la ignorancia práctica que tenía de las condiciones en que se estaba desarrollando la Fraternidad, sobre todo fuera de Italia. Lo cierto es que estos fragmentos muestran la tragedia con que tuvo que finalizar sus días, pretendiendo controlar una vida, la de la Orden, que ya se le escapaba de sus manos. * * * 40Y todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos. 41Y yo, hermano Francisco, pequeñuelo, vuestro siervo, os confirmo, todo cuanto puedo, por dentro y por fuera, esta santísima bendición» (Test 40-41). Esta bendición final para los que observen lo antes mandado, es la más solemne de todas las aparecidas en sus escritos. En realidad, no se trata de una bendición suya, sino que confirma, simplemente, la hecha por el altísimo Padre en el cielo, y por su querido Hijo con el Espíritu Santo, ángeles y santos, en la tierra. La distinción es curiosa porque supone que el Padre no ha dejado el cielo, pues desde allí ha enviado a la tierra al Hijo y al Espíritu para la salvación de los hombres. Igualmente, el ámbito de acción para las «virtudes celestes», los ángeles, y los santos es también la tierra. Los demás escritos suele terminarlos con una bendición; bendición condicionada a la copia y propagación del escrito enviado (CtaCus 9; CtaCle 15) o a su cumplimiento (2CtaF 89; CtaO 49; CtaA 10). En la 1 Regla junta estas dos condiciones, pidiendo a Dios que bendiga a todos los que enseñan, aprenden, conservan, recuerdan y ponen en práctica estas cosas, cuantas veces repiten y hacen lo que aquí está escrito para la salud de nuestra alma (1 R 24,2). Fuera de este contexto, tenemos la Bendición a Fr. León, que Francisco tomó del libro de los Números. No está condicionada al cumplimiento de ninguna cosa, sino que la escribió para consolar al compañero atribulado por una tentación, como nos dice Celano (2 Cel 49). Esta bendición testamentaria está influenciada por una atmósfera de catástrofe inminente propia de ambiente proféticos. Dentro de este ambiente hay que entender las amenazas y bendiciones que Francisco, en nombre de Dios, lanza sobre los que, habiendo escuchado sus palabras, las olvidan o las ponen en práctica. En los escritos de santa Hildegarda se leen también, aunque en un tono más apocalíptico, unas bendiciones parecidas: «Cualquiera que rechace -dice- las místicas palabras de este libro, extenderé mi arco sobre él...; cualquiera que lance maldiciones contra esta profecía, se revolverán contra él; y el que la acepte y guarde en su corazón, será colmado por la bendición del celeste rocío... Y el que la guste y conserve en su memoria, será como un mirrado monte... Si alguien las ocultara por temor del dedo de Dios y las redujera insensatamente o las llevara a un lugar extraño por motivos humanos... ese será condenado» (PL 197, 738). Esta costumbre de bendecir estuvo bien arraigada en el Santo. Bendecía no solamente a las personas, sino incluso a los animales y cosas (Cel 108; 58; EP 124; 1 Cel 63). Los biógrafos han conservado, aunque de forma un tanto polémica, la última bendición a sus frailes en las personas de sus representantes. Para aclarar el lenguaje usado en la bendición testamentaria, traemos la que, según Celano, dio Francisco a fray Elías: «A ti, hijo mío, te bendigo en todo y por todo. Y como bajo tu dirección el Altísimo ha multiplicado mis hermanos e hijos, así sobre ti y en ti los bendigo a todos. En el cielo y en la tierra te bendiga Dios, Rey de todo el universo. Te bendigo cuanto puedo y más de lo que yo puedo; y lo que yo no puedo, hágalo en ti quien todo lo puede...» (1 Cel 108). La bendición del Santo en el Testamento, o más exactamente, el deseo de que Dios les bendiga, es absoluta; abarca el cielo y la tierra, la interioridad y la exterioridad. La benevolencia de Dios, lo confirma Francisco, está en aquellos que tratan de serle fieles observando las cosas que les escribe. Les ofrece lo mejor que tiene y puede, la certeza de que Dios está con ellos. CONCLUSIÓN La impresión que nos da, después de haber leído con cierto detenimiento el Testamento de Francisco, es que se trata de un documento producido por una situación especial. La iluminación del contexto histórico nos evidencia el drama de un hombre preocupado por orientar una Fraternidad que le venera, pero que no le necesita, sobre todo entre los dirigentes, para su estructuración dentro de la Iglesia. La funcionalidad que exigió en el servicio del generalato, hasta el punto de que los ministros debían buscar una solución si el General no era capaz de desempeñar bien el cargo (2 R 8,4), se había aplicado a su persona. Impotente para gobernar la Orden, entre otras cosas por su enfermedad, se le nombró un Vicario general para que llevase, prácticamente, el peso del gobierno de la Orden. Desde entonces, la figura de Francisco fue tomando un matiz cada vez más reverente, al mismo tiempo que se le alejaba de los problemas reales que una Fraternidad en evolución llevaba consigo. Tal vez Francisco no percibió este distanciamiento y, por eso, se creyó siempre con la obligación de dirigir al grupo de acuerdo con su visión del carisma. Dentro de este ambiente aparece el Testamento. No hay que buscar en él la voz de un resentido que quiere dejar claro, ya por última vez, la violencia y el manejo que, de su intuición evangélica, han hecho la Curia y los intelectuales. Francisco es incapaz de eso porque es hombre de fe y sabe que la forma de vida que el Señor le ha concedido no puede realizarse sino dentro de la Iglesia que el papa preside. Si hubiera que considerarlo como una queja, tendría que ser contra los que no son fieles al carisma nacido de su experiencia personal y transmitido a la primitiva Fraternidad, cristalizado en la Regla aprobada por el papa. A este grupo, que en términos generales podría incluir hasta la Curia, en cuanto fomentadora de una dirección en la Orden no del todo consecuente con su opción minorítica, es a quien parecería dirigirse este sorprendente Testamento. Pero no; el Testamento no es una queja sino la humilde afirmación del modo de vida que el Señor le ha concedido y ahora comparte con sus hermanos. No es que Francisco pretenda imponerlo como la única forma de vivir el Evangelio; él reconoce y acepta la libre iniciativa divina que se manifiesta en formas diversas de comunicación y de respuesta amorosa. Por eso alerta a los que han elegido compartir su vida evangélica, para que no traten de desvirtuarla amañándola a las cortas posibilidades de su egoísmo. La forma de vida expresada en la Regla es puro don del Señor, ofrecido en gracia, y manifestación salvadora de su voluntad; de ahí que sobrepase todo esfuerzo humano de realización que no se abra a la fuerza operante del Espíritu. Francisco está convencido de que así como el Señor le concedió vivir la forma del santo Evangelio, así también le concede, a pesar de sus debilidades, serle fiel con la ayuda del Espíritu. El cumplimiento de la Regla sólo es posible si se vive desde el abandono confiado de la fe. Mantener a sus hermanos en este ambiente de fe vocacional es lo que pretende Francisco en su Testamento.[17] N O T A S [1] Cf. A. Fortini, Nova vita di san Francesco, Asís 1959, I, pág. 172s.; II, págs. 115-129. [2] Cf. A. Fortini, o. c., II, pág. 121s. [3] El P. Lázaro Iriarte, en su artículo La vía de la conversión en S. Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo {en adelante Sel Fran} n. 11 (1975) 182, dice que «no se ve claro si la alocución "al apartarse de ellos" se refiere a los leprosos o a los pecados. En el contexto parece más probable lo segundo». Sin embargo, y así lo han leído la mayoría de los traductores, parece deducirse que se trata de los leprosos. [4] Cf. A. Fortini, o. c., II, pág. 225. [5] B. Cornet, Le «De Reverentia Corporis Domini», en Études Franciscaines 7 (1956) 29. [6] Cf. Acta Sanctorum, Junii V, 568 B. Sobre la devoción de Francisco a la eucaristía puede verse el trabajo de B. Cornet, Le «De Reverentia Corporis Domini», en Études Franciscaines 6 (1955) 65-91, 167-180; 7 (1956) 20-35, 155-171; 8 (1957) 33-58. O. Schmucki, El anuncio del misterio eucarístico de S. Francisco, ejemplo para la piedad y la predicación eucarísticas de sus hijos, en Sel Fran n. 17 (1977) 188-199; éste y otros estudios sobre la misma temática pueden verse en nuestra sección San Francisco de Asís y la Eucaristía. [7] Cf. J.-F. Godet, El papel de la predicación en la evolución de la Orden, en Sel Fran n. 22 (1979) 103-116. [8] Cf. T. Desbonnets, Francisco de Asís consultando el Evangelio, en Sel Fran n. 25-26 (1980) 151-162. [9] Cf. S. López, «Y yo la hice escribir», en Sel Fran n. 27 (1980) 417-449. [10] Cf. J. M. Powell, El papado y los primeros franciscanos, en Sel Fran núm. 23 (1979) 265-276. [11] Cf. O. Schmucki, La oración litúrgica según el ejemplo y la enseñanza de S. Francisco, en Sel Fran n. 24 (1979) 485-496. K. Esser - E. Grau, Orar en comunión con la Iglesia, en Sel Fran n. 7 (1974) 57-62. [12] Cf. T. Matura, Trabajo y vida en fraternidad, en Sel Fran n. 20 (1978) 211-219. V. Mateos, El trabajo y la primitiva experiencia franciscana, en Sel Fran n. 25-26 (1980) 183-190. [13] Cf. O. Schmucki, S. Francisco, mensajero de paz en su tiempo, en Sel Fran n. 22 (1979) 133-145. [14] Cf. (J. A. Guerra), San Francisco de Asís. Escritos... Madrid, BAC, 19987, p. 970. [15] K. Esser, El Testamento de san Francisco de Asís. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1981, pág. 214. [16] Cf. O. Schmucki: La oración litúrgica..., en Sel Fran n. 24 (1979), especialmente pág. 493s. [17] Entre los pocos trabajos en castellano sobre el particular, pueden verse: J. Garrido, La forma de vida franciscana, Aránzazu 1975, 19852, donde el Comentario del Testamento ocupa las págs. 339-454. M. Castellar: El Testamento de san Francisco. Introducción a su estudio, en Cuadernos Franciscanos de Renovación 9 (1976) 243-265. K. Esser, El Testamento de san Francisco de Asís. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1981, 261 pp. J. Sanz, El Testamento de San Francisco, memoria-parénesis de la fidelidad. Una Lectura bíblica, en Verdad y Vida 44 (1986) 263-381. E. Ming, Testamento de san Francisco, en Sel Fran n. 83 (1999) 242-270. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. X, n. 28 (1981) pp. 3-52] |
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