DE SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA DE ASÍS |
«TENER EL
ESPÍRITU DEL SEÑOR» (2 R 10,8) |
. | La vida
evangélica exige una transformación radical, un «cambio de
espíritu»: «Aplíquense los hermanos a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8). He aquí el objetivo supremo de la vida evangélica según Francisco: dejar todo el espacio de uno mismo a la libre disposición del Espíritu Santo, de modo que Éste se convierta de verdad en la fuente viva de donde broten las relaciones, pensamientos, opciones, acciones..., en una palabra, toda la existencia del ser, del cual se ha adueñado. Francisco y sus hermanos saben que el «seguimiento de Cristo» al que están llamados no se limita a una copia externa y tosca del modelo, sino que tiende a una comunión lo más profunda posible, que haga en cierto modo coincidir la persona del discípulo con Jesús, conformándola gradualmente desde dentro a su «prototipo», a su Cabeza (cf. Col 1,18). «A fin de que, interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo...» (CtaO 51). En el pensamiento de Francisco las expresiones «seguir las huellas de Cristo» y «tener el Espíritu del Señor» parecen íntimamente unidas. CAMBIAR DE ESPÍRITU Para que esta «invasión» del Espíritu sea posible, hay que dejar el espacio libre, es decir, hay que desprender al hombre pecador del espíritu terreno que lo propulsa por caminos distintos a los del Evangelio: «Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo, difamación y murmuración, y no se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,7-8). En pleno centro de la vida espiritual hay una transformación radical: pasar del espíritu terreno al Espíritu del Señor, cambiar de espíritu. Sin tal vez saberlo, Francisco repite como un eco la misma palabra del Evangelio «meta-noïete» en griego, que según Marcos es la primera llamada de la predicación de Jesús: «Convertíos y creed la Buena Noticia» (Mc 1,15). Este «cambio de espíritu» constituye un tema capital del mensaje de Francisco. Lo encontramos desarrollado expresamente en algunos de los principales pasajes de sus escritos: la primera Regla: 1 R 17,5-16 (resumido en 2 R 10,7-12, que hemos citado parcialmente antes), 1 R 22; y la Carta a los Fieles: 2CtaF 45-60. Tengamos en cuenta que estos tres fragmentos se presentan como cumbres del pensamiento de Francisco: 1 R 17 es la conclusión de la Regla en una de las etapas de su redacción; 1 R 22 es el testamento de Francisco cuando marcha a Tierra Santa; 2CtaF 45-60 describe el punto final de la plenitud de la Eucaristía en la vida del cristiano. Como prueba de ello, estos tres importantes textos desembocan en otras tantas solemnes doxologías, oraciones a la Gloria de Dios: 1 R 17,17-19; 1 R 23; 2CtaF 61-62. UNA EXPERIENCIA DECISIVA Si Francisco valora tan bien la importancia de este cambio radical, si lo analiza con tanto acierto, ¿no será porque lo experimentó personalmente y de manera inolvidable en el umbral de su andadura espiritual? Él mismo nos relata al principio de su Testamento: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia...» (Test 1). Un acontecimiento de la juventud de Francisco tuvo una importancia decisiva en su itinerario. Francisco afirma con fuerza: «Y después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo» (Test 3). Se trata del encuentro con los leprosos. En aquel momento su vida cambió de arriba abajo. Antes estaba, nos lo dice él mismo, «en pecados» (Test 1); es decir, vivía siguiendo el espíritu del mundo y buscando el éxito y la satisfacción personal. Esto incluía naturalmente el horror a los leprosos. Su bondad espontánea, subrayada a porfía por sus biógrafos, se quedaba corta ante lo que le parecía absolutamente opuesto a cuanto él apreciaba. El leproso era el límite infranqueable del amor de Francisco. Pero he aquí que, donde las fuerzas desfallecen, el Señor pasa -«El Señor mismo me condujo en medio de ellos»- e introduce a Francisco en el impulso de su misericordia. «Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo» (Test 3). Al igual que en la escena del banquete de Francisco con sus amigos en una noche de Asís (cf. TC 7), Francisco experimenta la dulzura de Dios; pero en el encuentro con los leprosos Francisco no es sólo beneficiario, sino también actor. Y, actuando así, nace a la vida de Dios; entra en el mundo de Dios: en espíritu ya ha «salido del siglo». Es un cambio radical. Un cambio de gusto: lo amargo se transforma en dulzura. Un cambio de apreciación de lo que se entiende por «triunfar». Un cambio del sentido de la vida: el ambicioso Francisco ya no piensa en llegar a la cumbre para ser el más grande, sino, al contrario, en abajarse para aproximarse todo lo posible al más pequeño. Un cambio incluso de su imagen de Dios: Éste deja de parecerle el majestuoso Soberano de Espoleto, que va a izarlo a la cima de la Gloria, y reviste los rasgos de Cristo pobre y crucificado, hecho leproso por amor a nosotros. Francisco entrevé de repente que la verdadera grandeza, la única grandeza, es la del amor, y que nada hay más importante en el mundo que encender una chispa de alegría en el ojo tumefacto del leproso. Cambio de gusto, cambio de vida, cambio de Dios: el encuentro con los leprosos es verdaderamente la «conversión» de Francisco. Esta transformación es obra de Dios: sólo Él puede dar un corazón nuevo; sólo Él puede sustituir el espíritu terreno por el Espíritu Santo; sólo Él puede producir el nuevo nacimiento que hará entrar en el Reino; sólo Él puede resucitar a los muertos. Al hombre le corresponde confesar su pobreza y mantenerse activamente disponible para Dios. Al hombre le incumbe contar lo que Dios ha hecho: «El Señor me dio de esta manera...». ABANDONAR LA SABIDURÍA DE LA CARNE Hace falta un capirotazo inicial para tomar la dirección del Reino. Pero inmediatamente después viene todo el camino que hay que recorrer, desde el país de la cautividad hasta la Tierra Prometida. Pues hay que pasar incansablemente del espíritu terreno al «Espíritu del Señor». Si, siguiendo a Jesús, a Francisco le gustan los términos que indican movimiento y marcha, si recuerda de buena gana a sus hermanos que son peregrinos, es porque tiene conciencia de que el paso de este mundo al Padre es tarea de toda la vida. Por eso invita a sus hermanos a una conversión permanente. Necesariamente hay que abandonar el espíritu terreno. En efecto, cuando Francisco mira (en primer lugar en sí mismo y luego en los demás) al hombre concreto, tal como es realmente, se da cuenta de que está profundamente marcado, herido, desfigurado por el pecado. Para significar esta situación real, emplea las palabras «carne» o «cuerpo», en el mismo sentido que san Pablo. También emplea la palabra «mundo», tal como la entiende san Juan en algunos pasajes («el príncipe de este mundo»; «vosotros no sois del mundo»...), o la palabra «siglo». El uso de estas palabras no implica un juicio sobre el valor «ontológico» de algunas realidades, creadas buenas por Dios, como sabe muy bien Francisco (cf. Adm 5; Cántico de las criaturas). Se trata siempre de la situación existencial de un ser, o de un universo, centrado sobre sí mismo, cerrado a Dios y a los demás, abandonado a sus impulsos instintivos mortíferos: un hombre pecador, en el seno de una humanidad pecadora. En la Carta a todos los fieles Francisco formula un implacable alegato contra quienes se dejan llevar por el espíritu terreno. En dicho texto, al igual que en otros de Francisco, puede encontrarse el retrato severo. Pero, ¿es más severo que san Pablo cuando describe al ser guiado por «la carne»? Uno y otro quieren limpiar la herida, depurar el mal en su raíz, y dejar todo el espacio a disposición de una nueva creación. Advirtamos, por lo demás, que la mirada pesimista con que Francisco observa al «hombre carnal» en cierto modo no es más que el contrapunto a la maravillosa obra que en dicho hombre lleva a cabo la gracia de Dios. (Encontramos idéntico contraste, gustosamente expuesto y ampliado, en el cuadro con que Celano, en su vida primera, describe la conversión de Francisco). He aquí, bosquejado por Francisco, un retrato del hombre pecador: «Todos aquellos que no llevan vida en penitencia ni reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo; y que ponen por obra vicios y pecados; y que caminan tras la mala concupiscencia y los malos deseos y no guardan lo que prometieron; y que sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo y con las preocupaciones de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen, son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo. No tienen sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: "Su sabiduría ha sido devorada". Ven, conocen, saben y practican el mal, y a sabiendas pierden sus almas. Mirad, ciegos, engañados por nuestros enemigos, la carne, el mundo, el diablo, que al cuerpo le es dulce cometer pecado, y amargo servir a Dios, pues todos los males, vicios y pecados, del corazón del hombre salen y proceden, como dice el Señor en el Evangelio» (2CtaF 63-69). BAJO EL SIGNO DEL TENER Y DEL PODER Este «espíritu de la carne» está colocado bajo el signo de la exterioridad: se alimenta de tener y parecer. ¿No es esto lo que vivió Francisco en el mundo, antes de su conversión, entregado por entero a triunfar y atraer todas las miradas hacia él? Y este espíritu reaparece continuamente de mil maneras sutiles, encontrando su pasto incluso en los ámbitos más sublimes: «Todos mis hermanos procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos... Guardémonos, pues, todos los hermanos de toda soberbia y vanagloria; y defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres. Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su recompensa"» (1 R 17,6.9-13). Es un espíritu de apropiación, que trata de adueñarse de todo, de hacer que todo gire en torno a uno mismo, de considerarse propietario de las cosas, las personas y uno mismo. Según Francisco, la esencia de todo pecado consiste precisamente en apropiarnos de algo que no nos pertenece. Nos lo explica gráficamente comentando a su modo el famoso «árbol de la ciencia del bien y del mal» del Génesis: «Dijo el Señor a Adán: "De todo árbol puedes comer, pero no comas del árbol del bien y del mal". Podía comer de todo árbol del paraíso, porque no cometió pecado mientras no contravino la obediencia. Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él, y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la transgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal. Por eso es preciso que cargue con el castigo» (Adm 2). Como puede verse, lo que provoca la metamorfosis es la apropiación del bien realizado por Dios: cuando uno lo coge indebidamente, el fruto bueno se convierte en fruto del mal. Con una perspicacia espiritual muy penetrante y que nos desenmascara muchas veces, Francisco denuncia en las Admoniciones mil sutiles formas de apropiación: la propia voluntad (Adm 2 y 3), la prelacía (Adm 4), la sabiduría, la ciencia, la belleza, la riqueza (Adm 5), los ejemplos de los santos (Adm 6), la Sagrada Escritura (Adm 7), el bien que hacen los demás (Adm 8), el pecado ajeno (Adm 11), el bien que Dios hace en nosotros (Adm 12 y 17), etc. En nuestras relaciones con los demás, esta actitud de apropiación se convierte con toda naturalidad en espíritu de dominio. Colocarse por encima de los otros; ponerlos al servicio de uno; despreciarlos; condenarlos; aplastarlos física o moralmente... Tales son los comportamientos que la lógica terrena inspira y de los que es imprescindible desembarazarse si uno quiere comprometerse a seguir al Señor: «Igualmente, a este propósito, ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio, "los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos"; no será así entre los hermanos; y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor. Y ningún hermano haga mal o hable mal a otro; sino, más bien, por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,9-15). RECREADOS POR EL ESPÍRITU A la «sabiduría de este mundo» y a la «prudencia de la carne» se opone el «Espíritu del Señor». «El Espíritu del Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y 1a pura, y simple, y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». (1 R 17,14-16). Se produce un cambio total: el hombre se desprende de sí mismo; abandona sus puntos de apoyo, sus objetivos egoístas, su voluntad de poder. Abandona su presa. Se sitúa, como un mendigo, en el umbral de un mundo nuevo; abre las manos y el corazón para dejarse invadir y moldear por la dulzura de un Dios que es amor, misericordia, participación. POBREZA Y ACCIÓN DE GRACIAS La sed de apropiación cede el paso al espíritu de pobreza. El hombre aprende a recibirlo todo como don, a no cerrar los brazos aferrando lo que se le ha confiado, a reconocer que todo viene de Dios y a devolvérselo dándole gracias. Las Admoniciones describen ampliamente esta actitud y la presentan como el fruto por excelencia de la acción del Espíritu Santo en el hombre: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor...» (Adm 12, 1). El criterio indiscutible del dominio del Espíritu consiste en la no apropiación: «Si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12,2-3). La razón es muy simple: abandonado a sus solas fuerzas, el hombre pecador es incapaz por sí mismo del bien: «Dice el Apóstol: "Nadie puede decir Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo"; y: "No hay quien haga el bien; no hay ni uno solo"» (Adm 8,1-2). Así, pues, el bien no nos pertenece, le pertenece a Dios, que es «Todo Bien». Tener el Espíritu es dejar, con toda pobreza, que Dios haga el bien como quiera y no retener de ningún modo el bien que Dios hace. El primer fruto, el fruto esencial del Espíritu Santo consiste en abrirse a Dios mediante la pobreza. Se diría de buena gana: «Dichosos los que son pobres en el Espíritu Santo». La regla de oro del Reino gratuito consiste en no retener nada para uno mismo y en restituir todo a Dios mediante la acción de gracias: «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno» (1 R 17,17-18). MINORIDAD Y MISERICORDIA No apropiarse de nada y dar a Dios lo que es de Dios, equivale también a hacerse pequeño ante los demás. A la voluntad de dominio del hombre carnal se opone el espíritu de minoridad. «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada» (2CtaF 47-48). «Ser siervos y estar sujetos», escribe Francisco. Son los términos que él suele emplear cuando describe la minoridad (por ejemplo, 1 R 16,7; 2CtaF 1; 2 R 12,4; Test 19...). Se trata de reconocer el señorío de Dios sobre el hermano, el plan de amor gratuito de Dios sobre él. Entonces uno se hace menor que el otro, se abaja ante él, hasta sus pies, por respeto, por veneración, para servir en él el designio de amor, para que viva. ¿No es ésta la actitud profunda de Jesús hacia los «que el Padre le ha dado»? Este increíble abajamiento del Hijo, asombroso eco del amor misericordioso del Padre, ha quedado indeleblemente grabado en la escena del lavatorio de los pies (Jn 13), que inspiró a Francisco su programa de vida y el nombre de su familia: «Todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3). Tener el Espíritu del Señor Jesús consiste en incorporarse a la actitud de abajamiento del Hijo de Dios, que tomó la humilde condición de criatura para unirse al hombre en el vacío de su pobreza y transfigurarla con su amor. Cuando es abrazada por Jesús, la amargura de nuestra lepra humana se transforma en la dulzura de la misericordia de Dios. ENTRAR EN LA PROFUNDIDAD DE DIOS El Espíritu del Señor lleva al encuentro con Dios. Nos libera de todas las posesiones que nos estorban, de todas las superioridades que nos separan, para hacernos entrar, pequeños y pobres, en el Reino del amor gratuitamente compartido. Sólo el Espíritu puede ajustar nuestra mirada a la visión de Dios. La Admonición 1, sobre «El Cuerpo del Señor», la Eucaristía, afirma con fuerza la insuficiencia radical de la mirada terrena, del espíritu carnal, para reconocer al Hijo de Dios. «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia...» (v. 17). ¿Cómo podría la sabiduría humana reconocer la presencia de Dios en unas figuras tan sencillas? Para confesar la presencia del Señor de la Gloria en el mesías humillado que camina hacia el Calvario, para discernir la presencia de Jesús en la insignificancia del pan eucarístico, en el hermano, en el pobre, en el leproso..., es preciso tener unos ojos nuevos, iluminados por el Espíritu. El Espíritu es el único que puede introducir al hombre en el misterio de un Dios que se hizo pobre por amor. El Espíritu es el único que puede escrutar las profundidades de Dios. ¿No es precisamente en estas profundidades donde va a introducir el Espíritu a quien ha aceptado abandonar su sabiduría humana, acorazada con el tener y el poder, y ha abierto su corazón al don de Dios? Todas las veces que describe el paso del espíritu terreno al Espíritu de Dios (1 R 17; 1 R 22, 2CtaF 45-62), Francisco desemboca en la plenitud de la vida de intimidad con Dios. Los dos últimos textos citados concluyen con largas citas de la oración sacerdotal (Jn 17), en la que Jesús introduce a sus discípulos en el mismo centro de su relación con el Padre. En la oquedad de la pobreza excavada por el Espíritu van a derramarse los inagotables raudales del compartir trinitario. «Y sobre aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son, esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 48-53). Bajo la pluma de Francisco las imágenes se cruzan y superponen para expresar de mil maneras la intensidad de los lazos que van a introducir al cristiano en el centro de esa intimidad que une al Padre, al Hijo y al Espíritu. La aspiración al amor, en todas las modalidades con que ella se manifiesta en el corazón humano, va a encontrar en Dios su satisfacción plena. Se comprende el grito de asombro de Francisco ante esta grandiosa perspectiva: «¡Oh, cuán glorioso es tener en el cielo un Padre santo y grande! ¡Oh, cuán santo es tener un esposo consolador, hermoso y admirable! ¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano e hijo agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros, diciendo: "Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste"...» (2CtaF 54-56). Verdaderamente es la realización de lo mismo que Jesús pedía a su Padre, como fruto de su Pascua, en la oración sacerdotal de la que Francisco estaba impregnado. NACER DEL ESPÍRITU «"Dichosos los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios". Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16). Los corazones puros verán a Dios. A decir verdad, no cesan de adorarlo y de verlo. Están constantemente en la luz del Espíritu. ¿Qué condición hace falta para ello? Francisco es nítido: «Despreciar lo terreno, buscar lo celestial». ¿Habrá que hacer una lista de las cosas terrenas que nos impiden ver a Dios y de las cosas celestiales que nos lo revelan? Sería una empresa ilusoria, pues las cosas se muestran ambiguas: el trabajo, el descanso, la amistad, la felicidad, la adversidad, la oración incluso, unas veces nos unen a Dios y otras nos alejan de Él. La diferencia radica en nosotros. Hay una manera terrena de apropiarse de las cosas, en cuyo caso se convierten en terrenas y nos separan de Dios; y hay una manera de recibirlas de Dios, en cuyo caso son celestiales y nos arrojan a Dios. El paso de una actitud a otra no es exterior a nosotros, no consiste en cambiar una cosa por otra. Está dentro de nosotros mismos. Hay que pasar de una manera humana de apropiación a una forma celestial de recibir de Dios. Hay que pasar del espíritu terreno de posesión y dominio al Espíritu de pobreza, acogida y participación. Hay que «cambiar de espíritu». Hay que pasar de la grandeza a la misericordia. Hay que pasar de la amargura de la codicia a la dulzura del amor. Este paso, sin embargo, es tarea que nos sobrepasa. ¿Cómo podría darme a mí mismo el Espíritu del Señor? Este paso es el fruto sabroso de la Pascua de Jesús, con la que nos hace pasar de este mundo al Padre, comunicándonos su Espíritu. Del Misterio Pascual brota el nuevo nacimiento con el que un hijo de Adán es transformado en hijo de Dios. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVIII, n. 52 (1989) pp. 61-70] |
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