DIRECTORIO FRANCISCANO
ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS

INSPIRACIÓN TEOLÓGICA
EN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO DE ASÍS.
SAN BUENAVENTURA Y DUNS ESCOTO

por Ignacio Omaechevarría, ofm

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El P. Omaechevarría expone los valores teológicos contenidos en los Escritos de san Francisco que sirvieron de fuente de inspiración a los pensadores franciscanos, concretamente a san Buenaventura y al beato Juan Duns Escoto. El A. publicó este artículo en 1968, cuando el P. Esser aún no había publicado su edición crítica de los Escritos de san Francisco. Aquí damos las citas como suele hacerse en estos últimos años. Además, ofrecemos en español los textos que él da en latín; los que ya él había traducido, no los variamos.

Se ha dicho que no se puede hablar de una dependencia doctrinal, por ejemplo, entre Alejandro de Hales y san Francisco, «ni se puede imaginar que la vida de san Francisco haya servido como de texto para los comentarios escolásticos en vez de la Sagrada Escritura o del Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo»; sino que la escuela franciscana nació más bien como un feliz encuentro de almas. «Mientras san Francisco, a orillas del Tíber y del Arno, llamaba hermanas a todas las criaturas -escribe Gemelli-, descubriendo en ellas, con la borrachera de la primera intuición, la paternidad creadora de Dios y los símbolos de la redención, Alejandro de Hales, a orillas del Sena, ponía la bondad como fundamento de la teodicea; y, partiendo de esta Bondad fontal, que es la razón de ser de todas las cosas y que a todas se comunica en mayor o menor grado, hasta a la materia prima, explicaba la distribución, la belleza, el orden del universo. Después, cuando los Frailes Menores llevaron a la Universidad la "simplicidad columbina" de Francisco, el maestro parisiense, que había demostrado con agudos razonamientos la bondad de las cosas y que la Bondad es fuente de todas las cosas, experimentó la alegría del pensador que ve personificada su filosofía en hombres de carne y hueso, y sobre la toga del maestro se viste el sayal franciscano».[1]

Hermosamente expresado. Por lo demás, es evidente que, tratándose de Alejandro de Hales, la coincidencia de su doctrina con la vida de san Francisco debe considerarse como el encuentro providencial de una teoría con una experiencia práctica; mas semejante explicación no podría aplicarse del mismo modo a san Buenaventura o al beato Duns Escoto, por ejemplo. No es que la «vida» de san Francisco les sirviera de pretexto para sus comentarios escolásticos a los doctores franciscanos, pero no puede excluirse que recibieran su inspiración, en parte no pequeña, no sólo de la «vida», sino aun de los «escritos» del Seráfico Fundador, que fueron más leídos de lo que a veces se supone. Puede, pues, concederse que en el caso de Hales, el Doctor Irrefragable, o en el de san Antonio de Padua no hay sino una especie de armonía preestablecida; pero no puede decirse lo mismo de san Buenaventura, el Doctor Seráfico, que estudia de modo explícito la vida y el espíritu y las enseñanzas del Seráfico Padre, y en forma parecida hay que juzgar también el caso de Duns Escoto, el Doctor Sutil y Mariano, y de otros pensadores franciscanos, que, si no son franciscanólogos profesionales como san Buenaventura, piensan y escriben más bajo la inspiración de los dichos y hechos del Poverello que bajo el influjo de Alejandro de Hales y san Antonio.

Es cierto que san Francisco no fue un teólogo en el sentido escolástico de la palabra, pero no por eso es lícito minimizar la hondura teológica de su piedad y reducir su ciencia espiritual a simples experiencias afectivas y místicas. Tal vez este prejuicio difuso acerca de la pretendida incultura teológica del Seráfico Patriarca ha contribuido a subestimar su posible influencia en los grandes pensadores; pero el caso es que quienes investigan en serio el sentido de los textos redactados por san Francisco y de las palabras que le atribuyen sus biógrafos, quedan sorprendidos ante la originalidad y profundidad de su pensamiento. Llama la atención de los escrituristas, por ejemplo, la soltura con que este «hijo de Pedro Bernardone» habla del espíritu y de la carne de acuerdo con las más autorizadas interpretaciones exegéticas de las epístolas paulinas, o la espontánea intuición con que se asimila la espiritualidad llamada ahora de los pobres de Yahveh y se aplica a sí mismo las perícopas bíblicas correspondientes, particularmente de los Salmos, entendiendo la pobreza, no sólo en sentido material, sino en toda la extensión de las más amplias perspectivas espirituales de la Biblia.[2]

Mas no es ahora el momento de examinar todos los valores teológicos que se contienen en la doctrina de este extraordinario «profeta», que a sí mismo se titulaba «juglar» e «idiota». Nos limitaremos a poner de relieve algunos textos de indiscutible autenticidad, cuyo eco y cuya influencia se percibe más claramente en ciertos párrafos y fórmulas de doctores como san Buenaventura y el beato Juan Duns Escoto, que pudieron tener a mano los escritos de su Seráfico Padre, sin descontar del todo paráfrasis como la de las Florecillas que ilustran la doctrina de san Francisco sobre la perfecta alegría. Destacaremos con preferencia algunas ideas fundamentales sobre Dios, sobre Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la vida religiosa.

I. DIOS Y LOS DIVINOS ATRIBUTOS

«El concepto de Dios -ha escrito Fr. Efrén Bettoni- es algo fundamental en toda espiritualidad; es el punto de partida, su fuente nutricia y su medida. Lo vemos en los Santos. Cuanto más elevado es su heroísmo y su oración, tanto más profundo, lúcido y focal es su concepto de Dios».[3]

Precisamente en su concepto de Dios san Francisco se revela teólogo profundo, que ha pensado mucho sobre el tema y ha saboreado los atributos divinos, y ha penetrado con mirada insistente en las interioridades del Ser Infinito. Véanse sus palabras textuales en la carta que dirige a Fr. León en el Alverna, escrita de su puño y letra:

«Tú eres santo, Señor, Dios único, que haces maravillas. Tú eres fuerte. Tú eres grande. Tú eres Altísimo. Tú eres Rey omnipotente. Tú eres Padre santo, Rey de cielo y tierra. Tú eres trino y uno, Señor Dios, TODO BIEN. Tú eres el BIEN, todo BIEN, sumo BIEN, Señor Dios vivo y verdadero» (AlD 1-3).

Refiere el Celanense: «Estando san Francisco en el Alverna..., cierto día llamó a Fr. León y le dijo: "Tráeme pergamino y tinta, porque quiero escribirte algunas palabras de Dios y alabanzas suyas, que he meditado en mi corazón». Y así nació este escrito.[4]

Los epítetos que el Santo aplica a Dios se pueden agrupar en tres categorías principales. Ante todo destaca la Majestad divina: «Tú eres Dios único, que haces maravillas. Tú eres fuerte, grande, Altísimo, omnipotente, Rey de cielo y tierra». Aparece no con menor relieve la Santidad, ya como atributo trascendental indisolublemente asociado a la Majestad, ya como causa ejemplar y compendio de todas las virtudes: «Tú eres santo... Tú eres caridad y amor. Tú eres sabiduría. Tú eres humildad, paciencia, quietud, gozo y alegría, justicia y templanza, mansedumbre» (AlD 1.4), etc. Pero prepondera la Bondad como cima y resumen de todos los demás atributos: «Tú eres trino y uno, Señor Dios, TODO BIEN. Tú eres el BIEN, todo BIEN, sumo BIEN, Señor Dios, vivo y verdadero... Tú eres todas nuestras riquezas a saciedad. Tú eres hermosura... Tú eres gran dulcedumbre nuestra. Tú eres vida eterna nuestra, Señor grande y admirable, Dios omnipotente, Salvador misericordioso» (AlD 3-6).

Las mismas ideas se encuentran, más compendiadas, en la oración que sigue a la paráfrasis del Pater noster.

Debe advertirse que no se trata de un texto aislado, sino de una concepción y de unos pensamientos largamente meditados, que el Santo saborea muchas veces: «Ninguna otra cosa deseemos ni queramos -repite en el capítulo 23 de la Regla no bulada-, ninguna otra cosa nos agrade o deleite sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, único Dios verdadero; que es bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien; que es el solo bueno, piadoso y manso, suave y dulce; que es el solo santo, justo, veraz y recto...» (1 R 23,9). Todas las criaturas deben tributar a Dios alabanza, honor y gloria -recuerda en la Carta a todos los fieles-, porque él es «el solo bueno, el solo Altísimo, el solo omnipotente, admirable, glorioso, y el solo santo, laudable y bendito...» (2CtaF 62). A veces acumula los epítetos para detenerse en la contemplación de quien es «sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable...» (1 R 23,11). Pero puede decirse que se responde bien a la mente de san Francisco si se considera a Dios, sobre todo, como altísimo (solo omnipotente, único Dios verdadero), santísimo (justo, recto) y bonísimo (solo bueno, piadoso, suave y dulce).

No estará, pues, fuera de lugar ofrecer como resumen afortunado del modo de ver y amar a Dios propio de san Francisco, la oración con que termina su preciosa paráfrasis del Pater noster:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, sumo BIEN, todo Bien, Bien total, que eres el solo BUENO, tributémoste a Ti toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición, y atribuyámoste siempre a Ti todos los bienes. Amén» (AlHor 11).

Ahora bien, este modo de entender y sentir a Dios influye, sin duda, en san Buenaventura para la redacción del opúsculo De regimine animae, cuyo fin no es otro sino inculcar la importancia de los tres atributos divinos señalados y sacar las consecuencias pertinentes para la vida cristiana:

«Ante todo, has menester, alma mía, sentir de Dios, que es óptimo, altísima, piadosísima y santísimamente... Sientes de Dios, que es óptimo, altísimamente cuando... crees, admiras y alabas su poder inmenso, que todo lo crea de la nada, y su sabiduría infinita, que todo lo gobierna y ordena», etc. «Sientes piadosísimamente de Dios, que es óptimo, cuando admiras... su inmensa misericordia, como sumamente benigna en la asunción de nuestra humana y mortal naturaleza, como sumamente compasiva en el padecimiento de la muerte, y muerte de cruz, y como sumamente liberal en la donación del Espíritu Santo», etc. «Y sientes santísimamente de Dios, que es óptimo, cuando consideras... su santidad inefable... en relación a sí mismo... y en relación a los demás... de modo que es imposible que no repruebe el pecado».[5]

De la consideración de estos tres atributos divinos se deriva una triple actitud humana; puesto que la Majestad del Altísimo exige en correspondencia un corazón humilde, la Bondad del Piísimo, un corazón devoto, y la Santidad del Integérrimo, un corazón sin mancha. Y estas tres actitudes deben reflejarse en una triple norma de conducta: santo temor ante la divina Majestad y moderación o modestia en la ordenación de la vida; celo de la justicia integral ante la Santidad eterna; sentimientos de piedad para con Dios y para con el prójimo como respuesta a la Bondad soberana. En otras palabras, a la Majestad, Santidad y Bondad de Dios deben corresponder en el hombre la humildad y el santo temor, el celo de la justicia y el dolor de los pecados, la devoción y el deseo de los divinos carismas; o bien la modestia, la rectitud de conducta y la piedad con el sentimiento filial de la Bondad divina.

El tratadito bonaventuriano parece, si se quiere, una construcción demasiado artificial y simétrica. San Buenaventura se complace en las divisiones ternarias y fácilmente reduce a tres los atributos divinos fundamentales. Además, ha querido ofrecer quizá un comentario al texto de san Pablo: «Para que vivamos sobria [modestia], justa [santidad y justicia] y piadosamente [piedad] en este siglo» (Tito 2,12). Pero no puede negarse que traduce con estricta fidelidad el pensamiento de san Francisco. Las virtudes básicas -viene a decir- deben derivarse del conocimiento saporativo de la Majestad, de la Bondad y de la Santidad divinas. «Sentir» de Dios altísima, piísima y santísimamente significa no sólo «juzgar», sino penetrarse del «sentimiento» de la Majestad y demás atributos. Es preciso, no sólo juzgar o entender, sino creer, admirar y alabar la grandeza de Dios y su misericordia y su justicia, como san Francisco, hasta saltar de gozo, como las hijas de Judá por los juicios divinos (cf. Salmo 96,8).

También el beato Juan Duns Escoto parece tener en cuenta al Seráfico Patriarca cuando expone sus ideas sobre el Ser Infinito y sobre los atributos esenciales del Ser Infinito. Nos fijaremos tan sólo en el sustancioso tratado De primo principio, de tan denso y profundo contenido, que bien puede considerarse como una afortunada traducción del modo de pensar y de sentir de san Francisco al lenguaje escolástico de La Sorbona. Es verdad que Escoto se remite a otras obras para los aspectos de la realidad divina que más que por la razón conocemos por la fe; pero, con todo, también en este opúsculo acerca del Primer Principio, no obstante su carácter estrictamente filosófico, se emparienta de modo llamativo con el pensamiento del Seráfico Patriarca. Más aún, la misma forma literaria del opúsculo, más que de discusión o cuestión disputada es de oración de amor y de alabanza, equivalente a la conocida oración de san Francisco: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, sumo bien, todo bien, bien total, que eres el solo bueno, tributémoste a Ti toda alabanza...» (AlHor 11).

Comienza, pues, Fr. Juan Duns Escoto: «Haz, Señor, Principio Primero de los Seres, que yo crea, saboree y exprese lo que sea del agrado de tu divina Majestad, y sirva para elevar nuestras mentes a tu contemplación». El doctor franciscano pide al Primer Principio la gracia de creer, saborear y formular verdades que -en primer lugar- sean gratas a su Majestad y que eleven a la contemplación nuestras mentes. Y sigue orando: «Señor nuestro: al preguntarte tu nombre Moisés tu siervo, tú que conoces lo que el entendimiento de los mortales puede concebir acerca de ti, le respondiste: Yo soy, el que soy. Tú eres el Ser verdadero, tú eres el ser total. Esto es lo que, si me fuera posible, quisiera yo comprender. Ayúdame, Señor», etc.[6]

Ya se sabe que el tratado es una de las elucubraciones más profundas y maravillosas sobre los problemas fundamentales de la teodicea, pero nunca pierde su forma de plegaria. Después de explicar en el primer capítulo las cuatro divisiones del orden esencial o las cuatro ordenaciones esenciales del Ser, inicia de este modo el segundo capítulo: «Señor Dios nuestro, que infaliblemente enseñaste al Doctor San Agustín aquello que escribió al tratar de ti, Dios Trino, en el libro primero De Trinitate: Nada hay que se dé el ser a sí mismo; ¿no nos enseñas acaso con igual certeza esta otra verdad similar a aquélla, a saber, que ninguna cosa está esencialmente ordenada a sí misma? ¿y que en ningún orden esencial es posible el círculo?» (Obras, 602ss). Y siguen, formando parte de esta singular y pintoresca plegaria metafísica, las 16 densas conclusiones que integran el capítulo.

Y en el capítulo tercero, que trata de la triple primacía del Primer Principio, se reanuda de este modo el hilo de la plegaria: «Señor Dios nuestro, que proclamaste que tú eres el primero y el último, enseña a este tu siervo a probar por la razón lo que certísimamente cree por la fe, a saber, que tú eres el primer eficiente, y el primer eminente, y el fin último» (Obras, 622). Y demuestra, a lo largo de 19 conclusiones, que la primera causa eficiente y la primera causa final y la naturaleza suprema son incausables, y que «la triple primacía de eficiencia, finalidad y eminencia en el triple orden esencial predicho pertenece a una misma naturaleza existente en acto», y que las tres propiedades que corresponden a la triple primacía, es decir, ser actualísimo, óptimo y perfectísimo, «no pueden separarse, porque si una de ellas se diese en una naturaleza y otra en otra, ninguna de éstas podría ser simplemente eminente, de donde se sigue que estas tres primacías parecen expresar tres atributos de la suma bondad, que necesariamente concurren, a saber, suma comunicabilidad, suma amabilidad y suma integridad o totalidad; pues lo bueno y lo perfecto son idénticos (V Metaph.), y lo perfecto y lo total son idénticos (III Physic.). Por otra parte, es evidente que lo bueno es apetecible (I Ethic.) y comunicativo (Avicena, VI Metaph.). Pues nada se comunica perfectamente sino lo que se comunica por liberalidad; y esto conviene verdaderamente al sumo bien, que no espera retribución alguna por su comunicación, lo que es propio del liberal» (Obras, 629ss. Sobre todo, 639 y 643-644).

No es difícil advertir que los atributos que san Francisco se complace en destacar en Dios, la Majestad (omnipotente, altísimo y sumo Dios), la Santidad (santísimo) y la Bondad (sumo bien, todo bien, bien total), traducidos al lenguaje metafísico, se corresponden de modo admirable con las tres primacías de eficiencia (omnipotente), finalidad (santísimo) y eminencia (bien total), tal como las concibe y explica Duns Escoto, reduciéndolas a la suma bondad o al bien supremo, en el que se identifican lo bueno, lo perfecto, lo total y lo perfectamente comunicable.

El capítulo cuarto y último se abre también con una fórmula deprecativa: «Señor Dios nuestro, quisiera mostrar de algún modo, con tu favor, las perfecciones que no dudo se hallan en tu naturaleza, única y verdaderamente primera. Creo que eres simple, infinito, inteligente y dotado de voluntad; mas, para evitar círculo en la prueba, anticiparé algunas proposiciones referentes a la simplicidad, que pueden ser demostradas» (Obras, 647). Y entre las 11 conclusiones del capítulo, la cuarta tiene por objeto demostrar que «el primer eficiente es inteligente y dotado de voluntad», y en otra se prueba que «el acto de amarse a sí se identifica con el ser de la Naturaleza Primera», o bien, que «el primer Eficiente ama al Fin primero» (Obras, 654, 663).

Merecen destacarse en especial los nueve últimos párrafos de la conclusión, que resultan un eco perfectamente logrado, en tono filosófico metafísico, de las laudes que en estilo popular se complacía san Francisco en tributar a la Bondad soberana:

«Señor Dios nuestro, los católicos pueden concluir de lo dicho más perfecciones tuyas que las que fueron conocidas por los filósofos. Tú eres el Primer Eficiente. Tú, el Fin último. Tú, supremo en perfección, que trasciendes todas las cosas, etc.
Tú eres viviente, de vida nobilísima, dotado de inteligencia y voluntad. Tú eres feliz; más aún, esencialmente Felicidad, porque eres comprensión de ti mismo. Tú, visión clara de ti mismo y dilección jocundísima; y aunque eres feliz en ti solo y te bastas en sumo grado, con todo entiendes simultánea y actualmente todo lo inteligible; y puedes, a la vez contingente y libremente, querer y, queriendo, causar todo lo causable, etc.
Tú eres el ápice de la simplicidad, pues no tienes partes realmente distintas, ni hay en tu esencia realidades realmente no idénticas, etc.
Tú eres simplemente perfecto, etc. Tú eres bueno sin límite, tú que comunicas liberalísimamente los rayos de tu bondad, tú a quien, como a ser amabilísimo recurre cada uno de los seres como a su Fin último...» (Obras, 703-706).

Y el tratado termina con la conclusión 11, que se resume en cinco proposiciones, la última de las cuales, síntesis de las anteriores, afirma que «la Bondad infinita es numéricamente una», o, como dice san Francisco: «que eres el solo bueno».

«Señor Dios nuestro -concluye Escoto-, Tú eres uno por naturaleza. Tú eres uno en número. Bien dijiste que fuera de ti no hay otro Dios; pues, aunque haya muchos nuncupativa o putativamente, tú eres el único por naturaleza, Dios verdadero, de quien todas las cosas (proceden), en quien todas (subsisten), por quien todas (se ordenan a su fin), que eres bendito por todos los siglos. Amén» (Obras, 707-710).

¿Puede darse una metafísica más caliente y fervorosa, y una teodicea más seráfica, y una paráfrasis más fiel de los afectos de san Francisco en estilo de plegaria escolástica?

II. RELACIONES DE PARENTESCO
CON LAS DIVINAS PERSONAS

El sentimiento de la paternidad divina constituye para san Francisco una de las experiencias más luminosas de su vida según el Evangelio. Ya al principio de su conversión, al despojarse de todos sus bienes y aun de sus vestidos ante el tribunal del Obispo y al sentirse como desvinculado de su familia terrena, exclamó mirando al cielo con los brazos extendidos: «Hasta ahora he dicho: Padre mío Pedro de Bernardón; de aquí en adelante diré libremente: Padre nuestro que estás en los cielos» (2 Cel 12).

Francisco sabía que por la gracia somos hijos de Dios y herederos del cielo, o mejor, que contraemos con la familia divina un parentesco misterioso para el cual no hay palabras adecuadas en el vocabulario humano, por lo que podemos llamarnos al mismo tiempo hijos, hermanos, esposos. El simbolismo del Cantar de los Cantares se convierte en realidad sorprendente para quienes hacen la voluntad de Dios, o, si nos expresamos con palabras de san Juan, para quienes nacen no de voluntad de carne, ni de voluntad de hombre, «sino de Dios» (Jn 1,13). Y el Poverello tuvo una experiencia singular de la sentencia de Jesús en el Evangelio de san Mateo: «Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). No sólo somos «hermanos» de Jesús, sino también «hermanas» y «madres», si comulgamos con él en el cumplimiento de la voluntad de su Padre que está en los cielos.

Son consideraciones que se aplican a los cristianos en general, pero que evidentemente deben alcanzar una realización más plena en quienes hacen profesión de vida evangélica. La consagración religiosa, radicada en la consagración del bautismo, debe expresar más plenamente -plenius- que los demás estados de vida cristiana, como advierte el decreto Perfectae caritatis n. 5, las realidades inefables de la vida cristiana. Por lo que el Seráfico Patriarca no se cansa de inculcar a sus frailes que todos son «hermanos» entre sí, «fratres», y a nadie deben considerar como verdadero «padre» en la tierra, sino que uno solo es nuestro Padre, el del cielo (Mt 23,9), y nadie debe llamarse «prior», sino todos en general «hermanos menores», y no deben tener potestad ni dominar los unos sobre los otros, sino apresurarse a servirse los unos a los otros «por la caridad del espíritu» (1 R 5 y 6). Es preciso tomar en serio este parentesco según el espíritu, que debe superar al parentesco según la carne. Los frailes deben ser verdaderamente «hermanos», y comportarse, donde quiera que se encuentren, como miembros de una misma familia, «manifestándose mutuamente sus necesidades; porque, si una madre cría y ama a su hijo según la carne, ¿con cuánta mayor dilección no deberá amar un fraile a su hermano según el espíritu?» (2 R 6,7-8; cf. 1 R 9,10-11).

La fraternidad franciscana, fundada en el común origen divino de todas las criaturas, se extiende en cierto modo aun a los seres inanimados. San Francisco llama «hermanos» al sol, a la luna y a las estrellas, al agua y al fuego y alaba al Creador «per messer Frate Sole», y «per Frate Focu», y «per Suora Acqua». Mas este sentimiento de fraternidad universal no debe oscurecer la peculiaridad del parentesco sobrenatural que el alma fiel y generosa contrae con las tres Divinas Personas, y que el Seráfico Padre sabe destacar con acertadas expresiones de teología bíblica. Después de recomendar especialmente a los religiosos, «que renunciaron al siglo», a proceder con más generosidad que el común de los fieles, y a vivir en humildad y en obediencia, y a ejercer el mando, los que lo tienen, en espíritu de minoridad y de servicio, y a ser sencillos y puros, añade: «Y sobre aquellos que de este modo procedieren, descansará el Espíritu del Señor, y hará habitación en ellos, y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan, y esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo». Y explica: «Somos esposos, cuando el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santo. Somos hermanos suyos, cuando hacemos la voluntad de su Padre que está en los cielos. Somos madres de él, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera, y lo damos a luz por obras santas que proporcionan a los demás la luz del buen ejemplo» (2CtaF 48-53).

Es una doctrina que meditó e hizo suya también santa Clara. «Eres esposa, madre y hermana de Jesucristo, todo al mismo tiempo -escribe la Seráfica Fundadora a santa Inés de Praga-, y vas avanzando bajo la radiante bandera de la virginidad y de la santísima pobreza». «Has merecido ya, desde ahora -le repite en la misma carta-, ser llamada con toda verdad hermana, esposa y madre de Jesús, Hijo del Altísimo Dios y de la gloriosa Virgen Santa María» (1 CtaCl 12-13 y 24). Es una doctrina que parece haber impresionado también profundamente el alma mística y afectiva del Doctor Seráfico.

De hecho el tratadito de san Buenaventura sobre las cinco festividades del Niño Jesús puede considerarse como una paráfrasis y una ampliación de las palabras con que san Francisco declara cómo somos madres de Cristo. Al retirarme de las ocupaciones diarias para meditar un poco sobre el misterio de la Encarnación -viene a decir el Doctor Seráfico-, surgió en lo más secreto de mi mente la idea de que «el alma devota, por virtud del Altísimo, mediante la gracia del Espíritu Santo, podía espiritualmente concebir, dar a luz y nombrar al Verbo bendito e Hijo unigénito de Dios Padre». Y en primer lugar describe cómo Cristo ha de ser espiritualmente concebido por el alma devota. Y esto ocurre «cuando el alma, movida y estimulada o por la esperanza del premio celestial, o por el temor del castigo eterno, o por el hastío de tener que prolongar demasiado la permanencia en este valle de lágrimas, comienza a ser visitada con nuevas inspiraciones, y se enciende en santos efectos, y se aflige con pensamientos celestiales, y finalmente, rechazando y despreciando los viejos defectos y los vanos deseos de otro tiempo, se siente espiritualmente fecundada, en espíritu de gracia, con el propósito de una nueva vida, por el Padre de las lumbres, de quien procede toda dádiva buena y todo don perfecto (Sant 1,17). Al despertarse estos sentimientos, «el Padre celestial fecunda al alma con una como divina semilla».[7]

Y el Seráfico Doctor explica a continuación, con metáforas fuertemente realistas, cómo «después de esta concepción sacratísima el alma se torna pálida por la verdadera humildad en su conducta, siente náuseas de la comida y de la bebida por el pleno desprecio y la renuncia de las cosas del mundo, cambia de gustos por la diversidad de bienes que se propone y persigue, y aun comienza a enfermar por la abdicación de la propia voluntad», etc. Y exhorta a permanecer fiel al alma que siente haber concebido por el Espíritu Santo nuevos deseos de vida celeste sin permitir que se aborte el germen santo por las máximas mundanas.

En segundo lugar declara san Buenaventura cómo nace espiritualmente en el alma el Hijo de Dios espiritualmente concebido. Nace, pues, cuando, tras maduro examen, implorado el divino patrocinio, se pone por obra el buen propósito; cuando el alma comienza a ejecutar «los buenos propósitos mucho tiempo ideados, a los cuales, con todo, no se acababa de determinar, temerosa del éxito». Y en esta feliz natividad cantan los ángeles, glorifican a Dios y anuncian la paz a los hombres; porque, al llevarse a efecto los santos deseos debidamente concebidos, se rehace la paz interna del hombre. «Pues en el reino del alma no reposa fácilmente la divina paz cuando lucha la carne contra el espíritu, y el espíritu contra la carne»: cuando el espíritu busca la soledad, y la carne prefiere la compañía de los hombres; cuando el espíritu se deleita en Cristo, y la carne en el mundo, etc.

Es preciso, pues, que la carne se someta al espíritu y que se ponga en práctica la obra buena a cuya realización se oponía la carne para que la paz y el gozo interior se restauren en el hombre. «Oh dichosa natividad -añade el Seráfico Doctor- de la que tan gran jocundidad se deriva a los ángeles y a los hombres». «Después de este feliz nacimiento -concluye el capítulo-, el alma conoce y gusta cuán suave es el Señor Jesús; suave en verdad cuando se le nutre con santas meditaciones, se le baña con el agua de calientes y devotas lágrimas, se le envuelve en los castos pañales de los deseos, se le lleva en los brazos de la santa dilección, se le besa con ininterrumpidos afectos de devoción y se le cobija en el seno interior del espíritu. Así es como nace espiritualmente el niño».[8]

Y las consideraciones que siguen en las otras tres festividades vienen a ser un complemento natural del principio sentado por san Francisco de que «somos madres de Cristo cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera (concepción), y lo damos a luz por las obras buenas, que deben ser para los demás ejemplo y testimonio» (nacimiento). Es preciso, pues, que el alma sepa poner nombre espiritualmente al Divino Infante (Festividad III), y que sepa buscarlo y adorarlo espiritualmente con los magos, que simbolizan a las potencias del alma (Festividad IV), y que sepa presentarlo espiritualmente en el templo (Festividad V), alabando, glorificando y bendiciendo al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo. «Alaba con júbilo a Dios Padre, por cuya inspiración concebiste el buen propósito; alaba a Dios Hijo, por cuya información llevaste a cabo el propósito concebido; alaba a Dios Espíritu Santo, por cuya consolación perseveraste hasta ahora en el ejercicio de las buenas obras».

La idea de la fecundidad espiritual del alma, particularmente del alma consagrada a Cristo, halla expresión adecuada también en otros escritos de san Buenaventura. De «la virginidad en cuanto dispone a las almas santas para la fecundidad espiritual» habla, por ejemplo, en el Discurso II sobre la Anunciación, con estas palabras: «Existe una virginidad aparente, que está en el cuerpo solo... Una virginidad reparada, que está en el alma sola... Y finalmente, una virginidad inmaculada, que está en ambos», virginidad de alma y cuerpo, a la que corresponde una fecundidad maravillosa, ya que le está reservada una concepción septiforme, según los siete dones del Espíritu Santo.[9]

El don de la fecundidad -añade en el Discurso VI- tiene tres grados. El primero es propio de la naturaleza humana en sí misma considerada... El segundo corresponde a la naturaleza ayudada por la gracia... El tercero pertenece a la gracia que obra por encima de la naturaleza. Como ejemplo del primer grado, san Buenaventura cita a Sara, mujer de Tobías; del segundo, a Ana, mujer de Elcana; del tercero, a la Virgen Inmaculada. Y añade:

«Bendita, pues, Sara, hija de Ragüel; más bendita Ana, madre de Samuel; bendita, sobre todo, María, la madre de nuestro Salvador, porque su fecundidad procedió de la gracia, fue acompañada de la gracia y se ordenó a la gracia, la cual debe fecundar a toda alma santa a fin de que ésta pueda ser bendecida de Dios según aquello del capítulo sexto de la Epístola a los Hebreos: La tierra que embebe la lluvia que cae a menudo sobre ella y produce hierba que es de provecho para quienes la cultivan, recibe la bendición de Dios; mas la que produce espinas y abrojos, es reprobada y expuesta a una maldición inminente... A semejante maldición queda sometido quien no quiere ser fecundado por la gracia. Tales son los clérigos que, pagándose de la hojarasca de las palabras, no producen frutos de buenas obras, los cuales merecen ser maldecidos del Señor como la higuera estéril de que nos habla San Mateo en el capítulo veintiuno de su Evangelio».[10]

III. LAS VIRTUDES TEOLOGALES
Y EL CUMPLIMIENTO DE LA VOLUNTAD DIVINA

Ya se sabe que las virtudes teologales se infunden en el cristiano juntamente con la gracia santificante. Entre la variedad de los hábitos infusos, que según la diversidad de las escuelas distinguen los teólogos en el alma elevada al orden sobrenatural, se destacan las tres virtudes de fe, esperanza y caridad, que constituyen como el eje central y el punto de referencia de todas las demás operaciones del hombre nuevo. Injertados en Jesucristo por el bautismo, recibimos de su plenitud una comunicación más o menos colmada de su vida divina, y nos hacemos en él hijos de Dios y herederos del cielo, y, como hijos de Dios, participamos, en mayor o menor medida, de su ciencia y de su amor, de ese amor que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. Y así como, en cuanto somos personas humanas, estamos dotados de facultades que nos capacitan para entender, para sentir y para amar y querer como hombres, de modo parecido, en cuanto somos hijos de Dios, se nos infunden las facultades de la fe, de la esperanza y de la caridad, que nos capacitan para entender, sentir y amar como seres divinizados.

En efecto, la fe es como una participación del entendimiento divino. Hay misterios que están por encima de la razón y cuyo conocimiento se nos comunica por revelación divina. Sin una comunicación amorosa y gratuita del mismo Dios, no podríamos saber que el Ser Supremo es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, y que el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia, que continuamente vivifica y renueva la comunidad de los fieles. Cuando aceptamos por la fe la realidad de estos misterios, participamos, aunque en forma imperfecta, del entendimiento divino. Tenemos, como hijos de Dios, cierto conocimiento de algunos aspectos de la vida íntima de Dios, que alcanzará su perfección definitiva en la visión beatífica.

En forma parecida, podemos decir que la esperanza es como el apetito sobrenatural propio de los hijos de Dios. Si en cuanto hombres, aparte del apetito sensible, tenemos el apetito racional por el que deseamos las cosas que corresponden a la naturaleza humana, como la honra y la gratitud y el respeto a nuestra dignidad, de modo parecido en cuanto somos hijos de Dios se nos infunde una especie de apetito divino, por el que nos atrevemos a suspirar por la felicidad eterna, que consiste en la posesión del mismo Dios como sumo Bien y como fuente y manantial de la bienaventuranza suprema. Por la esperanza cristiana se clarifica de manera maravillosa la aspiración sorda del alma humana hacia una dicha sin límites y el misterio inquietante del destino eterno del hombre, tal como se sintetizan en la inmortal sentencia agustiniana: «Fecisti nos ad te, Deus, et irrequietum est cor nostrum donec requiescat in te», «Para ti nos hiciste, oh Dios, y nuestro corazón está desasosegado hasta que se sosiegue en ti».[11]

Finalmente, la caridad sería a manera de una participación del torrente del amor eterno, que se derrama en nuestros corazones como principio de nueva vida, y aun como una facultad que nos capacita para amar a Dios sobre todas las cosas, complaciéndonos con sentimientos de admiración y gozo en esa hermosura siempre antigua y siempre nueva, compendio de todas las perfecciones. El objeto de la esperanza sería Dios como Bien supremo, sumamente deseable para el apetito sobrenatural del cristiano, mientras que a la caridad correspondería Dios como Belleza suprema, en cuya contemplación amorosa el alma halla plena complacencia. La caridad en sí, en esta perspectiva, prescinde ciertamente de la referencia a la propia felicidad del hombre y puede llamarse en cierto sentido desinteresada, pero en el destierro de esta vida mortal va acompañada de la esperanza, cuyo objeto es precisamente la bienaventuranza del cielo.[12]

La fe, la esperanza y la caridad son, pues, las tres facultades fundamentales por las que el cristiano lleva a cabo las funciones de su vida de hijo de Dios y heredero del cielo. Las virtudes teologales no deben concebirse tan sólo como elemento de santificación individual, sino que están a la base de la gran revolución cristiana que llena la sociedad de santos, vírgenes, mártires, penitentes, fundadores de Institutos religiosos, creadores de toda clase de obras de misericordia, y de instituciones de promoción social y de progreso humano. Y así san Francisco, al principio de su conversión, siente necesidad especial de ahondar su fe, su esperanza y su caridad, y de conocer mejor la voluntad divina para cumplirla como auténtico hijo de Dios que no busca sino acomodarse plenamente a los deseos y planes de su Padre del cielo.

La plegaria que el Poverello recitaba al principio de su conversión no suele figurar, en general, en las colecciones críticas de los escritos de san Francisco. De hecho, no es fácil precisar el texto primitivo, ya que existen diversas versiones en latín y en lengua popular paleoitaliana. Una de las más extendidas en italiano actual es esta: «Grande Iddio, pieno di gloria, e voi, mio Signor Gesù Cristo, vi prego d'illuminarmi e di dissipare le tenebre dello spirito mio, di darmi una fede pura, una ferma speranza ed una carità perfetta. Fate, o mio Dio, che io vi cognosca bene e faccia ogni cosa dietro il vostro lume e conforme al vostro santo volere. Così sia». Otra versión comienza: «Altissimo e glorioso Iddio, vi prego», etc. Se trata, al parecer, de retraducciones hechas de textos latinos más o menos antiguos. San Francisco, en el Cántico del Hermano Sol, no habla a Dios de «vos», sino que lo tutea. En todo caso la diversidad de transcripciones, no todas interdependientes, hace más segura la veracidad de la tradición que atribuye sustancialmente la plegaria a san Francisco, aunque no resulta textualmente segura ninguna de las versiones.

Escogemos el texto tomado de un códice del siglo XIV, que se conserva en el convento de San Isidoro de Roma, y que se adapta bien, a nuestro juicio, al estilo y a la situación psicológica y a las aficiones rítmicas del Santo, no obstante los reparos del P. Cambell, que lo halla «frío y demasiado escolástico»:

«O alto e glorioso Dio,
illumina il cuore mio.
Damni fede diretta,
speranza certa, caritá perfetta,
umiltà profonda, senno e cognoscimento,
che io servi il tuo commandamento».

[N. del Ed.: En 1976, el P. Kajetan Esser publicó su edición crítica de los escritos de san Francisco, en la que incluye como auténtica esta oración, a la que se le da el título de Oración ante el crucifijo de San Damián (OrSD). Ofrecemos a continuación el texto latino de la edición crítica del P. Esser, y nuestra traducción:

«Summe, gloriose Deus,
illumina tenebras cordis mei
et da mihi fidem rectam,
spem certam
et caritatem perfectam,
sensum et cognitionem, Domine,
ut faciam tuum sanctum et verax mandatum».

«Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta,
esperanza cierta
y caridad perfecta,
sentido y conocimiento, Señor,
para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento».]

El joven recién converso se vuelve a su interior y se da cuenta instintivamente de la vida que palpita en su seno, y siente necesidad de desarrollar sus facultades sobrenaturales, y suspira por conocer mejor la voluntad divina, y sabe que, para conseguir la luz del cielo, debe fundarse en una humildad profunda y en el reconocimiento de que todo bien procede sólo de Dios, que resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Tiene, sin duda, noticia de la soberbia con que algunos presuntos observadores del Evangelio desprecian y desobedecen a la Jerarquía de la Iglesia y van a parar en excesos heterodoxos, por lo que pide una fe recta y sincera (fede diretta), como base del edificio que el Señor quiere levantar en su alma.[13]

San Buenaventura, al tratar de las tres virtudes teologales en sus comentarios al Libro de las Sentencias, tiene seguramente ante los ojos de la mente la figura de una persona viva en que se hacen realidad los misterios que explica; pero más expresamente todavía piensa en san Francisco cuando escribe en el Itinerario, durante su retiro del monte Alverna:

«Nadie, por muy ilustrado que se sienta por la luz natural y por la ciencia adquirida, puede entrar dentro de sí de modo que en su interior pueda deleitarse en el Señor, sino mediante Cristo, que dice: "Yo soy la puerta". Mas no podemos acercarnos a esta puerta si no creemos y esperamos en él y no lo amamos. Es, pues, necesario que, si queremos entrar para gozar de la Verdad como en un paraíso, lo hagamos por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad en el Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que es como el árbol de la vida plantado en medio del paraíso. Revistamos, pues, nuestra alma de las tres virtudes teologales, por las cuales ella se purifica, se ilumina y se perfecciona... Y así el alma que cree y espera y ama a Jesucristo, que es el Verbo encarnado, increado e inspirado, a saber, camino, verdad y vida; mientras por medio de la fe cree en Cristo, Verbo increado, esplendor del Padre, recobra el oído y la vista espirituales, el oído para escuchar las enseñanzas de Cristo, la vista para considerar los esplendores de su luz; mientras con la esperanza suspira por acoger en sí al Verbo inspirado, recupera el olfato espiritual en el ejercicio del deseo y del afecto; mientras con la caridad abraza al Verbo encarnado para gozarse en él y pasar a él por el amor extático, recobra el gusto y tacto espirituales... Y así, restaurados los sentidos interiores, para percibir al sumamente hermoso, y escuchar al sumamente armonioso, y aspirar el perfume del sumamente aromático, y gustar al sumamente suave, y poseer al sumamente deleitoso, el alma se prepara para los transportes del éxtasis, por la devoción, admiración, exaltación y júbilo».[14]

Se diría que el Seráfico Doctor no hace sino parafrasear la actuación de las virtudes teologales en el alma del Poverello, ya que escribe el Itinerario en el momento en que, «a ejemplo de san Francisco -según lo declara en el prólogo de la obra- se retira en busca de la paz al monte Alverna como a un lugar de refugio, solicitando del Padre de las luces, por medio del mismo Seráfico Padre, que ilumine los ojos de su mente para dirigir sus pasos por el camino de aquella paz que excede todo entendimiento» (Itinerarium, 557-559). Así ve san Buenaventura a san Francisco al principio de su conversión; y observa que el alma, en ese estado, encuentra una ayuda particular en 1a Sagrada Escritura, «la cual trata principalmente de la fe, de la esperanza y de la caridad, por medio de las cuales se transforma el alma, y, sobre todo, por medio de la caridad, a la cual se ordenan todos los preceptos» (Itinerarium, 607).

De hecho, san Francisco, en los primeros meses de su conversión, entrando dentro de sí bajo el influjo misterioso del Espíritu Santo, se siente invadido por sentimientos extraños, y sufre y se afana y se angustia para dar a luz a Cristo, y se retira a la cueva solitaria, y ora ante el Cristo de San Damián, y madura en su corazón el germen recibido del cielo, y pide luz y conocimiento y humildad verdadera, aumento de fe, esperanza y caridad, y que se disipen las tinieblas de su espíritu, porque sabe que la nueva vida de hijo de Dios que ha concebido en su interior y debe dar a luz con su santa operación, vive fundamentalmente del ejercicio cada vez más perfecto de las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y se manifiesta en el cumplimiento progresivo, cada vez mejor ilustrado y consciente, de la divina voluntad, según la sentencia de Cristo: «Los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos, esos son mis hermanos, mis hermanas, y mi madre». Por eso ora el Poverello para asegurar el parto feliz del fruto de la gracia en su alma: «O alto e glorioso Dio...».

Y recomienda san Buenaventura en el último de sus 25 memoriales:

«Cuando con el favor de la gracia hubieres llevado a cabo bien todas estas cosas, reconócete siervo inútil y pecador, y, juzgándote indigno de todo beneficio de Dios, apóyate empero siempre en una fe robusta, espera con gran confianza, satúrate de caridad divina; a fin de que, después de establecidos firmísimamente en una humildad profunda los cimientos de la fe, y levantados los muros resplandecientes de una continua y fervorosa caridad, decorados con las pinturas de todas las virtudes, y coronado todo el conjunto con el techo glorioso de una esperanza transida de deseos bienaventurados, una vez ordenado de este modo el edificio, se digne habitar contigo por la gracia en este destierro el supremo morador celeste y dulce huésped de las almas fieles, cuyas delicias son estar con los hijos de los hombres, hasta que, acabada la presente vida, merezcas contemplar el resplandor de su rostro... en la patria bienaventurada del cielo, donde está la suprema felicidad y la bienaventuranza eterna, el fin y la realización de todos nuestros deseos».[15]

La breve plegaria de san Francisco, que ante el Cristo de San Damián siente necesidad de conocer mejor la voluntad de Dios y ejercitar más a fondo las virtudes teologales, puede resultar fuente fecunda de inspiración para el teólogo que estudia la acción de la gracia en el alma de los cristianos que se convierten de veras al Evangelio. Por las tres virtudes teologales y el cumplimiento de la voluntad del Padre celestial se actúa el hombre como hijo de Dios y heredero del cielo.[16]

IV. LAS TRES VÍAS EN EL PROCESO
DE LA METANOIA CONTINUADA

Entre las oraciones de san Francisco, llama la atención una que en los códices más autorizados figura a continuación de la Carta a toda la Orden, como una especie de postdata o apéndice:

«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios,
concédenos por ti mismo a nosotros, miserables,
hacer lo que sabemos que quieres,
y querer siempre lo que te agrada;
a fin de que, interiormente purgados,
interiormente iluminados
y encendidos por el fuego del Espíritu Santo,
podamos seguir las huellas de tu amado Hijo,
nuestro Señor Jesucristo,
y llegar, por tu sola gracia, a ti, Altísimo,
que en perfecta Trinidad y en simple Unidad
vives y reinas y estás revestido de gloria, Dios omnipotente,
por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

La podemos calificar como oración o plegaria de las tres vías. No hay dificultad en reconocer el influjo neoplatónico en la terminología, y aun, en medida más o menos amplia, en la ideología ascética, que trata de expresarse por vocablos que significan procesos de purgación, iluminación y unión en la vida interior del cristiano; pero interesa destacar ciertos matices peculiares que la doctrina de las tres vías ofrece en la plegaria de san Francisco y en las explicaciones teológicas de san Buenaventura. Dejamos a un lado el problema relativo a la inspiración inmediata del Seráfico Patriarca; no podemos resolver aquí si el Santo adoptó este modo de hablar, del ambiente espiritual de la época o lo tomó de alguno de los teólogos que ingresaban en la fraternidad en aquellos años. Bástenos hacer notar la ordenada estructura literaria con que se nos presenta la interesante plegaria.

Después de la invocación introductoria a Dios omnipotente, eterno (altísimo), justo (santísimo) y misericordioso (piísimo), san Francisco comienza por pedir la gracia de una gran docilidad y una generosa disposición de alma, esa «determinada determinación», que santa Teresa exige como condición previa para cuantos quieren entrar por los caminos del espíritu; y esa gracia se la pide a Dios por él mismo, por su bondad exuberante y expansiva,[17] no por otros motivos más o menos nobles. El fundamento de la vida espiritual consiste en hacer lo que Dios quiere y en querer siempre lo que a Dios place.

Sobre esta base el Santo quiere llegar, por la gracia, al abrazo con el Altísimo Dios, Trino y Uno; pero sabe que para llegar a tal meta el único camino es Jesucristo, cuyas huellas, por lo mismo, desea seguir fielmente; mas se da cuenta también de que para imitar a Jesucristo debe purificarse interiormente por la vía purgativa (interiormente purgados), recibir las necesarias ilustraciones por la vía iluminativa (interiormente iluminados) y encenderse cada vez más en el fuego del Espíritu Santo por la vía unitiva (encendidos por el fuego del Espíritu Santo). Por lo cual ora: «Concédenos, por ti mismo, que hagamos lo que sabemos ser tu querer, y querer siempre lo que te place; a fin de que, interiormente purificados, interiormente iluminados e inflamados en el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo, que en Trinidad perfecta y en simple Unidad, vives y reinas y estás rodeado de gloria, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos».

Se trata, como se ve, de una excelente formulación teológica que, partiendo de la determinación inicial de cumplir sin reservas la voluntad divina, hace vislumbrar al alma los goces inefables de la contemplación del Dios Uno y Trino. El alma debe «perseverar siempre en la penitencia», es decir, debe renovarse continuamente en la «metanoia»; y esto lo realiza mientras se ejercita sin cesar en la purificación interior, y en la consideración iluminativa de la divina bondad y de los divinos misterios, y en la atención a las exigencias amorosas del Espíritu Santo. Las tres vías no son tres etapas sucesivas que se recorren de una vez para siempre, de modo que, luego de atravesada la vía purgativa, ya no habría necesidad de volver sobre ella ni de mencionarla en la plegaria de los proficientes, sino que se trata de ejercicios interiores en que continuamente debe ocuparse el alma, por lo que pueden constituir el objeto de una plegaria como la de san Francisco.

La plegaria del Seráfico Patriarca sobre las tres vías no quedó olvidada, sino que halló un eco muy extendido en la Orden. San Buenaventura es, como se sabe, el Doctor por excelencia de las tres vías, imitado y citado y comentado por autores como Fr. Hugo de Balma, Cartujo, Fr. Jerónimo Savonarola, OP, Fr. García de Cisneros, OSB, Gerardo Groot, de los Hermanos de la Vida común, Fr. Juan de los Ángeles, OFM. Y san Buenaventura, dentro de la corriente franciscana, formula con claridad el principio, tantas veces desatendido aún después de él, de que las tres vías no deben confundirse con las etapas sucesivas del progreso del alma, que también pueden fijarse, si se quiere, en tres, sino que deben ser interpretadas como tres series de ejercicios, ordenados a alcanzar tres objetivos, que constituyen en conjunto la meta de todos los esfuerzos del alma hacia la perfección evangélica.

Las tres vías se ordenan a la adquisición de la paz interior y de la luz interior y del sabor interior de la unión divina, que caracterizan al alma perfecta. Ahora bien, «es necesario -escribe san Buenaventura- alcanzar cada una de estas tres cimas [a saber, la tranquilidad de la paz, el esplendor de la verdad y el sabor de la caridad, a que se ordenan las tres vías] pasando por tres grados [a saber, los grados o etapas o edades que corresponden a los principiantes, aprovechados y perfectos respectivamente] según las tres vías..., de modo que cada una [de las vías] tiene sus grados, por los que se comienza desde lo más bajo y se sube hasta lo más alto».[18] Las tres vías se distinguen, pues, netamente de los grados de la vida espiritual, que a veces se dividen en siete, aunque tres se consideran como fundamentales: el de los principiantes, el de los aprovechados y el de los perfectos; que Garrigou-Lagrange compara con las tres edades del hombre, con una imagen tomada del desarrollo de la vida, según lo hizo ya también el Seráfico Doctor hace siete siglos. «Hay tres clases de hijos de la luz -explica san Buenaventura-, a saber: párvulos, adolescentes y adultos. A la primera categoría pertenecen los penitentes; a la segunda los aprovechados; y a la tercera los perfectos».[19]

También se distinguen las tres vías de los tres géneros de ejercicios interiores que san Buenaventura denomina meditación, oración y contemplación. Precisamente el tratadito acerca de las tres vías está ordenado a enseñar cómo debe ejercitarse el alma en la vía purgativa ya meditando, ya orando, ya contemplando; y lo mismo en la vía iluminativa y unitiva. No se reserva, pues, la meditación a la vía purgativa, la oración a la iluminativa y la contemplación a la unitiva, sino que los tres géneros de ejercicios interiores se han de aplicar, según los casos, a cada una de las tres vías. «Tenemos, por tanto, que triple es el modo de ejercitarse en esta triple vía: leyendo y meditando, orando y contemplando».[20]

Ya se sabe que san Buenaventura, inclinado a buscar analogías de la augusta Trinidad en todas partes, muestra una gran afición por las divisiones ternarias; y así, por una especie de acomodación literaria, prefiere enumerar tres etapas principales en la vida espiritual (aunque oportunamente distingue también siete grados), y tres géneros de ejercicios interiores, fundiendo en uno para dicho efecto la meditación con la lectura (aunque, por lo demás, se describen en sus obras, no tres, sino muchos otros modos de orar); pero conviene precisar que, tratándose de las tres vías, no las clasifica como tres por una simple preferencia estilística, sino que juzga que ese triple despliegue responde de hecho a una realidad también triple, a saber, a los tres elementos constitutivos de la bienaventuranza celeste, reflejo de la beatitud inefable de las tres divinas Personas, y, como consecuencia, a los tres elementos constitutivos de nuestra perfección en este mundo, que consiste en asemejarnos, en lo posible, a la celeste jerarquía;[21] y estos tres elementos se relacionan a su vez con los tres sentidos espirituales de la Sagrada Escritura, a saber, moral, alegórico y anagógico, que corresponden -precisa el Seráfico Doctor- a los tres actos jerárquicos de purgación, iluminación y unión, que nos conducen respectivamente a la paz, a la verdad y a la caridad; «logrados perfectamente estos actos, el alma se hace bienaventurada y, según va ejercitándose en ellos, acrecienta sus méritos». De aquí resulta -concluye san Buenaventura- que «del conocimiento de esta trilogía de actos depende no sólo la ciencia de toda la Sagrada Escritura, sino también el mérito de la vida eterna».[22]

No se puede declarar con frases más atrevidas la importancia de la plegaria de san Francisco para la vida religiosa.

Concretemos ahora un poco el objeto y el fin de las tres vías. Recuérdese que, en la concepción de san Buenaventura, todas las ciencias se ordenan en una u otra forma a la teología, y la teología a su vez se ordena al amor de Dios y a la unión del Esposo con la Esposa. Dentro de este contexto general, las tres vías preparan de un modo especial al alma para llegar a la verdadera sabiduría, entendida como experiencia mística de la divina presencia. «En cuarto lugar -explica el Seráfico Doctor en el III de las Sentencias- se emplea sabiduría en un sentido más propio para significar el conocimiento experimental; y en este sentido sabiduría es uno de los dones del Espíritu Santo, cuyo acto consiste en la degustación de la suavidad divina».[23] San Buenaventura enseña, pues, en primer lugar cómo se aspira por la meditación a la verdadera sabiduría o experiencia mística; y luego cómo se llega a ella por la oración y contemplación, aplicadas siempre al ejercicio de las tres vías. «Habiendo ya dicho cómo debemos ejercitarnos, por la meditación y la oración, para llegar a la sabiduría, ahora pasemos a tratar brevemente cómo, por la contemplación, se llega a la verdadera sabiduría», escribe al iniciar la última parte de su obra.[24]

Señalado el fin, resta por caracterizar el objeto propio de cada una de las tres vías. Recordemos que san Buenaventura los llama también actos jerárquicos. De hecho su objeto es jerarquizar el alma, es decir, hacerla semejante a la celeste Jerarquía por la consecución progresiva de las tres cualidades fundamentales que brillan, procedentes de la Trinidad, en la suprema Jerarquía de los Tronos, Querubines y Serafines. Cuando el alma adquiere la paz representada por los Tronos, la verdad luminosa de los Querubines y la beatificante caridad de los Serafines, debe decirse que está ya jerarquizada.[25]

El alma no sólo forma parte de la Iglesia, sino que es Iglesia. Por eso lo que en sentido universal se dice de la Iglesia, se aplica en particular a cada alma. La Jerusalén nueva que baja del cielo como una esposa ataviada para salir al encuentro de su esposo, es el alma que con la gracia procedente de Dios se adorna para las bodas místicas. En esta perspectiva explica el Seráfico Doctor que

«la Iglesia está organizada a la manera de la Jerusalén celeste... Es preciso, pues, que en lo posible la Iglesia militante se asemeje a la triunfante, los méritos a la recompensa, los viadores a los Bienaventurados. Ahora bien, tres son las dotes que en la gloria constituyen la perfección del premio: la posesión eterna de la paz suma, la visión manifiesta de la verdad suprema, la plena fruición de la bondad o caridad soberana... Es, pues, necesario, para llegar por los méritos a la gloria, adquirir, en la medida posible, la semejanza de las tres dotes de los Bienaventurados, a saber, el reposo de la paz, el esplendor de la verdad y la dulcedumbre de la caridad... y subir a cada una de estas tres cimas por los tres grados [o tres edades de la vida espiritual], según las tres vías: la purgativa, que consiste en la expulsión del pecado; la iluminativa, en la imitación de Cristo, y la unitiva, en la recepción del Esposo».[26]

El tratado de las tres vías puede considerarse, sin duda, en estilo un poco barroco y cargado de símbolos, como un comentario o paráfrasis de la plegaria por la que san Francisco pide la gracia de llegar, a través de las purificaciones e ilustraciones interiores y del ejercicio de la caridad interior inflamada por el Espíritu Santo, al abrazo con el Dios Altísimo, Uno y Trino, que vive y reina y está rodeado de gloria, pasando por el seguimiento de las huellas de Cristo. Porque nadie puede emprender este camino -comenta el mismo san Buenaventura en el Itinerarium, destacando el papel que san Francisco asigna al seguimiento de Cristo-

«si no va impulsado por un ardentísimo amor al Crucificado, como el que transformó en Cristo a San Pablo... o imprimió las Llagas de la Pasión en la carne de San Francisco... Por lo cual dice San Juan en el Apocalipsis: "Bienaventurados los que lavaron sus vestidos en la sangre del Cordero...", como si quisiera dar a entender que en la Jerusalén celeste no puede entrarse sino a través de la sangre del Cordero».[27]

Por lo demás, para alcanzar el fin a que se ordenan las tres vías, se requiere que el alma aspire a la unión divina con gran humildad y con grandes deseos: con gran humildad, porque no se conceden estos dones sino a quienes sinceramente reconocen que Dios los concede por su bondad, «propter semetipsum» (CtaO 50), y con grandes deseos, porque no está dispuesto para apreciarlos debidamente, sino quien es, como Daniel, varón de deseos. En consecuencia, el Seráfico Doctor nos invita a recurrir a la oración por medio de Cristo Crucificado, ya que no basta «la lectura sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración..., la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina».[28] De hecho, uno de los ejercicios fundamentales de la vía unitiva será pensar que Dios es accesible sólo al deseo; y no al estudio o a la contemplación especulativa: «totus desiderabilis», «todo deseable».

San Francisco terminaba su Regla de 1221 exhortando a sus Frailes a no desear ni querer otra cosa sino a nuestro Creador, Redentor y Salvador, único Dios verdadero, bien pleno, conjunto de todos los bienes, totalmente bueno, «inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable..., suave, amable, deleitable, y sobre todas las cosas todo deseable por los siglos» (1 R 23,11). Y san Buenaventura, ordenando lógica y rítmicamente estos conceptos, y escogiendo como cadencia con que se cierra cada miembro el estribillo «todo deseable», expone cómo se ha de organizar una meditación unitiva, concentrando primero la llamita de la sabiduría o «igniculus sapientiae», atizándola luego, y finalmente empujándola hacia arriba: «porque la llamita de la sabiduría, primero, ha de concentrarse, segundo, ha de inflamarse y, tercero, ha de levantarse». Ahora bien, se le empuja hacia arriba, colocándola sobre todo lo que es sensible, imaginable e inteligible. En primer lugar debe, pues, decirse a sí misma el alma en la meditación que aquel a quien desea amar perfectamente no es objeto del sentido, «no es sensible», «porque no es visible, oíble, odorable, gustable, palpable, y, por lo mismo, no es sensible, sino todo deseable». En segundo lugar debe pensar que no es tampoco objeto de la imaginación o fantasía, «no es imaginable, porque no es limitable, figurable, numerable, circunscriptible, conmutable, y, por lo mismo, no es imaginable, sino todo deseable». En tercer lugar debe pensar que tampoco es objeto de la inteligencia, «no es inteligible, porque no es demostrable, definible, opinable, valorable, investigable, y, por lo mismo, no es inteligible, sino todo deseable».[29]

Se diría que el Seráfico Doctor no ha querido hacer otra cosa que traducir a un lenguaje más musical, con sonoras repeticiones cadenciosas, las fervorosas expresiones originales del Seráfico Padre; pero de hecho ha puesto al descubierto insospechadas profundidades teológicas, y ha tocado problemas de gran hondura filosófica y psicológica sobre la docta ignorancia y la visión caliginosa de Dios y la excelencia del conocimiento místico afectivo, per viam negationis, que han tenido su eco, no sólo en autores de espiritualidad, sino aun en poemas como la Divina Comedia.[30]

Es, pues, obvio que vislumbremos como una especie de invitación al aprecio de las dos plegarias de san Francisco, la de las tres virtudes teologales y la de las tres vías, en estas palabras del Itinerarium: «Revistámonos de las tres virtudes teologales, con las cuales el alma se purifica, y se ilumina, y se perfecciona... y se hace conforme a la Jerusalén celeste y miembro de la Iglesia militante, que es hija, según el Apóstol, de la Jerusalén celeste».[31] Oremos: «Dios omnipotente... concédenos por ti mismo... que pongamos por obra lo que sabemos ser tu querer y que deseemos siempre lo que es de tu agrado, a fin de que, interiormente purificados, interiormente iluminados y encendidos en el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu Hijo...» (CtaO 50-52).

V. EL AMOR PERFECTO Y LA PERFECTA ALEGRÍA

Podemos completar las consideraciones que preceden con algunas notas sobre las relaciones del amor perfecto con la perfecta alegría. En efecto, una de las características más destacadas de la psicología franciscana es la alegría. Y esta alegría se funda en el amor; es decir, en el conocimiento que tenemos de la bondad del Padre celestial y de su providencia, y del amor con que nos ama en Jesucristo y en la comunicación del Espíritu Santo, y también en la conciencia que tenemos de que estamos hechos para amarle como hijos en virtud de las gracias y dones con que nos adorna y de las ocasiones que nos proporciona para que nos ejercitemos en amar y nos preparemos de este modo para el amor eterno.

Debemos, pues, manifestarnos siempre alegres y felices, tanto para con Dios como para con la creación entera, pues todas las criaturas son expresión de la bondad divina y todas las circunstancias que rodean nuestra vida están ordenadas por su voluntad amorosa. La tristeza, el disgusto, la rebeldía son como una desobediencia a Dios y como un pecado contra nuestro deber fundamental de adoración o de reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las criaturas y de entrega confiada y filial de la criatura racional a su bondad soberana. «Ruego al fraile enfermo -escribe el Santo en el capítulo X de la Regla no bulada- que dé gracias a Dios por todo, y que desee permanecer sano o enfermo, según como lo quiera el Señor, porque Dios perfecciona y cría con estímulos de azotes y enfermedades y con espíritu de compunción a quienes predestina para la vida eterna» (1 R 10,3). No es verdadero adorador ni verdadero obediente quien no acepta con la misma gratitud y alegría tanto el buen tiempo como el malo, tanto la salud como la enfermedad, la honra como las humillaciones.

Los frailes cuidarán, por lo tanto, de no manifestarse tristes al exterior; más bien se mostrarán siempre «gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,16). San Francisco comprendió como nadie que un santo triste es un triste santo, y consideró la tristeza como «mal babilónico», como enfermedad propia de los mundanos, y recomendó la jovialidad fraterna, y aun llegó a proclamar que sus frailes no eran sino una especie de juglares de Dios enviados al mundo a levantar los ánimos de los hombres a la espiritual alegría (EP 100). El mensaje de la alegría forma parte ineludible del Evangelio franciscano.

Pero no es igualmente válido cualquier género de alegría. Hay una alegría vana y mundana, que san Francisco reprueba sin reservas, tachándola de falsa e inepta (2 Cel 130). Hay alegrías nobles y legítimas como las que se derivan de la contemplación de la naturaleza y de las cosas bellas que nos rodean, o de la convivencia con nuestros hermanos, o de los resultados que se consiguen en las almas con el apostolado de los frailes. Son alegrías sanas, síntomas de buena salud espiritual; pero no son aún la perfecta alegría. La perfecta alegría se identifica con el amor perfecto, con la perfección del amor que por diversos grados sube hasta el abrazo total con el amor eterno encarnado, y que despliega todo su esplendor en la cruz del Calvario. La alegría es perfecta cuando, cerradas todas las fuentes naturales del gozo, sólo queda lugar para la consolación que procede del Espíritu Santo en los grados más elevados de la caridad y en el ejercicio libre de los dones y de las bienaventuranzas evangélicas.

La versión más fiel y primitiva de las enseñanzas del Santo sobre la perfecta alegría la tenemos sin duda en la Admonición V: «¿Qué razón tienes para gloriarte? -se pregunta san Francisco-. Pues, aun siendo tan sutil y tan sabio que poseyeras todas las ciencias y supieras interpretar toda clase de lenguas y razonar sutilmente acerca de las cosas del cielo, por nada de esto puedes gloriarte; porque un solo demonio sabía de las cosas del cielo, y sabe ahora de las de la tierra, más que todos los hombres, aunque haya habido algún hombre dotado por Dios con un conocimiento especial de la sabiduría suprema. Asimismo, aun cuando fueras más hermoso y más rico que todos, y aunque obraras milagros y ahuyentaras a los demonios, todo esto te es contrario y no te pertenece, y no puedes gloriarte en absoluto por ello; sino que sólo podemos gloriarnos en nuestras debilidades y en llevar todos los días la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5,4-8).

En versiones posteriores aparece esta doctrina un poco dramatizada y envuelta en una literatura ingenua y deliciosa. Mas el relato no se plasma desde el principio en su forma definitiva. He aquí como se nos ofrece en un códice de la Biblioteca Nacional de Florencia:

«Un día, cerca de Santa María de los Ángeles, llamóle el bienaventurado Francisco a Fr. León y le dijo:
-- Fr. León, escribe... Escribe cuál es la verdadera alegría. Llega un mensajero y dice que todos los maestros de París han entrado en la Orden. Escribe: No está ahí la verdadera alegría. Más: que todos los Prelados de ultramontes, arzobispos y obispos, que el Rey de Francia y de Inglaterra se han hecho Frailes Menores. Escribe: No está ahí la verdadera alegría. Más aún: que todos mis frailes han marchado a los infieles, y los han convertido a todos a la fe cristiana, etc.
-- ¿Dónde está, pues, la verdadera alegría?
-- Retorno de Perusa y llego aquí en una noche oscura. Es tiempo de invierno y el suelo está lleno de barro, etc. Y llamo a la puerta... Y replica el hermano:
-- ¡Largo de aquí! Tú eres un simple e idiota. No vengas más a esta casa... No tenemos necesidad de ti... Vete al lugar de los Crucíferos y pide allí hospedaje...
Yo te digo, Fr. León, si tuviere paciencia y no me turbare, ahí está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y salud del alma».[32]

La redacción definitiva del relato, tal como figura en la edición vulgata de las Florecillas (cap. 7 u 8, según ediciones), es más evolucionada y adornada.

«Yendo una vez San Francisco con Fr. León desde Perusa a Santa María de los Ángeles, en tiempo de invierno y con un frío que les molestaba mucho, llamó a Fr. León, que iba un poco delante, y le dijo:
-- Oh, Fr. León, aunque los Frailes Menores diesen en toda la tierra gran ejemplo de santidad y edificación, escribe y advierte claramente que no está en eso la perfecta alegría.
Y andando un poco más, le llamó San Francisco por segunda vez diciéndole:
-- Oh, Fr. León, ovejuela de Dios, si el Fraile Menor supiese todas las lenguas y todas las ciencias, etc.».

Interesa destacar, sobre todo, la conclusión:

«Sobre todos los bienes, gracias y dones del Espíritu Santo, que Cristo concede a sus amigos, está el vencerse a sí propio y sufrir voluntariamente, por amor de Cristo, penas, injurias, oprobios y molestias, ya que de los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios... Pero en la cruz de las tribulaciones y aflicciones, sí podemos gloriarnos, porque es cosa nuestra...».

[N. del Ed.: En su edición crítica de los escritos de san Francisco, publicada en 1976, el P. Kajetan Esser incluye como "opúsculo dictado" el De vera et perfecta laetitia, del que ofrecemos nuestra traducción al español:

«Cierto día el bienaventurado Francisco, en Santa María, llamó a fray León y le dijo:
-- "Hermano León, escribe".
El cual respondió:
-- "Heme aquí preparado".
-- "Escribe -dijo- cuál es la verdadera alegría.
Viene un mensajero y dice que todos los maestros de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría.
Y que también, todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y que también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: No es la verdadera alegría.
También, que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; también, que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.
Pero ¿cuál es la verdadera alegría?
Vuelvo de Perusa y en una noche profunda llegó acá, y es el tiempo de un invierno de lodos y tan frío, que se forman canelones del agua fría congelada en las extremidades de la túnica, y hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.
Y todo envuelto en lodo y frío y hielo, llego a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, viene el hermano y pregunta: ¿Quién es? Yo respondo: El hermano Francisco.
Y él dice: Vete; no es hora decente de andar de camino; no entrarás.
E insistiendo yo de nuevo, me responde: Vete, tú eres un simple y un ignorante; ya no vienes con nosotros; nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.
Y yo de nuevo estoy de pie en la puerta y digo: Por amor de Dios recogedme esta noche.
Y él responde: No lo haré. Vete al lugar de los Crucíferos y pide allí.
Te digo que si hubiere tenido paciencia y no me hubiere alterado, que en esto está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la salvación del alma"».]

Con razón advierte Bughetti: «El lector puede juzgar de la mayor sencillez, visión inmediata y potencia de esta pieza [de la que se presenta en primer lugar], en comparación del capítulo de las Florecillas, que también es de gran sencillez y belleza. En este ensayo se sorprende el arte -no digo el sistema de variación y embellecimiento- que hay en buena parte de las Florecillas respecto de los Actus, y en los Actus respecto de las fuentes primitivas y de las puras tradiciones orales».[33] Evidentemente, «no hay deformación, sino diversa figuración y coloración del hecho»; pero no estará de más observar que «la verdadera alegría» del primer ensayo de dramatización se convierte en las Florecillas en «perfecta alegría»; y que en la conclusión se identifican el «gloriarse» de la Admonición V y el alegrarse con «perfecta alegría» de las Florecillas; y este modo de alegrarse se clasifica entre los dones y gracias del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, en consonancia substancial con la doctrina de san Buenaventura sobre las virtudes, los dones y las bienaventuranzas.[34]

En efecto, san Buenaventura distingue, como se sabe, tres órdenes de hábitos infusos, que corresponden a las tres edades o tres etapas principales del progreso del alma: las virtudes, los dones, las bienaventuranzas. La virtud de la fe, que consiste en creer como a oscuras, se perfecciona sucesivamente con el don del entendimiento, que ayuda a comprender algo, y con la bienaventuranza de los limpios de corazón, de los que se dice que verán a Dios en algún modo; de manera que «lo que acá tenemos por fe -explicará, por ejemplo, santa Teresa- allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no vista con los ojos del cuerpo ni los del alma, porque no es visión imaginaria».[35] De modo parecido, la virtud de la caridad, por la que amamos a Dios por pura convicción de fe, se perfecciona con el don de sabiduría, por cuyo influjo no sólo amamos a ciegas, sino gustamos cuán suave es el Señor, y con la bienaventuranza de los pacíficos, que conduce a la paz de la posesión segura del objeto amado.

Es de notar que estas series de hábitos infusos no son sino ramificaciones de la misma gracia, que, siendo una sola, «se ramifica en los hábitos de las virtudes, de los dones y de las bienaventuranzas»; y que, si bien se habla a veces de ocho bienaventuranzas, y no de siete, en realidad la octava no es sino un resumen y compendio de todas las demás, por lo que la promesa correspondiente coincide con la de la primera bienaventuranza: «de ellos es el reino de los cielos». Bien se puede decir, pues, en lenguaje bonaventuriano, tan semejante al de las Florecillas, que entre todas las virtudes, dones y bienaventuranzas que Cristo concede a sus amigos, el lugar supremo lo ocupa la bienaventuranza de los que padecen persecución por la justicia, porque en eso consiste la perfecta alegría, es decir, la bienaventuranza por excelencia. «Bienaventurados seréis cuando os ultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros por mi causa; gozaos y alborozaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12).

Mas el Doctor Seráfico no se contenta con formular en forma escolástica las enseñanzas de san Francisco sobre la perfecta alegría en su magistral doctrina de las virtudes, los dones y las bienaventuranzas, sino que además hace una aplicación explícita de esta doctrina a la Regla de los Frailes Menores.

«Al decir primero Bienaventurados los pobres de espíritu, nuestro Salvador nos invita a una renuncia total de las posesiones temporales. Al añadir Bienaventurados los mansos, nos induce a la abnegación de la propia voluntad y del sentir propio... Al declarar Bienaventurados los que lloran, nos exhorta a una fuga completa de los placeres carnales... Al proclamar Bienaventurados los limpios de corazón y Bienaventurados los pacíficos, nos estimula a una sursumacción límpida en el entendimiento y pacífica en el afecto... Finalmente, al concluir Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia... retorna al principio, como haciendo un círculo, porque en este punto se resume y completa todo lo dicho: in hoc uno summa completur universorum.
Por lo cual San Francisco -prosigue el Seráfico Doctor- propone al principio de su Regla los tres primeros requisitos [pobreza, obediencia y castidad]; y luego recomienda como complementos que deben desearse los demás puntos, al decir: Atiendan los Frailes que sobre todas las cosas deben desear poseer el espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a Dios con puro corazón, y tener humildad y paciencia en las persecuciones y enfermedades, y amar a los que nos persiguen, reprenden y arguyen; donde se alude primero a la sursumacción [o al espíritu de oración y devoción y a la vida mística, propia de los limpios de corazón y pacíficos], y se interpone luego la paciencia en las adversidades...».[36]

De este modo se llega a aquel amor de Dios que consiste en desear morir por amor de quien quiso morir por amor nuestro. Y en esto consiste el verdadero amor y la perfecta alegría.

San Francisco llora ciertamente y sufre porque «el Amor no es amado»; pero al mismo tiempo goza de modo extraño al sentir que con las lágrimas crece el amor a Cristo, que es la raíz más profunda de su alegría. San Francisco ora en el Alverna, según las Florecillas, en la Consideración III sobre las llagas: «Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido antes de morir: la primera, que me hagas sentir en mi cuerpo y en mi alma, en cuanto es posible, los dolores y angustias que tú, dulcísimo Jesús, sufriste en tu Pasión por nosotros, pobres pecadores. La segunda, que me hagas sentir en mi corazón, en cuanto es posible a una criatura, aquel singular amor que a ti, Señor nuestro, te llevó a soportar tan acerbísimos tormentos por nosotros pecadores». Y de hecho, el Seráfico Patriarca tuvo aquella sobrehumana experiencia en que el dolor y el gozo se combinan en misteriosa mezcla cuando el Serafín llagado imprimió en su carné los sagrados estigmas. Y pudo redactar la incomparable plegaria en que pide morir por el amor del amor de Cristo (es decir, para lograr el amor de Cristo), como Cristo murió por el amor del amor de los hombres, o, como más tarde escribiría Escoto: Ut amplius ei teneremur, para que le estuviésemos más obligados, para que nos sintiéramos arrastrados por la fuerza encendida y meliflua del amor. «Señor, que la fuerza inflamada y meliflua de tu amor arranque mi alma de tal manera de todo lo que hay bajo el cielo, que yo muera por amor de tu amor, ya que tú te has dignado morir por amor de mi amor».[37]

VI. «OMNIA BONA REDDAMUS DEO»

No sería difícil prolongar la comparación entre el pensamiento de san Francisco y el desarrollo doctrinal que algunas de las intuiciones del Seráfico Patriarca alcanzan en los grandes teólogos de la Orden, principalmente en el Seráfico Doctor san Buenaventura y en el Doctor Sutil el beato Juan Duns Escoto. Así, san Francisco, que se complace en saborear sobre todo, entre los divinos atributos, el de la bondad, se detiene con cierta predilección en la frase de san Juan de que Deus caritas est, «Dios es amor» (1 R 17,5; 22,26); y esta afirmación, teológicamente profundizada, servirá de principio a Fr. Juan Duns Escoto para iluminar con luces nuevas el problema del motivo final de la Encarnación del Verbo.

San Francisco canta el Cántico del Hermano Sol o de las Criaturas; y san Buenaventura hallará en él nuevas perspectivas para su visión ejemplarista del Universo, y para la más plena cristianización de las teorías platónicas, y para poner mejor de relieve cómo el hombre estuvo dotado, antes del pecado, de una aptitud connatural para la contemplación y para descubrir la huella de Dios en todas las criaturas.[38]

San Francisco pondera la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Jesucristo en el cuerpo y a semejanza suya en el alma, y el Seráfico Doctor profundizará de un modo original el significado de la imagen divina, que hace al hombre capaz de Dios, y hasta en meditaciones populares como las del Soliloquio dedicará un gran espacio a las consideraciones sobre la excelencia de la naturaleza humana, que ni siquiera considera inferior a la angélica; y el Doctor Sutil fijará especialmente su atención en la circunstancia de que, si el hombre fue hecho, no sólo a imagen de Dios en el alma, sino también a semejanza del Verbo encarnado en el cuerpo, el decreto de la encarnación tuvo que ocupar el primer lugar entre todas las manifestaciones de Dios ad extra. «Repara, ¡oh hombre! -dice san Francisco-, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu» (Adm 5,1). Uno de los títulos del Soliloquio de san Buenaventura es: «Cuán generoso se mostró el soberano Artífice con el alma en la formación de su naturaleza». Y se explica: «Porque, para honor tuyo y hermosura, llevas impresa naturalmente la imagen de la Trinidad beatísima... Reconoce, pues, alma mía, cuán maravillosa e inestimable dignidad es la tuya» (Obras, BAC, IV, 153-160).

Particularmente, la visión que san Francisco tiene de Cristo, ya como Verbo eterno y Palabra del Padre, ya como camino, verdad y vida, ya como centro del Universo, ya como Redentor y Mediador universal, ya como presente en la Eucaristía, resulta fuente de inspiración inagotable para los pensadores franciscanos. Véase el capítulo 23 de la Regla no bulada, de sabor, no ya tan sólo bonaventuriano, sino tan escotista, en que se entrelazan en párrafos de gran densidad teológica todos los misterios con el misterio de la augusta Trinidad (Trinitas fabricatrix, que dirá el Doctor Seráfico), con los matices peculiares que caracterizan en la creación y en las demás operaciones al Verbo (per unicum Filium tuum) y al Espíritu Santo (in Spiritu Sancto):

«Dios omnipotente..., gracias te damos por ti mismo, porque por tu santa voluntad y por medio de tu Hijo único, en el Espíritu Santo, creaste todos los seres espirituales y corporales... Y gracias te damos, porque, así como por tu Hijo nos creaste, dispusiste por el verdadero y santo amor, con que nos amas, que el mismo naciera de la gloriosa y bienaventurada siempre Virgen María como verdadero Dios y verdadero hombre [encarnación], y nos redimiera a nosotros cautivos por su cruz, por su sangre y por su muerte [redención]; y te damos gracias igualmente, porque el mismo Hijo tuyo ha de venir de nuevo en la gloria de su majestad [parusía] para condenar al fuego eterno a los que no se convirtieron y no te conocieron, y a invitar al reino a los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en estado de conversión o penitencia» (1 R 23,1-4).

Aun la pobreza, la humildad, la obediencia y las demás virtudes religiosas las coloca san Francisco sobre una sólida base teológica, susceptible de interesantes desenvolvimientos doctrinales. Porque la pobreza no es para el Poverello una simple renuncia ascética a los bienes materiales, sino la actitud fundamental que corresponde a la criatura ante el Creador, sumo Bien, origen fontal de todos los bienes, que sólo por su bondad nos enriquece en Jesucristo con tantos dones de cuerpo y alma. No es, pues, verdaderamente pobre -ni obediente, ni humilde- «el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él» (Adm 2,3). Por lo cual los Frailes todos, tanto los que predican, como los que oran o realizan otros trabajos (praedicatores, oratores, laboratores), deben ser siempre humildes, y no gloriarse ni gozarse ni engreírse interiormente por las buenas palabras u obras, o por cualquier bien, que el Señor dice o hace y obra alguna vez en ellos o por ellos.[39] El círculo trascendental, que san Buenaventura convertirá en eje de su concepción del Universo, tiene para san Francisco esta trayectoria: todo procede de la suma bondad del Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. Recibamos, pues, los dones divinos con humildad y alegría, sin apropiarnos indebidamente de ellos, y devolvámoselos íntegros a Dios por Jesucristo. «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede» (1 R 17,17). Los sacerdotes en especial, por los cuales Cristo se ofrece totalmente, presencializando en forma misteriosa su gran sacrificio, deben distinguirse por un espíritu de radical y total desprendimiento, que se identifica con una total pureza de intención y total entrega. «Nada, pues, de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29).

Al terminar estas consideraciones se siente uno más obligado a dar gracias «al sumo Dios verdadero, eterno y vivo, con su Hijo queridísimo... y el Espíritu Santo Paráclito» (1 R 23,6) con estas palabras de san Francisco:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios,
sumo bien, todo bien, bien total, que eres el solo bueno,
a ti te tributemos toda alabanza,
toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición,
y te restituyamos todos los bienes» (AlHor 11).

N O T A S:

[1] A. Gemelli, en la introducción a la versión italiana de San Buenaventura, Opúsculos Místicos, «Vita e Pensiero», Milán 1926.

[2] Véase mi artículo El «espíritu» en la Regla y Vida de los Hermanos Menores, en Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 8 (1974) 192-211.

[3] Efrén Bettoni, Visión franciscana de la vida, Ed. Aránzazu, Pamplona 1957, 37.

[4] Cf. 2 Cel 49. El autógrafo se conserva en Asís, en la basílica de San Francisco.

[5] El opúsculo De regimine animae puede verse, con su introducción, en Obras de San Buenaventura, BAC, IV, Madrid 1963, 257-267.

[6] Obras, 595. El tratado De primo principio puede consultarse en Obras del Doctor Sutil Juan Duns Escoto, BAC, Madrid 1960, 595-710.

[7] De quinque festivitatibus Pueri Iesu, Festivitas I, 1; Obras de San Buenaventura, BAC, II3, pp. 424-426.

[8] De quinque festivitatibus Pueri Iesu, Festivitas II, 1 y 3; Obras de San Buenaventura, BAC, II3, pp. 430-432.

[9] Obras de San Buenaventura, BAC, IV, 1963, 587-596 y 602-609.

[10] Obras de San Buenaventura, BAC, IV, 1963, 669-670.

[11] Léase «irrequietum», que, según el estilo de san Agustín, hace juego con «donec requiescat». La lectura «inquietum» descuida un matiz interesante para el vigor de la frase. Habría que traducir: «Para ti nos hiciste, oh Dios, y nuestro corazón está desasosegado (no simplemente "inquieto") hasta que se sosiegue en ti».

[12] Aquí nos contentamos con aludir al problema del amor desinteresado desde nuestro punto de vista, sin entrar en la discusión de las cuestiones suscitadas por la polémica de Bossuet y Fenelón, etc.

[13] San Francisco entiende, pues, desde el primer momento que Dios, no obstante las flaquezas de los hombres que lo representan, está en la Iglesia, y, en consecuencia, para someterse plenamente a la voluntad de Dios, parte del supuesto de que la base de toda reforma está en la fe católica y en la sumisión a los sacerdotes que viven en comunión con la Santa Iglesia Católica. No acepta que, con el pretexto de buscar un Jesús más auténtico en el Evangelio, se pueda prescindir de los sacerdotes católicos encargados de confeccionar y administrar la Eucaristía, donde Jesús se hace presente de un modo único.

[14] Itinerarium mentis in Deum, cap. 4. Obras de San Buenaventura, BAC, II2, pp. 603-605.

[15] Epistola continens viginti quinque memorialia, 25.

[16] Cf. Olegario González de Cardedal, Simplicidad y complejidad de la oración: San Francisco.

[17] Las traducciones en general relacionan con «facere», y no con «da nobis», el inciso «propter temetipsum»: «concédenos la gracia de hacer por ti mismo». Preferimos relacionar el inciso con la frase «da nobis» por varias razones: a) por la estructura de la frase: en caso de afectar el inciso a «facere», se hubiera dicho más bien «facere propter temetipsum», y no « propter temetipsum facere»; b) por la distribución rítmica de los miembros: «da nobis miseris propter temetipsum / facere quod scimus te velle»; c) por el significado reflexivo de «temetipsum»: resulta natural decir «danos por ti mismo»; pero no: «que hagamos por ti mismo». Por lo demás, la idea teológica expresada por la frase «danos por ti mismo» -por tu bondad- es característica de san Francisco.

[18] De triplici via, cap. III, 1, en Obras, BAC, IV, 1963, 124. Para todas estas cuestiones, véase ibídem la introducción, sobre todo pp. 90-99.

[19] Sermo 2 in Dominica III Quadragessimae, en Obras, BAC, IV, 1963, 279.

[20] Obras, BAC, IV, 1963, 103. Obsérvese que el Seráfico Doctor considera como aspectos complementarios del mismo ejercicio fundamental la meditación y la lectura: «leyendo y meditando».

[21] Véanse algunas precisiones en mi introducción al tratadito, en Obras, BAC, IV, 1963, 93-94.

[22] Op. cit. 102. Véase también Itinerarium mentis in Deum, cap. IV, n. 6, p. 609.

[23] III Sent., d. 35, q. 1 (Opera omnia, III, 774). Véase Obras, BAC, IV, 90.

[24] De triplici via, cap. 3, 1, en Obras, BAC, IV, 123-124.

[25] Obras, BAC, IV, 94.

[26] Obras, BAC, IV, 124.

[27] Itinerarium, prólogo, n. 3, p. 559.

[28] Ibid., n. 4, pp. 559-561.

[29] Obras, BAC, IV, 111-112.

[30] Véase sobre todo E. Gilson, La conclusion de la Divine Comedie et la mystique franciscaine, en Revue d'Histoire Franciscaine, I, 1924, 55-64.

[31] Itinerarium, cap. 4, n. 3, p. 605.

[32] Véase L. Sarasola, San Francisco de Asís, 2ª ed., Ed. Cisneros, Madrid 1960, 402.

[33] Fioretti, edición Bughetti, Florencia 1925, 48-49.

[34] Véase Obras, BAC, IV, 29-41.

[35] Moradas, VII, cap. 1, n. 7.

[36] Apologia pauperum, cap. 3, nn. 8 y 10.

[37] N. del Ed.: Esta oración, llamada Absorbeat, no es original de san Francisco, aunque algunas ediciones de sus Escritos la incluyen, tal vez por considerar que el Santo la usó por ser acorde con su mentalidad.

[38] Itinerarium, cap. 1, n. 7, 569.

[39] Cf. R 17,5-6. Véanse también las Admoniciones 5, 8, 12, 17, 19, etc. Esta forma de humildad trascendental constituye una verdadera obsesión para el Santo.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 40 (1985) pp. 49-82]

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