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DE SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA DE ASÍS |
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LA ORACIÓN
LITÚRGICA |
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En el Documento del Consejo Plenario de la Orden capuchina, reunido en Taizé en 1973, se lee: «La Liturgia de las Horas, siendo como es oración propia de la Iglesia, ocupa el primer lugar, juntamente con la Eucaristía, en cada fraternidad y en la vida de cada uno de los hermanos... La celebración de la Liturgia de las Horas ha de ser activa y viva, de vez en cuando cantada, seleccionando a este fin los salmos, los cánticos y las lecturas, y añadiendo oraciones espontáneas... Se ha de evitar el peligro de reducirla a un mero movimiento mecánico de nuestros labios... Ciertos intervalos más o menos prolongados de silencio ayudan mucho a que la Liturgia de las Horas se haga más consciente y tenga mayor eficacia... En muchos lugares, los hermanos la celebran juntamente con los fieles, con gran provecho».[1] Es más que justo, pues, preguntarse qué dijo y escribió san Francisco de Asís sobre un punto tan fundamental como es el Oficio divino en la vida minorítica. Las siguientes reflexiones, que nacieron como conferencias, no pretenden, por supuesto, agotar el tema. La amplitud del tema, en efecto, me pone ante el dilema de exponer sólo un esqueleto árido de todo el conjunto, o de dar una visión en profundidad de los aspectos más importantes de la vida litúrgica de la Orden franciscana primitiva. De cualquier modo, trataré de presentar sintéticamente la problemática general, poniendo en evidencia de manera más amplia algunos de sus elementos cualificantes. Por exigencias de claridad, preciso de inmediato las tres direcciones principales según las cuales intento moverme sobre un terreno tan extenso. Trazada la línea general del desarrollo de la oración litúrgica en los inicios de la Orden franciscana (I), presentaré las prescripciones litúrgicas de la Regla no bulada, de 1221 (=1 R), y de la Regla bulada, de 1223 (=2 R) (II); finalmente, a la luz de la Carta a toda la Orden, de 1225/26, ilustraré la manera franciscana de celebrar la Liturgia de las Horas (III). I. LA LÍNEA DE
DESARROLLO Para darse una idea, al menos aproximada, de la oración en la Orden minorítica de los comienzos es conveniente partir del pasaje del Testamento, en el que Francisco echa una mirada retrospectiva sobre la evolución de su «Fraternidad». Llevada a cabo la «salida» del siglo, el Pobrecillo se inició en la oración con la ayuda de una antífona y de un responsorio utilizados en la fiesta de la Invención de la santa Cruz, el 3 de mayo:[2] «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). Además del Padre nuestro, esta breve oración de adoración a la cruz servirá como fórmula para iniciar a los primeros hermanos en la práctica de la oración continua. Es de notar el acento puesto por la piedad franciscana primitiva sobre el misterio central de la redención, así como también la aspiración característica de la mente cósmica del Santo que se extiende a todos los lugares de culto esparcidos por el mundo, para expresar el tributo de adoración y de amor. Francisco, también en el Testamento, atestigua una fase de desarrollo ligeramente más avanzado, diciendo: «El Oficio lo decíamos los clérigos al modo de los otros clérigos, y los laicos decían el Padre nuestro; y bien gustosamente permanecíamos en las iglesias» (Test 18). Para captar más cabalmente el rasgo autobiográfico, es necesario tener presentes dos elementos históricos importantes. Por una parte, Francisco, de pequeño, entre los nueve y los diez años de edad aproximadamente, frecuentó la «Schola minor» erigida en la iglesia parroquial de San Jorge de Asís. Allí, bajo la guía de un clérigo de la Colegiata y con la ayuda del Salterio, aprendió a leer y a escribir. Este abecedario sacro y el método de enseñanza marcadamente mnemotécnico, comúnmente seguidos en aquel entonces, explica cómo el que sabía leer, conociera fácilmente de memoria todo el Salterio. Ahora bien, al que en la Edad Media había alcanzado aquel grado mínimo de instrucción que le hacía capaz de leer, se le llamaba «clérigo», no en sentido canónico, como es evidente, sino cultural, puesto que la cultura era de hecho un patrimonio clerical. Por otra parte, la fraternidad minorítica se distinguía netamente de las órdenes monásticas anteriores por su carácter de vida itinerante, como lo recogió admirablemente y en pocas líneas Jacobo de Vitry en su Historia orientalis: Los Hermanos Menores «son enviados a predicar de dos en dos, como precursores de la paz del Señor y de su segunda venida. Estos pobres de Cristo no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro ni plata, ni llevan calzado en sus pies (Lc 10,4). A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza».[3] Tras estas premisas, no cuesta nada comprender el testimonio del Testamento sobre la vida litúrgica inicial. Los hermanos de la época primitiva, en sus continuos viajes misioneros, se paraban gustosos en la iglesia de los sacerdotes para asociarse a la celebración del Oficio tanto nocturno como diurno, recitando de memoria o con un salterio personal los salmos y escuchando las lecturas y las otras partes variables. Las pequeñísimas comitivas de predicadores de la «Religión de los verdaderos pobres del Crucificado», como la llama el mismo Jacobo de Vitry en la obra citada, ni poseían los múltiples libros corales manuscritos, ni, si los hubiesen tenido, les hubiera sido posible llevarlos consigo dado su peso. Por lo demás, los breviarios portátiles eran entonces todavía rarísimos por su coste prohibitivo, debido tanto al material de que se hacían como también al tiempo requerido para su transcripción. La situación normal de aquellos tiempos está recogida al vivo en el episodio que acaeció en Florencia, como refieren los Tres Compañeros (cf. TC 38). Fray Bernardo de Quintaval y su compañero, desconocido, apenas consiguieron de una mujer que les permitiera pasar la noche junto al horno bajo el portal de su casa. Allí durmieron «sin otro calor que el divino y sin otro abrigo que el de dama Pobreza», hasta que «a la hora de maitines se fueron a la iglesia más próxima para asistir al Oficio». Con el ingreso en la Orden de sacerdotes, como fray Silvestre (2 Cel 109) y fray León (cf. 1 Cel 102), así como el de cierto número de hombres letrados hacia 1215, nació en la Fraternidad la exigencia de una celebración coral propia, tanto más que en el santuario de Santa María de los Ángeles la joven comunidad había encontrado su centro religioso estable. Pero sería anacrónico suponer que en la Porciúncula y en otros eremitorios los hermanos tuviesen entonces la posibilidad real de cantar el Oficio divino de forma completa y solemne. Así, por casualidad, nos enteramos de que, durante el vicariato general de Pedro Catáneo, en 1220/21, la familia religiosa de Santa María de los Ángeles disponía de un único ejemplar del Nuevo Testamento, del que se servían los hermanos para las lecturas de Maitines. El compilador anota expresamente: «En aquel tiempo, los hermanos no tenían breviarios, ni siquiera muchos salterios» (LP 93). Otra noticia histórica, que por su carácter ocasional lleva el sello de la autenticidad, refiere cómo solía san Francisco concluir los primeros Capítulos generales. «Acabado el Capítulo, daba la bendición a los hermanos y destinaba a cada uno a su provincia... Una vez recibida la bendición, marchaban con gran alegría por el mundo como peregrinos y forasteros, sin llevar otra cosa para el camino que los libros para rezar las horas» (TC 59). Evidentemente, se trataba sobre todo de los salterios, tal vez de algún ejemplar del Nuevo Testamento y de algún breviario incompleto. La línea de desarrollo que he procurado trazar hasta ahora nos lleva prácticamente hasta la primera gran crisis de la Orden, desencadenada a consecuencia de los intentos de introducir en la Orden estructuras y costumbres monásticas, mientras el Fundador se encontraba en Oriente. Al mismo tiempo, hemos llegado al punto en que la Regla no bulada alcanzó, en 1221, la forma redaccional que tiene en la actualidad. Es lógico, pues, que nos detengamos ahora a examinar atentamente la legislación litúrgica de la doble Regla. II. LAS PRESCRIPCIONES
LITÚRGICAS 1) LA REGLA NO BULADA (1 R) Al principio del capítulo III de la Regla no bulada, Francisco, con el apoyo de dos citas bíblicas, preanuncia y fundamenta el doble tema sobre el que intenta extenderse. La primera cita recuerda la respuesta de Jesús a los apóstoles para explicarles por qué no habían sido capaces de curar al epiléptico endemoniado. Esa ralea de demonios, afirma el Maestro, no puede salir más que a fuerza de ayuno y de oración (cf. Mc 9,28-29 y Mt 17,21). El segundo texto pone en guardia contra el peligro de hacer ostentación ante el prójimo, con aire de tristeza, de la mortificación que uno hace en el ayuno (Mt 6,16). Partiendo de este fundamento bíblico, Francisco establece: «Por esto, todos los hermanos, clérigos y laicos, cumplan con el Oficio divino, las alabanzas y las oraciones, según deben. Los clérigos cumplan con el Oficio y digan por los vivos y por los difuntos lo que es costumbre entre los clérigos. Y por los defectos y negligencias de los hermanos digan cada día un Miserere (Sal 50) con un Padre nuestro; y por los hermanos difuntos digan el De profundis (Sal 129) con un Padre nuestro. Y pueden tener solamente los libros necesarios para cumplir con su Oficio. Y también a los laicos que saben leer el salterio les está permitido tenerlo. Pero a los demás, ignorantes de las letras, no les está permitido tener ningún libro. Los laicos digan el Credo y veinticuatro Padre nuestro con el Gloria por maitines; por laudes, cinco; por prima, el Credo y siete Padre nuestro con el Gloria; por tercia, sexta y nona y en cada hora, siete; por vísperas, doce; por completas, el Credo y siete Padre nuestro con el Gloria; por los difuntos, siete Padre nuestro con el Requiem; y por los defectos y negligencias de los hermanos, tres Padre nuestro cada día» (1 R 3,3-10). a) Los hermanos, pues, según su estado canónico y cultural de «clérigos» o «laicos», deben dedicarse a diversas formas de oración, que son intencionadamente distinguidas unas de otras con tres términos diversos: «Oficio divino, alabanzas y oraciones» (v. 3). Los «clérigos» en sentido canónico, por cuanto constituidos en las órdenes mayores o menores, recitaban el Oficio divino siguiendo la costumbre jurídico-litúrgica, no de los monjes, sino del clero secular del lugar en que permanecían en cada momento dado. Además de los maitines y de las siete horas diurnas por los vivos, los clérigos, en los días feriales, decían también el oficio accesorio por los difuntos. El Fundador, al peso ya notable de obligaciones, añade también oraciones adicionales, a saber: cada día, el salmo penitencial, Salmo 50, junto con un Padre nuestro, por los defectos y negligencias de los hermanos, así como el De profundis (Sal 129) con el correspondiente Padre nuestro, por los hermanos difuntos. Resulta imposible establecer si el Confíteor o Yo pecador público del Miserere iba unido a una especie de capítulo de culpas. El estatuto sobre el Oficio divino de los clérigos se concluye con una concesión que, tanto en su redacción como en su contenido, revela la preocupación del Santo por ver salvaguardada la pobreza minorítica incluso en el campo litúrgico. A los clérigos les es lícito usar únicamente aquellos libros litúrgicos estrictamente necesarios para cumplir con el oficio propio de ellos. En la práctica, debía tratarse sobre todo de salterios y de breviarios portátiles. b) Con mayor brevedad provee Francisco lo relativo a las «alabanzas» de los hermanos laicos instruidos. A quien de entre ellos sabe leer, se le concede expresamente el uso personal del salterio. En una época como la nuestra, en que estamos literalmente sumidos en un mar de libros, no estamos ya en condiciones de comprender exactamente la audacia del Pobrecillo cuando, aunque con cautelas, establece que la altísima pobreza del propio Instituto pueda ser mitigada al tratarse de materia relacionada con la alabanza divina. De manera semejante, desea que los vasos y utensilios sagrados sean preciosos cuando dicen relación al misterio eucarístico (cf. Test 11). En el corazón del Cristianismo, según Francisco, se desvanece la contraposición entre riqueza aparente e ideal de pobreza evangélica. Dado que nos faltan los testimonios de las fuentes al respecto, no sabemos si los hermanos laicos-clérigos -es decir, laicos desde el punto de vista canónico por no haber sido adscritos al orden clerical; clérigos desde el punto de vista cultural por tener una cierta instrucción- recitaban los salmos a solas o juntos entre ellos, o si participaban incluso en el rezo coral de los «clérigos» en sentido canónico. Si se admite la segunda de las hipótesis, que me parece efectivamente la más probable, debían estar provistos del salterio llamado feriado, en el que los salmos estaban dispuestos según el ciclo de la recitación semanal. c) Los hermanos doblemente laicos, o sea, en sentido canónico y cultural, no tenían permiso para disponer de libros. Aproximándose al modelo seguido por algunos Institutos religiosos anteriores, como por ejemplo los Templarios, la Tercera Orden de los Humillados y de los Hospitalarios del Espíritu Santo, Francisco les asigna un oficio sustitutivo bajo la forma de un número determinado de Padre nuestro, del Símbolo Apostólico breve y del Gloria. Merece señalarse que tal oficio se subdivide según el esquema de la Liturgia de las Horas. Ni falta siquiera un doble oficio accesorio, el de los difuntos, sean éstos hermanos o cristianos en general, que consta de siete Padre nuestro con el Requiem, que ya entonces constituía el introito de las Misas de difuntos, y el otro de tres Padre nuestro por los defectos y negligencias de los hermanos. Si bien la forma de celebrar el oficio diurno y nocturno en la Orden primitiva refleja esquemas de la época medieval, no se puede negar que está animada por un espíritu auténticamente litúrgico. La jornada del Hermano Menor estaba, en efecto, rimada por la Liturgia de las Horas, aun cuando tal cometido resultaba extraordinariamente arduo tanto por la pobreza minorítica, que redujo las exigencias humanas al mínimo vital, como por la vida peregrinante, que llevaba consigo la renuncia a un domicilio fijo. Particular atención merece, finalmente, el esfuerzo de Francisco para integrar armoniosamente a todos los hermanos en la Liturgia de las Horas, tomando en consideración tanto su estado jerárquico como su grado de instrucción cultural. 2) LA REGLA BULADA (2 R) El estatuto litúrgico de la Regla bulada se aparta netamente de la legislación preexistente, tanto por su mayor concisión como por su contenido bastante cambiado. Leamos el texto: «Los clérigos cumplan con el Oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana, a excepción del salterio, desde que puedan tener breviarios (o: por lo que podrán tener breviarios). Y los laicos digan veinticuatro Padre nuestro por maitines; por laudes, cinco; por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; por completas, siete; y oren por los difuntos» (2 R 3,1-3). a) Habréis advertido de inmediato que los hermanos se reducen, según las propias incumbencias litúrgicas, de tres a dos clases, o sea, a los «clérigos» y a los «laicos». La contraposición es de tal manera clara que no deja espacio para la más mínima duda. El oficio litúrgico varía según el estado canónico y litúrgico de los hermanos: quien ha sido constituido en alguna de las órdenes menores o mayores es clérigo, y, por tanto, necesariamente ha recibido la suficiente instrucción para poder cumplir el gravoso deber litúrgico; quien es hermano simple, sin haber recibido ninguna orden sagrada, es «laico» y está obligado al oficio de los Padre nuestro, independientemente de que sepa o no sepa leer. No falta, entre los autores modernos, quien sospecha una influencia fuerte ejercida por la Curia romana para replegar a la Orden minorítica a esta bipartición rígida, que no sigue ya un criterio cultural, sino estrictamente canónico. De hecho, la formulación concisa y nítida del texto revela la ayuda de una mente experta en derecho canónico. Sostengo, con todo, que no estuvo ausente la voluntad clara de Francisco mismo en la realización del cambio radical. Como revelan algunas Admoniciones y algunos episodios referidos por las fuentes antiguas, el Pobrecillo veía expuestas a grave peligro la simplicidad, la pobreza de la Orden entera y particularmente de los hermanos laicos por el desmesurado deseo de «saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios que los otros» (Adm 7,2). Es reveladora de una situación, que ciertamente no se reduce a este único caso concreto, la respuesta que el Pobrecillo dio, acompañada incluso de escenografía, a un novicio laico «que sabía leer el salterio, aunque no bien» (LP 103). En varias ocasiones y con apremiante insistencia, el novicio le había pedido que le confirmase el permiso que ya le había concedido el vicario general para tener un salterio de uso personal. «Cuando tengas un salterio, anhelarás tener un breviario; y, cuando tengas un breviario, te sentarás en un sillón como un gran prelado y dirás a tu hermano: "Tráeme mi breviario"», así le respondió el Santo y, «diciendo esto, con gran fervor de espíritu tomó ceniza con la mano, la esparció sobre su cabeza y la restregó en la misma como quien la lava, diciéndose a sí mismo: "¡Quiero un breviario! ¡Quiero un breviario!". Y repitió muchas veces estas palabras mientras continuaba haciendo el mismo gesto de la mano en la cabeza» (LP 104). Con la acción simbólica penitencial, el Fundador expresaba cuán vana era el ansia de ascender en la escala social, y con la exclamación enigmática quiso subrayar su misión de ser la «forma Minorum», el molde de los Menores en persona, «el compendio de todo cuanto los hermanos debían saber y hacer» (L. Casutt). Tengamos presente, sin embargo, de un modo realista, las consecuencias de esta legislación litúrgica renovada, más bien pesadas para los numerosos hermanos laicos letrados. Así, por ejemplo, el vicario general fray Elías, al permanecer ciertamente como hermano laico no obstante sus extraordinarias dotes intelectuales, después de la promulgación de la Regla bulada, de suyo, debía resignarse a recitar los Padre nuestro. b) Pero debemos llevar adelante el análisis del texto de la Regla en lo que se refiere a los deberes litúrgicos de los hermanos-clérigos, aunque no nos sea posible aquí poner de relieve todos los elementos. Ciertamente se entrevé la mano del experto canonista romano en la forma lapidaria: «Los clérigos cumplan con el Oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana». Qué entiende el legislador con la cláusula técnica: «secundum ordinem sanctae Romanae Ecclesiae», sólo se puede averiguar con la ayuda de un conocimiento de la historia de la liturgia. En primer lugar, es sobradamente conocido que, en la Edad Media, no existía de hecho la unidad litúrgica en la Iglesia occidental. Incluso, en la Basílica de San Juan de Letrán existían tres liturgias diversas: la ordinaria de los Canónigos lateranenses, la especial para las celebraciones pontificias en la Basílica y, la tercera, la del Palacio de la Curia Romana. ¿A qué Iglesia romana, pues, se refiere el precepto de la Regla? Extrañamente, «Iglesia Romana» aquí equivale a «Iglesia de la Curia Romana», y, más exactamente, a la Capilla de pocos metros cuadrados de San Lorenzo «in Palatio», donde el Papa, junto con su Curia de una veintena de Capellanes, celebraba a diario la Misa y el Oficio divino. A partir del pontificado de Inocencio III, se trató de extender a toda la Iglesia de Occidente el «Ordo Romanae Ecclesiae Curiae», el «ordenamiento de la Curia de la Iglesia Romana», o sea, la adaptación del Oficio divino elaborada por un liturgista anónimo en los años 1213/16. Para comprender tal tendencia, hay que tener presentes dos factores actuantes en ella, y son: la exigencia del Ordo, de remoto origen platonizante y pseudo-dionisiano, por el que todo grado inferior de las cosas debe estar sometido al grado superior; así como el centralismo eclesial fuertemente acentuado precisamente por Inocencio III. Esta mentalidad de jerarquización universal tendía precisamente a uniformar la liturgia de la Iglesia occidental con la de la Iglesia romana y, más exactamente, con la de la Curia pontificia. La prescripción litúrgica «secundum ordinem Sanctae Romanae Ecclesiae», comportaba, por consiguiente, para la Orden franciscana la obligación de seguir en el Oficio divino las costumbres litúrgicas o el rito usual en la Curia pontificia. Es conocido de todos cuánto contribuyó, y de forma determinante, este ordenamiento en la unidad de la liturgia occidental. Por otra parte, ahora nos encontramos incluso en condiciones de comprender objetivamente la pérdida innegable de los valores contenidos en la riqueza de ritos litúrgicos locales, que fueron sacrificados sobre el altar de un uniformismo excesivo. Pero, con todo, fue providencial para la unidad efectiva y la comunión recíproca de la Iglesia el haber superado los particularismos tanto personales como locales. Francisco, en sus escritos sucesivos, como la Carta a toda la Orden o el Testamento, demostró que había advertido perfectamente el significado católico y eclesial de tal vínculo litúrgico. Por lo demás, él estaba históricamente preparado para aceptar gustoso y asimilar perfectamente semejante propuesta, puesto que su patria, la diócesis de Asís, a partir de 1204, había adoptado para el Oficio divino elementos del ordenamiento de la Curia. Hasta qué punto el Santo pudiese darse cuenta de las implicaciones prácticas de una tal disposición, es una cuestión distinta. La Orden, de hecho, se encontró en la imposibilidad absoluta de observar realmente el estatuto litúrgico hasta después de 1230, cuando, en el «scriptorium» del Sacro Convento de Asís, se transcribieron los prototipos de los breviarios corales para las provincias franciscanas. Semejante estado de cosas, además de una mal disimulada oposición surgida entre los hermanos laicos letrados contra la prohibición de tener salterio, hizo sufrir enormemente al Pobrecillo en sus últimos años de vida. c) Concluyo el examen del ordenamiento litúrgico de la Regla no bulada con algunas indicaciones sobre la cláusula «a excepción del salterio, ex quo habere poterunt breviaria». Antes que la antigua y defectuosa versión del Salterio Romano, que estaba en uso en Roma y en Italia, se prefiere la más correcta del llamado Salterio Galicano, obviamente con el fin de hacer más fácil al orante la comprensión del texto. No me extenderé sobre las cuatro propuestas para la interpretación de la extraña conjunción «ex quo». A la luz del latín medieval, parece que deba preferirse el sentido de nexo causal: «Puesto que podrán tener breviarios, los clérigos reciten el Oficio divino según el rito de la santa Iglesia romana, excepto el salterio». Tal vez resulte dificultoso captar el significado de semejante motivación. Debemos, en efecto, identificarnos con la situación de unos hermanos obligados a la altísima pobreza que se dan perfectamente cuenta del valor efectivo que significa cada uno de los libros manuscritos. Si bien los breviarios eran tan raros y costosos que podían rozar el lujo, sin embargo, los Hermanos Menores tenían el derecho de procurárselos para poder celebrar la Liturgia de las Horas según el rito del Palacio pontificio. Tal concesión se refería evidentemente a los breviarios portátiles que, aun conteniendo todo el Oficio divino, podían fácilmente llevarse con uno mismo. d) Omito el comentario histórico de la legislación litúrgica referente a los hermanos laicos. Destaco únicamente la exhortación: «y oren por los difuntos». ¿Por qué el Seráfico Padre se dirige sólo a los hermanos no clérigos con la amonestación de cultivar los sufragios? El motivo se encuentra en el hecho de que los clérigos, en los días feriados, debían regularmente añadir al Oficio divino las horas correspondientes del Oficio por los difuntos. Seguramente no será superfluo refrescar hoy día en nosotros el recuerdo de nuestros deberes de piedad y de justicia para con los difuntos, sean hermanos nuestros o bienhechores. III. LA MANERA FRANCISCANA
DE CELEBRAR Ha sorprendido incluso a los expositores antiguos de la Regla que Francisco no dijera expresamente nada sobre la actitud espiritual que el hermano debe tener durante la celebración del Oficio divino. Por ello, la necesidad de completar el tema a la luz de otras fuentes franciscanas distintas de las Reglas. Es famoso y a menudo objeto de interpretaciones contrapuestas el texto de la Carta a toda la Orden, donde el Pobrecillo trata este asunto. Para estar más seguros al destacar el sentido históricamente exacto, es necesario conocer su contexto inmediato. El Santo antepone un Confiteor suyo en el que se declara pecador a causa de sus trasgresiones de la Regla, especialmente de las prescripciones sobre el Oficio divino, «o por negligencia, o por mi enfermedad, o porque soy ignorante e indocto» (CtaO 39). Inmediatamente a continuación añade su admonición apremiante: «Así, pues, encarecidamente pido, como puedo, al hermano H., mi señor ministro general, que haga que la Regla sea inviolablemente guardada por todos; y que los clérigos digan el Oficio con devoción en la presencia de Dios, no poniendo su atención en la melodía de la voz, sino en la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios, para que puedan hacer propicio a Dios por la pureza del corazón y no busquen halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz. Yo, pues, prometo guardar firmemente estas cosas, según la gracia que el Señor me dé para ello; y se las confiaré a los hermanos que están conmigo, para que las guarden en cuanto al Oficio y demás disposiciones regulares» (CtaO 40-43). La exhortación del Santo ha alcanzado una cierta notoriedad porque a no pocos autores modernos les parece escrita en abierto contraste con el texto frecuentemente citado de san Benito en su Regla: «Meditemos, pues, con qué actitud debemos estar en la presencia de la divinidad y de sus ángeles, y salmodiemos de tal manera, que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca».[4] Un autor tan equilibrado como el P. Mariano Magrassi, O.S.B., afirma: «La excesiva... insistencia en la espontaneidad y en la creatividad puede comprometer todo esto, reasumido por la fórmula tradicional: sentir con la Iglesia. Puede abrir la puerta al subjetivismo devocional, con una atención excesiva al yo y a sus exigencias. Es lo que ha sucedido en cada época de decadencia litúrgica. No es casual, creemos, que en los escritos de san Francisco la fórmula benedictina se encuentre invertida: vox concordet menti, mens vero concordet Deo, que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios. El acento se desplaza sobre la devoción interior, fruto de una adhesión a Dios: las fórmulas se deben adecuar a ella para expresarla. El frescor evangélico de la devoción impide las desviaciones, y hace positivo el fenómeno. Pero no siempre sucederá así en la historia».[5] No se puede, en efecto, negar un orden diverso de enunciación de las palabras: mientras san Benito inculcaba: «mens concordet voci» (que el alma o pensamiento sintonice o concuerde con la voz o con lo que dice nuestra boca), san Francisco exhorta: «vox concordet menti» (que la voz o lo que dice nuestra boca concuerde o sintonice con nuestra alma o pensamiento); pero parece que ha de excluirse en el Pobrecillo cualquier intención polémica. En los escritos espirituales, tanto patrísticos como monásticos, se repiten -con frecuencia incluso a poca distancia la una de la otra- ambas interpretaciones, como sucede, por ejemplo, en el cartujo, casi coetáneo de Francisco, Adamo Scoto o de Dryburgh ( 1212; cf. PL 153, 878s). Pero, más que alargarnos en referir las interpretaciones de otros, tal vez sea mejor conocer directamente el sentido exacto de las palabras del Seráfico Padre. Francisco, ante todo, urge que los hermanos reciten el Oficio divino «con devoción en la presencia de Dios», es decir, abandonándose totalmente a Dios, firmemente convencidos de estar salmodiando en su presencia. Más complejo y difícil es lo que sigue inmediatamente. Leído superficialmente, el texto parece sugerir una doble atención: la externa, dirigida a la tarea que cumplir con la propia voz, y la interna del espíritu, dirigida a Dios, mientras el orante o se atiene a las palabras que profiere o se aparta de ellas. Pero un examen cuidadoso y desapasionado lleva a un acuerdo fundamental entre el Pobrecillo y el Patriarca del monacato occidental. Ambos exigen que la voz, al proferir las palabras del salmo, esté en perfecta sintonía con el espíritu del orante. El Seráfico Padre completa la línea trazándola, más allá de la mente de quien salmodia, hasta Dios: «y el alma o la mente, sintonice con Dios». Donde se alcanza la armonía entre corazón y palabras, se efectúa también la comunión del orante con Dios. Hasta ahora, por exigencias de mayor claridad, he descuidado en el comentario una frase de la exhortación de Francisco, y es la de no poner la atención «en la melodía de la voz, sino en la consonancia de la mente o del alma». Para captar el centro vital de la admonición, que a los hermanos músicos pudiera parecer demasiado negativa, hay que tener presente que entonces el Oficio divino en el coro, por ley eclesiástica, era enteramente cantado. Cuando el Pobrecillo dictaba estas palabras, tenía seguramente ante los ojos los abusos observados personalmente o que le habían referido otros. Un crítico contemporáneo estigmatiza el comportamiento de algunos «corales», que tal vez en determinados casos se daba también en la Orden franciscana: «Cantan sólo para agradar a las mujeres».[6] Con su sensibilidad, el Santo entrevió el peligro de que algunos hermanos, especialmente dotados de una bella voz, faltasen a la pureza de corazón, buscando el prestigio personal y los aplausos del pueblo, antes que valerse de las dotes musicales para glorificar más intensamente a Dios. IV. CONCLUSIONES Sintiéndolo mucho, no me es posible examinar otros testimonios de los Opúsculos de san Francisco (como la Regla para los eremitorios o, sobre todo, el Oficio de la Pasión), ni las fuentes biográficas que ayudarían a esclarecer mejor el modo franciscano de celebrar la Liturgia de las Horas. Quisiera, sin embargo, subrayar algunas consecuencias que me parecen derivarse de una mirada retrospectiva a la historia primitiva de la Orden minorítica. 1. El Oficio divino constituye un elemento caracterizante del carisma franciscano, del que expresa la dimensión tanto teológica como eclesial y fraterna. La importancia de la oración comunitaria se concluye, y no en último lugar, del hecho de que Francisco, para introducirla, no vacila en mitigar las exigencias radicales de la pobreza evangélica. Quien de entre sus hijos se sustrae habitualmente de la celebración de las horas litúrgicas se desarraiga del humus espiritual en que florece la santidad seráfica. Con toda justicia, pues, afirma el Documento de Taizé en su núm. 32: «Una fraternidad en la cual no se hace habitualmente la oración comunitaria no puede llamarse fraternidad cristiana, y menos franciscana».[7] 2. La celebración de las horas litúrgicas en la Orden franciscana participa de su índole peregrinante, y acompaña a los hermanos como expresión de devoción teologal y de caridad fraterna en todos sus desplazamientos apostólicos, adecuándose a las condiciones variables y a veces precarias de su vida. Los hermanos que trabajan en las parroquias o en los hospitales deberían ingeniárselas para crear el espacio de tiempo necesario para recitar juntos al menos las horas litúrgicas principales. 3. La Liturgia de las Horas, según san Francisco, es uno de los vínculos más estrechos de fe católica y de unidad eclesial. Su celebración, aun dejando espacio para las diversas posibilidades de libre elección y para una sana creatividad, debe sustraerse al arbitrio y a las preferencias personales. Traduciendo las enseñanzas del Seráfico Padre al contexto moderno -culturalmente más desarrollado que el medieval-, deberemos esforzarnos mucho más intensamente en asociar al pueblo cristiano a la celebración de las horas canónicas, sobre todo en los días festivos. Finalidades teologales, además de las aspiraciones apostólicas, deberían llevarnos, un poco en todas partes, a dar un salto de calidad en el nivel de la celebración misma. Si tan raramente se cantan en nuestros conventos las horas canónicas, no es ciertamente debido al temor de «halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz» (CtaO 42), sino por una falsamente justificada prisa y por rehuir esfuerzos especiales. El sentire Ecclesiam, tan característico de Francisco, nos empujará, además, a estudiar las riquezas espirituales de los documentos conciliares y postconciliares referentes a la Liturgia. 4. En la Orden franciscana, el Oficio divino coral nació en los eremitorios. La manera franciscana de celebrar el Oficio divino implica, entre otras cosas, el acentuar mayormente la dimensión contemplativa del mismo, con un ritmo sereno en la recitación y con oportunas pausas de meditación, que deben guardarse especialmente después de las lecturas. La Liturgia de las Horas puede y debe convertirse en fuente inagotable de oración mental. 5. Las horas canónicas tienen la función de marcar y medir el ritmo de la jornada de cada fraternidad franciscana, haciéndola enteramente de Dios. El Oficio divino mira a crear la síntesis entre contemplación y acción, entre amor divino y amor fraterno, entre culto a Dios y servicio a los hermanos. * * * N O T A S [1] II Consejo Plenario O. F. M. Cap., Documento sobre la oración (n. 36), en Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 68. [2] Cf. Collectanea Franciscana 46 (1976) 345. [3] Cf. [ed. J. A. Guerra], San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época. Madrid, BAC, 19987, p. 966. [4] Cf. [ed. G. M. Colombás e I. Aranguren], La Regla de S. Benito, cap. 19. Madrid, BAC, 1979, pp. 113-114). [5] M. Magrassi, La spiritualità dell'Ufficio divino, en Liturgia delle ore, Turín-Leumann, 1972, p. 379. [6] Cf. Ephem Liturg 56, 1942, 39-41; Franz Stud 51, 1969, 197. [7] II Consejo Plenario O. F. M. Cap., Documento sobre la oración (n. 32), en Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 67. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, n. 24 (1979) pp. 485-496] |
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