DIRECTORIO FRANCISCANO
ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS

EL «SALUDO A LAS VIRTUDES»
DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Martín Steiner, ofm

.

El Saludo a las virtudes es uno de los escritos más característicos de san Francisco, uno de los que más nos ilustran sobre su mundo interior. Que sea obra suya, es algo fuera de toda duda razonable: su vocabulario es el típico del Pobrecillo; la tradición manuscrita siempre lo incluyó entre sus Opúsculos. Tenemos, además, la garantía excepcional de Tomás de Celano, que cita el título y el primer versículo de este poema.[1]

Al parecer, tenemos aquí un esquema, en forma de canto, de la predicación sobre los «vicios y virtudes» que los hermanos deben anunciar «para provecho y edificación del pueblo» (2 R 9,3-4). Su estilo ensambla con la mentalidad caballeresca e incluso cortés. Francisco aparece viviendo «una relación exquisita y llena de veneración con seres femeninos que son reina, hermanas, señoras. Reina, la sabiduría. Señoras, la caridad y la pobreza. Hermanas, la simplicidad, la humildad, la obediencia».[2] El contenido de este canto reproduce el duelo entre los vicios y las virtudes, conocido desde la antigüedad, representado en la imaginería de las catedrales y en alegorías como aquellas con las que Giotto adornó las bóvedas de la Basílica inferior de San Francisco.[3]

La aparente ingenuidad de este bellísimo poema no debe ocultarnos su sentido profundo. «Su hondura de pensamiento y frescor de expresión son únicos y sitúan a Francisco entre los grandes escritores».[4]

He aquí el texto:

1Salve, reina sabiduría, el Señor te salve
con tu hermana la santa pura simplicidad.

2Señora santa pobreza, el Señor te salve
con tu hermana la santa humildad.

3Señora santa caridad, el Señor te salve
con tu hermana la santa obediencia.

4Santísimas virtudes, a todas os salve el Señor,
de quien venís y procedéis.

5Ningún hombre hay absolutamente en el mundo entero
que pueda poseer una de vosotras si antes no muere.

6El que posee una y no ofende a las otras,
todas las posee.

7Y el que ofende a una,
ninguna posee y a todas ofende (cf. Sant 2,10).

8Y cada una confunde los vicios y pecados.

9La santa sabiduría confunde a Satanás
y todas sus malicias.

10La pura santa simplicidad
confunde toda la sabiduría de este mundo (cf. 1 Cor 2,6)
y la sabiduría del cuerpo.

11La santa pobreza confunde a la codicia
y a la avaricia y a los cuidados de este siglo.

12La santa humildad confunde a la soberbia
y a todos los hombres que hay en el mundo,
y asimismo a todas las cosas que hay en el mundo.

13La santa caridad confunde
a todas las tentaciones diabólicas y carnales
y a todos los temores carnales.

14La santa obediencia confunde
a todas las voluntades corporales y carnales,

15y tiene mortificado su cuerpo
para obedecer al espíritu
y para obedecer a su hermano,

16y está sujeto y sometido a todos los hombres
que hay en el mundo,

17y no únicamente a solos los hombres,
sino también a todas las bestias y fieras,

18para que puedan hacer de él lo que quisieren,
cuanto les fuere dado desde arriba por el Señor (cf. Jn 19,11).

Comentar con detalle este texto supondría exponer toda la doctrina espiritual de los Escritos de Francisco. Aquí nos limitamos a ofrecer unas breves reflexiones, que deben su primera impulsión a una charla pronunciada por Fr. Jacques-Guy Vidal, OFM, durante un «capítulo de las esteras» de la Provincia franciscana de París.

I. POLARIDAD DE LAS VIRTUDES

1. Francisco articula las virtudes, esos dinamismos que nos impulsan al bien, de dos en dos, por parejas. No podemos ser hombres de una sola virtud. Quien se consagrara a una de ellas sin aceptar abrirse a su dimensión complementaria, correría el riesgo de encerrarse en una ideología y volverse intolerante. Como recordaba, por ejemplo, Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia, pretender construir un mundo sobre la sola justicia, sin cultivar al mismo tiempo la misericordia, desembocaría en la edificación de un mundo inhumano. Cada virtud, dice Francisco, debe ser salvada con y por otra, con la que forma pareja.

2. Ese es el modo como Francisco une virtudes aparentemente opuestas: la sabiduría y la simplicidad, la pobreza y la humildad, la caridad y la obediencia. El método franciscano es un camino de reconciliación entre virtudes a las que se llama hermanas, aunque parezcan, de hecho, divergentes. Francisco las une, emparejándolas, no sólo en el Saludo a las virtudes, sino también en otros lugares de sus Escritos. Nos hallamos, por tanto, ante un elemento importante de la estructura de su pensamiento. El camino por el que Francisco avanza y nos invita a seguirle, es un camino cimero: se progresa por él en frágil equilibrio. La reconciliación fraterna entre virtudes supuestamente contradictorias sólo puede realizarse a costa de una difícil tensión. Pero tal es la condición de la creatividad. Más adelante analizaremos, en este sentido, los tres binomios presentados por Francisco.

3. Francisco desea que el Señor salve a cada virtud con y, por tanto, también por la virtud con la que está en tensión. Especifica en el v. 4: «Santísimas virtudes, a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis». Sea cual fuere la forma de traducir el salvet latino,[5] para comprenderlo en todo su alcance hay que partir de esta afirmación de Francisco, que expresa una de sus convicciones fundamentales: las virtudes vienen y proceden del Señor, pues Él y sólo Él es el autor de todo bien. El Saludo a la bienaventurada Virgen María precisa que todas las santas virtudes son infundidas en los corazones de los fieles «por la gracia e iluminación del Espíritu Santo» (SalVM 6). ¿Cuál es, entonces, la amenaza que pesa sobre ellas para que el Señor tenga que salvarlas? No en primer lugar ni fundamentalmente la debilidad del hombre que prefiere el camino de la facilidad, el vicio y el pecado, a la obediencia a esos dinamismos del Espíritu que son las virtudes. El peligro que las acecha en su raíz es el orgullo: el hombre tiene la tendencia innata a apropiarse el bien que el Señor realiza en él (o que él realiza en el Señor y por el Señor). Por tanto, corre siempre el riesgo de encerrarse en sí mismo, autocomplaciéndose en sus propias realizaciones virtuosas.

La polaridad de las virtudes, tal y como Francisco la presenta, evoca de por sí esa salvación de las virtudes amenazadas de apropiación indebida por la suficiencia humana. La primera virtud de cada pareja podría prestarse fácilmente a un comportamiento altivo: la sabiduría de un seguimiento sin componendas tras las huellas de Cristo, el Hijo de Dios «que es la verdadera sabiduría del Padre»;[6] la pobreza abrazada en todo su orgulloso rigor; la caridad con todo su impulso victorioso. El peligro de desviación soberbia se contrarresta en cada caso con la virtud opuesta: la simplicidad, la humildad, la obediencia impiden a su respectiva pareja hundirse en la autosatisfacción, la rigidez, el triunfalismo. Ahora bien, ¿no son ésas las características de la encarnación del Hijo de Dios, que fue un camino de humanización, abajamiento y obediencia? Viniendo a nosotros en la «condición de siervo», el altísimo Hijo de Dios manifestó en sí mismo la salvación de la sabiduría, la pobreza y la caridad.

Y cuando Francisco insiste: «Santísimas virtudes, a todas os salve el Señor», ¿no quiere dar a entender que sólo el Señor Jesús puede llevarlas a todas a su perfección? ¡Sólo en el Señor Jesucristo brillan todas ellas en su auténtico esplendor! Ocurre con ellas lo mismo que con cualquier otra noble realidad humana: la oración y la contemplación, el amor y la amistad, el trabajo y el compromiso por los demás..., todo ha de ser salvado por Cristo, Verbo de Dios que asume todo lo humano, pero sin jamás aprisionarlo con una apropiación indebida. Cristo es acogida incesante: se recibe y lo recibe todo del Padre. Es puro don: y restituye todo al Padre mediante la alabanza y el servicio a los hombres. Es la antítesis perfecta del hombre pecador que se apropia el bien que el Señor dice o hace en él o por él. Así pues, sólo en la perspectiva de la vida en Cristo podrán las virtudes alcanzar su pleno desarrollo en nosotros. Una vida así obedece a una lógica pascual. Es lo que nos recuerda Francisco a continuación.

II. LAS VIRTUDES Y EL MISTERIO PASCUAL

El hombre puede tener una o más virtudes sólo si acepta la ley pascual de la existencia cristiana: morir para vivir, perderse para encontrarse.

«5Ningún hombre hay absolutamente en el mundo entero
que pueda poseer una de vosotras si antes no muere».

El término «morir» plantea un problema. En los Escritos de Francisco, este término designa siempre la muerte corporal o la muerte espiritual (actual o eterna) del pecador. Evidentemente, aquí no puede tratarse de la segunda acepción: la muerte espiritual del pecador. ¿Piensa pues Francisco en la muerte corporal? ¿La miseria del hombre en su actual condición es, según Francisco, tan grande como para imposibilitar «poseer» en la tierra una o más virtudes, que sólo podrían florecer en plenitud más allá de la muerte corporal, en la vida eterna? No es imposible, de suyo, que Francisco quisiera decir eso. Es más probable, sin embargo, que deba entendérsele en el sentido siguiente: nadie puede poseer una de las virtudes «si antes no muere a sí mismo». En esta misma línea de pensamiento, Francisco dirá mas adelante, hablando de la obediencia, que ésta «tiene mortificado su cuerpo» (v. 15).

En resumen, Francisco contempla las virtudes que el hombre puede desear tener, en una perspectiva pascual: para que una de ellas pueda ser infundida en nuestros corazones «por la gracia e iluminación del Espíritu Santo», nos es preciso morir primero a nosotros mismos (cf. SalVM 6). Esta muerte a uno mismo no consiste solamente en una mortificación de nuestra tendencia al mal. Consiste, sobre todo, en la no-apropiación del bien realizado gracias a la virtud. Sólo quien no se la apropia, puede «poseer» una virtud.

Los versículos siguientes sacan una consecuencia de esta dialéctica pascual:

«6El que posee una y no ofende a las otras,
todas las posee.
7Y el que ofende a una,
ninguna posee y a todas ofende».

Estas afirmaciones se sitúan en el ámbito de una tradición de reflexión espiritual que se remonta a los Padres de la Iglesia.[7] En este, como en otros temas, Francisco depende de una corriente de pensamiento general, pero se expresa con espontaneidad y simplicidad, sin apoyarse en una fuente concreta.

Francisco manifiesta en estos versículos un aspecto original de su personalidad, en la que se aúnan la amplitud de miras y el rigor. Apertura de espíritu: poseer una virtud equivale a poseerlas todas. Pues, para poseer una, hay que pasar por una verdadera muerte a sí mismo. Poseer una es, por tanto, el signo de que «el hombre viejo» está muerto y se es, incoativamente al menos, criatura nueva, participando radicalmente de todas las virtudes. Francisco añade una condición: que no se ofenda a ninguna. Quien violara una cualquiera, estaría demostrando que no ha vivido su propia pascua, el paso de la muerte a la vida, el nuevo nacimiento. Por eso Francisco se ve obligado a añadir, y ahí aparece su rigor: «Y el que ofende a una, ninguna posee y a todas ofende».

Permítasenos añadir dos corolarios:

1. Se penetra en el mundo del Evangelio a través de uno de sus aspectos. En general, a uno le seduce una actitud, un comportamiento de Cristo, un aspecto de su vida... Descubrimos nuestra propia vocación, nuestro lugar único e insustituible en la comunidad, en la Iglesia, en el mundo, a través de aquel atractivo particular al que corresponde una «virtud» sembrada en nosotros por el Espíritu Santo. Es normal, legítimo, incluso inevitable. Es la manera ajustada a nuestras posibilidades de penetrar en la totalidad del mundo evangélico... con tal de no negar otros aspectos de la perfección de Cristo y del Evangelio, y aceptar, tanto en la comunidad como en la Iglesia, el carácter complementario de las vocaciones.

2. Aún podemos ir más lejos con Francisco. Su siguiente comentario sobre la eficacia de las diferentes virtudes, dará la primacía a la obediencia, entendida como sumisión universal y, por tanto, como minoridad. Así pues, ¿no será la minoridad, la humildad, quien da acceso a las demás virtudes? Esto nos remite al retrato del «hermano perfecto» (EP 85): posee todas las virtudes de los otros hermanos porque no se autocomplace en sí mismo y en su propia virtud, sino, al contrario, reconoce y admira las virtudes de cada uno y se esfuerza por ayudar a cada hermano a progresar hacia la perfección en la línea de su virtud propia. El «hermano perfecto», verdaderamente menor, verdaderamente muerto a sí mismo por esta actitud, está, además, como transformado en sus hermanos y participa de sus virtudes.

III. DINAMISMO DE LAS VIRTUDES

«8Y cada una confunde los vicios y pecados».

No es nuestra intención exponer con todo detalle el comentario que Francisco hace sobre la acción propia de cada virtud; simplemente proponemos algunas indicaciones. La acción de las virtudes está descrita esencialmente con el verbo latino confundere (confundir), que ha de entenderse en su sentido más fuerte: destruir, derrotar, destrozar, etc.[8]

1. SABIDURÍA - SIMPLICIDAD

«9La santa sabiduría confunde a Satanás
y todas sus malicias».

La santa sabiduría es la adhesión radical a Cristo, «Sabiduría de Dios», al camino que Él trazó con su encarnación y redención, a la verdad que Él es. Ella «confunde», derrota al adversario, siempre manos a la obra con su malicia multiforme[9] para hacer caer al hombre. He aquí el primer combate, el más fundamental. Para Francisco, como para la Escritura y para toda la Tradición, el hombre está atrapado en una lucha gigantesca entre Cristo y el enemigo. Sólo la sabiduría de un seguimiento de Cristo sin componendas le permite vencer.

«10La pura y santa simplicidad
confunde toda la sabiduría de este mundo
y la sabiduría del cuerpo».

«La pura y santa simplicidad» no es simpleza.[10] Ella es la que impide que la sabiduría santa degenere en sabiduría mundana (mediante cálculos interesados y búsquedas egoístas). Ella caracteriza, a mi entender, la autodonación proveniente de las profundidades del ser (sin nada, por tanto, de superficial o ficticio); una respuesta al Señor transida de espontaneidad y rectitud (por tanto, sin moratorias ni cálculos para salir del paso con el menor coste posible, sin «glosas» que enerven las palabras del Evangelio...); una radical disponibilidad a dejarse guiar por el Señor (sin preguntar adónde pueden llevar sus exigencias, ni qué ventajas podrán sacarse de la situación en la que nos coloque...).

Francisco atribuye a la pura y santa simplicidad la victoria sobre los dos aliados de Satanás: el «mundo» y su sabiduría, es decir, cuanto desde fuera de nosotros quiere hacernos adoptar una conducta opuesta al Evangelio, centrada en la búsqueda del parecer, del tener, del poder, del goce...; y el «cuerpo» y su sabiduría, es decir, cuanto desde nosotros mismos nos impulsa a situarnos en el mundo y en la sociedad humana de manera ajena u opuesta a la Buena Noticia de Jesucristo.

La pareja «sabiduría-simplicidad» me parece típica del estilo franciscano en todos los campos, especialmente en el de la acción. En la evangelización, en la pastoral bajo todas sus formas, así como en todo compromiso en favor de los demás, el franciscano deja gustoso a los otros las acciones concertadas y planificadas, emprendidas tras minuciosas investigaciones y sabias encuestas, y sostenidas con medios poderosos. Privilegia lo que le parece ser la sabiduría de Cristo en el Evangelio, hecha de presencia «entre»,[11] de coparticipación de vida con los más pequeños, de humilde servicio, etc. Al mismo tiempo, da prioridad al compromiso espontáneo, nacido de las profundidades del ser, en la línea de la simplicidad: empleando toda su capacidad de intuición y toda la creatividad del amor, trata de llegar a lo que hay de más humano en el otro con lo que lleva de más humano en sí mismo.

¿Resultados? Más de una vez, en el curso de la historia, los logros han sido asombrosos, tanto en los grandes santos como en los más humildes miembros de la vasta familia franciscana. Pero también hay un peligro: la falsa simplicidad puede hundir en la extravagancia o el ridículo a quien no tiene bastante interiorizada la sabiduría del Evangelio, o no ha llegado a una suficiente purificación de sí mismo. De ahí que nos sea imprescindible una inmensa exigencia de profundización, de intimidad con Cristo, de asimilación vital del Evangelio, de apertura de corazón al otro, de pureza y rectitud. En suma, es necesario que estemos habitados por Aquel que es la Sabiduría del Padre.

2. POBREZA - HUMILDAD

«11La santa pobreza confunde a la codicia
y a la avaricia y a los cuidados de este siglo».

La santa pobreza es la pobreza buscada, querida, la que Cristo escogió por compañera. No la pobreza que hay que soportar, signo del pecado del mundo que priva al inmenso conjunto de los pobres de lo necesario para vivir. La santa pobreza, signo de amor a Cristo y a los pobres, excluye, pues, y «confunde» a la codicia, al deseo de acumular. Es generosidad, en seguimiento de la generosidad del Señor Jesús, el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de que nos enriqueciéramos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9): excluye, pues, y «confunde» a la avaricia. Francisco añade que ella «confunde» también «a los cuidados de este siglo», porque es igualmente confianza total en el Padre del cielo «que sabe lo que necesitamos» (cf. Mt 6,8; 6,32). Ella nos permite escapar de los cuidados y preocupaciones que quieren ahogar en nosotros la Palabra (cf. 1 R 22,16-20; Mt 13,19-23), e impedirnos tener la mente y el corazón vueltos hacia el Señor, para así perdernos (cf. 1 R 22,25-26): ella posibilita la oración con pureza de corazón y el servicio desinteresado a los otros.

«12La santa humildad confunde a la soberbia
y a todos los hombres que hay en el mundo,
y asimismo a todas las cosas que hay en el mundo».

El significado de esta frase no es evidente. Ya lo advirtieron los copistas medievales, por lo que modificaron el texto en algunos puntos.[12] La dificultad radica en la ambigüedad que el término latino mundus (mundo) tiene en Francisco (al igual que en san Juan): mundus designa la humanidad, el conjunto de los hombres, y, a la vez, el campo cerrado de las fuerzas hostiles a Dios, campo al que pertenecen quienes «no hacen penitencia», los que no se han convertido. Se sale de él mediante la conversión. Dice Francisco a sus hermanos: «Pero ahora, después que hemos dejado el mundo, ninguna otra cosa tenemos que hacer, sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él» (1 R 22,9). La característica más clara de ese mundo es la soberbia, el orgullo en todas sus formas: las exigencias, la voluntad de dominio, la sed de poder, la búsqueda de prestigio, en una palabra, el deseo de ser y existir por sí mismo.

Para Francisco, la humildad es la fuerza que vence al mundo con su soberbia y a cuantos están poseídos por el espíritu de ese mundo: el encuentro con el hombre animado por la humildad, derramada por el Espíritu del Señor, confunde pronto o tarde, Francisco está convencido de ello, al hombre impulsado por la orgullosa pretensión del mundo. ¡Pero, atención! Ese hombre existe también en nuestras comunidades. Habita en cada uno de nosotros. La verdadera humildad debe incesantemente combatir y vencer en nosotros tanto la necesidad casi incoercible de buscar prestigio, poder, influencia humana, como las sutiles razones «apostólicas» con las que se pretende justificar esa búsqueda.

Si la sabiduría y la simplicidad parecen características del estilo de la acción franciscana, creo que la libertad franciscana la salvaguardan la pobreza y la humildad. La pobreza santa, querida, elegida por amor, libera de trabas: el deseo de atesorar (la «codicia»), el miedo de perder (la «avaricia»), los «cuidados» anejos a las dos preocupaciones precedentes. Pobre, o sea, sin nada que ganar ni que perder, filialmente confiado en la solicitud del Padre celestial, el franciscano es un hombre libre, disponible para que el Señor Jesús pueda prolongar en él su misión, enviarlo a anunciar a todos la Buena Nueva del amor del Padre. La santa humildad salva a la libertad, impidiéndole embriagarse de sí misma y volverse presuntuosa; la pone continuamente al servicio del único Señor, pues nos vuelve vigilantes respecto a toda soberbia (¿hay peor soberbia que la de una pobreza infatuada de sí misma?) y a toda afirmación altiva de sí mismo.

3. CARIDAD - OBEDIENCIA

«13La santa caridad confunde
a todas las tentaciones diabólicas y carnales
y a todos los temores carnales».

La santa caridad, la caridad infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, nos hace participar en el poder mismo de ese Dios a quien Francisco llama precisamente «caridad».[13] Esta fuerza divina permite vencer tanto las asechanzas y tentaciones del adversario, sean «ocultas o manifiestas, súbitas o importunas» (ParPN 9), como las tentaciones provenientes de nuestro ser «carnal», todavía egocéntrico. El impulso del amor es el más fuerte. Vence a los «temores carnales». Francisco distingue el «temor carnal», que ahuyenta al amor, y el «temor del Señor» o «temor divino» (Adm 27,5), vinculado a «la divina sabiduría y al divino amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (1 R 17,16). El temor divino es salvaguardia del amor: respeto a Dios santo y vigilancia para no apartarse de Él. El temor carnal, en cambio, nos asusta ante los sinsabores que puedan sobrevenirnos y nos hace temblar ante la caducidad de la vida. Este temor se supera con el amor del que habla Francisco cuando recuerda a todos los hermanos «que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: "Quien pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna"» (1 R 16,10-11). El amor es la gran fuerza victoriosa de los servidores de Dios y del Evangelio.

«14La santa obediencia confunde
a todas las voluntades corporales y carnales,
15y tiene mortificado su cuerpo
para obedecer al espíritu
y para obedecer a su hermano,
16y está sujeto y sometido a todos los hombres
que hay en el mundo,
17y no únicamente a solos los hombres,
sino también a todas las bestias y fieras,
18para que puedan hacer de él lo que quisieren,
cuanto les fuere dado desde arriba por el Señor».

Uno esperaría que Francisco presentara aquí una serie de puntos sobre la pobreza. En cambio, habla de la obediencia y le dedica tantos versículos como a las demás virtudes juntas. En realidad, conforme avanza, Francisco pone cada vez más a la obediencia en el centro de las actitudes características del hermano menor. No hay duda de que las dificultades originadas por el crecimiento demasiado rápido de su fraternidad explican en buena parte la acentuación del principio de autoridad y, por consiguiente, de la obediencia. Pero nuestro poema, escrito por Francisco en su madurez, si no al final de sus días (es imposible datarlo con precisión), enfoca el misterio de la obediencia desde otra profundidad.

Francisco indica en primer lugar cuál es el efecto inmediato de la obediencia. La obediencia «confunde las voluntades corporales y carnales»; es decir, todo aquello por lo que tendemos a buscarnos a nosotros mismos, ignorando conscientemente al Señor y a los demás, en nuestra manera de «ser y estar en el mundo» (voluntades corporales) y en el conjunto de nuestras actitudes (voluntades carnales). De este modo, «tiene mortificado su cuerpo»: es el dinamismo que nos impulsa a realizar en lo cotidiano la ley pascual de nuestra existencia (véase el v. 5). Se trata, pues, volviendo al lenguaje más clásico, de «renunciar a la propia voluntad». ¿Con qué fin? «Para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano». ¡Formulación genial, en su sencillez, de la situación del hombre sometido a la ley nueva! Este hombre actúa siguiendo una doble norma, no abstracta, sino concreta: la primera, más interior, de fidelidad al dinamismo nuevo inserto en nuestro ser regenerado y convertido en «espíritu» (según la terminología de san Pablo, empleada aquí por Francisco); este dinamismo no es otro que el de la caridad. La otra norma, más exterior, orienta su acción hacia los detalles de la vida: apremia a ser fiel «al hermano», cuyas necesidades y expectativas se convierten en ley.

Para Francisco, tal obediencia es de aplicación universal: «y está sujeto y sometido a todos los hombres..., a todas las bestias y fieras». La obediencia entra así en una relación de sumisión a todos los hombres y a todo cuanto existe, incluso a las circunstancias más desfavorables (¡las fieras!). ¿Qué quiere decir Francisco? El obediente discierne en todo ser y en toda situación a alguien a quien acoger, una realidad a la que asentir. Pues tras de todo ser está Aquel que le da el existir y el obrar, dentro de los límites que Él le asigna. Por eso, a los ojos del obediente, cada ser transmite el anuncio de una misión que cumplir. La sumisión de la que Francisco habla no tiene, pues, nada de servil. Es acogida respetuosa del otro en su originalidad propia, y disponibilidad para ponerse al servicio de su crecimiento, sin jamás intentar imponerle puntos de vista que le serían extraños. Es igualmente aceptación de los acontecimientos y situaciones, no con espíritu de fatalidad, sino como llamada a hacerlos evolucionar según el espíritu del Evangelio y con los medios del Evangelio. La radical minoridad implicada en esta concepción de la obediencia constituye el vínculo entre la obediencia y el amor. Porque impide para siempre jamás que la acción emprendida en nombre de la caridad resulte avasalladora de la libertad del otro.

Así, la pareja caridad-obediencia caracteriza al franciscano en lo que éste tiene de más profundo. Ser franciscano es creer que el amor, y sólo el amor, es la gran fuerza que vence en este mundo, y es en primer lugar vencer por amor las propias tentaciones, temores u obstáculos. Ahora bien, para que el impulso creativo del amor no se convierta en autoafirmación prometeica, y sea siempre participación en la operación del Espíritu del Señor, la obediencia lo moldea como renuncia a la propia voluntad y como minoridad: sumisión a todos y a todo. Y así, es la obediencia la que salva a la caridad; prolonga el amor de Cristo, un amor que fue eficaz en la «condición de siervo» (Fil 2,7).

El Saludo a las virtudes, junto con el Cántico de las criaturas, es uno de los escritos más característicos de Francisco. ¡Ojalá estas páginas despierten en muchos el gusto de alimentar su meditación en este poema y de descubrir mejor su riqueza!

N O T A S

[1] 2 Cel 189: «El Santo procuraba con mucho empeño en sí y amaba en los demás la santa simplicidad, hija de la gracia, hermana de la sabiduría, madre de la justicia. Pero no daba por buena toda clase de simplicidad, sino tan sólo la que, contenta con Dios, estima vil todo lo demás. Ésta se gloría en el temor de Dios, no sabe hacer ni decir nada malo. (...) Ésta la requería el Padre santísimo en los hermanos letrados y en los laicos, por no creerla contraria, sino verdaderamente hermana de la sabiduría; bien que los desprovistos de ciencia la adquieren más fácilmente y la usan más expeditamente. Por eso, en las alabanzas a las virtudes que compuso dice así: "¡Salve, reina sabiduría, el Señor te salve con tu hermana la pura santa simplicidad!" (SalVir 1)». Cf. K. Esser, Die Opuscula des hl. Franziskus von Assisi, Grottaferrata 1986, 421-422.

[2] D. Barsotti, La prière de S. François, París 1982, 54.

[3] Sobre las posibles fuentes lexicales e ideológicas del Saludo, cf. I. Rodríguez, Los Escritos de S. Francisco de Asís, Murcia 1985 (2ª ed. revisada, en 2003), 180-182, que escribe, entre otras cosas: «Por lo que vamos viendo, tiene razón Menéndez Pelayo (discurso de ingreso en la Real Academia Española) cuando afirma que Francisco no dejó de ser poeta en ningún momento de su vida. Poeta caballeresco, de acuerdo con su juventud y con su época; por eso saluda, reverente y cortesano, a las Virtudes como Damas. Poeta de la fraternidad universal; por eso concibe a las Virtudes como hermanas. Pero su afecto respetuoso a la vez que fraternal, el honor dispensado a tales Señoras, tiene su anclaje en Jesucristo, de quien vienen y proceden (v. 4), como reverbero suyo. Por otra parte, la personificación de las Virtudes sintoniza admirablemente con la índole intuitiva y concreta, nunca abstracta de Francisco. (...) Por la plástica monumental, por lecturas y por la catequesis teológica y la homilía pastoral, Francisco conoce la tan leída Psicomaquia de Prudencio. Sólo así se explican estas seis parejas de combatientes, acompañadas, como en el poeta de Calahorra, de otros vicios y virtudes secundarias respectivamente. Sólo así se comprende el realce que el poeta asisiense da a la Sabiduría, a quien llama "reina" y con la que abre la loa, sabiendo que las Virtudes victoriosas erigen un templo a la Sabiduría en Prudencio, donde se sienta como reina en su solio» (pp. 172 y 181).

[4] T. Desbonnets, en François d'Assise, Écrits (Col. Sources Chrétiennes, 285), París, Ed. Cerf, 1981, 38-39.

[5] En todas las traducciones al español que conocemos, el salvet de las expresiones «Dominus te salvet» (vv. 1. 2. 3) y «vos salvet Dominus» (v. 4) se traduce por salve (del verbo salvar): «el Señor te salve» y «os salve el Señor». En algunas traducciones a otras lenguas, ese salvet latino se traduce por verbos equivalentes a «guardar», «salvaguardar», etc. Nos parece que no será superfluo llamar la atención sobre la diferencia de los dos salve de la primera frase del Saludo en castellano: «Salve, reina sabiduría, el Señor te salve...»; el primer salve, traducción de ave, es interjección de saludo, mientras que el segundo es verbo, presente de subjuntivo de salvar.

[6] Dice Francisco en 2CtaF 67: «No tienen la sabiduría espiritual, porque no tienen al Hijo de Dios en sí, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada (Sal 106,27)».

[7] Cf K. Esser, Die Opuscula..., pp. 429-430.

[8] Según I. Rodríguez, Los Escritos..., p. 178, confundere denota aquí «entablar combate, desconcertar, derribar por el suelo, destruir».

[9] Véase lo que dice san Francisco, por ejemplo, en el cap. 22 de la primera Regla: «Y guardémonos mucho de la malicia y sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí, como dice el Señor...» (1 R 22,19-20). Cf. Adm 5,5-6.

[10] Según el Diccionario de la Real Academia Española, simplicidad es sencillez, candor, calidad de simple o sencillo, mientras que simpleza es bobería, necedad. Cf. I. Rodríguez, Los Escritos..., p. 175.

[11] Adviértase la importancia de la palabra latina inter (=entre) empleada por Francisco cuando habla de la inserción social y de la actividad de los hermanos en seguimiento de Cristo. Así: «Y el Señor mismo me condujo entre (inter) ellos, y practiqué la misericordia con ellos» (Test 2); «Y deben gozarse cuando conviven entre (inter) personas de baja condición y despreciadas, entre (inter) pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos» (1 R 9,2); «Por eso, cualquier hermano que quiera ir entre (inter) sarracenos y otros infieles, vaya con la licencia de su ministro y siervo. (...) Y los hermanos que van, pueden conducirse espiritualmente entre (inter) ellos de dos modos» (1 R 16, 3. 5); «Y todos mis hermanos pueden anunciar, siempre que les plazca, esta exhortación y alabanza, u otra semejante, entre (inter) cualesquiera hombres, con la bendición de Dios» (1 R 21,1); «Cualesquiera hermanos que, por divina inspiración, quieran ir entre (inter) los sarracenos y otros infieles, pidan la correspondiente licencia de sus ministros provinciales» (2 R 12,1).

[12] K. Esser, Die Opuscula , pp. 425-426.

[13] «Por eso, suplico en la caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16) a todos mis hermanos predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos» (1 R 17,5-6); «Mas en la santa caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16), ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas» (1 R 22,26); «A todos aquellos a quienes lleguen estas letras, les rogamos, en la caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16), que reciban benignamente, con amor divino, las susodichas odoríferas palabras de nuestro Señor Jesucristo» (1CtaF II, 19); «Yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16) y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis» (2CtaF 87).

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 46 (1987) pp. 129-140]

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