DE SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA DE ASÍS |
«TODOS NOSOTROS,
HERMANOS MENORES |
. | ¡Servir!, una palabra clave del Evangelio. Jesús es considerado como el Siervo de Yahvéh anunciado en los oráculos del Déutero-Isaías. «No he venido a ser servido, sino a servir», tal fue, hablando con propiedad, su divisa. El siervo, ya merezca la denominación de «bueno y fiel», ya se le recuerde que es -¡escandalosamente!- «inútil», tiene una gran importancia en la enseñanza de Jesús. Y el «Maestro y Señor» deja a sus discípulos, como último recuerdo suyo y como ejemplo supremo, el arrodillarse delante de cada uno de ellos para lavarles los pies, servicio que estaba reservado a la categoría más baja de esclavos. En una palabra, Jesús introduce en nuestro mundo, con su ejemplo tanto y más que con su palabra, una ética y, sobre todo, una mística del siervo. Nadie posiblemente lo comprendió mejor que Francisco de Asís. Aquí nos proponemos, pues, estudiar el tema del «siervo» en los Opúsculos de san Francisco. Tras algunas constataciones sobre la terminología y su empleo, nos preguntaremos por los modelos de «servicio» y de «siervo» que ocupan frecuentemente el espíritu de Francisco; luego, intentaremos captar su intuición fundamental. I. LOS TÉRMINOS Y EL
SENTIDO Algunas investigaciones elementales sobre el uso de los términos nos abrirán ya horizontes: la manera como Francisco se expresa cuando se dirige a los demás, el empleo de la terminología del siervo en el conjunto de los Escritos, una primera aproximación al tema del siervo cual de ello se desprende. 1) TÉRMINOS
EMPLEADOS POR FRANCISCO Escuchemos como Francisco se presenta a sí mismo en su Testamento y en sus cartas, es decir, en los documentos en que él mismo se presenta en escena:
El tenor del encabezamiento de las restantes cartas no se presta a que Francisco haga la presentación de sí mismo. De este modo, Francisco se presenta a todos como hermano y siervo. Pero, como se habrá observado, no insiste en el término «hermano». No dice: «vuestro hermano». Su nombre oficial es evidentemente: hermano. Y este nombre lo eligió explícitamente en función del Evangelio, para honrar la paternidad de Dios que nos hace a todos hermanos (1 R 22,33-34; cf. Mt 23,8). Pero el acento consciente está puesto sobre siervo: «vuestro siervo». Más bien Francisco añade casi siempre al término «siervo» expresiones que subrayan de nuevo la minoridad: «pequeñuelo», «vuestro pequeñuelo siervo», «hombre vil y caduco», «pequeñuelo y despreciable», «súbdito», «el menor de los siervos», etc. Francisco, pues, se considera «siervo pequeñuelo y despreciable», pero «en el Señor Dios». Volveremos sobre esta expresión, que nos advierte ya que la actitud de Francisco no tiene nada de servil. No se considera siervo sino en el Señor que se hizo Él mismo siervo y que seguirá siendo siempre siervo de la felicidad del hombre. 2) EMPLEO DEL
TÉRMINO «SIERVO» En los Escritos en general, fuera de los pasajes en que Francisco se designa a sí mismo para dirigirse a los demás, la denominación de siervo se repite con frecuencia y en contextos determinados. a) «Todos vosotros sois hermanos» (1 R 22,33; Mt 23,8) En principio, Francisco no utiliza el término «siervo» para referirse a las relaciones internas en la Orden. Los hermanos son invitados a servirse y a obedecerse mutuamente, ya que tal fue la actitud de obediencia del Señor Jesús en medio de sus discípulos (1 R 5,14-15). Pero siempre se les llama hermanos. Francisco mismo, cuando se dirige familiarmente a un hermano, con aquella actitud de una madre para con su hijo que quiere que reine entre los suyos, dice: «Hermano León, tu hermano Francisco: salud y paz. Te hablo, hijo mío, como una madre...» (CtaL 1-2). En la Orden, por lo demás, se designaba gustosamente a Francisco con el término: el hermano; así, por ejemplo, lo vemos en la Crónica de Jordán de Giano (n. 17), quien narra cómo, al final de un Capítulo, fray Elías, en nombre de Francisco, dijo a los reunidos: «Hermanos, el Hermano -indicando al bienaventurado Francisco a quien los hermanos llamaban el «hermano» por excelencia- ha dicho...»; y nótese que el inciso explicativo es del propio Jordán de Giano. Francisco era, pues, el hermano por excelencia. Consiguientemente, la palabra «siervo» no se encuentra en las formulaciones de la Regla, en la Carta a toda la Orden, etc. b) Ministros y siervos Hay, sin embargo, una excepción, y es importante. En el interior de la fraternidad, algunos tienen una responsabilidad especial: los «Ministros y siervos», a quienes «les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos» (1 R 4,6); «Aquel a quien ha sido encomendada la obediencia...» (2CtaF 42) -el texto trata de la obediencia de todos a Dios, de la que los Ministros son responsables por un título particular-. Estos hermanos son llamados siempre «ministros y siervos», y, para Francisco, este título debe tomarse literalmente en serio. Francisco llega hasta hacer insertar en la Regla definitiva la siguiente normativa: «... que puedan los hermanos hablar y comportarse con los ministros como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,5-6). Francisco desarrolla así la concepción evangélica de la autoridad hasta su extremo rigor lógico. Cita, por lo demás, sus fundamentos evangélicos, tanto las afirmaciones de Cristo: «El que entre vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro siervo» (Mt 20,26; 1 R 5,11); «El mayor entre vosotros será como el menor» (Lc 22,26; 1 R 5,12); «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28; 1 R 4,6; Adm 4,1); como el ejemplo del Maestro que lava los pies a sus discípulos (Jn 13; 1 R 6,3-4; Adm 4,2). Francisco, en sus cartas, es riguroso en el empleo de los términos: si habla como amigo, como consejero espiritual, a un hermano León, se designa con las palabras: «tu hermano Francisco» (CtaL 1), como hemos visto. Si, como ministro general, escribe a la Orden, a los Custodios o a un ministro, se presenta como siervo (véanse más arriba las referencias). c) Otros empleos del término siervo
3) EL SIERVO: Es posible reunir en una especie de retrato lo que los Escritos dicen del «siervo». Hay que considerar dos aspectos: a) «... como conviene a siervos de Dios...» En casi la totalidad de los casos, los hermanos (que son también los primeros a quienes se refieren las Admoniciones) son considerados como siervos de Dios y desde el ángulo de la minoridad, esa humildad que introduce en la verdad y es garante de la caridad. Los textos son lo suficientemente conocidos para que podamos dispensarnos de enumerarlos. Para Francisco, como se sabe, Dios solo hace todo el bien en el hombre. Éste no es más que siervo «inútil» de un designio de amor que le sobrepasa absolutamente. El hombre debe estar a disposición de Dios sin ninguna pretensión, alegrarse de todo bien realizado por Dios, sea por mediación de él, sea por mediación de los otros, no sentir desagrado en nada sino en lo que puede hacer fracasar el amor de Dios, es decir, en el pecado; porque Dios se puede servir de todo lo demás para lograr sus fines. El siervo no debe ni siquiera preocuparse de la resonancia de su acción, sino dejar a Dios el cuidado de darle a ésta valor de testimonio. El hombre, conténtese con aportar su constante contribución por medio de la oración y el trabajo. Y no acepte por su labor una retribución sino humildemente y sin hacer valer derecho alguno. Se trata, pues, del hombre que enfoca todas las cosas desde el punto de vista de Dios, a quien él se ha consagrado en cuerpo y alma. Por este camino, entra en la verdad y se convierte en signo y agente del amor de Dios a sus hermanos los hombres. b) Siervos «sumisos a todos por Dios» Francisco, siervo, invita, pues, a serlo en la relación con los otros. Si, como hemos constatado, el término hermano mira a las relaciones internas en la Orden, el de siervo, más general y que connota la minoridad, conviene también y sobre todo a la inserción de los hermanos en la sociedad. Así viene a dar, en cuanto al sentido, con los términos «subjectus», sujeto, y «subditus», sumiso, súbdito. Quien de veras quiere ser en todo siervo de Dios, se hace, a causa de Dios, siervo y sujeto de cualquiera. (En cierto número de casos, «subjectus» designa a los hermanos en cuanto que están sometidos a la autoridad de los ministros; pero este uso de tal término se encuentra sólo en textos manifiestamente reelaborados en cuanto al vocabulario, no en cuanto al contenido, por otros, y no parecen, consiguientemente, característicos del vocabulario de Francisco; cf. v.g.: Adm 3,5; 2 R 10,2). Francisco, no nos sorprende, quiere ante todo a los suyos sumisos y sujetos a la Iglesia (2 R 12,4) e incluso a todos los prelados y clérigos de la misma (TestS 5); ésta es precisamente la actitud que él mismo se impuso hasta el final (cf. Test 6s). Pero, de un modo mucho más amplio, todos los hermanos deben estar presentes en el mundo como siervos. Su sumisión es respecto a todos aquellos con quienes los hermanos están en contacto, especialmente por razón del trabajo (1 R 7,2; Test 19s). Vivida esta sumisión «propter Deum», por Dios, constituye la manera fundamental de ser misionero, si, como es evidente, va acompañada de una profesión de fe explícita que la justificará (1 R 16,6). Francisco, por lo demás, la recomienda a todos los fieles (2CtaF 47). ¿No se considera él mismo como el súbdito de todos los hombres (2CtaF 1)? En el Saludo a las virtudes, extiende incluso el campo de esta sumisión «a todas las bestias y fieras» (SalVir 16-18). La sumisión aquí es fruto de la obediencia. Sólo el hombre que busca entrar de lleno en los planes de Dios puede someterse «por Dios» a cualquiera e incluso a todas las circunstancias desfavorables (¡esas bestias y esas fieras!). La recompensa suprema le está entonces asegurada: él entra en la intimidad de los Tres que son Dios, por el Espíritu Santo que hace en él su habitación y su morada y lo asocia a la obra de Dios (2CtaF 47-53). La expresión «sometidos a toda humana criatura por Dios» (1 R 16,6) y sus equivalentes provienen de 1 Pe 2,13, que según el texto griego dice: «Acatad toda institución humana por amor del Señor» o «Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana»; la Vulgata, sin embargo, dice: «Estad sujetos a toda humana criatura por Dios», y éste es el texto que llegó a manos de Francisco. II. LOS MODELOS PROPUESTOS Después de este breve inventario, se plantea una primera cuestión: ¿a qué modelo se refiere Francisco cuando, con sus hermanos, se incluye como siervo? Hay, en efecto, servidumbres y servidumbres. Un buen soberano puede ser un gran siervo o servidor del Estado; su servicio o servidumbre no tiene nada de común con el de una empleada del hogar. Parece que Francisco se inspira en modelos diversos según aquellos a quienes se dirige su servicio. 1) LAS CRIATURAS, Para el servicio de Dios, Francisco propone al hombre las criaturas como modelo: «Y todas las criaturas que están bajo el cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador mejor que tú» (Adm 5,2). No pensemos aquí en primer lugar en algunos hechos excepcionales, como la predicación en la que Francisco encontró a los pájaros dóciles a la Palabra de Dios. Francisco mira más lejos. Con respecto al Creador hay servicio, conocimiento, obediencia, por parte de las criaturas inferiores al hombre, en el sentido de que esas criaturas contribuyen a la realización de los designios de Dios. Ellas se desarrollan efectivamente según las leyes que el Creador ha depositado en «cada una según su naturaleza» y se dejan utilizar por Él, quien, en su sabiduría, se sirve de las mismas para lograr sus fines: la consecución de su plan de amor sobre el hombre (cf. Sab 16,24). Con ello no quiere Francisco en absoluto negar la libertad humana: el hombre es invitado a prestar un servicio tan perfecto como el de las criaturas inferiores, pero querido conscientemente y libremente realizado. Francisco se inserta en un universo en el que «todo concurre para el bien de los que le aman» (Rom 8,28), porque todo está disponible para su designio de amor. Francisco quiere protagonizar esa gran interpretación de la creación, mediante un servicio a Dios tan diligente y fiel como el de cada criatura. Este servicio, por sí mismo, es alabanza. Francisco exhorta a las criaturas a ella: «Load y bendecid a mi Señor, y dadle gracias y servidle con gran humildad» (Cánt). Igualmente, a ella se exhorta a sí mismo con todos los hombres: «Nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, trinidad y unidad...» (1 R 23,10). Así, ante Dios, Francisco quiere insertarse, «con gran humildad», en un mundo en el que cada cosa o cada energía vital es alabanza, bendición (proclamación de la bondad), glorificación, servicio del Altísimo. 2) LOS MÁRTIRES,
Respecto a Cristo, el Siervo de Dios, Francisco, quiere tomar como modelo a los mártires, esas verdaderas ovejas que siguieron al Buen Pastor hasta el don de sus vidas en los peores sufrimientos. Tal es el tema de la sexta Admonición. A propósito de las tentativas misioneras de Francisco, san Buenaventura -que presenta al Pobrecillo ante el Sultán como «Siervo de Cristo» (LM 9,8)- nos confirma esta realidad. Si bien es cierto que no hay que apurar demasiado el significado de los títulos que Buenaventura da a Francisco en la Leyenda Mayor, pues con frecuencia se nos escapa la razón de su elección, en este caso, el título de «Siervo de Cristo» parece perfectamente bien elegido. Para apreciar la calidad de las afirmaciones de Buenaventura, conviene recordar que consultó directamente a Fr. Iluminado, el compañero de Francisco en su visita al Sultán. «Enfervorizado en el incendio de la caridad, se esforzaba por emular el glorioso triunfo de los santos mártires, en quienes nadie ni nada pudo extinguir la llama del amor ni debilitar su fortaleza en el sufrir. Inflamado, pues, en esa caridad perfecta que arroja de sí todo temor, deseaba ofrecerse él mismo en persona, mediante el fuego del martirio, como hostia viva al Señor, para corresponder de este modo al amor de Cristo, muerto por nosotros en la cruz, y para incitar a los demás al amor divino» (LM 9,5). Francisco se une aquí a la motivación más antigua de la vida religiosa que, desde sus orígenes, quiere ser expresión de una «sequela Christi», de un «seguimiento de Cristo» tan radical como el don de la vida en el martirio. Este radicalismo debe renovarse cada día en la celebración de la Eucaristía: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29). Todo esto nos garantiza que la célebre oración «Absorbeat» expresa muy bien los sentimientos de Francisco, aun cuando su redacción sea tardía. 3) CRISTO, Para con los hermanos, el modelo de servicio es el mismo Cristo. Apenas hay necesidad de insistir en esto, ya que Francisco jamás quiso otra cosa con sus hermanos que seguir en todo, «sencillamente y sin glosa», las huellas de su Señor para dejarse así habitar por su Espíritu. Francisco se refiere explícitamente a ese servicio obediente que el Señor Jesús vivió con respecto a los suyos, con su paciencia ante la torpeza de ellos, su misericordia ante sus debilidades, la confianza que siempre supo testimoniarles contra viento y marea. «Por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,13-14). Nos resulta imposible recoger aquí cuanto Francisco enseña sobre la caridad fraterna. Con los apóstoles Santiago y Juan, insiste en el amor que se traduce en obras, por lo tanto, concretamente, en servicio (cf. 1 R 11); la manera como aplica la «regla de oro» del Evangelio a la actitud que debe tenerse para con los hermanos enfermos lo prueba bien: servirles como querría uno ser servido (1 R 10, 1; cf. Adm 18 y 24). Ahora bien, la regla de oro remite a su vez al ejemplo del Hijo de Dios que por la encarnación quiso compartir en todo nuestra condición, «ser probado en todo» (Heb 4,15), para poder amarnos y servirnos desde una experiencia humana. En fin y sobre todo, a Francisco le gusta apoyarse en el ejemplo del lavatorio de los pies (1 R 6,3; etc.). Este gesto del Señor tenía un doble significado: era el servicio más humilde, que estaba reservado a la última categoría de esclavos; y era un gesto de acogida para los huéspedes: a ejemplo de Cristo que nos acoge, los hermanos deben acogerse mutuamente (cf. Rom 15,7). Todo cuanto lleva consigo la acogida cotidiana del «hermano que el Señor nos da», tiene su inspiración en el gesto de Cristo que se arrodilla ante sus discípulos para prestarles el humilde servicio del lavatorio de los pies. Francisco y sus hermanos consignaron por escrito, al filo de los años, su experiencia de una vida fraterna inspirada por esta imagen de Cristo, en una serie de textos inagotable (Test 14; Adm 3,7-9; 1 R 4,4-5; 5,9-16; 6,2-4; 7,14-16; 9,10-12; 10; 11; 2 R 6,7-8; CtaM; etc.). 4) EL SIERVO CUMPLIDOR E
«INÚTIL» DE LA PARÁBOLA, Para con los hombres, el modelo de servicio es la actitud del siervo cumplidor del que habla el Evangelio y al que Jesús caracteriza al final con estas palabras: «Así también vosotros, cuando hayáis hecho todas las cosas que os estaban mandadas, decid: "Somos unos pobres siervos [literalmente: Somos siervos inútiles]; lo que teníamos que hacer, eso hemos hecho"» (Lc 17,10). Francisco sabe que, por vocación, es «siervo de todos» (2CtaF 2). En su Testamento recuerda que, de hecho, él y sus hermanos estaban «sometidos a todos» (Test 19), es decir, a cualquiera. Él tiene más especialmente la misión de servir a todos los hombres por el anuncio de la Palabra (2CtaF 2), al igual que se sabe enviado, con sus hermanos, al universo entero para proclamar la bondad y el poder del Hijo de Dios (CtaO 8-9, y sus tentativas misioneras). No tiene límites este ministerio que se dirige a todo hombre y que abarca también al hombre por entero: ¡hay que entregarse a él por completo! Francisco, cuando la enfermedad le impide emprender sus correrías apostólicas, se dirige a los hombres por escrito (2CtaF 3); cuando los hermanos marchan a misiones, la perspectiva del martirio parece normal (1 R 16,1 y 10-21). Pero, ya que Dios solo, Él, el Autor de todo bien, es quien construye en definitiva su Reino, el siervo sabe que él personalmente nunca es indispensable. En este sentido, él es «siervo inútil». Por eso, cumplirá su misión:
III. LA INTUICIÓN FUNDAMENTAL Las criaturas, los mártires, Cristo, los siervos «inútiles» de la parábola: no hay que ver en esta enumeración una clasificación rígida. Ciertamente, Francisco tiene siempre presente en su espíritu el ejemplo de Cristo siervo, aun cuando piensa más directamente en Él en sus relaciones con sus hermanos. E igualmente, se acuerda siempre de que él no es más que un «siervo inútil», rebosante de felicidad por poder ponerse a disposición de su Dios que es el único que obra todo bien. Más allá de estas distinciones, ¿se puede captar la intuición fundamental de la actitud de Francisco? Francisco pertenecía a la clase social ascendente, la burguesía del comercio. El mismo no soñaba más que en una ascensión social. Su ambición le impulsaba a querer convertirse en igual a los miembros de la antigua clase dominante, la nobleza. ¿No se enroló en el ejército de Gauthier de Brienne con la esperanza de llegar a ser caballero? Ya se sabe cómo el Señor lo detuvo en el camino, en Espoleto, jugando todavía con su ambición: «¿Quién puede favorecer más, el siervo o el señor?» (2 Cel 6). Ahora bien, este mismo Señor que le conduce, como el propio Francisco atestigua en su Testamento, le hace descubrir una ambición completamente distinta, en una verdadera alteración de valores. Para lograr sus fines, el Señor utiliza otro rasgo de su personalidad: un sentido agudo y precoz de Dios, que le había estimulado desde su juventud a desposarse con el movimiento del ágape divino. Pensemos en su amor a los pobres, en su resolución de no negar jamás nada a quien le pidiera por amor de Dios (1 Cel 17; LM 1,1; TC 3). El Señor consolida en él ese sentido del pobre con la experiencia de la dulzura (TC 3; 2 Cel 7), que es experiencia del Dios-Ágape, del Dios que en su Hijo viene a compartir la condición miserable del hombre pecador para hacerse, desde el interior de esta condición, siervo de la felicidad del hombre. El Señor acaba haciéndole salvar a Francisco el obstáculo contra el que se estrellaba hasta entonces toda su decisión de seguirle por este camino: su horror instintivo a los leprosos: «El Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia» (Test 2). Francisco mismo atestigua que cuando se puso así al servicio de los leprosos -sabemos con qué generosidad, qué delicadeza, qué menosprecio hacia sí mismo-, se produjo en él una inversión de perspectiva: «Aquello que me había parecido amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo» (Test 3). Este cambio fue tan profundo en él que -tras no importa qué acontecimientos que Francisco mismo no siente necesidad de enumerar- se despide del mundo al que pertenecía, «salí del siglo» (Test 3). Ahora bien, este mundo es precisamente el regido por la ambición, la voluntad de dominio, el deseo de aventajar a los otros, la necesidad de hacerse valer... En realidad, esta inversión de perspectiva se explica por un descubrimiento nuevo del Señor, ligado al encuentro con los leprosos. Aunque mencionada sólo por san Buenaventura, la aparición de Cristo crucificado a Francisco que acaba de abrazar al leproso, parece que deba ser tenida en cuenta por el historiador. Tratemos de comprenderlo. Francisco, que se ha puesto cercano a los leprosos y que pronto es llevado a compartir su condición (1 Cel 17), ha aprendido desde ahí lo que significa ser cantidad despreciable a los ojos de los otros, sin consideración, sin posibilidad de hacerse escuchar, excluido de la sociedad. En esta experiencia de vida, ha descubierto de nuevo a su Señor. En el momento en que Jesús, en su pasión, da la medida, que no tiene medida, de su amor al hombre, Él mismo «apareció despreciable como un leproso» (LM 1,6; Is 53,3-4). Tal es la experiencia decisiva que Francisco hace de su Señor, el siervo anunciado por el profeta. Francisco entra así, por una inversión de los valores, en el universo del Evangelio. Tiene plena conciencia de este cambio total en relación al mundo del que ha salido: «Los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no será así entre los hermanos (non sic erit inter fratres!); y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo; y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor» (1 R 5,10-12; Mt 20,25-26; Lc 22,26). Por esto Francisco había prohibido formalmente: «Igualmente, a este propósito, ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos» (1 R 5,9). En el universo evangélico, la primacía corresponde a aquellos que Jesús llama los «pequeños». A ellos solos, los misterios del Reino. Sobre ellos solos reposa el Espíritu del Señor. Jesús mismo es el modelo perfecto de estos pequeños, de estos siervos. Francisco personalmente, como hemos visto, se llama a sí mismo «servulus» (pequeñuelo siervo), «parvulus» (pequeñuelo, hombre sin importancia), «homo vilis et caducus» (hombre vil y caduco), etc. Tal vez sea relativamente fácil manejar un vocabulario, hacer protestas de humildad. Pero, ¿quién sabe hacer corresponder a ellas una actitud profunda? En Francisco se produjo el milagro de una adecuación perfecta entre sus expresiones de humildad y su ser. Tal es su carisma. Nosotros, hijos e hijas de Francisco, tenemos parte en este carisma. No estaremos, pues, en la verdad de nuestra vocación si no aceptamos ser «pequeños», mejor, si no queremos serlo. Ser «pequeño», «siervo» o «pequeñuelo siervo», «súbdito», «simple» (iletrado o «idiota»), etc., según el Evangelio, es querer ser real y conscientemente lo contrario de un personaje importante, considerable y por tanto considerado, solícito de tener influencia y de procurar acrecentarla... El pequeño, el siervo del que tratamos aquí, es, por tanto, el hombre que renuncia deliberadamente a querer que se le tome por alguien importante. «Busca el último sitio y el empleo despreciado que pueda acarrearle alguna afrenta» (1 Cel 38). Renuncia a toda pretensión y quiere presentarse de tal manera que nadie se sienta obligado a tener consideraciones con él (cf. 2 Cel 141, etc.). Quiere encontrarse en la condición de aquel a quien no se tiene en cuenta, excepto cuando se tiene la necesidad de alguien para prestar un servicio que los demás desdeñan. Se sabe deudor de todos y consiguientemente dispuesto a servir a cualquiera que esté situado en el camino de su vida. Al igual que los pequeños en la sociedad de los hombres, pequeños a los que no se piensa en pedirles su parecer, sino que deben adaptarse a las decisiones (¡o caprichos!) de los demás, quiere estar sometido a todos y ser complaciente con todos los temperamentos (1 Cel 83). ¿Será necesario subrayarlo? En un Francisco de Asís esta actitud deliberada no tiene nada que ver con ningún miedo a la vida, con ninguna evasión frente a un compromiso o a una misión, con ningún temor sensiblero de afirmarse. Si hay un hombre que haya sabido vencer el miedo, este primer obstáculo de la libertad, es ciertamente Francisco. ¿Quién ha tenido audacias comparables a las suyas? ¿Quién ha seguido, como él, obstinadamente su camino hasta el final, con la conciencia de que tal era la ruta que el Señor le había trazado (Test 14; EP 68; LP 114)? No paró hasta llevar su mensaje a todos los hombres, tanto entre cristianos como entre paganos. Parece que su actitud de pequeño, de siervo, fue precisamente lo que hizo de él un hombre libre. En realidad es que Francisco fue el siervo sometido a todos «por Dios» (2CtaF 47). Su voluntad de ser pequeño y siervo pertenece así a lo esencial de su vocación y de su misión, tales como él las define al escribir a sus hermanos: «Para esto os ha enviado (el Hijo de Dios) al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 9). Dios solo, con su Cristo, tiene el poder de construir su Reino. Él es el único autor de todo bien. Al hacerse siervos «inútiles» de todos por Dios, Francisco y sus hermanos quieren remitir a ese único Dios, Altísimo, Omnipotente y Bueno, un Dios que se complace en servirse de «lo que no es nada» para lograr sus fines, con gran confusión de «lo que es» (cf. 1 Cor 1,28). Más todavía. Dios realiza su obra en la más total humildad, con un respeto absoluto a su criatura. Prefiere correr los mayores riesgos antes que atentar contra la libertad de su criatura, libertad sin la cual no podría haber ya cuestión de amor entre Él y ella. Toda la historia de la salvación lo proclama. El destino de Jesús lo manifiesta en el más alto grado: Jesús cumplió su misión en la «forma de siervo», porque es la única manera de emprender algo con los demás sin poner en peligro su libertad. Ya sabemos adonde le llevó esta actitud: la sumisión, la obediencia hasta la muerte del Hijo del Hombre hecho Siervo se convirtió en la cruz en la manifestación suprema del Ágape. Francisco comprendió que no podía ser del mismo espíritu que Jesús, «tener parte en el Espíritu del Señor», sin comulgar con esta actitud. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, n. 24 (1979) pp. 373-384] |
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