DIRECTORIO FRANCISCANO
ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS

EL ESPÍRITU SANTO Y LA FRATERNIDAD
SEGÚN LOS ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

por Martín Steiner, ofm

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El autor se propone investigar el papel del Espíritu Santo en la constitución de la Fraternidad franciscana. La misión del Espíritu es llevar a su consumación la obra del Padre realizada por el Hijo. La Fraternidad franciscana se congrega, vive y actúa por la moción del Espíritu. Para entender bien las enseñanzas de Francisco es preciso discernir, basándose en sus escritos, lo que él entiende por «espíritu de la carne» y «Espíritu del Señor», con todas sus implicaciones. La Fraternidad constituida por «hermanos espirituales» está situada en el corazón de la Trinidad y de la Iglesia.

La Iglesia nació en Pentecostés por el fuego del Espíritu. Alma de la Iglesia, el Espíritu Santo asegura su cohesión interna y su crecimiento: la une a su Señor y, por Él, al Padre, fuente de toda unidad, y le hace desear ardientemente la plena manifestación de esta unidad; une a los miembros de la Iglesia entre sí y les hace desear la extensión de su comunión hasta las dimensiones de la humanidad.

La vida religiosa representa en el corazón de la Iglesia la emergencia sin duda más significativa de este misterio de unidad. Ella es, debe ser, un Pentecostés incesantemente actual. ¿No es esto lo que san Francisco quiso dar a entender cuando, hacia el final de su vida, resumiendo su visión de la Orden y la experiencia que él había vivido de la misma, declaró: «El Espíritu Santo... es el Ministro general de la Orden» (2 Cel 193)? La certeza de esta realidad le parecía tan esencial que quiso insertar su afirmación en la Regla. Lamentablemente era imposible porque la Regla había recibido ya su forma definitiva en la bula pontificia «Solet annuere» del 29 de noviembre de 1223. Francisco no tenía ya la potestad de hacer inserciones en ella.

La Regla, tal como ha quedado, y los demás escritos de Francisco atestiguan suficientemente esta convicción. Basta recordar por el momento que en ella se convocan los Capítulos para Pentecostés (2 R 8). Al principio, estos Capítulos reunían a todos los hermanos; al sobrevenir el crecimiento de la Orden, solos los Ministros pudieron continuar reuniéndose en ellos. En todo caso, los Capítulos, en su forma primitiva, constituían la expresión visible de lo que es en profundidad la vida de la Orden, vivida a lo largo del año en la dispersión exterior, significada en Pentecostés por la experiencia de comunión del Capítulo.

No es nuestro propósito estudiar aquí exhaustivamente la doctrina de Francisco sobre el Espíritu Santo, sino investigar el papel del Espíritu en la constitución de la Fraternidad franciscana.

Otra observación preliminar se impone todavía. La importancia considerable dada por Francisco al Espíritu Santo no niega de ningún modo el lugar central de Cristo. Éste realizó su obra «de una vez para siempre», como subraya el Nuevo Testamento, sobre todo en la carta a los Hebreos (Hb 7,27; 9,12; 10,10). La obra de Cristo no puede ser superada por un régimen nuevo dependiente del Espíritu Santo, como se ha imaginado en diversas épocas, incluida la de Francisco. Con gran seguridad doctrinal, éste ve a la Trinidad entera actuando en toda la historia de la salvación, desde la creación hasta la consumación. Basta releer, entre otros textos, el capítulo 23 de la Regla no bulada; nos limitamos a reproducir la primera frase: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra, te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza...» (1 R 23,1). Lo que Francisco afirma aquí de la unidad de acción de los Tres que son Dios vale no sólo para la creación sino para toda obra de Dios. Conforme a la Escritura, Francisco ve siempre en el Padre a aquél que tiene la iniciativa («por tu santa voluntad»), en el Hijo a aquél que realiza la obra del Padre («por tu único Hijo»), en el Espíritu Santo a aquél en quien y con quien las obras de Dios reciben su consumación, su belleza («con el Espíritu Santo»; algunos manuscritos dicen: «en el Espíritu Santo»). En este sentido, el Espíritu es ya en el seno de la Trinidad el lazo vivo de amor del Padre y del Hijo, y, en la actividad divina para con los hombres, es Él quien aporta la perfección por la caridad y la unidad: el Espíritu santificador.

Por eso, el Espíritu es quien conduce al hombre a la perfección de su destino, pues lo conforma con el Hijo de Dios. Todo cuanto Francisco dice del Espíritu del Señor así lo atestigua. Una confirmación de ello puede encontrarse en el comienzo de la Admonición 5: «Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu» (Adm 5, 1).

En el lenguaje de Francisco, el «cuerpo» (o la «carne») no ha de entenderse generalmente en su sentido actual («cuerpo» y «alma»), sino en sentido bíblico. Francisco, pues, querría decir: según el «cuerpo», o sea, según nuestra condición de criaturas situadas de manera frágil y caduca en nuestro mundo, nosotros estamos creados a imagen del Hijo que «recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de la santa y gloriosa Virgen María» (2CtaF 4); según el «espíritu», es decir, por la presencia personal del Espíritu Santo en nosotros y, a la vez, por la transformación que esta presencia opera en nuestro ser para hacerlo «espiritual», capaz de la comunión con Dios, nosotros estamos hechos a semejanza (¡progresiva!) del Hijo de Dios que posee el Espíritu en plenitud, mejor dicho, que según san Pablo «es el Espíritu».[1]

Así el Espíritu santificador nos asemeja a Cristo. No hay cabida para un régimen religioso del Espíritu que desborde la Alianza nueva en Jesucristo: ésta es la Alianza eterna. No hay cabida para una Iglesia diferente de la de Jesucristo: ésta es la Iglesia del Espíritu. Y la Orden, cuyo Ministro general es el Espíritu Santo, está comprometida a ser por entero dócil al Espíritu porque el Espíritu la empuja a una fidelidad sin cesar renovada a la única Buena Nueva, que nos ha sido dado en Jesucristo. El Espíritu la entusiasma siempre de nuevo por Cristo.

I. UNA FRATERNIDAD
BAJO EL SEÑORÍO DEL ESPÍRITU

Trataremos en primer lugar de percibir hasta qué punto para Francisco la Fraternidad de los Menores ha de estar enteramente bajo la moción del Espíritu Santo.

1. El Espíritu Santo es quien la reúne inicialmente. Entrar en la familia franciscana es querer «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1), o, lo que viene a ser lo mismo, «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1). Se trata, pues, de reconocer plenamente el Señorío de Cristo sobre nuestra vida. Ahora bien, Francisco no deja de afirmar, siguiendo a san Pablo, que semejante decisión sólo puede tomarse bajo la acción del Espíritu: «Nadie puede decir: Jesús es el Señor (es mi Señor), sino en el Espíritu Santo» (Adm 8,1=1 Cor 12,3). Por eso, es la «inspiración divina», el soplo del Espíritu de Dios, quien reúne la Orden suscitando el deseo de compartir la vida evangélica de los hermanos (1 R 2,1; cf. FVCl l). Nuestra vida franciscana es, pues, por naturaleza, de orden carismático. Mana de un don del Espíritu que produce en nosotros una adhesión particular a Cristo, una voluntad de someternos a su Señorío sometiéndonos totalmente a su Palabra, un gusto de Cristo como del único sentido posible de nuestras vidas.

2. Asimismo, las últimas recomendaciones de Francisco moribundo a sus hermanos se nos refieren en los siguientes términos: «Recomendó el santo Evangelio por encima de todas las demás disposiciones» (2 Cel 216). Incluso san Buenaventura, el gran legislador de la Orden, nos ha transmitido fielmente este recuerdo (LM 14,5). Para Francisco, ¿será necesario precisarlo?, el Evangelio no es un código de leyes. Contiene las palabras del Señor que son «Espíritu y Vida» (Jn 6,64; cf. 1CtaF 2,21; 2CtaF 3; Test 13). Se comprende que Francisco haya podido escribir en la Forma de vida para santa Clara y sus hermanas: «...os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio» (FVCl 1).

3. El ingreso en la Orden presupone una ruptura, el «libelo de repudio» dado al mundo (2 Cel 80): «Ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme», dice Cristo a aquel que quiere seguirle (Mt 19,21). Este gesto previo de ruptura con el «mundo», en el sentido joánico de la palabra, y de solidaridad con los pobres, víctimas del pecado del mundo y primeros beneficiarios del Reino, depende también él del Espíritu. Sólo el Espíritu de amor puede inspirar la «voluntad espiritual» (1 R 2,11) y asegurar que la realización de tal gesto sea «según el Espíritu».[2] Por eso precisamente los hermanos se guardarán de entrometerse en ello (1 R 2,5; 2 R 2,7).

4. Así reunida por la acción del Espíritu, la Fraternidad franciscana se compone de «hermanos espirituales», de hermanos según el Espíritu. No son las llamadas de la carne y de la sangre ni una común y amistosa decisión de agregarse las que han agrupado a los hermanos: el Señor los ha dado los unos a los otros (Test 14). El lazo que los une es por tanto la acción misma del Espíritu, y este lazo es más íntimo que el lazo natural más fuerte: el afecto de la madre a su hijo: «Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, condúzcanse mutuamente con familiaridad entre sí. Y exponga confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,7-8). A Francisco le gusta volver sobre las exigencias planteadas a los hermanos para que correspondan a la acción del Espíritu que los quiere unir con los lazos del amor mutuo: «Y, dondequiera que estén o en cualquier lugar en que se encuentren unos con otros, los hermanos deben tratarse espiritual (como hombres del Espíritu) y amorosamente (spiritualiter et diligenter) y honrarse mutuamente sin murmuración» (1 R 7,15). «Y ningún hermano haga mal o diga mal a otro; sino, más bien, por la caridad del Espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y esta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,13-15). La caridad mutua, inspirada por el Espíritu y traducida en servicio y obediencia recíprocas, no tiende más que a unir a la Fraternidad por el amor mismo de Cristo, que vino no para ser servido sino para servir y fue incondicionalmente fiel («obediente») a los suyos. Aquí como en cualquier otro ámbito, la vida franciscana consiste en «seguir» a Cristo, simple, pero plenamente, con la fuerza del Espíritu.

5. Nadie puede, por tanto, pertenecer a la Fraternidad franciscana si no está decidido a vivir en la docilidad al Espíritu. Todos los hermanos son colectivamente responsables de su común sumisión al Espíritu. Francisco les da directrices sobre la manera de intervenir a fin de reconducir a cualquiera, hermano o ministro, que «se comporte carnalmente y no según el Espíritu» (1 R 5,1-2), a la fidelidad a su vocación. De forma más general, la animación de la Fraternidad no viene tanto de arriba, de un «Padre Abad» (Francisco rechaza el título de «Padre» en nombre del Evangelio). En definitiva depende de la responsabilidad de todos los hermanos, en la medida en que todos pueden participar del «Espíritu del Señor», verdadero animador de la Fraternidad.

6. Ésta no es, sin embargo, un mero grupo «informal», que apostaría por encontrar su cohesión en la docilidad de cada uno a su inspiración interior. Tiene una estructura exterior de autoridad. Pero «los ministros y siervos» -su nombre es todo un programa evangélico- deben ser, también ellos y sobre todo ellos, hombres del Espíritu. Si bien es cierto que tienen la misión de asegurar la unidad de la Fraternidad, no lo es menos que la han de cumplir no tanto valiéndose de medios externos cuanto poniéndose a la escucha del Espíritu que actúa en cada hermano para el bien del conjunto. ¿No dice san Pablo, precisamente a propósito de los dones del Espíritu: «Dios no es Dios de confusión, de alboroto, sino de paz» (1 Cor 14,33)? Ninguna acción, por tanto, puede pretender estar inspirada por el Espíritu de Dios si quiebra la unidad. A los ministros les corresponde, pues, en primer lugar, una tarea de discernimiento de los espíritus: ¿el espíritu que alega un hermano es verdaderamente el Espíritu del Señor, o no será quizá el otro espíritu, con sus cómplices, que Francisco llama, como veremos, el «espíritu de la carne» y la «sabiduría del mundo»? Francisco nos explicará también quién participa del Espíritu del Señor, y nos dará con ello los criterios para este discernimiento (cf. la II parte de este trabajo). Francisco expresa clara y determinadamente esa tarea de los ministros, de modo particular a propósito de los hermanos que piden ir a misiones, pero se cuida muy bien de precisar: el ministro «tendrá que dar cuenta al Señor si en esto o en otras cosas procede sin discernimiento» (1 R 16,1-4; 2 R 12,1-2).

En general, los ministros deben ejercer como hombres del Espíritu su servicio para con sus hermanos: «amonestarlos y animarlos "espiritualmente"» (1 R 4,2), es decir, conforme a la acción del Espíritu; «ayudar "espiritualmente" (es decir, como hombres de Espíritu), lo mejor que puedan, al hermano que pecó» (1 R 5,8); proveer a las necesidades materiales «por medio de amigos "espirituales"» (2 R 4,2). El calificativo de «espirituales» atribuido a estos amigos de la Orden, bienhechores que aceptaban ayudar a los hermanos en sus necesidades, debe ciertamente entenderse en su sentido fuerte. También ellos son hombres animados por el Espíritu, que se sienten vinculados a los hermanos y aceptan sustentarlos, pero con el discernimiento que ayudará a los hermanos a no abusar de su generosidad, cosa que los llevaría a ser infieles a su vocación. Del cuidado que tenían los hermanos en considerar a sus bienhechores como guardianes de su fidelidad, tenemos ejemplos en la historia de las primeras generaciones tanto en Francia[3] como en Inglaterra:[4] los hermanos aceptaban por anticipado dejarse expulsar de los terrenos o habitáculos que se ponían a su disposición, incluso de las diócesis que los acogían, si se hacían infieles a su Regla o adquirían alguna propiedad.

7. Los hermanos no han sido reunidos únicamente para constituir una Fraternidad unida «por la caridad del Espíritu»; tienen una misión, una tarea que cumplir. Sin pretender en absoluto estudiar aquí la misión franciscana, anotamos simplemente que deben asumirla también como «espirituales», como hombres animados por el Espíritu. Si se trata de la educación de la fe, darán consejos «espirituales», «según el Espíritu» (1 R 12,3-4: «spirituale consilium»); si se trata de la misión entre los infieles, no se comprometerán en ella sino «por inspiración divina», por la moción del Espíritu de Dios, y a condición de que esa inspiración sea reconocida como auténtica por el discernimiento de los ministros (2 R 12,1; 1 R 16,1-4). Su tarea consistirá bien sea en el simple testimonio de vida evangélica en la humildad, bien sea en la proclamación del Evangelio, con tal que la tarea sea realizada, en cualquier caso, conforme al Espíritu (1 R 16,5: «spiritualiter conversari»). Poco importa finalmente la actividad de los hermanos: trabajo manual para aquellos que han recibido del Señor «la gracia del trabajo», labor teológica para aquellos que son llamados a ella -¿qué más da?-, con tal que «no apaguen en ellos el Espíritu» (1 Tes 5,19) que quiere orar en ellos y consagrar su vida a través de toda actividad temporal a la alabanza de Dios y al servicio de los hombres (2 R 5,1-2; CtaAnt 2).

Esta exigencia es tan primordial que si alguno comprueba que no puede, en el lugar o responsabilidad a que ha sido destinado, «guardar "espiritualmente" la Regla», de conformidad con el Espíritu, tiene el deber grave de recurrir a su ministro, y el ministro deberá acoger su petición con bondad y humildad, aun cuando haya sido presentada de forma agresiva (2 R 10,4-6).

Aquí detenemos nuestra reflexión y búsqueda, que no pretende ser exhaustiva. Ella habrá permitido captar hasta qué punto la Fraternidad franciscana es, para Francisco, un grupo de hombres bajo el señorío del Espíritu: Él es quien los reúne por un mismo entusiasmo hacia el Señor Jesús y su Evangelio; Él es quien inspira la calidad de sus relaciones para que se amen con el mismo amor con que Cristo los amó y ama; en cuanto a la actividad de ellos, no es verdadera más que si, lejos de «apagar el Espíritu», está animada por Él. Se comprende que Francisco haya dado a sus hermanos como consigna suprema para garantizar la autenticidad evangélica de su vida: «Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación en ellos» (2 R 10,8).

A decir verdad, aquí precisamente surgen para nosotros cuestiones candentes. ¿Qué significa «tener el Espíritu del Señor», ser «hermano espiritual», obrar «espiritualmente»? Y también: ¿cuál es el sentido y la eficacia de una vida según el Espíritu?

II. UN DISCERNIMIENTO NECESARIO

Francisco jamás procede de forma teórica. No esperemos de él, por consiguiente, una «definición» del «hermano según el Espíritu». Por el contrario, siendo él un «espiritual que juzga de todo» (1 Cor 2,15), sobresale en describir comportamientos y actitudes y en dar criterios de autenticidad. Así, pues, Francisco nos enseña, mediante una serie de observaciones concretas, lo que es una vida animada por el Espíritu.

Ante su insistencia sobre el Espíritu del Señor, parece que sus hermanos le plantearon ya la cuestión que se impone también a nosotros: ¿Cómo puede conocerse que se tiene el Espíritu del Señor? Sabemos su respuesta tal como se encuentra en la Admonición 12. Pero también otros varios textos contienen elementos preciosos de respuesta. Francisco habla del discernimiento de los espíritus (1 R 17,9-16), de la manera de sacar vida de la Escritura inspirada (Adm 7), de la obediencia que lo somete todo al Espíritu (SalVir 14-15), de la pobreza según el Espíritu (Adm 14), de la caridad del Espíritu (1 R 5,13-18; 7,15), etc.

1. EL «ESPÍRITU DE LA CARNE»

Trataremos de sintetizar esas enseñanzas. Francisco opone gustoso el Espíritu del Señor al «espíritu de la carne» (expresión que manifiesta claramente que la «carne» no es el cuerpo en el sentido actual del término), a la «prudencia de la carne», vinculados a la «sabiduría del mundo».

a) Sin poder ser exhaustivos, vamos a subrayar las características del hombre que vive según el «espíritu de la carne». Se trata del hombre abandonado a su debilidad nativa, a su fragilidad de criatura. Del hombre, también, que es el juguete de su egocentrismo e incluso de su egoísmo. Replegado sobre sí, autosuficiente, este hombre busca en sí mismo su seguridad. La «carne» es lo que encierra al hombre en su «yo». De esta carne dice Francisco que «siempre es opuesta a todo lo bueno» (Adm 12,2), que «es enemiga del alma» (1 R 10,4), que «ciega» a quienes se hacen esclavos de ella (2CtaF 66.69).

El hombre que vive según la carne puede ser exteriormente un hombre muy religioso y un apóstol. Puede, en efecto, «permanecer constante en la oración y en los divinos oficios y hacer muchas abstinencias y mortificaciones» (Adm 14,2). Puede aplicarse al estudio de la Sagrada Escritura para su satisfacción personal y sobre todo para transmitir a otros su mensaje. Pero él no se deja interpelar verdaderamente por la Escritura. Se contenta con interpretar su contenido para los otros y no escapa a la tentación de vanidad por su ciencia, ni a la de sacar de ella provecho material. Su conocimiento, que se queda en puramente exterior, «literal» (un conocimiento de «las solas palabras), lo centra consiguientemente todavía más sobre sí mismo, lo repliega sobre su «yo», en lugar de hacerle encontrar al autor de la Escritura, el Espíritu vivificante. Al encerrarlo en su condición carnal, tanto más peligrosamente por cuanto él se cree un hombre de Dios, lo mata. «Dice el Apóstol: "La letra mata, pero el espíritu vivifica". La letra mata a aquellos que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. También la letra mata a los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino que prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros».[5]

Para resumir, en eso como en todas las cosas, «el espíritu de la carne (es decir, quien es esclavo de su autosuficiencia y de sus tendencias egocéntricas) quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17,11-12; cf. Adm 21,2; etc.). Un tal hombre finalmente no espera nada de Dios. Al contrario que el pobre, él está encerrado sobre sí mismo, extraño a Dios, él que sin embargo parece tan religioso. Al igual que el Evangelio, Francisco saca la conclusión terrible: «Estos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron ya su recompensa"» (Mt 6,2=1 R 17,13).

b) Ahora bien, este «espíritu de la carne», cuya descripción se podría prolongar, destruye la Fraternidad. Puede suceder, en efecto, que la «carne» no obtenga la consideración, esa mezquina «recompensa» (Adm 21), que esperaba de los otros. Entonces nuestro hombre, tan pobre y tan mortificado, «por sola una palabra que parece ser injuriosa para su cuerpo (su querido "yo"), o por cualquier cosa que se le quite, se escandaliza y enseguida se altera».[6] Está siempre dispuesto a acusar a los otros cuando algo le parece una injusticia y a echar sobre los otros la responsabilidad de las propias culpas: «Pero no es así; porque cada uno tiene en su dominio al enemigo, o sea, al cuerpo (el querido "yo", el egoísmo), mediante el cual peca» (Adm 10,2). No sabiendo relacionar el bien con su verdadera fuente que es Dios, «envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él o por él», sin darse cuenta de que con ello «incurre en un pecado de blasfemia» contra el Autor de todo bien (Adm 8).

Se podrían multiplicar los ejemplos, pero bastan los reseñados para mostrar lo que sería la vida de una Fraternidad cuyos miembros, por ser «carnales», replegados sobre sí mismos y sus satisfacciones, fueran quisquillosos, escandalizados y turbados por la menor falta de consideración verdadera o supuesta, siempre dispuestos a echar sobre los demás la responsabilidad de los inevitables incidentes de la convivencia cotidiana, celosos y envidiosos.

2. EL ESPÍRITU DEL SEÑOR

a) Características.- Muy otro es quien tiene el Espíritu del Señor. El primer efecto del Espíritu es introducirlo en la verdad. El Espíritu lo convence de que el hombre por sí mismo, abandonado a sus solas fuerzas, nada puede y de que todo bien que se realiza en él y por él, en los otros y por los otros, viene de Dios, fuente única de todo bien. Tal es la convicción fundamental de Francisco: todo bien procede de Dios, todo bien pertenece consiguientemente a Dios. Ahí es donde se ha de buscar el fundamento de su pobreza «según el Espíritu» (Adm 2,3; 8; 12,2; 28,2; 1 R 17,7.12; etc.).

Como ya hemos anotado, la decisión inicial, común a sus hermanos y a Francisco mismo, de tomar a Jesús como el Señor de su vida, y todas las acciones en las que esta decisión se actualiza a lo largo de la existencia, pertenece al Espíritu Santo (Adm 8,1). Todas las virtudes que aseguran nuestra fidelidad al Señor vienen igualmente de Él: «¡Salve también todas vosotras, santas virtudes, que, por la gracia e iluminación del Espíritu Santo, sois infundidas en los corazones de los fieles, para hacerlos, de infieles, fieles a Dios!» (SalVM 6).

Por esta razón, el criterio fundamental que permite reconocer si se tiene el Espíritu del Señor es el que da Francisco en la Admonición 12: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres». El Espíritu del Señor, en efecto, le hace acordarse de lo que sería sin la misericordia del Señor y le recuerda cuán poco generosamente coopera en la acción del Señor. Así ocurrió con Francisco: «Padre, ¿en qué concepto te tienes?», le preguntó el hermano Pacífico, después de haber visto en sueños el trono de un ángel reservado para el Pobrecillo. Éste respondió: «Me parece que soy el más grande de los pecadores, porque, si Dios hubiese tenido con un criminal tanta misericordia como conmigo, sería diez veces más espiritual que yo» (2 Cel 123) y «más agradecido» (2 Cel 133).

Quien tiene el Espíritu del Señor, pues, podrá también beber la vida en la Escritura: no se atribuirá ya sus conocimientos para envanecerse, ni para buscar ventajas personales en la transmisión de su saber y permanecer con ello todavía encerrado sobre sí mismo (¡para muerte suya!). Consciente de que puede beber, sin mérito de su parte, en la fuente de una sabiduría que lo sobrepasa, y lleno de gratitud hacia quien le permite saciar su sed en ella, pondrá en práctica la Palabra para ser vivificado por el Espíritu que la inspira y para llevar a otros a esta fuente de vida: «El Espíritu de la divina letra vivifica a quienes no atribuyen al "cuerpo" (a su valor personal) toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,4).

¡La carne «siempre es opuesta a todo lo bueno»! Quien tiene el Espíritu del Señor, por tanto, se deja enseñar por Él cómo ha de comportarse con ella: «El Espíritu del Señor quiere que la "carne" (el "yo" egoísta) sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta» (1 R 17,14). La obediencia verdadera, que tiene como meta la docilidad al Espíritu, está pues sujeta a la misma exigencia: «La santa obediencia confunde a todos los quereres corporales y carnales; y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al Espíritu y para obedecer a su hermano» (SalVir 14-15). A propósito de este texto, se podría señalar el matiz propio de «cuerpo» en relación con «carne». El cuerpo designa el «ser-en-el-mundo», la manera -espontáneamente demasiado a menudo egoísta- de situarse ante los hombres y las cosas y de entrar en relación con ellos. Francisco quiere pues decir en ese texto que la «santa obediencia» mortifica esta búsqueda de nosotros mismos en la relación con los seres y las cosas, para que obedezcamos al Espíritu de amor, y, añade de forma significativa, «al hermano». Prosigue incluso: «Y lo sujeta y somete a todos los hombres que hay en el mundo; y no sólo a los hombres, sino aun a todas las bestias y fieras, para que, en cuanto el Señor se lo permita desde lo alto, puedan hacer de él lo que quieran» (SalVir 15-18).

Se trata, por tanto, de despreciar todo egocentrismo en el ámbito relacional, para abrirse, en la docilidad al Espíritu de amor, a la comunión universal. Y ésta no es posible sin una actitud de acogida, de respeto y de sumisión al otro, quienquiera que sea y cualquiera que sea su comportamiento. Tal es también el criterio de la pobreza auténtica, que no consiste primeramente en hazañas ascéticas o elevaciones místicas: «Es de verdad pobre de espíritu quien se odia a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla» (Adm 14,4). La verdadera pobreza abre al Espíritu de amor de ese Señor que murió perdonando a sus verdugos (a cada uno de nosotros) y que nos exige el amor a los enemigos como signo último del seguimiento de sus huellas.

b) Aquellos que son así de dóciles al Espíritu, entran en el juego de este Espíritu que trabaja en la edificación de la Fraternidad según el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo os he amado».

Puesto que la acción de Dios es primera y que Dios es el Señor, es decir, quien obra soberanamente en la Fraternidad según su propio designio, los «hermanos según el Espíritu», respetuosos con la libertad de acción del Señor, no buscan hacerse ver con la ostentación de sus conocimientos o de sus virtudes: dejan al Altísimo mismo el cuidado de manifestar, cuando y a quien le plazca, las obras que Él realiza en ellos, sus siervos (Adm 21 y 28).

No admiten ya en sí mismos las reacciones características del «espíritu de la carne»: envidia mutua, turbación por las eventuales faltas de consideración o ante el pecado ajeno o a causa de la pérdida de un puesto relevante, descarga sobre los otros de la responsabilidad de las faltas cometidas, etc. (Adm 8,14; 11,2-3; 27,2; 1 R 5,10; 2 R 7,3; Adm 4,3; 10). Por el contrario, buscando siempre admirar la obra del Señor en sus hermanos, sabrán «tratarse espiritual y amorosamente»; y, ante los defectos inevitables y las divergencias de temperamento o de opinión, no cederán a la tentación de la «murmuración», del enredo, que expresa una voluntad «carnal» de imponer los propios puntos de vista (1 R 7,15).

Así, «interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo», podrán todos juntos «seguir las huellas del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 51), en su obediencia de amor. He ahí cómo la Fraternidad franciscana puede ser unida por el lazo que caracteriza su originalidad evangélica tal como lo habíamos anunciado (cf. más arriba I, 4): «Por la caridad del Espíritu, sírvanse y obedézcanse los hermanos unos a otros de buen grado: ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,14-15). Este lazo consiguientemente no es otro que la actitud misma de Cristo reproducida en cada hermano bajo la acción del Espíritu Santo. Y comprendemos que semejante lazo, que une a los «hermanos según el Espíritu», debe superar en solidez y en delicadeza el amor natural más fuerte: el de la madre a su hijo (cf. 1 R 9,10-11; 2 R 6,7-8).

III. UNA FRATERNIDAD EN EL CORAZÓN
DEL MISTERIO DE LA IGLESIA

Francisco nos ha permitido discernir cuándo somos esos «hermanos espirituales» que dejan al Espíritu Santo ser el Ministro general de la Orden. Queda una cuestión: ¿Dónde quiere llevarnos el Espíritu del Señor? ¿Cuál es el sentido -y el efecto- de una vida fraterna según el Espíritu?

Francisco nos da la mejor respuesta en un texto de la Carta a todos los fieles.[7] Si bien él se dirige en ese pasaje «especialmente» a los «religiosos», tiene la mira puesta, si no en todos los fieles indistintamente, al menos en todos aquellos que están vinculados con el movimiento del que había sido el iniciador. Para Francisco no hay dos principios de vida cristiana que caracterizarían, oponiéndolas, la «vida en el mundo» y la vida de aquellos que han «dejado el mundo» (cf. Test 3; 1 R 22,9). Por el contrario, unos y otros deben oponerse al espíritu de la carne: «No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino, más bien, sencillos, humildes y puros. Y hagamos de nuestros "cuerpos" objeto de oprobio y desprecio, porque todos por nuestra culpa somos miserables y podridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: "Soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección de la plebe" (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar "sujetos a toda humana criatura por Dios" (1 Pe 2,13)» (2CtaF 45-47). Por tanto -y nosotros lo sabemos ya-, conscientes de que, si permanecemos abandonados a nosotros mismos, somos seres incapaces de todo bien e incluso podridos por nuestra culpa -añade aquí Francisco-, debemos evitar la sabiduría y la prudencia que nos dicta espontáneamente nuestra condición «carnal»: todo lo que exalta nuestro «yo» autosuficiente y reivindicativo. No se puede llegar ahí más que tratando a ese «yo» rudamente, con «oprobio y desprecio». Pero recordemos la Admonición 14, sobre la pobreza «de espíritu». Francisco no insiste en las proezas ascéticas ni en las maceraciones corporales. ¡Es en la relación con el prójimo donde se revela el fondo del hombre! Además, encontramos aquí, en oposición a una actitud de «sabiduría y prudencia según la carne», la decisión de no querer nunca prevalecer sobre los otros, sino de tener respecto a ellos la actitud de servicio y de sumisión, característica de la «caridad según el Espíritu» (cf. 1 R 5,14). Tal es el camino de la transparencia a la acción de Dios, el camino del ser «sencillo, humilde y puro».

Francisco prosigue: «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, "se posará el Espíritu del Señor" (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf. Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (cf. Mt 5,45), cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt 12,50). Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo (cf. Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,20) por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros (cf. Mt 5,16). ¡Oh, cuán glorioso, santo y grande es tener en el cielo un Padre! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable es tener un tal Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal Hermano e Hijo! El cual dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros, diciendo... » (2CtaF 48-56).

¡Qué capacidad de admiración incesantemente renovada, en Francisco, por la maravilla de la intimidad que el Espíritu le permite vivir con Cristo y, por Él, con el Padre! ¡Francisco no sale de su asombro! La alabanza maravillada, rasgo característico de su oración, manifiesta hasta qué punto Francisco se había dejado atrapar por el Espíritu.

La intimidad con los Tres que son Dios, tal como el Pobrecillo la canta aquí, no presupone ninguna condición inaccesible en la vida más ordinaria: reclusión en el claustro, técnicas elaboradas de ascética, métodos de oración y quién sabe cuántas cosas más. Requiere, como hemos visto, una abnegación exigente, pero susceptible de ser vivida en cualquier circunstancia, tanto por el hermano que está en el eremitorio como por el que vive en una Fraternidad expuesta a todos los requerimientos de los hombres, tanto por el «religioso» como, en definitiva, por el fiel que permanece «en el mundo». Además, las relaciones con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, aquí descritas, denotan en la tradición cristiana la más elevada vida mística. Francisco mismo celebra las grandezas de María en términos del todo semejantes: «Santa María Virgen, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo...».[8]

Quienquiera que viva según el Espíritu en simplicidad, humildad, pureza, servicio y sumisión a todos, es igual que los más grandes místicos. Esto es una verdadera revolución en la historia de la espiritualidad. Recordemos lo que decía Francisco: «El Espíritu Santo, que es el Ministro general de la Orden, se posa igual sobre el pobre y sobre el rico» (2 Cel 193).

Así, los hermanos que, bajo la inspiración divina, se esfuerzan en la simple pero difícil tarea de vivir en la irrelevancia de la existencia diaria según el Espíritu y no según la carne, son introducidos en las relaciones más personales con la santísima Trinidad. El Espíritu Santo se posa sobre ellos como sobre el Hijo único de Dios y hace de su Fraternidad su propio Templo. De esta manera, ellos se convierten en hijos de Dios, porque pueden como el Hijo predilecto entrar, por la fuerza del Espíritu, hasta tal punto en la acción incesante de Dios que realizan, ya no proyectos egocéntricos (que harían estallar su Fraternidad), sino las obras del Padre. Son hijos de Dios, según expresión de san Juan que repite san Francisco, aquellos que hacen las obras de Dios. Serían igualmente, dice Francisco, hijos del diablo aquellos que realizaran las obras del diablo, cegados por aquel que inspira la sabiduría del mundo y de la carne (2CtaF 63-69).

Una Fraternidad de hermanos espirituales o según el Espíritu está asimismo unida de la forma más vital a Cristo: todos sus miembros son hermanos de Cristo por el Espíritu, como acabamos de ver. Además, participa íntimamente en el misterio de la Iglesia, misterio esponsal y maternal. En tal Fraternidad se actualiza el objetivo de la venida de Cristo «que amó a la Iglesia y se entregó por ella... a fin de presentársela a Sí (como una esposa) gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable» (Ef 5,25-27). Francisco veía así las cosas: «Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo» (2CtaF 51). Más todavía: en esta Fraternidad se actualiza la maternidad de la Iglesia, representada por la de María: como María, por la fuerza del Espíritu Santo, prolongó el nacimiento eterno del Verbo de Dios en un nacimiento temporal que hizo del Hijo de Dios nuestro hermano, así se le da a esta Fraternidad, por la fuerza de ese mismo Espíritu, prolongar este nacimiento temporal por el alumbramiento de Cristo en cada hermano.

En tales condiciones, ¿cómo no estar dispuestos a pagar el precio de este deseo que debe superar en nosotros cualquier deseo?: «Aplíquense a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación, (y gracias a este Espíritu) orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan» (2 R 10,8-9).

Los hermanos en el Espíritu forman una Fraternidad unida por el vínculo más fuerte: el alumbramiento diario y mutuo de Cristo en cada uno por la vida que cada uno lleva en la docilidad al Espíritu. Ahí está el sentido último de la actitud materna que debe caracterizar las relaciones entre hermanos. Juntos, ellos se hacen crecer «hasta que todos alcancen la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

La Fraternidad, cuyo Ministro general es el Espíritu Santo, está verdaderamente en el corazón del misterio de la Iglesia.

N O T A S:

[1]2 Cor 3,17. Cf. S. Verhey, Der Mensch unter der Herrschaft Gottes nach dem hl. Franziskus von Assisi, Düsseldorf 1960, pp. 33-34 y n. 27; el A. resume las principales interpretaciones posibles de la frase de la Adm 5,1. Creemos que, cuando menos, la interpretación que proponemos es también posible.

[2] 1 R 2,4. Aquí, como en el conjunto de los escritos de Francisco, espiritual, espiritualmente... «spiritualis», «spiritualiter»..., se han de entender en el sentido fuerte de «según el Espíritu», «en el Espíritu»...

[3] En el privilegio concedido a los hermanos de Salon (1233), el obispo de Arlés determina que su autorización deberá ser tenida como anulada desde el día en que la observancia de la Regla se relaje, por ejemplo, por el simple hecho de llevar calzado sin necesidad; cf. Gratien de París, Historia de la fundación y evolución de la Orden de Frailes Menores en el s. XIII, Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1947, p. 125, nota 24.

[4] Respecto a la fundación de Reading, cf. el documento reproducido en A. G. Little, Tractatus Fr. Thomae v. d. de Eccleston, De adventu Fratrum Minorum in Angliam, p. 171.

[5] Adm 7,13. Cf. el comentario hecho a esta Adm por K. Esser, «Al saber siga el bien obrar», en Selecciones de Franciscanismo Vol. VIII, n. 23 (1979) 258-264.

[6] Adm 14,3. Habría que poner de relieve todo lo que Francisco dice de la turbación como indicio de un ser todavía carnal y, consiguientemente, cegado por el adversario: Adm 4; 11,2-3; 27,2; 1 R 5,10; 10,7; 2 R 7,3.

[7] 2CtaF 45-4G. Nos permitimos rehacer aquí un análisis muy cercano al que ensayamos en La experiencia de la Fraternidad en san Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, Vol. VII, n. 19 (1978) 113-114. El presente estudio debería aportar el fundamento de lo que expusimos entonces.

[8] OfP Ant; cf. M. Steiner, San Francisco y la Virgen María, en Selecciones de Franciscanismo, Vol. X, n. 28 (1981) 53-65.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 31 (1982) 75-88]

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