DIRECTORIO FRANCISCANO
ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS

SANTA CLARA DE ASÍS EN SUS ESCRITOS
III. LA REGLA DE SANTA CLARA
Y SU BENDICIÓN

por César Vaiani, OFM

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A) LA REGLA DE SANTA CLARA

A diferencia de lo que hemos hecho con el Testamentoy haremos después con la Bendición, no realizaremos una lectura completa de la Regla, sino que nos limitaremos a algunas observaciones. Por el momento, al acercarnos a este texto, es justo plantear una premisa: para las Clarisas la Regla tiene un valor algo distinto del valor de los demás escritos de santa Clara, de igual forma que la Regla bulada de Francisco lo tiene para nosotros los hermanos menores. Este valor diverso se debe al hecho de que estos textos, tal como los conservamos, no son ya sólo escritos de santa Clara o de san Francisco, sino documentos de la Iglesia (insertados en una Bula pontificia), y en la profesión nos hemos comprometido solemnemente a observarlos.

Creo que es importante tener presente este valor particular que reviste la Regla para nosotros: no es simplemente un documento inspiracional, sino que es nuestra Regla. Por tanto, si por una parte, en cuanto escrita por Francisco o por Clara, es legítimo ponerla en el mismo nivel que los demás escritos, por otra, sin embargo, esto no es correcto para nosotros. No hemos profesado las Admoniciones o el Cántico de las criaturas, sino la Regla: ¡la diferencia no es poca!

Las nuevas generaciones de hermanos (me refiero a ellos, pues los conozco mejor que a las Clarisas) quizá corran el riesgo de perder de vista este valor «normativo» de la Regla, y de leerla sólo como uno de los escritos de san Francisco, y esto como reacción contra la lectura de la Regla hecha exclusivamente desde el punto de vista de los preceptos, las obligaciones y las libertades, lectura que fue abandonada hacia finales de los años sesenta. Sin embargo, como sucede a menudo, la reacción ha llevado quizá al extremo contrario: considerar la Regla sólo como un texto «espiritual», en el sentido de «poco concreto», y no como normativo de nuestra vida. No era ese el modo en que Francisco leía la Regla, lo sabemos... Por consiguiente, es importante para nosotros contemplar a Francisco, y volver a leer la Regla siguiendo su ejemplo.

VIDA - REGLA - VIDA

Puede ser oportuno apuntar aquí alguna consideración general sobre el nacimiento de las Reglas y su significado en la vida consagrada.

En primer lugar es necesario recordar que una Regla no puede nacer únicamente de la cabeza, en la mesa del despacho: siempre viene primero la vida y después sigue la Regla; no a la inversa. Puede objetarse que primero viene la inspiración y después la vida, y es verdad, pero también lo es que sólo después de que la inspiración ha pasado concretamente a la vida, ésta se codifica y cristaliza en una Regla, y en este momento la Regla, a su vez, se convierte en «formadora» de vida.

Podemos resumir todo esto diciendo que se trata de una relación circular: «vida - Regla - vida».

En la Regla no bulada de san Francisco, por ejemplo, varios estudios han demostrado que el texto que poseemos se ha formado por una serie de «estratificaciones» y añadidos sucesivos -a menudo muy visibles- que se remontan a épocas diversas. Esto es debido sencillamente al hecho de que en cada Capítulo los hermanos reunidos se comunicaban una experiencia de vida cada vez más rica, una experiencia de vida que crecía en torno a la intuición, al carisma original, y que después era fijada en la Regla, que de esta forma iba creciendo con sucesivos añadidos. En cierto modo esto es verdad también para la Regla de Clara, redactada -como veremos- después de cuarenta años pasados en San Damián, por tanto después de una larga experiencia y práctica de vida. Esto hace que el texto sea más precioso, porque no es sólo de Clara, sino también de toda la primera comunidad, de igual forma que la Regla de los hermanos no es sólo de Francisco, sino de toda la fraternidad juntamente con él. Y finalmente se añade la intervención de la Iglesia.

Los tres elementos fundamentales de nuestras Reglas son, pues: Francisco (o Clara), la fraternidad con toda su experiencia y la Iglesia, representada aquí particularmente por el Cardenal Hugolino. Todo ello confiere una extraordinaria riqueza al texto, que verdaderamente contiene todos los elementos para hacer de ella criterio de inspiración para todos aquellos que vendrán después.

* * *

Al acercarnos ahora a la Regla de Clara, es útil tener presentes otros tres textos: la Regla bulada de Francisco, la Regla de san Benito y las Constituciones de Hugolino: ellas forman una especie de constelación en torno a la Regla de Clara, en el sentido de que existen referencias evidentes, ecos y también citas explícitas. La primera impresión que se tiene tras una lectura rápida de la Regla es la de una dependencia explícita de la Regla bulada de Francisco.[1] En una lectura más atenta, sin embargo, emerge una vida, un núcleo autónomo de Clara, que ella cree conveniente exponer con el esquema, y sobre todo a través de los textos, de la Regla bulada: estos textos le son útiles tanto por ser la Regla de Francisco, como por ser un texto ya aprobado por la Iglesia, lo que constituye para Clara un apoyo importante. Por tanto, si bien es evidente que la Regla de Clara «sigue» la Regla bulada, debe afirmarse no obstante que no deriva de ella. La diferencia es tal vez un poco sutil, pero es importante. Con otras palabras, no se puede decir que Clara ha tomado la Regla de Francisco y la ha traducido para las mujeres.

ALGÚN ELEMENTO HISTÓRICO
PARA COMPRENDER EL CONTEXTO

La Bula del Papa Inocencio IV, que sella la aprobación de la Regla, está fechada el 9 de agosto de 1253, dos días antes de la muerte de Clara. Sin embargo, la redacción del texto había concluido al menos un año antes, porque la Bula del Cardenal Rainaldo, con una primera confirmación, está fechada el 16 de septiembre de 1252. Si consideramos como fecha de partida de la redacción de la Regla el año 1247 (que, como veremos, es el año en que se propone e impone a los monasterios de las Damas Pobres la Regla de Inocencio IV), los años de la composición del texto resultan ser los comprendidos entre 1247 y 1252. Esto no quiere decir que en esos años Clara se lo inventase ex novo: en este período lo escribe, pero ciertamente en ellos confluye toda la experiencia de cuarenta años de vida vividos en San Damián, cuarenta años de vida en los que se habían sucedido varias Reglas, con una sucesión de eventos que queremos recordar brevemente.

En el primer período, como atestigua Clara (TestCl 33-35), en San Damián se vivía según la «forma de vida» dada por Francisco a Clara y a las hermanas, acompañada de algunas otras sencillas indicaciones, todas de Francisco. En apoyo de este primer «núcleo» de la vida de la comunidad de San Damián, encontramos muy pronto (según la datación tradicional, al menos desde 1216) el Privilegio de la pobreza, como fundamento también jurídico. En los años inmediatamente siguientes se sitúa la intervención del Cardenal Hugolino, a quien el Papa había encargado el cuidado de todos los movimientos religiosos femeninos que iban apareciendo en aquellos años, con características bastante comunes, no sólo en Italia central y septentrional, sino también en Bélgica, en Flandes; se trataba de mujeres que habitaban juntas para «vivir religiosamente», especialmente firmes en practicar la pobreza según el Evangelio, viviendo del propio trabajo, a veces dedicándose a formas de asistencia, en otros casos viviendo como mujeres reclusas. Muchas de estas formas de vida permanecían como movimientos locales, con características propias ligadas a las personas que los componían y a diversos acontecimientos. Algunos de estos grupos pedirán después ser «informados» por Clara y por sus hermanas: estos grupos, pues, tenían ya en sus espaldas una pequeña historia propia, que no será olvidada ni siquiera cuando se reúnan en torno a la referencia común que es la vida de San Damián.

Con respecto a ese «florecimiento» de nuevas comunidades femeninas, la Curia romana manifestó su voluntad de una cierta uniformidad. En este sentido es fundamental la obra del Cardenal Hugolino, que fue sobre todo un trabajo de unión entre estos diversos grupos religiosos femeninos, con el objetivo de uniformarlos, o al menos de disciplinar su vida, proponiendoles a menudo el modelo ejemplar de San Damián. Hugolino llevó a cabo una actuación inteligente, que puede considerarse expresión y continuación de la llamada «política» de Inocencio III, quien, a diferencia de los papas precedentes, se mostró muy abierto en la relación con los movimientos evangélicos o pauperísticos: pensaba que no se debía condenarlos indiscriminadamente, sino al contrario acogerlos en el interior de la Iglesia, aunque organizando su presencia. Ésta fue su postura también ante Francisco, y, de igual forma, la actitud de Hugolino ante el movimiento femenino: apertura y atención, pero también intervención unificadora.

Expresión de esta línea de acción son las llamadas Constituciones de Hugolino, de 1218-1219, propuestas por él tanto para San Damián como para otros grupos. Frecuentemente este texto es llamado «Regla» de Hugolino, y en efecto se encuentran allí todos los elementos constitutivos de una verdadera y efectiva Regla; pero la definición correcta es la de «Constituciones»: el Concilio Lateranense IV de 1215, en efecto, había prohibido nuevas Reglas para las Órdenes religiosas, por lo que también las normas de Hugolino tuvieron que relacionarse jurídicamente con una de las Reglas ya aprobadas, que es la de san Benito, citada expresamente.[2]

Las Constituciones de Hugolino tienen como objetivo la organización de la vida regular, y desde las primeras líneas se preocupan de subrayar el deber, para quien quiera emprender la vida religiosa, de observar una ley y una disciplina, explicitando la primera y fundamental norma de la clausura:

«Todas aquellas, pues, que, abandonando y despreciando la vanidad del siglo, quisieran abrazar vuestra religión y vivir en ella, es preciso y conveniente que observen fervorosamente esta ley de vida y disciplina. Deberán permanecer encerradas todo el tiempo de su vida; y, una vez que hubieran ingresado en la clausura de esta religión y asumido el hábito religioso, no se les concederá licencia ni facultad para salir de ella en adelante, a no ser que quizá algunas sean trasladadas para plantar o edificar en otro lugar este género de vida religiosa. Y al morir, tanto las hermanas como las externas que hubieren profesado, serán inhumadas dentro de la clausura, como conviene».[3]

De entrada se propone, pues, una clausura que dura no sólo en vida sino incluso después de la muerte. Después de esta «premisa» fundamental, Hugolino pasa a tratar del Oficio divino, de la relación con los extraños, del ayuno, de la abstinencia, del cuidado de las enfermas, de los vestidos, de los servicios religiosos, del visitador de las monjas, de la portera y de la custodia de la puerta. Se trata, pues, de una serie de observancias; nadie se asombra de que, sobre una cuestión muy debatida, como la de la pobreza, Hugolino se abstenga de dar indicaciones precisas, de tal forma que sus Constituciones podían ser adoptadas tanto por una comunidad que no quisiera posesiones, como por una que sí quisiera posesiones.

En San Damián, por tanto, desde 1219, a la «forma de vida» y al Privilegio de la pobreza, se añaden estas Constituciones dadas por Hugolino, para la concreta organización de algunos aspectos de la vida monástica, y a ellas, al menos formalmente, se asocia la Regla de san Benito como fundamento jurídico de la profesión religiosa. De todo este complejo, que a nosotros puede resultarnos un poco confuso, Clara parece satisfecha, por cuanto le es asegurado lo que más desea en su corazón: vivir la forma de vida en altísima pobreza en el seno de la santa Iglesia.

Mientras tanto los años pasan (más de 25 años) y llegamos al 1245, año en el que el papa Inocencio IV aprueba con Bula las Constituciones de Hugolino: desde este momento ellas se convierten en Regla aprobada, y no tienen ya necesidad de apoyarse en la Regla de san Benito. Dos años después, en 1247, Inocencio IV escribió él mismo una nueva Regla para todas las «monjas reclusas de la Orden de San Damián». Esta vez, sin embargo, Clara no está de acuerdo. Si, por una parte, esta Regla tenía la ventaja de reconocer oficialmente la relación institucional de las Hermanas con la Orden de los Hermanos Menores (y sabemos cuánto lo deseaba Clara), por otra parte, sin embargo, se situaba contra el ideal de la altísima pobreza. De hecho, encontramos en el capítulo XI lo siguiente:

«En relación con esto, séaos lícito recibir y tener en común y retener libremente rentas y posesiones. Y para administrar del modo debido tales posesiones, haya en cada uno de los monasterios de vuestra Orden, siempre que pareciere conveniente, un procurador fiel y prudente, que deberá ser instituido y removido por el visitador según mejor le pareciere».[4]

Tal disposición era exactamente lo contrario de lo que Clara había mantenido y defendido durante toda su vida: ¿cómo podía aceptarlo pasivamente? En esta grave circunstancia es cuando podemos suponer que Clara tomó la decisión de comenzar a redactar su Regla. Decir que en esta Regla confluye toda su experiencia, significa decir también que en ella confluyen los elementos de las Reglas que habían sido observadas hasta entonces en San Damián: elementos que Clara retoma con libertad, insertándolos dentro de su proyecto, en armonía con su ideal, con su vocación específica. La mera iniciativa de escribir una Regla alternativa a la que el Papa le había dado, demuestra su gran libertad, su gran fortaleza, fruto de una inquebrantable confianza en el Señor y de una conciencia limpia y fuerte de la propia vocación y de su propio papel.

COTEJO DE ALGUNOS PASAJES DE LA REGLA
CON OTROS TEXTOS

Para captar algo del espíritu de Clara y de su originalidad evangélica, me parece interesante comparar, a modo de ejemplo, algunos fragmentos de su Regla con los otros textos de los que ya hemos hablado.

El comienzo de la Regla

Francisco comienza su Regla con estas palabras:

«La regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad. El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores» (2 R 1,1-3).

Por su parte, Clara dice:

«La forma de vida de la Orden de las Hermanas Pobres, instituida por el bienaventurado Francisco, es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad. Clara, sierva indigna de Cristo y plantita del beatísimo padre Francisco, promete obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores elegidos canónicamente, y a la Iglesia romana. Y así como al principio de su conversión, a una con sus hermanas, prometió obediencia al bienaventurado Francisco, de la misma manera promete a sus sucesores observar de modo inviolable idéntica obediencia. Y las demás hermanas estén siempre obligadas a obedecer a los sucesores del bienaventurado Francisco, a la hermana Clara, y a las demás abadesas, que, canónicamente elegidas, le sucedieren» (RCl 1,1-5).

Es evidente el paralelismo entre los dos textos, pero también lo es la libertad de Clara para expresar su personal identidad e historia. Ella mantiene la expresión más antigua de «forma de vida», allí donde Francisco dice «regla y vida», y afirma a continuación que aquélla fue «instituida por el bienaventurado Francisco»; luego reproduce literalmente el corazón del texto, la observancia del santo Evangelio, mientras que vuelven a aparecer las variantes cuando Clara se define a sí misma como «plantita del beatísimo padre Francisco», y cuando en la declaración de obediencia al Papa y a la Iglesia romana añade la obediencia a Francisco y a sus sucesores, con un comentario autobiográfico, «como al principio de su conversión», que es bastante singular en una Regla.

A propósito de las túnicas

«Después, cortados los cabellos en redondo y dejado el vestido seglar, concédanle tres túnicas y el manto» (RCl 2,12).

Nos encontramos ante una variante introducida por Clara tanto respecto a la Regla de Hugolino como a la Regla de Inocencio, en las que estaban previstas dos túnicas para cada hermana. Ya que conocemos bien lo apasionada que era Clara de la pobreza, este caso, simple pero indicativo, nos hace reflexionar sobre su criterio de pobreza...

Extendamos el cotejo a la Regla bulada:

«Y los que ya han prometido obediencia, tengan una túnica con capucha y otra sin capucha los que quieran tenerla... Y todos los hermanos vistan ropas viles y puedan, con la bendición de Dios, remendarlas de sayal y de otros retales. Amonesto y exhorto a todos ellos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo» (2 R 2,14.16-17).

Clara, aun siguiendo en el fondo el texto de Francisco, no copia lo que él dice acerca de los retales y la forma de vestirse (tal vez no le gustaban los retales). Sin embargo conserva el espíritu que subyace en las normas de Francisco, es decir «los hermanos vistan ropas viles»:

«Y por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobrísimos pañales y reclinado en el pesebre, y de su santísima Madre, amonesto, ruego y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de vestiduras viles» (RCl 2,25).

Vestir vestiduras viles aquí viene acompañado de la referencia al Niño Jesús y a María, contemplados en la pobreza del pesebre: Clara expresa su propia intuición, sin sentirse atada al texto de Francisco, aunque captando plenamente su espíritu.

Las salidas del monasterio

«Y, en adelante, no se le permita salir fuera del monasterio sin una causa útil, razonable, manifiesta, que merezca aprobación» (RCl 2,13).

También en este punto Clara se distancia tanto de la Regla de Hugolino como de la Regla de Inocencio, según las cuales no existe ningún motivo válido para salir del monasterio exceptuado el caso de una fundación. Clara, por su prolongada experiencia de vida en San Damián, muestra una vez más su autónoma intuición y su humanidad, verdaderamente evangélicas y completamente femeninas, al comprender y prever que puedan existir otros casos y otras necesidades.

Los regalos

«Y si los parientes u otras personas le mandan (a una hermana) algo, haga la abadesa que se lo entreguen. Y si ella tiene necesidad, podrá utilizarlo; y si no, compártalo caritativamente con la hermana que lo necesite» (RCl 8,9-10).

La Regla de san Benito preveía que cualquier regalo que fuese enviado a un monje, debía dárselo al abad, el cual debía disponer de él según las necesidades (cf. Regla de san Benito, 54). Clara no asume esta norma, sino que propone otra: será la monja misma que recibe un regalo quien podrá compartirlo caritativamente con las otras hermanas: es distinto. Esta forma de actuar expresa una actitud de serena confianza en la responsabilidad de cada hermana en el compartir fraterno, lo que nos remite al discurso más amplio de la corresponsabilidad, como luego veremos.

El dinero

«Pero si le envían dinero, la abadesa, con el consejo de las discretas, procure proveerla de lo que necesite» (RCl 8,11).

Esta normativa de Clara se distancia bastante de la de Francisco: el uso del dinero, que era firme y absolutamente prohibido en la Regla bulada (2 R 4,1-3), aquí es considerado legítimo en algunas circunstancias. No creemos que Clara permitiera venir a menos en la pobreza. Se puede pensar razonablemente que el peligro que Francisco veía en el uso del dinero para sus hermanos que iban por el mundo, no subsiste para las hermanas que viven dentro del monasterio. Pero sobre todo hay en Clara una actitud muy sana y realista en relación con el dinero, que tal vez manifiesta incluso una mayor madurez que la del mismo Francisco... De hecho, mientras Francisco mantiene un rechazo casi físico ante el dinero, la postura de Clara parece más equilibrada, y, aun en la pobreza abrazada, sabe tener en cuenta con concretez femenina las necesidades de las hermanas.

El ayuno

«Las hermanas ayunen en todo tiempo. Pero pueden tomar dos refecciones en la Navidad del Señor, sin que importe el día en que cayere. Las jovencitas, las débiles y las que sirven fuera del monasterio sean dispensadas con misericordia, según pareciere a la abadesa. Con todo, en tiempo de manifiesta necesidad no estén obligadas las hermanas al ayuno corporal» (RCl 3,8-11).

Aquí encontramos, por una parte, un mayor rigor respecto a Francisco (2 R 3,5-9), pero, por otra, una mayor flexibilidad en la dispensa respecto a la Regla de Hugolino. Sabemos que en San Damián, con el correr de los años, se había ido reduciendo aquel rigor «loco y desesperado» de los primeros tiempos, tanto en el caso personal de Clara -por las intervenciones de Francisco y del obispo de Asís-, como en el estilo comunitario (cf. Proceso 4,5; 3CtaCl 29-41). También estas normas son el resultado de una experiencia de vida: por eso, a diferencia de las de Hugolino, son tan equilibradas y humanas, manteniendo su radicalidad.

El silencio

«Las hermanas, excepto las que sirven fuera del monasterio, guarden silencio desde la hora de completas hasta la de tercia. Igualmente, observen siempre silencio en la iglesia, en el dormitorio y en el refectorio durante las comidas; se exceptúa la enfermería, en que las hermanas podrán hablar con discreción cuando sea para solaz y en servicio de las enfermas. Sin embargo, siempre y en todas partes pueden insinuar brevemente y con voz queda cuanto sea» (RCl 5,1-4).

Otro tanto podemos decir respecto al silencio. De la Regla de Clara emerge, sin duda, una ratificación importante de su valor, pero de nuevo con una mayor elasticidad y ductilidad que en la Regla de Hugolino, de ordinario muy taxativa, pues no se podía hablar nunca, excepto en la enfermería. El añadido importante de Clara se encuentra sobre todo en el «sin embargo, siempre y en todas partes pueden insinuar brevemente y con voz queda cuanto sea». Es el buen sentido de Clara: la norma es dada como norma general, pero ante las necesidades -que sabiamente son tenidas en cuenta- ella no quiere obligar a recurrir, como en algunos usos monásticos, a extraños lenguajes de signos, con tal de no faltar al silencio; prevé con mucho mayor sentido práctico que se pueda comunicar lo necesario, brevemente y con voz queda: así no se pierde el clima de silencio, y al mismo tiempo no se hace del silencio una especie de ídolo intocable.

Atención a la «disensión y división»

Francisco dice en su Regla:

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo, difamación y murmuración» (2 R 10,7).

Clara repite literalmente la misma exhortación:

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo, difamación y murmuración, disensión y división» (RCl 10,6).

Adviértase, no obstante, el añadido final que, precisamente por ser tan breve, es muy significativo: son sólo dos palabras, pero conscientes, como para subrayar algo importante que faltaba en el texto de Francisco. «Disensión y división»: peligro gravísimo para aquellas que son llamadas a vivir «en santa unidad» (Bula del papa Inocencio, 16). De hecho, Clara continúa diciendo:

«Por el contrario, muéstrense siempre celosas por mantener entre todas la unidad del mutuo amor, que es vínculo de perfección» (RCl 10,7).

«Adhiérete a su dulcísima Madre»

«... guardemos la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre y el santo Evangelio que firmemente prometimos» (RCl 12,13).

Esto escribe Clara allí donde Francisco se limita a «la pobreza, la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 12,4). La referencia a la Virgen María, junto a su Hijo, como modelo perfecto de pobreza y humildad, es para Clara de una importancia vital. Es una referencia que plasma profundamente el modo de ser de las hermanas dentro de la familia franciscana.

No descuidemos a la hermana «más pequeña»

Otro ejemplo de variante añadida por Clara, tal vez marginal, pero muy simpática, se encuentra en el tema de los capítulos:

«La abadesa llame a sus hermanas a capítulo al menos una vez cada semana. En él, tanto ella como las hermanas deben acusarse humildemente de las ofensas y negligencias comunes y públicas. Y delibere en el mismo capítulo con todas sus hermanas sobre los asuntos a tratar para utilidad y decoro del monasterio, pues muchas veces el Señor revela a la que es menor lo que es más conveniente» (RCl, 4,15-18).

La última frase está tomada de la Regla de san Benito (3,3), que Clara tiene muy presente; sin embargo, mientras Benito escribe que «muchas veces el Señor revela lo que es más conveniente al más joven», Clara sustituye «más joven» (iuniori) por «más pequeño» (minori), literalmente «menor»: es sólo un pequeño cambio, casi un difuminado, pero que manifiesta una sensibilidad evangélica típicamente franciscana.

ALGÚN SUBRAYADO

La corresponsabilidad

Retomo el concepto expresado por T. Matura en su introducción a la edición crítica de los Escritos de Clara, sustituyendo el término «democratización», de sello típicamente francés, por el de «corresponsabilidad», tal vez más adecuado a nosotros para expresar el espíritu de Clara.

En su Regla, Clara prevé al menos cuatro casos en los que, además del parecer de la abadesa, se debe pedir el consentimiento del capítulo, es decir, de toda la comunidad reunida: para la aceptación de una postulante, para la elección de la abadesa o su deposición, para contraer deudas, para la elección de las responsables de los oficios y de las discretas o de su cambio. Se trata de una verdadera novedad con respecto al esquema usual monástico, en el que el abad, o la abadesa, decidían por sí mismos. Clara, por su parte, habla aquí de «consentimiento común». Más aún: hasta nueve veces en la Regla se hace mención de la vicaria, que sobresale como figura muy importante al lado de la abadesa. Junto a ellas vienen después las discretas, cuya presencia remite a una corresponsabilidad más amplia, en la dirección de una implicación mayor de las hermanas en las decisiones más importantes. La figura de la abadesa dentro de la comunidad aparece como «nueva» respecto a la tradición monástica.

Desde este punto de vista, la Regla de Clara mantiene una postura más bien diversa incluso de la de Francisco, que -aun cuando pueda parecer extraño-- es de corte bastante más «monárquico». Estamos acostumbrados a mirar la Regla de los hermanos Menores según las Constituciones de hoy, pero en la época de Francisco el gobierno de la Orden era un poco distinto. El cargo de Ministro general, por ejemplo, era de por vida: únicamente cuando moría se elegía el sucesor, o cuando el capítulo pensaba que no era ya idóneo para el común servicio de los hermanos. Después, en los capítulos generales, él nombraba personalmente a los Ministros provinciales. Esta estructura muy centralizada respondía a la exigencia, propia de la vida itinerante de los hermanos, de un vínculo de obediencia muy estrecho. Clara, por el contrario, tal vez debido también a la distinta estructura de una comunidad estable, está mucho más atenta a la participación activa de todas las hermanas en las opciones de la comunidad.

El ritmo de la vida cotidiana

Vale la pena destacar también este aspecto, bastante evidente por sí mismo: Clara organiza también un orden del día y de la vida cotidiana. De hecho, en el cap. 3 se dan normas sobre la frecuencia de la confesión y de la comunión; el cap. 5 está dedicado al silencio y al modo de vivir los contactos con las personas de fuera, a través del locutorio y de la reja; el cap. 7 está dedicado al trabajo que ha de ser confiado a cada una; el cap. 11 regula las entradas al monasterio, etc. También en esto Clara se distancia de la Regla bulada de Francisco, en la que no está previsto tal ordenamiento comunitario, por lo demás impensable para los hermanos. Este tipo de atención remite más bien a otro texto de Francisco, la Regla para los eremitorios, en la que la jornada se organiza al modo monástico, como en San Damián. Es importante, también para vosotras, comprender y vivir este elemento «monástico» en armonía con los otros elementos de la Regla. Dicho en pocas palabras, creo que no se podría eliminar el componente monástico de vuestra vida sin desnaturalizarla, pero que igualmente no se podría hablar de vuestra vida sólo en clave monástica en sentido genérico. Volvemos a destacar lo «específico» de vuestra forma de vida contemplativa franciscana en el seno de la Iglesia.

La clausura

Para afrontar este tema, que también caracteriza vuestra vida, se puede partir del cap. 11 de la Regla, dedicado a la custodia de la clausura. Clara describe las cualidades de la portera, después habla de la puerta, y a continuación hace indicaciones acerca de las entradas necesarias de extraños en el monasterio. Para estos casos, del mismo modo que en el caso de las salidas de alguna hermana fuera del monasterio (cf. RCl 2,13), Clara tiene presentes las necesidades que quizá puedan pedir una excepción a la norma de la clausura.

Al final del capítulo encontramos la petición de una cierta discreción por parte de las hermanas en el contacto con aquellos que por algún motivo deben entrar dentro del monasterio: «eviten cuidadosamente dejarse ver por los que entraren». Es una petición que puede parecernos un poco extraña, pero que sin embargo tiene su importancia; cuando Clara habitaba en la casa paterna, ya «se ocultaba, no queriendo ser vista» (Proceso 17,4). Por su parte, Francisco dice a los hermanos que eviten «las malas miradas» (1 R 12,1). El «dejarse ver», y por otra parte «las malas miradas», indican ya una relación, una comunicación real y verdadera, dentro de un contexto medieval en el que el «guardarse» tiene un significado más consistente del que pueda tener para nosotros: es esta complicidad lo que se quiere evitar, y es interesante advertir esta cautela, tanto por parte femenina como por parte masculina, para permanecer en el seguimiento de Cristo con toda transparencia de vida.

Además del cap. 11, el tema de la clausura está presente, en referencia al tema del silencio, en el cap. 5, por el cual tenemos noticia de la existencia, en San Damián, de dos ambientes distintos para los contactos con el exterior, es decir, la reja de la iglesia y el locutorio (usado también como confesonario); pero de la clausura hablaba ya el cap. 2 (v. 13), como de un dato de hecho, un elemento que formaba parte de forma natural de la vida en San Damián, tan es así que Clara no tiene ninguna necesidad de «explicarlo» o «justificarlo»: así, no encontramos en sus escritos reflexiones particulares sobre este tema. Sí encontramos, en cambio, como confirmación de una clausura elegida y vivida, varias referencias, y no sólo en la Regla: en el Testamento, por ejemplo, se habla del «conveniente aislamiento del monasterio» (TestCl 54), y en la I Carta Clara se define como «esclava inútil de las Damas enclaustradas del monasterio de San Damián» (1CtaCl 2).

De entre los testimonios del Proceso, podemos recordar el episodio del milagro del aceite, en donde se habla de un «pequeño muro» (Proceso 1, 15), encima del cual se ponían los objetos para comunicarse con el exterior: estamos en los primeros años de San Damián, cuando todavía no existía un «torno»... También en San Damián, como ocurre aun hoy en las fundaciones nuevas, la estructuración concreta de la clausura va evolucionando con el tiempo.

La Bula de Canonización, finalmente, no nos deja dudas sobre la clausura de Clara:

«Mas esta luz permanecía cerrada en lo secreto de la clausura, y lanzaba al exterior rayos que rebrillaban; se recluía en el estrecho cenobio, y destellaba en el ámbito del mundo; se contenía dentro, y saltaba fuera. Porque Clara moraba oculta, y su conducta resultaba notoria; vivía Clara en el silencio, y su fama era un clamor; se recataba en su celda, y su nombre y vida eran públicos en las ciudades» (BulCan 3).

Más allá del hábil juego retórico, se advierte la insistencia sobre la vida «reclusa» de Clara, y que «cuando ella en el angosto reclusorio de su soledad maceraba el alabastro de su cuerpo, la Iglesia quedaba toda colmada de los aromas de su santidad» (BulCan 4).

Quien quiera ahondar en el tema de la clausura clariana, podrá hacerlo desde varios aspectos. Sobre todo, el de la pobreza: «En Clara, la clausura es también una dimensión de la altísima pobreza, que la limita incluso en el espacio, entre los muros de San Damián» (CC.GG. 11,2). Pobreza es participación con el Cristo pobre, en su misterio de humillación, de abajamiento y de ocultamiento: en este sentido se puede hablar de una clausura como forma particular de pobreza. Y, puesto que para Clara vivir la pobreza significa vivir una relación esponsal con Cristo (os invito a leer en este punto la I Carta a Inés de Praga), se comprende que la opción de vivir encerrada forma parte de la opción fundamental de pobreza y de virginidad por amor a Cristo: un vivir «sine proprio» del todo particular.

Otra dimensión del tema de la clausura es la de ayuda para la contemplación, ya expresada bellamente en las palabras de Rainaldo: «Elegisteis vivir encerradas y servir al Señor en suma pobreza para daros a Él con plena libertad de espíritu» (RCl Pról. 13). El contraste formal entre el «encerradas» (incluso corpore) y la «libertad de espíritu» (mente libera) se pone en evidencia conscientemente: la clausura del cuerpo es para la libertad del espíritu que quiere servir al Señor. Viene aquí retomado el tema del silencio: la clausura de hecho no es sólo una cuestión de lugar, sino también de elección de algunos medios (entre ellos, el silencio) que pueden ayudar a vivir en esta sola dirección. De tal forma,

«... experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores. Deja de lado absolutamente todo lo que en este mundo engañoso e inestable tiene atrapados a sus ciegos amadores, y ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor» (3CtaCl 14-15).

Clausura, pues, como opción de no querer conceder miradas a otro, de no ocuparse de otro, se diría que incluso físicamente, para concentrar la mirada en el único.

Una tercera dimensión: la clausura como signo. Si es verdad, como afirma la Lumen Gentium en el n. 44, que la vida consagrada es por sí misma un signo, la vida consagrada en clausura lo es de forma particularmente fuerte, diría que casi violenta... Es la afirmación de que Dios vale más que todo: y es esto en el fondo lo que estorba el pensar del mundo. Muchas obras buenas en favor del prójimo pueden ser apreciadas incluso por parte de cualquier filántropo, en cuanto se las reconoce «útiles». La clausura, por el contrario, es «inútil»: en este sentido es provocativa. Clara tiene conciencia de este valor de signo que asume su vida y la de sus hermanas: ella debe resplandecer como «espejo y ejemplo para los que viven en el mundo» (TestCl 20). Y, al llamar a Inés «colaboradora del mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCl 8), nos hace comprender también toda su conciencia de la función eclesial de una vida vivida enteramente dentro de los muros de un monasterio.

A propósito de la clausura femenina, finalmente, hay que hablar también de su dimensión mariana. Clara mira y se adhiere a la figura de María, que en el Evangelio aparece silenciosa, retirada, escondida.

«Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo: los cielos no lo podían contener y ella, sin embargo, lo llevó en el pequeño claustro de su vientre sagrado, y lo formó en su seno de doncella» (3CtaCl 18-19).

Esta imagen de María que lleva «en el pequeño claustro de su vientre» al Hijo de Dios (y es la única vez que Clara utiliza la palabra claustrum, que no aparece más en sus escritos), ¿no evoca quizá una opción de vida claustral que, desde el modelo de María, debe contener y llevar al Hijo del Altísimo?

«La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras, de este mundo» (3CtaCl 24-26).

En el juego del verbo «contener» no está de más ver una referencia al lugar cerrado, al pequeño claustro del que hablaba antes, en el que se contiene Aquel que no puede ser contenido por nada. El modelo es siempre María.

CUSTODIOS DE LA INTEGRIDAD DEL CARISMA

Concluyo estas rápidas reflexiones sobre la Regla, añadiendo sólo una reflexión «de hermano»: yo veo en la Segunda Orden, en las Hermanas Pobres, los custodios de la integridad de nuestro carisma. Nosotros los hermanos, yendo por los caminos del mundo, tenemos el peligro de perder más de una vez el sentido profundo de nuestra vida: es necesario que alguien permanezca «en casa», es decir, que tenga una forma de vida con una estabilidad distinta de la nuestra, y, en cierto sentido también, una firmeza distinta de la nuestra (dado que, en muchos aspectos, las mujeres son más fuertes y más radicales que nosotros), para que no perdamos el camino. Con esto, no pretendo decir que el papel de las Clarisas está exclusivamente en función de los hermanos. Sencillamente os digo que a los ojos de un hermano (y quizá de muchos hermanos) ellas tienen también esta función de custodiar nuestro común carisma. Y es lo que Clara ya hacía después de la muerte de Francisco, en los períodos borrascosos de la primera evolución de la Orden: no por casualidad los primeros compañeros encontraban su punto de referencia en San Damián y en Clara. Repito: no es que Clara abrazara esta vida para ser apoyo de los hermanos, sin embargo de hecho se encontró siéndolo, y creo que no sólo ha sido verdaderamente en aquellos primeros tiempos, sino también hoy. Me parece que también este papel os compete, os es confiado y... espero que queráis haceros cargo de él también vosotras.

B) LA BENDICIÓN

Este texto de Clara ha llegado hasta nosotros a través de varias redacciones, que difieren poco una de otra. En los manuscritos lo hallamos al final del Testamento, como bendición a las hermanas, pero también al final de las Cartas, como bendición a Inés o a Ermentrudis, obviamente en singular y con alguna variante. Probablemente el texto de la Bendición se había convertido en una especie de «fórmula» que era adaptada cada vez al contexto en que era usada, y también «personalizada» según quien fuera del destinatario: como hacemos nosotros cuando, al escribir, nos servimos de una oración o de alguna expresión típica con la que encomendamos a los otros al Señor, y las cambiamos ligeramente según las circunstancias.

«En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén» (BenCl l).

Se corre el peligro de no prestar atención a este comienzo, dándolo por supuesto, como si fuese una expresión formal para iniciar el discurso; incluso nosotros, que solemos comenzar nuestros encuentros con estas palabras, podemos pronunciarlas como un equivalente de «se abre la sesión». Para Clara no es así. Este comienzo expresa ni más ni menos la conciencia de que toda oración cristiana es «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», y la conciencia de que nuestro mismo ser -a partir de cuando nos encontramos para la Misa- es de origen trinitario. Precisamente porque Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, es decir, que su misma vida es comunión, hacemos nosotros comunión.

La fe en la Trinidad no es sólo una cuestión de dogma ni el problema de cómo entender juntos el Uno y el Tres, sino que es algo más profundo. Es la esencia de la fe cristiana: creer en un Dios que se revela como Padre en su Hijo, y que en este Hijo nos da el Espíritu. Comparándonos con las demás religiones (¡todas respetables!), en la referencia a Dios encontramos el elemento común a todas; pero apenas nos acercamos al rostro del Dios cristiano, surge inmediatamente la profunda diferencia con todas las demás imágenes religiosas: Él es Trinidad. Esta característica genera como primera consecuencia, inmediata, la comunión entre nosotros, genera la Iglesia. Un Dios que en su vida es Trinidad lleva a los creyentes a ser comunidad: creyendo en un tal Dios, ya no puede uno permanecer solo. Ésta es la razón por la que cuando la Iglesia se reúne, dice: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Reconoce su fuente, su fundamento, que es la vida trinitaria de Dios.

Necesitamos meditar y profundizar esta nuestra fe en la vida trinitaria de Dios, que es el modelo de nuestro ser comunión: comunión no quiere decir ser todos iguales, porque el Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Espíritu; es relación, es perfecta unidad en la diversidad. Más aún, podemos decir que el Padre es Padre en cuanto el Hijo es su Hijo, y viceversa: si el Padre dejara de ser Padre, el Hijo ya no sería Hijo. Mi diversidad respecto a ti, es lo que constituye tu persona, y sólo en esta relación contigo yo me encuentro conmigo mismo, y te encuentro a ti. Ved cómo nuestra fe en Dios que es Trinidad tiene consecuencias muy concretas en vuestra forma de estar juntas, que tiene un significado auténtico sólo si remite a este modelo divino.

Por tanto, Clara con este comienzo no «abre la sesión», sino que reconoce, en verdad, el fundamento de la fe cristiana.

«El Señor os bendiga y os guarde;
os muestre su faz y tenga misericordia de vosotras;
os vuelva su rostro y os dé su paz» (BenCl 2-4).

Es probable que Clara tomara estas palabras de la Bendición de la Liturgia, como se cree que hizo Francisco (cf. BenL), y con toda probabilidad a través de Francisco. Van Dijk, en efecto, ha observado que esta bendición se repetía la Liturgia Romana, en el Rito de la Ordenación y en el de la readmisión de los penitentes el Miércoles Santo; probablemente en estas celebraciones litúrgicas Francisco conoció este fragmento del libro de los Números (6,24-26) -cuya lectura no debía ser tan habitual- y después lo hizo suyo.

En esta fórmula de bendición es interesante observar que los tres primeros términos («bendiga», «muestre su faz», «vuelva su rostro») aluden al rostro de Dios, incluido el «bendecir», que hace referencia a la boca (es un decir-bien); los otros tres («guarde», «tenga misericordia», «dé su paz»), se refieren más bien a su acción, entendida como custodia (en el sentido de defensa, tutela), misericordia (palabra también bellísima, que hace referencia al corazón: miseris cor dare, «dar el corazón a los miserables», es lo que Dios hace con nosotros, y que hizo Francisco con los leprosos, como nos dice en el Testamento: «practiqué con ellos la misericordia») y paz: una progresión, pues, que culmina con el don de la paz, el shalom del que habla la Biblia, una realidad grande (mucho mayor que la no-guerra), positiva, que resume en sí también la custodia y la misericordia evocadas anteriormente.

Todavía destacamos dos aspectos del sentido del «bendecir» a la luz de la Sagrada Escritura. Ante todo advertimos que la palabra que bendice («dice bien») es una palabra eficaz, activa, que de alguna forma realiza ya lo que dice. Así, cuando Jesús invita a sus discípulos y les exhorta a dar el saludo de la paz, «si la casa es digna -dice-, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros» (Mt 10,13): esta paz no sólo se «dice», sino que se realiza, actúa, porque la bendición es una realidad. El otro elemento típico de la bendición, que emerge con evidencia a lo largo de todo el Antiguo Testamento, es el de la fecundidad, es decir, de la vida: con la bendición, incluso la tierra y el rebaño se hacen fecundos, y el hombre bendecido engendra multitud de hijos. Este tema se encuentra también aquí, en sentido espiritual, en la bendición de Clara.

«El Señor os bendiga... os vuelva su rostro y os dé su paz».

¿A quién se dirige la bendición de Clara?

«A vosotras, hermanas e hijas mías, a vosotras y a todas las que han de venir y permanecer en vuestra comunidad y a todas las demás, tanto presentes como futuras, que han de perseverar hasta el fin en todos los otros monasterios de Damas Pobres» (BenCl 5).

Es sorprendente esta apertura al futuro: las destinatarias no sólo son las hermanas que viven en San Damián en aquel momento, sino también todas las que vendrán a esta comunidad e incluso las demás que perseverarán hasta el fin en esta santa pobreza «en todos los otros monasterios de Damas Pobres», refiriéndose, como dice una variante quizá más correcta, a «toda la Orden», pues con el título de «Pobres Señoras» o «Damas Pobres» era definida la vocación de Clara y de sus hermanas.

«Yo, Clara, servidora de Cristo y pequeña planta de nuestro padre San Francisco, hermana y madre vuestra y de las demás hermanas pobres, aunque indigna» (BenCl 6).

Intervención en primera persona: «Yo, Clara». En su Testamento (v. 37) hemos encontrado ya una intervención parecida, que aquí repite Clara de forma más precisa. ¿Quién es Clara? ¿Cómo y en referencia a quién se comprende y define a sí misma? Clara se define, en primer lugar, con referencia a Cristo: es «servidora de Cristo»; después en referencia a Francisco: es «pequeña planta de nuestro santo padre»; a continuación en referencia a las hermanas y a todas las Hermanas Pobres: de ellas es «hermana y madre». Hemos dicho antes que Dios mismo se define como relación, en el interior de su vida, como Padre en relación al Hijo, Hijo en relación al Padre, Espíritu en relación al Padre y al Hijo. También Clara, en consecuencia, no se define a partir de sí misma: sus relaciones con Cristo, con Francisco y con las Hermanas son las que constituyen su identidad. Hagámonos nosotros mismos, personalmente, objeto de meditación: ¿con relación a quién me defino yo?

Unas palabras sobre la expresión «Hermanas Pobres». Es el nombre con el que Clara expresa el carisma. Fraternidad y pobreza. Es el equivalente de «hermanos menores», pero con un decidido acento sobre la pobreza, que Clara tiene presente tan fuertemente.

En este momento de la bendición se pasa a la oración:

«Ruego a nuestro Señor Jesucristo, por su misericordia y por la intercesión de su santísima Madre santa María, del bienaventurado san Miguel Arcángel y de todos los santos ángeles, de nuestro bienaventurado padre san Francisco y de todos los santos y santas de Dios, que el mismo Padre celestial os dé y confirme esta su santísima bendición en el cielo y en la tierra» (BenCl 7-8).

¡Qué bella y qué cristiana es esta oración! Se dirige a Cristo, y llega al Padre. Cristo y el Padre no son identificados, y se ora al Señor Jesús en su papel de único mediador entre nosotros y el Padre. La mediación universal es realizada sólo por Él, como dice la Carta a los Hebreos: Él es el sumo sacerdote que está en el santuario celeste para interceder por nosotros (cf. Hb 7,25; 9,24). Nos viene a la mente lo que dice Francisco:

«Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada» (1 R 23,5).

Este fragmento se encuentra en el capítulo 23 de la Regla no bulada, en el corazón de la gran acción de gracias, que en definitiva es el modo cristiano de orar: primero por la creación de todo (2 R 23,1-2), después por la historia de la redención (vv. 3-4), pero siempre y sólo por medio de Cristo, nuestro único mediador ante Dios, en el Espíritu (v. 5). Acción de gracias que congrega a toda la Iglesia, la gloriosa (v. 6) y la que peregrina por la tierra, que sigue al Señor Jesucristo en este dirigirse a Dios (vv. 7-11).

«En la tierra, multiplicándoos en gracia y en sus virtudes entre sus siervos y siervas en su Iglesia militante; en el cielo, ensalzándoos y glorificándoos entre sus santos y santas en su iglesia triunfante» (BenCl 9-10).

La bendición es, por tanto, «multiplicación», fecundidad, transmisión de vida en la tierra, y después exaltación y glorificación en el cielo.

«Os bendigo en mi vida y después de mi muerte, en cuanto puedo y más de lo que puedo, con todas las bendiciones con que el Padre de las misericordias ha bendecido a sus hijos e hijas y los bendecirá en el cielo y en la tierra, y con las que el padre y la madre espirituales han bendecido y bendecirán a sus hijos e hijas espirituales. Amén» (BenCl 11-13).

Bendición en la que Clara no ahorra nada de sí, y no sólo en esta tierra, sino incluso después de su muerte.

Es de notar el paralelo entre el Padre -que para Clara es siempre el «Padre de las misericordias»- que bendice, y los padres y madres espirituales que bendicen. Parece que Clara ha tenido muy presente que el origen de toda verdadera paternidad es Dios (cf. Ef 3,15); el Padre de las misericordias es siempre el modelo de toda relación parental respecto de hijos e hijas, y a Él es a quien Clara mira, como cualquier otro padre y madre espiritual. El Padre está en el origen de todo don, y el don que nos hace es el Espíritu, evocado con la palabra «confirme» (BenCl 8): la tarea del Espíritu, en efecto, es «confirmar», y el sacramento de la Confirmación es precisamente la acción eficaz del Espíritu. ¡Ésta parece ser la bendición que Clara pide a Dios!

Una característica del texto de la Bendición, que me parece importante evidenciar, es el constante acercamiento de términos masculinos y femeninos: es un hecho no común, considerando que en el uso corriente de nuestra lengua se usa el masculino de forma genérica, incluyendo también el femenino. Sin embargo aquí Clara no sigue esta costumbre, sino que subraya una y otra vez: santos y santas, siervos y siervas, hijos e hijas, padres y madres. Se da una evidente atención y acentuación en dirección a lo femenino que no es casual, sino intencionada: las destinatarias de la Bendición son mujeres, y quien escribe es mujer, Clara, que también aquí demuestra que tenía una conciencia firme del papel femenino en la Iglesia y, en consecuencia, también de un bendecir femenino: y, de hecho, ella bendice.

A diferencia de ella, normalmente nosotros atribuimos el bendecir a los ministros ordenados, pero sabemos que el bendecir no es una acción reservada sólo a ellos: basta leer el nuevo Bendicional de la Iglesia Católica para constatar que muchas bendiciones está previsto que sean realizadas por laicos o por personas que no son ministros ordenados. El bendecir femenino de Clara se inserta en esta tradición, e incluso en el discurso más amplio del específico papel femenino en la Iglesia: una pista que el mismo Santo Padre indica y propone con particular insistencia a la Iglesia y a la humanidad actual. Corresponde a las Clarisas (¡que son mujeres!), de forma particular, la tarea de meditar, profundizar y seguir esa pista.

«Sed siempre amantes de Dios y de vuestras almas y de todas vuestras hermanas» (BenCl 14).

Esto es muy hermoso: «amantes de Dios» lo entendemos, «de vuestras hermanas» también, pero «de vuestras almas» es un rasgo refinado de sabiduría evangélica, eco de la Palabra del Señor: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mc 12,31 y par.). Quiere decir que es preciso amarse a sí mismo para amar al prójimo, porque quien no se ama a sí mismo no es capaz siquiera de amar al otro. Naturalmente se trata de un sano amor a sí mismo, que no es ciertamente el egoísmo que sólo se ve a sí mismo. Es la plena y cordial aceptación de sí, que nace del amor de Dios y que es la primera condición de una sana y equilibrada relación con los otros. Lo dice el mandamiento y lo dice Clara: «Sed siempre amantes de Dios y de vuestras almas y de todas vuestras hermanas». Sólo en el crecimiento del amor en estas tres direcciones, podemos crecer como personas y como cristianos.

El pensamiento corre después hacia la misma Clara que, moribunda, habla a su alma y le dirige aquellas palabras que conocéis bien: «Vete segura en paz, porque tendrás buena escolta: el que te creó, antes te santificó, y después que te creó puso en ti el Espíritu Santo, y siempre te ha mirado como la madre al hijo a quien ama. Y añadió: ¡Bendito seas Tú, Señor, porque me has creado» (cf. Proc 3,20; 11,3). Son palabras de amor a su misma alma: meditándolas, comenzamos a entender qué significa amar a la propia alma.

«Para que observéis siempre solícitamente lo que al Señor prometisteis» (BenCl 15).

Esta exhortación remite, una vez más, al tema de la perseverancia: la promesa hecha ha de ser después observada y cumplida en el correr de los días, durante toda la vida.

«El Señor esté siempre con vosotras y ojalá vosotras estéis siempre con Él. Amén» (BenCl 16).

Hubiera sido suficiente decir: «El Señor esté con vosotras», que se halla al comienzo de la fórmula; pero Clara, con lo que añade, expresa con fuerza la reciprocidad de la relación con el Señor: es algo en lo que nosotros somos protagonistas juntamente con Él. Vienen a la mente las palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). ¿Por qué añade: «y él conmigo»? ¿No es sabido que si yo ceno con él también él cena conmigo? Estas palabras hacen referencia a la reciprocidad, a la intimidad del encuentro, la misma reciprocidad e intimidad que emergen en las últimas palabras de la Bendición de Clara.

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N O T A S

[1] Ésta es la tesis sostenida por E. Grau, Die Regel der hl. Klara (1253) in ihrer Abhangigkeit von der Regel del Minderbrüder (1223), en Franziskanische Studien 35 (1953) 211-273.

[2] Regla de Hugolino, 3, en I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios (BAC 314), Madrid 19822, 216.

[3] Regla de Hugolino, 4, pp. 216-217.

[4] Regla de Inocencio IV, 11, pp. 155-156.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXXI, n. 93 (2002) pp. 407-428]

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