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. | FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO. APÉNDICE
Capítulo I Hablaba San Francisco con fray León en el monte Alverna y le dijo: -- Hermano ovejuela, lava esta piedra con agua. Obedeció presto fray León y lavó la piedra con agua. Díjole San Francisco con grande gozo y alegría: -- Lávala con vino. Y lo hizo. -- Lávala -le volvió a decir- con aceite. Y también lo hizo. -- Hermano ovejuela -dijo de nuevo el Santo-, lava la piedra con bálsamo. -- ¡Oh dulce Padre! -le respondió-, ¿cómo podré yo hallar bálsamo en este lugar tan agreste? -- Has de saber, hermano ovejuela de Cristo -añadió el Santo-, que en esta piedra estuvo sentado Cristo una vez que se me apareció aquí; y te he dicho cuatro veces que la lavases porque Jesucristo (y has de guardar secreto) me prometió cuatro privilegios singulares para mi Orden. El primero, que todos los que amen de corazón a mi Orden y a los frailes que perseveren en ella alcanzarán buen fin, por la divina misericordia. El segundo, que los perseguidores de esta santa Religión serán duramente castigados. El tercero, que ningún perverso podrá durar mucho en la Orden si persevera en su maldad. El cuarto, que esta Religión durará hasta el día del juicio final. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo II Poco después de la fundación de la Orden fue un día San Francisco a una ciudad a pedir limosna con fray Bernardo, el primogénito de sus frailes. Cansados ambos, se sentaron sobre una piedra. Pero acosados del hambre los pobrecillos de Cristo, y como era cada vez más viva la necesidad de comer, dijo el santo Padre al compañero: -- Carísimo, esperémonos aquí cuando volvamos de pedir limosna por el amor de Dios. Con este acuerdo se separaron, recorrieron calles y plazas, llamaron a las puertas de las casas y entraron en ellas confiadamente, pidieron limosna y les fue dada reverentemente. Pero el devoto fray Bernardo, quebrantado de la mucha fatiga, no guardó nada, sino que comía apenas se los daban los pedacitos de pan y los mendrugos y demás restos que le ofrecían. De modo que cuando volvió al lugar convenido no había reservado ni llevaba nada. Llegó luego el Padre San Francisco con la limosna que había recogido y se la enseñó al compañero, diciendo: -- Mira, hermano mío, cuánta limosna me ha dado la divina Providencia; a ver la que has traído tú y comamos juntos en el nombre de Dios. Fray Bernardo, humillado y temeroso, se postró a los pies del piadoso Padre y le dijo: -- Padre mío, confieso mi pecado: no he traído nada de las limosnas que recogí, sino que he comido todo lo que me dieron, porque casi me moría de hambre. San Francisco, al oírlo, lloraba de gozo, lo abrazó y exclamó: -- ¡Oh hijo dulcísimo! En verdad eres tú más dichoso que yo, eres un perfecto observador del Evangelio, porque no has acumulado ni guardado cosa alguna para el día de mañana, sino que todo tu pensamiento volviste al Señor. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo III Una vez vio en sueños fray León los preparativos para el juicio divino. Veía a los ángeles que tocaban trompetas y otros varios instrumentos y congregaban grandísima muchedumbre en un campo. A un lado colocaron una escala roja que llegaba de la tierra al cielo, y a la parte opuesta otra que era blanca, y bajaba del cielo a la tierra. En la cima de la roja apareció Cristo en ademán de un señor ofendido y muy irritado. San Francisco estaba en la misma escala algunas gradas más abajo de Cristo, y bajaba más, y llamaba y decía con gran voz y fervor: -- Venid, hermanos míos, venid confiadamente, no temáis; venid y acercaos al Señor, que os llama. Al oír a San Francisco corrieron a su encuentro los frailes, y subían, muy confiados, por la escalera roja. Pero cuando ya estaban todos en ella comenzaron a caerse, quién del tercer escalón, quién del cuarto, quién del quinto o del sexto, y caían todos uno tras otro, de suerte que no quedó ninguno en la escala. A la vista de tal desgracia, movido San Francisco a compasión de sus frailes, como Padre piadoso, rogaba por sus hijos al juez para que tuviese misericordia de ellos. Y Cristo le mostraba las Llagas sangrientas y le decía: -- Mira lo que me han hecho tus frailes. El Santo, después de insistir un poco en la misma súplica, bajó algunas gradas, y llamó a los frailes que habían caído en la escalera roja, y les dijo: -- Levantaos, hijos y hermanos míos; tened confianza, no os desaniméis; corred seguros a la escala blanca y subid por ella, que así seréis admitidos en el reino de los cielos. Corrieron los frailes, enseñados por su Padre, a la dicha escala, y en la cima apareció, piadosa y clemente, la gloriosa Virgen María, Madre de Jesucristo, y los recibió; y así entraron sin ninguna dificultad en el reino eterno. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo IV El año 1280, estaba el Papa Nicolás III en su cámara con el Ministro General y algunos Ministros provinciales. Hablaban acerca de la declaración de la Regla, y entró allí a tomar cierto objeto uno vestido con el hábito de los frailes Menores, y salió inmediatamente. Luego que estuvo fuera, dijo el Papa: -- ¿Visteis aquel lego que entró en la cámara? Respondiéronle los frailes que sí, y añadió: -- Quiero informaros de él. Cuando fui elegido Papa pedí a un Abad de la Orden del Cister que me enviase un lego bueno, fiel y prudente, que me cuidase y sirviese con diligencia; y me mandó este que visteis entrar aquí con vuestro hábito. Un día vio a la puerta frailes Menores, que venían a la limosna del pan, y comenzó a entristecerse y sentir gran melancolía. Viéndole así triste le pregunté la causa, e insistiendo yo en querer saberla, me respondió: -- Santísimo Padre, el motivo de mi desconsuelo es que, ya profeso en mi Orden, estaba un día en oración y yo no sé si en mí o fuera de mí, me pareció ver toda la ciudad en alboroto, y pregunté a los que corrían: -- ¿Qué es eso?, ¿qué es eso? -- Vamos a ver a Nuestro Señor Jesucristo -me respondieron. Eché yo también a correr con ellos, y cuando llegué a la plaza la encontré llena de hombres puestos en círculo, y en medio vi a Nuestro Señor Jesucristo con las sagradas Llagas, vestido con el hábito de los frailes Menores, y predicaba con los brazos abiertos y decía: «El que quiera salvar su alma, sígame y vístase con este hábito que yo traigo». Por eso, cuando vi venir por el pan a los frailes con aquel hábito que tenía Jesucristo, me entristecí de repente y me entró tan grande amargura que no estaré jamás contento ni consolado hasta que me vea vestido con él. Os pido por el amor de la pasión de Cristo que me lo vistáis, si queréis consolarme. Yo le alabé mucho su Orden, diciéndole que era antigua, aprobada, buena y santa; pero, al fin, al no poder consolarle, le vestí vuestro hábito, como habéis visto. Y creo que su visión habrá sido verdadera; porque, como sabéis, el que quiera salvarse tiene que seguir a Cristo y vestir como los frailes Menores, ser como si no tuviera cuerpo, orar con la mente y dejar al mundo con sus vanidades. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo V En un convento de frailes Predicadores estaba pintada en el refectorio una imagen de San Francisco con las sagradas Llagas. Un fraile de dicha Orden, obcecado por el orgullo, no podía ni quería comprender que San Francisco hubiese tenido las sagradas Llagas; y un día, después de comer, al salir del refectorio todos los frailes, se llegó a la imagen y temerariamente le borró y destruyó del todo las Llagas, y se marchó. Pero, volviendo aquel mismo día, halló la imagen adornada con las sagradas Llagas mejor que antes, y de nuevo se las destruyó furiosamente. Cuando volvió otra vez, ya la imagen estaba restaurada. Muy indignado con esto, la destruyó de manera que dejó enteramente desnuda la pared en que estaba pintada; pero brotó de improviso abundantísima sangre, con tanta fuerza como de una cuba llena cuando acaba de taladrarse; y bañó cara, pecho y todo el vestido del fraile. Cayó éste por tierra estupefacto, y comenzó a gritar y llamar a voces a los frailes. Conmovióse la comunidad, y acudieron todos al rumor, quedando atónitos y estupefactos por la grandeza del milagro. Con mucha devoción recogieron del suelo la sangre con una esponja, hicieron restaurar después la imagen muy hermosamente y por la honra del hábito mandaron los superiores que a nadie se refiriese el caso fuera de la Orden. Pero aquel fraile dijo que más quería ser echado de la Orden que ocultar un milagro de tanta honra para el Padre San Francisco. ¿Y qué venganza tomó de este fraile el humilde Francisco? No otra que cambiarlo de repente en otro hombre. Renunció con mucho fervor a todos sus libros y se hizo hombre de grande oración. Por devoción a San Francisco fue a visitar su iglesia en Asís, y en presencia de muchos frailes Menores confesó muy humildemente el sobredicho milagro, y mostró, no sin muchas lágrimas, la sangre que había recogido del suelo. Parte de ella la dejó en testimonio del milagro y parte la guardó por devoción a San Francisco. Capítulo VI Hubo en el reino de Castilla un hombre muy devoto de San Francisco que, al ir a la iglesia de los frailes Menores para oír completas, le asaltaron unos bandoleros, y sin ninguna compasión le hirieron tan cruelmente, que cayó casi muerto a sus pies. Al huir los malhechores, uno de ellos, más cruel, le atravesó un cuchillo por el cuello de modo que no pudo quitárselo, y partieron, dejando al herido por enteramente muerto. Al clamor de los circunstantes acudió mucha gente, y todos le lloraron por muerto, sin la menor esperanza de vida. Le levantaron y llevaron a su casa; y estaban los parientes con los preparativos para la sepultura, al tocar los frailes a maitines a medianoche. Al oír la mujer la campana, acordándose que él acostumbraba ir a maitines a la iglesia de los frailes Menores, prorrumpió en doloroso llanto y decía: -- ¡Ay de mí, Señor mío! ¿Dónde está ahora tu fervor y tu devoción? ¡Levántate y ve a maitines, que te llama la campana! Oyó él este llanto, y hacía señas con las manos para que le quitasen el cuchillo, que no le dejaba hablar, e inmediatamente, a vista de todos, le fue quitado rápidamente sin saber por quién, y se levantó de repente sano del todo y dijo: -- Oíd, deudos y amigos míos queridos, y mirad el admirable poder de San Francisco, de quien fui siempre devoto, y que ahora mismo sale de aquí. Vino con sus santísimas Llagas y puso las manos sobre mis heridas; con el olor y suavidad de las Llagas me confortó y sanó perfectamente. Cuando os indicaba que me quitaseis el cuchillo de la garganta, porque no podía hablar, él lo asió y me lo quitó sin ningún dolor y luego frotó con su mano sobre la herida y me dejó sano como veis. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo VII Fray Ángel de Pisa fue nombrado Ministro de Inglaterra por San Francisco, y partió con fray Alberto de Pisa y otros tres compañeros. Llegaron a Cantorbery el día 3 de mayo, y fueron recibidos con mucha caridad por los frailes Predicadores. Prosiguieron el viaje, y llegaron a un bosque muy sombrío en que había un monasterio de monjes negros [benedictinos]; y como era casi la hora de vísperas y el tiempo estaba lluvioso y los viajeros muy mojados y fatigados, pidieron albergue, por amor de Dios, por temor a perecer de hambre o de frío, o ser acometidos por las fieras de aquel bosque. Al verles el portero escuálidos por la penitencia y en hábito desusado y no entender su lengua, pensó que serían bufones o juglares, y así se lo anunció al Prior, que había venido a solazarse allí aquellos días con cuatro monjes. Introducidos los frailes y presentados al Prior y monjes, aunque dijeron que no eran bufones ni juglares, sino siervos de Dios y pregoneros del reino celestial y de la Orden de los Apóstoles, Prior y monjes mandaron que fuesen echados fuera de la puerta del monasterio, como pordioseros bribones y gente baja, y que no les diesen pan, ni vino, ni albergue, ni se les tuviese compasión alguna. Compadecido el monje más joven al ver esta crueldad, los siguió y pidió por favor al portero que los escondiese dentro y los albergase en el pajar y que él les llevaría de comer. Condescendió el portero, y los ocultó en el pajar. El monje les llevó secretamente pan, vino y otras cosas, y después los visitó y se encomendó con mucha devoción a sus oraciones. Aquella noche tuvo el dicho monje esta visión: veía en la iglesia un trono admirable y resplandeciente, en que estaba sentado Cristo bendito, y alrededor había mucha gente que era llamada a juicio. Comenzó Jesucristo diciendo: -- Sean conducidos a mi presencia los dueños de este lugar. Y al instante fue traído el sobredicho Prior y los cuatro monjes. Por el lado opuesto vino un pobrecillo humilde y despreciable, que vestía el hábito de aquellos pobres frailecitos mencionados, y dijo: -- Justísimo juez, la sangre de los frailes Menores despreciada esta noche, al negárseles comida y albergue en este lugar, clama venganza; pues ellos por tu amor abandonaron el mundo y todo lo temporal. Y habían venido aquí para ganar las almas que se hallan desviadas de ti, Señor mío, y que tú compraste con tu preciosa sangre sobre el madero de la cruz, y este que aquí está los hizo echar fuera como bufones y juglares. Miró entonces Cristo al Prior con semblante terrible, y le dijo: -- ¿De qué Orden eres, Prior? -- De la de San Benito -respondió. -- ¿Es verdad lo que éste dice? -preguntó Cristo a San Benito. -- Señor mío dulcísimo -respondió-, éste y sus compañeros son destructores y arruinadores de mi Orden, como se ve en el modo de recibir a estos frailes Menores, perfectos siervos tuyos; pues yo mandé en mi Regla que nunca la mesa del Abad estuviese sin peregrinos y pobres forasteros, y ya ves, Señor mío, cómo ha hecho éste. Dio Cristo la sentencia mandando que fuesen colgados de un olmo que había en el claustro, y cuando ya estaban colgados el Prior y tres compañeros, se volvió Cristo al cuarto, que había obrado misericordia, y le dijo: -- ¿De qué Orden eres tú? Trémulo el joven, porque acababa de oír la repulsa de San Benito, que los desechaba, respondió con mucho miedo: -- Señor mío, yo soy de la Orden de este pobrecito. -- Francisco, ¿es éste de tu Orden? -preguntó Cristo. -- Señor -respondió-, es de los míos, y desde ahora lo recibo por mi fraile. Y al decir esto le abrazó muy tiernamente, con lo cual despertó el monje, encontrándose estupefacto de la visión, y sobre todo porque había oído a Cristo en el sueño nombrar a Francisco. Con esta admiración se levantó para referir al Prior la visión que había tenido. Pero, al entrar en su celda, le halló estrangulado y todo disforme, marchito y maltrecho. Corre a los compañeros, y los encuentra también estrangulados y maltrechos del todo. Va en busca de los frailes para referirles el milagro, y halla que el portero los había echado fuera antes de amanecer, por miedo al Prior. Entonces fue a referir todo esto al Abad de Abindo, y oyéndoselo el Abad a este monje joven, tuvo grandísimo temor, y así él como todos los monjes quedaron atónitos. Divulgóse el suceso casi por todo el país, y cuando estos benditos frailes llegaron a la ciudad de Oxford se presentaron al Rey Enrique, y los recibió con mucha amabilidad y les dio lugar en que establecerse libremente. Se extendió tanto por toda Inglaterra la fama de estos religiosos, por la santidad de su vida y la novedad del milagro, que no sólo aquel monje librado por San Francisco de tan horrible juicio se hizo fraile, y fue el primero en vestir el hábito, sino también otros muchos, entre ellos un grande Obispo y un Abad, los cuales, cuando se edificó el convento, cargaban sobre sí con mucha humildad y devoción las piedras y el barril del agua para la fábrica. Cuando entró fray Ángel en Inglaterra era un joven de treinta años, muy agraciado y devoto. Era diácono, y no quiso ordenarse de sacerdote sin licencia del Capítulo general, y entonces, al llamar el Arzobispo de Cantorbery por medio de su Arcediano a los que se habían de ordenar, dijo: «Vengan los frailes de la Orden de los Apóstoles». Y este nombre tuvieron en Inglaterra por largo tiempo. Recorrió dicho fray Ángel con mucho fervor aquella provincia, fundó e hizo edificar muchos conventos y admitió a muchos en la Orden. Obró muchos milagros en vida y después de su muerte. Dio su alma a Dios el día siguiente a la fiesta de San Gregorio Papa, y está sepultado en Oxford. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo VIII Había en la ciudad de Espoleto un hombre perverso y cruel que por ningún motivo ni razón del mundo quería ni podía ver a los frailes Menores, sobre todo cuando iban por limosna. Blasfemaba, maldecía, se complacía en decirles afrentas y les perseguía con palabras groseras, villanas y deshonestas. Los frailes se dolían de ello y se lo decían a San Francisco, que moraba entonces en aquel convento. El Santo llamó a fray Andrés de Siena, que andaba casi siempre pidiendo limosna, y le dijo: -- Vete y prueba con toda insistencia si puedes conseguir alguna limosna de ese hombre tan cruel. Fuese allá fray Andrés, por el mérito de la santa obediencia, y tanto lo importunó que, no por devoción, sino por quitárselo de delante, le dio una limosna de pan, injuriándole villanamente y echándosela de lejos como a un perro. Apenas la recibió fray Andrés, se volvió al convento con grandísimo gozo y alegría y se la presentó a San Francisco. El Santo distribuyó este pan entre todos los frailes, dando un poco a cada uno, y les dijo: -- Rezad cada uno tres Padrenuestros pidiendo a Dios que reduzca y convierta este pecador al camino de la verdad. ¡Cosa admirable! Aún no se habían levantado de cenar los frailes, cuando llegó este hombre al convento con mucha contrición y devoción y se echó a los pies de San Francisco y lloraba amargamente, y confesaba su culpa y ceguera delante de todos. Quedó mudado en otro hombre, se hizo bueno y fue singular amigo y bienhechor de los frailes Menores. Capítulo IX El sábado 16 de julio de 1216, Jacobo de Vitry llegaba a Perusa, donde temporalmente residía la Corte pontificia. Recién nombrado obispo de San Juan de Acre, antes de ir a tomar posesión de su sede, venía a recibir la consagración episcopal en la sobredicha ciudad. Apenas entrado en ella, supo que aquella misma mañana acababa de morir Inocencio III. Inocencio se había establecido en Perusa en mayo de 1216. Quería recorrer Toscana y Alta Italia para tratar de restituir la paz entre las ciudades rivales de Génova y Pisa, y acelerar los preparativos de la cruzada contra los Sarracenos. Dos días tan sólo duró la vacante de la Santa Sede. Salió elegido Honorio III cuya avanzada edad y malograda salud permitían creer que no duraría mucho tiempo, pero que vivió, sin embargo, hasta el año 1227. «El Papa que acaban de elegir -escribe Jacobo de Vitry- es un anciano excelente y piadoso, un varón sencillo y condescendiente, que ha dado a los pobres casi toda su fortuna». Francisco debió de alegrarse al saber la elección de un Papa renombrado por su piedad y amor a los pobres. Quizás pensó que Dios mismo tomaba en sus manos la causa del santo Evangelio y, como muchos, creyó un tiempo que iba a realizarse la reforma de la Iglesia anunciada por el Concilio IV de Letrán. En tal caso, podría suponerse que tan bellas esperanzas dieron, en parte, origen a la indulgencia de la Porciúncula, la cual siempre consideran como auténtica los más de los franciscanistas. Lo cierto es que refieren ellos a esta época un paso extraordinario que dio el Pobrecillo. Tal como ellos, lo relataremos a continuación, esforzándonos por creer en su historicidad tanto como en ella creen los mismos. En su discurso de Letrán el año 1215, Inocencio III había señalado con el signo TAU a tres clases de predestinados: los que se alistaran en la cruzada; aquellos que, impedidos de cruzarse, lucharan contra la herejía; finalmente, los pecadores que de veras se empeñaran en reformar su vida. ¿Sugirieron a Francisco aquellas palabras el deseo de reconciliar con Dios el mundo entero, facilitando a los que no podían ir a Oriente, y a los privados de recursos con que ganar indulgencias, otros medios de participar también en la universal redención? Sea lo que sea, un día del verano de 1216, el Pobrecillo partió para Perusa, acompañado del hermano Maseo. La noche anterior, escribe Bartholi, Cristo y su Madre, rodeados de espíritus celestiales, se le habían aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles: -- Francisco -le dijo el Señor-, pídeme lo que quieras para gloria de Dios y salvación de los hombres. -- Señor -respondió el Santo-, os ruego por intercesión de la Virgen aquí presente, abogada del género humano, concedáis una indulgencia a cuantos visitaren esta iglesia. La Virgen se inclinó ante su Hijo en señal de que apoyaba el ruego, el cual fue oído. Jesucristo ordenó luego a Francisco se dirigiese a Perusa, para obtener allí del Papa el favor deseado. Ya en presencia de Honorio III, Francisco le habló así: -- Poco ha que reparé para Vuestra Santidad una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios. Ahora vengo a solicitar en beneficio de quienes la visitaren en el aniversario de su dedicación, una indulgencia que puedan ganar sin necesidad de abonar ofrenda alguna. -- Quien pide una indulgencia -observó el Papa-, conviene que algo ofrezca para merecerla... ¿Y de cuántos años ha de ser ésa que pides? ¿De un año?... ¿De tres?... -- ¿Qué son tres años, santísimo Padre? -- ¿Quieres seis años?... ¿Hasta siete? -- No quiero años, sino almas. -- ¿Almas?... ¿Qué quieres decir con eso? -- Quiero decir que cuantos visitaren aquella iglesia, confesados y absueltos, queden libres de toda culpa y pena incurridas por sus pecados. -- Es excesivo lo que pides, y muy contrario a las usanzas de la Curia romana. -- Por eso, santísimo Padre, no lo pido por impulso propio, sino de parte de nuestro Señor Jesucristo. -- ¡Pues bien, concedido! En el nombre del Señor, hágase conforme a tu deseo. Al oír eso, los cardenales presentes rogaron al Papa que revocara tal concesión, representándole que la misma desvaloraría las indulgencias de Tierra Santa y de Roma, que en adelante serían tenidas en nada. Mas el Papa se negó a retractarse. Le instaron sus consejeros que al menos restringiera todo lo posible tan desacostumbrado favor. Dirigiéndose entonces a Francisco, Honorio le dijo: -- La indulgencia otorgada es valedera a perpetuidad, pero sólo una vez al año, es decir, desde las primeras vísperas del día de la dedicación de la iglesia hasta las del día siguiente. Ansioso de despedirse, Francisco inclinó reverente la cabeza y ya se marchaba, cuando el Pontífice lo llamó diciendo: -- Pero, simplote, ¿así te vas sin el diploma? -- Me basta vuestra palabra, santísimo Padre. Si Dios quiere esta indulgencia, él mismo ya lo manifestará si fuere necesario; que, por lo que me toca, la Virgen María es mi diploma, Cristo es mi notario y los santos Ángeles son mis testigos. Y con el hermano Maseo se puso en camino para la Porciúncula. Una hora habrían andado, cuando llegaron a la aldea de Colle, situada sobre una colina, a medio camino entre Asís y Perusa. Allí se durmió Francisco, rendido de fatiga; al despertar tuvo una revelación que comunicó a su compañero: -- Hermano Maseo -le dijo-, has de saber que lo que se me ha concedido en la tierra, acaba de ratificarse en el cielo. Celebróse la dedicación de la capilla el día 2 del siguiente agosto. La liturgia de la fiesta, con las palabras que Salomón pronunciara en la inauguración del templo de Jerusalén (1 Re 8,27-29.43), parecía como hecha para aquella circunstancia. Desde un púlpito de madera, en presencia de los obispos de Asís, Perusa, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció Francisco a la multitud la gran noticia: -- Quiero mandaros a todos al paraíso -exclamó-, anunciándoos la indulgencia que me ha sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la remisión de todos sus pecados. Yo deseaba que esta indulgencia pudiese ganarse durante toda la octava de la dedicación, pero no lo he logrado sino para un solo día. Tal es, según los documentos consultados, el origen del famoso Perdón de Asís. En alabanza de Cristo. Amén. Capítulo X Una mujer de Alemania que vino a la Indulgencia de Santa María de la Porciúncula dijo y juró ante el altar de San Francisco, en presencia de algunos frailes y muchos seglares, y de Merlino, natural de Asís, el cual traducía sus palabras, que había visto un milagro de la santa Indulgencia, y lo refirió de este modo: -- Yo, Isa, había determinado hace muchos años venir a la santa Indulgencia, y por muchos impedimentos que tuve retardé el cumplirlo hasta ahora. Tenía ya todo dispuesto para venir, fui a la vecina iglesia de los frailes Predicadores, llamé a mi confesor, y antes de confesarme le dije cómo quería ir a San Francisco, a la Indulgencia de Santa María de los Angeles. Se alteró e indignó al oírlo, y no quiso confesarme ni darme licencia para venir, diciendo que esta Indulgencia no era lo que se decía. Me volvía a casa disgustada y con mucha amargura, cuando encontré a dos frailes Predicadores, que me dijeron: -- ¿Por qué estás así turbada? Habiéndoles dicho el motivo, me respondieron: -- Ten ánimo, no te entristezcas más; ven con nosotros al convento y buscaremos un buen confesor que te consuele. Fui con ellos, e hicieron como me habían prometido. Después que me confesé, estos dos frailes mandaron llamar a otros del convento, y cuando estuvieron reunidos, les dijo en mi presencia uno de los dos: -- Carísimos hermanos, tened por cierto, sin ninguna duda, que la Indulgencia de Santa María de los Angeles es verdadera y cierta, y ante Dios mucho mayor de lo que se cree; y para que vosotros lo creáis, sabed que yo soy Santo Domingo, vuestro Padre y primer Fundador de esta Orden, y éste es San Pedro Mártir. Y dicho esto, desaparecieron repentinamente. Al ver yo tan gran milagro, me puse en camino y vine, como veis, a ganar esta santísima Indulgencia. En alabanza de Jesucristo bendito. Amén. Capítulo XI Hubo en España un señor rico y noble, dueño de una fortaleza. Devoto de San Francisco, lo mismo que su mujer, daba hospedaje a los frailes y era su principal bienhechor. Como no tenía herederos, por ser estéril la esposa, hicieron voto a San Francisco que, si les alcanzaba sucesión, le servirían con toda su casa y darían hospitalidad a todos los frailes de su Orden perpetuamente. Favorecióles desde lo alto el bienaventurado Padre San Francisco y les alcanzó de Dios un hijo. Sucedió que, cuando tenía este niño ocho años, un día salió su madre temprano a la iglesia, como acostumbraba, dejándole dormido en casa. Cuando despertó y vio que era de día, se levantó, y dirigiéndose luego a la huerta, subió a un árbol a comer cerezas, que a la sazón estaban maduras. Pero inclinándose descuidadamente, cayó del árbol sobre unas estacas agudas y quedó clavado en una, que le entró por el vientre y salía por el dorso. Volvió de la iglesia la madre, y advirtió que el niño se había levantado; pero al creer que estaría, como otras veces, con los sirvientes, no pensó en buscarle hasta que tuvo la mesa puesta para comer con su marido. Buscándole entonces, y llamándole por todas partes los criados, entraron por fin en la huerta, y viéndole así desgraciadamente muerto, avisaron a los padres. Corrieron éstos con dolor y llanto, y hallaron a su hijo ya muerto y atravesado en la estaca. Sacáronle de allí, y entre alaridos de dolor le llevaron a casa, y estaban al lado del cadáver, transidos de pena por la desgracia, e invocaban a San Francisco, cuando les anunció el portero que venían derechos hacia el castillo dos frailes Menores. Al oír esto los padres del niño, encargaron que nadie diese muestras de pena ni de llanto, sino que todos les acompañasen a recibir a los frailes con alegre semblante, como acostumbraban, y que preparasen agua para lavarles los pies. Retiraron el cadáver a otra habitación interior, salieron al encuentro de los frailes, les recibieron con mucho agrado y benignidad y les lavaron los pies. La señora hizo llevar el agua en que les había lavado los pies a la habitación donde yacía muerto el niño, invocó con lágrimas a San Francisco (pues tenía confianza en Nuestra Señora y en los méritos de su siervo), metió con sus manos el cadáver en el cubo y comenzó a lavarlo y echarle agua en el vientre y en la herida, y decía: -- San Francisco, devuélveme ahora el hijo único que por tu intercesión me dio el Señor, para que con los dos favores quedemos más obligados a dar gracias a Dios y a ti, yo y toda mi casa. ¡Cosa admirable! A la vista del padre y de la madre y de muchos de la familia se levantó el niño sano e incólume, sin que le quedase otra señal que una pequeña cicatriz en el vientre, como testimonio de tan gran milagro. El llanto doloroso de los parientes y circunstantes se convirtió en lágrimas de gozo y alegría. Padre y madre acudieron a comunicar el hecho a los frailes que habían dejado en la sala y darles las gracias, pero ya no pudieron hallarlos. Entonces prorrumpieron en alabanzas al Señor, con lágrimas vivas, y reconocieron unánimes que San Francisco había venido a resucitarles a su hijo. Refirió este milagro fray Guillermo Quertorio, Provincial de Génova, hombre de entera probidad y famoso en la Orden, el cual, de paso por España, al Capítulo general, se hospedó en la casa de este señor noble, padre del niño resucitado. -- Padre Provincial -le dijo-, esta casa es vuestra y de todos vuestros hermanos, y debéis estar en ella con toda confianza. Al retirarse les dijo: -- Podéis quedar con la señora y hablarle de las cosas de Dios. Y como los frailes dilatasen algo el empezar la conversación espiritual, les dijo la señora: -- Para que tengan completa confianza aquí con nosotros, les voy a decir cuánto debemos a San Francisco y a su Orden mi marido, yo y este hijo que está presente. Porque este hijo lo tuvimos por intercesión del Santo y además nos lo resucitó. Y les contó toda la crónica del milagro, como queda dicho, y en prueba de ello les mostró la cicatriz en el cuerpo del niño. Capítulo XII La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa. Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: -- Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado. Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular consolación. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras. Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido, puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría. Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males. El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya. Capítulo XIII Dos años antes de su muerte, es decir, en otoño de 1224, estando ya el bienaventurado Francisco muy enfermo y padeciendo, sobre todo, de los ojos, habitaba en San Damián, en una celdilla hecha de esteras. Yacía en este mismo lugar y llevaba más de cincuenta días sin poder soportar de día la luz del sol, ni de noche el resplandor del fuego. Permanecía constantemente a oscuras tanto en la casa como en aquella celdilla. Tenía, además, grandes dolores en los ojos día y noche, de modo que casi no podía descansar ni dormir durante la noche; lo que dañaba mucho y perjudicaba a la enfermedad de sus ojos y sus demás enfermedades. Y lo que era peor: si alguna vez quería descansar o dormir, había tantos ratones en la casa y en la celdilla donde yacía -que estaba hecha de esteras y situada a un lado de la casa-, que con sus correrías encima de él y a su derredor no le dejaban dormir, y hasta en el tiempo de la oración le estorbaban sobremanera. En esto, cierta noche, considerando el bienaventurado Francisco cuántas tribulaciones padecía, sintió compasión de sí mismo y se dijo: -- Señor, ven en mi ayuda en mis enfermedades para que pueda soportarlas con paciencia. De pronto le fue dicho en espíritu: -- Dime, hermano: si por estas enfermedades y tribulaciones alguien te diera un tesoro tan grande que, en su comparación, consideraras como nada el que toda la tierra se convirtiera en oro; todas las piedras, en piedras preciosas, y toda el agua, en bálsamo; y estas cosas las tuvieras en tan poco como si en realidad fueran sólo pura tierra y piedras y agua materiales, ¿no te alegrarías por tan gran tesoro? Respondió el bienaventurado Francisco: -- En verdad, Señor, ése sería un gran tesoro, inefable, muy precioso, muy amable y deseable. -- Pues bien, hermano -dijo la voz-, regocíjate y alégrate en medio de tus enfermedades y tribulaciones, pues por lo demás has de sentirte tan en paz como si estuvieras ya en mi reino. Por la mañana al levantarse dijo a sus compañeros: -- Si el emperador diera un reino entero a uno de sus siervos, ¿no debería alegrarse sobremanera? Y si le diera todo el imperio, ¿no sería todavía mayor el contento? Y añadió: -- Pues yo debo rebosar de alegría en mis enfermedades y tribulaciones, encontrar mi consuelo en el Señor y dar rendidas gracias al Padre, a su Hijo único nuestro Señor Jesucristo y al Espíritu Santo, porque Él me ha dado esta gracia y bendición; se ha dignado en su misericordia asegurarme a mí, su pobre e indigno siervo, cuando todavía vivo en carne, la participación de su reino. Por eso, quiero componer para su gloria, para consuelo nuestro y edificación del prójimo una nueva alabanza del Señor por sus criaturas. Se sentó, se concentró un momento y empezó a decir: -- Altísimo, omnipotente, buen Señor... Loado seas, mi Señor... Y compuso para esta alabanza una melodía que enseñó a sus compañeros para que la cantaran. Su corazón se llenó de tanta dulzura y consuelo, que quería mandar a alguien en busca del hermano Pacífico, en el siglo rey de los versos y muy cortesano maestro de cantores, para que, en compañía de algunos hermanos buenos y espirituales, fuera por el mundo predicando y alabando a Dios. Quería, y es lo que les aconsejaba, que primero alguno de ellos que supiera predicar lo hiciera y que después de la predicación cantaran las Alabanzas del Señor, como verdaderos juglares del Señor. Quería que, concluidas las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: -- Somos juglares del Señor, y la única paga que deseamos de vosotros es que permanezcáis en verdadera penitencia. Y añadía: -- ¿Qué son, en efecto, los siervos de Dios sino unos juglares que deben mover los corazones para encaminarlos a las alegrías del espíritu? Y lo decía en particular de los hermanos menores, que han sido dados al pueblo para su salvación. A estas alabanzas del Señor, que empiezan por «Altísimo, omnipotente, buen Señor...», les puso el título de Cántico del hermano sol, porque él es la más bella de todas las criaturas y la que más puede asemejarse a Dios. Capítulo XIV Los hermanos e hijos, que habían acudido a Santa María de los Ángeles con multitud de gente de las ciudades vecinas, pasaron aquella noche del tránsito del santo Padre en divinas alabanzas; en tal forma que, por la dulzura de los cánticos y el resplandor de las luces, más parecía una vigilia de ángeles. Llegada la mañana, se reunió una muchedumbre de la ciudad de Asís con todo el clero; y, levantando el sagrado cuerpo del bienaventurado Francisco del lugar en que había muerto, entre himnos y cánticos, al son de trompetas, lo trasladaron con todo honor a la ciudad. Para acompañar con toda solemnidad los sagrados restos, cada uno portaba ramos de olivo y de otros árboles, y, en medio de infinitas antorchas, entonaban a plena voz cánticos de alabanza. Los hijos llevaban a su padre y la grey seguía al pastor que se había apresurado tras el pastor de todos. Cuando llegaron al lugar donde por primera vez había establecido la Religión y Orden de las vírgenes y señoras pobres, lo colocaron en la iglesia de San Damián, morada de las mencionadas hijas, que él había conquistado para el Señor; abrieron la pequeña ventana a través de la cual determinados días suelen las siervas de Cristo recibir el sacramento del cuerpo del Señor. Descubrieron el arca que encerraba aquel tesoro de celestiales virtudes; el arca en que era llevado, entre pocos, quien arrastraba multitudes. La señora Clara, en verdad clara por la santidad de sus méritos, primera madre de todas las otras -fue la primera planta de esta santa Orden-, se acercó con las demás hijas a contemplar al Padre, que ya no les hablaba y que, habiendo emprendido otras rutas, no retornaría a ellas. Al contemplarlo, rompieron en continuos suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, y con voz entrecortada comenzaron a exclamar: «Padre, Padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué nos dejas a nosotras, pobrecitas? ¿A quién nos confías en tanta desolación? Contigo ha desaparecido todo nuestro consuelo, y para nosotras, sepultadas al mundo, ya no queda solaz que se le pueda equiparar. ¿Quién nos ayudará en tanta pobreza de méritos, no menos que de bienes materiales?» Mas el pudor virginal se imponía sobre tan copioso llanto. Dominadas por sentimientos de tristeza y alegría, besaban aquellas coruscantes manos, adornadas de preciosísimas gemas y rutilantes margaritas; retirado el cuerpo, se cerró para ellas aquella puerta que no volvería a abrirse para dolor semejante. ¡Cuanta era la pena de todos ante los afligidos y piadosos lamentos de estas vírgenes! Llegados, por fin, a la ciudad, con gran alegría y júbilo depositaron el santísimo cuerpo en lugar sagrado y desde entonces más sagrado, la iglesia de San Jorge. A gloria del sumo y omnipotente Dios, ilumina desde allí el mundo con multitud de milagros, de la misma manera que hasta ahora lo ha ilustrado maravillosamente con la doctrina de la santa predicación. ¡Gracias a Dios! Amén. |
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