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. | VIDA DE FRAY JUNÍPERO
Capítulo I Uno de los primeros y más escogidos discípulos y compañeros de San Francisco fue fray Junípero, hombre de profunda humildad y de gran caridad y fervor. De él dijo una vez San Francisco a sus santos compañeros: -- Será buen fraile Menor aquel que se haya vencido a sí y al mundo como fray Junípero. En una ocasión, en Santa María de los Angeles, fue a visitar, encendido todo en caridad divina, a un fraile enfermo, y le preguntó con mucha compasión: -- ¿Podría yo hacerte algún servicio? -- Mucho consuelo me darías -le respondió- si pudieras hacerme con una pata de cerdo. -- Déjalo de mi cuenta -dijo al instante fray Junípero-, que inmediatamente la encontraré. Marchó, y se hizo con un cuchillo, creo que en la cocina; salió con mucho fervor al bosque donde comían unos cerdos, y echándose a uno, le cortó una pata y huyó, dejándolo con el pie cortado. De vuelta ya en el convento, lavó, arregló y coció la pata, y después de aderezarla muy diligentemente, se la llevó al enfermo con mucha caridad. El enfermo la comió con avidez, no sin mucho consuelo y alegría de fray Junípero, el cual, para contentarlo más, le refería, muy gozoso, todas las circunstancias del asalto que había dado al cerdo. Mientras tanto, el porquero, que había visto al fraile cortar el pie, se fue con mucha indignación a contar a su amo toda la historia según había sucedido. Y éste, informado del hecho, vino al convento llamando a los frailes hipócritas, ladronzuelos, engañadores, criminales y gente perdida, porque habían cortado la pata a su cerdo. Al gran alboroto que hacía, acudió San Francisco, y en pos de él los otros frailes. El Santo, como ignorante del hecho, los excusaba, con mucha humildad, y para aplacarle prometía reparar todo el daño que había recibido. Mas ni por eso se calmaba, antes prorrumpía con mucha ira en villanías y amenazas, irritándose más contra los frailes, e insistía siempre en que con toda malicia le habían cortado la pata a su cerdo; y, por fin, se marchó escandalizado, sin querer admitir excusa ni promesa alguna. Lleno de prudencia San Francisco, mientras todos los otros frailes estaban estupefactos, pensó y dijo para sí: «¿Habrá hecho esto fray Junípero por celo indiscreto?» Y haciéndole llamar secretamente, le preguntó: -- ¿Cortaste acaso tú la pata a un cerdo en el bosque? Fray Junípero, no como quien ha cometido una falta, sino como el que cree haber hecho una grande obra de caridad, respondió muy alegre: -- Dulce Padre mío, así es; corté un pie a dicho cerdo, y si quieres saber el motivo, Padre mío, escúchame con sosiego. Fui a visitar al enfermo fray N... Y le refirió exactamente todo el hecho, añadiendo después: -- En vista del consuelo de nuestro hermano y de lo bien que le sentó, te aseguro que, si como se lo corté a un cerdo se lo hubiera cortado a cien, lo habría dado Dios por bien hecho. A lo que San Francisco, con celo de justicia y con gran amargura, respondió: -- ¡Oh fray Junípero! ¿Por qué has hecho tan gran escándalo? No sin razón se queja aquel hombre y está tan irritado contra nosotros, y acaso anda ahora difamándonos en la ciudad por tan grande culpa, y tiene mucho motivo. Te mando, por santa obediencia, que corras en busca de él hasta que le alcances, y échate por tierra y confiésale tu culpa, prometiéndole que le darás tan entera y cumplida satisfacción, que no tenga motivo para quejarse de nosotros, pues ciertamente ha sido un exceso demasiado grande. Fray Junípero se admiró mucho de estas palabras, y estaba asombrado de que una acción tan caritativa pudiese causar la mínima turbación, porque le parecía que las cosas temporales nada valen sino en cuanto se comunican caritativamente por el prójimo. Respondió, por fin, fray Junípero: -- No te dé cuidado, Padre mío, que inmediatamente le pagaré y le contentaré. ¿Por qué ha de estar así turbado, si al fin el cerdo era más de Dios que de él, y se hizo una obra de caridad tan grande? Corrió, pues, y alcanzó al hombre, que estaba sobremanera airado y no le había quedado pizca de paciencia. Fray Junípero se puso a contarle cómo había cortado la pata al cerdo y por qué motivo lo había hecho; y se lo decía con tanto fervor, entusiasmo y gozo, cual si en ello le hubiese prestado un grande servicio que debiese ser muy bien recompensado. El hombre, arrebatado y vencido de la ira, dijo a fray Junípero muchas villanías; le llamó extravagante, ladronzuelo, estúpido y malandrín perverso. Nada se le dio a fray Junípero por semejantes palabras, pues en recibir injurias se recreaba; pero estaba maravillado, y pensó que no le había entendido bien, porque a él le parecía asunto de alegría y no de ira, por lo cual le repitió toda la dicha historia, se le echó al cuello, le abrazó y besó, le dijo cómo todo se había hecho por caridad, y le invitó con muchas súplicas a que hiciese lo mismo con el resto del cerdo. Le hablaba con tanta caridad, simplicidad y humildad, que, volviendo en sí aquel hombre, se postró en tierra, arrepintiéndose y derramando muchas lágrimas por las injurias que había dicho y hecho a tan santos frailes; después mató el cerdo, lo coció y vino a traerlo, llorando de devoción, a Santa María de los Angeles y se lo dio a comer a aquellos santos frailes, en compensación de las injurias que les había dicho y hecho. Al ver San Francisco en este santo fray Junípero su simplicidad, grandísima paciencia y admirable sufrimiento en las adversidades, dijo a los compañeros y a los demás circunstantes: -- Hermanos míos, ¡pluguiera a Dios que de tales Juníperos tuviera yo un gran bosque! En alabanza de Cristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo II No podían sufrir los demonios la pureza, inocencia y humildad profunda de fray Junípero, como se ve por el siguiente caso: En cierta ocasión un endemoniado se echó fuera del camino, con mucha agitación y contra su costumbre, y huyó repentina y velozmente, recorriendo en diferentes direcciones siete millas. Siguiéronle sus parientes con mucho sentimiento, y cuando le alcanzaron le preguntaron por qué había huido con tanto furor. -- Venía -contestó- por aquel camino el necio de Junípero, y no puedo sufrir su presencia ni esperarlo; por eso huí a este lugar. Al comprobar la verdad, supieron que fray Junípero había pasado en aquella hora que decía el demonio. Por eso San Francisco, cuando le traían endemoniados para que los sanase, y el demonio no salía pronto, le decía: -- Si no dejas luego a esta criatura, llamaré contra ti a fray Junípero. Y el demonio, con temor de la presencia de éste y sin poder sufrir la virtud y humildad de San Francisco, partía inmediatamente. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo III Quiso una vez el demonio mover escándalo y persecución contra fray Junípero, y se fue a un cruelísimo tirano, llamado Nicolás, que a la sazón estaba en guerra con la ciudad de Viterbo, y le dijo: -- Señor, guarda bien tu castillo, porque ha de llegar aquí muy pronto un gran traidor, mandado por los de Viterbo para matarte y prenderle fuego. En prueba de ello te doy estas señas: viene como un pobrecillo, con los vestidos del todo rotos y remendados, y la capucha rasgada y vuelta hacia la espalda; trae una lezna para matarte y un eslabón para poner fuego al castillo. Si no resulta verdad, dame el castigo que quieras. Palideció a estas palabras el tirano Nicolás y se llenó de estupor y miedo, porque le pareció persona de importancia la que le avisaba. Dio orden para que las guardias se hiciesen con diligencia, y que si llegaba un hombre con las señas dichas se lo presentasen inmediatamente. En esto venía fray Junípero sin compañero, pues por su mucha virtud tenía licencia para andar y estar solo, según le pareciese. Unos jovenzuelos que le encontraron le hicieron muchas burlas y desprecios, pero, bien lejos de turbarse, él mismo los inducía a que le hiciesen mayores afrentas. De esta suerte llegó a la puerta del castillo, y viéndole los guardias tan astroso, en traje estrecho, todo rasgado, pues me parece que en el camino el hábito lo había dado en parte a los pobres por amor de Dios, como ya no tenía apariencia de fraile Menor, y las señas dadas recaían manifiestamente en él, le llevaron con furor a la presencia del tirano Nicolás. Registráronle los criados, por ver si traía armas ofensivas, y le encontraron en la manga una lezna, con que cosía las suelas, y un eslabón para encender fuego, porque, cuando hacía buen tiempo, muchas veces habitaba en bosques y desiertos. Al ver Nicolás las señas que le había dado el demonio, mandó que le agarrotasen la cabeza, y lo hicieron con tanta crueldad, que la cuerda se le entraba en la carne. Después le aplicó el tormento de la cuerda, haciéndole estirar y torturar los brazos y descoyuntar todo el cuerpo, sin ninguna compasión. Preguntado fray Junípero quién era, respondió: -- Soy un grandísimo pecador. Preguntado si quería entregar el castillo a los de Viterbo, dijo: -- Soy un pésimo traidor, indigno de todo bien. Preguntándole si intentaba matar con aquella lezna a Nicolás e incendiar el castillo, contestó: -- Muchos mayores y peores males haría, si Dios me lo permitiese. Arrebatado Nicolás de la ira, no quiso hacer más indagaciones, y sin la menor dilación condenó con furor a fray Junípero como traidor y homicida, y le sentenció a ser atado a la cola de un caballo, arrastrado por tierra hasta el patíbulo y ahorcado inmediatamente. A todo esto, fray Junípero ni se excusaba, ni mostraba la menor tristeza, antes bien, como quien por amor de Dios se consuela con las tribulaciones, estaba muy alegre y satisfecho. En cumplimiento de la orden del tirano, ataron a fray Junípero por los pies a la cola de un caballo y le llevaron a rastras; él no se quejaba ni se dolía, e iba con mucha humildad, como cordero manso llevado al matadero. A este espectáculo y repentina ejecución corrió todo el pueblo para ver cómo le ajusticiaban con tal precipitación y crueldad, y nadie le conocía. Pero quiso Dios que un buen hombre, que había visto prender a fray Junípero y veía que en seguida le ajusticiaban, corrió al convento de los frailes Menores para decirles: -- Os ruego por Dios que vengáis presto, porque prendieron atropelladamente a un pobrecillo y le condenaron y llevan a la muerte; venid para que pueda, al menos, entregar el alma en vuestras manos, que me parece una buena persona y no tuvo tiempo para confesarse; le llevan a la horca y no parece que se cuide de la muerte ni de la salvación de su alma; venid pronto. El Guardián, como hombre piadoso, acudió inmediatamente a procurar la salvación de aquella alma, y cuando llegó se había aglomerado tanta gente para ver la ejecución, que le fue imposible acercarse y tuvo que detenerse y esperar coyuntura favorable. En esto oyó una voz de entre la gente que decía: -- No hagáis eso, infelices, no hagáis eso; que me hacéis daño en las piernas. Al punto sospechó el Guardián si sería aquél fray Junípero, y metiéndose con fervor y resolución por entre la gente, apartó el lienzo que le cubría el rostro, y vio que, efectivamente, era fray Junípero. Por compasión, quiso quitarse el hábito para vestírselo a fray Junípero, pero éste le dijo con alegre semblante y casi riendo: -- No, P. Guardián, que estás grueso y parecería mal tu desnudez; no quiero. Entonces el Guardián, con grande llanto, pidió a los ejecutores y a todo el pueblo que, por piedad, esperasen un poco, mientras él iba a interceder con el tirano Nicolás y pedirle por gracia la vida de fray Junípero. Consintieron los verdugos y varios circunstantes, creyendo que sería pariente suyo, y el piadoso y devoto Guardián se fue al tirano Nicolás y le dijo con amargo llanto: -- Señor, yo no sabré decirte el asombro y amargura en que me veo, porque me parece que se ha cometido hoy en esta tierra el mayor mal y más grande pecado que jamás se ha hecho en los tiempos de nuestros antepasados, y creo que se hizo por ignorancia. Nicolás escuchó pacientemente al Guardián y le preguntó: -- ¿Cuál es el pecado y el mal que se ha cometido hoy en esta tierra? -- Que has condenado -dijo el Guardián- a cruel suplicio, y creo de cierto que sin razón, a uno de los más santos frailes que tiene hoy la Orden de San Francisco, de la que eres singularmente devoto. -- Dime, Guardián -preguntó Nicolás-. ¿Quién es ése? Acaso por no conocerlo he cometido grande yerro. -- El que has condenado a muerte es fray Junípero, compañero de San Francisco -contestó el Guardián. Quedó estupefacto el tirano Nicolás, porque había oído la fama de la santa vida de fray Junípero, y, atónito y pálido, corrió con el Guardián, y al llegar a fray Junípero le desató de la cola del caballo, y a la vista de todo el pueblo se postró en tierra delante de él, y con mucho llanto reconoció su culpa y le pidió perdón por aquella injuria y villanía que había hecho cometer contra tan santo fraile, y añadió: -- Yo creo verdaderamente que ya no puede tardar el fin de mi mala vida, por haber maltratado de esta manera sin razón alguna a este tan santo hombre. Y aunque lo hice por ignorancia, permitirá Dios que acabe luego con muerte desastrosa. Fray Junípero perdonó espontáneamente a Nicolás; pero a los pocos días, por divina permisión, acabó este tirano su vida con muerte muy cruel. Partió de allí fray Junípero y quedó todo el pueblo bien edificado. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo IV Era tanta la piedad y compasión de fray Junípero para con los pobres, que cuando veía alguno mal vestido o desnudo, inmediatamente se quitaba la túnica o la capilla del hábito y se la daba; así es que el Guardián le mandó por santa obediencia que no diese a ninguno toda la túnica, ni parte del hábito. Sucedió de allí a pocos días que encontró un pobre casi desnudo, el cual le pidió limosna por amor de Dios, y él le dijo con mucha compasión: -- No tengo nada que pueda darte si no es la túnica, y me ha mandado el Superior que no la dé a nadie, ni parte del hábito; pero si tú me la quitas de encima, yo no te lo impido. No lo dijo a un sordo, pues en un instante se la quitó el pobre y se marchó con ella, dejando despojado a fray Junípero. Cuando éste volvió al convento, le preguntaron por la túnica, y respondió: -- Una buena persona me la quitó de encima y se fue con ella. Crecía en él la virtud de la misericordia, y no se contentaba con dar la túnica, sino que cuanto le venía a las manos, libros, ornamentos, mantos, todo lo daba a los pobres. Por eso los frailes no dejaban las cosas en público, porque fray Junípero lo daba todo por amor y alabanza de Dios. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo V Hallábase una vez fray Junípero en Asís, el día de la Natividad del Señor, y puesto en oración delante del altar, que estaba muy bien arreglado y adornado, le rogó el sacristán que se quedase guardándolo, mientras él iba a comer un poco. Puesto allí fray Junípero en devota meditación, vino una pobrecita y le pidió limosna por Dios. -- Espera un poco -le respondió- y veré si de este altar, tan adornado, te puedo dar alguna cosa. Cubría el altar un raro mantel, adornado con campanillas de plata de gran valor, y dijo fray Junípero: «Estas campanillas están de sobra»; y con un cuchillo las cortó todas del mantel y se las dio por caridad a la pobre. El sacristán, no bien comió tres o cuatro bocados, se acordó de las mañas de fray Junípero, y comenzó a sospechar fuertemente no le hiciese algún estropicio, por celo de caridad, en el altar tan adornado que le había encargado guardar. Se levantó, pues, apresuradamente y acudió a la iglesia a mirar si faltaba o habían quitado algo de los adornos. Cuando vio que habían cortado y llevado las campanillas del mantel, fue desmesurada su turbación y escándalo. Viéndole así agitado fray Junípero, le dijo: -- No tengas pena por aquellas campanillas. Se las di a una pobre mujer que tenía grandísima necesidad, y aquí no hacían servicio ninguno, sino que eran una ostentación inútil y mundana. Muy desconsolado el sacristán, echó a correr por la iglesia y la ciudad, por si acaso podía hallar a la mujer; pero ni la encontró a ella ni a nadie que la hubiese visto. Volvió al convento y arrebatadamente recogió el mantel y lo llevó al General, que estaba en Asís, y le dijo: -- Padre General, vengo a pedirte justicia contra fray Junípero, que me echó a perder este mantel, el más precioso que había en la sacristía; mira cómo lo ha estropeado, quitándole todas las campanillas de plata, y dice que se las dio a una pobre. -- No fue fray Junípero -respondió el General-, sino más bien tu locura quien hizo esto, porque demasiado debías saber sus manías; te aseguro que me admira cómo no dio todo lo demás; sin embargo, le corregiré bien por esta falta. Convocó a Capítulo a todos los frailes, y a fray Junípero le reprendió muy ásperamente en presencia de toda la comunidad por causa de las dichas campanillas, y tanto se acaloró y esforzó la voz, que se puso ronco. Fray Junípero se cuidó poco o casi nada de aquellas palabras, porque se recreaba con las injurias cuando se veía bien despreciado; pero al notar la ronquera del General, comenzó a pensar en el remedio. Así que en cuanto recibió la reprensión, salió a la ciudad y se hizo preparar una escudilla de harina con manteca. Era ya muy entrada la noche cuando volvió, encendió luz, fue con la escudilla a la celda del General y llamó a la puerta. Abrió el General, y al verlo con la candela encendida y la escudilla en la mano le preguntó en voz baja: -- ¿Qué es esto? -- Padre mío -respondió fray Junípero-, cuando me reprendías hoy de mis defectos noté que la voz se te puso ronca, creo que por la mucha fatiga, y como remedio hice preparar esta harina; te ruego que la comas, porque te ha de ablandar el pecho y la garganta... -- ¿Qué hora es ésta -dijo el General- para que inquietes a los demás? Fray Junípero le contestó: -- Mira que se hizo para ti; te ruego que la tomes sin ningún escrúpulo, porque te ha de hacer mucho bien. Disgustado el General por lo intempestivo de la hora y por la importunidad, le mandó que se fuese de allí, diciéndole que no quería comer a semejante hora; y le despidió con palabras despectivas. Al ver fray Junípero que no valían ruegos ni halagos, le dijo: -- Padre mío, ya que no quieres tomar esta harina que se hizo para ti, hazme siquiera el favor de tener la candela, y la comeré yo. Entonces el General, como persona bondadosa y devota, considerando la piedad y simplicidad de fray Junípero y el buen afecto con que hacía estas cosas, le dijo: -- Pues ya que tú lo quieres, comamos los dos juntos. Y ambos comieron aquella escudilla de harina, por la importuna caridad de fray Junípero; y mucho más los recreó la devoción que la comida. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo VI Una vez determinó fray Junípero guardar silencio seis meses, de este modo: El primer día por amor del Padre celestial. El segundo por amor de su Hijo Jesucristo. El tercero por amor del Espíritu Santo. El cuarto por reverencia a la Virgen María, y prosiguiendo así, cada día por amor de algún santo siervo de Dios, estuvo seis meses sin hablar, por devoción. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo VII Estaban una vez reunidos fray Gil, fray Simón de Asís, fray Rufino y fray Junípero. Hablaban de Dios y de la salvación del alma, y dijo fray Gil a los demás: -- ¿Cómo hacéis vosotros con las tentaciones de impureza? Fray Simón respondió: -- Yo considero la vileza y torpeza del pecado, y así concibo una grande abominación y me libro. -- Yo me echo tendido por tierra -dijo fray Rufino- y estoy en oración para implorar la clemencia de Dios y de la Madre de Jesucristo, hasta que me siento del todo libre. -- Cuando yo oigo venir -contestó a su vez fray Junípero- el ruido de la sugestión diabólica, acudo inmediatamente a cerrar la puerta de mi corazón, y pongo dentro, para seguridad de la fortaleza, mucha tropa de santos pensamientos y deseos, y cuando llega la sugestión carnal y llama a la puerta, respondo yo de dentro: «Afuera, que la casa está ya tomada y no cabe en ella más gente»; y así nunca dejo entrar el pensamiento impuro dentro de mi corazón, y viéndose vencido y derrotado, huye no sólo de mí, sino de toda la comarca. Dijo entonces fray Gil: -- Contigo estoy, fray Junípero; el enemigo carnal no se puede combatir de mejor manera que huyendo; porque tiene dentro al traidor apetito, y acomete además de fuera por los sentidos corporales, con tanta fuerza que sin huir no se puede vencer. El que de otra manera quiera combatir se fatigará en la batalla y pocas veces conseguirá victoria. Huye del vicio y serás vencedor. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo VIII El humilde fray Junípero quería una vez verse bien humillado; se despojó del hábito, y después de envolverlo y atarlo, se lo puso a la cabeza, y sosteniéndolo siempre con las manos entró en esta disposición en Viterbo y se fue a la plaza pública, a exponerse a la irrisión de la gente. Niños y mozalbetes, tomándole por loco, le hicieron muchas villanías, le echaron encima buena cantidad de lodo, le tiraban piedras, le daban empellones de un lado para otro y le decían muchas burlas. Él se estuvo allí sufriendo todo esto gran parte del día y después se volvió en aquella misma disposición al convento. Cuando le vieron los frailes se escandalizaron, porque había venido por toda la ciudad en aquella forma, con su fardo a la cabeza; y le reprendieron muy ásperamente, con grandes amenazas. Uno decía: -- Metámosle en la cárcel. -- Ahorcadle -exclamaba otro. -- No hay castigo -decían algunos- que pueda bastar para tan mal ejemplo como hoy ha dado de sí y de toda la Orden. Y fray Junípero, muy alegre, respondía con mucha humildad: -- Muy bien dicho; todo eso y mucho más merezco yo. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo IX Iba fray Junípero una vez a Roma, donde ya se había divulgado la fama de su santidad, y le salieron muchos al encuentro con gran devoción; y viendo él venir tanta gente, se le ocurrió convertir aquella devoción en burla y escarnio propio. Estaban allí dos muchachos jugando al columpio. Habían atravesado un madero sobre otro, y, montados en los extremos, el uno subía mientras el otro bajaba. Fray Junípero quitó del palo a uno de los muchachos, y poniéndose él, empezó a columpiarse. En esto llegó la gente y se admiraban de encontrar a fray Junípero columpiándose. Sin embargo, le saludaron con gran devoción y esperaban a que dejase el juego del columpio para acompañarle honrosamente al convento. Fray Junípero no hizo caso del saludo, ni de la devoción que le mostraban, ni se le dio porque le estuviesen esperando; y seguía columpiándose con mucho afán. Después de esperarle largo espacio, algunos se cansaron y comenzaron a decir: -- ¡Qué estúpido es este hombre! Otros, que conocían la condición de fray Junípero, se movían más a devoción; pero, al fin, se marcharon, dejándole en su columpio. Después que se fueron todos, fray Junípero quedó muy consolado, porque algunos habían hecho burla de él. Siguió entonces su camino, entró en Roma con mucha mansedumbre y humildad y se fue al convento de los frailes Menores. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo X Estaba fray Junípero en un convento pequeño, y sucedió una vez que todos los frailes salieron afuera por cierto motivo razonable, y quedó él solo en casa. Dijo el Guardián: -- Fray Junípero, nosotros salimos todos; cuando volvamos, procura tener hecho algo de comer para los frailes. -- De muy buena gana -respondió él-; déjalo de mi cuenta. Después que todos marcharon, se dijo fray Junípero: «¿A qué esta solicitud superflua de estarse un fraile metido en la cocina y apartado siempre de la oración? Por cierto que ahora que estoy de cocinero he de hacer de una vez tanta comida que les llegue para quince días a todos los frailes, y aunque fuesen más». Salió muy afanoso al pueblo, pidió varias ollas grandes de cocer, buscó carne fresca, ensalada, pollos, huevos y verdura; recogió bastante leña; y todo lo puso al fuego; los pollos sin desplumar, los huevos con cáscara, y por este estilo todo lo demás. Luego que volvieron al convento los frailes, uno, que tenía bien conocida la simpleza de fray Junípero, se fue a la cocina, y al ver tantas y tan grandes ollas en aquella grandísima hoguera, se sentó sin decir nada, y observaba con admiración la solicitud con que fray Junípero hacía de comer. Como el fuego era mucho y no podía acercarse bien para revolver las ollas, buscó una tabla y con el cordón la ató bien apretada al cuerpo, y luego saltaba de una olla a otra, que era una delicia verlo. Como observase dicho fraile con mucho placer todas las particularidades, sale de la cocina, encuentra a los otros, y les dice: -- Os aseguro que fray Junípero hace bodas. Ellos creyeron que lo decía de burla. Por fin, fray Junípero retiró del fuego sus ollas, e hizo tocar a comer. Estando ya los frailes por orden a la mesa, entra él en el refectorio con su comida, todo encendido por la fatiga y el calor del fuego, y les dice: -- Comed bien, y después vamos todos a la oración, y nadie piense ya en hacer comida por esta temporada, porque tengo hecha tanta, que ha de llegar bien para más de quince días. Al decir esto, pone en la mesa ante los frailes aquellos potajes, que no habría en el pueblo cerdo tan hambriento que los comiese. Alababa fray Junípero sus viandas para darles despacho, y como los otros no las comían, decía: -- Estas gallinas son buenas para el cerebro; este cocido ha de refrescar el cuerpo; está muy rico. Observaban los frailes con admiración y devoción la solicitud afectuosa y la simpleza de fray Junípero, cuando el Guardián, indignado por tanta fatuidad y tanto bien perdido, comenzó a reprenderle muy ásperamente. Fray Junípero se postró inmediatamente en tierra, y arrodillado ante el P. Guardián confesó su culpa a él y a todos los frailes mientras decía: -- Soy un hombre pésimo; a tal hombre, porque cometió tal delito, le arrancaron los ojos; pero yo lo merecía mucho más que él; a tal otro ahorcaron por sus faltas, pero mucho más lo merezco yo por mis malas obras; ¡y ahora desperdicié tanto bien de Dios y de la Orden! Y se retiró reprendiéndose amargamente, y en todo aquel día no apareció delante de ningún fraile. Y dijo entonces el Guardián a los otros: -- Hermanos míos carísimos, de buena gana quisiera yo que este hermano desperdiciase cada día otro tanto como ahora, si lo tuviésemos, sólo por la edificación que nos da; porque todo fue obra de grande sencillez y caridad. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo XI Moraba fray Junípero en el valle de Espoleto, y en cierta ocasión que había en Asís una gran fiesta a la que acudía mucha gente con gran devoción, le vino a él también la gana de ir, y el mismo día de la fiesta, despojándose del hábito, atravesó de esta manera por todo el valle de Espoleto y otros dos pueblos, y pasó por medio de la gran ciudad hasta llegar al convento. Turbados y escandalizados los frailes al verlo en aquella disposición, le reprendieron muy duramente, llamándole fatuo, necio y perturbador de la Orden de San Francisco, y diciéndole que se le debía encadenar como a loco. Estaba el General en el convento, y hace llamar a todos y a fray Junípero, y le da una áspera reprensión en plena comunidad. Y después de muchas palabras, para imponerle castigo, le decía: -- Es tan grande y de tal naturaleza tu falta, que yo no sé qué penitencia darte. A lo que respondió fray Junípero, como quien se complacía en su propia humillación: -- Te la diré yo, padre mío: que de la misma manera que llegué desnudo hasta aquí, me mandes volver por penitencia al convento de donde vine a esta fiesta. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo XII Estaba una vez fray Junípero oyendo misa con mucha devoción, y se quedó arrobado, por elevación de la mente, durante grande espacio. Y dejándole allí solo, lejos de donde estaban los frailes, cuando volvió en sí comenzó a decir con gran fervor: -- ¡Oh hermanos míos!, ¿quién hay tan noble en este mundo que no llevase de buena gana por toda la ciudad una cesta de estiércol si le dieran un bolsillo lleno de oro? ¡Ay de mí! -exclamaba-, ¿por qué no hemos de pasar un poco de vergüenza para poder ganar la bienaventuranza del cielo? En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo XIII Tenía fray Junípero un compañero fraile, llamado Attientalbene, a quien amaba íntimamente. Y, en verdad, la vida de éste era suma sabiduría y obediencia; porque, aunque todo el día le estuviesen abofeteando, jamás se quejaba ni decía palabra. Muchas veces le enviaban a lugares donde la gente era intratable y le movían muchas persecuciones, y él las sufría todas muy pacientemente, sin la menor queja. Según se lo mandaba fray Junípero, plañía o reía. Cuando el Señor fue servido, murió fray Attientalbene con muy grande santidad, y al recibir fray Junípero la noticia de su muerte, sintió tanta tristeza en su alma, cuanta jamás había tenido por ninguna cosa temporal o sensible. Y para mostrar al exterior la grande amargura que sentía, exclamaba: -- ¡Ay, infeliz de mí, que ya no me queda bien alguno, y todo el mundo se acabó para mí con la muerte de mi dulcísimo y amadísimo fray Attientalbene! Y añadía: -- Si no fuera porque no me dejarían en paz los frailes, yo iría a su sepulcro, tomaría su cadáver y haría del cráneo dos escudillas; y para continuo recuerdo suyo y devoción mía, comería siempre en la una y bebería en la otra cuando quisiese o tuviese sed. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo XIV Estaba una vez fray Junípero en oración, y, acaso con presunción, le pareció ver una mano en el aire y oyó con los oídos corporales una voz que le decía: -- Fray Junípero, sin esta mano no puedes tú hacer nada. Al instante se levantó, y con la vista alta iba diciendo a voces por el convento: -- ¡Es bien cierto, es bien cierto! Y anduvo repitiéndolo bastante tiempo. En alabanza de Jesucristo y del pobrecillo Francisco. Amén. Capítulo XV Fray Hernán, lector de Bratislavia, refiere que oyó a fray Juan, compañero de San Francisco, cómo cierto hermano lego, llamado Junípero, fue enviado con otros frailes a fundar un convento. Puestos en camino, los compañeros eligieron a fray Junípero para que les procurase lo necesario durante el viaje. Y al llegar a un pueblo a la hora de comer, comenzó fray Junípero a decir a gritos en la lengua vulgar de Lombardía: -- Non nu albergate?, esto es: ¿no nos hospedáis? -- Non nu recivate?, o sea: ¿no nos recibís? -- Non nu fate bene?, es decir: ¿no nos hacéis bien? -- Non bene vestitu?, que significa: ¿no es bien empleado? Y como clamase así repetidas veces, los compañeros se avergonzaron mucho y le reprendían porque gritaba de aquella manera, en vez de procurarles el sustento necesario; pero él les respondió: -- Dejadme gritar, ya que me habéis elegido procurador vuestro. Los habitantes de aquel pueblo, al verlos vestidos en hábito desconocido y pidiendo limosna de un modo tan extraño y nunca visto, se admiraban mucho. Por fin, uno, al reparar más en ellos, los llamó y les preguntó quiénes eran y por qué clamaban de aquella manera. Fray Junípero le respondió: -- Hombres pecadores y penitentes somos, y tenemos que buscar lo necesario para vivir; pero no merecemos que nos hospeden, ni reciban, ni hagan bien, porque hemos ofendido a Dios con muchos pecados. Al oír esto aquel hombre, se movió a devoción y los introdujo en su casa, les dio de comer y los trató benignísimamente. Y oyéndoles hablar como ilustrados por el Espíritu Santo, a vista de su ingenuidad, les encargó que siempre que les ocurriese pasar viniesen a hospedarse en su casa y enviasen también a ella a los demás frailes. Prosiguió fray Junípero el viaje con los compañeros, pero se les adelantó el diablo en forma humana, y llegándose a un castillo por donde tenían que pasar, dijo al señor del mismo que lo guardase bien, porque a tal hora vendrían cuatro hombres con cierto hábito desusado, los cuales eran traidores y querían entregarlo a traición. Mandó aquel señor a su gente que notasen la hora y estuviesen alerta. Y vigilantes ellos, vieron venir hacia el castillo cuatro frailes, por lo cual llamaron a su señor, y, aprisionándolos, los acometieron ferozmente. Fray Junípero, con grande resolución de espíritu, desnudó el cuello y lo ofreció a la espada, mientras los compañeros se postraban en tierra en espera de la muerte. Al ver esto aquel señor, dijo a su gente: -- Si éstos fueran traidores, como se nos ha dicho, vendrían con armas y otros preparativos. Con todo, antes de dejarlos marchar, hizo apalear muy bien a fray Junípero, el cual se levantó después, le dio las gracias e inclinó la cabeza y se retiró de allí con los otros frailes al lugar donde habían de fundar el convento. Pasado algún tiempo sucedió que aquel señor vino al nuevo convento para oír misa; le conoció fray Junípero e hizo preguntar dónde se hospedaba. Rogó después a un amigo que le hiciese el favor de proporcionarle un buen regalo, que se pudiese enviar a un hombre honrado que le había hecho un gran servicio. Y habiéndoselo traído, lo envió al señor que le había hecho apalear y encargó al portador le dijese que se lo mandaba un fraile Menor en recompensa de la especial amistad que en cierta ocasión le había mostrado. Diole las gracias este señor por medio del mensajero sin conocerle, y después de la comida vino al convento y preguntó por el fraile que le había enviado tan grande muestra de amistad. -- Soy yo -respondió fray Junípero-, y te estaré agradecido eternamente por lo bien que has domado a mi enemigo. -- ¿Y quién es tu enemigo? -le preguntó-; yo siempre haré lo que os agrade. -- Mi enemigo -respondió fray Junípero- es este hermano cuerpo, que domaste muy bien cuando me hiciste apalear en tu castillo; porque desde entonces me ha sido más obediente que antes. Confundido aquel señor al oír esto, pidió perdón, y de allí en adelante cambió para con todos los frailes, y dio en hospedarlos en su casa y los trató siempre como amigos de toda la vida. |
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