DIRECTORIO FRANCISCANO
Consideraciones sobre las Llagas

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CONSIDERACIÓN IV
Cómo San Francisco, después de la impresión de las llagas,
partió del Alverna y regresó a Santa María de los Ángeles

En cuanto a la cuarta consideración, es de saber que, después que el verdadero amor de Cristo transformó perfectamente a San Francisco en Dios y en la verdadera imagen de Cristo crucificado, terminada la cuaresma de cuarenta días en honor de San Miguel Arcángel en el santo monte Alverna, después de la solemnidad de San Miguel bajó de la montaña el hombre angélico Francisco con el hermano León y con un devoto labriego, en cuyo asno iba montado, ya que, por causa de los clavos de los pies, no podía caminar a pie, sino con mucha dificultad.

Habiendo, pues, bajado del monte San Francisco, como la fama de su santidad se había ya divulgado por la comarca y los pastores habían difundido el hecho de haber visto en llamas el monte Alverna, lo cual era señal de que Dios había hecho algún milagro a San Francisco, toda la gente del país, al oír que pasaba, acudía a verlo: hombres y mujeres, pequeños y grandes, todos pugnaban por tocarle y besarle la mano con gran devoción. No pudiendo él sustraerse a la devoción de la gente, aunque llevaba vendadas las palmas, con todo, para ocultar mejor las llagas, todavía se las envolvía y cubría con las mangas, y daba a besar solamente los dedos descubiertos.

Pero, por mucho que tratase de ocultar y encubrir el secreto de las gloriosas llagas para huir de toda ocasión de gloria mundana, plugo a Dios manifestar su gloria con muchos milagros realizados por la virtud de dichas llagas; sobre todo, en este viaje desde el monte Alverna a Santa María de los Ángeles, y más tarde, con otros muchísimos en diversas partes del mundo, así en vida de él como después de su muerte, a fin de que se manifestase al mundo su oculta y maravillosa virtud y la caridad y misericordia sin medida de Cristo hacia él mediante prodigios claros y evidentes, de los cuales enumeramos aquí algunos.

Sucedió que, aproximándose San Francisco a una aldea que había en los confines de la comarca de Arezzo, se le puso delante una mujer llorando amargamente y llevando en brazos a su hijo de ocho años, hidrópico desde hacía cuatro; tenía el vientre tan desmesuradamente inflado, que, puesto en posición vertical, no podía verse los pies. La mujer le puso el hijo delante, suplicándole que pidiese a Dios por él. San Francisco se puso primero en oración; terminada ésta, colocó sus manos sobre el vientre del niño; al punto desapareció toda la hinchazón y quedó perfectamente sano, y se lo devolvió a su madre, la cual lo recibió con grandísima alegría y se lo llevó a casa dando gracias a Dios y a su santo. Y mostraba muy gustosamente el hijo curado a todo el vecindario que acudía a su casa para verlo (1).

Aquel mismo día pasó San Francisco por Borgo San Sepolcro, y antes de que llegase a la población le salió al encuentro multitud de gente de la ciudad y de las aldeas vecinas; muchos de ellos iban delante de él con ramas de olivo en las manos y gritando con fuerza:

-- ¡Aquí viene el santo, aquí viene el santo!

Y la gente se agolpaba y apretaba sobre él en su deseo de tocarle por devoción. Pero él iba con la mente tan elevada y absorta en Dios por la contemplación, que, por más que le tocaban, y tiraban, y apretaban, como si fuera insensible, no sentía nada de cuanto sucedía o se decía en torno a él, y ni siquiera se dio cuenta de que pasaba por la ciudad ni por la comarca. En efecto, cuando pasaron Borgo y la multitud se volvió a sus casas, al llegar a una leprosería a una milla más allá de Borgo, volvió en sí de la celeste contemplación, y, como si viniese del otro mundo, preguntó al compañero:

-- ¿Cuándo llegamos a Borgo?

A la verdad, su espíritu, fijo y absorto en la contemplación de las cosas celestiales, no se había dado cuenta de las cosas de la tierra, ni de la diversidad de los lugares y de los tiempos, ni de las personas que encontraba (2). Esto le sucedió también otras veces, como pudieron claramente comprobar sus compañeros.

Llegó aquella noche San Francisco al eremitorio que tenían los hermanos en Monte Casale, donde había un hermano tan lastimosamente enfermo y horriblemente atormentado de la enfermedad, que su mal parecía más bien tribulación o tormento del demonio que dolencia natural. A veces se arrojaba al suelo con grandes convulsiones y echando espuma por la boca; otras veces se le contraían todos los miembros del cuerpo, o se distendían o replegaban y retorcían hasta tocar la nuca con los talones; o bien se lanzaba hacia arriba y luego caía de espaldas. Estando a la mesa San Francisco con los suyos, les oyó hablar de este hermano, víctima sin remedio de tan lastimosa enfermedad, y tuvo compasión de él; tomó una tajada de pan que estaba comiendo, hizo sobre ella la señal de la cruz con sus santas manos estigmatizadas y se la envió al hermano enfermo. No bien la hubo comido, el enfermo quedó perfectamente curado y nunca volvió a sentir aquella enfermedad (3).

A la mañana siguiente, San Francisco envió a dos de los hermanos que estaban en aquel eremitorio a morar en el de Alverna, y con ellos hizo volverse al labriego que había venido con él detrás del asno que le había prestado, para que regresara a su casa.

Marcharon los hermanos con el labriego, y, al llegar al territorio de Arezzo, los vieron de lejos algunos de los habitantes y se llenaron de alegría pensando que venía San Francisco, que había pasado por allí dos días antes. Ahora bien, la mujer de uno de ellos llevaba tres días con los dolores del alumbramiento y estaba a punto de morir; ellos pensaban recobrarla sana y fuera de cuidado si lograban que San Francisco le pusiera encima sus santas manos. Pero, al acercarse los hermanos, viendo que no venía San Francisco, quedaron muy tristes; mas aunque no estaba corporalmente el Santo, no faltó su poder, porque no faltó la fe de aquellos hombres. ¡Cosa admirable! La mujer se moría y ya tenía todas las señales de la muerte. Ellos preguntaron a los hermanos si no tenían alguna cosa que hubiera sido tocada por las manos santísimas de San Francisco. Los hermanos recapacitaron y buscaron con interés, y no hallaron otra cosa que hubiera tocado San Francisco sino el ramal del asno en que había estado montado. Tomaron ellos con gran reverencia y devoción dicho ramal y lo colocaron sobre el cuerpo de la mujer embarazada, invocando devotamente el nombre de San Francisco y encomendándola a él con fe. Apenas tuvo encima la mujer el ramal, al punto se sintió fuera de peligro y dio a luz fácilmente con gozo y salud (4).

Después de una permanencia de varios días en el mencionado eremitorio, se marchó de allí y se dirigió a Città di Castello. Aquí los habitantes le presentaron una mujer que desde tiempo atrás estaba poseída del demonio, y le suplicaban humildemente que la librara, porque traía alborotada toda la región con sus alaridos, sus gritos feroces y sus ladridos de perro. San Francisco, después de hacer oración, trazó sobre ella la señal de la cruz y ordenó al demonio que saliera de ella; éste se marchó inmediatamente, dejándola sana del cuerpo y del espíritu (5).

Al divulgarse este milagro por el pueblo, otra mujer le llevó con gran fe su pequeño, gravemente enfermo de una llaga maligna, y le suplico devotamente que tuviese a bien hacer sobre él la señal de la cruz. San Francisco, accediendo a su devoción, tomó al pequeñuelo, le quitó la venda de la llaga, lo bendijo haciendo tres veces la señal de la cruz sobre ella, y luego volvió a vendarlo con sus manos y se lo entregó a la madre; como era tarde, lo echo, sin más, a dormir en la cama. Por la mañana fue a sacar al niño de la cama, y lo halló sin la venda; lo observó, y lo vio totalmente curado, como si nunca hubiera tenido mal alguno, sólo que en el sitio de la llaga la carne había formado como una rosa encarnada, como para dar testimonio del milagro más bien que como cicatriz de la llaga; esa rosa, en efecto, habiéndole quedado por toda la vida, le incitaba muchas veces a la devoción para con San Francisco, que lo había curado.

San Francisco se detuvo un mes en aquella ciudad accediendo a los ruegos devotos de los habitantes, y en ese tiempo realizó muchos otros milagros. Después reanudó el camino hacia Santa María de los Ángeles con el hermano León y con un buen hombre que le prestó su jumentillo para que San Francisco fuese montado.

Y sucedió que, por los malos caminos y por el mucho frío, habiendo caminado todo el día, no pudieron llegar a ningún lugar donde poder alojarse; y, obligados por la noche y por el mal tiempo, tuvieron que guarecerse al abrigo de una cueva, protegiéndose contra la nieve y la noche que se echaba encima. Viéndose así a la intemperie y mal abrigado, el buen hombre dueño del asno, sin poder dormir por causa del frío y sin posibilidad de hacer fuego, comenzó a lamentarse y refunfuñar dentro de sí y a llorar, y casi murmuraba de San Francisco, que lo había llevado a aquel sitio. Entonces, San Francisco, dándose cuenta, le tuvo compasión, y con fervor de espíritu extendió la mano sobre él y le tocó. ¡Cosa admirable! No bien le hubo tocado con su mano abrasada y traspasada por el fuego del serafín, desapareció totalmente el frío, y se sintió lleno de tanto calor por dentro y por fuera, que le parecía hallarse junto a la boca de un horno ardiente. Así, confortado en el alma y en el cuerpo, el hombre se rindió al sueño, y, a decir de él, durmió aquella noche entre piedras y nieve hasta el amanecer más suavemente de lo que nunca había dormido en su propia cama (6).

Al día siguiente prosiguieron el camino hasta Santa María de los Ángeles. Cuando estaban cerca, el hermano León levantó la vista y miró hacia el eremitorio de Santa María; entonces vio una cruz hermosísima, con la imagen del Crucificado, que iba delante de San Francisco, el cual caminaba delante de él; esa cruz iba de tal forma ante el rostro de San Francisco, que, cuando él se detenía, ella también se detenía, y, cuando él andaba, ella andaba; y era tal su brillo, que no sólo resplandecía sobre el rostro de San Francisco, sino que iluminaba todo el ambiente alrededor, y se mantuvo hasta que San Francisco entró en el eremitorio de Santa María.

Al llegar al eremitorio, San Francisco y el hermano León fueron recibidos por los hermanos con suma alegría y caridad. A partir de entonces, San Francisco moró la mayor parte del tiempo en el lugar de Santa María hasta la muerte. De día en día se extendía cada vez más por la Orden y por el mundo la fama de su santidad y de sus milagros, por más que él, por su humildad profundísima, ocultaba cuanto podía los dones y las gracias de Dios y se proclamaba grandísimo pecador.

El hermano León se sorprendía de ello, y una vez se puso a pensar en su simplicidad: Éste se llama a sí mismo grandísimo pecador en público; entró ya mayor en la Orden; Dios le distingue con tantos favores; mas, con todo, en secreto nunca se confiesa del pecado carnal: ¿será virgen? Y le vino un deseo vehemente de saber la verdad sobre ello, pero no se atrevía a preguntárselo a San Francisco; así que recurrió a Dios, rogando le cerciorase de lo que él deseaba saber, y mereció ser escuchado por su oración insistente, y recibió certeza de que San Francisco era verdaderamente virgen en el cuerpo mediante la siguiente visión: vio a San Francisco sentado en un lugar elevado y excelso, al que nadie podía ir ni acercarse, y le fue revelado que aquel lugar tan encumbrado y singular significaba la celsitud de la castidad virginal en San Francisco, como convenía a una carne destinada a estar adornada con las sagradas llagas de Cristo (7).

Viendo San Francisco que, a causa de las llagas, le iban faltando poco a poco las fuerzas corporales y que no podía ya seguir ocupándose del gobierno de la Orden, apresuró la convocación del capítulo general. Cuando se hubo congregado en pleno, se excusó humildemente ante los hermanos de la imposibilidad en que se hallaba de continuar atendiendo al cuidado de la Orden como ministro general, si bien no renunciaba al oficio del generalato; esto, en efecto, no podía hacerlo, porque había sido nombrado general por el papa, por lo cual no podía ni dejar el oficio ni instituir un sucesor sin expresa licencia del papa; pero nombró vicario suyo al hermano Pedro Cattani, y a éste y a los ministros provinciales recomendó la Orden afectuosamente con la mayor eficacia que pudo (8).

Hecho esto, San Francisco, confortado en el espíritu, levantó los ojos y las manos al cielo y dijo:

-- A ti, Señor y Dios mío, recomiendo esta tu familia, que tú me has confiado hasta el presente, y de la cual ya no puedo seguir cuidándome a causa de mis enfermedades que tú bien sabes, dulcísimo Señor mío. La recomiendo, asimismo, a los ministros provinciales: estarán ellos obligados a darte cuenta en el día del juicio si, por su negligencia, o por su mal ejemplo, o por su rigor en corregir, algún hermano se perdiera (9).

Dios quiso que todos los hermanos se dieran cuenta de que con esas palabras él se refería a las llagas al excusarse por causa de enfermedad; y ninguno pudo contenerse sin llorar por la devoción. A partir de entonces dejó todo el cuidado y el gobierno de la Orden en manos de su vicario y de los ministros provinciales; y decía:

-- Ahora, habiendo dejado el cuidado de la Orden a causa de mis enfermedades, no estoy obligado ya sino a rogar a Dios por nuestra Orden y a dar buen ejemplo a los hermanos. Y sé muy bien que, si la debilidad me lo permitiera, el mejor servicio que yo pudiera hacer a la Orden sería rogar continuamente por ella a Dios, para que él la gobierne, defienda y conserve.

Por más que, como se ha dicho, procurase San Francisco, en cuanto estaba de su parte, ocultar las sacratísimas llagas y anduviese siempre, desde que las recibió, con las manos vendadas y con los pies calzados, no pudo evitar que muchos hermanos las vieran y las tocaran de diversas maneras, especialmente la llaga del costado, que con mayor cuidado trataba de ocultar. Así, un hermano que le asistía le indujo una vez, con piadoso ardid, a quitarse el hábito para sacudirle el polvo; y, al quitárselo delante de él, el hermano vio claramente la llaga del costado, y, pasándole rápidamente la mano por el pecho, se la tocó con tres dedos, pudiendo medir su grandeza y dimensiones (10). De semejante modo se la vio también por entonces su vicario. Pero todavía más claramente lo verificó el hermano Rufino, que era hombre de grandísima contemplación; de él llegó a decir San Francisco que no había en el mundo nadie más santo que él; por su gran santidad, le profesaba un amor íntimo y le complacía en todo lo que deseaba.

Este hermano Rufino pudo comprobar y cerciorar a los demás de tres maneras sobre la verdad de las llagas, y en especial de la del costado. La primera fue que, debiendo lavarle los calzones, que San Francisco los usaba tan grandes, que los podía estirar por arriba hasta cubrir la llaga del lado derecho, el hermano Rufino los miraba y observaba atentamente, y siempre los hallaba ensangrentados en el lado derecho, con lo que se daba cuenta con certeza de que era sangre que brotaba de dicha llaga. Por ello, cuando San Francisco veía que él extendía los calzones para observar esa huella, le reprendía. La segunda ocasión fue una vez que el hermano Rufino estaba frotando los riñones a San Francisco: llevó intencionadamente la mano y puso los dedos en la llaga del costado. San Francisco entonces dio un grito de dolor y le dijo:

-- Dios te perdone, hermano Rufino; ¿por qué has hecho eso?

La tercera ocasión fue una vez que él pidió a San Francisco, con gran insistencia y como gracia particular, que le diese su hábito y se quedase con el de él por amor de caridad. Condescendiendo, aunque no de buen grado, con tal petición, el caritativo Padre se quitó el hábito, se lo dio y se puso el de él; y con ese quitarse y ponerse, vio el hermano Rufino claramente la llaga (11).

Asimismo, el hermano León y otros muchos hermanos vieron las llagas de San Francisco mientras vivía; y aunque esos hermanos, por su santidad, eran hombres dignos de que se diera fe y crédito a su palabra, con todo, para quitar toda duda en los corazones, juraron sobre el santo libro que las habían visto claramente.

Las vieron también algunos cardenales que le trataban con gran familiaridad, y, en veneración de las llagas de San Francisco, compusieron bellos y devotos himnos, antífonas y prosas.

El sumo pontífice, el papa Alejandro, predicando al pueblo delante de todos los cardenales, entre los cuales se hallaba el santo hermano Buenaventura, que era cardenal, dijo y afirmó que él había visto con sus propios ojos las sagradas llagas de San Francisco cuando aún vivía (12).

Madonna Jacoba de Settesoli, de Roma, que era en su tiempo la dama más distinguida de Roma y era devotísima de San Francisco, las vio y las besó muchas veces con la mayor reverencia antes y después de la muerte del Santo, ya que fue de Roma a Asís, por divina revelación, para asistir a la muerte de San Francisco. Y fue de la manera siguiente manera (13):

San Francisco, algunos días antes de su muerte, estuvo enfermo en el palacio del obispo de Asís acompañado de algunos de sus hermanos, y, no obstante su estado grave, cantaba con frecuencia ciertas alabanzas de Cristo. Por lo que un día le dijo uno de sus compañeros:

-- Padre, tú sabes que los habitantes de la ciudad tienen mucha fe en ti y te consideran un santo hombre; pueden pensar que, si eres lo que ellos creen, deberías en tu enfermedad pensar en la muerte y llorar en vez de cantar, ya que te hallas tan grave. Ten en cuenta que tus cantos y los que nos haces cantar a nosotros los oye la gente del palacio y también la de fuera, ya que este palacio está custodiado, por tu causa, por muchos hombres armados, que podrían quedar desedificados. Soy, pues, de parecer -concluyó el hermano (14)- que harías mejor marchando de aquí y viniendo con nosotros a Santa María de los Ángeles, ya que nosotros no estamos bien aquí entre seglares.

-- Carísimo hermano -respondió San Francisco-, tú sabes bien que hace dos años, cuando estábamos en Foligno, Dios te reveló el término de mi vida, y me lo reveló también a mí, que ha de ser de aquí a pocos días dentro de esta enfermedad; en aquella revelación, Dios me dio la certeza del perdón de todos mis pecados y de la bienaventuranza del paraíso. Hasta que tuve aquella revelación, yo lloraba pensando en la muerte y en mis pecados; pero desde entonces vivo tan lleno de alegría, que no me sale llorar; por eso canto y cantaré a Dios, que me ha otorgado el bien de su gracia y me ha dado seguridad de los bienes de la gloria del paraíso. Por lo que se refiere a nuestra partida de aquí, estoy de acuerdo y me place; pero buscad algún medio de llevarme, porque yo no puedo caminar por causa de mi debilidad.

Entonces, los hermanos lo tomaron en brazos y se lo llevaron, acompañados de muchos vecinos de Asís. Al llegar a un hospital que había de camino (15), dijo San Francisco a los que lo llevaban:

-- Ponedme en tierra y volvedme hacia la ciudad.

Le colocaron con el rostro vuelto hacia Asís, y entonces bendijo la ciudad con muchas bendiciones:

-- Seas bendita de Dios, ciudad santa, ya que por ti se salvarán muchas almas, y en ti habitarán muchos siervos de Dios, y de ti serán elegidos muchos para el reino de la vida eterna (16).

Dichas estas palabras, se hizo llevar, prosiguiendo hasta Santa María de los Ángeles. Llegados a Santa María, le llevaron a la enfermería y le dejaron reposar. Entonces, San Francisco llamó a uno de los hermanos y le dijo:

-- Hermano carísimo, Dios me ha revelado que ésta será mi última enfermedad y que tal día saldré de esta vida; y tú sabes que madonna Jacoba de Settesoli, devota muy amada de nuestra Orden, si se enterase de mi muerte sin haber estado ella presente, lo habría de sentir mucho; tenemos que comunicarle, pues, que, si quiere verme vivo, venga aquí sin tardanza.

-- Es muy justo, Padre -respondió el hermano-; dada la devoción que siente hacia ti, sería imperdonable que ella no se hallara presente a tu muerte.

-- Ve, pues -dijo San Francisco-, y trae tintero, pluma y papel, y escribe lo que yo te diga.

Cuando él le trajo el recado de escribir, dictóle San Francisco la carta en estos términos:

«A madonna Jacoba, sierva de Dios, el hermano Francisco, el pobrecillo de Cristo, salud y comunión del Espíritu en nuestro Señor Jesucristo. Quiero que sepas, carísima, que Cristo bendito me ha revelado por su gracia que está muy próximo el término de mi vida. Así, pues, si quieres encontrarme vivo, en cuanto recibas esta carta, ponte en camino y ven a Santa María de los Ángeles, porque, si no llegas para tal día, no me encontrarás ya vivo. Y trae contigo paño de cilicio para amortajar mi cuerpo y la cera necesaria para la sepultura. Y no dejes de traerme, por favor, aquellas cosas de comer que me solías dar cuando me hallaba enfermo en Roma» (17).

Mientras se escribía la carta, le fue revelado por Dios a San Francisco que estaba llegando madonna Jacoba y que traía consigo todas aquellas cosas que él le pedía en la carta. Por lo cual, ante esta revelación, dijo San Francisco al hermano que escribía la carta que no siguiera, pues no era ya necesario, y que guardara la carta. Los hermanos quedaron muy sorprendidos de que no terminara la carta y no quisiera que fuera enviada. Al cabo de un rato, se oyó llamar fuertemente a la puerta; San Francisco mandó al portero que abriera; al abrir la puerta, se halló con madonna Jacoba, nobilísima dama de Roma, con dos hijos suyos senadores y numeroso acompañamiento de hombres a caballo.

Entró madonna Jacoba, fue derechamente a la enfermería y se acercó a San Francisco (18). El Santo tuvo gran alegría y consuelo con su venida, lo mismo que ella al ver que aún vivía y le hablaba. Ella entonces le refirió cómo Dios le había inspirado en Roma, estando en oración, el fin próximo de su vida y que él la iba a hacer llamar y le iba a pedir aquellas cosas, todas las cuales ella dijo que había traído consigo. Se las hizo traer a San Francisco y se las dio a comer (19). Comió él y quedó muy confortado. Entonces, madonna Jacoba se arrodilló a los pies de San Francisco y, tomando en sus manos aquellos pies santísimos, sellados y adornados con las llagas de Cristo, se los besaba y bañaba de lágrimas con gran devoción; a los hermanos que estaban en torno les parecía estar viendo a la Magdalena a los pies de Jesucristo, y no había modo de separarla de allí.

Por fin, después de un buen rato, la hicieron salir y le preguntaron cómo era que había venido tan puntualmente y tan bien provista de lo que San Francisco podía necesitar en vida y después de su muerte. Respondió madonna Jacoba que, estando una noche orando en Roma, oyó una voz del cielo que le decía: «Si quieres encontrar a San Francisco con vida, ve sin tardanza a Asís y lleva contigo aquellas cosas que tú solías darle cuando estaba enfermo, y lo demás que será necesario para la sepultura». «Y yo -dijo ella- así lo he hecho».

Permaneció allí madonna Jacoba hasta que San Francisco dejó esta vida y fue sepultado; en los funerales le tributó grandísimos honores con todo su acompañamiento y costeó todos los gastos necesarios. Vuelta a Roma, murió santamente poco después esta santa dama; y por devoción a San Francisco dispuso por testamento que quería ser llevada y sepultada en Santa María de los Ángeles, y así se hizo (20).

A la muerte de San Francisco, no sólo dicha madonna Jacoba y sus hijos con todo el acompañamiento vieron y besaron las gloriosas llagas, sino también muchos habitantes de Asís. Entre ellos hubo un caballero muy renombrado y notable, por nombre Jerónimo, que dudaba mucho y se resistía a creer en ellas, como el apóstol Santo Tomás en las de Cristo (21). Queriendo cerciorarse a sí mismo y a los demás, movía osadamente, ante los hermanos y los seglares, los clavos de las manos y de los pies y palpaba la llaga del costado a la vista de todos. Así, más tarde fue testigo constante de la realidad que había visto y tocado, como lo atestiguó con juramento sobre los evangelios (22).

También vieron y tocaron las gloriosas llagas de San Francisco Santa Clara y sus monjas, que se hallaron presentes a su entierro (23).

Salió de esta vida el glorioso confesor de Cristo messer San Francisco el año del Señor de 1226, el día 4 de octubre, sábado (24), y el entierro se celebró el domingo. Era el año vigésimo de su conversión, es decir, desde que había comenzado a hacer penitencia, y el segundo año desde la impresión de las llagas; estaba en los cuarenta y cinco años de su nacimiento.

Fue canonizado San Francisco en 1228 por el papa Gregorio IX, que fue personalmente a Asís para canonizarlo.

En alabanza de Cristo. Amén.

1) Este milagro se halla, en forma más breve, en 3 Cel 174 y en LM 12,9, pero colocándolo en un lugar de la diócesis de Rieti.

2) El hecho lo refiere 2 Cel 98 y LM 10,2.

3) También esta curación del hermano epiléptico en 1 Cel 68 y LM 12,11, aunque sin indicación de tiempo y lugar.

4) Referido, asimismo, por 1 Cel 63 y LM 12,11.

5) Véase 1 Cel 70; LM 12,11.

6) Véase LM 19,7.

7) Este relato se halla en la Vita fratris Leonis, Chron. XXIV Generalium: AF 3 p. 68. Pero allí se especifica mejor el motivo de la sospecha ingenua del hermano León: «... teniendo en cuenta que en el siglo había sido San Francisco muy alegre y había alternado con jóvenes lascivos».

8) Otro de los anacronismos burdos en que suele incurrir el autor de las Consideraciones. La renuncia de San Francisco no fue motivada por la recepción de las llagas, sino que tuvo lugar, a lo que parece, en el capítulo de 1220. Pedro Cattani, muy probablemente, no fue sólo nombrado «vicario», sino verdadero ministro general; al morir el 10 de marzo de 1221, le reemplazó el hermano Elías. San Francisco seguía siendo el fundador y guía espiritual de la fraternidad; en calidad de tal escribiría la Regla, que sometería a la aprobación pontificia en 1223.

9) Esta oración se halla casi textualmente en 2 Cel 143 y EP 39. Las últimas palabras pasaron a la Regla primera, cuya redacción final data de 1221: «Recuerden los ministros y siervos... que les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos, de las cuales tendrán que rendir cuentas el día del juicio ante el Señor Jesucristo si alguno se pierde por su culpa y mal ejemplo» (1 R 4,6).

10) Según la Crónica de los XXIV Generales, fue el hermano Juan de Lodi, el célebre forzudo muy estimado de Francisco (cf. AF 3 p. 225s; EP 85). El hecho se halla también en 2 Cel 138 y LM 13,8.

11) Cf. 1 Cel 95; 2 Cel 138; LM 13,8.

12) Se trata del papa Alejandro IV (1254-61); San Buenaventura asistió a ese sermón (cf. LM 13,8), pero no era aún cardenal.

13) Todo el relato de la visita del «hermano Jacoba» a San Francisco está traducido de Actus (c. 18). Está atestiguado, además, por 3 Cel 37-39; LP 8 y EP 112.

14) El que así hablaba era el hermano Elías, ministro general; lo sabemos por el relato de la revelación de Foligno, que le recuerda el Santo, cuando la noticia de la próxima muerte le hizo prorrumpir en cantos de júbilo (cf. 1 Cel 109).

15) La leprosería de los crucíferos, a mitad de camino entre Asís y la Porciúncula.

16) Otra versión más extensa de la bendición de la ciudad en LP 5 y EP 124.

17) El hecho de la carta a la noble dama está atestiguado por diversas fuentes, pero se duda de la autenticidad del texto. Véase 3 Cel 37; LP 8; EP 112; etc.

18) El relato más fidedigno, del Tratado de los milagros 37, contiene un particular digno de mención: «Un compañero del Santo... va a abrir la puerta, y se encuentra cara a cara con la que se buscaba en lugares remotos. Vivamente sorprendido, corre en seguida hacia el Santo y, sin poder contener la alegría, le dice: "Padre, una buena noticia". Y el Santo, cortándole la palabra al instante, exclama por toda respuesta: "¡Bendito sea Dios, que a nuestro hermano señora Jacoba le ha encaminado hacia nosotros! Abrid las puertas y haced pasar a la que está ya entrando, porque la disposición que prohíbe la entrada a las mujeres no reza con fray Jacoba"».

El autor de las Consideraciones, a más de un siglo de distancia, presenta la escena en el contexto monástico de un convento con su enfermería y su portería atendida por un «portero». El «lugar» de la Porciúncula, aun después de la modesta construcción en piedra realizada por el municipio de Asís, que tanto disgustó al Fundador (cf. LP 56), conservaba la sencillez de un eremitorio, adaptado al número de hermanos que lo habitaban por ser el centro de la Orden.

19) LP precisa que se trataba de unos pastelillos que los romanos llaman «mostacciuolo», y en cuya composición entran almendras, azúcar o miel y otros ingredientes (LP 8). Como es natural, la dama llevó los ingredientes y preparó en la Porciúncula el pastel. Así lo afirma la misma fuente, y añade que San Francisco se limitó a gustarlo y luego dijo: «Este pastel le gustaría al hermano Bernardo». E hizo llamar a su primogénito (LP 12).

20) En realidad, se halla sepultada en la basílica de San Francisco. Jacoba de Settesoli murió, muy probablemente, en 1239, trece años después de San Francisco.

21) Jn 20,25.

22) Se halla referido, casi al pie de la letra, en LM 15,4.

23) Las hermanas pobres, recluidas voluntariamente en San Damián, hubieron de contentarse con venerar el cuerpo estigmatizado del amado Padre a través de la ventanilla de la comunión cuando, en la mañana del día 4, el cortejo triunfal, que lo conducía a la iglesia de San Jorge, hizo un alto en el camino para dar ese último consuelo a Clara y sus monjas (LP 13; EP 108).

24) El autor, siguiendo el uso litúrgico, hace comenzar el día desde la hora de vísperas del día anterior; en realidad, San Francisco murió el 3 de octubre, a la caída de la tarde.

Consider. Florecillas-Cap. 3 Consider. Florecillas-Cap. 5

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