DIRECTORIO FRANCISCANO
La Formación Franciscana

APRENDIENDO A SER HERMANOS MENORES
Vida Fraterna y Formación Permanente
por José María Arregui, o.f.m.

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En octubre de 1993 se celebró en Asís un Congreso de Moderadores de la Formación Permanente en la Orden de Hermanos Menores (O.F.M.). Los objetivos del Congreso eran ambiciosos: a) intercambiar experiencias de formación permanente; b) poner en práctica la formación de los mismos Moderadores; c) definir las exigencias de la formación permanente en la Orden. Para lograr esos objetivos se establecieron varios medios o instrumentos: la convivencia y las celebraciones de diverso tipo, la constatación de la realidad de la Orden, la profundización en los temas fundamentales con la ayuda de cinco ponencias. Aquí reproducimos la que pronunció el P. Arregui.

Introducción

1. El título de este trabajo empareja el binomio que en este posconcilio quizá más ha dado que pensar, escribir y vivir en nuestra Orden de Hermanos Menores. En efecto, no es exagerado afirmar que la Fraternidad fue el grande y gozoso descubrimiento para nuestra renovada identidad. Y con la fraternidad, la Formación Permanente, pues no cabe ser hermano menor hoy (¿acaso lo fue alguna vez?) sin el continuo aprendizaje, sin la continuada conversión que todo lo evangélico supone y requiere.

De fraternidad, y por ello, de hermanos está llena nuestra identidad franciscana. Francisco de Asís, mirando con detención y atención a Jesús, el Hermano, aprendió que el Padre nos quiere hijos y hermanos; y así nos quiso Francisco para siempre: hermanos y menores. «Todos vosotros sois hermanos y entre vosotros no llaméis a nadie padre vuestro sobre la tierra» (cf. 1 R 22,33-34).

Esta vocación de fraternidad deja a los hermanos a merced de los hermanos todos, los de cerca y los de lejos, los de aquí y los de allí, los «santos» y los «mediocres», pues constituimos entre todos la Fraternidad que se realiza en la comunión de los hermanos y de las fraternidades todas. Este quedar a merced de los otros lleva a los hermanos al amor mutuo, a la comunión, al perdón, al no-juicio, a la acogida y aceptación mutuas. Y bien sabemos que nada de esto puede realizarse sin el continuo nacimiento del Espíritu Santo.

Nuestra vocación de fraternidad implica, sin embargo, todavía algo más. Se trata de comprenderse en la historia y en la Iglesia desde el ámbito de la fraternidad; de tal forma que soy hermano para seguir a Jesús en fraternidad; y cuando soy convocado a orar lo hago desde la fraternidad y en fraternidad; cuando evangelizo lo hago enviado por la fraternidad y en su nombre; cuando estoy entre los «menores» me presento allí con mis hermanos de fraternidad. De tal forma que el supuesto y el ámbito de realización de mi vocación fraterna es la misma fraternidad en la que soy hermano. Esta perspectiva, «desde la fraternidad», es la gran novedad de la comprensión de nuestra identidad en estos últimos tiempos; habituados a una lectura individualista de nuestra vocación franciscana, con honradez tenemos que reconocer que nos está costando y no poco este comprendernos desde el supuesto de la fraternidad.

2. Planteando así nuestra vocación, no resulta difícil entroncar con el otro término del binomio: «aprender a ser hermano» o lo que es lo mismo: la Formación Permanente. ¿Quién? ¿Quién puede ser hermano menor? ¿Cómo y dónde se aprende a serlo? ¿En qué escuela enseñan a ser con gozo inusitado los «últimos», los «menores»? ¿Quién es el maestro de semejante extraña asignatura? ¿Cómo se logra vivir en comunión gozosa con los hermanos todos y siempre? ¿Cómo se aprende no a envidiar sino a alegrarse del bien que el Señor hace y dice por los hermanos? ¿Cómo vivir en unidad de corazón teniendo en cuenta las diferencias, a veces notables y hasta irreductibles, entre los mismos hermanos?

A algo de esto quiere responder la formación permanente en nuestra identidad: al proceso de hacerse hermanos, al proceso de aprender a serlo. Una formación permanente que es siempre inacabada y por ello siempre incipiente –formación inicial y formación permanente–. Siempre incipiente porque donde pensábamos haber logrado metas altas, nos sorprendemos con la dolorosa experiencia de estar todavía empezando, como al inicio; pues ser hermano, vivir en fraternidad y desde ella es una asignatura tan dura cuanto bella, pues el criterio último de la fraternidad es el dar la vida por los hermanos, y eso no se logra sino en la continua incorporación al misterio de la muerte y resurrección de Jesús, que cada día estamos llamados a vivir en la eucaristía.

No sólo. La formación permanente tiene todavía otra lectura. No basta aprender a ser hermano; se trata, al mismo tiempo, de intentar dar hondura y calidad a nuestra vocación de fraternidad. No basta, pues, vivir en fraternidad, a cualquier precio; se trata de intentar vivir «con calidad»; no basta convivir, sino convivir con calidad, como Jesús entre los suyos, como Francisco de Asís entre su gente: permeando la vida de «buenas noticias», de alegres noticias; inundando la vida de confianza, de ánimo, de respeto, de misericordia y compasión, de paz y de reconciliación...

En última instancia, vivir nuestra vocación con calidad significa vivirla con caridad, y este matiz, que sólo implica un cambio de letra (la «r» por la «l»), significa que sólo aprendiendo a nacer cada día y siempre de nuevo desde arriba se logra ser hermano menor.

«Aprendiendo a ser hermanos menores» no es sino las dos caras de la misma moneda: lo que hay que aprender, nuestra vocación, es la de ser hermano menor; y el hermano menor sólo se da en formación permanente. Dos palabras y una única realidad: dos empeños aunque siempre el mismo y único: vivir con hondura y calidad nuestra llamada a ser hijos y hermanos, como Francisco de Asís.

Presento estas reflexiones en esta asamblea en actitud de diálogo, de búsqueda, sin pretender palabras contundentes. Y ello, primero, porque todos nos necesitamos unos a otros, pues la verdad es «sinfónica», es de comunión, y, en segundo lugar, porque la búsqueda compartida, el diálogo, es la primera tarea y primera consecuencia tanto de la vida fraterna como de la formación permanente.

I. DE PROFESIÓN: HERMANOS MENORES

Quizá todavía no hemos ahondado lo suficiente en lo que para Francisco supuso el regalo de los hermanos en aquellos momentos iniciales del movimiento franciscano. Francisco, en efecto, entre las gracias o beneficios recibidos del Dios Altísimo reconoce y anota en su Testamento la «gracia, el don de los hermanos». Nunca mejor dicho lo de gracia –suerte–, pues Francisco en fidelidad evangélica había sido despojado momentáneamente de toda relación filial y fraternal, pues las fuentes señalan la soledad de las andanzas de Francisco. Para Francisco, en este contexto así y tras cuatro o cinco años de búsquedas solitarias, realmente los hermanos fueron «gracia del Señor»; de esta forma el Señor le concedía a Francisco iglesia, comunión de hermanos creyentes para poder seguir el camino del evangelio de nuestro Señor Jesucristo. A Francisco se le concedieron no sólo compañeros de ruta para restar dureza y angustia a su soledad; más allá, a Francisco se le concedieron hermanos para compartir el camino evangélico y eso es doblemente «gracia».

La Fraternidad, así entendida como hermanos que el Señor concede para caminar y avanzar en el camino de Jesús desde la urgencia de la reciprocidad fraterna y sencillez de estructuras, se convirtió pronto en Orden eficaz y preparada para desafiar los retos de los tiempos. Y así, como Orden fuerte y poderosa llegó hasta las puertas del Concilio Vaticano II. Esta concepción de la Fraternidad como Orden hizo que el subrayado no se pusiera en la centralidad de la vida fraterna, sino en la observancia jurídica de la Regla y la vida en común.

Destacamos este dato al comienzo de nuestra relación, porque haciendo así se destaca mejor la gran gracia que ha supuesto para nuestros días la recuperación de la fraternidad como categoría fundamental y nuclear de nuestra forma de vida, y con la fraternidad –algo todavía más importante– se ha recuperado a los hermanos, con rostro concreto e historias hermosas, aunque sean «menores». Hermanos, pues, para ser hermanos.

1. Una profesión «de gracia»

Ser hermano es una «gracia», en primer lugar, porque la fraternidad no deja de ser obra del Señor, algo que no nace –no puede nacer– de la carne ni de la sangre, sino de la gracia por obra del Espíritu. Cabe recordar las veces que en los Escritos de Francisco aparece la vocación a la fraternidad y la vocación misionera como «inspiración del Señor» (cf. 1 R 2,1; 2 R 12,1).

Pero es, así mismo, «de gracia» nuestra profesión porque constituye, bien mirado, una gran gracia, una gran suerte, un regalo inmerecido el que a uno se le posibilite el poder vivir su existencia –existencia amenazada a veces de soledad y de angustia– junto a otros hombres que quieren avanzar haciendo frente a las búsquedas e incertidumbres de la misma existencia.

Finalmente, todavía en otro sentido es «de gracia» nuestra profesión: porque se nos posibilita el vivir compartiendo nuestra vida con hermanos de aquí y de allí, de antes y de ahora, de una condición y de otra, en un sentido amplio y concreto de pertenencia a la Fraternidad que nos hace a todos hermanos, aunque no nos conozcamos. Esta pertenencia a la Fraternidad y esta apertura universalista hace que cada hermano pueda ampliar su horizonte vital y creyente saliendo, a veces, del estrecho marco de la propia vida.

Esta lectura «en gratuidad» de nuestra existencia como hermanos menores sigue siendo tal, aunque en nuestra fraternidad conozcamos y sepamos y suframos a menudo los lastres y las taras de una vida fraterna «conflictiva», pues la gracia no nos evita aquello que suponga dolor y cruz (esa sería una lectura reductora de la «gracia»). El conflicto, el dolor, la dificultad y la cruz son, si cabe, más gracia, porque nos hacen crecer, madurar, invitándonos a una nueva lectura de la realidad y del hermano. La vida fraterna es sobre todo gracia en esta situación, aunque dolorosa.

2. Una profesión «extraña»

Extraña porque la fraternidad nace a la sombra de la cruz de Jesús. En efecto, en la entrega kenótica de Jesús en la cruz todos nos hemos reconocido hermanos. De modo que nuestra fraternidad tiene sus raíces en esa cruz que nos hermana a todos.

No sólo, sino que nuestra vocación de fraternidad se encuentra cada día, y lo sabemos por experiencia propia y sufrida, con la cruz: la cruz de tener que aceptar y potenciar la libertad ajena, contrapuesta muchas veces a la nuestra; la cruz del conflicto con uno mismo que no acaba de reconciliarse con las heridas y consecuencias de nuestra existencia finita; la cruz también de tener que soportar la debilidad ajena y la traición de aquellos a quienes somos enviados como ovejas en medio de lobos; la cruz de ver que los hombres con quienes hacemos el camino de minoridad nos vuelven la espalda una vez que se han saciado...

La cruz es componente fuerte de nuestra vida fraterna y con ella hay que contar, porque ¿qué tiene que enseñarnos quien nunca ha sufrido nada por sus hermanos?

En este sentido la vida fraterna se nos vuelve también «conflictiva», es decir, ser hermano, siendo realidad dinámica y dialéctica, puede resultar una realidad expuesta a conflictos, los conflictos inevitables de toda ley de maduración y crecimiento.

— Es conflictivo, en primer lugar, ser hermano porque nos toca serlo en medio de un mundo de violencias-odios-partidismos, que hace que nuestra determinada opción de fraternidad, de entrega en amor, de no violencia, de no juicio, y en el extremo, de amor al enemigo, pueda resultar provocadora de iras y agresividades suscitando el conflicto en medio de nuestros propios hermanos los hombres.

— Así mismo, es una profesión conflictiva la nuestra porque nos toca ser hermanos y vivir la fraternidad con otros hermanos que no sólo piensan diferente o parten de enfoques diferentes de las cosas, sino que sienten la vida, también la vida franciscana, de otra forma, con otra óptica, con otros criterios.

— Es conflictiva nuestra profesión porque no hay que descartar entre nosotros mismos, entre los hermanos, rivalidades, competividades, anhelos de ser más y crecer, sobresaliendo, porque tampoco nosotros estamos exentos de esas tendencias innatas de todo hombre. Esta no reconciliación interna puede provocar alguna vez conflictos abiertos o enmascarados.

— Es conflictiva nuestra profesión, finalmente, porque se nos llama y convida cada vez a dejar el espacio adquirido y conocido de nuestras creencias y vivencias para abrirnos, no siempre sin heridas, a espacios inexplorados, más grandes, más amplios, a tareas siempre nuevas, a relaciones no estrenadas. Piénsese en un cambio de fraternidad o en un destino no esperado.

Decir, sin embargo, que nuestra profesión es «conflictiva» no es nada negativo. Al revés, podemos afirmar que el «conflicto», como tendremos ocasión de decirlo, es, si se mira bien, lugar de crecimiento y de maduración, de hondura vocacional porque es la llamada a confrontar, a dar hondura y calidad a nuestras opciones. ¿Sería exagerado afirmar que la calidad vocacional de un hermano se mide, precisamente, por la capacidad de manejarse en los conflictos?

Y, finalmente, conviene decir que hablar de conflicto no es hablar de algo opuesto a «gracia» del apartado anterior. Nuestra profesión sigue siendo «de gracia», precisamente en el conflicto porque se nos concede la gracia de madurar, de crecer. Dicho de otra forma: el conflicto no anula esa lectura gratificante de nuestra vida: la posibilita, la encauza precisamente porque el conflicto verifica la gracia, la hace creíble. En este sentido es preciso aprender a hacer una nueva lectura de la vida toda. Ésta es hermosa cuando incluye vida y muerte, porque la muerte no es el fracaso de la vida, sino parte integrante de la misma. Sólo una vida asimilada también como muerte merece la pena de ser llamada vida porque es conflictiva. Gracia y conflicto no son dos realidades contrapuestas, sino abarcadoras, integradoras.

3. Una profesión gozosa y festiva

La nuestra, también hay que afirmarlo, es una profesión gozosa y festiva. Es el mismo Francisco de Asís quien nos dice que la conversión al Evangelio da como fruto la «dulzura de cuerpo y alma» y el «don de los hermanos» (cf. Test 3 y 14). La alegría, pues, el gozo del encuentro entre hermanos, es nota que caracteriza nuestra identidad menor. El buen humor, la alegría sencilla, la fiesta, el canto, el júbilo son, podríamos afirmar, criterio de verificación de la verdadera fraternidad, pues son signo de la presencia del Señor resucitado, reflejo de la pascua permanente entre los hermanos y preludio de la fiesta sin ocaso que se dará en el retorno del Señor y que diariamente anticipamos en la eucaristía.

Cuando el Señor nos concede hermanos para vivir el Evangelio y asegurándonos su presencia siempre eficaz, «... entonces toda la fuerza de la vida se convierte en celebración de un encuentro, encantamiento de una ternura... Recordemos, en ese claustro de Avila, el tamboril con que santa Teresa se acompañaba para danzar, cuando el júbilo la invadía... !Qué bello es el mundo, amada mía, qué bello es el mundo!» «La última palabra pertenece a la fiesta. ¿Qué es la fiesta sino la sobreabundancia de la belleza, la existencia hecha juego, liberada de la utilidad, de la preocupación, de la gravedad, sino la participación de la amistad y de la vida hasta tal grado de intensidad que incluso la muerte parece olvidada...?» (Cf. Olivier Clement, Sobre el hombre. Ed. Encuentro, Madrid 1983, pp. 124 y 258).

Así es la vida fraterna de los que juntos buscan al Señor. Cuando el Señor está entre los hermanos, entonces hasta la muerte se nos vuelve «hermana» y se la canta. Esa es la historia de Francisco que nosotros estamos llamados a actualizar.

4. Una profesión a «tiempo pleno»

Ser hermano, vivir en fraternidad es el núcleo de nuestra identidad franciscana. Somos y nos definimos como hermanos menores y siempre, cuando oramos, cuando nos reunimos, cuando evangelizamos, cuando descansamos, cuando trabajamos, cuando estudiamos, cuando sufrimos, cuando gozamos..., siempre y en cualquier situación no somos sino hermanos que viven en fraternidades.

Nuestra identidad, pues, no es algo de lo que puedo despojarme cuando quiero, como una camisa que me quito y pongo a mi gusto, cuando acaba la jornada laboral. El ser y hacer hermanos, el vivir como hermanos y acogernos como hermanos es lo primero y lo último que realizamos en nuestra vida. Pretender ser más que hermanos o pretender vivir como si no fuera hermano, sería no entender el meollo nuclear de nuestra identidad. Aunque fuera de mi fraternidad me consideren «profesor» o camionero, siempre seguiré siendo hermano y sólo hermano.

Esto significa que todo, absolutamente todo en nuestra vida, está apoyando o dificultando esta opción primera de la fraternidad. Ello significa también que en nuestro caso «vocación y misión», «identidad y tarea», se confunden sintéticamente porque nuestra identidad nos empuja a hacer hermanos y nuestra misión no es otra sino ser hermanos, comportarnos como tales.

5. Una profesión grande

Francisco de Asís ha tenido siempre, tiene ahora y es de suponer que seguirá teniendo en el futuro, un poder de convocatoria sin igual. Francisco de Asís, el Hermano, es de esos personajes de la historia que fascinan, atraen, provocan al Evangelio y a vivir porque en su pequeñez Francisco es «grande». Francisco, el Hermano, pretendiendo sólo ser el Hermano Francisco, pequeñuelo y siervo, removió la historia de la Iglesia de su tiempo y la de todos los tiempos. Tal es la grandeza del poder del Señor Altísimo.

De la misma forma la fraternidad franciscana, en su pequeñez y minoridad, es también grande porque nuestra vocación pretende metas que están más allá de lo controlable. Hombres como los demás, llamados a ser hermanos; frágiles y débiles como los demás, llamados a vivir desde la promesa del «Todopoderoso»; enraizados en esta tierra, llamados a la utopía del Reino que es historia y es meta-historia; enraizados en una fraternidad concreta y abiertos a la gran Fraternidad que hacen los hermanos del mundo entero; viviendo una historia sencilla y abiertos a la historia de salvación que Dios quiere hacer; limitados como otros pobres, y complementados por la presencia de tantos hermanos que hacen posible la Fraternidad; prestando servicios a veces insignificantes y siendo luz y fortaleza de Evangelio para cuantos contemplan esta comunión de hermanos; desprovistos y despojados de fuerza y con la pretensión de ser fermento de fraternidad en el mundo para los más desfavorecidos; enviados al mundo como hermanos, como mansos y pacíficos en medio de lobos, con la pretensión de ser anuncio de la paz mesiánica que el Señor Jesús nos trajo...

Ciertamente esta forma de enfocar nuestra vocación puede alimentar el «deseo» y corre el riesgo de olvidar lo concreto, la tierra con la que estamos hechos. Y, sin embargo, no podemos olvidar que tal es nuestra vocación: ser como Jesús, signo y sacramento de una nueva humanidad de la mano del Padre Dios.

6. Una profesión larga

Cuando uno llama a las puertas de la fraternidad lo hace con la clarificada pretensión de ser hermano y sólo hermano entre otros hermanos; cualquier otro planteamiento por evangélico que pudiera parecer, es equivocarse de puerta. Pero el que viene lo hace para aprender a ser hermano menor y no porque es ya hermano. No viene porque es hermano, sino con la pretensión (¿excesiva pretensión?) de aprender a ser hermano, aprender a hacerse hermano al arrimo y al contagio de otros hermanos. Esta vocación, pues, es decididamente procesual: desde el postulantado hasta que el Señor lo llame a su resurrección, el hermano va aprendiendo a ser hermano. Es, pues, una profesión que no se aprende en el noviciado, ni siquiera al final de la formación inicial: es tarea de toda una vida y aun entonces no llegaremos a ser totalmente hermanos sino por misericordia y será el mismo Jesús quien nos lavará los pies y nos llevará al Padre.

Es, pues, la del hermano una carrera larga en el tiempo, tan larga como la misma vida. Y quien desista antes de tiempo de este empeño, que es también gracia, se condena a quedarse a medio camino.

Pero es, además, larga esta profesión, porque ser hermano no es cuestión de aprendizaje ideológico-intelectual; es, más bien, cuestión de corazón, de un corazón nuevo capaz de «tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (cf. Filp 2,5), un corazón capaz de amar hasta entregar la propia vida por los hermanos. Y todos sabemos por experiencia que este aprender es algo que no se acaba nunca, pues cuando pensábamos haber alcanzado la meta, nos sorprendemos con experiencias de «hombre viejo» en lenguaje paulino, un hombre con el «espíritu de la carne», como repite Francisco tantas veces: egoísta, violento, «mayor», agresivo, selectivo, juez del hermano..., y hay que volver a empezar.

Llamar, pues, a las puertas de la fraternidad significa venir sin prisas, sin querer pasar enseguida al «grado superior», permaneciendo siempre abajo, en el aprendizaje humilde y diario de la fraternidad y minoridad.

II. NO HAY HERMANO MENOR A SOLAS

Esa parece la lectura más adecuada y actualizada de aquel texto del Espejo de Perfección 85. Francisco, para describir al verdadero hermano menor, mira a la fraternidad real que él conoce e intenta, con una mirada ciertamente «fraterna» y «materna», rescatar aquello que de más valioso y positivo hay en cada hermano; y hace un ensamblaje de las «cualidades» de todos los hermanos conocidos; al final parece llegar a esta conclusión: no hay hermano menor a solas: todos nos necesitamos unos a otros, y la presencia del hermano me complementa a mí, y mi presencia, aunque la considero pobre y despreciable, le posibilita al otro el camino de su vocación; el encuentro armonioso (o contrastado) de muchas libertades hace posible la fraternidad.

Eso mismo parece enseñarnos Francisco cuando describe el tenor de vida de los hermanos: ésta consiste en el seguimiento de Jesús, en oración y pobreza y humildad, desde el supuesto de la fraternidad y anunciando por el mundo que «sólo el Señor es omnipotente» (cf. CtaO 9). De ahí el reproche de Francisco a los que andaban vagando fuera de la obediencia, es decir, fuera de la fraternidad, aunque fuera bajo pretexto de mayor vivencia evangélica.

Mirando esto mismo desde la antropología y desde la psicología social, parece llegarse a la misma conclusión: sólo puedo pronunciar «mi» nombre cuando «otro» lo pronuncia, cuando «yo» soy pronunciado como un «tú»: entonces es cuando comienzo a tener identidad y soy yo mismo. De forma tal que no existe la identidad independientemente de los demás y del entorno que me rodea; sino que justamente al revés: la presencia del otro, el «tú» me hace, me posibilita y me madura.

Esta vivencia de la vocación franciscana en comunión fraterna es ya un dato adquirido y firme en nuestra identidad, de forma tal que cualquier pretensión de vivir lo franciscano en claves individualistas, sin planteamientos ciertamente fraternos y comunitarios, es no haber comprendido el sentido de nuestra vocación como hermanos menores. Así nos lo han hecho saber las últimas Constituciones Generales, que han acentuado machaconamente esta perspectiva de fraternidad. El hermano menor, pues, es quien vive su llamada junto a y con otros hermanos que como él quieren hacer el camino de seguimiento de Jesús. No se trata sólo de que yo aprenda y acentúe determinados comportamientos fraternos: siendo manso, perdonando, no juzgando (comportamientos, por otra parte, que vienen exigidos desde el mismo Evangelio); se trata de ir más allá, de comprender mi vida desde el supuesto de la fraternidad, como proyecto de fraternidad.

«No hay hermano menor a solas», aunque pueda aparentar estar solo: cuando marcha al trabajo en el crudo invierno, marcha en compañía de sus hermanos y al calor de toda la fraternidad, que es quien le envía y a donde volverá a descansar de su fatiga.

Enunciado el principio, veamos ahora lo que ello entraña en nuestra identidad.

1. Hermanos, en torno al Padre Dios

Cuando Francisco en sus Reglas traza los rasgos de la vida evangélica de los hermanos, describe su tenor de vida en primer lugar como «oración y penitencia», después de clarificar cómo hay que comportarse con quien viene a nuestra vida (cf. 1 R 2 y 2 R 2-3). Oración y penitencia son también los rasgos con que han trazado nuestra identidad las nuevas Constituciones Generales de la Orden. Seguir a Jesús en fraternidad, que constituye el objetivo último y primero de nuestra vida, se hace en primer lugar en la comunión orante con Jesús y entre los hermanos (cf. CC.GG. cap. 2).

El hermano, la fraternidad franciscana, amanece cada mañana con el regalo y la sorpresa de la filiación y de la fraternidad hechas posible gracias a la vida y muerte de Jesús. La fraternidad necesita explicitar su agradecimiento y lo hace diariamente en la comunión de oración con la Iglesia y, sobre todo, en la celebración del sacramento de la fraternidad: la Eucaristía.

Hermanos, pues, de la misma familia, la fraternidad posibilita y madura su sentido de fraternidad cuando en torno a Jesús y al calor del Padre Dios recuerda su historia, refuerza sus raíces familiares y acoge el Espíritu que posibilita la nueva humanidad representada también en la pequeña fraternidad de hermanos.

Este vivir al calor del Padre Dios no es, sin embargo, algo que uno pueda hacerlo por su cuenta, de forma individual. El hermano necesita ver a los hermanos y al Padre a la vez; la fraternidad refuerza sus raíces y su sentido de fraternidad cada vez que se reúnen «hacia» el Señor de su historia: «Cuando dos o tres están reunidos en mi nombre...» (cf. Mt 18,20; nótese que el texto original griego dice: eis to emon onoma: «eis» se traduce como «en», pero tiene sentido de movimiento «hacia» el Señor). Por eso, no basta que cada hermano ore y celebre al Señor; es preciso que los hermanos estén «hacia» el Señor, que la fraternidad sea el sujeto de la oración y de la celebración.

Hermanos, pues, en Cristo y con Cristo y por Cristo. Él es quien enraíza y da sentido a nuestro encuentro fraterno. Sin Él todas las restantes motivaciones quedan ensombrecidas y difícilmente podrían dar razón de nuestra fraternidad. En primer lugar, pues, hermanos para juntos buscar al Señor. Una búsqueda fraterna tanto más necesaria en este tiempo cuanto más palidecen y parecen ocultarse los caminos de Jesús, al menos en las sociedades secularizadas del primer mundo.

2. Hermanos, los unos hacia los otros, para crear calor de hogar

El Hermano Francisco, atento siempre a Jesús y al Nuevo Testamento, aprendió que ser seguidor de Jesús es vivir la reciprocidad, los unos vueltos hacia los otros. El «allelon» griego del N.T. se tradujo en Francisco en alter alterius, invicem inter se (cf. Escritos de Francisco passim): no hay, pues, fraternidad por el mero hecho de estar juntos, los unos junto a los otros. La fraternidad existe sólo donde hay alteridad, reciprocidad vital, relaciones interpersonales estrechas, donde los unos puedan vivir volcados hacia los otros.

Así lo han comprendido también las nuevas Constituciones Generales, y en el capítulo 3 han descrito la comunión fraterna a la que los hermanos somos llamados como entrega gozosa de los unos por los otros, responsabilizándose del mutuo crecimiento.

Posibilitar esta comunión fraterna supone de entrada:

— Una mirada positiva y acogedora del misterio de cada hermano, aceptándolo en su momento y verdad, en su ser diferente;
— no sólo aceptarlo, sino potenciar la libertad que el otro tiene de ser de otra forma;
— supone también crear un clima de «calor de hogar», de amistad, de buen humor, de alegría, en el respeto, en el no-juicio, en la acogida, en el alegrarse del bien que el Señor hace o dice por medio del hermano; !cuántas heridas se hubieran podido evitar con un poco de calor humano!;
— supone también el aprender a compartir lo que somos y tenemos, porque ya nada es «mío» o «tuyo», sino sencillamente todo es «nuestro»;
— y compartir también las carencias, el sufrimiento, el dolor y la cruz como forma máxima de fraternidad.

Esta comunión que los hermanos se muestran entre sí es, sin embargo, pequeña levadura que crea comunión a niveles más amplios: en la comunión con otros hermanos de otras Familias franciscanas y con la entera Familia que se remiten al Hermano Francisco.

3. Con los «menores» porque hermanos

Nadie puede llevarse a engaño ni podemos llenar la boca con palabras grandilocuentes hablando de pobreza y minoridad. A los hermanos, hoy como ayer, nos cuesta ser menores, ser pobres, compartir la vida con los más desheredados. ¿No es acaso verdad que la minoridad, la justicia y la paz, la inserción, es uno de los temas pendientes de nuestra vocación? Salvo casos aislados y loables de hermanos y fraternidades que han logrado un adecuado planteamiento práctico de la minoridad, justicia y paz, la mayoría de las fraternidades de la Orden tiene pendiente la vivencia de un tema nuclear de nuestra vocación.

Incluso, alguna vez, cuando se intenta hacer un planteamiento de cierta audacia, parece que nos entra la tentación de la vanagloria, el pequeño orgullo de «estar en punta». Y, sin embargo, la inserción, la minoridad, la justicia y la paz..., temas todos ellos del capítulo IV de las nuevas CC.GG., no son sino el corolario lógico de la comunión fraterna; ésta es su razón de ser y su origen radical: porque agraciados con el don de la filiación y la fraternidad en Jesús, porque hermanos entre nosotros gracias al Espíritu, sentimos el aguijón del Señor que nos urge hacia los hombres todos y hacia los más desfavorecidos entre ellos porque más hermanos que nunca.

La comunión fraterna, evitando la tentación de ser «fraternidad-estufa» (= fraternidad cerrada en sí misma, mirándose a sí misma y autocompadeciéndose), debe enfrentarse con la intemperie del mundo, de los hombres todos, de los más pobres y aprender a estar entre ellos como hermanos, «como quienes sirven».

4. La «buena noticia» de la fraternidad de los hermanos

«El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres, pero ¿has pensado ya lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es decirle: “tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús”. Y no sólo decírselo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse con este hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba, y que se despierte así a una nueva conciencia de sí. Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estima profundas. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada...» (Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre. Ed. Marova, Madrid 199212, pp. 163-164).

No existe fraternidad cristiana si ella no resulta «evangelio vivo» para quienes la contemplan, del mismo modo que no hay fraternidad franciscana si no se siente urgida a ser testigo de la filiación y fraternidad que ella vive por gracia del Señor. Como Jesús, como Francisco, los hermanos hoy, unidos con lazos de comunión en fraternidades, por sentirse hermanos de los demás hombres, de cualquier raza o condición, sienten la «inspiración del Señor» para proclamar, más con el gesto que con la palabra, que Jesús es nuestro Hermano, y que Dios es el Padre de la gran familia de los hombres.

Tal como, con olfato fino, ha intuido Leclerc en el texto arriba citado, no se trata de marchar a poner palabras en la vida, sino a poner gestos de cercanía, de solidaridad, de fraternidad para que «todo el mundo crea que sólo Dios es el Omnipotente» (cf. CtaO 9).

Pero también aquí, como no podía ser de otra forma, el sujeto evangelizador no es el hermano, sino la fraternidad enviada a ser signo y fermento de comunión.

* * *

En cuatro trazos hemos intentado recoger el núcleo y la entraña de nuestra identidad franciscana; ésta no existe sino allí donde hay hermanos que constituyendo fraternidades viven el seguimiento de Jesús, no como monjes solitarios, sino como hermanos que «juntos buscan al Señor, juntos lo viven y juntos lo construyen» (cf. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 13) al estilo de Francisco de Asís. La vida fraterna, pues, es el proyecto que globaliza la opción de los hermanos; la fraternidad no es una opción más entre otras, es la opción determinante de los hermanos: llamados a seguir a Jesús en fraternidad.

Este recorrido ha intentado no sólo recordar los núcleos de nuestra vocación, sino hacer ver cómo el hermano lo es sólo cuando comparte y vive con otros hermanos; cuando creando fraternidad es lanzado al mundo para crear más fraternidad, de modo que en nuestra identidad «vocación y misión», identidad y tarea se entrecruzan y encuentran. Nuestra vocación es ser hermanos y sólo hermanos; nuestra misión es vivir como hermanos haciendo nuevos y más hermanos.

III. SER HERMANO HOY, UN VOLVER A NACER

Comprender y vivir la existencia como «hermanos» requiere, a la vista está, el nacer cada día de la mano misericordiosa del Señor; de no ser así, la fraternidad resulta un proyecto voluntarista sin futuro. Es preciso, pues, con la gracia del Señor aprender a nacer cada día a la sorpresa, que es un regalo, del hermano y de la fraternidad.

Pero este volver a nacer tiene aquí otro significado. Vivir hoy este nuevo proyecto de fraternidad nos urge a nuevos nacimientos:
— A un sentido nuevo y clarificado de pertenencia a la fraternidad,
— nuevas formas de comprendernos en la historia,
— nuevas formas de orar en fraternidad,— nuevas formas de relacionarse entre los hermanos desde la reciprocidad y el compartir,
— nuevas formas de presencia fraterna entre los pobres,
— nuevas formas de evangelización desde la fraternidad.

Y aquí hay que reconocer que la tarea es inmensa. La mayoría de nosotros, y la mayoría de la Orden ha sido educada desde otras instancias y otras cosmovisiones, mucho más individualistas y, si no resulta exagerado, menos integradoras de la realidad humana. Y aquí es donde el trabajo de la formación permanente es arduo y urgente. La nueva identidad que se nos presenta en las Constituciones Generales nos urge a nuevas respuestas y a un nuevo aprendizaje de lo fraterno.

Miremos, siquiera brevemente, algunos de los rasgos de este cambio en el enfoque de nuestra identidad franciscana.

1. El primado de la persona y de la intersubjetividad

Ha sido muy valiosa la aportación de las ciencias humanas, especialmente de la nueva antropología, la psicología, especialmente la social, y de la sociología, detrás de las que se esconden nombres ya de sobra conocidos y citados. Han subrayado la importancia de la persona humana, sujeto y protagonista de su propia historia, autónomo, libre e integrado. Igualmente importante el subrayado del diálogo intersubjetivo para que el hombre pueda llegar a ser él mismo: no hay un «yo» crecido y maduro, sin un «tú» que acompaña el proceso de identificación de la persona. Nuestra identidad releída hoy en las nuevas CC.GG., aunque quizá no con el subrayado que a veces desearíamos, recoge esta honda realidad haciendo de la persona del hermano el centro de atención y protagonista de toda nuestra vida.

Este primado de la persona es especialmente subrayado en el capítulo 3, sobre la comunión fraterna, cuando se estima como valor irrenunciable la diversidad de cada hermano (CC.GG. art. 40).

2. Del convento a la fraternidad

Aunque la mayoría de nosotros sigue viviendo en los «conventos» (y es justo pensar que en muchos años se seguirá así), la nueva identidad presupone, especialmente en los capítulos 3 y 4 de las Constituciones:
— Una vida de oración, desde la fraternidad y de la fraternidad;
— una vida marcada más por las relaciones interpersonales verdaderamente fraternas en la fraternidad, que «por la vida en común»;
— un grupo, de número adecuado, donde esas relaciones fraternas sean realmente posibles;
— una forma de animación fraterna donde el protagonismo lo tenga la misma fraternidad con el servicio de unidad del ministro;
— unas estructuras (de vivienda, de economía, de trabajos) adecuadas a un grupo donde lo importante esté en la relación, hacia dentro y hacia fuera, más que en el trabajo;
— un «hábitat» fraterno, sencillo, pobre y acogedor;
— una forma de evangelización, hecha desde la acogida y apertura a los hombres, desde el gesto y la transparencia de la propia vida de la fraternidad.

3. Relaciones interpersonales fraternas más que «vida en común»

La vida religiosa de antaño ha estado más marcada por la vida en común que por auténticas relaciones interpersonales. La nueva identidad, al aire de la aportación de las ciencias humanas, y haciendo justicia al proyecto del Nuevo Testamento, acentúa con razón la importancia de la mutua estima, de la relación sencilla, de la confrontación maduradora, del diálogo discernidor, la entrega generosa al hermano, el «volcarse los unos hacia los otros». No se trata, pues, tanto de una vida en común (!un ejército puede vivir en común, sin apenas conocerse y desde luego sin apenas quererse!), sino de una vida fraterna en común. Esta vida fraterna en común presupone, a la vista está, el conocerse, el aceptarse, el quererse, el perdonarse, una gran apertura hacia el otro, capacidad de escucha y de diálogo, el confrontarse en los conflictos grandes o pequeños que diariamente surgen, evitando en todo momento el juicio descalificador, la murmuración..., cosas para las que no siempre estábamos educados.

4. Igualdad esencial de todos los hermanos

En la nueva identidad (cf. CC.GG. arts. 40-41) y por todas partes se requiere la igualdad fundamental de todos los hermanos; no podemos ser igualmente hermanos, pero sí hermanos iguales. La nueva identidad, pues, sepulta (esperamos que para siempre) esa división que fue secular también en nuestra Orden entre hermanos que venían clasificados y tratados diversamente según pertenecieran a la clase clerical o laical. Se reconoce que hay formas diversas de ser hermanos, según se acceda o no a los ministerios sagrados, pero eso no puede ser ocasión de crear división, sino igualdad esencial básica. Pero ¿quizá deberíamos estar atentos a otros tipos de clasismo que pueden surgir entre los hermanos?

5. Unidad en el pluralismo más que uniformidad

Una vida fraterna obsesionada por lo que se llamaba la «observancia regular» se preocupaba de potenciar la «uniformidad» en la comunidad: uniformidad en el vestir, en el lugar e incluso modos de la oración, en los horarios, ritmos, formación, etc. Sin que sea fácil demostrarlo, dicha uniformidad no siempre conseguía que los hermanos vivieran «con un mismo corazón». La uniformidad era un estilo y un objetivo. La nueva identidad se preocupa más de la «unidad de los hermanos» que de su uniformidad: un proyecto común clarificado en la Regla y las Constituciones debe potenciar, sin embargo, personas autónomas, que viven su propio proceso personal en fidelidad a sí mismas y a la fraternidad. Esta pretendida unidad crea menos «orden», pero hace más justicia a la verdad de cada uno.

6. De la armonía a la confrontación

La armonía ha sido un ideal largamente alimentado durante siglos: la paz, la ausencia de conflictos, el aguantar, la paciencia, el callar, el «no saltar» han sido objetivos muy claros en nuestras fraternidades. Con ser de gran valor, ¿a quién se le oculta el riesgo que la armonía conlleva? ¿No es verdad que a menudo, tras una aparente armonía, se ocultaban auténticas «guerras fratricidas»? Cuando de la armonía se hace una bandera, resulta casi imposible que surja la confrontación adulta entre los hermanos, la posibilidad de discrepar, de opinar diferente, de ser auténticos, de hacer una observación... Sobre todo, el mundo de los sentimientos queda totalmente reprimido y eso, a la larga, porque entorpece una descarga normal de la agresividad, resulta una «bomba de relojería» que explotará cuando menos se piensa y donde menos se debía.

Una vida fraterna adulta, como la que se presupone en nuestra identidad, requiere caminar hacia «fraternidades de confrontación», donde estudiando bien los modos y los tiempos y lugares pueda cada uno confrontar y ser confrontado por los demás. Ahí sería también el lugar adecuado para una «verdadera corrección fraterna», que no consiste en «echar en cara» nada a nadie, sino en acompañar una maduración, que como tal, siempre es costosa.

Es preciso, pues, a mi modo de entender, ir haciendo un camino fraterno que nos lleve desde la armonía a la confrontación, pues la vida fraterna sólo se puede edificar desde la verdad sentida, vivida y expresada.

7. Discernimiento más que cumplimiento

Es consecuencia lógica de la unidad; desde una moral objetivista se pretendía la uniformidad; desde una moral de las personas se pretende el discernimiento. No se trata, pues, de que «todos cumplan con todo», sino de que cada uno y la fraternidad sean fieles a aquello que el Señor les va pidiendo en cada momento; esto exige un sabio y arduo discernimiento personal y comunitario, al que no siempre estamos habituados.

8. Presencia fraterna entre los hombres

Así se concibe hoy, en la nueva identidad, nuestro servicio a la Iglesia y al mundo. Se trata, en primer lugar, de ser hermanos entre nosotros y de comportarnos como tales; por ello todos los hermanos evangelizan y nuestro primero servicio consiste en saber estar, en ser presencia fraterna en medio de los hombres. Esta forma de entender nuestro servicio, presupone también un viraje en nuestra forma de entendernos en la Iglesia, pues lo verdaderamente importante es que los hombres, por nuestra fraternidad, sospechen que Dios es Padre y Jesús el Hermano.

* * *

Estos aspectos que hemos resaltado dan a entender el viraje enorme que supone la Fraternidad para nuestra vida franciscana. Sin que queramos entrar en valoración alguna, hay quien ha afirmado que la identidad propuesta en las nuevas Constituciones Generales supone un cambio mayor que el efectuado durante los más de siete siglos de historia franciscana. Hay más cambio –se afirma– del Vaticano II a nuestros días (treinta años) que desde san Buenaventura hasta el Vaticano II.

Desde esta perspectiva no es difícil adivinar la urgencia, la importancia y la envergadura de la formación permanente en nuestra Orden. Ser hermano menor hoy requiere un cambio continuado, un aprendizaje nunca acabado y una apertura al Espíritu del Señor, sin los que es inconcebible ser hermano menor hoy. Literalmente, se trata de un nuevo nacimiento. A nuevas propuestas, nuevas respuestas.

IV. LOS MÍNIMUM DE UNA VIDA FRATERNA

¿Quién puede ser hermano hoy? ¿Quién puede adentrarse en estas profundidades? ¿Cómo llegar a las propuestas de nuestra identidad? Y aquí radica «la grandeza y miseria del hermano menor», pues
si por una parte, el haber sido llamados a ser como Jesús, viviendo la filiación gozosa y agradecidamente, entregados a nuestros hermanos en absoluta desapropiación y kénosis, al modo de Francisco de Asís, llamados a ser signo y sacramento de la nueva humanidad desde la entrega, el servicio humilde, la acogida incondicional, el perdón permanente..., constituye la grandeza;
por otra parte, nuestro «pertenecer» al Señor y a los hermanos ambiguamente, nuestras profundas heridas y agresividades, nuestra cerrazón y miedo a abordar al hermano, nuestras envidias, rivalidades, celos, conflictos en la relación interpersonal, nuestra dificultad de aceptarnos tal como somos, nuestro sectarismo e individualismo..., constituyen el lado oscuro, la miseria de nuestra vida.

Ciertamente la fraternidad franciscana es sentida por cada uno de nosotros como lugar maravilloso de acogida, de participación, pero al mismo tiempo también es sentida como «un lugar terrible», donde se revelan las propias limitaciones y egoísmos, la pobreza espiritual, la incapacidad para aceptar al otro, la dureza de corazón que nos debe poner a todos en camino de las bienaventuranzas.

¿Habremos de renunciar a mirar nuestras miserias y realidades encaramándonos en el puro ideal, en la utopía, con lo que ello conlleva de voluntarismo y de irreal, o habremos de renunciar más bien a la utopía y al ideal intentando un camino más lento y más «rastrero», con el consiguiente peligro de rebajar la identidad? ¿Quién puede ser hoy hermano menor? O, en todo caso, ¿cuáles son los mínimum que un hermano debe manejar para poder vivir a fondo y con calidad su vocación?

A nuestro entender, habría que enfocar nuestras energías en estas cuatro direcciones que posibilitan una vida fraterna auténtica:

1. Reconciliación con la propia historia

Llamados a ser y vivir como Jesús, sentimos con todo en lo profundo de nuestra existencia «la herida de ser hombres», la herida provocada por la finitud y los límites de nuestro ser humanos. La misteriosa y compleja historia de cada hombre está tejida de mil experiencias y palabras, amores y odios, gozos y tristezas, «mimos» y heridas, aciertos y desaciertos, padre y madre, pasado y presente..., cuya integración madura resulta casi un milagro. Y teniendo en cuenta toda esta complejidad, hay que afirmar: !cuánto daño hacen en nuestras fraternidades las personas no reconciliadas!

Aprender, sobre todo para una vida fraterna adulta, un buen manejo de la afectividad y sexualidad (temas tan próximos a la vida familiar como hermanos) junto con la agresividad (!fuerza positiva para enfrentarse al conflicto y a la dificultad!), sin reprimir dichas fuerzas, constituye el a, b, c de nuestra vida.

Todas estas experiencias van dejando en cada uno de nosotros una «dotación» y un poso de experiencia, que, para bien o para mal, van marcando nuestro camino presente y futuro. Muchos de nuestros complejos en la relación, nuestras hiper- o hipo- agresividades e inhibiciones, nuestros conflictos en la relación con uno mismo y con los otros (!también nuestra relación con Dios!) tienen su raíz en una falta de reconciliación con la propia historia.

Pretender una relación y una entrega adulta a Dios y a los hermanos, una mirada positiva y una actitud colaboradora con los demás, una entrega gozosa hasta dar la vida por los otros (que siempre supone una gran capacidad de «kénosis»), es irreal si no se parte de una buena reconciliación con la propia historia.

Esta reconciliación requiere:
Tomar mi vida entre las manos y decidirla, pues hay quien pasa por la vida, junto a ella, sin entrar nunca a fondo en ella;
dar nombre y conocer todo aquello que constituye lo «mío» sin necesidad de ocultar ni tapar nada; no importa que sea bueno o malo; lo importante es que sea «mío»;
re-leer y re-vivir toda mi historia a la luz del conjunto de mi historia y a la luz de Dios que posibilita y potencia mi persona;
asumir como «mío» todo lo que en ella existe de bueno y de malo hasta llegar a dar gracias a Dios por esa historia que, sea cual sea, y antes que yo la haya aceptado, ha sido ya asumida y amada por Dios mismo.

!Cuánto bien hacen en nuestras fraternidades esas personas así reconciliadas! Esta reconciliación con la propia historia, como es fácil imaginar, no es quizá el presupuesto de una vida fraterna, sino la «meta». ¿No es quizá éste uno de los primeros servicios que tenemos que prestarnos los hermanos, el ayudarnos a reconciliarnos con nosotros mismos, a querernos, a mirarnos con mirada benévola? ¿Es posible e imaginable una reconciliación con los demás si uno no aprende, primero en sí mismo, a reconciliarse consigo mismo? Y ¿es posible una adecuada reconciliación «sin aprender a tragarse diariamente la muerte», como decía santa Teresa de Jesús a sus monjas? Pero, quizá, tan difícil como tragarse diariamente la muerte, es tragarse diariamente la vida.

Permítasenos en este momento, a modo de ilustración, la cita de un texto del diario de Pedro Casaldáliga:
«La necesaria reconciliación:
»Vivir lúcidamente sería reconciliarse consigo mismo, con la naturaleza, con los hermanos, con la humana historia, con el Padre Dios.
»Abrirse a estas cinco vertientes con despojada libertad, con gratuita pobreza acogedora. Desde sí mismo, en asumida identidad. Al calor de Dios, que es el Señor Padre.
»Siento que esta reconciliación gradativa, pero total, comporta una ascética generosa. Sin masoquismos y sin concesiones. Hacia el tiempo, espacio del trabajo. Hacia la sociedad, espacio de la justicia y del amor, conjugados dialécticamente, evangélicamente. En la naturaleza, pródiga, pero celosa de sí. Desde la propia entrega y la indispensable privacidad.
»La oración se ofrece como el espacio en-Dios-presente-acogedor-y-acogido que posibilita, diariamente, esta esforzada reconciliación.
»Teresa de Jesús decía a sus monjas en el Camino:
“Si no os determináis a tragar de una vez la muerte, nunca haréis nada”.
»Tan difícil, quizás, como tragarse la muerte es tragarse diariamente la vida. Sin huirla, sin desperdiciarla, sin acomodarla al propio reino egoísta, sin permitir que la monopolicen los reinos de este mundo. En ascética fidelidad. Rebeldes según el evangelio» (Pedro Casaldáliga, En rebelde fidelidad. Diario de Pedro Casaldáliga (1977-1983). DDB, Bilbao 1983, pp. 134-135).

Me complace recordar que Casaldáliga escribió esto un día de la fiesta de San Francisco de Asís, atribuyendo a nuestro Hermano Francisco esta pretendida reconciliación.

Esta reconciliación requiere también como mediaciones estos otros criterios:
— Suficiente y adecuada autoestima;
— aceptación gozosa y capacidad de «dialogar» con la propia agresividad y sexualidad y manejarlas adultamente;
— integración de dependencia e independencia en las relaciones interpersonales;
— capacidad de elaborar y sublimar la frustración y el conflicto;
— capacidad de objetivar las emociones;
— autonomía del yo en la inseguridad;
— autenticidad existencial (diferente de la autenticidad moral).

2. Un sentido de «pertenencia» clarificado

Sentido de «pertenencia» es algo de lo que se habla cada vez más, al referirse a la vida fraterna. Supone clarificarse existencialmente, y no sólo jurídicamente, de quién soy y con quién quiero hacer el recorrido de mi vida. Supone clarificar, existencialmente, a quién puedo entregarme para que sea garante y mediación de mi camino vocacional. O dicho de otra forma: supone decidir dónde y en quién puedo depositar el secreto de mi existencia; supone clarificar de quién soy, de quién quiero ser, cómo sitúo mi identidad en relación con los demás.

a) Pertenencia al Señor

Parece obligado hacer aquí una primera distinción, pues no cabe duda que nuestra pertenencia primera, como experiencia que globaliza, es al Señor, a quien nos entregamos de todo corazón. No puede, pues, en un primer momento hablarse de otra pertenencia: pertenecemos al Señor, hemos sido cogidos por Él; Él nos convoca, y por la profesión suyos queremos ser. Esta experiencia primera no es equiparable a la pertenencia fraterna de la que hablaremos a continuación. Pertenecer al Señor, descansar existencialmente en Él, entregarnos a Él con corazón indiviso es el primer sentido de toda pertenencia; es experiencia que totaliza a la persona. O dicho con un ejemplo: uno puede cambiar de pertenencia fraterna, pues no depende absolutamente de una fraternidad; en cambio su pertenencia al Señor no la puede cambiar, porque se diluye. La pertenencia apela directamente al corazón y el corazón no se puede entregar sino con corazón indiviso.

Y, sin embargo, este sentido de pertenencia, en un sentido segundo y derivado –no por ello menos importante–, es aplicable también a nuestra vida fraterna. Vivimos nuestra pertenencia al Señor cuando la expresamos en sucesivas pertenencias a la fraternidad, a la Provincia y a la Orden a la que nos entregamos carismáticamente.

Hay que evitar, pues, ambos peligros: tanto una pertenencia al Señor, puramente «espiritualista», sin mediaciones fraternas, como una pertenencia a la fraternidad sin el Señor, origen y meta de la fraternidad.

b) Pertenencia a la fraternidad

El hermano es llamado a pronunciarse dónde y con quiénes quiere vivir su ser pertenencia al Señor. Esta pertenencia al Señor el hermano menor la expresa y la hace explícita en su propia fraternidad, abierta a su vez a otras fraternidades, a la Provincia y a la Orden.

Esta pertenencia a la fraternidad se hace urgente en un mundo tan plural y tan contrastado como el nuestro, pues el hermano (y la misma fraternidad) siente la llamada y la solicitud de otras llamadas que le convocan a su entorno. El hermano, precisamente porque hermano: pacífico, manso, eficaz, alegre, colaborador, no partidista, paciente, integrado, entregado..., se sentirá solicitado para formar parte de grupos y organizaciones que le querrán para sí, con el riesgo, evidentemente, de resquebrajar su pertenencia original fraterna. Y aquí se necesita lucidez para no quedar atrapado en el juego de los intereses de otros grupos y organizaciones.

Es también pensable que en otras ocasiones (pensamos en algunos países del mundo occidental o del llamado «primer mundo»), el hermano puede sentir y hasta sufrir la «irrelevancia social», es decir, que no cuenta nada ante las organizaciones de este mundo, o que su presencia no es relevante y a veces ni deseada. Aquí, igualmente, es fundamental un buen anclaje en la pertenencia fraterna; éste le permitirá caminar adelante y fortalecer su lesionada autoestima.

Es algo constatado y experimentado muchas veces que cuando la pertenencia a la fraternidad comienza a resquebrajarse, ahí mismo comienza la crisis de identidad y, con ella, la crisis vocacional. Dicho de otra forma: cuando un hermano comienza a cuestionarse con quién vivir su vocación, seguidamente se pregunta si merece la pena vivir dicha vocación.

Como es fácil suponer, este sentido de pertenencia no acaba en la propia fraternidad, ni siquiera en la Orden. Al final «pertenecemos» a los hombres todos con quienes vivimos buscando una nueva humanidad más fraterna. Pero a este sentido de pertenencia no quiero ni voy a referirme ahora.

c) Algunas notas del sentido de pertenencia a la fraternidad
* Hacia dentro: confrontación crítica y espíritu de colaboración;
* hacia fuera: defensa de la fraternidad;
* identificación personal con el proyecto del grupo;
* aceptación cordial de la personalidad corporativa: «nosotros»;
* compromiso existencial con la suerte de los otros;
* contribuir responsablemente a la actualización y realización del proyecto común.

d) Algunos factores de crecimiento del sentido de pertenencia
* Alimentar continuamente la «mística grupal»;
* intercomunicación frecuente;
* asumir responsabilidades en el proyecto del grupo.

3. La aceptación personal

Nuestra identidad expresada en las Constituciones Generales indica explícitamente que los hermanos aprendan a aceptarse mutuamente; aceptarse en la diversidad, en la diferencia, en la diversa forma de mirar la realidad. De no ser así, la no-aceptación mutua puede ser lugar de conflictos permanentes en nuestras fraternidades. Indicamos brevemente algunos rasgos de lo que comporta esta aceptación personal:

a) ¿Qué es la aceptación personal?
* Recibir amorosamente a la persona en su singularidad única;
* disponibilidad inicial a valorar positivamente su modo de proceder, sus sentimientos e intenciones;
* capacidad de percibir lo que el otro siente dentro de la originalidad de su mundo interior;
* confiar vivamente en la capacidad de crecer de la persona.

b) ¿Qué no es la aceptación personal?
* Estar de acuerdo y en todo con el modo de proceder del otro;
* justificar y aprobar su conducta;
* estudiar la persona a distancia;
* curiosidad excesivamente ávida de su intimidad;
* actitud predominantemente crítica sobre ella;
* juzgarla según mis propios esquemas mentales y afectivos;
* evitar todo conflicto ocultando los sentimientos negativos.

c) ¿Cómo se ayuda?
* Esforzarse por sentir las cosas como las siente el otro;
* ser auténtico y franco, pero no a cualquier precio, sino calibrando lo que el otro puede asimilar;
* reforzar los sentimientos positivos;
* dar signos de querer aproximarse al otro;
* mostrar interés por la persona del otro;
* ser paciente en la escucha;
* ser testigo de la esperanza;
* interesarme por las cosas del otro, especialmente por sus sentimientos.

d) ¿Cómo se dificulta?
* Cuando la valoración de la persona del otro se hace en función de sus cualidades, eficacia o conducta edificante;
* cuando se da una tendencia excesivamente evaluativa;
* cuando hay un desconocimiento personal;
* cuando se da una falta de aceptación personal;
* cuando se nota una falta de esperanza en el otro.

e) Factores estimulantes de vida comunitaria
* Encontrar espacios para expresarse libremente;
* ambiente de cierto calor afectivo;
* asignar a cada persona tareas y encargos significativos y adecuados a la competencia del sujeto, dando también un cierto margen a la creatividad;
* contar con el estímulo de referencias consistentes;
* alimentar sin pausa un ideal generosamente vivido;
* ambiente participativo en proyectos actualizados y significativos;
* buena información del grupo.

4. Amplio sentido «dialógico»

El hermano menor, tal como nos viene descrito en nuestra identidad, es el «hombre del diálogo», un diálogo abundante y un diálogo que le hace ser abierto en la entraña misma de su vocación, pues tiene que ejercitar el diálogo consigo mismo (saber escuchar los gritos de su propia interioridad), con los hermanos de su propia fraternidad y Provincia (cf. CC.GG. cap. 3, sobre la comunión fraterna), con los hombres, cercanos y lejanos (cf. caps. 4 y 5), y diálogo, finalmente, con el Señor que le posibilita su vocación (cf. cap. 2).

Esta llamada a dialogar a cinco bandas, es una exigencia sin-crónica, pues o se aprende a dialogar en amplitud o uno demuestra no saber dialogar con nadie. ¿Puede creerse que un hermano esté abierto al diálogo con Dios, si no se abre al diálogo con sus hermanos? ¿Puede uno estar abierto al diálogo con los pobres, si no se abre al diálogo con los hermanos de la propia familia? ¿Puede, finalmente, dialogar uno con los otros, si no aprende un diálogo profundo y maduro consigo mismo? Sería una paradoja que rompería todas las normas del crecimiento y maduración de las personas.

Dialogar, en el sentido que le queremos dar aquí, significa: «estar dispuesto a abrir y ensanchar el campo que yo percibo, veo, siento y amo y tener habilidad para percibir, ver, sentir y amar desde el otro lado del interlocutor».

Este sentido del diálogo requiere, por tanto:

a) Aprender a dialogar con uno mismo: tener capacidad de percibir mi propia verdad sin falsearla; aceptar y amar dicha realidad sin negar todo aquello que hace que yo sea «yo».

b) Aprender a dialogar con los hermanos de la propia fraternidad: la parcela de verdad que yo percibo es siempre una parcela ampliable; por ello, dialogar con los hermanos significa no sólo «soportar» el abrirme a ellos, sino buscar, posibilitar y «amar» esta apertura como única forma de madurar y crecer.

c) Aprender a dialogar con los hombres todos, porque la fraternidad no es para sí misma, sino para la misión; sólo saliendo del propio yo personal o comunitario hacia los otros, se recobra la propia identidad franciscana. La edificación de la comunidad sólo tiene sentido y es posible construyendo un hogar más grande en el mundo: el Reino de Dios. Es la ley del «excentricismo» de la fe cristiana: sólo fuera de uno se encuentra el propio centro; sólo en el hacer el hogar del mundo se puede edificar la propia casa (cita de J. Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología. Ed. Sal Terrae, 1981, p. 324).

d) Aprender a dialogar con el Señor de mi historia, pues Él me quiere llevar hasta la maduración total en la resurrección; me quiere hacer como Jesús. Esta maduración sólo es posible cuando uno queda abierto, como Jesús, a la voluntad del Padre, intentado siempre ampliar y ensanchar el propio camino, aunque él nos lleve por el camino de la cruz. Dialogar con el Señor implica, pues, aceptar el camino que otro me propone, aunque me parezca que me conduce a la muerte.

e) Discernimiento: llegados a este punto es necesario detenerse para intentar aplicar esta «ley del diálogo» a las situaciones concretas que nos toca vivir a menudo en nuestras fraternidades y aprender a valorar de forma diversa la realidad, especialmente la que crea conflictos. Quiero aplicar esta ley del diálogo al compartir y al conflicto.

1) El compartir o la ley del «dar y recibir» en reciprocidad. !Cuánto cuesta en nuestras fraternidades el aprendizaje de un compartir maduro! Y no ciertamente por mala voluntad, sino por un deficiente aprendizaje del mismo. Nuestra identidad pide por todas partes el comprender la propia vocación de hermano como forma de compartir. ¿Qué significa compartir? Significa:

— Aprender la «ley de la reciprocidad»: del dar y del recibir (quien sólo quiere dar es un paternalista; quien sólo quiere recibir es un inmaduro egoísta); ¿no pide Francisco de Asís que los «hermanos pidan confiadamente el uno al otro»? (cf. 1 R 9,10-11; 2 R 6,7);

— abrir al otro, a la fraternidad el compartir de lo que considero mío: tanto bienes materiales, como dones espirituales, lo mismo cualidades que preocupaciones, carencias y problemas;

— estar atento y aceptar lo que el otro me está queriendo indicar, decir y dar: es importante aprender a recibir, el dejarse querer...

— ir aprendiendo a confiar en mis hermanos, de tal forma que comparto con ellos algo de mi mundo de sentimientos. Esos sentimientos que son nuestra verdad y tanto nos ahogan a momentos...

— entregar y entregarse hasta el fondo, sin miedo a quedar sin nada, sin apropiarme de nada, pues la fraternidad saldrá garante de mi pobreza y soledad (cf. 1 R 9,1-10; 1 R 10,1; 2 R 6,4-8);

— finalmente, entregar hasta lo que considero más íntimo mío y sólo mío, sin miedo a «perder imagen» o a ser juzgado, pues el otro puede rescatarme de mi pobreza y soledad.

Esto que aquí decimos no es sino una pequeña muestra de lo que puede significar el «compartir», pues como hermanos estamos llamados a compartir nuestra historia de amor con Dios en la oración (compartir la vida de fe o expresiones orantes de la fe), nuestro trabajo evangelizador (compartir la misión), pues el agente siempre es la fraternidad que envía al hermano a un determinado servicio, nuestras mutuas relaciones interpersonales (compartir la vida).

2) El conflicto. Hablar de «conflicto» resulta tocar aspectos que nos duelen y que tienen mucho que ver con la apertura a los demás o el «sentido dialógico». El conflicto es una realidad presente en nuestras vidas como el aire que respiramos: todo aquello que, de una u otra forma, golpea o sorprende nuestra captación de la realidad, nos provoca conflicto, y la vida fraterna está traspasada por continuados conflictos que, bien mirados, son llamadas a «abrirnos» a otra perspectiva, a mayor hondura, a nuevas lecturas de la realidad.

Nosotros mismos somos lugar de conflicto cuando no aceptamos nuestra «verdad» y se nos llama a aceptarla y aprender a mirarla de otra forma.

Dios mismo puede resultar lugar de conflicto, cuando en nuestro camino espiritual, personal o comunitario, nos llama por caminos y modos insospechados hacia mayor «desapropiación».

Los otros, la fraternidad puede resultar lugar de conflicto cuando convivo con otras libertades, otras formas de ver las cosas, formas de actuar que no comparto, que van en contra de mi sensibilidad.

Los hombres a quienes somos enviados pueden resultar lugar de conflicto cuando no nos aceptan o incluso nos rechazan abiertamente o no responden a nuestras «expectativas».

Cada uno de los aspectos de nuestra vida fraterna es tierra abonada para que surjan los conflictos, aunque, a no dudar, nuestras relaciones interpersonales suelen ser el lugar primero y más propicio para estos conflictos interpersonales.

Quisiera afirmar, con el convencimiento que da la experiencia, que el conflicto, debidamente abordado, puede ser y de hecho resulta «momento y lugar de gracia». El conflicto me hace ser realista, aceptar mis límites, ponerme en la situación y visual del otro; me hace renunciarme-descentrarme para que «yo mengüe para que el otro crezca» (cf. Jn 3,30); me hace, en definitiva, ser más hermano, ejercer mi vocación de fraternidad, pues ésta nunca se realiza tanto, pues «no hay amor más grande que el dar la propia vida por los hermanos» (cf. Jn 15,13).

V. LOS CAMINOS HACIA LA FRATERNIDAD

Nuestra Orden, como la Iglesia entera, pronto percibió que este camino de fraternidad emprendido era utopía irreal si no se ponían las mediaciones que ayudaran a hacer un camino hacia dicho ideal. Como regalo excelente de los últimos tiempos se nos ha dado el percibir nuestra vida dinámicamente, procesualmente, como un camino a recorrer a lo largo de la vida, más que una meta a alcanzar en el noviciado.

En efecto, ¿quién puede vivir semejante ideal que supone el descentramiento y el aprendizaje de la kénosis de Jesús? ¿Es realista pedir a la mayoría de los hermanos este camino de entrega gozosa por los hermanos? ¿Cómo hacer justicia a nuestras «inmadureces, nuestras carencias», nuestros deseos inconfesados, nuestras necesidades afectivas y sexuales, nuestra sed de reivindicar espacios de libertad? ¿Es posible todo esto sin un continuado y lento aprendizaje de la vida y Regla de los hermanos menores? Se dijo al comienzo y lo repito ahora: hemos venido a la fraternidad no porque somos hermanos, sino para aprender a ser hermanos; al arrimo de los hermanos quiero (y queremos) aprender a ser hijo y hermano; al arrimo de los hermanos quiero (y queremos) aprender una relación adulta y madura, que significa entregar la propia vida; al arrimo de los hermanos quiero (y queremos) aprender a entregar mi vida por los otros hombres, por los pobres; al arrimo de los hermanos, y viviendo feliz con ellos, quiero (y queremos) ser anuncio y testimonio creíble que Jesús es nuestro hermano y Dios, el Padre Altísimo y cercano.

Nuestra vocación, en línea con la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios, que busca crear lazos fraternos entre los hombres viviendo como hermanos entre ellos y como hijos del único Padre Dios, consiste en ser hermanos, vivir como hermanos y hacer hermanos. De esta forma se sintetizan los tres capítulos de toda vida religiosa como consagración, comunión y misión. (Cf. X. Pikaza, Tratado de Vida Religiosa. Consagración, comunión, misión. Publicaciones Claretianas. Madrid 1990). Tres capítulos que han de ser leídos unitariamente, porque no existe uno sin el otro.

Todo esto, sin embargo, no se da en las personas linealmente, sino en forma de círculos concéntricos, con sus «más» y con sus «menos», con certezas y dudas, con aciertos y desaciertos, con entregas y traiciones. ¿Quién de nosotros no ha sentido en el camino la tentación de «pararse»? ¿El vértigo producido entre la altura de la vocación y la bajura de nuestra realidad? Esta es otra motivación tan importante como la de arriba para la formación permanente: necesitamos pequeños oasis en el desierto de la vida, roca firme para el paso cansado. Y eso es la formación permanente: oasis y roca, que es el Señor manifestado entre los hermanos y que nos envía a ellos.

¿Cuáles son, pues, las mediaciones que pueden ayudar más en este camino de fraternidad? ¿Qué caminos cabe recorrer? ¿Quiénes son los servidores de esta mediación? ¿Qué servicio le corresponde prestar al Secretario de la Formación? He ahí algunas de las preguntas que surgen espontáneamente. Intentemos, pues, un acercamiento a las mediaciones a través de éstas.

1. Convicciones prioritarias en torno a la Formación Permanente

1.a convicción: hermanos y fraternidad, inseparablemente unidos

Sólo en la fraternidad se hace el hermano; y los hermanos no son sino para posibilitar la fraternidad. Lejos de los planteamientos dualistas que intentan oponer hermano y fraternidad, desde nuestra identidad es muy claro que hay que potenciar y posibilitar ambos aspectos a la vez. Evitar por ello tanto el comunitarismo (que no toma en cuenta la consistencia personal) como el individualismo (que no toma en cuenta la fraternidad).

La formación permanente debe potenciar, pues, por un lado personas consistentes, con identidad fraterna, pero esas personas no son posibles sino desde una fraternidad madura, con estructuras que posibiliten un aire familiar, cercano, coherente y posibilitador de un seguimiento de Jesús clarificado.

2.a convicción: primacía de la Formación Permanente

No basta que nuestra vida sea «un ir tirando», como tampoco basta que sea una vida de cumplimiento, de observancia regular, donde no hay ningún defecto, pero tampoco se tiene sensación de vida, de plenitud. Es preciso, y las continuas exhortaciones e insinuaciones que nos vienen de todas partes nos lo confirman, intentar dar calidad y hondura a nuestra vocación franciscana.

Calidad y hondura significan aquí clarificar bien lo que se pretende, provocar una entrega generosa a esta vida evangélica, potenciar relaciones fraternas verdaderamente maduras, prestar el servicio de minoridad que nos corresponde, ser evangelio vivo para los hombres todos, de forma que en nuestra vida seamos no sólo creyentes, sino creíbles.

Esta entrega generosa así, supone trabajo, supone entrega, supone, en definitiva, conversión diaria, que es otra forma de hablar de la formación permanente. Aquellos hermanos y aquellas fraternidades que no potencian una adecuada formación permanente, no pueden dar hondura y calidad a su vocación.

3.a convicción: primacía de la experiencia

El franciscanismo, porque así lo quiso Francisco de Asís, es la espiritualidad experiencial, práctica, porque hemos sido enviados para vivir, para hacer hermanos, y luego, si pareciere oportuno, para que anuncien (cf. la metodología misionera en la 1 R 16,5-7). No sólo. Pero es que, además, lo hemos experimentado mil veces: nuestras convicciones más profundas, nuestras ideas más arraigadas, han cambiado cuando hemos experimentado la actuación beneficiosa de un amigo, de un hermano: un gesto de otro.

La formación permanente, pues, que pretende una progresiva transformación de la vida de los hermanos hacia cotas cada vez más evangélicas, debe intentar este camino experiencial, práctico. Ello supone que la formación permanente no comienza con grandes discursos, sino con la creación de un clima cooperativo en la fraternidad, con la aceptación personal y recíproca, con pequeños gestos de acogida, con el «buen ejemplo» de una vida entregada. Luego, la palabra pondrá sentido y razón a esa práctica y no al revés.

4.a convicción: primacía de la cotidianidad

Precisamente como corolario de lo anterior: la formación permanente no nos la jugamos con los cursos, cursillos, conferencias, lecturas y demás mediaciones que, siendo muy importantes, no son las más importantes. A mi modo de ver, la formación permanente, la transformación del hermano y de las fraternidades hacia mayor y mejor calidad tiene que darse en el día a día, en la actuación sencilla y humilde de los gestos de cada día: en la oración diaria, en la eucaristía de la fraternidad, en la que soy pronunciado de nuevo como «hijo» y «hermano» por el Padre Dios; en las relaciones sencillas y en la mutua ayuda en las gestiones de cada día; en el encuentro sencillo y profundo con nuestra gente que nos impulsa a mayor entrega, en el descanso merecido en el que intuyo que es posible cambiar y caminar...

Estas son las mediaciones donde nos maduramos y hacemos, donde vivimos el desgaste y también el gozo de una entrega generosa. Una formación permanente que no esté basada en la cotidianidad, tiene mucho de irreal y de irrelevante.

5.a convicción: primacía del proceso y del discernimiento

¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Por dónde comenzar? ¿Qué me corresponde a mí y qué a aquel otro hermano? ¿Qué pasos tiene que dar esta fraternidad rural y cuáles aquella otra fraternidad urbana? ¿Qué proyecto debe intentar una fraternidad numerosa y qué proyecto aquella otra fraternidad pequeña? Son preguntas excesivamente importantes para que tengan una única respuesta y solución.

Precisamente porque hemos superado una moral objetivista y se acentúa una moral personalista, porque nuestra misma identidad reconoce la diversidad de temperamentos, situaciones, enfoques, estilos de cada hermano y de cada fraternidad, es preciso superar un marco ideal objetivo para ir tras unas respuestas adecuadas a cada hermano, a cada fraternidad, a cada Provincia, intentando un camino coherente con la propia situación y empleando aquellas mediaciones que mejor ayuden dicho camino.

Es lo que se quiere decir cuando se habla del «proceso» y del «discernimiento». Cada uno y cada fraternidad están llamados a hacer un proceso de menos a más, de abajo arriba, de menor a mayor calidad de vocación; sólo un adecuado discernimiento puede indicarnos lo que en cada momento sea mejor y más acorde a nuestra vocación.

Ciertamente, a nosotros, habituados –en general– a otro tipo de respuestas, este proceso y discernimiento nos obliga a abandonar viejos esquemas y abrir nuevas formas de vivir adultamente. Pero, parece, es el camino adecuado si se quiere ser justo con la realidad tan plural de las personas y de las fraternidades de la Orden.

6.a convicción: de «dentro afuera» y de «abajo arriba»

La formación permanente pretende acompañar un proceso de transformación de los hermanos y de las fraternidades hacia mayor y mejor calidad de vivencia vocacional. Algo, sin embargo, que aparece con claridad es que dicha transformación no puede pretenderse hoy sino intentando un camino de «dentro afuera» y de «abajo arriba», es decir:

— Intentado la transformación del «corazón», tan central en la espiritualidad franciscana, de los núcleos, de los fondos de la persona. De ahí puede surgir una transformación también externa. De no hacerse así, la transformación puede resultar periférica, epidérmica y, por ello, poco consistente a la larga (de dentro afuera).

— Intentando, igualmente, que cada hermano y cada fraternidad tome su propio protagonismo con la colaboración de la autoridad, que potencia y posibilita el trabajo de abajo. De no ser así, el intentar desde arriba proponer y cambiar es un camino, a nuestro parecer, poco fraterno y poco eficaz, pues se podrá caminar lejos, pero caminará sólo quien tiene la autoridad (de abajo arriba).

2. Condiciones y agentes de la Formación Permanente en la fraternidad

Como es fácil suponer, todo este trabajo de formación permanente para poder llegar a ser hermanos menores hoy, requiere una serie de condicionamientos que posibiliten dicho trabajo. Sin mencionar todos, ni siquiera los más importantes, subrayemos aquellos que me parecen personalmente de gran interés:

a) Sentido de identidad de los hermanos y de la fraternidad: que el hermano sea ayudado a clarificar su identidad desde la fraternidad y que la fraternidad sea constituida por hermanos que la apoyen.

b) Clima comunitario:

— Mirada positiva y acogedora a cada hermano, eliminando la continua y juzgadora evaluación; «el amor es más activo cuando más atraído y seducido se siente»;

— aceptación de cada hermano en su realidad, evitando juicios continuos, murmuraciones y chismorreos inútiles y paralizantes;

— buen sistema de información y comunicación con los adecuados sistemas y redes para la misma (sin que unos pocos monopolicen dicha información);

— clima de colaboración y de sencilla alegría para los servicios domésticos;

— transparencia personal (en lo económico, en lo laboral, en lo afectivo...), en contra de la ambigüedad;

— capacidad de plantear los «conflictos» a tiempo, antes de que se hagan excesivamente grandes, con tino;

— capacidad de silenciar y disimular aquellas «carencias del hermano», cuando se ha comprobado que no se va a mejorar;

— potenciar el calor de hogar y la amistad entre los mismos hermanos;

— potenciar el sentido de «pertenencia» al grupo con mil pequeños gestos y actitudes...

c) Corresponsabilidad. Si en algún campo y momento es necesaria, en la vida fraterna y en la formación permanente la corresponsabilidad es esencial; sin ella se paraliza la fraternidad y, por ello, la formación permanente. Se trata, pues, de que cada uno de los miembros de la fraternidad asuma sus propias responsabilidades, y entre todos, como en corro, se vaya aportando y posibilitando una vida fraterna intensa. Corresponsabilidad no quiere decir, sin embargo, que todos tienen que hacer todo y lo mismo. Dentro de la igualdad esencial de todos los hermanos a cada uno le corresponde una presencia y un servicio diversificado.

Cada hermano se responsabiliza de caminar y progresar en su vocación de fraternidad, ayudado por ésta, pero sin que nadie le pueda suplir; y cada hermano contribuye a crear el clima cooperativo adecuado para que se dé la formación permanente. Se trata del «buen ejemplo» al que antes aludimos; esta responsabilidad personal viene contemplada en el proyecto personal anual.

La fraternidad entera: se trata de crear mediaciones y estructuras para que la fraternidad, como tal, pueda potenciar una vida fraterna intensa, digna de tal nombre. En este sentido cabría potenciar clima y estructuras que ayuden a la buena marcha de la entera fraternidad: encuentros cuidados con esmero en la oración personal y comunitaria, encuentros de reflexión-estudio-debates, encuentros de comunicación y confrontación, encuentros lúdicos, de distensión, encuentros de cultivo y mejora de las relaciones interpersonales, encuentros para planificar la vida doméstica, el proyecto de evangelización de la fraternidad, encuentros, en suma, que den vitalidad y fuerza a nuestra vida fraterna: esto viene contemplado en el proyecto comunitario anual.

El Ministro Provincial, el Secretario de Formación Permanente, el Guardián: toda vez que se ha puesto en marcha a los hermanos, corresponde a algunos hermanos en particular cuidar con esmero de la maduración de la vida fraterna por la formación permanente. Sin que estén todavía muy clarificados los «roles» de cada uno de los ministerios citados, es fundamental que cada uno funcione adecuadamente en su servicio. La experiencia nos está diciendo que la figura del hermano Guardián de la fraternidad está siendo decisiva para la formación permanente: allí donde él no funciona o se inhibe, la formación permanente no funciona; allí donde asume su servicio y propone y posibilita y anima, la formación permanente va caminando. Lo mismo se diga del Secretario Provincial para la formación permanente o del Ministro Provincial a niveles de Provincia.

¿No ha llegado a ser éste uno de los grandes servicios del Ministro Provincial? ¿El de animar, motivar, potenciar, posibilitar y crear cauces de formación permanente para la entera Fraternidad Provincial? (Proyecto provincial).

VI. CONCLUSIÓN

Llegados a este punto de nuestra reflexión, permítasenos concluir recordando algunos trazos de nuestra identidad con una paráfrasis de la Florecilla 7, escrita y publicada por el hermano J. Garrido:

«A los verdaderos siervos de Dios, puesto que han recibido el Espíritu Santo para ser otros Cristos entregados al mundo para la salvación de los hombres, Dios Padre quiere hacerles conformes a su Hijo Jesucristo en la Caridad, en la Eucaristía y en la Conversión. Lo cual pueden realizarlo de la siguiente manera.

»Mientras el mundo vive el carnaval de la carne, de la injusticia y del odio, formen, según la inspiración de Dios, islas de paz, de amor y de libertad. Sin ruido, sin espectáculo, trabajen el camino de Dios. Deben acaso volver a comenzar por sus “devotos”, por pequeñas comunidades de conversión. No se apresuren a salir a las plazas, porque nuestra Pascua comienza el miércoles de ceniza, en la conversión personal.

»Sin habitación permanente, escondidos entre las chozas de los pobres del tercer mundo o en las barriadas obreras de Occidente, será difícil nuestra Cuaresma. Sentiremos la tentación de comer y beber ante los ídolos de este mundo. Mantendrán nuestra esperanza dos panes: el pan de la Palabra y el pan del Cuerpo del Señor.

»Imitaremos el ayuno de Jesús y su Evangelio. Pecaremos porque somos débiles; comeremos a medias el pan de nuestro egoísmo y vanagloria. Entre la imitación de Jesús y el hambre de nuestra carne de pecado crecerá la fuerza del Señor. Nuestra Cuaresma será ciertamente, de días y de noches, de gracia y de tinieblas.

»Pero creemos que el Señor vendrá el Jueves Santo y Él lavará nuestros pies. Habrá llegado la hora y nos iremos con Jesús al Padre.

»Confiemos al Señor la tarea de hacer sus maravillas después de nosotros. Las gentes habrán comprendido el mensaje cristiano y comenzarán a construir un nuevo mundo allí donde nosotros pasamos de largo. El respeto y la devoción a los cristianos que imitaron el Evangelio de Jesús hará el mundo bueno y grande.

»A loor de Cristo. Amén».

Seguidores de aquellos «hermanos penitentes oriundos de la ciudad de Asís» (cf. TC 37 y AP 19), comprenderemos nuestra existencia como hermanos y fraternidad de conversión –que es otra forma de hablar de formación permanente–, porque no hay sino hermanos convertidos; y entenderemos nuestra conversión –es decir la formación permanente– como un volver hacia el hermano y hacia la fraternidad porque convertirse es volverse a Dios y al hermano inseparablemente (cf. 2CtaF 18.25-26). Empeñaremos toda nuestra vida en ser hermanos, vivir como hermanos y hacer hermanos, y al final nos daremos cuenta que no lo hemos logrado del todo.

Dejemos al Señor hacer su obra, Él vendrá y Él nos lavará y descansará nuestros pies cansados y Él nos hará hermanos, más hermanos que nunca porque hermanados también con «nuestra hermana la muerte corporal». Entonces sí, todos seremos hermanos-hermanos y Dios será definitivamente nuestro Padre.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIII, n. 67 (1994) 89-121]

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