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VIDA DE ORACIÓN EN LA
PROMOCIÓN FRANCISCANA DE LAS VOCACIONES |
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I. El testimonio más
auténtico y determinante
1. En primer lugar, debo decir que la invitación a hablar sobre la Vida de oración en la promoción franciscana de las vocaciones, me ha dejado perpleja. Me ha parecido extraño que se pudiese dirigir una invitación de este género a una monja, que de promoción de las vocaciones no sabe mucho, al menos a nivel de teoría. Después he reflexionado y me he dado cuenta que no se trata tanto de una invitación a hablar, y mucho menos a vosotros que, lo que es palabras, escucháis y decís ciertamente muchas... Sino que simplemente se nos pedía de vuestra parte, que representáis a la I Orden Franciscana, la posibilidad de un Encuentro, y no, por cierto, con una sola monja, desconocida; y ni siquiera, creo, con un monasterio: un monasterio afortunado de hecho en vocaciones y en posibilidades de contacto con los jóvenes, sea por su ubicación en Asís, sea porque, según parece, el Señor se sirve de él en este momento como de un centro de reclamo de vida contemplativa claustral. Sino que, en el fondo, lo que os ha invitado a venir aquí arriba, al Monasterio de Santa Clara, es el deseo de contacto con una realidad mucho más profunda: la realidad entera de la II Orden Franciscana, la realidad de Santa Clara misma: contacto con ella, que hizo de toda su vida una «vida de oración» y que de promoción de vocaciones no sabía nada, pero que ha dado al mundo, a través de su simple vida de oración, una Orden numerosa y fecunda, florecida casi milagrosamente en torno a su persona, a su pobre persona, escondida entre los cuatro muros de San Damián. 2. Desde el momento en que se profundiza en la realidad de San Damián, en la realidad de un Monasterio pobre, sin actividades externas, sin una expansión apostólica directa, sin recursos de ningún tipo y con limitadísimas comunicaciones, casi inexistentes, con el exterior un monasterio en el cual todo, absolutamente todo, depende de la fe con la que nos dirigimos a Dios (como a Aquel que no abandona a sus pobres), se intuye cuál es el valor de la oración en la promoción de las vocaciones, cuál es la «dinámica» del Espíritu del Señor... En San Damián todo lo ha hecho la oración: ella ha sido el manantial de un río que todavía hoy continúa corriendo... Ha sido el único medio del que se sirvió santa Clara, un medio que aún ahora asegura, en plena crisis, un flujo, disminuido pero continuo, de vida. En san Damián no existía ninguna forma de «promoción de vocaciones»... Antes bien, como subraya la Bula de canonización: «Clara permanecía oculta..., pero era su vida la que gritaba...; Clara callaba, pero su fama se extendía por todas partes...; se encerraba en su celda, pero todos en las ciudades hablaban de ella...». Clara no habla...: ora. Cuando después habla, arrastra... ¿Por qué?... Porque «hablaba siempre palabras de Dios, que estaban siempre en sus labios» (Proceso I, 9), y «su rostro parecía más claro y más bello que el sol» (Proceso IV, 4). Y, más o menos, todas las hijas de Clara en San Damián se ven obligadas a admitir, como sor Amada: «Que entró en la Orden por consejo y exhortación de la Santa Madre Clara» (Proceso IV, 1); y sor Felipa: «Había entrado en la Orden porque la Santa le había hecho meditar cómo nuestro Señor Jesucristo soportó la pasión y murió en la cruz por la salvación de la humanidad. Y así, contrita, decidió entrar en la Orden y hacer en ella penitencia» (Proceso III, 1). Lo nuestro será, pues, un «ponernos a la escucha», a la luz de Santa Clara, de esta simple realidad que es su oración; de esta realidad de profunda comunión con Dios, que Santa Clara vivió en las raíces de la experiencia franciscana, por toda la Orden, y que le permitió ver en torno a sí, primero, un número siempre creciente de monjas y, después, un inmenso florecer de monasterios, nacidos de la nada... Un florecer tan imprevisto y tan abundante, que recuerda aquellas palabras del Evangelio que suenan como un reto en los labios de Jesucristo: «De estas piedras es capaz Dios de sacarle hijos a Abrahán» (Mt 3,9). Por tanto, si aun de las piedras, cuánto más de los jóvenes de hoy, que por naturaleza son terriblemente generosos y sinceros... 3. Quisiera evitar, sin embargo, un posible malentendido, esto es: subrayar que, personalmente, tengo mucha confianza en los medios humanos, en los medios humanos de todo tipo y, también, en los medios humanos de promoción de las vocaciones. Desde que el Señor Jesús se encarnó en nuestra pobreza, hemos adquirido, en Él y por Él, la posibilidad de actuar, de trabajar por el Reino, de construir con éstas nuestras manos algo a lo que Él, Cristo, da un sentido profundo comunicándole su Vida, su Espíritu... Por tanto, no se trata de estar con los brazos cruzados, diciendo: «Señor, Señor...» (cf. Lc 6,46), ni de concluir que el Señor lo hará todo, más allá de nosotros y sin nosotros: no es éste el sentido de la exhortación evangélica: «Rogad al dueño que mande braceros a su mies» (Mt 9,38). No, es indispensable actuar y esforzarse; e incluso actuar bien y con inteligencia. Porque es un «sueño» de Dios respecto a nosotros, vernos trabajar inteligentemente, como inteligentemente trabajan los hijos de las tinieblas, y explotando todos los talentos de que disponemos, sin excluir ninguno. Por otra parte, vuestras Constituciones, hablando de la promoción de las vocaciones, subrayan fuertemente la necesidad de actuar..., de «estar animados por el celo apostólico en el promover las vocaciones en los jóvenes», de «fomentar con diligente cuidado los gérmenes de vocación en los jóvenes», de «organizar seminarios y otros institutos con este fin» (CC.GG. 151 § 2, y 152). Pero, me ha causado una cierta impresión notar que, en el mismo Título de vuestras Constituciones (C. VI, tít. III), no se da a su vez un relieve específico a la oración en la promoción de las vocaciones, y lo considero esto una laguna. Es subrayada fuertemente la actividad. !No se trata, pues, de no actuar; al contrario! 4. Pero existe un modo de actuar, un modo de trabajar por el Reino que, por su naturaleza, es profundamente fecundo. Y existe otro modo de actuar que es estéril. Se trata de encontrar, con mucha simplicidad, la clave de este actuar fecundo...: es trabajar con el Señor, con Él, Persona viva con nosotros, en un clima de oración, que es relación personal profunda con Él; que es coloquio; que es posibilidad de conocer (en sentido bíblico) siempre mejor, siempre más, su vida... de penetrar en ella; de comprender al Señor, de entender sus deseos y sus planes, y hacerlos nuestros; de entender su amor al hombre, de entender su mirada que se posa llena de amor y de invitación sobre una joven. Entender en Él que «promover las vocaciones» no significa encontrar adeptos para el propio Instituto (como si fuese una «secta» con su programa y que las vacantes se vayan cubriendo); sino que significa brindar al Señor la posibilidad, la alegría de fijar sus ojos en los ojos de los jóvenes, y de decidirles: «!Ven y sígueme!», y tener como respuesta un «sí»... Para promover las vocaciones hace falta ser de los enamorados del Señor y de su plan de salvación. 5. Estoy convencida y esta convicción me viene de la experiencia adquirida a través del encuentro con tantos jóvenes que, cuando una muchacha o un muchacho se halla en el momento decisivo de una elección de una elección religiosa o también, más frecuentemente, de una elección de vida cristiana comprometida, el testimonio más determinante y más auténtico, el testimonio que buscan los jóvenes hoy es el de una experiencia personal de Dios en la oración. El diálogo, el encuentro es tanto más fructífero y decisivo cuanto más se sitúa en el plano de la experiencia de Dios como Presencia viva y amada en la propia vida de cada día, de cada momento. Por esto, es indispensable que nos revisemos con una severa autocrítica y nos preguntemos con mucha sinceridad y franqueza qué signo somos para los jóvenes de hoy... qué damos a quien se nos aproxima, a los jóvenes que automáticamente, aun antes de que ellos mismos se den cuenta, tienden a mirarse en nosotros, como en un espejo. ¿Somos capaces de comunicar a los demás la alegría de la presencia del Señor? ¿Tenemos verdaderamente experiencia de esta alegría, misteriosa y profunda, que es la presencia del Señor en nuestra vida...? ¿Alegría que consiste en estar con Él siempre...? ¿Que es tenerle a Él, como apoyo de nuestra nulidad, de nuestra pobreza? Para mí, los religiosos deberían ser las personas más capaces de enseñar a los demás cómo se ama, o mejor, cómo se vive enamorados. Deberían ser los hombres de la primavera, de una continua primavera...: los hombres del Dios vivo. Y, al contrario, cuántas veces damos la impresión de ser testigos opacos y descontentos del Señor; personas cansadas y que arrastran una vida cansada, en la cual todo el entusiasmo está muerto, y no hacemos más que seguir los funerales... Y un joven, hoy, capta inmediatamente lo que somos, lo que podemos darle. Y concluye: «!Ah, si es ésta la vida que deberé vivir...!» Hoy los jóvenes no están dispuestos a jugarse su vida, a empeñarla en un ideal que se presenta macilento y jadeante. O lo sabemos comunicar con una carga de primavera, con entusiasmo y amor, o hemos perdido la partida antes de empezarla. Bastaría un solo momento de verdadera experiencia de Dios para convertir nuestra vida en una fecunda irradiación de su amor, irradiación de su alegría inmensa, comunicación del Amor con que el Señor nos ama. Bastaría este momento para convertirnos verdaderamente en testigos: testigos que han visto, tocado, saboreado, vivido..., y pueden difundir en torno a sí la maravilla, la asombrosa alegría de lo que es el Señor... la asombrosa alegría del descubrimiento... Entonces no se comunican ya palabras, sino una experiencia de vida. La Alegría es una Persona con nosotros. Y es contagiosa, se comunica, enamora. Es una primavera que hace florecer todas las ramas, repentinamente, como por milagro. Podríamos hacer todo un discurso sobre la alegría, que es el fruto más verdadero de la experiencia del Señor, de la presencia del Señor, de la verdadera oración, que es un abrirnos a la plenitud del Espíritu de vida. No existe ningún asunto al que los jóvenes de hoy sean tan sensibles como a éste. ¿Cuántas veces preguntan: «Pero, usted se siente realizada?... ¿Está contenta?» !Dios mío!, y poder explicar qué es esta alegría inmensa que el Señor vierte en un corazón que es todo suyo, en una persona que es toda suya, que es su tierra, su propiedad exclusiva... Poder explicar qué quiere decir «estar con el Señor»... Cuántas veces, mientras tú haces un razonamiento de este tipo, con los ojos en los ojos ojos que tienen hambre de estos muchachos, adviertes que el Señor siembra a manos llenas semillas de amor, que de un modo u otro madurarán para Él en un tipo de vida comprometida. Por otra parte, podemos dar a los otros sólo aquello que tenemos, sólo aquello que recibimos del Señor. No podemos pretender dar lo que no tenemos. Si estamos vacíos, damos el vacío. No podemos hacernos ninguna ilusión en esto. Por ello, decía, existe un modo de actuar que es fecundo, y existe otro modo de actuar que es estéril. Debemos ir al Señor, como pobres, a pedirle aquella carga, aquella plenitud de amor, que el mismo Espíritu después canaliza y difunde. Debemos ir al Señor y abrirnos a Él, con humildad de corazón, con una fe profunda; una verdadera apertura que presupone pobreza, confianza, hambre..., hambre de una relación profunda, auténtica, una relación de verdadero amor, hecha de necesidad y de don... un amor que es intercambio en cada instante... Un fondear cada instante en Él, como el Único que da sentido a cada momento nuestro, a cada acción nuestra, a nuestra vida entera; un abrirnos a Él para que nos dé lo que debemos, después, transmitir a los demás. Para mí, orar no significa esencialmente estar horas de rodillas delante del Señor, aunque signifique también esto. Sino que significa, ante todo, «tener hambre» del Señor; buscarlo en una profunda soledad interior (y en ocasiones, también exterior), en un profundo silencio donde nuestro yo calla y habla sólo un «yo» que es Amor. Significa abrirnos al Señor en una profunda pobreza interior, sin la cual no «conoceremos» nunca al Señor, no le experimentaremos nunca a Él, ni a su Espíritu, que «reposa en los simples, los humildes y los puros», como diría nuestro padre san Francisco. Y por otra parte, es inútil que nos hagamos ilusiones: si el amor del Señor, infundido en nuestros corazones, no desborda en nosotros por exceso de plenitud, no seremos nunca verdaderos «promotores de vocaciones». Seremos siempre y sólo como bronce que suena y sal que no da sabor. Antes que actuar mucho, es necesario amar mucho: y amar mucho significa abrir de par en par nuestro pobre ser a la efusión inmensa de Dios en la oración. 6. Esta es, pues, a mi parecer, la exigencia primera y fundamental en un promotor de vocaciones: una relación personal con Dios profunda y auténtica. Si queremos que nuestra vida tenga un significado determinante en quien está en el momento de hacer la elección decisiva del camino del Señor, debemos recomenzar a orar, a nivel personal: orar, en cuanto ahondar en la pobreza interior... orar, que es tener hambre del Señor... orar, que es referir a Él cada acontecimiento grande o pequeño de nuestra jornada... orar, que es conocer al Señor y ser poseídos por Él. No es fácil orar verdaderamente, más aún, es decididamente difícil. Porque se trata de: a) Orar siempre («Orad constantemente», 1 Tes 5,16). No dejar nunca de orar: aunque se tenga que sudar frío por hacerlo, aunque significase ser aplastados por Dios, aunque no sepamos qué pedir (y de hecho no lo sabemos: está escrito), aunque sintiésemos que nuestras palabras rebotan en la pared de enfrente y vuelven a nosotros... b) Orar en todas partes, puramente («Orad en cualquier lugar, alzando las manos inocentes al cielo...», 1 Tim 2,8). Con el ser amado se habla en cualquier lugar. Mente y corazón vuelven continuamente y doquier a las personas que amamos. Vivificar siempre nuestra oración litúrgica con la adhesión personal a lo que estamos realizando. Dejar de recitar fórmulas, antes que hacerlo mecánicamente... Al Señor no le sirve más que una palabra que sea de amor. Orar puramente, es decir: sin nosotros. Habituarse a una oración simple, simple como el abrir de par en par ante Dios nuestro vacío y nuestra miseria, sobre los que Él extiende su misericordia. En efecto, no sabemos ni siquiera cómo se ora: conviene dejarle el sitio a Él. c) Orar en el Espíritu («Con la ayuda del Espíritu, no perdáis ocasión de orar», Ef 6,18). Callar y escuchar (soledad, silencio...). Dejar que el silencio salga del alma y sea cada vez más profundo. Dejar que del silencio surja la Palabra, para alabanza del Padre. Dejar que esta Palabra nos use, use la profundidad de nuestro ser, para una resonancia infinita, como un campo inmenso y libre, para un eco infinito, el del Padre (como un «tálamo» para el «te he engendrado» repetido cada instante; como un «beso» infinito de continua comunión, que es, para siempre, ignorancia de sí y conocimiento de Dios...). Preocuparse por ser cada vez más «pobres» y «vacíos»: para no estorbar este inmenso «coloquio», este intercambio entre el Padre y el Hijo, en el Amor. Y también, no «preocuparse» por nada más: «estar» simplemente entre Ellos y conocerles... Esto es el Reino (Jn 17,3). Aquel Reino que nos toca a nosotros derramar en medio de los jóvenes. 7. Debo, pues, crearme esta convicción profunda: soy apóstol y difundo el Reino, «promuevo» vocaciones en la medida en que me dejo llenar por Dios, en una relación continua, personal y profunda, con Él; en un coloquio nutrido de oración viva, un coloquio entretejido de deseo y de amor, en el cual mi tarea es descender y profundizar en la pobreza interior: porque «al modo que el agua confluye a los valles, así la gracia del Espíritu Santo baja a los humildes; y así como el agua fluye con más fuerza cuanto mayor es la pendiente, así el que procede con un corazón totalmente humillado se acerca más al Señor para conseguir su gracia» (S. Buenaventura, De perfectione vitae ad sorores, II,6). El apostolado es esencialmente la difusión del amor de Dios que uno tiene en sí. Soy apóstol en la medida en que el Espíritu del Señor se me da a mí, y en la que la santidad de este Espíritu pasa de mí a mi prójimo. Es el mismo Señor quien se encarga de esto, cuando estoy lleno de Él: incluso sin saberlo yo mismo. Por nosotros mismos, no podemos nada. Podríamos gastarnos enteramente a nosotros mismos y no sacar ningún provecho. Podríamos tener como única tarea, en nuestra Comunidad y en nuestra Provincia, la de promover las vocaciones, y no obtener nunca nada... La clave, en este campo, es el camino de Dios: el sumergirse en Él, el hacer lugar en nuestra vida a su plenitud, para que Él, y Él sólo, más allá de toda cosa humana, obre a través de nuestra pobreza. No pretendamos hacer mucho, sino amar mucho. De otra forma, el apostolado se convierte en una «profesión» como otra, y al Señor no le sirven para nada los chapuceros. II. Vocación: encuentro con Cristo,
1. Una relación de este tipo: personal, continua, viva y auténtica con el Señor, nutrida de oración, es tanto más indispensable en quien tiene la tarea de orientar a los jóvenes y favorecer las vocaciones, por cuanto el clima normal en el que se determina, se precisa y se desarrolla una vocación es un clima de oración. Toda vocación presupone un encuentro con Cristo, un diálogo con Él, una aceptación de su propuesta. Ya sea que una vocación madure de forma gradual, lenta, a través de etapas desarticuladas en el tiempo, como sucede más generalmente; ya sea que la gracia del Señor golpee casi repentinamente, sobre un nuevo «camino de Damasco», como un chispazo, como una experiencia imprevista, que después se va precisando en el tiempo, la vocación es siempre y en cualquier caso una experiencia «en la oración»: es el Tú de Dios que se hace presente en el alma, la interpela, la invita, solicita una respuesta. 2. Todos tenemos, ciertamente, nuestra experiencia en este aspecto. Todos recordamos este «urgir» de Dios en nosotros; aquel «enamoramiento» que, de un modo u otro, nos llevaba a una especie de desierto, para que el Señor pudiese hablar verdaderamente a nuestro corazón (Os 2,16), para que pudiese acontecer el encuentro con Él, en un cara a cara personal... Y aquella necesidad imperiosa de escuchar el silencio, en la soledad, quizá, de una iglesia rural..., nuestro sentarnos allí, en la penumbra, sin espectadores... y la mirada ávida de saber del párroco que, después de horas, nos descubre todavía allí, en el mismo sitio... Misteriosa presencia de Dios en el silencio, reclamo profundo del Ser que nos quiere para Sí, en su vida... 3. La experiencia del padre san Francisco, tan limpia y lineal, reúne un poco todas nuestras experiencias. La suya es casi una llamada-tipo, que resume toda llamada. Es, ante todo, la experiencia de una necesidad nueva y profunda de soledad y de silencio: del «desierto», para reencontrar las vibraciones de aquella palabra que, en una noche llena de estrellas, por las calles de Asís, le había enamorado y trastornado y «de tanta dulzura había llenado su corazón, que ni siquiera podía ya hablar». Basta leer a Celano (v.g.: 1 Cel 6) y la Leyenda de los Tres Compañeros (cap. III), que presentaban al joven Francisco que se encierra durante horas en una gruta: «Desde entonces, escondiéndose de la mirada de los hombres, se retiraba todos los días a hacer oración, atraído secretamente por dicha dulzura del corazón, la cual, visitándole cada vez con más frecuencia, lo invitaba a la oración, alejándolo de las plazas y de otros lugares públicos». Es la experiencia de una insistente pregunta del corazón, aun antes que de los labios: «¿Qué quieres que haga...?» Una pregunta tan insistente y tan profundamente enraizada en el corazón de Francisco que aflora hasta en sueños, en la noche de Espoleto: «¿Qué quieres que haga, Señor?» (TC 6). Es la experiencia, finalmente, de la escucha de una Palabra que florece en el silencio, delante del Crucifijo de San Damián: «Francisco, ve y repara mi casa...», a la que sigue una pronta respuesta: «Lo haré con gusto, Señor» (TC 13). El encuentro con Cristo es siempre preparado por una prolongada y dolorosa espera, por una humilde y confiada petición en la oración. Es un fruto que madura en un clima de verdadera oración y está sellado por experiencias de oración. 4. Es indispensable favorecer este clima de oración en torno al joven. Estoy convencida de que cada cristiano encierra en sí un religioso, un franciscano en potencia, y es sin duda así: si la llamada religiosa es la plena correspondencia a la vocación cristiana, si es la perfecta eclosión de aquella comunión de vida íntima con el Padre en el Hijo, que brota de la gracia bautismal. Si el germen de la llamada no madura después en el corazón del hombre es porque, también en el corazón del hombre, se verifica lo que Cristo afirma en el Evangelio de la semilla de la Palabra en el campo del mundo... En el terreno hay piedras, dificultades; hay espinas, que sofocan; está, sobre todo, el gran enemigo de la Palabra, nuestra inestabilidad, nuestra distracción, la disipación, aquel nuestro proyectarnos continuamente fuera de nosotros (!qué fatigoso es ser «unitario», concentrado, atento...!). Está, en suma, la falta de oración y de escucha, que agosta lentamente el alma, allí donde el germen de la llamada está sepultado en lo más profundo... Pues bien, nosotros debemos ser, entre Dios y los jóvenes, la ocasión para que se cree este clima de oración, de atención, de escucha. Nos toca a nosotros hacer a los jóvenes sensibles a lo que acontece misteriosamente en el campo de su corazón; nos corresponde a nosotros enamorarlos de este milagro que se está realizando. Por ello, es tanto más importante que poseamos personalmente el espíritu de oración y que tengamos una experiencia personal del Señor: si debemos comunicarla a los otros en una fase tan delicada. Leía hace unos días el mensaje entregado por el Hermano Roger Schutz, superior de Taizé, a cada uno de los participantes en el Concilio de los Jóvenes. Está firmado: «Roger, tu hermano». Es un mensaje que todos deberíamos conocer. Os cito sólo un pasaje, que me ha impresionado mucho: «Tú no estás nunca solo. Desciende y ahonda en lo profundo de tu corazón, en el corazón de ti mismo, y verás que todo hombre es creado para ser habitado. Allí, en la profundidad del ser, donde cada uno es él mismo y no se parece a ningún otro, allí, Cristo te espera. Allí sucede lo imprevisto. »Paso fulgurante del amor de Dios, el Espíritu Santo atraviesa cada ser humano como un relámpago en la noche. A través de este paso el Resucitado te toca, toma toda tu carga, toma sobre sí todo cuanto te es intolerable... »Cuando tú escuchas en el silencio de tu corazón, Cristo transfigura lo que en ti es inquietud. Cuando estás envuelto de lo incomprensible, cuando la noche se hace densa, su amor es un fuego. Tú debes mirar este relámpago encendido en la oscuridad, hasta que la aurora comience a despuntar y a levantarse el día en tu corazón». Tarea nuestra, tarea vuestra, tarea que el Señor confía a cada uno de vosotros es ayudar a que esta «aurora» se levante en el corazón de un joven, ayudar a la luz del día a subir... 5. En fin, en este clima de oración, me parece también importante saber presentar el franciscanismo con mucha simplicidad: no como un ideal abstracto, sino como una Persona a quien se sigue, Cristo; una Persona que vive con nosotros, que nos interpela, con quien nos confrontamos: una Persona que se nos revela en el amor, diría santa Clara (cf. Carta IV a la Sta. Inés de Praga). El Franciscanismo es contemplación, es fraternidad, es pobreza; todo lo demás, incluso la dimensión apostólica, es una consecuencia de la profundidad y de la coherencia con que se vive este trinomio sobre las hormas de san Francisco. III. El gusto de la oración y de la
contemplación, 1. Todo cuanto hemos dicho hasta aquí parecería trazar un camino demasiado fácil y de resultados seguros, una vez que se dé el presupuesto de un verdadero y continuo esfuerzo de conversión personal a la oración y a una relación auténtica con el Señor, y que, en el contacto con los jóvenes, Él nos conceda hacerles participar (casi un «hacer pasar a ellos») esta gozosa experiencia personal de oración. En la práctica, sin embargo, todo ello resulta mucho menos fácil. Y, por experiencia, he notado también que es menos fácil para vosotros que para nosotras, las Clarisas. Y me he preguntado seriamente: ¿Por qué? ¿Por qué, por ejemplo, muchos de nuestros encuentros con jóvenes tienen una continuación y casi siempre marcan un paso en la línea de la promoción de las vocaciones, y, por el contrario, esto aparece mucho más difícil en vuestro caso? Pues bien, me parece tener una respuesta a esta pregunta. Creo que existe una enorme diferencia entre estar solos, casi aislados en el esfuerzo de asistir a los jóvenes, orientarlos, ayudarles a encontrar su camino, y trabajar por las vocaciones teniendo a las espaldas una comunidad que cree verdaderamente en la oración y la vive (no hablo de una comunidad grande: en este caso no es el número lo que cuenta, sino la convicción con que se vive la oración). Yo puedo y debo ayudar a un joven en la elección de su camino, comunicándole incluso toda una plenitud que el Señor me da en la oración, ayudándole a liberar su llamada de todo lo que la sofoca. Pero en el momento en que verdaderamente esta llamada se precisa y se determina, el joven ya no tiene necesidad de mí, o de mí sólo: tiene necesidad de un grupo en el cual se mire, con el cual confrontarse, tiene necesidad de una comunidad en la que insertarse y en la cual encontrar, a nivel precisamente de comunidad, aquel gusto de la oración y de la contemplación que lo ha acompañado hasta la decisión radical de dejarlo todo por el Señor. Sucede que se cultivan vocaciones durante largos años, y el contacto entre el orientador y el joven es casi a nivel personal: encuentros, correspondencia, días de experiencia. En el momento, sin embargo, en que la vocación se precisa, se hace elección de vida, yo debo, por así decir, retirarme, volver al grupo y dejar el sitio a la comunidad, sin cesar de ser naturalmente, a nivel personal, una ayuda presente y discreta. Es el grupo entero, entonces, quien comienza a actuar y se extiende a este nuevo miembro, para que aun estando fuera se integre en la fraternidad. Bien o mal (y !podría ser mucho mejor!), a las espaldas de una Clarisa, existe el grupo, y un grupo fuerte: el grupo que cree en la oración, que vive de la oración y en ella se empeña; el grupo que siente el gusto de la oración y de la contemplación, aunque lo pudiera tener mucho más... Sin un grupo a las espaldas, corremos el riesgo de presentar aquello que no existe. Es indispensable tener a las espaldas, al menos, una minicomunidad que cree verdaderamente en la contemplación, en la fraternidad, en la pobreza, y se empeña en ellas. Si llevo a un muchacho a un convento, y este muchacho, dentro de los muros del convento, debe hacer un gran esfuerzo personal para conquistarse algún espacio de silencio entre radio, televisión, magnetofones, tocadiscos, conversaciones de todo tipo, revistas de todo género, ruidos de toda clase..., he perdido ya la partida. Da lo mismo que aquel muchacho se empeñe en conquistar su silencio interior en otro lugar. Y esto vale también para todos los otros aspectos de la vida franciscana: por ejemplo, la fraternidad. !Cuántas veces el apostolado arranca de un convento a todos los miembros (uno a enseñar, otro a confesar, otro a predicar...), y nos encontramos solos...! Es necesario que, viniendo del mundo y rompiendo con el mundo, el joven encuentre una realidad franciscana auténtica a nivel de comunidad. 2. He visto que vuestras Constituciones, en los arts. 28-31, subrayan fuertemente la necesidad de conventos donde la palabra «contemplación» no sea un término vacío de significado, sino una realidad vivida y a vivir: eremitorios, conventos de retiro o de soledad, «como testimonio de la vida contemplativa en vigor en la Orden desde los comienzos». Estoy convencida de lo positivo y necesario de estos lugares hoy: tanto más necesarios cuanto más apagada está la vida de oración en los conventos normales, y tanto más positivos cuanto más consiguen luego influir en toda la Provincia y en cada una de las casas. En el fondo, todos nuestros monasterios de Clarisas son «eremitorios» y conventos de retiro y de soledad: y es pensando en nuestros monasterios que, anteriormente, hablaba de la fuerza que proviene de tener un grupo a las espaldas que ora, del no sentirse nunca aislados, del sentirse siempre apoyados, incluso cuando advertimos que nuestro testimonio personal es infinitamente vacío y pobre. Ciertamente sería mejor que no fuese necesario pensar en conventos de retiro: en el sentido de que cada convento tuviese normalmente su atmósfera de silencio, de contemplación, su vibración franciscana auténtica. Pero, hoy por hoy, es necesario apuntar con decisión en este sentido, para que el espíritu de oración sea nuevamente una realidad capaz de hacer fermentar toda la masa. Sin embargo, para que existan estos «lugares» de oración, deben existir las personas que oran. Y por ello, una vez más, es necesario apuntar hacia la persona que ora, hacia la relación personal de cada uno de nosotros con Dios. 3. Perdonadme si os pregunto directamente: ¿Cuántas horas de oración hacéis juntos, cuánto tiempo de oración tenéis juntos cada día, cuántas veces sentís la necesidad de buscar, juntos, en vuestra fraternidad, una oración en silencio frente al Señor? ¿Tenéis un tiempo para la oración mental cada día, y dais a este tiempo la debida importancia? ¿Tenéis jornadas de oración? ¿Tenéis Capítulos que sean reuniones de fraternidad donde no se discutan problemas marginales, sino que se busque juntos la voluntad del Señor, en un clima de oración? ¿Reuniones «oradas», más que «habladas» o «debatidas»? ¿Sois comunidades «pobres»: en el sentido de una continua espera del Señor que se hace presente en nuestras jornadas?, ¿que se hace presente incluso a través de los jóvenes que piden compartir vuestra experiencia de fe y de amor? (¿No sucederá que, en vuestras comunidades, los jóvenes que piden esto parecen «pejigueras» en la rutina cotidiana?). ¿Dónde están estos «eremitorios» que vuestras Constituciones os exhortan a formar? Se oye tanto hablar de ellos, pero me parece que no existen muchos... Con todo, bastarían tres hermanos que quisieran recomenzar a buscar al Señor en aquella estupenda soledad, que consiste en estar completamente disponibles para Él. * * * Creo que, como conclusión, debemos también pedir humildemente al Señor, sí, que mande braceros a su mies... Es Él mismo quien nos lo sugiere e invita a pedirlo. Pero, sobre todo, debemos pedirle que nos haga como deberíamos ser. Los jóvenes, hoy, tienen necesidad de la realidad franciscana pura y simple, y deben poderla ver en nosotros. «Hermanos míos, comencemos a hacer algo, porque hasta el presente poco o nada hemos hecho...» (1 Cel 103). [En Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, n. 12 (1975) 303-314] |
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