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SEGUIMIENTO DE CRISTO - DISCIPULADO |
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Estas reflexiones que ofrezco a vuestra consideración están en línea con las demás aportaciones que estos días, en este Congreso, tratarán de haceros tomar una mayor y mejor conciencia de vuestra función de maestros de novicios. Han transcurrido ya muchos años de estudio, de reflexión, de experimentación sobre los criterios y contenidos de la formación de los candidatos a nuestra Orden. Nuestras mismas Constituciones Generales, aprobadas ya definitivamente, cierran un largo período de búsqueda. No quiero decir que, concluido el tiempo de búsqueda, haya de considerarse agotado el tiempo de reflexión. La confrontación entre hipótesis, métodos y resultados continuará siempre por su misma naturaleza. Pero ahora ya es cuestión de responsabilidad el individuar los criterios formativos sobre los que en cierto sentido apretar las filas con claridad y caminar con firmeza, sin inseguridades peligrosas. Os llamáis y sois «maestros» de «novicios». El lenguaje cambia continuamente, manipulando sin cesar las palabras, siempre convencionales. Pero la sustancia no puede ni debe cambiar. Y la sustancia es que vosotros estáis llamados al servicio de formar, mientras que los novicios vienen para aprender, para ser formados. No es posible que todos seáis «maestros», ni todos «formandos», como tampoco podemos ser todos ministros. En la fraternidad, y en la formación, a cada uno le compete un servicio: ministro, guardián, maestro de novicios, formador, etc. En este sentido, los maestros de novicios y los novicios viven etapas diferentes. A unos les corresponde la etapa de guiar; a otros, la de ser guiados. Aparte los diversos matices, quizás notables, de los nombres que pueden usarse para expresar hoy la relación maestro-novicio o formador-formando, una cosa sigue siendo fundamental y común a todos, en cualquier servicio y en cualquier situación: Seguir a Jesucristo, vivir el Evangelio según la forma vivida y propuesta por san Francisco de Asís. Y sobre este tema, «Seguimiento de Cristo - Formación», quisiera hablaros en mi ponencia. Considerad, pues, esta reflexión mía como una reflexión personal: no me interesa tanto presentaros una exposición científica del tema, cuanto expresaros mis convicciones profundas; esto me importa mucho. Creo que así prestaré un mejor servicio a mis responsabilidades de Ministro. 1. A la búsqueda de un punto común de encuentro En la formación, y especialmente en el noviciado, nos encontramos ante dos realidades. En primer lugar, el seguimiento de Jesucristo: el propósito de seguir a Jesús, en pos de Francisco seguidor de Cristo, es el que impulsa a algunos hacia nuestra Orden. La otra realidad, que os toca de cerca, es la condición de discípulo en la que se encuentra el candidato que viene a nosotros para seguir a Cristo, para convertirse en un buen discípulo suyo. Prefiero usar el término «discípulo», aunque sé que Francisco usa en sus escritos el término «seguir», «seguimiento», más que el de «discípulo» o «discipulado». Me parece que la palabra «discípulo-discipulado» expresa mejor el dinamismo que encierra en sí el seguimiento de Cristo. Por lo demás, no hay contradicción; al contrario, esto parece responder precisamente a las intenciones de Francisco, quien tiene muy presentes las palabras del Evangelio: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24: 1 R 1,3). El seguimiento no es otra cosa que la condición y la consecuencia del querer ser discípulo. Es el modo de aprender. Me imagino fácilmente las situaciones dialécticas en que podríais llegar a encontraros estos días. Hoy, en este Congreso, cuando tenemos que afrontar argumentos esenciales para la vida religiosa tales como el seguimiento de Cristo, la oración, la fraternidad, la pobreza, la evangelización, etc., y, sobre todo, cuando queremos afrontar el problema de la formación en esos valores esenciales, aflora de repente una multitud de opiniones, especialmente en un contexto de internacionalidad cual es el vuestro. Y se comienza a dudar de si el tema merece ser discutido, de si es actual y eficaz, de si es válido para nuestro tiempo. Puede ocurrir que cada uno quiera defender su punto de vista aferrándose a la propia experiencia, la propia cultura e incluso la propia ideología. Y así resulta que la primera tentación peligrosa es la de querer encontrar a toda costa un consenso y, peor aún, llegar a una fórmula de compromiso. En nuestro caso, somos tantos y procedemos de ambientes geográficos y de valores culturales tan diversos que, si permanecemos atados a la propia «particularidad» cultural, será del todo imposible llegar a un consenso. Por otra parte, si este nuestro Congreso de Maestros de Novicios quiere de veras ser algo serio y realizar un trabajo que dé fruto, por limitado que sea, es necesario que encuentre desde el principio un punto de convergencia y de unidad. Veamos si reflexionando sobre la relación entre Seguimiento de Cristo y Discipulado elemento fundamental de la vida religiosa franciscana, se puede llegar a concretar este punto de encuentro necesario y clarificador. Hablo de un punto de convergencia, de encuentro, de partida. Naturalmente, no pienso en un consenso en cuanto mayoría de opiniones ni, como ya he indicado, en una fórmula de compromiso. No es ésta la finalidad del Congreso. 2. La tradición, tierra donde nace y crece el consenso Me refiero a un consenso de otro tipo, mucho más importante: un consenso que no nace de la carne ni se funda ilusoriamente en la mayoría numérica o en otros argumentos más válidos. Y creo que tal consenso existe ya entre nosotros y que se funda en aquella tradición originaria franciscana que siempre ha reconocido en la «inspiración de querer seguir a Jesucristo y vivir su Evangelio según la forma de vida propuesta por san Francisco» el alma unificante de nuestra fraternidad. En esta inspiración divina es donde todos nosotros somos hermanos de una misma Fraternidad. Este mismo consenso, que proviene del Espíritu, es el que os une, Maestros de novicios, mientras buscáis lo que mejor sirve a vuestra función de formadores hoy. Por tanto, el punto de partida común es éste: El Hermano Menor es un seguidor-discípulo de Cristo según el modelo ofrecido por Francisco. La Regla no bulada lo afirma categóricamente: «La regla y vida de los hermanos es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1). El «seguimiento» está presente en todos los capítulos de nuestras Constituciones Generales con variedad de expresiones: «seguimiento de Cristo», «vivir el Evangelio según la forma observada y propuesta por san Francisco», «seguidores de Cristo». Es lapidaria la formulación del primer artículo de las CC.GG.: «§ 1. La Orden de Frailes Menores, fundada por S. Francisco de Asís, es una fraternidad en la cual los hermanos, siguiendo más de cerca a Jesucristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente, por la profesión, a Dios sumamente amado, viviendo en la Iglesia el Evangelio según la forma observada y propuesta por S. Francisco. § 2. Los hermanos, seguidores de S. Francisco, están obligados a llevar una vida radicalmente evangélica en espíritu de oración y devoción y en comunión fraterna...» Y la del artículo 126, primero del capítulo sobre la formación: «La formación franciscana tiene por objeto conseguir que todos los hermanos y todos los candidatos puedan, bajo la inspiración del Espíritu Santo, seguir incesantemente a Cristo en el mundo actual según la forma de vida y la Regla de S. Francisco». 3. El discipulado franciscano es un modo de ser singular El discipulado en la vida franciscana se remonta directamente a la relación entre Jesucristo y los discípulos que lo siguieron. No se trata, por tanto, de la simple relación maestro-discípulo en el sentido usual del término. El discipulado en la vida franciscana, y en la vida religiosa en general, asume las características esenciales propias del seguimiento de Jesucristo. Ahora bien, el seguimiento de Jesucristo no es uno de tantos casos de discipulado. Por eso, no es posible comprender rectamente la especificidad del discipulado cristiano estudiando o siguiendo, por ejemplo, el discipulado budista o cualquier otra clase de discipulado. Visto en el contexto del seguimiento de Cristo, el discipulado sólo es comprensible a partir de la persona de Jesús; es decir, su peculiaridad y, más aún, su singularidad brotan del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Lo que quiero decir, en términos más concretos, y franciscanos, es que ser discípulo, incluso con respecto a un maestro humano, es ante todo sentirse y ser discípulo con respecto a Cristo, ser discípulo de Cristo, imitador-«realizador» de su Persona. En este sentido es esclarecedora la tan conocida Admonición de san Francisco sobre la imitación del Señor: «... De donde es grande vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6,3). Esta Admonición nos ayuda a precisar aún mejor que el discipulado franciscano es un hecho existencial y experiencial referido directamente a Cristo, el Verbo Encarnado. Es un «saber» que es un ser y un hacer. Este es el dato fundamental sobre el que es preciso centrar en estos días de encuentro toda la atención y todos nuestros esfuerzos y la decisión de crecer como seguidores de Cristo. En esto, más que en definiciones abstractas sobre el discipulado cristiano y sobre los diversos discipulados, hay que concentrar la reflexión para hacer emerger de ella los soportes fundamentales de todo posterior discurso sobre los métodos de formación. Es necesario, en suma, individuar el verdadero objeto del conocimiento y del aprendizaje. El saber que todos los caminos llevan a Roma y el conocer todos esos caminos nunca nos darán la experiencia que vive quien de hecho se ha puesto en marcha para llegar a la meta. Sólo el hecho real de ponerse en camino hacia Roma produce un verdadero conocimiento en sentido franciscano. Dejando aparte las metáforas, el discípulo es tal cuando asume, con cuerpo y alma, la vida de Cristo, que es camino ya hecho, itinerario ya consumado; cuando en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos, en el punto de partida de una gestación, percibe y recibe en lo profundo de su propio ser el camino de Cristo y toda su potencialidad. La única manera de hablar «de veras» de seguimiento o de discipulado es la de lanzarse, con decisión y desafiando los riesgos, a la aventura del seguimiento de Cristo. 4. La formación en el discipulado entre «forma» e «identidad» En general, cuando hablamos de discipulado, pensamos en una modalidad de formación, en una forma que dar o en métodos que aplicar. Pero si el discipulado franciscano es sencillamente seguir a Jesucristo y profundizar lo más posible en el conocimiento de su Persona y de su Evangelio, si el discipulado franciscano no es otra cosa que el seguimiento, ¿qué nexo tiene entonces con la formación? Podría parecer que ninguno. Sin embargo, es cierto lo contrario. El seguimiento es la formación franciscana. El art. 126 de las CC.GG. afirma este encuentro entre formación y seguimiento, como hemos visto más arriba. En todo caso, habría que repasar algunas concepciones de la formación. Cuando nos referimos a ella, solemos tener en la mente dos modelos de formación, uno que podríamos llamar de tipo artesanal, y otro de tipo orgánico. En el modelo artesanal la formación vendría a ser un proceso semejante a la acción del alfarero que trabaja y da forma a la arcilla. En este caso, formar significa modelar, adiestrar, trabajar una materia aún informe, basta, y plasmarla según un objetivo o modelo prefijado. Este tipo de formación, cuya gran eficacia no se niega, es adoptado, por ejemplo, en el ejército, en los partidos, en los sindicatos, en las empresas, etc. El otro modelo de formación es más bien el contrario del anterior. Parte del presupuesto de que la persona humana no puede ser modelada como una materia para un fin predeterminado. Concibe a la persona humana como una semilla, como un embrión que se desarrolla a partir del potencial que encierra en sí mismo. En este caso, la formación ya no sería un modelar, un dar forma, sino un colaborar con la misma persona, un ponerla en condiciones de desarrollar libremente todas sus posibilidades, sin represiones ni traumatismos, etc. Este tipo de formación es hoy muy común. Parece más convincente por cuanto promete una formación orgánica, armoniosa, integral y natural. En verdad, el discipulado como seguimiento no es «formación» en el sentido de ninguno de esos dos modelos. En ambos modelos, por lo demás, la formación aparece más bien como un instrumento, un medio. Nuestro discipulado no encaja fácilmente en ningún modelo. Por otra parte, el hecho de no tener modelos no significa que el discipulado-seguimiento sea algo indeterminado, espontáneo, algo caótico o totalmente subjetivo. Al contrario, en el discípulo-seguidor encontramos mayor rigor, precisión, decisión y determinación que, por ejemplo, en el artesano que elabora su obra maestra. Por lo demás, es fácil comprender que seguir a Jesús y encontrarse «personalmente» con Él comporta un empeño mayor y una determinación seria y severa. Y esto desde los mismos comienzos de la opción de seguirlo. Aquí no es posible ejercitarse previamente, algo así como hacer unas pruebas. El primer paso en pos de Jesús es ya el primer paso del seguimiento, de la formación. Un paso en libertad, un paso hacia la meta de la propia identidad. Identidad, a su vez, que es «propia», tanto más cuanto más corresponde al esfuerzo de imitar a Cristo. Identidad propia que no consiste solamente en el desarrollo de las propias dotes humanas personales, sino que va más allá del bagaje personal, para caminar cada vez mejor sobre las huellas que de sí mismo ha dejado Dios en nosotros al crearnos a su imagen y semejanza, y que encontramos auténticas en el Señor Jesucristo. La formación es, por tanto, caminar hacia la identidad propia del hombre, del hombre libre, a imagen y semejanza de la generosidad del Dios de Jesucristo. La formación es crecer en identidad con Aquel a quien libremente hemos elegido seguir y asemejarnos. Cuando san Francisco decía a sus hermanos: «La regla y vida de los hermanos es ésta, a saber, vivir... y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,1); o: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8); o: «Empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1), quería indicar precisamente qué significa la formación en el seguimiento de Cristo. Orientaciones tan claras y seguras producen de inmediato la sensación de que la formación, en la mente de Francisco, va mucho más allá de ciertos esquematismos seudoculturales, o de psicologismos exasperados, atentos preferentemente a los signos externos, y casi indiferentes a la acción del Espíritu del Señor que conduce a decisiones puras procedentes de la fe. 5. El discipulado, un encuentro, un aprender «sui generis» Si recordamos que la palabra discipulado se deriva del latín «discere», que significa aprender, tendremos que reconocer de inmediato que el «aprender» en nuestro caso tiene un sentido propio y típico, distinto del habitual. En efecto, habitualmente entendemos por aprender un modo de adquirir el saber: saber, como conocimiento técnico; saber, aprendido de otro o adquirido por medio de la experiencia; saber, a su vez, transmisible; saber, que se convierte en poder. La cantidad y la calidad del saber crean en seguida una jerarquía: el que sabe más se considera «superior»; el que sabe menos es «inferior». Quien sabe más es «profesor»; quien sabe menos es «alumno». El que sabe más se siente «seguro»; el que sabe menos se siente «inseguro». La cima de esta escala del aprender se habrá alcanzado cuando uno ya no tenga necesidad de otro que le enseñe el «know how» (la destreza, habilidad o pericia) del saber. Totalmente diverso es el significado del aprender en el contexto del seguimiento de Cristo. Aquí no se trata de un aprendizaje en sentido nocional o en un sentido cuantitativo que lleva a jerarquías de poder cultural. Nuestro discipulado no es una valoración de las cualidades meramente humanas. Es, simple y exclusivamente, un encuentro. Encuentro en el que hemos sido golpeados por una llamada, fruto de una predilección anterior a toda iniciativa nuestra. Hemos sido llamados por la libre elección del Dios de Jesucristo, que nos ha amado primero. A esta iniciativa se refiere san Francisco cuando dice: «Si alguno, queriendo por divina inspiración tomar esta vida, viniere...» (1 R 2,1). También las Constituciones Generales se remiten a la acción del Espíritu: «La formación franciscana tiene por objeto conseguir que todos... puedan, bajo la inspiración del Espíritu Santo, seguir incesantemente a Cristo en el mundo actual según la forma de vida y la Regla de san Francisco» (CC.GG. art. 126). También aquí hay una búsqueda, una búsqueda absoluta de aprender, de saber, de ver qué es, cómo es, cómo hacer; de enseñarse, de experimentar, de caminar; nos ejercitamos; escuchamos para comprender, y todo en coherencia con el compromiso que hemos asumido de obediencia absoluta a Aquel a quien seguimos: Jesucristo. Nuestra búsqueda no es otra cosa que el encuentro con Jesucristo, cuerpo a cuerpo, participación en su modo de ser, identificación de nuestro modo de ser con su vida, su persona y su Evangelio. Esta realidad del encuentro introduce en el aprender del discípulo una seriedad existencial de compromiso que podríamos llamar «mortal», es decir, una decisión a vida y muerte, por cuanto «aprender» de Jesús es seguirlo realmente dondequiera que vaya; si llega el caso, hasta la muerte. Aprender, en definitiva, es aquí algo muy distinto de conocer o instruirse; es seguimiento sin tergiversaciones, reservas ni condiciones. 6. Características del discipulado Indico a continuación algunas características de esta concepción del aprender: a) En nuestro discipulado hay un solo Maestro, Jesucristo, en el cual y a través del cual está presente entre nosotros, vivo y real, el mismo Padre. b) Este Maestro único no se manifiesta al discípulo, para enseñarle, directa y visiblemente; se esconde bajo la humildad del misterio de la Encarnación, en el ser y en el obrar de Jesucristo obediente al Padre hasta la muerte en la cruz, y en el ser y en el obrar de cuantos han vivido, viven y vivirán siguiendo a Jesucristo. En este misterio de la obediencia total a la voluntad del Padre reconocemos a nuestro único Maestro, que nos llama, nos instruye, nos provoca, nos orienta, nos consuela, nos pone a prueba, para conducirnos a la sabiduría del Espíritu. c) Esta misma presencia se difunde también en todos los demás seres del universo, de manera que en las piedras, las plantas y los animales, en la inmensidad del firmamento, en los cambios del tiempo y de las estaciones, en los acontecimientos históricos, en la diversidad de las culturas y civilizaciones, en todas las tribus, clanes, naciones y pueblos, en los hombres, en todas y cada una de las cosas, está enviando mensajes y estímulos al discípulo de Cristo, el cual se siente inmerso en una relación formativa obediencial de dimensiones cósmicas, según la visión de Francisco: «La santa obediencia... tiene mortificado su cuerpo para que obedezca al espíritu y para que obedezca a su hermano, y está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no sólo a los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quisieren, en cuanto les fuere concedido desde arriba por el Señor» (SalVir 14-18). Por tanto, en este discipulado, todas las cosas, en cada momento, de día y de noche, en la dicha y en la desgracia, en el bien y en el mal, en lo hermoso y en lo sórdido, en la fortaleza y en la debilidad, en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte, pueden recordar al discípulo el deber de auscultar en actitud obediencial la realidad «hic et nunc» y percibir en ella los estímulos sapienciales que se remontan al único Maestro, el Padre de Jesucristo. d) Lo que el discípulo aprende no es conocimiento abstracto o habilidad técnica, sino el Evangelio, la vida misma de Jesús, el perfecto obediente a la voluntad del Padre. e) Hacer la voluntad del Padre es algo particularmente exigente y delicado, ya que es posible confundir nuestras actitudes, opciones o deseos con la voluntad del Padre. Para esto necesitamos toda la vida, necesitamos aprender, de un modo «sui generis», precisamente eso que llamamos seguimiento. Hacer la voluntad del Padre es vivir el radicalismo evangélico en aquella misma actitud en que Francisco escuchó el evangelio del «discurso misionero»: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22). Hacer no significa la simple ejecución de una cosa; de igual modo, voluntad no significa simplemente una orden, un deseo. Hacer la voluntad del Padre encierra en sí todo el dinamismo de la libertad y de la gratuidad de Dios, es decir, el designio de amor del Padre de Jesucristo. Por consiguiente, hacer la voluntad del Padre significa dejarse agarrar por esa fuerza creadora que llena el universo, que crea cielos nuevos y una tierra nueva, que envía el sol y la lluvia sobre justos e injustos, que limpia los valles de las sombras de la muerte con el soplo vivificante de la resurrección, que baja hasta los abismos y se eleva hasta los cielos, que cuida de las aves del cielo v de las flores del campo, que derribará a los poderosos de sus tronos y enaltece a los humildes. En una palabra, hacer la voluntad del Padre es ser perfectos como es perfecto nuestro Padre celestial (Mt 5,48). f) En el discipulado en el seguimiento de Jesucristo, el discípulo se decide irrevocablemente a dejarse labrar por esta fuerza divina y a colaborar con ella, es decir, a cumplir la entera voluntad del Padre como hizo Jesucristo, hasta la muerte y muerte de cruz: decisión de dejarse conducir por el Espíritu del Señor que penetra en la intimidad del corazón, que nos lleva a la verdadera conversión, nos hace auténticos hijos del Reino, y nos convierte en el hombre prudente que no sólo dice «!Señor, Señor!», sino que escucha la palabra y la pone en práctica (cf. Mt 7,21-29). g) De todo esto se deriva para el discípulo un grandísimo saber, una profunda experiencia y sabiduría, que lo capacitan para comprender las culturas, en las que, precisamente por ser discípulo de Cristo, no ve algo despreciable sino el inmenso campo donde la fuerza divina de la voluntad de Dios ha trazado su designio de salvación y los destinos de la humanidad. El discípulo de Cristo mira la sabiduría de los pueblos, las varias experiencias religiosas, las diversas visiones de la vida y del mundo con la curiosidad libre de prejuicios del hombre interesado en comprender, en cuanto le es dado en la tierra, la voluntad del Padre. Ejemplo extraordinario de este discipulado, de todas estas características del aprender evangélico, es precisamente Francisco, quien, por su peculiar manera de ser discípulo de Cristo, se ha convertido en el hombre-encuentro de hombres procedentes de los más remotos lugares y de las posiciones ideológicas más distantes entre sí. Un hombre para Cristo, un hombre para la historia, un hombre ejemplar para todos los que de una u otra manera quieren seguir y vivir el Evangelio. 7. Actitudes del discípulo en la tradición franciscana a) La reverencia a la autoridad del único Maestro en todas sus manifestaciones La reverencia es un fenómeno totalmente diverso del miedo, el respeto humano, la lisonja o la misma admiración o veneración de los «fans». En todas estas actitudes humanas, diversas pero semejantes, falta un elemento que es esencial en la verdadera reverencia, el que la Sagrada Escritura llama temor de Dios, temor de Dios que es el principio de la sabiduría. La reverencia a la autoridad no puede interpretarse en modo alguno como una variante del miedo. La reverencia consiste en la apertura limpia de la voluntad como respuesta llena de gratitud y de cordial sumisión a la libre benevolencia del Dios único hacia nosotros. Es un «salir al encuentro», lleno de gratitud y de admiración, de amor y de respeto a la grandeza, humildad y bondad de Dios. Y no se agota en la relación con Dios y con el hombre, sino que es un modo siempre nuevo y constante de mantenerse disponibles ante la vida, pues, como queda dicho, el Maestro único está presente en todas partes, en la historia, en lo cotidiano..., en la vida. Símbolo y síntesis de este concepto de reverencia es la palabra «Señor» aplicada a Dios o al mismo Cristo («dijo el Señor a sus discípulos»; «ven, Señor Jesús»; «Señor, no soy digno»; «habla, Señor, que tu siervo escucha»; etc.); esta palabra expresa la sumisión del verdadero discípulo de Cristo. El mismo sentido de reverencia, confianza y sumisión hay que atribuir a la palabra evangélica «Abbá», Padre. Otros términos como «jefe», «camarada», etc., son aquí absolutamente impensables. Ninguna otra palabra puede expresar mejor la reverencia al Señor y, al mismo tiempo, la profunda intimidad del encuentro con Él. Por otra parte, esta palabra le recuerda al discípulo de Cristo que la verdadera reverencia excluye ciertas actitudes de repulsa de la acción de Dios, como las que expresan nuestros lamentos: «Dios no debía hacer esto», «Dios se despreocupa de nuestros problemas», etc. El verdadero discipulado lleva a ser fuertes y pacientes, y a «adorar» la inteligencia de Dios. b) La fe, actitud completamente positiva La reverencia, pues, lleva a la acogida y a la gratitud incondicional hacia la Providencia y la Misericordia de Dios. Objeto de esta gratitud es el mismo sufrimiento que tal vez la gracia del encuentro pudiera llevar consigo. Aquí entra en juego la fe como otra actitud constitutiva del discipulado franciscano. Fe como confianza absoluta, como un SÍ a Dios en todo momento, sin reservas ni decaimientos. Fe como salto decisivo en el SÍ, sin dudar jamás, sin oscilar entre el sí y el no. No se trata, sin embargo, de un salto en el vacío, porque es abandono en Dios y no confianza temeraria en las fuerzas propias. Es fe en Él, que es el Fuerte. Esta positividad de la fe no procede de nosotros, sino que se nos da como predilección, como llamada, como opción por el encuentro. El discípulo permanece atento y vigilante, sin distraerse nunca del pensamiento de que es Dios quien nos ha elegido, quien nos ha amado antes de que nosotros lo amáramos, antes de que existiéramos, del pensamiento de que sólo Él es el principio. De esta fe tan abierta le vienen al discípulo la constancia y tenacidad en el camino, dada su convicción interior de que Cristo le sale al encuentro en este camino. Sería del todo errado considerar esta actitud de fe como poco crítica y casi ingenua. Al contrario, ella genera una extraordinaria capacidad de afrontar el misterio y el sufrimiento reales de la vida con verdadero coraje. Sin la fe estamos como perdidos en la vida: con la fe se vive de la fuerza de Dios, como el siervo que tiene vueltos los ojos a su Señor (Sal 123). Con la fe se superan las contrariedades, persecuciones, crisis, con coraje y mentalidad de vencedor. La fe permite al discípulo sacar, de la misma negatividad de la experiencia humana, energías de crecimiento para la mejor realización de sí mismo y para contribuir a mejorar la calidad de la misma vida. c) La abnegación, desmitificación del «yo», capacidad de ser un «no» De la fe como abandono en Dios se deriva naturalmente para el discípulo la necesidad de decir un no rotundo a todas las posturas que se han tomado a partir del propio yo. Las posturas, por el contrario, han de confrontarse siempre con el único Maestro. La capacidad del «no» es una consecuencia lógica de la autoridad absoluta del Maestro, sobre cuya voluntad nos hemos jugado la vida como un sí a Él. Es un no a las tendencias desviacionistas del yo. Pero no se trata de una negación amarga, como de un repudio de sí mismo. Se trata de abnegación o negación de sí mismo, es decir, de un no que hace tomar las debidas distancias respecto a las actitudes que podrían comprometer el espacio libre destinado a aquel «escuchar», vigilante y obediente, las inspiraciones que el Maestro envía en todo momento. Lo que se busca en el discipulado no se origina en nosotros ni proviene de nuestras posibilidades o competencia, sino del único Maestro, de Dios, que es siempre anterior y mayor que cualquier iniciativa nuestra. De Dios recibimos la medida con la que debemos medirlo todo, confrontar cada una de nuestras actitudes, medir nuestro compromiso, nuestra fidelidad, nuestro camino en seguimiento de Cristo. En suma, la medida con la que debemos medirnos a nosotros mismos. La abnegación o negación de sí mismo no es otra cosa que «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8). En efecto, san Francisco recalca en la Admonición 12: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algún bien, su carne no se enaltece por ello..., sino más bien se tiene ante sus propios ojos por más vil y se estima menor que todos los otros hombres». De tal abnegación y abandono brotan la gran paciencia y la profunda serenidad del discípulo: cuando no sabe, cuando no comprende, cuando es consciente de que no puede entender algo por sí solo, no se traba con las soluciones expeditivas provenientes del yo, sino que se pone a la escucha y espera de la iluminación más segura que el Maestro le dará. Y mientras tanto se hace valientemente crítico de sí mismo, reconoce con franqueza la situación propia, purifica las opciones comprometidas con el propio egoísmo y corrige su rumbo de acuerdo con la trayectoria de la voluntad del Maestro, luchando continuamente consigo mismo y renovándose constantemente. d) Exacto conocimiento de sí mismo y de las cosas El discípulo guarda con sentido de responsabilidad todo lo que ha aprendido y aprende sin cesar. Nada le es inútil, ni siquiera los propios errores, sobre los que reflexiona y de los que aprende. Aprende a conocer la verdad de cada cosa. No se deja llevar por las cosas ajenas al Maestro o distantes del mismo. Por eso, toma nota de la realidad: de sí mismo, en primer lugar, y de la propia debilidad. Comprende la realidad que lo rodea, con todos sus límites. Además, es discreto y preciso en el obrar, en el hacer cualquier cosa. No hace nada de modo superficial. Trabaja, en cambio, fiel y devotamente. Toda la vida es un aprender del Maestro. Como siervo fiel, guarda en su corazón los secretos del Señor (cf. Adm 28). Sabiamente realista, el discípulo evita el idealismo exasperado, el trascendentalismo estéril, el dogmatismo ciego. No se le puede reducir simplistamente ni a «progresista» ni a «tradicionalista»: es un hombre abierto al dinamismo de la historia y de la tradición, siempre dispuesto a aprender, a progresar y a acoger todos los síntomas de novedad que cada nuevo día le ofrece. El conocimiento de sí mismo, sobre todo de sus limitaciones, el conocimiento de la realidad, la confianza en lo que aprende, el justo equilibrio y relación con las cosas, exigen y al mismo tiempo hacen del discípulo un hombre humanamente maduro. e) En espíritu de verdadera obediencia El discípulo cultiva siempre y en cualquier situación la obediencia (la ob-audientia). Se mantiene siempre en actitud de escucha. Escucha y obedece a todos y a todo en la búsqueda continua de la mejor interpretación de la voluntad de Dios que se manifiesta en todos y en todo. «La santa obediencia... tiene mortificado su cuerpo para que obedezca al espíritu y para que obedezca a su hermano, y está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no sólo a los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quisieren, en cuanto les fuere concedido desde arriba por el Señor» (SalVir 14-18). La obediencia del discípulo se distingue netamente de la simple obediencia de ejecución. En ésta no se encuentra el elemento que es esencial para el discípulo, es decir, el aprender. La obediencia de ejecución es casi únicamente un acomodamiento. Le falta aquella actitud del discípulo que es la reverencia a la autoridad del Maestro, la fe, la abnegación o negación de sí mismo, la consideración de la realidad. La obediencia de ejecución se convierte fácilmente en obediencia ciega, propia del hombre esclavizado. O, por el contrario, degenera en sumisión muerta y en pereza desoladoramente acrítica, sin participación ni tensión. Sería una equivocación fatal valorar como obediencia de ejecución aquella que san Francisco parangonó con la de un cadáver (2 Cel 152). Sería como degradarla y reducirla a perversión religiosa. La intensidad de la escucha del discípulo, de la que hemos hablado, no tiene nada que ver con las formas de fanatismo obediencial de las sociedades y naciones con régimen despótico. Si nos esforzamos en ir más allá de las palabras, podremos comprender que la obediencia «cadavérica» está sencillamente en relación con la donación de sí mismo, absoluta y generosa, hecha en la fe y el amor, a Cristo y a Cristo crucificado. La tensión ideal de la obediencia dice la disponibilidad del discípulo a acompañar a Cristo hasta Jerusalén, es decir, hasta la cruz. La obediencia «de escucha» acepta todas las órdenes, provengan de donde provengan; más aún, casi antes de que hayan sido expresadas, las acoge dentro de la perspectiva de la comprensión de la voluntad del Maestro confiada a esas órdenes. Esta obediencia introduce en el discípulo un verdadero dinamismo de creatividad que le permite ir, con la mayor adhesión, al encuentro de las intenciones del Padre. f) Darse sin medida Darse sin medida significa rebosar de generosidad. El empeño de aprender no se mide como un deber impuesto desde fuera. Seguir al Maestro es una afirmación de la gratuidad y de la gratitud, en respuesta a la gratuidad del encuentro. Nobleza obliga. Obliga al empeño de usar con Dios la misma medida que Él ha usado con nosotros: Él nos ha amado primero y sin medida. Esta actitud interior lleva al discípulo a afrontar las adversidades, dificultades, tentaciones, no como quien tiene que soportar desgracias, sino como quien ve en las pruebas un signo de predilección por parte del Maestro y una verdadera gracia. En un crescendo de coherencia, adoptará, por tanto, no la ley del menor esfuerzo, sino, con sencillez y naturalidad, la ley del mayor esfuerzo. También ésta es una «filosofía» franciscana: «El hombre que quiere saber mucho, debe trabajar mucho y humillarse mucho, abajándose a sí mismo e inclinando la cabeza tanto que el vientre vaya por tierra; y entonces el Señor le dará mucha ciencia y sabiduría» (Dichos del beato Gil, XIII). En la misma lógica del don, el discípulo no espera la recompensa de su trabajo; sabe que el trabajo mismo es recompensa. Por consiguiente, lo afronta de un modo cordial, fiel, responsable, sin complejos de víctima, y convencido de que el poder trabajar, aprender y servir es una gracia. g) El gran deseo, obras pequeñas Este «modo de trabajar» es el modo de ser y de hacer que el beato Gil describe como trabajar como pequeño en cuanto a las obras y como grande en cuanto al deseo. El discípulo, cuando quiere, sencillamente hace. Esto no significa que consiga siempre realizar todo cuanto quisiera. Él no dice: «querer es poder»; sino, con serena humildad: «querer es hacer», y con gran pasión y deseo afronta incluso las pequeñas obras. El gran deseo es la disposición a acoger con reverencia la tarea que se le confía. Es una actitud que nunca pone en duda la decisión de amar, admirar, querer, servir, trabajar y empeñarse en triunfar; todo con espíritu de libre aceptación, para garantizar la continuidad del trabajo, la superación de los momentos de crisis. El gran deseo, fruto de la fe, del amor y de la reverencia, garantiza el buen ánimo, la buena voluntad, la gran fidelidad. Así, crece su entusiasmo, mientras hace todo lo que puede. Si puede hacer poco, lo hace con el mismo amor y la misma alegría que dedica a lo mucho. Si, por ejemplo, en su gran deseo de servir a un pobre, sólo tiene un vaso de agua que darle, se lo dará con una evidente actitud de amor, como el vaso de agua fresca dada al pequeño, o el óbolo de la viuda, de los que habla el Evangelio. h) Cultivar la buena voluntad Para mantener esta disposición, el discípulo debe estimar como una tarea fundamental el cultivo de la buena voluntad, a fin de que ésta crezca de modo justo y adecuado para poder afrontar el difícil camino del seguimiento. Por buena voluntad no debe entenderse la voluntad orgullosa, que presume de sí, centrada en el propio yo, ilusa de tener un poder propio. La verdadera buena voluntad de la que hablamos aquí es ciertamente fuerte, pero está fundada en la potencia del Tú absoluto, el de Dios, y es, por tanto, obediente, flexible, dispuesta, capaz de insertarse en el flujo de aquella Voluntad que está por encima del cielo y de la tierra. Es evidente que la capacidad de doblegarse dócil, libre y gozosamente a los requerimientos de aquella voluntad superior exige un trabajo largo, tenaz y paciente, sin que se pueda prescindir de las virtudes que tradicionalmente la constituyen: humildad, fortaleza en las adversidades, docilidad, obediencia, paciencia, más conocidas como virtudes «pasivas», pero que no tienen nada de pasivas; constituyen más bien las fuerzas fundamentales activas que enriquecen lo poco que el pequeño hombre consigue hacer. Buena voluntad que no es voluntarismo ni espontaneidad improvisada. Es fruto del empeño serio asumido por el discípulo decidido a seguir codo a codo al Señor Jesucristo, a «estar con Él» y a remitirse a Él en todas las situaciones de la vida humana. Conclusión Como conclusión y epílogo quisiera resumir en algunas afirmaciones esenciales cuanto os he dicho. Ante todo, sería ajeno a las intenciones de esta relación limitar lo expuesto al área del «formador-formando» o del «maestro-novicio». Cuanto he dicho afecta a cada hermano en el arco entero de la vida. Y esto tanto en la lógica del seguimiento, que evidentemente abarca toda la vida, como en la lógica de la misma formación franciscana, que por su propia naturaleza es «continua». Os he hablado a vosotros, los aquí presentes, pero en vosotros he hablado a todos los hermanos de la Orden. El contacto profundo con los textos primitivos de la espiritualidad franciscana pone claramente de relieve la importancia del seguimiento-discipulado como camino necesario en la formación franciscana. El discipulado en la formación franciscana consiste en ser conducido por el Espíritu del Señor al corazón mismo del Evangelio, es decir, al compromiso de hacerse perfectos como es perfecto nuestro Padre celestial. Felizmente, nuestras Constituciones Generales han puesto en evidencia que el objetivo de la vida del hermano menor y el de la formación franciscana, coincidentes en este su punto fundamental, es seguir a Jesucristo bajo la inspiración del Espíritu Santo. Estoy profundamente convencido de que se crece en el seguimiento según la forma de vida del hermano menor de san Francisco, sólo si se tiene un amor profundo tanto a la persona de Jesucristo como a la Sagrada Escritura, especialmente los Evangelios, y una reverencia y un conocimiento profundos tanto de la vida de san Francisco como de sus escritos. Convencido de la peculiaridad de la formación franciscana como seguimiento-discipulado, de sus características y, sobre todo, de las actitudes fundamentales que cada uno de nosotros debe formar en su corazón y en su espíritu, quisiera deciros todavía lo siguiente: Considero el noviciado, y también el postulantado en cuanto preparación al mismo, como un período fundamental para el novicio, que debe formar su espíritu y corazón según la forma de vida evangélica vivida y propuesta por san Francisco (CC.GG. 152). Por eso, estimo que el noviciado debe estar orientado sobre todo a la vida interior, es decir, a la oración, a la contemplación, al estudio, a la vida fraterna, a las actividades apostólicas que puedan verdaderamente contribuir a esta formación del espíritu y del corazón (CC.GG. 153-154). Considero, en fin, como uno de los aspectos más peligrosos de la tarea formativa el formar en un mal entendido voluntarismo; que es mal entendido cuando no se armoniza lúcidamente con el cuidado de arraigar en el ánimo y la cultura del formando la convicción sobre la obra de la gracia, o sea, sobre la potencia real del Señor. No menos problemática y cargada de incertidumbre me parecería la tendencia a considerar, sin el adecuado realismo, la renovación como un retorno a formas, experiencias, «reglas», etc., que, además de ser desproporcionadas a la capacidad de los formandos, podrían ser y revelarse pronto como antihistóricas y, al final, como frustrantes. Empeño seguro de la formación debe ser, en cambio, el de formar en la confianza, tanto en la relación recíproca entre formador y formando, como sobre todo en la relación del religioso con Dios Trino y Uno. Esta confianza es pura actualización de la relación que, en el pensamiento de Francisco, se da entre aquellos que siguen la vida evangélica de penitencia: relación amistosa, fraterna, filial, esponsal, materna (cf. 2CtaF 48-52). La capacidad de escucha, y por tanto el silencio, debe ser otro de los objetivos de la tarea formativa: escucha en el sentido evangélico de actualizar con la vida las palabras y hechos de la vida de Jesucristo, Palabra del Padre. Esta escucha lleva a una relación humilde y confiada con Cristo que siempre hace lo que agrada al Padre, del modo y manera que conviene al Hijo amado: maduro, intrépido, que acepta todo como gracia y, por tanto, con gratitud. A todas las dimensiones de la formación darán tono y estilo, finalmente, el espíritu y la palabra de Francisco, del que deben impregnarse nuestros candidatos en lo profundo de su ser. Quien es llamado a seguir a Cristo en el camino franciscano, tanto más será discípulo suyo cuanto más su refiera a Francisco, ejemplo como saben todos de perfecta imitación de Cristo. Testimonios de nuestros días afirman que Francisco es el cristiano más «logrado» del Espíritu Santo. Lo decimos con amor y conscientes de la gran responsabilidad que nos incumbe a todos los hermanos menores, a todos vosotros que debéis formar a los hermanos menores del mañana. [J. Vaughn, Min. Gen. OFM, Seguimiento de Cristo - Discipulado, en Selecciones de Franciscanismo vol. XVIII, n. 53 (1989) 165-181] |
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