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LA FORMACIÓN FRANCISCANA |
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Premisa
Quisiera esta vez que mi relación fuera interpretada con la profunda convicción de que el seguimiento de Cristo bajo la inspiración del Espíritu Santo, que abarca toda la vida del hermano menor, es el objetivo elemental de la formación franciscana, tanto inicial como permanente. El seguimiento de la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo (1 R 9,1), en las concretas situaciones de nuestro tiempo y en las exigencias de nuestra misión en la Iglesia, según el ejemplo de san Francisco y su Regla, debe orientarnos incesantemente a revisar nuestra vida, la formación en general y cada etapa de la formación en particular. Desde esta perspectiva la Orden decidió, hace dos años, convocar a todos los Maestros de Novicios a un Congreso internacional, y estudiar con ellos la peculiaridad de la formación franciscana en el Noviciado. Hoy os toca a vosotros, Maestros de hermanos profesos temporales, examinar y estudiar la especificidad de la formación franciscana en esta etapa. Con ánimo sereno e impulsado por el espíritu de sinceridad y de servicio, quisiera haceros partícipes de mis reflexiones sobre la formación franciscana de los hermanos de profesión temporal. 1. La formación franciscana
El cometido de la formación franciscana durante el tiempo de la profesión temporal está establecido por nuestras Constituciones Generales en el art. 157: «El tiempo de la profesión temporal es aquel durante el cual se completa la formación (formatio perficitur) para vivir más plenamente la vida propia de la Orden y cumplir mejor su misión; además, los hermanos se preparan para emitir la profesión solemne». Estimo de fundamental importancia comprender con nitidez y precisión lo «esencial» de la formación durante el tiempo de la profesión temporal, tal como es definido en nuestras Constituciones Generales. El art. 157 de las CC.GG. afirma que este tiempo es aquel durante el cual «formatio perficitur», se completa la formación, se perfecciona. Sabemos que sólo puede perfeccionarse aquello que ya se ha comenzado, aquello que se completa continuando un camino ya iniciado. En otras palabras, lo que debe ser perfeccionado o completado es la formación ya iniciada con el Postulantado y el Noviciado. Por este motivo debemos concentrarnos en la comprensión de lo que es realmente la formación franciscana en este tiempo de la profesión temporal. La formación no tiene aquí el sentido genérico e indiferenciado de una formación cultural-humanística, sino, prioritaria y específicamente, el sentido de formar para el seguimiento de Jesucristo según el estilo vivido y propuesto por san Francisco de Asís. Más de uno se preguntará por qué insistir en algo que es tan obvio en la formación franciscana. Justamente porque lo que parece obvio es muchas veces olvidado, o no es tomado suficientemente en consideración, dando lugar a una comprensión superficial e incorrecta de la formación franciscana. a) Comprensión inadecuada de la formación franciscana Generalmente, durante esta etapa de la formación es cuando se hacen los estudios de filosofía y teología, y existe una especial preocupación por una labor pastoral y por la profesionalización. El interés formativo está orientado más bien a la habilitación del hermano para los trabajos y los oficios que deberá desempeñar más tarde. Y esto, en muchos casos, se hace en detrimento del perfeccionamiento del «ser franciscano», que corre el riesgo de transformarse en algo puramente individual, privado, como si fuera un simple ejercicio de piedad. Cuando se da un planteamiento semejante, significa que también el Noviciado es entendido en un sentido diverso del que le dan nuestras Constituciones Generales. En efecto, se cree que el «ser franciscano» ya ha sido logrado durante el Noviciado, concebido como si fuera un tiempo de aislamiento, de ejercicios espirituales, durante el cual existe una mayor preocupación por cuidar, sobre todo, el aspecto espiritual, atiborrando a los novicios de informaciones religiosas. Una vez que han hecho la primera profesión, ya no son considerados novicios, novatos, es decir, deben ser menos unilaterales, insistiendo particularmente en la dimensión más humana de la preparación para hacer frente al mundo y al trabajo. Deben, entonces, habilitarse, prepararse para el «munus» sacerdotal o para otro oficio según sea la opción de cada uno. Esto acontece porque cuanto afirman las Constituciones Generales en el art. 157 sobre la «misión» de la Orden se concibe más bien como una definición acerca de los quehaceres y cometidos que el hermano deberá ejercer más tarde en la Orden. En este sentido, la «vida propia de la Orden» es entendida como la vida interna de la Orden: labores, encargos, obligaciones comunitarias, etc., y la «misión» es entendida como algo exterior: trabajos pastorales, labores en favor de los demás, etc. De esta comprensión se deduce que el Noviciado es un tiempo de formación interior, religiosa, contemplativa, individual-privada, y el tiempo de la profesión temporal es el momento de la formación para la vida activa, vida de trabajo, de compromiso social, formación para la acción pastoral, apostólica, misionera. Esto sería entender inadecuadamente lo que es la formación franciscana. b) Comprensión adecuada de la formación franciscana Para una comprensión adecuada de lo que es verdaderamente la formación franciscana, es necesario entender con toda claridad lo que afirman nuestras Constituciones: se trata de seguir a Jesucristo según el estilo vivido y propuesto por san Francisco. Este «seguir» es lo esencial, lo «propio» de la Orden; este «seguimiento» es la «misión» propia de la Orden, su cometido y su compromiso en la Iglesia y en el mundo. El «seguimiento» no es, en este caso, vida espiritual, vida contemplativa, vida piadosa individual-privada; no es vida activa, comunitaria, pastoral, «apostólica», «misionera», etc. Estos calificativos denotan ya una clasificación decadente. El «seguimiento» es mucho más, es algo más fundamental; es el sentido, la verdad, la realidad original de nuestra Orden. Es, por tanto, el todo de la Orden. En otras palabras, en nuestra Orden tanto la vida contemplativa como la vida activa son modos, maneras de realizar, de «perfeccionar» el seguimiento de Cristo según el estilo de san Francisco. Así, por ejemplo, hablar de noviciado abierto o cerrado, en el campo o en la ciudad, en el occidente o en el oriente, no tiene ninguna importancia, porque lo verdaderamente fundamental es que todo cuanto se hace debe ser formación franciscana, es decir, crear el vigor esencial del seguimiento de Jesucristo según el estilo de san Francisco. En esta misma perspectiva, todo cuanto se haga o no se haga durante el tiempo de la profesión temporal: se viva en grandes o en pequeñas casas, se estudie filosofía y teología o se hagan otros estudios de especialización, se viva en un barrio periférico o se haga un trabajo para el propio sustento, todo debe continuar formando, debe dar solidez, debe «perfeccionar», completar el seguimiento de Jesucristo según el estilo de san Francisco, que consiste en seguir la pobreza y la humildad de Jesucristo, concretamente como hermanos y menores, anunciando el Evangelio por el testimonio de la vida (CC.GG. 1). De esta manera, el tiempo de la profesión temporal debe formar, dar plenitud, llevar a la «perfección», es decir, continuar aquello que se ha hecho en el Postulantado y en el Noviciado: la vida propia de la Orden y su misión, que es el seguimiento de Jesucristo según el estilo de san Francisco. Proseguir lo propio de la Orden es el cometido fundamental de la formación franciscana. Discernir y reconocer el «proprium», lo propio, en todos los aspectos de la vida y de la historia, y, a través de las diversas mediaciones y en cada situación, permanecer en la fidelidad al seguimiento de Cristo, es cuanto se quiere decir con la expresión «formatio perficitur». 2. Algunas observaciones Debo dejar constancia de que en toda la Orden se trata de seguir la orientación de este artículo 157 de las CC.GG. al que ya me he referido, a pesar de algunas dificultades en la organización y programación de esta etapa de la formación inicial. En efecto, aún existen algunas incertidumbres, como por ejemplo: -- comenzar de inmediato los estudios académicos filosófico-teológicos; -- preparar un programa único de formación franciscana que sea común para todos los hermanos, independientemente de su opción; -- la alternativa de que los profesos temporales vivan juntos en una misma Casa de formación o en diversas Casas de la Fraternidad provincial; -- experiencias de las fraternidades insertas sin una fraternidad estable o un «coetus formatorum»; -- falta de formadores y de fraternidades preparadas para recibir y acompañar a los jóvenes hermanos; -- número de los que abandonan la Orden durante esta etapa; -- necesidad de estudios y experiencias apostólicas, etc. Junto a las dificultades del momento, afloran también algunos interrogantes: ¿Cómo entender que la formación durante el tiempo de la profesión temporal consiste en formar para la vida propia de la Orden y para su misión, es decir: seguir a Jesucristo según el estilo vivido y propuesto por san Francisco? ¿No se trata de algo demasiado subjetivo e intimista? ¿Cómo se debe hacer en la práctica? ¿Qué tipo de programa se debe confeccionar? ¿Qué metodología se debe adoptar? La misma afirmación «seguir a Jesucristo según el estilo de san Francisco», ¿no es equívoca, considerando que existen diversas interpretaciones sobre lo que es la auténtica vida franciscana? ¿En qué consiste el seguimiento de Cristo en el mundo de hoy, ante tantas nuevas exigencias, nuevas llamadas de una humanidad en transformación, nuevos desafíos pastorales, etc.? Ante tales interrogantes y dificultades se debe prestar siempre atención para permanecer en lo esencial. Como hijos de nuestro mundo contemporáneo, también son nuestras las esperanzas, las inquietudes, las angustias, las perplejidades y los deseos del mundo. Algunas objeciones, aunque en la formulación parezcan verdaderas, es decir, muy críticas y actuales, no son propiamente un cuestionamiento, sino más bien una expresión de la opinión pública y de la propia inestabilidad del mundo. Tales objeciones, sin un profundo sentido crítico, son fruto de una identidad no muy clara y se dejan arrastrar por la idea de soluciones fáciles e inmediatas. Nosotros, hermanos menores de nuestro tiempo, no podemos estar al margen de nuestro mundo viviendo en una seudoseguridad. Por el contrario, debemos estar inmersos en el mundo, conocer sus necesidades, esperanzas y desilusiones, y ser capaces de acoger y responder al mundo, sea como individuos, sea como fraternidad, mediante nuestra vida auténticamente franciscana. La sociedad de hoy está en un continuo cambio; se presentan grandes progresos tecnológicos; tenemos la suerte de vivir grandes cambios socio-políticos; constatamos una sensibilidad cada vez mayor por los desequilibrios económico-sociales; asistimos al redescubrimiento de la naturaleza y de la ecología. Pero junto a todos los progresos se constata la realidad de un mundo que se deja llevar por el secularismo, el consumismo, el nacionalismo, la indiferencia o el rechazo de los valores del «pasado», etc. Todo esto no puede dejarnos indiferentes; al contrario, nos debe estimular a buscar respuestas adecuadas. Aquí me permito hacer una precisión: el mundo de hoy, con sus esperanzas y desilusiones, debe ser siempre un desafío y no un criterio interno para inspirar, organizar y programar tanto nuestra vida como la formación de los hermanos menores. En efecto, el Papa Juan Pablo II decía a los Obispos del Brasil: «No es el Evangelio el que debe adecuarse a los tiempos, a las exigencias actuales del hombre, sino más bien al contrario, se trata de poner la vida personal de todos y de cada hombre en contacto con esta antigua novedad que es el Evangelio» (L'Osservatore Romano, 7.7.90). Así pues, si tomamos el «mundo» como criterio inspirador, corremos el riesgo de tener que cambiar a menudo, pero sin crecer o mejorar en lo esencial de nuestra vida, que es vivir radicalmente el Evangelio en espíritu de oración y devoción, en comunión fraterna, dar testimonio de una vida de penitencia y minoridad, anunciar el Evangelio y predicar con obras la reconciliación, la paz y la justicia (cf. CC.GG. 1,2). Al objetar, al organizar y programar, al examinar y revisar, al innovar y cuestionar nuestro modo de vida y la formación franciscana, no podemos perder nunca de vista la identidad de la Orden, es decir, la vida propia de la Orden y su misión en la Iglesia y en el mudo de hoy, como tampoco olvidar la finalidad específica de la formación franciscana en cada una de sus etapas. 3. El «cuestionamiento» y la «renovación» de la formación Considero una tarea muy necesaria, importante y comprometida, cuestionar y renovar la vida franciscana y la formación franciscana. Puesto que el cuestionar es plantearse la cuestión fundamental de la vida, y el renovar es tener el espíritu «nuevo» que renueva el vigor original, cada cuestionamiento o renovación exige de nosotros, de toda la Orden, un profundo espíritu de conversión, una gran fuerza de voluntad para buscar lo verdaderamente esencial y una fidelidad a la vida y a la misión propias de la Orden. El cuestionamiento y la renovación exigen ante todo una sinceridad de vida, una coherencia clara y transparente, un compromiso con lo cotidiano, con las cosas bien determinadas y realistas, sin perderse o dispersarse en cosas superficiales, imposibles e indeterminadas. Si lo observamos bien, muchas veces, cuando queremos renovar o cuestionar la formación, en vez de darle un «novum» o de hacer de ella una «quaestio» fundamental, corremos el riesgo de generalizar, de dispersarnos y de divagar. En efecto, renovar no significa comenzar siempre de cero, sin tener en cuenta la historia, sino que es volver a descubrir lo esencial y expresarlo en formas nuevas y adecuadas, que también pueden ser las antiguas, con la condición de que transmitan el espíritu, los ideales y los valores franciscanos. Un realismo sano y equilibrado que considera cada situación es muy importante para establecer lo que se debe y se puede hacer en la formación, en este caso, durante el tiempo de la profesión temporal. Para programar la formación franciscana no se puede menos de considerar: -- la Orden que formamos y bajo cuya obediencia vivimos, con la Regla, las Constituciones y los Estatutos Generales que debemos observar; -- la Fraternidad provincial, con los hermanos que la componen, con sus Estatutos particulares, con los compromisos a los que cada hermano debe responder, con los formadores y los educadores disponibles; -- las Casas de formación existentes, cada una con su fraternidad, con sus formadores y sus formandos; -- la situación concreta de los formandos, su formación humana, cultural, afectiva y psicológica; -- el tiempo establecido o disponible para la formación de los hermanos profesos temporales que están aquí y ahora, en esta Provincia, en esta Casa de formación. Todo esto son cosas y circunstancias bien concretas en donde no es posible partir de cero o divagar sin un punto de referencia bien determinado. Situándome en esta realidad bien concreta -llamémosla realidad interna nuestra-, me viene a la mente la realidad de la Iglesia y del mundo de hoy y me encuentro ante nuevos desafíos muy concretos que me obligan a preguntarme: ¿cómo formarse y formar franciscanos para el mundo de hoy y de mañana, hermanos disponibles para servir a la Iglesia del siglo XXI, para servir a las necesidades de los pobres de hoy, para responder a los anhelos de dignidad, de libertad y de justicia de enteros grupos humanos, de todo un pueblo o de todo un continente? El cuestionamiento que nace de la necesidad de ser más auténticos y de la necesidad de servir mejor a la Iglesia y a los hombres hoy nos impele a profundizar, a ir a la raíz de nuestra identidad. A partir de ahí, fundados en la fuerza originaria, es de donde podemos renovar y realizar con fuerza creativa nuestras nuevas posibilidades. En otras palabras, para tener la garantía de la renovación debemos ir a las fuentes de la inspiración franciscana: Jesucristo pobre y crucificado, el Evangelio, san Francisco de Asís, y profundizar nuestra pertenencia a la inspiración y tradición franciscanas. 4. «Formatio perficitur» Tratemos de reflexionar ahora más atentamente sobre el cometido del que se debe ocupar más intensamente la formación durante el tiempo de la profesión temporal. Me propongo hacerlo en tres momentos: a) profundización y radicalización; b) claridad sobre lo elemental en la formación del hermano menor; c) confirmación de la primera afección, cordialidad del discipulado. a) Profundización y radicalización La formación concebida como un «perficere» es muy diferente de la información y del adiestramiento entendido como un método, como por ejemplo, el «científico». La identidad franciscana no es algo que podamos tener ante nosotros como algo objetivo, de modo que baste mirar bien para ver, tener buenos criterios para juzgar, y, por tanto, aplicar a la vida lo que se ha entendido y juzgado. La identidad franciscana no está ante nosotros como un objeto, ni tampoco está dentro de nosotros como algo subjetivo, sometida al capricho y al arbitrio de cada uno, sea como individuo sea como Provincia u Orden. La identidad franciscana es una dinámica, un modo de ser anterior a cualquier opinión nuestra subjetiva personal, anterior a cualquier juicio. La identidad franciscana es la fuente inspiracional, la «conditio» de la posibilidad de nuestro ser, sentir, ver, juzgar y actuar. Es una realidad viva y anterior a todas nuestras interpretaciones. Del mismo modo que el Evangelio y la Tradición de la Iglesia que nos lo transmite están por encima y son anteriores a la elaboración teológica de la fe, así también la Regla y nuestra tradición viva están por encima y son anteriores a nuestras experiencias e ideas sobre el ser franciscano. La identidad franciscana sólo puede ser vitalizada, sólo puede adquirir existencia y concreción, sólo se puede intuir a través de una escucha obediente y una acción fiel y coherente. Por este motivo, si se quiere realmente intuir nuestra identidad, se necesita una actitud (disposición) fundamental; actitud ésta que deja de lado todas las opiniones subjetivas y personales, colectivas o grupales, para abrirse totalmente a la escucha de la FUENTE de la gran inspiración que nos viene a través de la Historia viva, en la sana y verdadera Tradición de nuestra Orden. Formarse en una semejante capacidad para «captar» (intuir) la dinámica esencial de la identidad franciscana y vivirla en las acciones cotidianas comporta un empeño y un tirocinio (aprendizaje) largo y constante del propio ser interior, dejarse formar por el Espíritu en la identidad franciscana, de tal modo que el propio corazón, todo el ser en el pensar y en el obrar sean franciscanos. Para este formarse plenamente, que las Constituciones Generales llaman «perficere», no basta la información o la formación académica; no basta el condicionamiento ni enmarcarse en las estructuras o en las ideologías; no basta un desarrollo espontáneo, arbitrario, es decir, donde el corazón o los intereses personales dictan lo que debe hacerse. Es necesario un trabajo arduo, paciente y cotidiano para conocerse a sí mismo, para vencer los egoísmos más refinados, para sacar a la luz los vicios escondidos, para adquirir un corazón libre, capaz de donarse generosamente por la causa de Cristo como san Francisco. Para crecer en lo esencial franciscano es necesario no dejarse llevar por las ideologías y las opiniones del mundo, que tienen raíces distintas de la inspiración franciscana; es necesaria una purificación, un verdadero proceso de interiorización, es decir, echar raíces en lo esencial de la identidad franciscana. Una formación que pretende la profundización y la radicalización en la identidad franciscana no puede hacerse en la dispersión, es decir, sin una disciplina interior y exterior, sin un programa, sin un acompañamiento, sin un estudio, sin un trabajo que se concentre en lo esencial, sin un enfrentamiento real consigo mismo, que responda a la pregunta: ¿Quién soy yo?; ¿qué es lo que quiero realmente? En cierto modo, es lo mismo que se ha hecho durante el tiempo del Noviciado. Pero lo que se ha hecho y adquirido en el Noviciado ahora debe ser cada vez más consolidado, profundizado, radicalizado en confrontación con las realidades empíricas de la situación concreta de cada Provincia; en confrontación con el aprendizaje de una profesión; en confrontación con las interpretaciones, teorías e ideologías de la sociedad; en confrontación con las situaciones humanas como la pobreza, la enfermedad, la violencia; en confrontación con las corrientes de pensamiento y con las grandes experiencias de la humanidad en el estudio de la historia, de la filosofía y de la teología; en fin, en confrontación con la religiosidad y la praxis pastoral. Este proceso de confirmar el ser franciscano, en la profundización y la radicalización, aprendido en la concentración del Noviciado, debe seguir completándose (perfectum) y creciendo con mayor firmeza durante el tiempo de la profesión temporal. Como ya hemos dicho, es en esta etapa que el joven hermano entra en contacto más directo con la Fraternidad provincial (como miembro de ella); conocerá más de cerca las fraternidades locales con todos sus defectos, esfuerzos y virtudes; tendrá que trabajar con sus manos o aprender un trabajo; tendrá que estudiar; tendrá que servir a los más necesitados; tendrá que comenzar una actividad pastoral más especializada. Todas estas actividades, todo este «codo a codo» con la realidad desnuda y cruda de la Fraternidad provincial y con las realidades del mundo, deben ser conducidas por un único hilo conductor que da unidad y coherencia a la formación en ésta y en otras etapas: confirmar el ser franciscano profundizándolo y radicalizándolo. La formación en esta etapa debe tener, por tanto, la habilidad y la preocupación constante de aprovechar estos elementos que vienen de la vida, del trabajo y del estudio, para ejercitar y confirmar cada vez más el ser franciscano aprendido e iniciado en el Noviciado, es decir, «perficere»: perfeccionar, purificar, madurar. Una tal formación necesita, tal vez más que en el Noviciado, de una fraternidad estable y bien formada, de un seguimiento sabio y realista por parte del Maestro, y de un empeño más profundo y concentrado por parte del formando interesado en vivir más intensamente la vida propia de la Orden y su misión. En el intento de profundizar y confrontar la vocación franciscana durante esta etapa, se debe prestar atención a algunos peligros: 1) Uno de los peligros es el de dispersarse en mil y una actividades, ocupaciones, cursos y cursillos, llenar la cabeza y el corazón de cosas que quizá son útiles e incluso necesarias para las funciones comunitarias en la Provincia o en la Iglesia, habilitarse en todo y para todos, pero reduciendo el ser franciscano a una mera actitud interior, a una especie de piedad o devoción privada, olvidando que nuestra vocación, nuestra misión es ser franciscanos y no tanto ser párrocos, profesores o agentes sociales. En otras palabras, el ser franciscano es la inspiración originaria, el modo de ser que debe conducirnos e inspirarnos en nuestras acciones y actividades que nos piden la Iglesia y el mundo de hoy. 2) Otro peligro es el de reducir la comprensión de la vocación franciscana a la medida de lo que se aprende en filosofía, teología u otra ciencia. Puede suceder que una determinada corriente teológica, filosófica o científica, una determinada cosmovisión o ideología, una determinada espiritualidad o humanismo, lleguen a ser la medida y el criterio del ser franciscano, reduciendo el franciscanismo a lo que no es. La identidad franciscana, la inspiración originaria misma es la que debe conducirnos a la confrontación con todas estas cosas, y de esta confrontación y contraste purificar y profundizar la comprensión del ser franciscano. b) Claridad sobre lo elemental en la formación del hermano menor Hoy, lo que más dificulta la formación franciscana es la multiplicidad de teorías, ideas y opiniones provenientes de diferentes sectores, situaciones, exigencias, expectativas e ideologías sobre cómo debe ser el hermano menor hoy. En otras palabras, la formación franciscana parece ser demasiado vasta. Cuando en el sector de la formación franciscana las cosas son demasiado vastas e indeterminadas, fácilmente se crea confusión, ya que en la indeterminación cualquier opinión, aunque sea irrelevante, irreal o incluso contradictoria, parece tener sentido y razón. Cuando no hay claridad sobre la formación franciscana ni programas claros para las diversas etapas, fácilmente en una Provincia surgen grupos de hermanos con ideas antagónicas, en donde cada uno trata de «adueñarse» de la formación. Acumular ideas sobre la formación franciscana y ponerlas en común, querer aplicarlo todo sin una orientación clara, sin un examen profundo y una confrontación crítica, puede entrañar el riesgo de perderse o de dispersarse en intentos infructuosos, con el peligro de arruinar lo poco que tal vez ya se había logrado. Tanto los formadores como los formandos en una Fraternidad provincial necesitan una dirección clara y una orientación firme. Ser claro, firme, no es sinónimo de ser fijo, estático. Una dirección clara es una orientación que tiene fundamento y se basa en lo esencial, como ya he dicho antes a propósito de la profundización y de la radicalización. La claridad del qué y del cómo hacer en la formación franciscana, sólo se puede tener mediante la búsqueda sincera, profunda y radical de la identidad franciscana. Pero surge una duda: ¿es posible hoy tener o determinar una tal orientación básica o común? Para este argumento os invito a considerar la relación que presenté a los Maestros de Novicios (cf. Sel Fran n. 53, 1989, 165-181, y este mismo sitio web); aquí me contentaré con algunas rápidas indicaciones. Por numerosas que sean las ramas de un árbol, por numerosas que sean las ramas de los árboles vecinos y por numerosos que sean los parásitos que allí se encuentren, las ramas de un determinado árbol encuentran su origen único y común a través del tronco en sus raíces. Lo mismo sucede con una comunidad de personas, como la Fraternidad de nuestra Orden, organizada en tantas Fraternidades provinciales, «dispersa» en tantas situaciones y realidades en las fraternidades locales, que, a pesar de la diversidad, tiene una grande, profunda y unitaria inspiración común, con una historia bien fundamentada y arraigada a través de los siglos. Por este motivo, por muy enmarañados que estemos con perspectivas y situaciones diferentes, y por confusas que sean las opiniones y pareceres, nuestros o de los demás, sobre nosotros mismos, si logramos aquietarnos y sondear profundamente nuestra «memoria», nuestra raíz histórica, es decir, nuestra inspiración originaria y las sanas tradiciones de la Orden, encontraremos una presencia, una evidencia dinámica, viva, operante que nos permitirá obtener una orientación clara, duradera y actual sobre el ser franciscano hoy. En verdad, cada fraternidad, cada hermano, en el ser franciscano pertenece a la secular experiencia franciscana y participa de una inspiración, un «saber», un «positum» que no se logra codificar del todo, pero que tenemos en nosotros mismos, en nuestras fraternidades, como un «sentido común», como un «olfato» que nos orienta en el ser hermanos menores hoy, y que nos ha sido transmitido por la «memoria» histórica, por el hecho de pertenecer a la Orden en una Provincia determinada (que, por supuesto, también tiene su propia historia y su tradición). Es un saber muy propio que está presente y actuante en la vivencia y en el uso de lo cotidiano y que es el saber de una grande y bien vivida experiencia: nuestra historia (Tradición). Saber siendo es, por tanto, un conocimiento que puede y debe ser «intuido» en nosotros mismos, en la medida en que estamos siendo. La Orden franciscana, al ser Fraternidad, en la pertenencia viva y dinámica a una Tradición actuante y operante, es la presencia (conocimiento) concreta y viva de su propia identidad. Así, nosotros mismos, al ser profunda y radicalmente franciscanos, somos la presencia de la grande y bien vivida experiencia franciscana hoy y tenemos el cometido y la responsabilidad, especialmente como formadores, de vivir esta identidad que es la vida propia de la Orden y su misión. Este «saber», esta presencia de la identidad franciscana, de la que somos portadores, no es otra cosa que el espíritu franciscano: el soplo vital del «saber» acerca del ser franciscano, codificado en las fuentes, en los escritos de los místicos clásicos, en las obras de teología, en las Constituciones Generales, operante en las oraciones y en los usos cotidianos; palpitando en las actividades y en las empresas de la Orden, a través de los tiempos y en las más diversas situaciones y culturas. El espíritu franciscano, el hilo conductor de la historia y de nuestra presencia hoy en la Iglesia y en la sociedad -no formado por la suma de opiniones o de intereses, sino por la vitalidad y el empeño por ser fieles-, nos da la claridad, la orientación segura y bien fundamentada de cómo y qué hacer en la formación franciscana hoy. Un programa formativo que no esté inspirado en las Fuentes y no esté orientado a fortalecer este mismo espíritu franciscano, no puede ser calificado como de formación franciscana. Por esto, como ya he dicho antes, no es acumulando ideas, multiplicando actividades, adquiriendo ciencia que seremos conducidos a la verdad del ser franciscano. El espíritu franciscano se adquiere mediante la escucha obediente de la Iglesia, de la Orden, de la Fraternidad provincial, de la vida propia del ser franciscano que palpita en la vida y en el uso cotidiano de las fraternidades, y en la asimilación e interiorización de aquellos valores auténticos, elementales, que han sido cultivados en la Orden desde sus orígenes. Adquirir el espíritu franciscano, asimilar e interiorizar los valores franciscanos elementales es un trabajo paciente, que exige un constante esfuerzo común de la fraternidad, sea ésta formadora o no, y de cada hermano formando que se dedica con mucha buena voluntad a trabajar sobre sí mismo, a trabajar su corazón. Es necesario un trabajo intenso y continuo, una gran disciplina, mucha ejercitación, un largo aprendizaje. Se trata de una formación ponderada, que trata de ser y de tener en cada realidad y situación un corazón, un modo de ser inconfundible que nos identifica con lo esencial del ser franciscano. Este trabajo formativo de adquirir el espíritu franciscano se hace en lo cotidiano de nuestra vida franciscana. Esta formación se realiza: -- allí donde se leen las Fuentes franciscanas, estudiándolas, meditándolas y asimilándolas con la reverencia, amor e interés del discípulo; -- allí donde se vive la Regla y las Constituciones Generales con todo el amor y la dedicación de quien sigue su vocación humildemente, con corazón contrito y lleno de gratitud; -- allí donde se sirve a la Iglesia, a los pobres y a los hermanos, con la conciencia de ser un siervo inútil, sujeto a toda criatura, y restituyendo al Señor todos los bienes con un corazón libre y gozoso. Dicho en palabras simples: en la formación franciscana debe existir la claridad de lo elemental franciscano, es decir, de aquellas actitudes de que la «memoria» histórica está llena y que el sentido común, de lo cotidiano, reconoce como inconfundiblemente franciscanas. Para recordar cuáles son estas actitudes franciscanas que deben ejercitarse y adquirirse para perfeccionar la formación, sirve como ejemplo la descripción que san Francisco hace del buen hermano menor: «El bienaventurado padre Francisco, en cierto modo identificado con los santos hermanos por el amor ardiente y el celo fervoroso con que buscaba la perfección de los mismos, pensaba muchas veces para sus adentros en las condiciones y virtudes que debería reunir un buen hermano menor. Y decía que sería buen hermano menor aquel que conjuntara la vida y las cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de la cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados de fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85). c) Confirmación de la primera afección, cordialidad del discipulado Valiosa es la orientación de la Santa Sede cuando afirma en el documento «Orientaciones sobre la formación en los Institutos Religiosos», 56: «Este tiempo de profesión temporal tiene, pues, por objeto consolidar la fidelidad de los jóvenes profesos, independientemente de las satisfacciones con las cuales la vida cotidiana "en seguimiento de Cristo" pueda o no gratificarles». En efecto, el seguimiento de Cristo, en el que hemos sido iniciados durante el tiempo del Noviciado (y del Postulantado), es un encuentro. Y sabemos que no existe un encuentro sin afección. Tratándose de una búsqueda tan particular como es el encontrar el camino del seguimiento de Jesucristo, no es posible recorrer este camino decisivo y perseverar en él sin una grande afección. La afección de un encuentro nunca viene de nosotros mismos como poder o arbitrio de nuestra propia voluntad. Es ya el don del propio encuentro. En el seguimiento, Jesucristo nos ha amado primero. La devoción, la afección del seguimiento la recibimos del Señor. Es, pues, necesario recibirla, conservarla, cultivarla y hacerla crecer hasta una emoción entrañable y dinámica, hasta un sentimiento profundo y fuerte, hasta una cordialidad constante, efectiva y fiel, arraigada en la evidencia de la fe y generosidad de la búsqueda del discipulado (cf. mi Relación a los Maestros de Novicios, Sel Fran n. 53, 1989, pp. 171 y 175). La afección inicial se manifiesta como atracción, fascinación, entusiasmo, que puede ser más o menos intensa, que puede ser una pasión pasajera, que puede manifestarse como una especie de sueño, de utopía, de aventura, etc. Es, pues, necesario conducir la afección inicial a alimentarse, poco a poco y en medida creciente, de las confrontaciones reales y más radicales de la vida, a purificarse a través de las luchas, las dificultades, a lanzarse generosamente a las fatigas de las conquistas, para que se vuelva cada vez más clara, sobria, firme y al mismo tiempo cada vez más intensa, generosa, equilibrada, constante y fiel. Transformar la afección inicial en una voluntad (decisión) bien templada, capaz de mantenerse firme en las luchas, en los sufrimientos, en las contradicciones y contrariedades de la vida; transformarla en una voluntad capaz de amar, en cuerpo y alma, para toda la vida y por toda la eternidad, al Señor y Maestro, al que se quiere seguir en todo y por doquier. Este proceso de madurez de la afección inicial del seguimiento es un proceso muy especial, específico de la vida de seguimiento. Por eso no puede sustituirse o confundirse con otros procesos comunes de maduración de la afectividad psicológica. La transformación y el crecimiento de la afección inicial del discípulo no es un mero proceso terapéutico. No es, pues, sólo un proceso de recuperación de la normalidad de la salud afectiva; ni tampoco un simple desarrollo de la personalidad en el sentido de la psicología. No es, por tanto, una «realización afectiva», no se trata de «pedagogía», de «psicología», de «terapia», si bien estos elementos ocupan un lugar importante en la formación, aunque no fundamental. Y aquí cabe preguntarse el porqué de la merma del fervor, de la afección inicial de la vocación sobre todo en el segundo y tercer año después de la primera profesión. Considero que la transformación, el crecimiento y la maduración de esta afección inicial del seguimiento, que sin duda necesita y exige una atenta y adecuada madurez humana y afectiva, es un camino de fe y, por lo mismo, un proceso de maduración del «corazón», del «espíritu»: un proceso de conversión, en definitiva. Este proceso, que se inicia decididamente en el Noviciado, con una neta y libre decisión -respuesta personal- de seguir a Jesucristo según el estilo de vida evangélica vivido por san Francisco, debe intensificarse, fortalecerse, perfeccionarse durante el tiempo de la profesión temporal. Personalmente estoy convencido de que la maduración del espíritu a través de un camino de fe y de generosidad es determinante en el proceso de madurez humana y afectiva. Así como en el Noviciado, del mismo modo durante el tiempo de la profesión temporal el cometido principal de la formación franciscana, a través de la vida propia de la Orden, es el de continuar la intensificación y la confirmación de la afección inicial en la zarza ardiente que atrae y cautiva a Moisés: el encuentro con el Tú Absoluto, donde Dios nos visita, nos habla y nos revela su designio de Amor. Madurar en sí el mismo camino de conversión de san Francisco: es en el sueño, en el ideal de caballero, en el encuentro con el leproso, que el Señor lo visita y le transforma lo amargo en dulzura y suavidad, y lo que era atrayente y dulce en amargo; que el Crucifijo le habla y él se rinde decididamente al Amor de aquel que siempre lo había guiado. Trátase de un proceso de crecimiento que confirma la afección inicial en una respuesta personal, en una decisión existencial, libre y generosa para adquirir la perla preciosa, es decir, la gracia de dar la propia vida, de morir a sí mismo para seguir únicamente al Maestro y Esposo, al Amor amado del Padre: Jesucristo pobre y crucificado. La afección inicial, que tal vez no era muy clara y que aun podría ser una prolongación del propio «yo», se confirma decididamente como llamada del Señor, inspiración del Espíritu. Esta confirmación y maduración de la llamada y revelación del Señor, que exige un tiempo largo y un grandísimo trabajo personal, no puede ser considerada como algo privado, sino como lo esencial del programa de formación durante todo el tiempo de la profesión temporal que debe preparar al hermano para la emisión de la profesión solemne. 5. Lo «elemental» de la formación franciscana En cualquier tipo de formación se emplea un largo tiempo y mucha energía para aprender y asimilar lo «elemental» (lo básico), que es el fundamento y base de todo lo que se construye o se elabora después. Cuanto mayores son las exigencias de una «profesión» y cuanto más difícil y arriesgada es una tarea que se debe cumplir, tanto más debe ejercitarse lo que es elemental, lo básico, de modo que esto sea bien asimilado y que, en lo posible, llegue a ser parte integrante del propio ser. Lo elemental se aprende y se asimila mediante comprobados ejercicios básicos que con el tiempo y después de mucha ejercitación dan la disposición, la habilidad, la resistencia (vigor) y la intuición para asumir y realizar la misión. En el caso de nuestra vida franciscana hay también «ejercicios elementales» que nos dan la habilidad, fuerza y disposición necesarias y útiles para todo lo que debemos hacer en las más diversas y variadas situaciones. Entre estos elementos básicos del ser franciscano podemos mencionar, entre otros, la habilidad, el vigor, la disposición para meditar, para guardar silencio, para concentrarse en la soledad, para estar solo consigo mismo y con Dios, lo que llamamos espíritu de oración y devoción, espíritu de obediencia y minoridad, espíritu de servicio y de trabajo, espíritu de fraternidad, ser pacíficos y humildes, respeto para con todos, sensibilidad por las cosas pequeñas y sencillas, atención y espíritu de misericordia para con los hombres, especialmente los pobres, mansedumbre y pureza de corazón, etc. Dicho de otro modo, todos los elementos que los «antiguos» llamaban virtudes, es decir, aquellas fuerzas del espíritu (humano-divinas) que deben estar presentes, operantes en todas nuestras actividades y acciones. La adquisición de esta «habilidad» elemental, el ejercicio para integrar esta habilidad del ser franciscano como si fuera parte de uno mismo es fundamental para cualquier cosa que uno esté llamado o invitado a hacer y para cualquier actuación nuestra en el mundo de hoy. Esté uno donde esté, haga lo que haga, para actuar como hermano menor su acción debe estar dinamizada, colmada de esta fuerza espiritual, como la fraternidad, la humildad, la sabiduría, la paciencia, el coraje, etc. Lo característico del ser franciscano sólo es posible en la medida en que se haya adquirido esta habilidad, este corazón, estas virtudes franciscanas. El tiempo privilegiado para ejercitar y adquirir lo elemental franciscano es justamente la formación inicial. Por eso, el programa formativo debería establecer para cada etapa no sólo los ejercicios que hay que hacer sino también el tiempo y sus modalidades. Durante la etapa del Noviciado todo se hace de manera concentrada y más dirigida hacia una confrontación consigo mismo y con Dios, tal vez haciendo uso de ejercicios especialmente previstos para introducir al novicio en la vida franciscana. Durante el tiempo de la profesión temporal, sin duda que se debe continuar y profundizar la confrontación personal consigo mismo y con Dios, pero mediante una confrontación directa con lo cotidiano de la Fraternidad provincial, de la Casa de formación, de los trabajos y servicios, de los estudios, etc. El tiempo de la profesión temporal, al mismo tiempo que es un período de tirocinio, debe caracterizarse por la responsabilidad de ser y vivir como hermano menor con autonomía propia. El formando debe aprender a ser adulto, debe aprender a discernir y a hacer cualquier cosa con el rigor del espíritu franciscano. Por eso, no se trata tanto de un multiplicar las actividades, los cursos, los estudios, sino más bien de confirmar y profundizar lo elemental del espíritu franciscano en la fidelidad a lo cotidiano de la vida y misión de la Orden. Y dado que lo elemental de la vida franciscana es vivido en fraternidad, este período de la formación debe transcurrir necesariamente en una fraternidad expresamente formada, en donde haya tiempo y hermanos que, con verdadero amor y empeño cordial, cultiven y vivan los valores fundamentales de nuestra vida franciscana. Se necesita, por tanto, una fraternidad formativa real, con un mínimo necesario de hermanos profesos solemnes, que permita a los formandos la ejercitación auténtica de lo elemental. 6. Preparación para la emisión de la profesión solemne Las Constituciones Generales, al determinar lo elemental que debe hacerse durante el tiempo de la profesión temporal, añaden: «... et fratres se praeparant ad professionem sollemnem emittendam», «además, los hermanos se preparan para emitir la profesión solemne» (art. 157). Por el hecho de que no se da ninguna indicación específica o programática sobre esta preparación para la emisión de la profesión solemne, existe el peligro de entenderla como una preparación privada, «espiritual-personal» del formando para la profesión solemne. Así, tendríamos, más o menos, de una parte, la preparación objetiva de la habilitación «profesional» para la Orden, la Iglesia y la sociedad, y de otra parte, la preparación para disponerse piadosa y subjetivamente para el acto personal, íntimo de la entrega por medio de la profesión solemne. En base a cuanto hemos dicho anteriormente, es necesario entender la preparación para la profesión solemne como una preparación decisiva de intenso trabajo de determinación, radicalización y conversión, para habilitarse oficial y públicamente para el seguimiento de Cristo según el estilo propuesto y vivido por san Francisco, seguimiento éste que es la vida y la misión de nuestra Orden. Pero una vez más nos preguntamos para qué recordar algo tan conocido, que todas las Provincias practican como algo naturalmente obvio en nuestra vida franciscana. Aquí cabría preguntarse: si esto es tan obvio, entonces ¿por qué en la praxis formativa existe tan poca claridad y rigor en las etapas formativas? ¿Por qué al término de cada etapa no hacemos la debida confrontación de las motivaciones y decisiones, la correspondiente evaluación sobre la idoneidad adecuada para el seguimiento de Cristo, es decir, la vida y la misión de la Orden? ¿Por qué dejamos que los formandos sigan adelante con problemas no resueltos y no integrados de naturaleza afectiva, psicológica, de convivencia social, de fe, problemas éstos tan elementales que les impiden cualquier crecimiento auténtico de vida espiritual y vocacional? ¿Por qué llenamos el tiempo de la profesión temporal con actividades que no corresponden verdaderamente a la formación franciscana o con una apurada preparación profesional, dejando de lado la concentración y el tiempo tan importante y necesario para la interiorización, para el encuentro y la confrontación personal con Dios y con los hermanos, para la maduración de lo elemental franciscano, sin lo cual todas las demás actividades o decisiones no tendrán la dinámica y el vigor propio del espíritu franciscano? Cuando no se presta la debida atención, acontece que, en la práctica, el único tiempo concentrado de trabajo intenso y serio sobre sí mismo para el seguimiento de Cristo es el Noviciado. Después, la profundización en el espíritu franciscano, la confirmación cordial y generosa de la vocación son dejadas a la iniciativa particular y personal de cada uno. Si la vida propia de la Orden y su misión consistieran en ser un agente de pastoral, un párroco, un profesor, un trabajador especializado, obrero, o en tener una espiritualidad del tipo «movimiento espiritual», entonces sí podría bastar solamente el Noviciado. Pero si consideramos que nuestra vida es un compromiso público y que habilitarse en cuerpo y alma para el seguimiento de Cristo según el estilo de san Francisco es la misión propia de la Orden, y que esto debe vivirse como proyecto de una nueva humanidad en Cristo, entonces la formación que se debe impartir durante el Noviciado no basta. El Noviciado es un inicio que debe ser posteriormente intensificado, radicalizado y confirmado con un trabajo de formación bien consciente y programado de modo que el formando pueda llegar a la profesión solemne con la debida aptitud para asumir con decisión y generosidad nuestro género de vida. Por este motivo, durante el tiempo de la profesión temporal, la preparación para la profesión solemne requiere: a) Conocimiento del carisma franciscano Antes de emitir la profesión solemne, el formando debe saber «de memoria», es decir, tener en el corazón, los derechos y deberes del ser hermano menor, saber dar razón de lo que hace o no hace, saber ser y actuar, saber vivirlo todo, tanto su vida personal como su vida fraterna, su vida privada como la «social», como alguien que ha decidido verdaderamente, como vocación y profesión de toda su vida, seguir a Jesucristo según el estilo de san Francisco. En otras palabras, el formando debe conocer profundamente cuál es la grandeza y las exigencias de la vocación franciscana, para poder asumir definitivamente este estilo de vida en la fraternidad de los hermanos menores con madurez humana, con gran entusiasmo y generosidad. No se trata, entonces, de un mero conocimiento intelectual-teórico, sino de un conocer real que es conformar el corazón y la mente con el modo como san Francisco vivió su propia vocación, siguiendo con gran amor y generosidad a Jesucristo pobre y humilde. Para lograr este conocimiento es necesario dedicarse a una lectura constante y meditada de los escritos de san Francisco y, como él, leer continuamente las Sagradas Escrituras, en donde alimentamos nuestra vocación a una vida evangélica vivida radicalmente, como nos lo relata san Buenaventura: «Francisco leía algunas veces los libros sagrados, y lo que una vez se había depositado en su alma, se grababa tenazmente en su memoria; no en vano percibía con el atento oído de su mente lo que después rumiaba sin cesar con devoción y afecto» (LM 11,1). Y en sus últimas exhortaciones a los hermanos, en la hora de su tránsito, nos dice Celano, recomendó «el santo Evangelio por encima de todas las demás disposiciones» (2 Cel 216). Para lograr este conocimiento es también necesaria una adecuada madurez humana y espiritual, en el sentido de vivir con decisión y libertad, con plena autonomía y responsabilidad, las exigencias y compromisos del hermano menor ya durante el tiempo mismo de la profesión temporal. Se trata de un conocer que, por una parte, es aprender intelectualmente y, por otra, es aprender en la vida real el compromiso y la vocación como hermano menor en las situaciones concretas de lo cotidiano. b) Programa formativo Se necesita, por tanto, un proyecto formativo que considere la formación en el espíritu franciscano para la profesión solemne como una prioridad y una responsabilidad del trabajo personal y común de la formación durante el tiempo de la profesión temporal. Este programa formativo debe estar sólidamente basado en lo esencial del carisma franciscano, que debe inspirarse profundamente en el libro de los Evangelios, en los Escritos de san Francisco y en su estilo de vida. El programa de formación franciscana para esta etapa debe estar centrado en la preparación para la emisión de la profesión solemne, y de ninguna manera puede ser equiparado o confundido con el programa de formación para los ministerios con vistas a la Ordenación sacerdotal. Para esto es necesario un programa diferente, de acuerdo con las directivas de la Iglesia y de las respectivas Conferencias episcopales. Cada Fraternidad provincial, según las orientaciones de las Constituciones Generales y los Estatutos Generales y Particulares, debe elaborar su propio programa de formación franciscana, donde se establezcan las líneas de toda la formación inicial hasta la profesión solemne, e incluso de la formación permanente para todos los hermanos. Esto favorece un proceso unitario, común y estable en la formación, y garantiza una buena y sólida preparación para la profesión solemne. Cuando en una Provincia no existe un adecuado programa formativo, la formación se presenta como algo inestable, siempre provisional, siempre en discusión, con el riesgo de que los hermanos o los formadores se dividan en grupos distintos y cada uno busque imponer «su» línea formativa. Cuando se produce una situación semejante, los formandos no pueden asumir con seriedad su propia formación, se vive en un estado de confusión y de superficialidad, con el riesgo de que muchos abandonen la Orden, o incluso emitan la profesión solemne sin la debida seriedad. Y, por último, es muy importante que el programa formativo, elaborado a nivel provincial, sea respetado y asumido por todos los hermanos de la Provincia, una vez que éste haya sido aprobado. c) Sentido de pertenencia a la Provincia y a la Orden Muy acertado es el art. 139, 1 de las CC.GG.: «Para emprender una formación adecuada, tome conciencia la Fraternidad provincial de que ella misma es una comunidad formativa, en cuanto que el testimonio de vida de todos los hermanos tiene importancia capital para promover los valores franciscanos en todos sus miembros». La verdad de este parágrafo está fuera de discusión. La Provincia que tiene jóvenes formandos se encuentra ante un continuo desafío. Cada uno de los hermanos y toda la fraternidad son provocados a renovarse y a dar testimonio de los valores franciscanos. En este sentido se puede afirmar que la formación permanente es la base de la formación inicial. Pero yo veo en este parágrafo otro aspecto importante para la formación. Cada Provincia debe constituir una verdadera fraternidad, en donde cada hermano tenga un vínculo «familiar» de pertenencia. Sin duda el espíritu de comunión fraterna favorece el sentido de pertenencia a la Provincia y favorece también la unidad de la Orden. El joven formando, iniciado en la vida franciscana, debe crecer, durante el tiempo de la profesión temporal, en la conciencia de pertenencia a un nuevo grupo, con un proyecto de vida propio y bien determinado, que es la vida religiosa franciscana. Esta pertenencia sólo se adquiere a través de una larga convivencia, cultivada y asumida como vida común de la Orden y de la Provincia. Sin el cultivo de la pertenencia a la Orden y a la Provincia -pertenencia ejercitada, asumida, real, concreta y familiar-, el formando o el hermano que ya ha emitido su profesión solemne hace algunos años, ya no sabe más por qué y para qué debe pertenecer a la Provincia y a la Orden, y se vuelve un miembro alienado, descontento, incapaz de perfeccionar la formación franciscana iniciada en el Noviciado. Así, en la práctica, pertenece a un grupo diferente, a otra comunidad, a otro proyecto de vida distinto del franciscano. Por eso, cuando, durante el período de la formación inicial, los formandos viven en fraternidades en donde no se vive una vida religiosa franciscana «regular», como es el caso de ciertas parroquias o ciertas fraternidades no estables, en las que el tipo de trabajo hace que la vida fraterna común sea casi imposible, se corre el riesgo de perjudicar la formación del joven hermano que se prepara para la emisión de la profesión solemne. Así pues, para crecer en la madurez y en la cordialidad franciscana, es muy importante cultivar, especialmente durante el período de la profesión temporal, la estima y la conciencia real de pertenecer a la Provincia y a la Orden; y esto, no sólo en el sentido de vivencia comunitaria o de pertenencia jurídico-institucional, sino sobre todo como pertenencia humana y espiritual a una raíz familiar, es decir, que cordialmente participa y asume las vicisitudes y las virtudes como una herencia preciosa que debe ser trabajada. d) Fraternidad formativa y formadores Al referirme a la formación franciscana después del Noviciado como a un «perficere», decía que durante esta etapa, tal vez más que en el Noviciado, es necesaria la constitución de una fraternidad estable y bien formada, en donde el Maestro pueda realizar un seguimiento sabio y realista de los formandos. Considerando que éste es uno de los temas que será estudiado durante este Congreso, me limito a una rápida referencia sobre algunos puntos que considero importantes. La importancia de una fraternidad formadora, en función de la preparación para la profesión solemne, es evidente. Los formandos deben poder integrarse y vivir en una fraternidad real, que tenga una cierta calidad de vida franciscana y en donde, más que en las otras fraternidades, exista una búsqueda constante de conversión evangélica y de vivir en fraternidad, con entusiasmo y generosidad de espíritu, el estilo de vida del hermano menor como nos lo pide san Francisco. La fraternidad formadora tiene su razón de ser en sí misma (y no sólo en función de los formandos) como un agente animador de la vida y de la formación franciscana en toda la Fraternidad provincial. Es absolutamente necesario, por tanto, que sea una fraternidad con más de uno o dos hermanos de profesión solemne que permita el ejercicio de los diferentes roles que deben existir (Guardián, Maestro, Ecónomo, etc.); una fraternidad con un ambiente tal que favorezca y garantice una buena formación, en donde exista un clima de serenidad y de diálogo. Sería dañino para los jóvenes formandos tener que vivir en una fraternidad inestable o en un ambiente de continuos conflictos o en una fraternidad que es objetada por los hermanos de la Provincia. Es un hecho muy positivo el que en la Orden se esté dando cada vez más importancia al «coetus formatorum» en las Casas de formación (cf. CC.GG. 140) y que el Maestro de hermanos de profesión temporal sea elegido con un cuidado y responsabilidad mayores. Es también positivo el hecho de que se esté superando toda una corriente que tendía a relativizar la importancia y el rol del Maestro en el acompañamiento de los formandos. Por su parte, los hermanos llamados a prestar el servicio de Maestros, o alguna otra responsabilidad específica en la formación, deben asumir su cometido con buena voluntad y con espíritu de alegre servicio a sus hermanos formandos. Este es un servicio humilde, paciente y discreto, y para ello se necesitan hermanos con un gran espíritu de generosidad. Los hermanos Maestros y aquellos expresamente designados para el servicio de la formación deben tener la debida preparación y el tiempo necesario para convivir, acompañar y orientar a cada uno de los jóvenes formandos en su preparación para la profesión solemne. Además de una preparación humana e intelectual, el Maestro debe ser un hombre de una profunda fe, con un conocimiento experiencial de Dios en la oración, con una sabiduría derivada de la escucha atenta de la Palabra de Dios, y tener un profundo amor por la vida evangélica de san Francisco. Formar bien en el espíritu franciscano para la profesión solemne es una responsabilidad para con el profesando y para con la fraternidad, porque es un derecho del hermano en formación inicial y porque cuanto más éste conozca y haya interiorizado el espíritu franciscano tanto más oportunidad tendrá de vivir plenamente, con alegría y generosidad, humana y espiritualmente, su vocación. Formar bien en el espíritu franciscano es también una responsabilidad común, tanto del Maestro y del «coetus formatorum» como del Ministro Provincial. Al Ministro provincial, y solamente a él, consultado su Definitorio y oído el parecer del Maestro, del «coetus formatorum» y de los hermanos profesos solemnes de la Casa, le incumbe el deber y la responsabilidad de admitir a un hermano a la profesión solemne (cf. CC.GG. 159,2; EE.GG. 88,3). Este acto jurídico, por el cual un hermano se incorpora definitivamente en la Fraternidad, exige de parte de los Maestros y formadores una concienzuda responsabilidad en conocer bien al candidato, en presentar con toda honestidad los informes al Ministro provincial; y el Ministro, por su parte, debe confiar en los informes del Maestro y formadores, debe tener, él personalmente, suficiente conocimiento de cada uno de los candidatos que admitirá a la profesión solemne. En efecto, si se admite a un hermano a la profesión solemne sin la debida preparación, se corre el peligro de admitir a alguien que tal vez no está en condiciones de vivir la vida y la misión común a todos; sucede que él mismo se siente insatisfecho, no se encuentra bien y no se identifica con la fraternidad, y ésta, a su vez, difícilmente podrá vivir plenamente su misión propia en la Iglesia y en el mundo. Si esto es así, no se habrá cumplido plenamente el cometido de la formación inicial. Conclusión Muy sabiamente la Iglesia, en el Concilio Vaticano II, afirma en el Decreto «Perfectae caritatis», n. 18: «La adecuada renovación de los institutos depende en grado máximo de la formación de sus miembros». La Orden, en los últimos 25 años, ha dedicado gran parte de sus esfuerzos a estudiar, reflexionar y experimentar los criterios y contenidos de lo que debía ser la formación franciscana. El tiempo de reflexión y de investigación no acaba nunca. Pero con las Constituciones Generales aprobadas, es nuestra responsabilidad individualizar los principios y los criterios basilares de la formación franciscana en la Orden hoy, para poder caminar con claridad y firmeza, evitando así peligrosas inseguridades. Por eso estoy convencido de la necesidad de terminar la elaboración de la «Ratio Formationis Franciscanae», cuya preparación comenzara hace ya cuatro años por parte del Secretariado General para la Formación y los Estudios junto con los formadores de toda la Orden. Veo la necesidad y la importancia de la «Ratio» -que pretende exponer el motivo, el fundamento, el principio orientativo y el sentido último de la vida y de la formación franciscana- para poder, por una parte, dar unidad, coherencia y gradualidad a la formación, y, por otra, identificar y comprender los contenidos esenciales del carisma franciscano para el mundo de hoy. Esta relación que hoy dirijo a vosotros, Maestros y responsables de la formación de todos los hermanos de profesión temporal de la Orden, la dirijo también a todos los Ministros y hermanos de la Orden, con la esperanza de que cada uno tome mayor conciencia de su respectiva responsabilidad en este quehacer vital para la vida y misión de nuestra Orden. Si vosotros fuisteis convocados para participar en este Congreso, ello no se debió simplemente al esfuerzo del Secretariado General para la Formación y los Estudios, sino que es parte de mi personal responsabilidad como Ministro General, a quien, con su Definitorio, corresponde regir y velar por la formación en la Orden (cf. CC.GG. 134). Para concluir, permitidme recordaros, una vez más, el principio fundamental que debemos tener siempre presente: la vida del hermano menor, y por consiguiente la formación franciscana, consiste en el discipulado, en el seguimiento de Jesucristo pobre y humilde. Esta es nuestra vida y nuestra misión de hermanos menores. Esto es lo que debemos aprender y vivir a partir de los Evangelios y de los Escritos de san Francisco. San Francisco, que en su última voluntad a santa Clara afirmaba: «Quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1), es y debe ser siempre el modelo de la vida y de toda la formación franciscana. De hecho, a partir del ejemplo de la vida de san Francisco y de sus escritos se puede constatar que la pobreza y la humildad de Jesucristo es lo que debe caracterizar nuestro seguimiento, como lo expresa muy bien en el primer capítulo de la Regla no Bulada, con especial atención al texto del evangelista san Mateo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,24-25). Así pues, toda nuestra vida y formación debe caracterizarse sobre todo por lo siguiente: 1) seguir a Jesucristo, «ir en pos de Él» a la manera de san Francisco; 2) cargar con la cruz, «tomar su cruz»: aprender más y más a negarse a sí mismo, vencer el propio «yo», aprendiendo así a abnegarse en favor de los demás, por el Reino de los Cielos; 3) querer libre y generosamente, a través de una límpida decisión interior y una plena madurez humana, «perder su vida» por amor de Jesucristo. La formación franciscana consiste, pues, en ayudar al hermano menor a crecer, bajo el impulso del Espíritu Santo, en su propósito de seguir más de cerca a Jesucristo según la forma de san Francisco. La formación pretende desarrollar, profundizar, fortalecer esta afección primaria, y requiere un conocimiento de sí mismo, de las circunstancias reales del mundo de hoy, y, por supuesto, un conocimiento profundo de san Francisco y de Jesucristo. En una palabra, la formación -en palabras de san Pablo- tiene el siguiente cometido: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12,2), «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). [Juan Vaughn, Ministro General OFM, La formación franciscana durante el tiempo de la profesión temporal, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XIX, n. 57 (1990) 349-374] |
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