Saludo de
Bienvenida
La Palabra se hizo carne, y acampó
entre nosotros
(Jn 1,14)
El Ministro y los Definidores generales
de la Orden de Hermanos Menores (OFM)
saludan a todos los Hermanos deseándoles todo bien
«en Aquel que nos redimió» (CtaO 3)
Nos es grato saludaros mientras nos
preparamos con alegría a celebrar el gran Jubileo de la
Encarnación de Jesús, ocasión singular para hacer fiesta y
dar gracias al Padre por el don de su Hijo, y momento propicio para reflexionar
y examinar nuestra vocación.
Nos es todavía más grato por
el hecho de hacerlo desde el valle de Rieti, que expresa las dos dimensiones
del año jubilar. El valle de Rieti, en efecto, es el lugar donde
Francisco revivió visiblemente el misterio del nacimiento del Salvador y
donde tuvo la gracia de transformar en Regla la forma de vida que el
Señor le inspiró.
Hemos venido aquí para verificar el
camino recorrido durante los dos primeros años de nuestro servicio. En
nuestros momentos de oración y de diálogo ha emergido con fuerza
la memoria de lo que Dios ha hecho y sigue haciendo en nosotros y por medio de
nosotros. Y hemos comprobado con alegría que, no obstante las
dificultades que siente la Orden, tenemos muchos motivos para bendecir y dar
gracias al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo por todos los Hermanos,
de ayer y de hoy, jóvenes y ancianos, que se mantienen fieles en su
esfuerzo diario por dar testimonio del Evangelio, incluso en la
tribulación y en la persecución, en la enfermedad y en la
tentación. También ha emergido con fuerza el recuerdo de
cómo Francisco respondió con radicalidad al don de Dios.
De ahí ha brotado en nosotros la pregunta sobre cómo podemos,
hoy, caldear nuestra respuesta con ese mismo espíritu
profético.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo... (2 Cor 1,3)
En la vigilia del Jubileo del año
2000, en el que recordaremos el acontecimiento central de la historia de la
humanidad, la encarnación de la Palabra de Dios, os pedimos a todos que
os unáis a nuestra acción de gracias por el don del Hijo
«que se nos ha dado, y nació por nosotros de camino y fue puesto en
un pesebre» (OfP 15,7). En él también nosotros hemos sido
destinados a ser hijos de Dios, bendecidos con toda clase de bendiciones y
elegidos para ser santos. Alegrémonos, pues, y exultemos, bendigamos al
Padre, que amó tanto la humanidad que, en la plenitud del tiempo,
envió a su proprio Hijo «al seno de la santa y gloriosa Virgen
María, y en él recibió la verdadera carne de nuestra
humanidad y fragilidad» (2CtaF 4).
Todos conocemos la reverencia y ternura con
que Francisco quiso celebrar la memoria de la «humildad de la
encarnación» en aquella famosa noche de Navidad de Greccio y
cómo aquella noche, «placentera para los hombres y los
animales», resplandecía «como el día». Y
cómo Francisco, «traspasado de piedad, derretido en inefable
gozo», cantó la «simplicidad, ensalzó la pobreza,
recomendó la humildad» (cf. 1 Cel 85), y celebró la
gratuidad divina manifestada en el primogénito de todas las
criaturas.
No tiene nada de extraño que fuera
precisamente en Fontecolombo, es decir, en un lugar cercano a Greccio, donde el
entusiasmo que le produjo a Francisco la contemplación de la
encarnación tomara forma concreta en la elaboración de la
Regla, con la que propone a todos los Hermanos vivir la gratuidad y la
gratitud en comunión con Dios y con todas las criaturas. Ante la cueva
de Greccio, «convertida en una nueva Belén», hemos comprendido
con mayor claridad el descubrimiento de Francisco: todo viene de Dios
y todo debe volver a Él. Esto significa que también hoy debemos
reencontrar nuestra verdadera relación con el Dios de Jesucristo, que
viene a nosotros para liberarnos de todas las esclavitudes sin exigirnos nada,
sin poner condiciones: sólo por amor y para restaurar en nosotros
nuestra identidad original de hijos de Dios. Así, libres, expropiados e
interiormente pacificados, no veremos la creación como un objeto de
conquista con el que saciar nuestra ambición de poder, de placer, de
aparecer, de tener. Seremos capaces de verla como manifestación de la
gratuidad de Dios. Ahí empieza la civilización del amor,
vivida como fraternidad universal. Como Hermanos Menores, no tenemos nada que
perder, que ganar o que comerciar. Sólo debemos dar lo que somos y que
nosotros mismos hemos recibido gratuitamente: misericordia, amor,
alegría.
Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo (Jn 20,21)
La encarnación de Jesucristo no
sólo hace posible la plena comunión con el Padre, sino que nos
hace partícipes de la misión que el Padre confió al Hijo.
Sólo existe una misión: la del Padre, que envía al Hijo, y
la del Hijo, que envía a los suyos (cf. Mt 10,1ss). Quien ha sido tocado
por la belleza del Amor encarnado, no puede vivir sin difundirlo:
«Instituyó doce, para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14-15). Desde entonces no existe
vocación sin misión. Nuestra vocación es una
vocación a la evangelización en Fraternidad. Hemos sido llamados
a estar con Jesús para construir con él la fraternidad y para
«llenar la tierra con el Evangelio de Cristo».
Escuchando el evangelio de la
misión, Francisco, todavía al comienzo de su vocación,
acoge la Palabra, la abraza sin reservas y hace de la misión la
razón de ser de la Orden naciente: «Esto es lo que yo quiero, esto
es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del
corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22a). Para
Francisco se trata de una Fraternidad que anuncia el Evangelio ante todo con la
vida, es decir, dejándose evangelizar (cf. CCGG 86), en la
conversión personal y comunitaria, renovada diariamente, al Señor
y al Evangelio. Una Fraternidad que evangeliza con el esfuerzo constante, y
nada fácil, para llegar a ser auténticos hermanos menores en el
seguimiento de Cristo, pobre y crucificado; con una disponibilidad sin
límites y una mirada atenta a las necesidades de los hermanos que el
Señor nos ha dado; en la celebración de la belleza de la vida.
Una Fraternidad que anuncia el Evangelio yendo por el mundo como peregrina y
forastera, mansa y humilde, siguiendo como criterios los valores de la
encarnación.
Comúnmente nos preocupamos por los
números, por los métodos, por la insuficiencia de medios. Como
los apóstoles, no tenemos plata ni oro que ofrecer a los numerosos
mendigos que nos tienden la mano desde la orilla del camino. Carecemos de pan y
de peces suficientes para alimentar a las muchedumbres que desfallecen de
hambre. Tampoco poseemos los instrumentos adecuados para sacar el agua capaz de
calmar la sed de tantos sedientos de justicia. A pesar de ello, Cristo es
«nuestra riqueza a satisfacción» (AlD 4). Aunque nos faltan
medios y personas, y no obstante la pobreza personal de cada uno de nosotros,
podemos decir: «Te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno,
echa a andar» (Hch 3,6).
Nuestra elección no consiste en
acumular riquezas para resolver los problemas de los hombres. Creemos que
nuestra tarea es sobre todo estar en medio de las personas y estar en medio de
ellas con simplicidad y humildad. Nuestra misión no consiste sólo
en hablar de Jesús o en transmitir doctrinas más o menos
inspiradas, sino en dar testimonio de la vida de Jesús,
reflejada como en un espejo y hecha tangible en una Fraternidad de «dos o
tres» (o también de seis o diez...), reunida y enraizada
sólo «en su nombre».
Predicó el Evangelio de
Cristo como verdadero enviado de Dios (LM 12,12)
En el paso histórico que estamos
viviendo, enraizados en Dios y en el corazón de la historia, Dios y los
hombres nos piden que convirtamos este momento en un tiempo de gracia,
cultivando la calidad de nuestra vida y la seriedad de nuestros
proyectos. Muchos son los signos de fidelidad a las grandes
cosas que prometimos en la profesión. Pero todavía queda un
largo camino por recorrer para que nuestra vida de oración se vuelva una
realidad dinámica y creativa, en la que se exprese una auténtica
experiencia de Dios. Largo es todavía el camino para que nuestras
Fraternidades se vuelvan células vivas del Evangelio, lugares
privilegiados de encuentro con Dios y con los hombres; para que nuestra pobreza
se vuelva fraternidad, compartir, solidaridad concreta con los pequeños,
los humildes y los que carecen de poder; para que nuestra opción en
favor de la justicia y la paz nos transforme en anunciadores de paz, en
defensores de los derechos de los oprimidos y en promotores del respeto a la
dignidad humana de todos los hombres (cf. CCGG 96,3).
Mientras este proceso de
transformación no haya alcanzado la plenitud, nos sentimos en camino y
consideramos urgente la llamada del Bautista a todos y a cada uno de los
Hermanos: «Preparadle el camino al Señor, allanad sus
senderos» (Mc 1,3); y sentimos que es siempre actual la exhortación
de Francisco: «¡Empecemos, hermanos...!» Jesús vino a
traer fuego a la tierra. Podemos mantenerlo vivo si nos empeñamos en
recrear la forma de vida que nos dejó el Hermano y Padre
Francisco, como herencia dinámica y maravillosa.
Tomás de Celano relata que, en la
noche de Navidad de Greccio, «el niño Jesús, sepultado en el
olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su
siervo Francisco» (1 Cel 86b). El secularismo, el consumismo, la
autosuficiencia, la indiferencia obstaculizan hoy en día la capacidad de
percibir la presencia de Dios en la historia. Nuestro espíritu de
oración y devoción, nuestra gratuidad en la pobreza y la
minoridad, nuestra solidaridad, nuestra vocación misionera pueden ser
los brazos de Francisco que, una vez más, muestra al mundo al
niño Jesús que nos ha dado el Padre, para que «el mundo
vuelva a encontrar una nueva juventud y una inesperada alegría» (1
Cel 89b).
Os deseamos a todos, queridísimos
Hermanos, que la apertura de la Puerta Santa nos introduzca no sólo en
un nuevo milenio, sino también en una nueva época en la que todos
juntos sepamos ayudarnos a mantener vivo el fuego que Cristo trajo a la
tierra.
San Francisco, que «ardía en el
fuego del amor mientras el mundo se enfriaba», interceda por nosotros y
nos bendiga.
«Benditos vosotros del Señor,
los que hiciereis estas cosas, y que el Señor esté eternamente
con vosotros» (CtaO 49).
Roma, 4 de octubre de 1999.
Solemnidad del Seráfico Padre san
Francisco de Asís.