UNA PEREGRINACIÓN DE PAZ
Juan Pablo II: Discurso en
Asís el 24 de enero del 2002
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Hemos venido a Asís en
peregrinación de paz. Estamos aquí, como representantes de
las diversas religiones, para interrogarnos ante Dios sobre nuestro compromiso
en favor de la paz, para pedirle ese don y para testimoniar nuestro anhelo
común de un mundo más justo y solidario.
Queremos dar nuestra contribución
para alejar los nubarrones del terrorismo, del odio y de los conflictos
armados, nubarrones que en estos últimos meses se han cernido
particularmente sobre el horizonte de la humanidad. Por eso queremos
escucharnos los unos a los otros: sentimos que esto ya es un signo de paz, ya
es una respuesta a los inquietantes interrogantes que nos preocupan, ya sirve
para disipar las tinieblas de la sospecha y de la incomprensión.
Las tinieblas no se disipan con las armas;
las tinieblas se alejan encendiendo faros de luz. Hace algunos días
recordé al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede que
el odio sólo se vence con el amor.
Construir puentes para
caminar juntos
2. Nos encontramos en Asís, donde
todo habla de un singular profeta de la paz, llamado
Francisco. No sólo lo aman los cristianos, sino
también muchos otros creyentes y gente que, aun estando alejada de la
religión, se reconoce en sus ideales de justicia, reconciliación
y paz.
Aquí el Poverello de
Asís nos invita, ante todo, a elevar un cántico de acción
de gracias a Dios por todos sus dones. Alabamos a Dios por la belleza del
cosmos y de la tierra, «jardín» maravilloso que confió
al hombre para que lo cultivara y conservara (cf. Gn 2,15). Conviene que los
hombres recuerden que se encuentran en un «huerto» del inmenso
universo, creado por Dios para ellos. Es importante que se den cuenta de que ni
ellos ni los asuntos por los que tanto se preocupan son todo.
Sólo Dios es todo, y al final cada uno deberá
presentarse ante él para rendir cuentas.
Alabamos a Dios, Creador y Señor del
universo, por el don de la vida, y especialmente de la vida humana, que
surgió en el planeta por un misterioso designio de su bondad. La vida en
todas sus formas ha sido confiada de manera especial a la responsabilidad de
los hombres.
Con admiración renovada cada
día constatamos la variedad con que se manifiesta la vida humana, desde
la complementariedad femenina y masculina, hasta una multiplicidad de dones
característicos, propios de las diversas culturas y tradiciones, que
forman un multiforme y poliédrico cosmos lingüístico,
cultural y artístico. Es una multiplicidad llamada a integrarse en la
confrontación y en el diálogo para enriquecimiento y
alegría de todos.
Dios mismo ha puesto en el corazón
humano un estímulo instintivo a vivir en paz y armonía. Es un
anhelo más íntimo y tenaz que cualquier instinto de violencia, un
anhelo que hemos venido a reafirmar aquí juntos, en Asís. Lo
hacemos con la certeza de interpretar el sentimiento más profundo de
todo ser humano.
En la historia han existido y siguen
existiendo hombres y mujeres que, precisamente en cuanto creyentes, se han
distinguido como testigos de paz. Con su ejemplo, nos han
enseñado que es posible construir entre las personas y entre los pueblos
puentes para encontrarse y caminar juntos por los senderos de la paz. En ellos
queremos inspirarnos con vistas a nuestro compromiso al servicio de la
humanidad. Nos alientan a esperar que, también en el nuevo milenio
recién iniciado, no falten hombres y mujeres de paz, capaces de irradiar
en el mundo la luz del amor y de la esperanza.
Dos requisitos necesarios:
la justicia y el perdón
3. ¡La paz! La humanidad
necesita siempre la paz, pero mucho más ahora, después de los
trágicos acontecimientos que han menoscabado su confianza y en presencia
de los persistentes focos de desgarradores conflictos que tienen en vilo al
mundo. En el Mensaje para el pasado 1 de enero puse de relieve los dos
«pilares» sobre los que se apoya la paz: el compromiso en favor de la
justicia y la disponibilidad al perdón.
Justicia, en primer lugar, porque
sólo puede haber verdadera paz si se respetan la dignidad de las
personas y de los pueblos, los derechos y los deberes de cada uno, y si se da
una distribución equitativa de beneficios y obligaciones entre personas
y colectividades. No se puede olvidar que situaciones de opresión y
marginación están a menudo en la raíz de las
manifestaciones de violencia y terrorismo.
Y también perdón,
porque la justicia humana está expuesta a la fragilidad y a los
límites de los egoísmos individuales y de grupo. Sólo el
perdón sana las heridas del corazón y restablece
íntegramente las relaciones humanas alteradas.
Escuchemos las palabras, escuchemos el
viento. El viento nos recuerda al Espíritu: «El Espíritu
sopla donde quiere».
Hacen falta humildad y valentía para
emprender este itinerario. El marco de este encuentro, es decir, el
diálogo con Dios, nos brinda la oportunidad de reafirmar que en Dios
encontramos la unión eminente de la justicia y la misericordia.
Él es sumamente fiel a sí mismo y al hombre, incluso cuando el
ser humano se aleja de él. Por eso las religiones están al
servicio de la paz. A ellas, y sobre todos a sus líderes, les
corresponde la tarea de difundir entre los hombres de nuestro tiempo una
renovada conciencia de la urgencia de construir la paz.
Toda religión debe
rechazar la violencia
4. Lo reconocieron los participantes en la
Asamblea interreligiosa que se celebró en el Vaticano en octubre de
1999, al afirmar que las tradiciones religiosas poseen los recursos necesarios
para superar las divisiones y fomentar la amistad recíproca y el respeto
entre los pueblos. En aquella ocasión se reconoció también
que conflictos trágicos derivan a menudo de la asociación injusta
de la religión con intereses nacionalistas, políticos,
económicos o de otro tipo. Reunidos aquí una vez más,
afirmamos que quien utiliza la religión para fomentar la violencia
contradice su inspiración más auténtica y profunda.
Por tanto, es necesario que las personas y
las comunidades religiosas manifiesten el más neto y radical rechazo de
la violencia, de toda violencia, desde la que pretende disfrazarse de
religiosidad, recurriendo incluso al nombre sacrosanto de Dios para ofender al
hombre. La ofensa al hombre es, en definitiva, ofensa a Dios. No existe ninguna
finalidad religiosa que pueda justificar la práctica de la violencia del
hombre contra el hombre.
En Cristo el amor
venció al odio
5. Me dirijo ahora en particular a
vosotros, hermanos y hermanas cristianos. Nuestro Maestro y
Señor Jesucristo nos llama a ser apóstoles de paz. Hizo suya la
regla de oro conocida por la sabiduría antigua: «Todo cuanto
queráis que os hagan los hombres, hacédselo también
vosotros a ellos» (Mt 7,12; cf. Lc 6,31), y el mandamiento de Dios a
Moisés: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Lv
19,18; Mt 22,39 y paralelos), llevándolos a plenitud en el mandamiento
nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34).
Con la muerte en el Gólgota
imprimió en su carne los estigmas del amor de Dios por la humanidad.
Testigo del designio de amor del Padre celestial, se convirtió en
«nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que
los separaba, la enemistad» (Ef 2,14).
Con Francisco, el santo que respiró
el aire de estas colinas y recorrió estas aldeas, fijamos nuestra mirada
en el misterio de la cruz, árbol de salvación regado por la
sangre redentora de Cristo. El misterio de la cruz marcó la existencia
del Poverello, de santa Clara y de muchos otros santos y
mártires cristianos. Su secreto fue precisamente este signo victorioso
del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del bien sobre el
mal. Estamos invitados a seguir sus huellas, para que la paz de Cristo se
convierta en anhelo incesante de la vida del mundo.
El compromiso prioritario
de la oración
6. Si la paz es don de Dios y tiene su
manantial en él, sólo es posible buscarla y construirla con una
relación íntima y profunda con él. Por tanto, edificar la
paz en el orden, la justicia y la libertad requiere el compromiso prioritario
de la oración, que es apertura, escucha, diálogo y, en
definitiva, unión con Dios, fuente originaria de la verdadera paz.
Orar no significa evadirse de la historia y
de los problemas que plantea. Al contrario, significa optar por afrontar la
realidad no solos, sino con la fuerza que viene de lo alto, la fuerza de la
verdad y del amor, cuyo último manantial está en Dios. El hombre
religioso, ante las insidias del mal, sabe que puede contar con Dios, voluntad
absoluta de bien; sabe que puede invocarlo para obtener la valentía que
le permita afrontar las dificultades, incluso las más duras, con
responsabilidad personal, sin caer en fatalismos o en reacciones
impulsivas.
Que Dios abra los
corazones a la verdad
7. Hermanos y hermanas que habéis
acudido aquí de diversas partes del mundo, dentro de poco nos
dirigiremos a los lugares previstos a fin de implorar de Dios el don de la paz
para toda la humanidad. Pidámosle que nos conceda reconocer el camino de
la paz y de las correctas relaciones con Dios y entre nosotros.
Pidámosle que abra los corazones a la verdad sobre él y sobre el
hombre. El objetivo es único y la intención es la misma,
pero oraremos según formas diversas, respetando las
demás tradiciones religiosas. En el fondo, también esto
entraña un mensaje: queremos mostrar al mundo que el impulso sincero de
la oración no lleva a la contraposición y menos aún al
desprecio del otro, sino más bien a un diálogo constructivo, en
el que cada uno, sin condescender de ningún modo con el relativismo ni
con el sincretismo, toma mayor conciencia del deber del testimonio y del
anuncio.
Ha llegado el momento de superar
decididamente las tentaciones de hostilidad que han existido incluso en la
historia religiosa de la humanidad. En realidad, cuando se inspiran en la
religión, expresan un rostro profundamente inmaduro de la misma. En
efecto, el auténtico sentimiento religioso lleva a percibir de
algún modo el misterio de Dios, fuente de la bondad, y esto constituye
una fuente de respeto y armonía entre los pueblos: más
aún, en él se encuentra el principal antídoto contra la
violencia y los conflictos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz
de 2002, n. 14).
Y hoy Asís, como el 27 de octubre de
1986, se convierte nuevamente en el «corazón» de una multitud
innumerable que invoca la paz. A nosotros se unen muchas personas, que desde
ayer y hasta esta tarde, oran por la paz en los lugares de culto, en las casas,
en las comunidades y en el mundo entero. Son ancianos, niños, adultos y
jóvenes: un pueblo que no se cansa de creer en la fuerza de la
oración para obtener la paz.
Que la paz reine especialmente en el
corazón de las nuevas generaciones. Jóvenes del tercer
milenio, jóvenes cristianos, jóvenes de todas las
religiones, os pido que seáis, como Francisco de Asís,
«centinelas» dóciles y valientes de la paz verdadera, fundada
en la justicia y en el perdón, en la verdad y en la misericordia.
Avanzad hacia el futuro enarbolando la
antorcha de la paz. ¡El mundo necesita su luz!
Ha hablado el hombre. Han hablado diversos
hombres aquí presentes. Ha hablado también el viento que
está haciendo, un viento fuerte. Dice la Escritura: «El
Espíritu sopla donde quiere». Que este Espíritu Santo hable
hoy al corazón de todos los que nos encontramos aquí. Lo
simboliza el viento que acompaña a las palabras humanas que hemos
escuchado todos. Gracias.