EVITAR TODA FORMA DE EUTANASIA
Del discurso de Juan Pablo
II a los participantes en la Conferencia internacional sobre los cuidados
paliativos (12-XI-2004)
Al servicio de la
vida
2. La medicina se pone siempre al
servicio de la vida. Aun cuando sabe que no puede curar una enfermedad grave,
dedica su capacidad a aliviar sus sufrimientos. Trabajar con ahínco para
ayudar al paciente en toda situación significa tener conciencia de la
dignidad inalienable de todo ser humano, también en las condiciones
extremas de la fase terminal. En esta dedicación al servicio de los que
sufren el cristiano reconoce una dimensión fundamental de su
vocación, pues, al cumplir esta tarea, sabe que está sirviendo a
Cristo mismo (cf. Mt 25,35-40).
«Por Cristo y en Cristo se ilumina
el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma»,
recuerda el Concilio (Gaudium
et spes, 22). Quien en la fe se abre a esta luz, encuentra consuelo en
su sufrimiento y adquiere la capacidad de aliviar el sufrimiento de los
demás. De hecho, existe una relación directamente
proporcional entre la capacidad de sufrir y la capacidad de ayudar a quien
sufre. La experiencia diaria enseña que las personas más
sensibles al dolor de los demás y más dedicadas a aliviar su
dolor, son también las más dispuestas a aceptar, con la ayuda de
Dios, sus propios sufrimientos.
Respetar la dignidad de toda
persona
3. El amor al prójimo, que
Jesús describió con eficacia en la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10,29 ss), permite reconocer la dignidad de toda
persona, aunque la enfermedad haya alterado su existencia. El sufrimiento,
la ancianidad, el estado de inconsciencia y la inminencia de la muerte no
disminuyen la dignidad intrínseca de la persona, creada a imagen de
Dios.
Entre los dramas causados por una
ética que pretende establecer quién puede vivir y quién
debe morir, se encuentra el de la eutanasia. Aunque esté
motivada por sentimientos de una mal entendida compasión o de una
comprensión equivocada de la dignidad que se debe salvaguardar, la
eutanasia, en lugar de rescatar a la persona del sufrimiento, la
elimina.
La compasión, cuando no se tiene
la voluntad de afrontar el sufrimiento y acompañar al que sufre, lleva a
la supresión de la vida para eliminar el dolor, tergiversando así
el estatuto ético de la ciencia médica.
Se debe rechazar el ensañamiento
terapéutico
4. Por el contrario, la verdadera
compasión promueve todo esfuerzo razonable para favorecer la
curación del paciente. Al mismo tiempo, ayuda a detenerse cuando ya
ninguna acción resulta útil para ese fin.
El rechazo del ensañamiento
terapéutico no es un rechazo del paciente y de su vida. En efecto,
el objeto de la deliberación sobre la conveniencia de iniciar o
continuar una práctica terapéutica no es el valor de la vida del
paciente, sino el valor de la intervención médica en el paciente.
La decisión de no emprender o de
interrumpir una terapia será éticamente correcta cuando
ésta resulte ineficaz o claramente desproporcionada para sostener la
vida o recuperar la salud. Por tanto, el rechazo del ensañamiento
terapéutico es expresión del respeto que en todo momento se debe
al paciente.
Precisamente este sentido de respeto
amoroso ayudará a acompañar al paciente hasta el final,
realizando todas las acciones y cuidados posibles para disminuir sus
sufrimientos y favorecer en la última fase de su existencia terrena una
vida serena, en la medida en que sea posible, que prepare su alma para el
encuentro con el Padre celestial.
Los cuidados paliativos
5. Sobre todo en la fase de la
enfermedad en la que ya no es posible realizar terapias proporcionadas y
eficaces, se impone la obligación de evitar toda forma de
obstinación o ensañamiento terapéutico, se hacen
necesarios los «cuidados paliativos» que, como afirma la
encíclica Evangelium vitae,
están «destinados a hacer más soportable el sufrimiento en
la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un
acompañamiento humano adecuado» (n. 65).
En efecto, los cuidados paliativos
tienden a aliviar, especialmente en el paciente terminal, una vasta gama de
síntomas de sufrimiento de orden físico, psíquico y
mental; por eso, requieren la intervención de un equipo de especialistas
con competencia médica, psicológica y religiosa, muy unidos entre
sí para sostener al paciente en la fase crítica.
Especialmente en la encíclica
Evangelium
vitae se ha sintetizado la doctrina tradicional sobre el uso
lícito y a veces necesario de los analgésicos, respetando la
libertad de los pacientes, los cuales, en la medida de lo posible, deben estar
en condiciones «de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y,
sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo
con Dios» (ib.).
Por otra parte, aunque no se debe
permitir que falte el alivio proveniente de los analgésicos a los
pacientes que los necesiten, su suministración deberá ser
efectivamente proporcionada a la intensidad y al alivio del dolor, evitando
toda forma de eutanasia, que se practicaría suministrando ingentes dosis
de analgésicos precisamente con la finalidad de provocar la
muerte.
Para brindar esta ayuda coordinada es
preciso estimular la formación de especialistas en cuidados paliativos,
y especialmente estructuras didácticas en las que puedan intervenir
también psicólogos y profesionales de la salud.
Sólo la fe responde a los
interrogantes esenciales
6. Sin embargo, la ciencia y la
técnica jamás podrán dar una respuesta satisfactoria a los
interrogantes esenciales del corazón humano. A estas preguntas
sólo puede responder la fe. La Iglesia quiere seguir dando su
contribución específica a través del acompañamiento
humano y espiritual de los enfermos que desean abrirse al mensaje del amor de
Dios, siempre atento a las lágrimas de quien se dirige a él (cf.
Sal 39,13). Aquí se manifiesta la importancia de la pastoral de la
salud, en la que desempeñan un papel de especial importancia las
capellanías de los hospitales, que tanto contribuyen al bien espiritual
de cuantos pasan por las instituciones sanitarias.
No podemos olvidar la valiosa
contribución de los voluntarios, los cuales con su servicio realizan la
creatividad de la caridad, que infunde esperanza incluso en la amarga
experiencia del sufrimiento. También por medio de ellos Jesús
puede seguir pasando hoy entre los hombres, para hacerles el bien y curarlos
(cf. Hch 10,38).
7. La Iglesia da así su
contribución a esta apasionante misión en favor de las personas
que sufren. Que el Señor ilumine a cuantos están cerca de los
enfermos, animándolos a perseverar en las distintas funciones y en las
diversas responsabilidades.
Que María, Madre de Cristo,
acompañe a todos en los momentos difíciles del dolor y de la
enfermedad, para que se asuma el sufrimiento humano en el misterio
salvífico de la cruz de Cristo.
[L'Osservatore Romano,
edición semanal en lengua española, del 19-XI-04]