VIII CENTENARIO
DE LA FUNDACIÓN DE LA ORDEN FRANCISCANA
Homilía pronunciada por el Ministro
General
en la Eucaristía de apertura (Porciúncula, 29-X-2005)
Carísimos Hermanos y Hermanas:
¡El Señor os dé la paz!
Los Hermanos Menores iniciamos hoy el
camino que nos llevará durante estos años, mientras hacemos grata
memoria del VIII Centenario de nuestra fundación, a celebrar el don de
nuestra vocación y a acoger la gracia de los orígenes. [...] El
proyecto La gracia de los orígenes, aprobado por el Definitorio
general para celebrar los 800 años de la aprobación de la primera
Regla, prevé que el año 2006, aniversario de la conversión
de Francisco, la Orden haga una especie de año sabático, para
discernir lo que el Señor nos está pidiendo, a nivel individual e
institucional, en este período delicado y fatigoso, pero también
rico de esperanzas (cf. VC 13).
Este primer momento de nuestro camino
jubilar estará centrado en el discernimiento. En este contexto,
el Señor de la historia nos invita una vez más, por medio del
Apóstol, a examinar todo, para quedarnos con lo bueno (cf. 1 Ts 5,21), y
nos pide que reconozcamos, leamos e interpretemos a la luz del Evangelio los
signos de los tiempos (cf. Lc 12,54-59), a través de los cuales nos
interpela.
Así, durante este año, guiados
por el ejemplo de Francisco, nos haremos una vez más la pregunta:
«Señor, ¿qué quieres que haga?» (TC 6). Mientras
nos la hacemos, como sucedió a Francisco en el lejano 1206, oigo al
Señor que nos pregunta, como lo hizo aquel día en Espoleto con el
Poverello: «Hermanos Menores, ¿adónde os proponéis
caminar? ¿Quién os puede ayudar más, el señor o el
siervo?». Y a cada uno de nosotros hoy nos repite, como entonces a
Francisco: «Vuélvete a tu tierra» (cf. TC 6).
En el período de su
conversión, el mismo Francisco se transformó en pregunta:
«Señor, ¿qué quieres que haga?». Es el creyente
que busca y que ora: «Ilumina las tinieblas de mi corazón»
(OrSD 1). Es el pobre que, como María, adopta la actitud de total
disponibilidad para cumplir con prontitud la voluntad del Señor.
Ante la disyuntiva de servir al siervo o al
señor, hace 800 años Francisco decidió, de manera radical
y definitiva, seguir al Señor según la forma del santo Evangelio,
que el mismo Altísimo le había revelado (cf. Test 14).
En esta primera etapa del Centenario de
nuestra fundación, recordamos la conversión de Francisco, con el
propósito de recorrer el camino interior de conversión que hizo
el Poverello, para vivir con nuevo entusiasmo lo que prometimos en nuestra
profesión.
Si estamos decididos a preguntarnos, en
actitud de obediencia: «Señor, ¿qué quieres que
haga?», también nosotros sentiremos la invitación del
Señor a optar entre el señor y el siervo, a volver sobre nuestros
pasos, a recomenzar, a convertirnos, a creer en el Evangelio (cf. Mc 1,15).
Sí, «volved, convertíos»: es la invitación que
constantemente resuena en nuestro corazón. «Volved,
convertíos»: es la llamada que nos dirige la Iglesia cuando nos
invita a la «fidelidad creativa» (VC 37). «Volved,
convertíos»: es la urgencia que de modo claro nos manifestó
el Capítulo de Pentecostés del 2003; la urgencia de acoger al
Espíritu, de nacer de nuevo, de volver a lo esencial, de conformar
nuestra vida con las exigencias radicales del Evangelio, de convertirnos, de
tal manera que también nosotros elijamos definitivamente al
señor, dejando para siempre al siervo.
Para poder escuchar esta llamada apremiante
a la conversión, es necesario recorrer el itinerario de Francisco:
apartarse un poco del tumulto del mundo, entrar dentro de uno mismo y buscar en
la intimidad del corazón (cf. 1 Cel 6). Esperemos -atentos y vigilantes
como centinelas- que el Señor nos muestre su voluntad. Al igual que
Francisco necesitamos descubrir lo que Dios ha puesto en nosotros: la sed de
encontrarlo y, cuando lo encontremos, el deseo de seguirlo. La luz viene de
dentro, de lo profundo. Como Francisco, necesitamos entrar en nuestro
corazón y, guiados por el corazón de Dios, entrar en su mismo
corazón pasando por el nuestro.
«¿Señor, qué quieres
que haga?». Es éste, queridos Hermanos, el momento de entrar en la
cueva, fuera de la ciudad, y allí, como Francisco hace 800 años,
dejarnos envolver interiormente por el fuego divino y llenarnos de nuevo
fervor; es el momento de orar en lo secreto al Padre, Dios eterno y verdadero,
que nos manifieste su vida y nos enseñe a cumplir su voluntad (cf. TC
16).
«¿Señor, qué
quieres que haga?». Con frecuencia nos sentimos atados, enjaulados,
prisioneros de nosotros mismos y de nuestra historia. Anhelamos la libertad,
pero no sabemos cómo movernos. Quizá ha llegado el momento no
tanto de hacer como de dejarse hacer; no tanto de esforzarse como de
abandonarse; no tanto de ser los protagonistas como de dejar que el Otro lo
sea.
«¿Señor, qué
quieres que haga?». Es la gran pregunta de Francisco y debe ser
también la pregunta de nuestra vida en este momento de gracia. Muchas
veces estamos desorientados. Quisiéramos ver, saber, conocer el futuro,
tener certezas y puntos firmes de referencia. Pero no siempre aparece la luz y
con frecuencia las preguntas y las ideas se sobreponen unas a otras.
Así, en la lucha entre el amanecer y el ocaso, entre el caos y un nuevo
inicio, entre la intuición de algo nuevo que está germinando y la
desorientación... se insinúa en nosotros la duda. La luz y las
tinieblas parecen abrazarse, y la paz fundirse con la angustia.
¿Tendremos el coraje de entrar en la
cueva como Francisco? ¿Tendremos la valentía de preguntarnos
allí, con absoluta disponibilidad, «¿Señor, qué
quieres que haga?».
Queridos Hermanos, necesitamos librarnos de
las mallas oxidadas del individualismo, del aburrimiento, de la rutina, de la
resignación. Necesitamos la conversión, nacer de nuevo, discernir
lo que el Señor nos pide en el aquí y ahora de nuestra historia.
Necesitamos escuchar de nuevo el grito de Dios y el grito de los
hombres.
Mas para llegar a esto necesitamos
detenernos, hacer un alto en el camino, adentrarnos en la cueva, para
encontrarnos con nosotros mismos y reemprender el camino en verdad y
autenticidad, para nacer de nuevo (cf. Jn 3,8). Necesitamos detenernos para ser
golpeados por las exigencias de la forma de vida que hemos profesado.
Necesitamos hacer un alto en el camino para dejarnos llevar por el viento del
Espíritu, que sopla donde quiere: oímos su voz, pero no sabemos
de dónde viene ni a dónde va (cf. Jn 3,8). Necesitamos entrar en
la cueva para poder ser casa, templo, sede y morada del Espíritu que
continúa aleteando en nuestro caos (cf. Gn 1,2). Así, animados
por su soplo, también nosotros, como Francisco, entraremos en la
historia, mostrando, ofreciendo y suscitando la vida.
Y aun después de haber escuchado una
primera respuesta del Señor y haber dicho como María nuestro
«hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), o
como Francisco: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC
13), continuaremos preguntando: «¿Señor, qué quieres
que haga?», porque la vida no es un proyecto cerrado, sino abierto.
Entonces, el Señor seguirá preguntándonos:
«¿Quién os puede ayudar más, el señor o el
siervo?», y a decirnos, con paciencia pero con insistencia:
«¡Volved, convertíos!». La conversión, en efecto,
es un proceso de identificación con Cristo que no termina nunca.
Así seremos capaces de comenzar siempre de nuevo, y entonces nuestra
vida será dinámica, y habremos alejado el temor, el aburrimiento,
la rutina y todo lo que hoy nos ata y nos impide «nutrir, mediante la
propuesta liberadora del Evangelio, a nuestro mundo dividido, desigual y
hambriento de sentido, como hicieron en su tiempo Francisco y Clara de
Asís» (Documento final del Capítulo, 2). Habremos alejado
todo lo que es contrario al Espíritu, seremos signos legibles para un
mundo sediento de un cielo nuevo y de una tierra nueva (cf. Documento final del
Capítulo, 7), y podremos contribuir a hacer surgir una nueva
época (Documento final del Capítulo, 2).
Iniciemos este año de gracia que, como hemos dicho, quiere ser una
llamada al discernimiento y a la conversión. Pongámonos en
camino, exhortándonos los unos a los otros, amonestando a cuantos
estén desorientados, reanimando a aquellos que han perdido el coraje,
sosteniendo a los débiles. Pongámonos en camino con gozo:
«Estad siempre alegres -nos dice el Apóstol-, orad
constantemente». El camino es largo y no carece de dificultades, pero no
estamos solos: «Fiel es el que os llama y él es quien lo
hará» (1 Tes 5,16-17.24). Pongámonos en camino con los ojos
fijos en la «Virgen hecha Iglesia», la llena de gracia, que con su
fiat ilumina nuestro caminar. Pongámonos en camino para poder
celebrar el don de nuestra vocación y acoger la gracia de los
orígenes.
Fr. José Rodríguez Carballo,
min. gen. ofm.