VIVIR SEGÚN EL EVANGELIO
Carta de la Conferencia de la Familia
Franciscana
en preparación al VIII Centenario
de la aprobación de la Regla (29-XI-06)
La Familia Franciscana -Primera, Segunda y
Tercera Orden, en sus diversas y diferentes formas, los Institutos seculares y
los otros movimientos que hacen referencia a Francisco- se prepara para
celebrar el año 2009 un particular acontecimiento histórico. No
es cuestión de conmemorar una figura, Francisco, Clara o cualquier otro,
sino de traer a nuestra memoria el origen del carisma franciscano. Hace ocho
siglos (1209) que una docena de hombres se presentaron al Papa Inocencio III
para pedirle que reconociese y aprobase su proyecto de vida evangélica.
Unos veinte años más tarde (1226), el inspirador y guía de
este grupo, Francisco de Asís, describía así en su
Testamento lo que sucedió entonces: «Y después que el
Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer,
sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir
según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas
palabras y sencillamente y el señor papa me lo
confirmó».
Los hombres reunidos en torno a Francisco
se preguntaban: ¿qué hacer?, sin que ninguno fuese capaz
de indicarlo, y he aquí que Dios mismo les llamó con su Palabra a
vivir el santo Evangelio de Cristo. Convencidos de que aquella era su
vocación, quisieron someter su decisión al discernimiento y a la
aprobación de la Iglesia, representada por el Papa de Roma. Prudente y
al principio oral, ésta no les faltó. El texto presentado al Papa
-la protoregla: programa y descripción de vida más que
un reglamento- fue estudiado, precisado, enriquecido a lo largo de los
años, primero bajo la forma de la Regla no bulada en sus
diversas versiones, luego, definitivamente confirmado con un escrito pontificio
(Regla bulada de 1223) y recordado por Francisco en su Testamento
(1226). Aunque el texto se refería en primer lugar al grupo de los
hermanos, como veremos a continuación, quedaba abierto a todos los
estados de la vida cristiana.
El corazón de la
vocación: la vida según el Evangelio
Cuando se trata de presentar globalmente la
Regla, de indicar brevemente su contenido central, de ponerle un título,
es siempre la palabra «Evangelio» la que aparece con evidencia:
«Vivir según la forma del santo Evangelio» (1 R prólogo
2); «Ésta es la vida según el Evangelio de Jesucristo»
(1 R prólogo 2); «La regla y la vida de los Hermanos menores es
ésta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo» (2 R 1,1). Algunos años más tarde (1253), cuando
Clara adapte la Regla de Francisco a la vida de las Hermanas Pobres,
utilizará las mismas expresiones (RCl 1,1). En la Carta a todos los
fieles, que presenta una forma de vida, Francisco pide que se observen
«los preceptos y los consejos» propuestos por Cristo en su Evangelio.
Se entiende que el término «Evangelio» indica el
corazón de la vocación franciscana, es la llave que abre la
entrada al inmenso espacio de la «buena noticia» de Dios y de
Jesús. Pero, ¿qué sentido da Francisco a este vocablo y
cómo nosotros hoy podemos y debemos comprenderlo y llevarlo a la
práctica?
Cuando leemos las Reglas, teniendo en cuenta
el conjunto de los textos de Francisco, constatamos que el Evangelio no es
sólo tomar en serio las exigencias de una vida fraterna, vivida en una
pobreza radical -renuncia a la propiedad comunitaria y personal, al dinero,
recurso a la limosna-, sino que es, sobre todo, asumir el concepto de autoridad
que Francisco propone -maestros que se hacen siervos, lavar los pies- con su
invitación a hacerse «menores», pequeños, sometidos a
toda criatura, hermanos de todos los hombres. Para Francisco, aquí se
halla el corazón del mensaje evangélico.
Por lo tanto, más que la
«pobreza y la humildad y el santo Evangelio de Jesucristo» (2 R 12,4;
RCl 12,4), los hermanos toman como modelo en su comportamiento la humildad de
Dios, del Verbo del Padre, santo y glorioso, que ha tomado la carne de nuestra
humanidad y fragilidad y ha elegido la pobreza (cf. 2CtaF 4-5). Descubrimos,
por tanto, que la visión de Francisco nos revela el rostro de Dios y el
del hombre precisamente tales como los muestra el Evangelio.
Esta «buena y alegre noticia» nos
trae efectivamente, en primer lugar, la revelación del misterio del
Dios-Trinidad, que por su santo amor nos ha abierto el acceso a su
vida de comunión y se constituye en meta primera de todas nuestras
búsquedas y de todos nuestros pasos. Y al mismo tiempo nos da luego el
conocimiento de nosotros mismos, «la más noble de sus
criaturas» (3CtaCl 21), imagen y semejanza, en su intimidad y en su
cuerpo, de Dios y de su Cristo, de gran elevación y,
paradójicamente, limitada, pobre, pequeña, pecadora, y a causa de
esto llamada a la «penitencia» -conversión al Evangelio-,
nunca terminada, que siempre hay que comenzar de nuevo. El amor del
prójimo, quienquiera que sea, «amigo o enemigo, ladrón
o bandido, cristiano o no», es, con el amor a Dios y en igualdad con
él, otro rasgo evangélico radical. Amor que debe ser concreto,
eficaz, hecho de servicio humilde, marcado por la atención
«materna», excluyendo todas las formas de dominio. Esto consiente la
creación de una verdadera «fraternidad», nombre que Francisco
da al primer grupo de hermanos. Realizada primero entre los hermanos, debe
permanecer abierta y extenderse a todos los hombres y, juntamente, a todos los
seres y elementos del mundo.
A grandes rasgos, son éstos los
elementos básicos tomados del Evangelio que Francisco propone como
camino de vida. La Iglesia, reconociéndolos como propios y aprobando la
Regla, hace ocho siglos, dio origen al movimiento franciscano. Son éstos
los valores que estamos llamados a vivir al comienzo del tercer milenio con
nuestras riquezas y debilidades. Frente a un mundo tecnológico e
informatizado, con sus crisis: guerras rastreras, terrorismo, pobreza,
globalización, la fe cristiana está expuesta a todas las
preguntas y desafíos sobre Dios, sobre su entrada en la historia con la
persona de Jesús, sobre la diversidad de las religiones y de su
relación, sobre la naturaleza del ser del hombre y sobre el sentido que
hay dar a la vida y a la muerte. Esta situación de crisis es, al mismo
tiempo, un gran desafío para que la Iglesia viva la nueva
evangelización y para que la Familia Franciscana viva su propia
identidad, consciente de que su puesto y su incidencia se han vuelto
frágiles y contestados. Nuestra Familia Franciscana está
debilitada, en particular en el mundo europeo, a causa de su descenso
numérico, de las incertidumbres sobre nuestra identidad y con la
tentación de replegarse y desanimarse. Sin embrago, ¡la identidad
franciscana continúa siendo un desafío para el mundo! Es nuestra
referencia al Evangelio, del que la Regla es como una síntesis, lo
único que puede ayudarnos a responder con confianza, imaginación
y valentía a los muchos y múltiples desafíos.
Evangelio para
todos
La celebración del octavo centenario
de la aprobación de la Regla primitiva -la «protoregla»-
implica evidentemente, en primer lugar, a los hermanos de la Primera Orden, que
con su profesión se comprometen a ponerla como fundamento de su vida
personal y comunitaria. Pero el núcleo de este texto -su referencia al
Evangelio es en efecto su riqueza permanente- se dirige a todos los cristianos
y, de manera especial, a los hijos de Francisco. La llamada a vivir
radicalmente el mensaje de Jesús, sus promesas y sus exigencias, que
Francisco y sus compañeros comprendieron y siguieron, continúa
siendo de actualidad para todos los tiempos y para todos los estados de
vida.
De hecho, pocos años después,
en 1212, Clara de Asís fue tocada por la gracia para dar origen a la
Orden de las Hermanas Pobres, y más tarde, en 1252, retomará la
Regla de San Francisco en casi toda su integridad. Por otra parte, muy pronto,
personas y grupos, hombres y mujeres, permaneciendo en su estado de vida
-familia, profesión- fueron atraídos por la propuesta
evangélica franciscana, como nos atestiguan algunos escritos que
Francisco les dirigió: las dos Cartas a todos los fieles,
así como el contenido del capítulo veintitrés de la
Regla no bulada, que constituyen la base y la referencia espiritual,
de los que con el tiempo nacerá la Tercera Orden Franciscana.
En nuestros días la Familia Franciscana se compone todavía de
estas tres ramas: los Hermanos Menores, distribuidos en las tres obediencias;
las Hermanas Pobres -Clarisas-; y el grupo más numeroso, llamado
«Tercera Orden», que en su vertiente religiosa comprende las hermanas
y los hermanos de la TOR, y en su vertiente secular, la Orden Franciscana
Seglar. A éstos debemos añadir los miembros de los Institutos
seculares franciscanos nacidos en el siglo pasado. Todos se refieren
explícitamente a la inspiración evangélica de Francisco y
toman sus textos espirituales como base de su legislación. Signo de la
irradiación de la propuesta evangélico-franciscana es la
existencia, fuera de la comunión con la Iglesia Católica, en las
Iglesias Anglicana y Luterana, de fraternidades de hombres y de mujeres que se
proclaman y son de inspiración franciscana. A parte de esta familia de
perfiles jurídicos definidos, muchos hombres y mujeres se interesan por
el carisma franciscano, lo estudian y se inspiran en él: son todos los
amigos de Francisco.
La inspiración que Francisco y sus
hermanos avivaron, continúa animando a la Iglesia y nos llega a todos
los cristianos y a «todos los hombres de buena voluntad». Este
centenario, pues, concierne a todos.
Tres pasos para preparar el
Centenario
Todos estamos invitados a la
acción de gracias por el don que Dios nos ha hecho a nosotros y
a su Iglesia, llamando a los cristianos, por la intercesión de Francisco
y de sus compañeros, a acoger la totalidad del Evangelio de Jesucristo
para una nueva forma de vivir. Esta llamada -la gracia del origen- no ha cesado
de resonar, de ser escuchada, de manifestarse en la vida, y he aquí que,
después de ocho siglos, alcanza a una multitud innumerable de hombres y
mujeres de toda condición y estado de vida. Muchos hombres y mujeres,
ilustres o desconocidos, han dado frutos de santidad, de sabiduría, de
ciencia, de acercamiento a los pobres, de servicio a la Iglesia y a la
humanidad, de testimonio con su sangre. Prolongándose y
enriqueciéndose a lo largo de los siglos con variedad de aportaciones,
la corriente espiritual franciscana, como un río de vida, no ha cesado
nunca de impregnarnos a nosotros y a la misma Iglesia. Hoy, en este recodo del
tercer milenio, gracias a un mejor conocimiento de los escritos de Francisco y
a una visión más precisa y más amplia de lo que es el
centro de su proyecto originario, su mensaje se nos propone como
estímulo, aliciente, pan para el camino.
A esta gozosa acción de gracia hay
que unir una vez más el humilde reconocimiento de la distancia
entre la propuesta evangélica y el modo en que ha sido vivida en el
transcurso de nuestra larga y tumultuosa historia. A pesar del esfuerzo
permanente de nuevos comienzos y de «reformas», nuestro movimiento no
se halla todavía a la altura de las exigencias del Evangelio. Si bien no
tenemos que acusar ni condenar a nuestros padres, debemos reconocer ante la
Iglesia y ante el mundo que nuestra historia y nuestra herencia llevan consigo
sombras, tanto en el pasado como en el presente.
Este doble movimiento -acción de
gracias por la llamada a vivir el Evangelio y purificación de la memoria
como reconocimiento de las sombras de nuestra familia- debe llevarnos a
afrontar el desafío de la refundación. La experiencia de
ocho siglos nos enseña que, como Francisco, tenemos que empezar siempre
de nuevo nuestro itinerario de penitencia evangélica que es
conversión, que hemos de poner en práctica con gestos concretos
para encarnar en la vida, personal y comunitaria de cada día, algo de la
novedad y de la juventud del Evangelio. Desde el primer siglo de nuestra
historia no hemos cesado de «renacer» (cf. Jn 3,3), como lo
atestiguan aún hoy nuestras diferentes ramas y los centenares de
nuestros Institutos. Y para eso debemos llegar a las raíces, a los
«cimientos», es decir, descubrir maravillados la «fuerza de
Dios», el Evangelio (Rm 1,16), la buena noticia del Amor de Dios para con
nosotros y de la comunión con Él que se nos ofrece. Sólo
sobre este fundamento se puede construir un edificio sólido, una
verdadera comunidad en misión en la Iglesia y en el mundo. Este momento
de gracia -kairos-, que vivimos ahora, nos pone a prueba
revelándonos nuestras debilidades, pero invitándonos, sobre todo,
a contar con el poder de Dios.
Conclusión
Esta Carta nuestra quiere ser un primer
anuncio. Lo hacemos con tres años de antelación para afirmar que
el acontecimiento que nos preparamos a celebrar nos concierne a todos: ¡no
podemos vivirlo cada uno por su propia cuenta! Es también una
invitación para comenzar inmediatamente a dar gracias por el don que
Dios hizo a la Iglesia y al mundo cuando, en 1209, el proyecto de Francisco y
de sus hermanos de vivir «según el Evangelio de Jesucristo»
fue aprobado por el Papa Inocencio III. Nosotros tenemos, a la distancia de
ocho siglos, la gracia de ser los herederos de este proyecto y el serio
compromiso de ser sus continuadores.
Hermanos y Hermanas, «restituyamos
todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos
que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todos los
bienes de él proceden» (1 R 17,17).
Roma, 29 de noviembre de 2006
Fiesta de Todos los Santos Franciscanos
Fr. Mauro Jöhri, OFMCap., Ministro
general, Presidente CFF
Fr. José Rodríguez Carballo,
OFM, Ministro general
Fr. Joachim Giermek, OFMConv, Ministro
general
Fr. Ilija ivkoviè, TOR,
Ministro general
Encarnación Del Pozo, OFS,
Ministra general
Sr. Anísia Schneider, OSF,
Presidenta CFI-TOR