«LA CONCIENCIA CRISTIANA
EN APOYO DEL DERECHO A LA VIDA»
Del discurso de Benedicto XVI
a los participantes en la Asamblea general
de la Academia pontificia para la vida (24-II-2007)
El tema que habéis propuesto a la
atención de los participantes, y por tanto también de la
comunidad eclesial y de la opinión pública, es de gran
importancia, pues la conciencia cristiana tiene necesidad interna de
alimentarse y fortalecerse con las múltiples y profundas motivaciones
que militan en favor del derecho a la vida. Es un derecho que debe ser
reconocido por todos, porque es el derecho fundamental con respecto a los
demás derechos humanos. Lo afirma con fuerza la encíclica
Evangelium vitae: «Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y
al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón
y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley
natural escrita en su corazón (cf. Rm 2,14-15) el valor sagrado de la
vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de
cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el
reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma
comunidad política» (n. 2).
La misma encíclica recuerda que
«los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover
este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el concilio
Vaticano II: "El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre" (Gaudium et spes, 22). En efecto, en
este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el
amor infinito de Dios, que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo
único" (Jn 3,16), sino también el valor incomparable de cada
persona humana» (ib.).
Por eso, el cristiano está
continuamente llamado a movilizarse para afrontar los múltiples ataques
a que está expuesto el derecho a la vida. Sabe que en eso puede contar
con motivaciones que tienen raíces profundas en la ley natural y que por
consiguiente pueden ser compartidas por todas las personas de recta conciencia.
Desde esta perspectiva, sobre todo
después de la publicación de la encíclica Evangelium
vitae, se ha hecho mucho para que los contenidos de esas motivaciones
pudieran ser mejor conocidos en la comunidad cristiana y en la sociedad civil,
pero hay que admitir que los ataques contra el derecho a la vida en todo el
mundo se han extendido y multiplicado, asumiendo nuevas formas.
Son cada vez más fuertes las
presiones para la legalización del aborto en los países de
América Latina y en los países en vías de desarrollo,
también recurriendo a la liberalización de las nuevas formas de
aborto químico bajo el pretexto de la salud reproductiva: se incrementan
las políticas del control demográfico, a pesar de que ya se las
reconoce como perniciosas incluso en el ámbito económico y
social.
Al mismo tiempo, en los países
más desarrollados aumenta el interés por la investigación
biotecnológica más refinada, para instaurar métodos
sutiles y extendidos de eugenesia hasta la búsqueda obsesiva del
«hijo perfecto», con la difusión de la procreación
artificial y de diversas formas de diagnóstico encaminadas a garantizar
su selección. Una nueva ola de eugenesia discriminatoria consigue
consensos en nombre del presunto bienestar de los individuos y, especialmente
en los países de mayor bienestar económico, se promueven leyes
para legalizar la eutanasia.
Todo esto acontece mientras, en otra
vertiente, se multiplican los impulsos para legalizar convivencias alternativas
al matrimonio y cerradas a la procreación natural. En estas situaciones
la conciencia, a veces arrollada por los medios de presión colectiva, no
demuestra suficiente vigilancia sobre la gravedad de los problemas que
están en juego, y el poder de los más fuertes debilita y parece
paralizar incluso a las personas de buena voluntad.
Por esto, resulta aún más
necesario apelar a la conciencia y, en particular, a la conciencia cristiana.
Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «la
conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana
reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está
haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado
a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto» (n. 1778).
Esta definición pone de manifiesto
que la conciencia moral, para poder guiar rectamente la conducta humana, ante
todo debe basarse en el sólido fundamento de la verdad, es decir, debe
estar iluminada para reconocer el verdadero valor de las acciones y la
consistencia de los criterios de valoración, de forma que sepa
distinguir el bien del mal, incluso donde el ambiente social, el pluralismo
cultural y los intereses superpuestos no ayuden a ello.
La formación de una conciencia
verdadera, por estar fundada en la verdad, y recta, por estar
decidida a seguir sus dictámenes, sin contradicciones, sin traiciones y
sin componendas, es hoy una empresa difícil y delicada, pero
imprescindible. Y es una empresa, por desgracia, obstaculizada por diversos
factores. Ante todo, en la actual fase de la secularización llamada
post-moderna y marcada por formas discutibles de tolerancia, no sólo
aumenta el rechazo de la tradición cristiana, sino que se
desconfía incluso de la capacidad de la razón para percibir la
verdad, y a las personas se las aleja del gusto de la reflexión.
Según algunos, incluso la conciencia
individual, para ser libre, debería renunciar tanto a las referencias a
las tradiciones como a las que se fundamentan en la razón. De esta forma
la conciencia, que es acto de la razón orientado a la verdad de las
cosas, deja de ser luz y se convierte en un simple telón de fondo sobre
el que la sociedad de los medios de comunicación lanza las
imágenes y los impulsos más contradictorios.
Es preciso volver a educar en el deseo del
conocimiento de la verdad auténtica, en la defensa de la propia libertad
de elección ante los comportamientos de masa y ante las seducciones de
la propaganda, para alimentar la pasión de la belleza moral y de la
claridad de la conciencia. Esta delicada tarea corresponde a los padres de
familia y a los educadores que los apoyan; y también es una tarea de la
comunidad cristiana con respecto a sus fieles.
Por lo que atañe a la conciencia
cristiana, a su crecimiento y a su alimento, no podemos contentarnos con un
fugaz contacto con las principales verdades de fe en la infancia; es necesario
también un camino que acompañe las diversas etapas de la vida,
abriendo la mente y el corazón a acoger los deberes fundamentales en los
que se basa la existencia tanto del individuo como de la comunidad.
Sólo así será posible
ayudar a los jóvenes a comprender los valores de la vida, del amor, del
matrimonio y de la familia. Sólo así se podrá hacer que
aprecien la belleza y la santidad del amor, la alegría y la
responsabilidad de ser padres y colaboradores de Dios para dar la vida. Si
falta una formación continua y cualificada, resulta aún
más problemática la capacidad de juicio en los problemas
planteados por la biomedicina en materia de sexualidad, de vida naciente, de
procreación, así como en el modo de tratar y curar a los enfermos
y de atender a las clases débiles de la sociedad.
Ciertamente, es necesario hablar de los
criterios morales que conciernen a estos temas con profesionales,
médicos y juristas, para comprometerlos a elaborar un juicio competente
de conciencia y, si fuera el caso, también una valiente objeción
de conciencia, pero en un nivel más básico existe esa misma
urgencia para las familias y las comunidades parroquiales, en el proceso de
formación de la juventud y de los adultos.
Bajo este aspecto, junto con la
formación cristiana, que tiene como finalidad el conocimiento de la
persona de Cristo, de su palabra y de los sacramentos, en el itinerario de fe
de los niños y de los adolescentes es necesario promover coherentemente
los valores morales relacionados con la corporeidad, la sexualidad, el amor
humano, la procreación, el respeto a la vida en todos los momentos,
denunciando a la vez, con motivos válidos y precisos, los
comportamientos contrarios a estos valores primarios. En este campo
específico, la labor de los sacerdotes deberá ser oportunamente
apoyada por el compromiso de educadores laicos, incluyendo especialistas,
dedicados a la tarea de orientar las realidades eclesiales con su ciencia
iluminada por la fe.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, pido
al Señor que os mande a vosotros, y a quienes se dedican a la ciencia, a
la medicina, al derecho y a la política, testigos que tengan una
conciencia verdadera y recta, para defender y promover el «esplendor de la
verdad», en apoyo del don y del misterio de la vida. Confío en
vuestra ayuda, queridos profesionales, filósofos, teólogos,
científicos y médicos. En una sociedad a veces ruidosa y
violenta, con vuestra cualificación cultural, con la enseñanza y
con el ejemplo, podéis contribuir a despertar en muchos corazones la voz
elocuente y clara de la conciencia.
«El hombre tiene una ley inscrita por
Dios en su corazón -nos enseñó el concilio Vaticano II-,
en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual
será juzgado" (Gaudium et spes, 16). El Concilio dio sabias
orientaciones para que «los fieles aprendan a distinguir cuidadosamente
entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que
les corresponden como miembros de la sociedad humana» y «se esfuercen
por integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier
cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana, pues
ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede
sustraerse a la soberanía de Dios» (Lumen gentium, 36).
Por esta razón, el Concilio exhorta
a los laicos creyentes a acoger «lo que los sagrados pastores,
representantes de Cristo, decidan como maestros y jefes en la Iglesia»; y,
por otra parte, recomienda «que los pastores reconozcan y promuevan la
dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia, se sirvan de buena
gana de sus prudentes consejos» y concluye que «de este trato
familiar entre los laicos y los pastores se pueden esperar muchos bienes para
la Iglesia» (ib., 37).
Cuando está en juego el valor de la
vida humana, esta armonía entre función magisterial y compromiso
laical resulta singularmente importante: la vida es el primero de los bienes
recibidos de Dios y es el fundamento de todos los demás; garantizar el
derecho a la vida a todos y de manera igual para todos es un deber de cuyo
cumplimiento depende el futuro de la humanidad. También desde este punto
de vista resalta la importancia de vuestro encuentro de estudio.
Encomiendo sus trabajos y resultados a la
intercesión de la Virgen María, a quien la tradición
cristiana saluda como la verdadera «Madre de todos los vivientes».
Que ella os asista y os guíe. Como prenda de este deseo, os imparto a
todos vosotros, a vuestros familiares y colaboradores, la bendición
apostólica.
[L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 9-III-07]