S. S. BENEDICTO XVI
EL SACRAMENTO DE LA
CONFESIÓN
Homilía durante la liturgia penitencial
con los jóvenes de Roma (29-III-07)
Queridos amigos:
Nos encontramos esta tarde, en la
proximidad de la XXII Jornada mundial de la juventud, que, como sabéis,
tiene por tema el mandamiento nuevo que nos dejó Jesús en la
noche en que fue entregado: «Amaos unos a otros como yo os he amado»
(Jn 13,34). Os saludo cordialmente a todos, que habéis venido de las
diversas parroquias de Roma. Saludo al cardenal vicario, a los obispos
auxiliares, a los sacerdotes presentes; saludo en particular a los confesores
que dentro de poco estarán a vuestra disposición.
Esta cita, como ya ha anticipado vuestra
portavoz, a la que agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre
al inicio de la celebración, asume un profundo y alto significado, pues
es un encuentro en torno a la cruz, una celebración de la misericordia
de Dios, que cada uno podrá experimentar personalmente en el sacramento
de la confesión.
En el corazón de todo hombre,
mendigo de amor, hay sed de amor. En su primera encíclica, Redemptor
hominis, mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II
escribió: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para
sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido
si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y lo hace propio, si no participa en él plenamente» (n.
10).
El cristiano, de modo especial, no puede
vivir sin amor. Más aún, si no encuentra el amor verdadero, ni
siquiera puede llamarse cristiano, porque, como puse de relieve en la
encíclica
Deus
cáritas est, «no se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva» (n. 1).
El amor de Dios por nosotros, iniciado con
la creación, se hizo visible en el misterio de la cruz, en la
kénosis de Dios, en el vaciamiento, en el humillante
abajamiento del Hijo de Dios del que nos ha hablado el apóstol san Pablo
en la primera lectura, en el magnífico himno a Cristo de la carta a los
Filipenses. Sí, la cruz revela la plenitud del amor que Dios nos tiene.
Un amor crucificado, que no acaba en el escándalo del Viernes santo,
sino que culmina en la alegría de la Resurrección y la
Ascensión al cielo, y en el don del Espíritu Santo,
Espíritu de amor por medio del cual, también esta tarde, se
perdonarán los pecados y se concederán el perdón y la paz.
El amor de Dios al hombre, que se
manifiesta con plenitud en la cruz, se puede describir con el término
agapé, es decir, «amor oblativo, que busca exclusivamente
el bien del otro», pero también con el término
eros. En efecto, al mismo tiempo que es amor que ofrece al hombre todo
lo que es Dios, como expliqué en el Mensaje para esta Cuaresma,
también es un amor donde «el corazón mismo de Dios, el
Todopoderoso, espera el "sí" de sus criaturas como un joven
esposo el de su esposa» (L'Oss Rom, ed. en lengua
española, 16-II-2007, p. 4). Por desgracia, «desde sus
orígenes, la humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha
cerrado al amor de Dios, con el espejismo de una autosuficiencia imposible (cf.
Gn 3,1-7)» (ib.).
Pero en el sacrificio de la cruz Dios sigue
proponiendo su amor, su pasión por el hombre, la fuerza que, como dice
el Pseudo Dionisio, «impide al amante permanecer en sí mismo, sino
que lo impulsa a unirse al amado» (De divinis nominibus, IV, 13:
PG 3, 712). Dios viene a «mendigar» el amor de su criatura. Esta
tarde, al acercaros al sacramento de la confesión, podréis
experimentar el «don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por
el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y
santificarla» (Catecismo de la
Iglesia católica, n. 1999), para que, unidos a Cristo,
lleguemos a ser criaturas nuevas (cf. 2 Co 5,17-18).
Queridos jóvenes de la
diócesis de Roma, con el bautismo habéis nacido ya a una vida
nueva en virtud de la gracia de Dios. Ahora bien, dado que esta vida nueva no
ha eliminado la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al
pecado, se nos da la oportunidad de acercarnos al sacramento de la
confesión. Cada vez que lo hacéis con fe y devoción, el
amor y la misericordia de Dios mueven vuestro corazón, después de
un esmerado examen de conciencia, para acudir al ministro de Cristo. A
él, y así a Cristo mismo, expresáis el dolor por los
pecados cometidos, con el firme propósito de no volver a pecar
más en el futuro, dispuestos a aceptar con alegría los actos de
penitencia que él os indique para reparar el daño causado por el
pecado.
De este modo, experimentáis «el
perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la
recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la
remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y,
al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la
paz y la serenidad de conciencia, y el consuelo del espíritu; y el
aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano» de cada
día (Compendio
del Catecismo de la Iglesia católica, n. 310).
Con el lavado penitencial de este
sacramento, somos readmitidos en la plena comunión con Dios y con la
Iglesia, que es una compañía digna de confianza porque es
«sacramento universal de salvación» (Lumen gentium
48).
En la primera parte del mandamiento nuevo,
el Señor dice: «Amaos unos a otros» (Jn 13,34). Ciertamente,
el Señor espera que nos dejemos conquistar por su amor y experimentemos
toda su grandeza y su belleza, pero no basta. Cristo nos atrae hacia sí
para unirse a cada uno de nosotros, a fin de que también nosotros
aprendamos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor con que él nos
ha amado.
Hoy, como siempre, existe gran necesidad de
una renovada capacidad de amar a los hermanos. Al salir de esta
celebración, con el corazón lleno de la experiencia del amor de
Dios, debéis estar preparados para «atreveros» a vivir el amor
en vuestras familias, en las relaciones con vuestros amigos e incluso con
quienes os han ofendido. Debéis estar preparados para influir, con un
testimonio auténticamente cristiano, en los ambientes de estudio y de
trabajo, a comprometeros en las comunidades parroquiales, en los grupos, en los
movimientos, en las asociaciones y en todos los ámbitos de la sociedad.
Vosotros, jóvenes novios, vivid el
noviazgo con un amor verdadero, que implica siempre respeto recíproco,
casto y responsable. Si el Señor llama a alguno de vosotros, queridos
jóvenes amigos de Roma, a una vida de especial consagración,
estad dispuestos a responder con un «sí» generoso y sin
componendas. Si os entregáis a Dios y a los hermanos,
experimentaréis la alegría de quien no se encierra en sí
mismo con un egoísmo muy a menudo asfixiante.
Pero, ciertamente, todo ello tiene un
precio, el precio que Cristo pagó primero y que todos sus
discípulos, aunque de modo muy inferior con respecto al Maestro,
también deben pagar: el precio del sacrificio y de la abnegación,
de la fidelidad y de la perseverancia, sin los cuales no hay y no puede haber
verdadero amor, plenamente libre y fuente de alegría.
Queridos chicos y chicas, el mundo espera
vuestra contribución para la edificación de la
«civilización del amor». «El horizonte del amor es
realmente ilimitado: es el mundo entero» (Mensaje para la XXII Jornada
mundial de la juventud: L'Oss Rom, ed. en lengua española,
9-II-2007, p. 7). Los sacerdotes que os acompañan y vuestros educadores
están seguros de que, con la gracia de Dios y la constante ayuda de su
divina misericordia, lograréis estar a la altura de la ardua tarea a la
que el Señor os llama.
No os desalentéis; antes bien, tened
confianza en Cristo y en su Iglesia. El Papa está cerca de vosotros y os
asegura un recuerdo diario en la oración, encomendándoos de modo
particular a la Virgen María, Madre de misericordia, para que os
acompañe y sostenga siempre. Amén.
[L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 6-IV-07]