REAVIVAR
NUESTRA FE EN LOS SACERDOTES
Carta del Ministro y del Definitorio General
OFM
para la Fiesta de san Francisco de 2010
Queridos Hermanos: ¡El Señor os
dé la paz!
Con el Pobrecillo de Asís y en
sintonía con la Iglesia queremos profundizar desde la fe en el
ministerio sacerdotal, «que no es un simple "oficio", sino un
sacramento» (Benedicto XVI, Homilía, 11-VI-2010).
Precisamente por esto se trata de una realidad bella y grande, confiada a
hombres escogidos «de entre los hombres y constituidos en favor de la
gente» (Hb 5,1) y que muestra, sobre todo, la «audacia de Dios, que
se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras
debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su
lugar. Esta audacia de Dios es realmente la grandeza que se oculta en la
palabra "sacerdocio"» (Benedicto XVI, l. c.).
«EL SEÑOR ME
DIO...
TANTA FE EN LOS SACERDOTES» (Test 6)
Hace ocho siglos, Francisco confesaba
explícitamente, en el Testamento, su fe convencida en los
sacerdotes, incluso «en los pobrecillos sacerdotes»; fe que nosotros
estamos llamados a vivir hoy, redescubriendo el significado del ministerio
sacerdotal para nuestra vida y misión.
Para Francisco, el sacerdocio debe ser
visto, antes que todo, en relación «con el santísimo Cuerpo
y Sangre de Cristo
» y con las «santas palabras
de nuestro
Señor Jesucristo, que los clérigos dicen, anuncian y
administran» (2CtaF 33-34). Esto significa concretamente que es a
través del ministerio apostólico, del cual participan los
sacerdotes, como recibimos el anuncio del Evangelio y los sacramentos de la
salvación, a saber, el bautismo, la eucaristía y el perdón
de los pecados, que nos hacen verdaderos hijos de Dios y nos constituyen en
miembros del Cuerpo de Cristo. Se entiende mejor, entonces, por qué
Francisco siempre deseaba «recurrir a ellos [a los sacerdotes]
Y no
quiero tomar en consideración su pecado, porque veo en ellos al Hijo de
Dios y son mis señores» (Test 6-9).
En la situación actual de la Iglesia
es de fundamental importancia llegar a las raíces de esta realidad de la
cual habla Francisco. Él nos ilumina para saber cómo
comportarnos, en nuestra existencia concreta de creyentes, respecto a los
sacerdotes y, si somos sacerdotes, respecto a nuestro ministerio.
«Comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio
sacerdotal» (Benedicto XVI, l. c.), quiere decir aceptar al mismo
tiempo, con realismo y humildad, que esta grandeza y esta belleza están
contenidas «en vasijas de barro» (2 Cor 4,7) sin escandalizarse o,
peor aún, separarse de la Iglesia que, a través del ministerio de
los sacerdotes, nos permite tener pleno acceso a Jesús y su
salvación.
«CONSIDERAD VUESTRA DIGNIDAD,
HERMANOS SACERDOTES» (CtaO 23)
Francisco habló en diversas
ocasiones de los sacerdotes y de las actitudes que se deberían tener
para con ellos. La Fraternidad que poco a poco se fue formando en torno a
él comprendía tanto clérigos como laicos, como lo
demuestran algunos de sus Escritos: «Y mis hermanos benditos, tanto
los clérigos como los laicos, confiésense de sus pecados con los
sacerdotes de nuestra Religión» (1 R 20,1; cf. 2 R 7,2). Hacia el
final de su vida, cuando los hermanos sacerdotes eran más numerosos,
dedicó a los «hermanos sacerdotes, los que son y serán y
desean ser sacerdotes del Altísimo» (CtaO 14), una parte
considerable de su Carta a toda la Orden, que está dirigida
«a todos los ministros y custodios y sacerdotes de la misma
Fraternidad...», calificándolos como «humildes en Cristo»
(CtaO 2). ¡Lo cual parece ser un recordatorio, un deseo y una
amonestación!
La parte central del mensaje dedicado a los
sacerdotes, se refiere a la celebración de la Eucaristía.
Francisco les recuerda a los sacerdotes que deben acercarse a este sacramento
«puros», y también que ofrezcan «con reverencia, el
verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro
Señor Jesucristo, y háganlo con intención santa y limpia,
y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como
queriendo agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto es
posible con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando agradar al solo
sumo Señor» (CtaO 14-15). Esta acumulación repetitiva de
cosas por hacer y por evitar denota en Francisco una cierta inquietud, porque
existe la posibilidad de que las cosas pudieran ir diversamente. Nos parece que
esta preocupación no sólo se aplica al pasado. Las severas
advertencias y las amenazas que siguen, tomadas de la Carta a los
Hebreos, demuestran la seriedad con la que Francisco se pone delante de la
Eucaristía y la Palabra de Dios.
Todo ello, sin embargo, contribuye a
destacar la grandeza incomparable -la dignidad- del sacerdocio. Con un realismo
paradójico, Francisco habla del hermano sacerdote como de alguien que
«toca con las manos, toma en el corazón y con la boca, y da a los
demás para tomar no a quien ha de morir, sino a quien ha de vivir
eternamente y es glorificado y a quien los ángeles desean
contemplar» (CtaO 22). Osa, incluso, comparar al sacerdote con
María que ha llevado a Cristo en su seno, con Juan Bautista que
tembló al tocar la cabeza de Jesús, con la tumba donde
yació su cuerpo (CtaO 21). Aquí está el sentido profundo
del ministerio que Dios ha conferido a los sacerdotes y por lo que se les debe
amor, reverencia y honor.
Lo que sigue del texto nos conduce a una
profundización mayor: la revelación de la humanidad de Dios a
través de la Eucaristía. La descripción muy realista
-carne y sangre, mano que toca y distribuye, boca que come- se abre a un
último y estupendo misterio: Dios que se humilla en la
Eucaristía, como lo hizo en el momento de la encarnación, dejando
el seno glorioso del Padre para asumir la fragilidad de la condición
humana (cf. 1 Adm 17-18; 2CtaF 4). El hacerse carne ya manifestaba el
abajamiento de Dios, su kénosis; en la Eucaristía, esta
realidad va todavía más allá: ni siquiera asume un cuerpo
humano, sino que se hace presente bajo el signo del pan, una simple cosa
cotidiana. «Mirad, hermanos, la humildad de Dios -exclama Francisco- y
derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros,
para ser enaltecidos por él. Por consiguiente, nada de vosotros
retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo
entero se os entrega» (CtaO 28-29). La humildad de Dios manifestada en la
Eucaristía es presentada por Francisco como base y fundamento de la
vocación evangélica a la que hemos sido llamados.
NUESTRA FE EN LOS SACERDOTES
Y NUESTRA EXPERIENCIA
La visión que Francisco tiene del
ministerio sacerdotal puede parecer teórica, idealista: no obstante, es
inspiradora del comportamiento que debemos tener también hoy en
día.
Somos conscientes de que la estima que se
tiene actualmente de los sacerdotes no es muy alta. Algunas situaciones
conocidas por todos lo demuestran claramente: además de la
disminución de las vocaciones al sacerdocio en muchos países, la
falta de fe generalizada que se vive en el mundo y en la Iglesia, las
acusaciones de abusos cometidos a menores de parte de algunos sacerdotes, el
mismo estilo de vida que conduce al sacerdote frecuentemente a vivir
"separado" de los fieles laicos, hacen que la estima por el
ministerio sacerdotal y la fe en los sacerdotes disminuya cada vez más.
Sin embargo, estamos invitados a renovar
nuestra fe sobre aquello que fundamenta el ministerio sacerdotal, reafirmando
su necesidad para la Iglesia, aun reconociendo que los sacerdotes, como la
misma Iglesia, no son seres perfectos. Para poder vivir todo ello, no hay otra
cosa mejor que meditar el siguiente texto personal de Francisco: «El
Señor me dio, y me sigue dando, tanta fe en los sacerdotes
, por su
ordenación, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si yo
tuviera tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrara
con los pobrecillos sacerdotes de este mundo, no quiero predicar en las
parroquias en que habitan si no es conforme a su voluntad. Y a éstos y a
todos los demás sacerdotes quiero temer, amar y honrar como a mis
señores. Y no quiero tomar en consideración su pecado, porque veo
en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por esto: porque
en este mundo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios
sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben
y sólo ellos administran a los demás» (Test 6-10).
«La Orden de los Hermanos Menores, por
su propia naturaleza, se compone de hermanos clérigos y laicos»
(CC. GG. 3,1). Nuestra vocación franciscana, por tanto, no está
necesariamente ligada al sacerdocio. Aquí es válido lo que
escribió el Apóstol: «Que permanezca cada cual en el estado
en que se hallaba cuando Dios lo llamó» (1 Cor 7,20); sobre todo
cuanto Jesús dijo a sus Apóstoles: «No me habéis
elegido vosotros a mí; más bien os he elegido yo a vosotros»
(Jn 15,16). La vocación sacerdotal, como la laical, no es una
elección nuestra, sino una llamada específica del Señor.
Nuestra tarea es simplemente el responder con generosidad. En toda
vocación reconocemos un don del Señor a la Iglesia y a la
humanidad. Iguales por la profesión (cf. CC. GG. 3,1), todos estamos
llamados a vivir como hermanos y según las exigencias de la común
vocación y misión: «En la diversidad de ministerios todos
los cristianos son llamados a responder a la Palabra del Señor que
envía a anunciar la Buena Nueva del Reino» (PdE 25). Quien ha sido
llamado a ejercer el ministerio sacerdotal debe recordar siempre que el
ministerio no puede ser tomado como una promoción humana o una dignidad
personal que nos sitúa en nuestras Fraternidades por encima de nuestros
hermanos laicos o sobre los fieles laicos en la Iglesia. En profunda
comunión con todos, especialmente con los últimos, y en
espíritu de conversión eclesial, abiertos a una
misión compartida (cf. PdE 25), para nosotros el sacerdocio ha de
vivirse según cuanto exige nuestra identidad de Hermanos Menores, como
se indica en nuestras Constituciones generales y en las
Prioridades. De este modo el don del sacerdocio en la Orden, será
una gran riqueza para construir el Reino entre nosotros.
Queridos hermanos, he aquí algunas
ideas para estimularnos a una reflexión más amplia acerca de la
identidad de los Hermanos que han sido llamados al ministerio sacerdotal. Os
invitamos, pues, a continuar dichas reflexiones en vuestra Fraternidad,
Provincia o Custodia. Os invitamos, especialmente, a reflexionar sobre el punto
de partida, la humildad de Dios, como escribió Francisco, o sobre
la audacia de Dios, como ha dicho Benedicto XVI.
No podemos concluir de mejor manera que
citando las palabras de Francisco: «Y a todos los clérigos
tengámoslos por señores nuestros en las cosas que miran a la
salvación del alma y no se desvían de nuestra Religión; y
veneremos en el Señor su orden y oficio y ministerio» (1 R 19,3).
Roma, 15 de julio de 2010, Fiesta de S.
Buenaventura.