DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Celano: Vida primera de San Francisco, 26-57


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Capítulo XI

Espíritu de profecía y predicciones de San Francisco

26. Día a día se iba llenando de consolación y gracia del Espíritu Santo el bienaventurado Francisco, y con la mayor vigilancia y solicitud iba formando a sus nuevos hijos con instrucciones nuevas, enseñándoles a caminar con paso seguro por la vía de la santa pobreza y de la bienaventurada simplicidad.

En cierta ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador! (1), comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre. Comenzó también a sentirse fuera de sí; contenidos los sentimientos y ahuyentadas las tinieblas que se habían ido fijando en su corazón por temor al pecado, le fue infundida la certeza del perdón de todos los pecados y se le dio la confianza de que estaba en gracia. Arrobado luego y absorto enteramente en una luz, dilatado el horizonte de su mente, contempló claramente lo que había de suceder. Cuando, por fin, desapareció aquella suavidad y aquella luz, renovado espiritualmente, parecía transformado ya en otro hombre.

27. Volvió lleno de gozo y habló así a los hermanos: «Confortaos, carísimos, y alegraos en el Señor; no os entristezcáis al veros tan pocos; ni os asuste mi simplicidad ni la vuestra, porque, como me ha mostrado en verdad el Señor, Dios nos hará crecer en gran multitud y nos propagará hasta los confines de la tierra. Para vuestro provecho, me siento forzado a manifestaros cuanto he visto; gustosamente lo callara, si la caridad no me obligara a comunicarlo. He visto una gran multitud de hombres que venían deseosos de convivir con nosotros bajo el mismo hábito de nuestra santa vida y bajo la Regla de la bienaventurada Religión (2). Resuena todavía en mis oídos la algazara de quienes iban y venían según el mandato de la santa obediencia. He visto caminos atestados de gente de toda nación que confluía en estas regiones. Vienen los franceses; aceleran el paso los españoles; corren los alemanes y los ingleses, y vuela veloz una gran multitud de otras diversas lenguas».

Al escuchar todo esto, los hermanos se llenaron de gozo saludable, sea por la gracia que el Señor Dios había concedido a su Santo, sea porque, anhelando ardientemente el bien de sus prójimos, deseaban que éstos multiplicasen a diario el número de los hermanos para ser salvos todos juntos.

28. Luego añadió el Santo: «Hermanos, para que 'fiel y devotamente' (3) demos gracias al Señor Dios nuestro de todos sus dones y para que sepáis cómo hemos de comportarnos con los hermanos de hoy y con los del futuro, oíd la verdad de los acontecimientos que sucederán. Ahora, al principio de nuestra vida, encontramos frutos dulces y suaves sobremanera para comer; poco después se nos ofrecerán otros no tan suaves y dulces; pero al final se nos darán otros tan amargos, que no los podremos comer, pues, aunque tengan una presencia hermosa y aromática, nadie los podrá gustar por su desabrimiento. Y en verdad, como os he dicho, el Señor nos hará crecer hasta ser un gran pueblo. Pero al final sucederá como al pescador que lanza sus redes al mar o en un lago y captura una gran cantidad de peces; cuando los ha colocado en su navecilla, no pudiendo con todos por la multitud, recoge los mayores y los mejores en sus canastos y los demás los tira» (cf. Mt 13,47-50).

Cuán cierto haya sido y cuán claramente se vaya cumpliendo todo esto que predijo el santo de Dios, está patente para cuantos lo miran con espíritu de verdad. He aquí cómo el espíritu de profecía reposó sobre San Francisco.

Capítulo XII

Cómo envió a sus hermanos de dos en dos y cómo poco tiempo después se reunieron nuevamente

29. Por este mismo tiempo ingresó en la Religión otro hombre de bien, llegando con él a ser ocho en número. Entonces, el bienaventurado Francisco los llamó a todos a su presencia y platicó sobre muchas cosas: del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la negación de la propia voluntad y del dominio de la propia carne; los dividió en cuatro grupos de a dos y les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien (cf. 2 R 10,10-12), pues por esto se nos prepara un reino eterno».

Y ellos, inundados de gozo y alegría, se postraban en tierra ante Francisco en actitud de súplica, mientras recibían el mandato de la santa obediencia. Y Francisco los abrazaba, y con dulzura y devoción decía a cada uno: «Pon tu confianza en el Señor, que Él te sostendrá». Estas palabras las repetía siempre que mandaba a algún hermano a cumplir una obediencia.

30. Por este tiempo, los hermanos Bernardo y Gil emprendieron el camino de Santiago; San Francisco, a su vez, con otro compañero, escogió otra parte del mundo (4); los otros cuatro, de dos en dos, se dirigieron hacia las dos restantes.

Mas poco tiempo después, deseando San Francisco ver de nuevo a todos, rogaba al Señor, que reúna a los dispersos de Israel, que se dignara, en su misericordia, reunirlos prontamente. Así sucedió al poco, conforme a sus deseos: sin que nadie los llamara, se juntaron al mismo tiempo, dando gracias a Dios. Una vez congregados, celebran, repletos de gozo, ver al piadoso pastor y se maravillan de haber tenido todos el mismo deseo. Cuentan luego las bondades que el Señor misericordioso ha obrado en ellos, y, por si han sido negligentes e ingratos en alguna medida, humildemente piden corrección y penitencia a su santo Padre y la aceptan con amor (5).

Así acostumbraban hacerlo siempre que se llegaban a él, sin ocultar el más insignificante pensamiento, ni aun los primeros movimientos de su alma; y, cuando habían cumplido cuanto se les había ordenado, se consideraban siervos inútiles (1 R 11,3; 23,7). Era así como toda aquella primera escuela del bienaventurado Francisco estaba poseída del espíritu de pureza: sabían realizar obras útiles, santas y justas, pero desconocían del todo gozarse en ellas vanamente (6). El bienaventurado Padre, abrazando a sus hijos con gran caridad, comenzó a exponerles sus propósitos y les dio a conocer cuanto el Señor le había revelado.

31. En breve se incorporaron a ellos otros cuatro hombres probos e idóneos, y siguieron al santo de Dios (7). Esto provocó entre la gente muchos comentarios, y la fama del varón de Dios se extendió más y más. Cierto que, en aquel tiempo, San Francisco y sus hermanos recibían muy grande alegría y gozo singular cuando alguno del pueblo cristiano, quienquiera que fuese y de cualquiera condición -fiel, rico, pobre, noble, plebeyo, despreciable, estimado, prudente, simple, clérigo, iletrado, laico-, guiado por el Espíritu de Dios, venía a recibir el hábito de la santa Religión. Todo esto provocaba admiración en las personas del mundo y les servía de ejemplo, induciéndoles al camino de una vida más ajustada y a la penitencia de los pecados. Ni la condición más humilde ni la pobreza más desvalida eran obstáculo para que fuesen edificados en la obra de Dios aquellos a quienes Dios quería edificar, pues se complace con los despreciados por el mundo y con los sencillos.

Capítulo XIII

Cómo escribió por vez primera la Regla cuando tenía once hermanos
y cómo se la aprobó el señor papa Inocencio y la visión del árbol

32. Viendo el bienaventurado Francisco que el Señor Dios le aumentaba de día a día el número de seguidores, escribió para sí y sus hermanos presentes y futuros, con sencillez y en pocas palabras (8), una forma de vida y regla, sirviéndose, sobre todo, de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente. Entonces se trasladó a Roma con todos los hermanos mencionados queriendo vivamente que el señor papa Inocencio III le confirmase lo que había escrito.

Por aquellos días se encontraba en Roma el venerable obispo de Asís, Guido, que honraba en todo a San Francisco y a sus hermanos y los veneraba con especial afecto. Al ver a San Francisco y a sus hermanos, llevó muy a mal su presencia, pues desconocía el motivo; temió que quisieran abandonar su propia región, en la cual el Señor había comenzado a obrar cosas extraordinarias por medio de sus siervos. Mucho le alegraba el tener en su diócesis hombres tan excelentes, de cuya vida y costumbres se prometía grandes cosas. Mas, oído el motivo y enterado del propósito de su viaje, se gozó grandemente en el Señor, empeñando su palabra de ayudarles con sus consejos y recursos.

San Francisco se presentó también al reverendo señor obispo de Sabina, Juan de San Pablo, que figuraba entre los príncipes y personas destacadas de la curia romana como despreciador de las cosas terrenas y amador de las celestiales. Le recibió benigna y caritativamente (9) y apreció sobremanera su deseo y resolución.

33. Mas, como era hombre prudente y discreto, le interrogó sobre muchas cosas, y le aconsejó que se orientara hacia la vida monástica o eremítica (10). Pero San Francisco rehusaba humildemente, como mejor podía, tal propuesta; no por desprecio de lo que le sugería, sino porque, guiado por aspiraciones más altas, buscaba piadosamente otro género de vida. Admirado el obispo de su fervor y temiendo decayese de tan elevado propósito, le mostraba caminos más sencillos. Finalmente, vencido por su constancia, asintió a sus ruegos y se ocupó con el mayor empeño, ante el papa, en promover esta causa.

Presidía a la sazón la Iglesia de Dios el papa Inocencio III, pontífice glorioso, riquísimo en doctrina, brillante por su elocuencia, ferviente por el celo de la justicia en lo tocante al culto de la fe cristiana. Conocido el deseo de estos hombres de Dios, previa madura reflexión, dio su asentimiento a la petición, y así lo demostró con los hechos. Y, después de exhortarles y aconsejarles sobre muchas cosas, bendijo a San Francisco y a sus hermanos, y les dijo: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia. Cuando el Señor omnipotente os multiplique en número y en gracia, me lo contaréis llenos de alegría, y yo os concederé más favores y con más seguridad os confiaré asuntos de más transcendencia» (11).

En verdad que el Señor estaba con San Francisco doquiera fuese, recreándolo con revelaciones y animándolo con sus favores. Una noche durante el sueño le pareció recorrer un camino; a su vera había un árbol majestuoso; un árbol hermoso y fuerte, corpulento y muy alto; se acercó a él, y, mientras a su sombra admiraba la belleza y la altura del árbol, fue súbitamente elevado tan alto, que tocaba su cima, y, agarrándolo, lo inclinaba hasta el suelo.

Es lo que efectivamente sucedió cuando el señor Inocencio, árbol el más excelso y sublime del mundo (12), se inclinó con la mayor benevolencia a su petición y voluntad.

Capítulo XIV

Retornan de la ciudad de Roma al valle de Espoleto
y permanecen en el camino

34. San Francisco con sus hermanos, pletóricos de gozo por los dones y beneficios de tan gran padre y señor, dio gracias a Dios omnipotente, que ensalza a los humildes y hace prosperar a los afligidos. Inmediatamente fue a visitar el sepulcro del bienaventurado Pedro, y, terminada la oración, salió de Roma con sus compañeros, tomando el camino que lleva al valle de Espoleto. Durante el camino iban platicando entre sí sobre los muchos y admirables dones que el clementísimo Dios les había concedido: cómo el vicario de Cristo, señor y padre de toda la cristiandad, les había recibido con la mayor amabilidad; de qué forma podrían llevar a la práctica sus recomendaciones y mandatos; cómo podrían observar con sinceridad la Regla que habían recibido y guardarla indefectiblemente; de qué manera se conducirían santa y religiosamente en la presencia del Altísimo; en fin, cómo su vida y costumbres, creciendo en santas virtudes, servirían de ejemplo a sus prójimos. Y mientras los nuevos discípulos de Cristo iban así conversando ampliamente sobre estos temas en aquella escuela de humildad, avanzaba el día y pasaban las horas. Llegaron a un lugar solitario; estaban muy cansados por la fatiga del viaje; tenían hambre, y no podían hallar alimento alguno, porque aquel lugar estaba muy alejado de todo poblado. Pero al punto, por divina providencia, les salió al encuentro un hombre que traía en sus manos un pan; se lo dio y se fue. Ellos, que no lo conocían, quedaron profundamente maravillados, y mutuamente se exhortaban con devoción a confiar más y más en la divina misericordia.

Tomado el alimento y ya confortados, llegaron a un lugar próximo a la ciudad de Orte, y allí permanecieron unos quince días. Algunos de ellos entraban en la ciudad en busca de lo necesario para la subsistencia, y lo poco que podían conseguir de puerta en puerta lo llevaban a los otros hermanos y lo comían en común, con acción de gracias y gozo del corazón. Si algo les sobraba, porque no encontraban a quién dárselo, lo depositaban en un sepulcro, que tiempo atrás había contenido cuerpos de difuntos, para comérselo más tarde. Aquel lugar estaba desierto y abandonado, y pocos, por no decir ninguno, se acercaban allí.

35. Grande era su alegría cuando no veían ni tenían nada que vana y carnalmente pudiera excitarles a deleite (13). Comenzaron a familiarizarse con la santa pobreza (14); y, sintiéndose llenos de consolación en medio de la carencia total de las cosas del mundo, determinaron vivir perpetuamente y en todo lugar unidos a ella, como lo estaban al presente. Ya que, depuesto todo cuidado de las cosas terrenas, les deleitaba sólo la divina consolación, establecieron -y se confirmaron en ello- no apartarse nunca de sus abrazos por muchas que fueran las tribulaciones que los agitasen y muchas las tentaciones que los importunaran.

Y aunque la belleza del lugar, que suele ejercer no pequeño influjo en la relajación del vigor del alma, no había cautivado su afecto, a fin de que ni siquiera una permanencia excesivamente prolongada pudiera suscitar en ellos apariencia de propiedad, abadanaron el lugar (15), y, siguiendo al Padre feliz, entraron en el valle de Espoleto.

Verdaderos amantes de la justicia, trataban también de si debían convivir con los hombres o retirarse a lugares solitarios. Mas San Francisco, que no confiaba en sí mismo y se prevenía para todos los asuntos con la santa oración, escogió no vivir para sí solo, sino para Aquel que murió por todos, pues se sabía enviado a ganar para Dios las almas que el diablo se esforzaba en arrebatárselas (16).

Capítulo XV

Fama del bienaventurado Francisco y conversión de muchos a Dios.
Cómo la Orden se llamó de los Hermanos Menores
y cómo educaba a los que ingresaban en la Religión

36. El muy valeroso caballero de Cristo Francisco recorría ciudades y castillos anunciando el reino de Dios, predicando la paz y enseñando la salvación y la penitencia para la remisión de los pecados; no con persuasivos discursos de humana sabiduría, sino con la doctrina y poder del espíritu. En todo actuaba con gran seguridad por la autoridad apostólica que había recibido, evitando adulaciones y vanas lisonjas. No sabía halagar las faltas de algunos y las fustigaba; lejos de alentar la vida de los que vivían en pecado, la castigaba con ásperas reprensiones, ya que antes se había convencido a sí mismo viviendo lo que recomendaba con las palabras; no temiendo que le corrigieran, proclamaba la verdad con tal aplomo que hasta hombres doctísimos, ilustres por su fama y dignidad, quedaban admirados de sus sermones, y en su presencia se sentían sobrecogidos de un saludable temor. Corrían a él hombres y mujeres; los clérigos y los religiosos acudían presurosos para ver y oír al santo de Dios, que a todos parecía hombre del otro mundo (17). Gentes de toda edad y sexo dábanse prisa para contemplar las maravillas que el Señor renovaba en el mundo por medio de su siervo. Parecía en verdad que en aquel tiempo, por la presencia de San Francisco y su fama, había descendido del cielo a la tierra una luz nueva que disipaba aquella oscuridad tenebrosa que había invadido casi la región entera, de suerte que apenas había quien supiera hacia dónde tenía que caminar. Tan profundo era el olvido de Dios y tanto había cundido en casi todos el abandono indolente de sus mandatos, que era poco menos que imposible sacudirlos de algún modo de sus viejos e inveterados vicios.

37. Brillaba como fúlgida estrella en la oscuridad de la noche, y como la aurora en las tinieblas; y en breve cambió el aspecto de aquella región; superada la antigua fealdad, se mostró con rostro más alegre. Desapareció la primitiva aridez y al punto brotó la mies en aquel campo escuálido; también la viña inculta dejó brotar el germen del buen olor de Dios, y, rompiendo en suavísimas flores, dio frutos de bien y de honestidad.

Por todas partes resonaban himnos de gratitud y de alabanza; tanto que muchos, dejando los cuidados de las cosas del mundo, encontraron, en la vida y en la enseñanza del beatísimo padre Francisco, conocimiento de sí mismos y aliento para amar y venerar al Creador. Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y legos, tocados de divina inspiración, se llegaron a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio. Cual río caudaloso de gracia celestial, empapaba el santo de Dios a todos ellos con el agua de sus carismas y adornaba con flores de virtudes el jardín de sus corazones. ¡Magnífico operario aquél! Con sólo que se proclame su forma de vida, su regla y doctrina, contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo y triunfe la triple milicia de los que se han de salvar (18). A todos daba una norma de vida y señalaba con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno.

38. Es particularmente conocido lo que se refiere a la Orden que abrazó y en la que se mantuvo con amor y por profesión. Fue él efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: «Y sean menores» (cf. 2 Cel 18.71.148); al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: «Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores».

Y, en verdad, menores quienes, sometidos a todos (cf. Test 19), buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes.

De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era de ver el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en los castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras.

39. Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices; en cambio, era penosa la ausencia; la separación, amarga, y dolorosa la partida.

Pero nada osaban anteponer a los preceptos de la santa obediencia aquellos obedientísimos caballeros que, antes de que se hubiera concluido la palabra de la obediencia, estaban ya prontos para cumplir lo ordenado. No sabían hacer distintivos en los preceptos; más bien, evitando toda resistencia, se ponían, como con prisas, a cumplir lo mandado.

Eran «seguidores de la altísima pobreza» (cf. 2 R 5,4), pues nada poseían ni amaban nada; por esta razón, nada temían perder. Estaban contentos con una túnica sola, remendada a veces por dentro y por fuera (19); no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de burdo paño; y estaban resueltos a continuar en la fidelidad a todo esto y a no tener otra cosa.

En todas partes se sentían seguros, sin temor que los inquietase ni afán que los distrajese; despreocupados aguardaban al día siguiente; y cuando con ocasión de los viajes, se encontraban frecuentemente en situaciones incómodas, no se angustiaban pensando dónde habían de pasar la noche. Pues cuando, en medio de los fríos más crudos, carecían muchas veces del necesario albergue, se recogían en un horno (20) o humildemente se guarecían de noche en grutas o cuevas.

Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente (21), sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo (22); más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestos y útiles, estimulaban a la paciencia y humildad a cuantos trataban con ellos.

40. De tal modo estaban revestidos de la virtud de la paciencia, que más querían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virilmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud.

Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción. Cuando querían darse a la oración, recurrían a ciertos medios que se habían ingeniado: unos se apoyaban en cuerdas suspendidas, para que el sueño no turbara la oración; otros se ceñían con instrumentos de hierro; algunos, en fin, se ponían piezas mortificantes de madera (23).

Si alguna vez, por excederse en el comer o beber, quedaba conturbada, como suele, la sobriedad, o si, por el cansancio del viaje, se habían sobrepasado, aunque fuera poco, de lo estrictamente necesario, se castigaban duramente con muchos días de abstinencia. En fin, tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos en sangre (24).

41. Tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones.

En medio de esta vida ejercitaban la paz y la mansedumbre con todos; intachables y pacíficos en su comportamiento, evitaban con exquisita diligencia todo escándalo. Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra chocarrera ni ociosa, para que en su vida y en sus relaciones no pudiera encontrarse nada que fuera indecente o inhonesto.

Eran disciplinados en todo su proceder; su andar era modesto; los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento. Llevaban sus ojos fijos en la tierra y tenían la mente clavada en el cielo. No cabía en ellos envidia alguna, ni malicia, ni rencor, ni murmuración, ni sospecha, ni amargura; reinaba una gran concordia y paz continua; la acción de gracias y cantos de alabanza eran su ocupación.

Estas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que formaba a los nuevos hijos, no tanto de palabra y con la lengua cuanto de obra y de verdad.

Capítulo XVI

Su morada en Rivo Torto y observancia de la pobreza

42. Recogíase el bienaventurado Francisco con los suyos en un lugar, próximo a la ciudad de Asís, que se llamaba Rivo Torto (25). Había allí una choza abandonada; en ella vivían los más valerosos despreciadores de las grandes y lujosas viviendas y a su resguardo se defendían de los aguaceros. Pues, como decía el Santo, «más presto se sube al cielo desde una choza que desde un palacio» (26). Todos los hijos y hermanos vivían en aquel lugar con su Padre, padeciendo mucho y careciendo de todo; privados muchísimas veces del alivio de un bocado de pan, contentos con los nabos que mendigaban trabajosamente de una parte a otra por la llanura de Asís. Aquel lugar era tan exageradamente reducido, que malamente podían sentarse ni descansar. Con todo, no se oía, por este motivo, murmuración o queja alguna; antes bien, con ánimo sereno y espíritu gozoso, conservaban la paciencia.

San Francisco practicaba con el mayor esmero todos los días, mejor, continuamente, el examen de sí mismo y de los suyos; no permitiendo en ellos nada que fuera peligroso, alejaba de sus corazones toda negligencia. Riguroso en la disciplina, para defenderse a sí mismo mantenía una vigilancia estricta. Si alguna vez la tentación de la carne le excitaba, cosa natural, arrojábase en invierno a un pozo lleno de agua helada y permanecía en él hasta que todo incentivo carnal hubiera desaparecido (cf. nota 24). Ni que decir tiene que ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás.

43. Les enseñaba no tan sólo a mortificar los vicios y reprimir los estímulos de la carne, sino también los sentidos externos, por los cuales se introduce la muerte en el alma. Acaeció que por aquellos días y por aquellos lugares pasó el emperador Otón, con mucho séquito y gran pompa, a recibir la corona del imperio terreno (27); el santísimo Padre y sus compañeros estaban en la aludida choza, junto al camino por donde pasaba; ni salió él a verlo ni permitió que saliera sino aquel que valientemente le había de anunciar lo efímero de aquella gloria (28).

El glorioso Santo preparaba en su interior una morada digna de Dios, viviendo dentro de sí y moviéndose en los amplios espacios de su corazón; el barullo exterior no era capaz de cautivar sus oídos, ni voz alguna podía hacerle abandonar ni siquiera interrumpir el gran negocio que traía entre manos. Estaba investido de la autoridad apostólica, y por eso se resistía en absoluto a adular a reyes y príncipes.

44. Vivía en el continuo ejercicio de la santa simplicidad y no dejaba que lo angosto del lugar estrechara la holgura de su corazón. Por esto escribía el nombre de los hermanos en los maderos de la choza para que, al querer orar o descansar, reconociera cada uno su puesto y lo reducido del lugar no turbase el recogimiento del espíritu.

Cuando moraban en aquel lugar, un día un hombre con su borrico llegó a la choza que habitaban el varón de Dios y sus compañeros; para impedir que le echaran, invitaba al borrico a entrar, diciendo: «Adelante, que así mejoraremos este lugar». Al oírlo Francisco, y percatándose de la intención, lo llevó muy a mal; se pensaba aquel hombre que los hermanos querían afincarse allí y añadir nuevas chozas a la existente. Y, sin más, San Francisco salió de aquel lugar, abandonó aquel chamizo a causa de las palabras del aldeano, y se trasladó a otro sitio, no lejos de allí, que se llama Porciúncula, donde, como queda dicho (29), había reparado, tiempo atrás, la iglesia de Santa María. No quería tener propiedad para poder poseer todo con plenitud en el Señor.

Capítulo XVII

Cómo el bienaventurado Francisco enseñó a orar a sus hermanos
y la obediencia y pureza de éstos
(30)

45. Por aquellos días, los hermanos le rogaron que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico (31). Él les respondió: «Cuando oréis, decid: "Padre nuestro" (32) y "Te adoramos, ¡oh Cristo!, en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo" (Test 5)». Los hermanos, discípulos de tan piadoso maestro, se cuidaban de observar esto con suma diligencia, puesto que ponían el máximo empeño en cumplir no sólo aquello que el bienaventurado padre Francisco les decía aconsejándoles fraternamente o mandándoles paternalmente, sino también -si de alguna manera podían adivinarlo- lo que pensaba o estaba cavilando. El mismo bienaventurado Padre solía decirles que es tan verdadera obediencia la que ha sido proferida o expresada como la que no ha sido más que pensada; igual cuando es mandamiento como cuando es deseo; es decir: «Un hermano súbdito debe someterse inmediatamente todo él a la obediencia y hacer lo que por cualquier indicio ha comprendido que quiere el hermano prelado; no solamente cuando ha escuchado la voz de éste, sino incluso cuando ha conocido su deseo».

Y así, dondequiera que hubiese una iglesia que, aun no cogiéndoles de paso, pudieran siquiera divisarla de lejos, se volvían hacia ella y, postrados en tierra, decían: «Adorámoste, Cristo, en todas las iglesias», según les había enseñado el Padre santo. Y lo que no es menos digno de admirar: hacían esto mismo siempre que veían una cruz o un signo de la cruz, fuese en la tierra, en una pared, en los árboles o en las cercas de los caminos.

46. En tal medida estaban repletos de santa simplicidad, tal era su inocencia de vida y pureza de corazón, que no sabían lo que era doblez; pues, como era una la fe, así era uno el espíritu, una la voluntad, una la caridad; siempre en coherencia de espíritus, en identidad de costumbres; iguales en el cultivo de la virtud; había conformidad en las mentes y coincidencia en la piedad de las acciones.

Confesaban con frecuencia sus pecados a un sacerdote secular de muy mala fama, y bien ganada, y digno del desprecio de todos por la enormidad de sus culpas; habiendo llegado a conocer su maldad por el testimonio de muchos, no quisieron dar crédito a lo que oían, ni dejar por ello de confesarle sus pecados como solían, ni de prestarle la debida reverencia (cf. Test 6-9).

Y como cierto día este u otro sacerdote dijera a uno de los hermanos: «Mira, hermano, no seas hipócrita», aquel hermano, sin más, apoyado en la palabra del sacerdote, creyó ser efectivamente un hipócrita. Y, afectado de un profundo dolor, se lamentaba día y noche. Al preguntarle los hermanos por la causa de tanta tristeza y de tan desacostumbrada aflicción, les respondió: «Un sacerdote me ha dicho esto, y me apena tanto, que con dificultad consigo pensar en otra cosa». Consolábanle los hermanos y le animaban a no tomarlo tan en serio, pero él les respondía: «¿Qué estáis diciendo, hermanos? Es un sacerdote quien me lo ha dicho; ¿acaso puede mentir un sacerdote? Pues como un sacerdote no miente, se impone que creamos ser verdadero lo que ha dicho». Así continuó tiempo y tiempo en esta simplicidad, hasta que el beatísimo Padre le tranquilizó con sus palabras, explicándole el dicho del sacerdote y excusando sagazmente la intención de éste.

Difícilmente podía haber turbación interior tan grande en un hermano que, como un nublado, no se disipara ante la palabra ardiente del Padre y que no diera paso a la serenidad.

Capítulo XVIII

El carro de fuego y el conocimiento de los ausentes
que el bienaventurado Francisco tenía

47. Caminando los hermanos en simplicidad ante Dios y con confianza ante los hombres, merecieron por aquel tiempo el gozo de la divina revelación. Mientras, inflamados del fuego del Espíritu Santo, cantaban el Pater noster con voz suplicante, en melodía espiritual, no sólo en las horas establecidas, sino en todo tiempo, ya que ni la solicitud terrena ni el enojoso cuidado de las cosas les preocupaba, una noche el beatísimo padre Francisco se ausentó corporalmente de su presencia. Y he aquí que a eso de la media noche, estando unos hermanos descansando y otros orando fervorosamente en silencio, entró por la puertecilla de la casa un carro de fuego deslumbrador que dio dos o tres vueltas por la habitación; sobre él había un gran globo, que, semejándose al sol, hizo resplandeciente la noche. Quedaron atónitos cuantos estaban en vela y se sobresaltaron los que dormían; sintiéronse iluminados no menos en el corazón que en el cuerpo. Reunidos todos, se preguntaban qué podría significar aquello; mas por la fuerza y gracia de tanta claridad quedaban patentes las conciencias de los unos para los otros.

Comprendieron finalmente y descubrieron que era el alma del santo Padre, radiante con aquel inmenso fulgor, la cual, en gracia, sobre todo, a su pureza y a su gran piedad con sus hijos, había merecido del Señor don tan singular.

48. En verdad que muchas veces habían comprobado y experimentado con señales manifiestas que los secretos del corazón no se le ocultaban al altísimo Padre. ¡Cuántas veces, sin que nadie se lo contase, sólo por revelación del Espíritu Santo, conoció las acciones de los hermanos ausentes, descubrió los secretos del corazón y sondeó las conciencias! ¡Y a cuántos amonestó en sueños, mandándoles lo que debían hacer y prohibiéndoles lo que debían evitar! ¡Cuántos fueron los que externamente parecían buenos y cuyas malas obras futuras predijo! Como, asimismo, presintiendo el término de las maldades de muchos, anunció que recibirían la gracia de la salvación. Más aún: si alguno poseía el espíritu de pureza y simplicidad (33), disfrutó de la consolación singular de contemplarlo de un modo que a otros no les era dado. Referiré, entre otros hechos, uno que conocí por testigos fidedignos. El hermano Juan de Florencia, nombrado por San Francisco ministro de los hermanos en la Provincia, celebraba capítulo con ellos en dicha provincia (34); el Señor Dios, con su piedad acostumbrada, le abrió la boca para la predicación e hizo a todos los hermanos atentos y benévolos para escuchar. Había entre éstos uno, sacerdote, ilustre por su fama y más por su vida, llamado Monaldo, cuya virtud estaba fundada en la humildad, alimentada por frecuente oración y defendida por el escudo de la paciencia. También estaba presente en aquel capítulo el hermano Antonio (35), a quien el Señor abrió la inteligencia para que entendiese las Escrituras y hablara de Jesús en todo el mundo palabras más dulces que la miel y el panal. Predicando él a los hermanos con todo fervor y devoción sobre las palabras «Jesús Nazareno, Rey de los judíos», el mencionado Monaldo miró hacia la puerta de la casa en la que estaban reunidos, y vio con los ojos del cuerpo al bienaventurado Francisco, elevado en el aire, con las manos extendidas en forma de cruz y bendiciendo a los hermanos. Parecían todos llenos de la consolación del Espíritu Santo, y, por el gozo de la salvación que experimentaron, creyeron muy digno de fe cuanto oyeron sobre la visión y presencia del gloriosísimo Padre.

49. En muchas ocasiones conoció lo recóndito de los corazones. Son abundantes los testimonios y frecuentes los casos. Me ceñiré sólo a uno del que no queda lugar a dudas.

Un hermano llamado Ricerio, noble por su linaje y mucho más por sus costumbres, amador de Dios y despreciador de sí mismo y que se conducía en todo con espíritu de piedad y total entrega para ganarse y poseer plenamente la benevolencia del santo Padre, tenía gran temor de que San Francisco le aborreciera internamente, y quedase así excluido de la gracia de su amor. Pensaba este hermano -muy timorato- que quien era amado de San Francisco con íntimo amor, había de merecer también el divino favor; y, por el contrario, quien no lo hallase benévolo y propicio, incurriría en la ira del supremo juez. Pensaba estas cosas en su interior, y frecuentemente se las repetía a sí mismo en el secreto de su corazón, sin que manifestara a nadie sus razonamientos.

50. Mas como cierto día estuviese el bienaventurado Padre orando en la celdilla y se acercase allí el hermano turbado por su idea fija, conoció el santo de Dios su llegada y lo que revolvía en la mente. Al instante lo hizo llamar y le animó: «Hijo, no te turbe ninguna tentación, ni pensamiento alguno te atormente, porque tú me eres muy querido, y has de saber que, entre los que estimo particularmente, eres digno de mi afecto y familiaridad. Llégate a mí confiado cuando gustes y háblame apoyado en la familiaridad que nos une» (36). Quedó el hermano extraordinariamente maravillado, y a partir de este momento fue mayor su veneración; cuanto creció en favor ante el santo Padre, tanto más confiadamente se abandonó a la misericordia de Dios.

¡Cuán doloroso debe resultar, Padre santo, sufrir tu ausencia a quienes no esperan encontrar de nuevo en la tierra otro semejante a ti! Ayúdanos, te lo suplicamos, con tu intercesión a los que nos ves cubiertos de la funesta mancha del pecado. Cuando estabas ya repleto del espíritu de todos los justos, previendo lo futuro y contemplando lo presente, aparecías siempre envuelto en la simplicidad para huir de toda ostentación.

Pero volvamos atrás para continuar el curso de la historia.

Capítulo XIX

Solicitud por sus hermanos
y desprecio de sí mismo y humildad verdadera

51. El beatísimo varón Francisco volvió corporalmente a sus hermanos, de los que, según queda dicho, jamás se alejaba en espíritu. Llevado siempre de santa curiosidad por los súbditos, informábase de las acciones de todos mediante diligente y minucioso examen, no dejando nada sin castigo, si algo aparecía menos perfecto. Fijaba la atención, ante todo, en las faltas espirituales; luego juzgaba las faltas externas, y, por último, trataba del modo de evitar las ocasiones que franquean la entrada al pecado.

Custodiaba, con todo interés y con la mayor solicitud, la santa y señora pobreza (37); para que no se llegase a tener cosas superfluas, ni permitía siquiera que hubiera en casa un vaso, siempre que se pudiera pasar sin él sin caer en extrema necesidad. Solía decir que era imposible satisfacer la necesidad sin condescender con el placer (cf. LM 5,1). Muy rara vez consentía en comer viandas cocidas, y, cuando las admitía, las componía muchas veces con ceniza o las volvía insípidas a base de agua fría. ¡Cuántas veces, mientras andaba por el mundo predicando el Evangelio de Dios, invitado a la mesa por grandes príncipes que le veneraban con afecto entrañable, gustaba apenas un poco de carne, por observar el santo Evangelio (38), y todo lo demás, que simulaba comer, lo guardaba en el seno, llevándose la mano a la boca para que nadie reparase lo que hacía! Y ¿qué diré del uso del vino, cuando ni bebía el agua suficiente aun en los casos en que se veía atormentado por la sed?

52. Dondequiera que se hospedase, no permitía que su lecho fuera cubierto de ropas, sino que sobre la desnuda tierra extendía la túnica, que recibía sus desnudos miembros. Cuando concedía al débil cuerpo el favor del sueño, dormía muchas veces sentado, y, citando se tendía, lo hacía en la forma indicada, poniendo de cabezal un leño o una piedra (39).

Si, como ocurre, sentía despertársele el apetito de comer alguna cosa, difícilmente se avenía a satisfacerlo. Sucedió en cierta ocasión que, estando enfermo, comió un poco de carne de pollo; recobradas las fuerzas del cuerpo, entró en la ciudad de Asís. Al llegar a la puerta, mandó a un hermano que le acompañaba que, echándole una cuerda al cuello, lo llevase como a ladrón por toda la ciudad, proclamando en tono de pregonero: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado de carne de gallina sin que vosotros lo supierais». Ante semejante espectáculo, corría la gente y decían entre lágrimas y suspiros: «¡Pobres de nosotros, que pasamos toda la vida manchados con sangre y alimentamos nuestros corazones y cuerpos con lujurias y borracheras!» Así, compungidos de corazón ante ejemplo tan singular, se sentían arrastrados a mejorar su vida.

53. Casos como éste los repetía con frecuencia, ya para despreciarse a la perfección a sí mismo, ya también para estimular a los demás a apetecer los honores que no se acaban. Se miraba a sí mismo como objeto de desecho; libre de todo temor, de toda solicitud por su cuerpo, lo exponía a toda clase de afrentas para que su amor no le hiciera desear cosa temporal. Maestro consumado en el desprecio de sí mismo, a todos lo enseñaba con la palabra (40) y con el ejemplo. Celebrado por todos y por todos ensalzado, sólo para él era un ser vilísimo (cf. Adm 12 y 18), sólo él se consideraba con todo ardor objeto de menosprecio. Con frecuencia se veía honrado de todos, y por ello se sentía tan profundamente herido, que, rehusado todo halago humano, se hacía insultar por alguien. Llamaba a un hermano y le decía: «Te mando por obediencia que me injuries sin compasión y me digas la verdad, contra la falsedad de éstos». Y mientras el hermano, muy a pesar suyo, le llamaba villano, mercenario, sin substancia, él, entre sonrisas y aplausos, respondía: «El Señor te bendiga, porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro Bernardone». De este modo traía a su memoria el origen humilde de su cuna.

54. Con objeto de probar que en verdad era digno de desprecio y de dar a los demás ejemplo de auténtica confesión, no tenía reparo en manifestar ante todo el público, durante la predicación, la falta que hubiera cometido. Más aún: si le asaltaba, tal vez, algún mal pensar sobre otro o sin reflexionar le dirigía una palabra menos correcta, al punto confesaba su culpa con toda humildad al mismo de quien había pensado o hablado y le pedía perdón (cf. Adm 22). La conciencia, testigo de toda inocencia, no le dejaba reposar, vigilándose con toda solicitud en tanto la llaga del alma no quedase enteramente curada. No le agradaba que nadie se apercibiera de sus progresos en todo género de empresas; sorteaba por todos los medios la admiración, para no incurrir en vanidad.

¡Pobres de nosotros! Te hemos perdido, digno Padre, ejemplar de toda bondad y de toda humildad; te hemos perdido por justa condena, pues, teniéndote con nosotros, no nos empeñamos en conocerte.

Capítulo XX

Cómo, llevado del deseo del martirio,
se dirige primero a España y luego a Siria.

Cómo, por su mediación, Dios, multiplicando los alimentos,
salvó la vida de los navegantes

55. Inflamado en divino amor, el beatísimo padre Francisco pensaba siempre en acometer empresas mayores. Mantenía vivo el deseo de alcanzar la cima de la perfección, caminando con un corazón anchuroso por la vía de los mandamientos de Dios. El año sexto de su conversión (41), ardiendo en vehementes deseos de sagrado martirio, quiso pasar a Siria para predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y demás infieles. Para conseguirlo se embarcó en una nave; pero, a causa de los vientos contrarios, se encontró, con los demás navegantes, en las costas de Eslavonia (42). Viéndose defraudado en tan vivo deseo, poco después rogó a unos marineros que se dirigían a Ancona lo admitiesen en su compañía, pues aquel año apenas había nave que zarpara para Siria. Mas como ellos se negasen rotundamente a tal petición dada la insuficiencia de víveres, el santo de Dios, confiando plenamente en la bondad del Señor, se metió a escondidas en la nave con su compañero. Se presentó entonces, por divina providencia, uno que, sin que nadie lo supiera, traía alimentos; llamó a un marinero temeroso de Dios y le dijo: «Toma todo esto y, cuando surja la necesidad, entrégalo fielmente a los pobres que están ocultos en la nave». Sucedió, pues, que se levantó de improviso una furiosa tempestad, y, habiéndose prolongado los días de navegación, los marineros consumieron los víveres, y no quedaron más alimentos que los que tenía el pobre Francisco. Estos, por gracia y virtud divina, se multiplicaron de tal forma, que, aunque se dilató la travesía, cubrieron con abundancia las necesidades de todos hasta que llegaron al puerto de Ancona. Viéndose los marineros a salvo de los peligros del mar gracias al siervo de Dios Francisco, lo agradecieron al omnipotente Dios, que siempre se muestra admirable y amable con sus siervos.

56. El siervo del Dios excelso, Francisco, dejó el mar y se puso a recorrer la tierra y a trabajar con la reja de la palabra, sembrando la semilla de vida que da frutos de bendición. Al punto, muchísimos hombres buenos e idóneos, clérigos y laicos, huyendo del mundo y rompiendo virilmente con el diablo, por gracia y voluntad del Altísimo, le siguieron devotamente en su vida e ideales. Mas si bien el sarmiento evangélico producía abundancia de frutos sabrosísimos, no por esto se enfrió su excelente propósito y ardiente deseo del martirio. Poco después se dirigió hacia Marruecos a predicar el Evangelio al Miramamolín y sus correligionarios (43). Tal era la vehemencia del deseo que le movía, que a veces dejaba atrás a su compañero de viaje y no cejaba, ebrio de espíritu, hasta dar cumplimiento a su anhelo. Pero loado sea el buen Dios, que tuvo a bien, por su sola benignidad, acordarse de mí (44) y de otros muchos: y es que, una vez que entró en España, se enfrentó con él, y, para evitar que continuara adelante, le mandó una enfermedad que le hizo retroceder en su camino.

57. Volvióse a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, y al poco tiempo se le unieron, muy gozosos, algunos letrados y algunos nobles. Siendo él nobilísimo de alma y muy discreto, los trató con toda consideración y dignidad, dando con delicadeza a cada uno lo que le correspondía. Dotado de singular discreción, ponderaba con prudencia la dignidad de cada uno. Pero, a pesar de todo, no podía hallar sosiego mientras no llevase a feliz término el deseo de su corazón, ahora más vehemente. Por esto, en el año trece de su conversión marchó a Siria con un compañero (45), al tiempo en que la guerra entre cristianos y sarracenos crecía a diario en dureza y crueldad, y no temió presentarse ante el sultán de los sarracenos (46).

¿Quién será capaz de narrar la entereza de ánimo con que se mantuvo ante él, el acento que ponía en sus palabras, la elocuencia y seguridad con que respondía a quienes se mofaban de la ley cristiana? Antes de llegar al sultán fue apresado por sus satélites: colmado de ultrajes y molido a azotes, no tiembla; no teme ante la amenaza de suplicios, ni le espanta la proximidad de la muerte. Y he aquí que, si muchos le agraviaron con animosidad y gesto hostil, el sultán, por el contrario, lo recibió con los más encumbrados honores. Lo agasajaba cuanto podía y, presentándole toda clase de dones, intentaba doblegarle a las riquezas del mundo; ante el tesón con que lo despreciaba todo, como si fuera estiércol, estupefacto, lo miraba como a un hombre distinto de los demás; intensamente conmovido por sus palabras, le escuchaba con gran placer. Como se ve, el Señor no dio cumplimiento a los deseos del Santo, reservándole la prerrogativa de una gracia singular.

* * * * *

Notas:

1) Es la oración del publicano (Lc 18,13). Según Wadding (Annales I a. 1209 XXIV p. 65), el hecho tuvo lugar en Poggio-Bustone. Tal es también la opinión de Cuthbert (Vida de San Francisco de Asís [Barcelona 1956] p. 63).

2) Al mismo tiempo que Francisco deseaba sumamente el crecimiento de su Orden, temía sobremanera al número, que, como consecuencia, trae la decadencia (1 Cel 28; 2 Cel 23.70.158). Cf. también J. F. Gilmont, Paternité et médiation du fondateur d'Ordre: Rev. Asc. Myst. 40 (1964) pp. 393-426.

3) Fideliter et devote: Celano aplica aquí estos dos adverbios a la oración, mientras San Francisco quiere expresar con ellos el modo de realizar el trabajo para que no se apague el espíritu de oración (2 R 5,1-2).

4) El valle de Rieti (Wadding, Annales I a. 1209 XXIV p. 65).

5) La práctica de estos «capítulos» se perpetuó; Cf. Jacobo de Vitry, Carta 1 (en este volumen pp. 963 y 966) y Adm 22.

6) Este comportamiento de los primeros hermanos corresponde a las admoniciones que les dirigía San Francisco, y de las que nos han quedado algunos textos: «Dichoso aquel siervo que no se enaltece más por el bien que el Señor dice y obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro» (Adm 17).

7) Eran Juan de San Constanzo, Bárbaro, un segundo Bernardo y Ángel Tancredi. Cf. LP 7 nota.

8) Son los mismos términos con que San Francisco, en su Testamento, califica esta primera redacción.

9) Benigne et caritative: son las disposiciones con que San Francisco quiere que un superior reciba a un hermano que se encuentre en dificultad (2 R 10,15).

10) Como se obligará, algunos años más tarde, a los «Pobres católicos».

11) Inocencio III pensaba, tal vez, en la predicación de la cruzada o en la lucha contra los cátaros.

12) Ya que los reyes y emperadores, vasallos suyos, recibían el poder, la «espada», a través de él y le rendían homenaje.

13) Tanto en la vida real de los hermanos como en los escritos de San Francisco aparecían íntimamente relacionadas la pobreza y la alegría (cf. Adm 27).

14) El autor del Sacrum commercium se ha inspirado, tal vez, en esto para el título.

15) Para un franciscano, «instalarse» equivale a pegarse a algo, apropiarse de alguna cosa. Para Francisco, el ideal evangélico comporta principios tan simples como los siguientes: el mal consiste en la apropiación; el bien, en cambio, en la donación de lo que se tiene y de lo que se es. Cf. el elogio del hermano Lúcido en EP 85.

16) Este caso de conciencia aparece desarrollado en LM 12,1-2. Y Jacobo de Vitry aporta una confirmación de la solución (Carta 1; cf. en este mismo volumen p. 963).

17) Homo alterius saeculi. Cf. 1 Cel 82; LM 4,5. Cf. K. Esser, Homo alterius saeculi: WuW 20 (1957) pp. 180-97.

18) ¿Alusión al triple grupo de clérigos, religiosos y laicos en la Iglesia o a las tres Órdenes franciscanas: hermanos menores, clarisas y terciarios?

19) Test 16-17. A consecuencia de la extensión de la Orden, la 2 R 2,14 admite, no obstante, una túnica suplementaria en razón de climas más rigurosos o salud corporal más frágil.

20) Muchas villas poseían un horno comunal.

21) 1 R 7; 2 R 5. Y el Testamento añade: «Y los que no lo saben, que lo aprendan» (v. 21).

22) Evitaban particularmente los trabajos de mayordomos y los que hubiera que hacer en compañía de mujeres o de cátaros. La 1 R 7 prohíbe también los empleos de mayordomo, canciller y todo puesto que implique alguna superioridad en una casa; y añade: «Estén sujetos a todos los que se hallan en la misma casa».

23) San Francisco se vio obligado a llamar la atención (cf. 2 Cel 21).

24) Procedimientos empleados corrientemente por los anacoretas. Celano toma en este caso la expresión de San Gregorio (Diálogos II 2), que refiere cómo San Benito, para vencer una tentación, «se echó en unos espinos, de los que salió con el cuerpo rasgado».

25) Hoy resulta muy difícil localizar Rivo Torto. Se encontraba en la llanada de Asís. Allí había una leprosería, llamada de Santa María Magdalena por el nombre de la capilla a ella adjunta. Fue la atracción por el servicio a los leprosos lo que le condujo a aquel lugar. En él estuvo hasta que los monjes benedictinos le cedieron Santa María de la Porciúncula.

26) Sentencia atribuida por Pedro el Cantor a un ermitaño (Verbum abbreviatum: PL 205 p. 257).

27) El emperador Otón IV (1198-1218) atravesó el ducado de Espoleto los últimos días de septiembre de 1209. Pero es probable que el suceso aquí referido tuviera lugar en 1210, durante otro viaje de Otón.

28) Coronado en Roma el 4 de octubre de 1209, Otón IV fue destituido por Inocencio III el 18 de noviembre de 1210.

29) Cf. 1 Cel 21. Sobre la instalación en la Porciúncula, cf. LP 8.

30) Tal como lo esclarecerá el fin del capítulo, se trata aquí de la «pura y santa simplicidad», a la que en el Saludo a las virtudes canta Francisco como hermana de la sabiduría.

31) Sin embargo, pronto lo adoptarán (Test 18).

32) Cf. la Paráfrasis del Padrenuestro en los Escritos de San Francisco. Tanto San Francisco como sus hermanos mantuvieron la costumbre de recitarla antes de cada hora del oficio coral; de esta forma, la alabanza oficial de la Iglesia no suplantó la oración espontánea de los inicios.

33) Celano nos dirá en el Tratado de los milagros 182 que San Francisco amaba la inocencia y sentía predilección por los niños, de los que ella es característica.

34) El mismo San Francisco nombraba provinciales y convocaba a capítulo a toda la Orden. En un principio se celebraba éste dos veces al año en la Porciúncula: por Pentecostés y en San Miguel (TC 14); más tarde, una vez al año (Jacobo de Vitry, Carta 1; cf. este volumen pp. 963 y 966). A partir de 1217, fecha de la gran dispersión, los hermanos se reunían una vez al año por provincias, por la fecha de San Miguel (1 R 18), y sólo los ministros iban a la Porciúncula para celebrar capítulo general cada tres años en Pentecostés (2 R 8). Según la Crónica de los XXIV Generales, el capítulo provincial del que aquí se habla se celebró en Arlés en 1224 (AF 3 pp. 23 y 230).

35) San Antonio de Padua nació en Lisboa en 1195. Fue primero canónigo regular de San Agustín y en 1220 se hizo hermano menor. Asistió al capítulo general de 1221. Descubierta fortuitamente en 1222 su vasta ciencia de la Sagrada Escritura y su prodigiosa elocuencia, desarrolló una fecunda campaña de evangelización en Italia y en el mediodía de Francia. Murió en Arcella, cerca de Padua, el 13 de junio de 1231, a la edad de treinta y seis años. Antes de un año, el 30 de mayo de 1232, era canonizado por Gregorio IX. Su fama de taumaturgo, alimentada por la devoción popular, es, más bien, póstuma. Pío XII lo declaró Doctor Evangélico en 1946.

36) Cf. 2 Cel 44 bis. Es curioso constatar cómo se asemejan a éste dos episodios de la vida del hermano León: en primer lugar, aquella crisis que terminó con la recepción de un billete lleno de ternura y de tacto (CtaL); más tarde, otra crisis, que se desvaneció gracias al pergamino en que Francisco le transcribe las Alabanzas, acompañadas de la bendición. Cf. los Escritos de San Francisco.

37) Era su denominación favorita (SalVir 2; 2 Cel 84).

38) Lc 10,8: Comed lo que os presentan; recomendación incluida en 1 R 3,13 y 2 R 3,14.

39) Alimentos crudos, no condimentados ni acompañados de vino; una piedra por almohada; estos detalles se encuentran en el SC 59-63.

40) El resumen de sus exhortaciones lo encontramos en las Adm 5, 13, 17, 19, 22, 23, y en varios lugares de las reglas y del Testamento.

41) Probablemente, en 1212.

42) La actual Dalmacia. Habiendo partido de Ancona, San Francisco no había cubierto más de 150 kilómetros.

43) San Francisco tomó, probablemente, el camino de Santiago.

44) El comienzo del número siguiente da a entender que Tomás formaba parte de una promoción de nobles y letrados que tuvo el insigne honor de recibir el hábito de manos del seráfico Padre. Una alusión personal de este género es tanto más preciosa cuanto más rara resulta en la obra de Celano.

45) El hermano Iluminado, robusto en lo físico y de muy buen sentido. Dante lo ha colocado en el Paraíso junto a San Buenaventura (Paraíso XII 126-32).

46) Melek-el-Kamel (1218-38), que firmará en 1229 el tratado de Jaffa con Federico II. El primer sitio de Damieta terminó el 20 de agosto de 1219; se intentó negociar la paz, pero hubo que volver a tomar las armas el 26 de septiembre; durante ese tiempo de tregua, que duró como un mes, tuvo lugar este episodio.

1 Cel 01 1 Cel 03

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