DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Celano: Vida primera de San Francisco, 58-87


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Capítulo XXI

Su predicación a las aves y obediencia de las criaturas

58. Al tiempo que aumentaba el número de los hermanos, como queda dicho, el beatísimo padre Francisco recorría el valle de Espoleto. Llegó a un lugar cerca de Menavia donde se habían reunido muchísimas aves de diversas especies, palomas torcaces, cornejas y grajos. Al verlas, el bienaventurado siervo de Dios Francisco, hombre de gran fervor y que sentía gran afecto de piedad y de dulzura aun por las criaturas irracionales e inferiores, echa a correr, gozoso, hacia ellas, dejando en el camino a sus compañeros. Al estar ya próximo, viendo que le aguardaban, las saludó según su costumbre (1). Admirado sobremanera de que las aves no levantaran el vuelo, como siempre lo hacen, con inmenso gozo les rogó humildemente que tuvieran a bien escuchar la palabra de Dios. He aquí algunas de las muchas cosas que les dijo: «Mis hermanas aves: mucho debéis alabar a vuestro Creador y amarle de continuo, ya que os dio plumas para vestiros, alas para volar y todo cuanto necesitáis. Os ha hecho nobles entre sus criaturas y os ha dado por morada la pureza del aire. No sembráis ni recogéis, y, con todo, Él mismo os protege y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte». Al oír tales palabras, las avecillas -lo atestiguaba él y los hermanos que le acompañaban- daban muestras de alegría como mejor podían: alargando su cuello, extendiendo las alas, abriendo el pico y mirándole. Y él, paseando por en medio de ellas, iba y venía, rozando con la túnica sus cabezas y su cuerpo. Luego las bendijo y, hecho el signo de la cruz, les dio licencia para volar hacia otro lugar. El bienaventurado Padre reemprendió el camino con sus compañeros y, gozoso, daba gracias a Dios, a quien las criaturas todas veneran con devota confesión.

Adquirida la simplicidad, no por naturaleza, sino por gracia, culpábase a sí mismo de negligencia por haber omitido hasta entonces la predicación a las aves, toda vez que habían escuchado la palabra de Dios con tanta veneración. A partir, pues, de este día, comenzó a exhortar con todo empeño a todas las aves, a todos los animales y a todos los reptiles, e incluso a todas las criaturas insensibles, a que loasen y amasen al Creador, ya que comprobaba a diario la obediencia de todos ellos al invocar el nombre del Salvador.

59. Un día llegó a una aldea llamada Alviano a predicar la palabra de Dios; subiéndose a un lugar elevado para que todos le pudiesen ver, pidió que guardasen silencio. Estando todos callados y en actitud reverente, muchísimas golondrinas que hacían sus nidos en aquellos parajes chirriaban y alborotaban no poco. Y era tal el garlido de las aves, que el bienaventurado Francisco no lograba hacerse oír del pueblo; dirigióse a ellas y les dijo: «Hermanas mías golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo; vosotras ya habéis hablado lo suficiente hasta ahora. Oíd la palabra de Dios y guardad silencio y estad quietecitas mientras predico la palabra de Dios». Y las golondrinas, ante el estupor y admiración de los asistentes, al momento enmudecieron y no se movieron de aquel lugar hasta que terminó la predicación. Contemplando semejante espectáculo, la gente, maravillada, se decía: «Verdaderamente este hombre es un santo y amigo del Altísimo». Y con toda devoción se apresuraban a tocarle siquiera el vestido, loando y bendiciendo al Señor.

En verdad, cosa admirable: las mismas criaturas irracionales percibían el afecto y barruntaban el dulcísimo amor que sentía por ellas.

60. Morando una vez en Greccio, un hermano le trajo una liebrecilla cazada a lazo. Al verla el beatísimo varón, conmovido de piedad, le dijo: «Hermana liebrezuela, ven a mí. ¿Por qué te has dejado engañar de este modo?» Luego, el hermano que la tenía la dejó en libertad, pero el animalito se refugió en el Santo y, sin que nadie lo retuviera, se quedó en su seno, como en lugar segurísimo. Habiendo descansado allí un poquito, el santo Padre, acariciándolo con afecto materno, lo dejó libre para que volviera al bosque; puesto en tierra repetidas veces, otras tantas se volvía al seno del Santo; por fin tuvo que mandar a sus hermanos que lo llevaran a la selva, que distaba poco de aquel lugar.

Estando en la isla del lago de Perusa (2), le sucedió un caso semejante con un conejo, animal difícil de domesticar.

61. Idéntico afecto de piedad sentía para con los peces. Si le era posible, devolvía al agua, vivos, los peces que habían sido capturados, advirtiéndoles que tuvieran cuidado de no dejarse coger otra vez. Un día que se encontraba sentado en una barca cerca de un puerto en el lago de Rieti, un pescador cogió un pez grande, vulgarmente llamado tenca, y se lo ofreció devotamente. Él lo recibió alegre y benignamente y comenzó a saludarlo con el nombre de hermano; volviéndolo nuevamente al agua, se puso a bendecir con devoción el nombre del Señor. Durante la oración del Santo, el pez no se apartaba del lugar en que había sido colocado y, junto a la nave, retozaba en el agua; sólo marchó cuando, concluida la oración, recibió del Santo licencia para irse.

Fue así como el glorioso padre Francisco, caminando en la vía de la obediencia y en la absoluta sumisión a la divina voluntad, consiguió de Dios la alta dignidad de hacerse obedecer de las criaturas.

En cierta ocasión, estando enfermo de gravedad en el eremitorio de San Urbano, el agua se le convirtió en vino y, no más gustarlo, se restableció tan presto, que todos creyeron ver, como así fue, un auténtico milagro. En verdad es santo aquel a quien obedecen las criaturas y el que, a voluntad, cambia el destino de los elementos.

Capítulo XXII

Su predicación en Áscoli
y cómo por los objetos que sus manos habían tocado
los enfermos recobraban la salud

62. Por aquellos días en que el venerable padre Francisco había predicado a las aves, según queda dicho, recorriendo ciudades y castillos y derramando por doquier la semilla de bendición, llegó a la ciudad de Áscoli. Predicando en la misma con grandísimo fervor la palabra de Dios, según su costumbre, por obra de la diestra del Excelso se llenó casi todo el pueblo de tanta gracia y devoción, que todos, ansiosos, se atropellaban para oírlo y verlo. Fue entonces cuando recibieron de sus manos el hábito de la santa Religión treinta entre clérigos y laicos.

Era tanta la fe de hombres y mujeres y tan grande su devoción hacia el santo de Dios, que se tenía por muy feliz quien podía tocar siquiera su vestido. Cuando entraba en una ciudad, se alegraba el clero, se volteaban las campanas, saltaban gozosos los hombres, congratulábanse las mujeres, los niños batían palmas, y muchas veces, llevando ramos de árboles en las manos, salían a su encuentro cantando.

Confundida la herética maldad (3), se ensalzaba la fe de la Iglesia, y mientras los fieles vitoreaban jubilosos, los herejes permanecían agazapados. No había quien osara objetar a sus palabras, pues, siendo tan grandes los signos de santidad que reflejaba, la gente que asistía centraba toda su atención sólo en él. Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse (4). Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica (5).

63. La gente le presentaba panes para que se los bendijese, y luego los conservaba por mucho tiempo, pues comiéndolos se curaban de varias enfermedades. También muchas veces, llevada de su gran fe, cortaba pedazos a su túnica, dejándole en ocasiones medio desnudo. Y lo que es más de admirar: si el santo Padre había tocado alguna cosa con las manos, también, por medio de ella, recibían algunos enfermos la salud.

Vivía en una aldea de la comarca de Arezzo una mujer que estaba encinta; llegado el tiempo del parto, pasó varios días muy trabajosos sin poder dar a luz; tanto que, desfallecida por un dolor increíble, estaba entre la vida y la muerte. Vecinos y parientes habían oído que el bienaventurado Francisco iba a pasar por aquel camino hacia un eremitorio; pero, mientras ellos le esperaban, Francisco llegó a dicho lugar por otro camino, pues, débil y enfermo como estaba, tuvo que hacer el recorrido montado a caballo. Una vez en el retiro, devolvió el caballo al señor que se lo había prestado caritativamente, sirviéndose de un hermano llamado Pedro. Éste, de vuelta con el caballo, pasó por donde vivía la tan angustiada mujer. Viéndolo venir los hombres del contorno, a toda prisa salieron a su encuentro, pensando que era el bienaventurado Francisco; mas, al comprobar que no era él, se llenaron de profunda tristeza. Por fin se les ocurrió pensar si por ventura podrían dar con algún objeto que el bienaventurado Francisco hubiera tocado con sus manos. En estas averiguaciones se iba pasando el tiempo, hasta que cayeron en la cuenta de que mientras cabalgaba había tenido las bridas del freno en las manos; sacando el freno de la boca del animal en que el Santo había montado, pusieron sobre la mujer las bridas que el Padre había tenido entre sus manos, y al momento, gozosa y sana, dio a luz fuera de todo peligro.

64. Gualfreducio, que moraba en Città della Pieve, hombre religioso y temeroso de Dios y que le daba culto con toda su familia, tenía en su poder una cuerda con la cual el bienaventurado Francisco se había ceñido alguna vez. Acaeció que en aquella región muchos hombres y mujeres sufrían de varias enfermedades y fiebres. Este buen hombre pasaba por las casas de los enfermos, dándoles a beber del agua en la que había metido la cuerda o a la que había echado algún pelillo de la misma, y todos recobraban la salud en el nombre de Cristo (6).

Tales milagros y muchos más que no nos sería posible exponer aunque alargásemos la narración, acontecían estando el bienaventurado Francisco ausente. Con todo, referiré brevemente ahora unos pocos de los que el Señor Dios nuestro se dignó obrar por su presencia.

Capítulo XXIII

Cómo curó a un cojo en Toscanella y a un paralítico en Narni

65. Recorría el santo de Dios en cierta ocasión algunas varias y extensas regiones anunciando el reino de Dios; llegó a una ciudad llamada Toscanela. Mientras esparcía la semilla de vida por esta ciudad según costumbre, se hospedó en casa de un caballero que tenía un hijo único, cojo y enclenque: había que tenerlo en la cuna, aun cuando, siendo todavía de poca edad, había dejado atrás los años del destete. Viendo su padre la gran santidad de que estaba adornado el varón de Dios, se arrojó humildemente a sus pies, pidiéndole la curación de su hijo. Considerábase el Santo indigno e incapaz de tanta virtud y gracia, y rehusó por algún tiempo el hacerlo. Al fin, vencido por la constante súplica del padre, hizo oración e impuso su mano sobre el niño y, bendiciéndolo, lo levantó. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el niño se puso en pie al instante, sano, y echó a correr de aquí para allá por la casa ante la mirada gozosa de todos los presentes.

66. En otra ocasión, el varón de Dios Francisco llegó a Narni, donde permaneció varios días. Había en la ciudad un hombre llamado Pedro, que yacía en cama paralítico; hacía cinco meses que había perdido el uso de todos los miembros, de tal modo que no podía ni levantarse ni moverse lo más mínimo; imposibilitado de pies, manos y cabeza, sólo podía mover la lengua y abrir los ojos. Enterado de que San Francisco había llegado a Narni, mandó un recado al obispo de la ciudad para que, por divina piedad, se dignase enviarle al siervo del Dios altísimo, plenamente convencido de que la vista y presencia del Santo eran lo suficiente para curarle de su enfermedad. Y así fue; pues, habiendo llegado el bienaventurado Francisco a la casa del enfermo, hizo sobre él la señal de la cruz de la cabeza a los pies, y al punto desapareció el mal y recobró el enfermo la salud perdida.

Capítulo XXIV

Cómo devolvió la vista a una mujer
y cómo en Gubbio sanó a una paralítica

67. A una mujer, también de la misma ciudad, que estaba ciega, hízole el bienaventurado Francisco la señal de la cruz sobre sus ojos, y al momento recuperó la vista tan deseada. En Gubbio vivía una mujer que tenía ambas manos entumecidas, sin poder hacer nada con ellas. Apenas supo que el santo Francisco había entrado en la ciudad, corrió a toda prisa a verlo, y con rostro lastimoso, llena de aflicción, mostróle las manos contrahechas y le pedía que se las tocara. El Santo, conmovido de piedad, le tocó las manos y se las sanó. Inmediatamente, la mujer volvió jubilosa a su casa, hizo con sus propias manos un requesón y se lo ofreció al santo varón. Éste tomó cortésmente un pedacito y le mandó que se comiese lo restante con su familia.

Capítulo XXV

Cómo curó a un hermano de epilepsia o le libró del demonio (7)
y cómo en San Gemini liberó a una endemoniada

68. Había un hermano que con frecuencia sufría una gravísima enfermedad, horrible a la vista; no sé qué nombre darle, ya que, en opinión de algunos, era obra del diablo maligno. Muchas veces, convulso todo él, con una mirada de espanto, se revolcaba, echando espumarajos; sus miembros, ora se contraían, ora se estiraban; ya se doblaban y torcían, ya se quedaban rígidos y duros. Otras veces, extendido cuan largo era y rígido, los pies a la altura de la cabeza, se levantaba en alto lo equivalente a la estatura de un hombre, para luego caer a plomo sobre el suelo. Compadecido el santo padre Francisco de tan gravísima enfermedad, se llego a él y, hecha oración, trazó sobre él la cruz y lo bendigo. Al momento quedó sano, y nunca más volvió a sufrir molestia por esta enfermedad.

69. Pasando en cierta ocasión el beatísimo padre Francisco por el obispado de Narni, llegó a un lugar que se llama San Gemini (8) para anunciar allí el reino de Dios. Recibió hospedaje con otros tres hermanos en casa de un hombre temeroso y devoto de Dios, que gozaba de buen nombre en aquella tierra. Su mujer estaba atormentada por el demonio, cosa conocida de todos los habitantes de la región. Confiando su marido que pudiera recobrar la libertad por los méritos de Francisco, rogó al Santo por ella. Mas como éste, viviendo en simplicidad, gustase más en saborear desprecios que en sentirse ensalzado entre honores mundanos por sus obras de santidad, rehuía con firmeza complacerle en su petición. Por fin, puesto que de la gloria de Dios se trataba y siendo muchos los que le rogaban, asintió, vencido, a lo que le pedían. Hizo venir también a los tres hermanos que con él estaban y, situándolos en cada ángulo de la casa, les dijo: «Oremos, hermanos, al Señor por esta mujer, a fin de que Dios, para alabanza y gloria suya, la libre del yugo del diablo». Y añadió: «Permanezcamos en pie, separados, cada uno en un ángulo de la casa, para que este maligno espíritu no se nos escape o nos engañe refugiándose en los escondites de los ángulos». Terminada la oración, el bienaventurado Francisco se acercó con la fuerza del Espíritu a la mujer, que lastimosamente se retorcía y gritaba horrorosamente, y le dijo: «En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, por obediencia te mando, demonio, que salgas de ella, sin que oses en adelante molestarla». Apenas había terminado estas palabras, cuando salió fuera con tal rapidez, con tanta furia y estrépito, que el santo Padre, ante la repentina curación de la mujer y la precipitada obediencia del demonio, creyó que había sufrido un engaño. De seguido marchó, avergonzado, de aquel lugar -disponiéndolo así la Providencia- para que en nada pudiera vanagloriarse.

Volvió a pasar en otra ocasión por el mismo lugar el bienaventurado Francisco en compañía del hermano Elías; enterada la mujer de su llegada, se levantó al punto y echó a correr por la plaza, clamando en pos del Santo para que se dignase dirigirle la palabra. Mas él se negaba a hablarle, conociendo que era la mujer de la que por divina virtud había arrojado, tiempo atrás, al demonio. Ella besaba las huellas de sus pies, dando gracias a Dios y a San Francisco, su siervo, que le había librado del poder de la muerte. Por fin, a instancias y ruegos del hermano Elías, el Santo, confirmado por el testimonio de muchos de la enfermedad que padeció la mujer, según queda referido, y de su curación, accedió a dirigirle la palabra.

Capítulo XXVI

Cómo lanzó también un demonio en Città di Castello

70. También Città di Castello (9) había una mujer poseída del demonio. Estando el beatísimo padre Francisco en esta ciudad, llevaron a una mujer a la casa donde se hospedaba el Santo. La mujer estaba fuera y, como suelen hacerlo los espíritus inmundos, rompió en un rechinar de dientes y con rostro feroz comenzó a dar gritos de espanto. Muchos hombres y mujeres de la ciudad que habían acudido, suplicaron a San Francisco en favor de aquella mujer, pues, al mismo tiempo que el maligno la atormentaba, a ellos los asustaba con sus alaridos. El santo Padre envió entonces a un hermano que estaba con él a fin de comprobar si era el demonio o un engaño mujeril. En cuanto lo vio ella, comenzó a mofarse, sabiendo que no era San Francisco. El Padre santo había quedado dentro en oración; una vez terminada ésta, salió fuera. No pudo la mujer soportar su virtud, y comenzó a estremecerse y a revolcarse por el suelo. San Francisco la llamó a sí, diciéndole: «En virtud de la obediencia te mando, inmundo espíritu, que salgas de ella». Al momento la dejó, sin ocasionarle mal alguno y dándose a la fuga de muy mal talante.

Gracias sean dadas a Dios omnipotente, que obra todo en todos. Mas como nos hemos propuesto exponer no los milagros, que, si reflejan la santidad, no la construyen (10), sino, más bien, la excelencia de su vida y su forma sincerísima de comportamiento, narraremos las obras de eterna salvación, omitiendo los milagros, que son muy numerosos.

Capítulo XXVII

Caridad (11) y constancia de espíritu.
Cómo predicó ante el señor papa Honorio
y se confiaron él y los suyos al cardenal Hugolino, obispo de Ostia

71. El varón de Dios Francisco había aprendido a no buscar sus intereses, sino a cuidarse de lo que miraba a la salvación de los demás; pero, más que nada, deseaba morir y estar con Cristo (Flp 1,23). Por eso, su preocupación máxima era la de ser libre de cuanto hay en el mundo, para que, ni por un instante, pudiera el más ligero polvillo empañar la serenidad de su alma. Permanecía insensible a todo estrépito del exterior y ponía toda su alma en tener recogidos los sentidos exteriores y en dominar los movimientos del ánimo, para darse sólo a Dios; había hecho su nido en las hendiduras de las rocas, y su morada en las grietas de las peñas escarpadas (Cant 2,14). Recorría con gozosa fruición las célibes mansiones (12) y, todo anonadado, permanecía largo tiempo en las llagas del Salvador.

Por esto escogía frecuentemente lugares solitarios (13), para dirigir su alma totalmente a Dios; sin embargo, no eludía perezosamente intervenir, cuando lo creía conveniente, en los asuntos del prójimo y dedicarse de buen grado a su salvación. Su puerto segurísimo era la oración; pero no una oración fugaz, ni vacía, ni presuntuosa, sino una oración prolongada, colmada de devoción y tranquilidad en la humildad. Podía comenzarla al anochecer y con dificultad la habría terminado a la mañana; fuese de camino o estuviese quieto, comiendo o bebiendo, siempre estaba entregado a la oración. Acostumbraba salir de noche a solas para orar en iglesias abandonadas y aisladas; bajo la divina gracia, superó en ellas muchos temores y angustias de espíritu.

72. Combatía cuerpo a cuerpo con el diablo, pues en estos lugares no sólo le excitaba interiormente con tentaciones, sino que lo amedrentaba externamente con estrépitos y sacudimientos. Pero, conocedor el fortísimo caballero de Dios de que su Señor todo lo puede en todo lugar, lejos de acobardarse ante tales temores, decía en su corazón: «No podrás, malvado, emplear contra mí las armas de tu malicia más de lo que podrías si estuviéramos en público delante de todos».

En verdad que su perseverancia era suma y a nada atendía fuera de las cosas de Dios. Predicaba muchísimas veces la divina palabra a miles de personas, y lo hacía con la misma convicción que si dialogara con un íntimo compañero. Las multitudes más numerosas las contemplaba como si fueran un solo hombre, y a un solo hombre le predicaba con tanto interés como si estuviera ante una muchedumbre. Aquella su seguridad en la predicación procedía de la pureza de su espíritu, y, aunque improvisara, decía cosas admirables e inauditas para todos. Mas, si alguna vez se recogía en meditación antes del sermón y le sucedía que ante el auditorio no recordaba nada de lo meditado y no se le ocurría de qué hablarles, entonces, sin rubor alguno, confesaba ante el pueblo que había pensado sobre muchas cosas con el objeto de predicárselas, pero que de todas ellas se había olvidado; y al momento se llenaba de tanta elocuencia, que dejaba admirados a los oyentes. Otras veces, en cambio, no sabiendo qué decirles, les daba la bendición y despedía a la gente, sobremanera evangelizada con sólo esto.

73. En cierta ocasión se llegó a Roma por asuntos de la Orden, y deseaba muy mucho predicar ante el papa Honorio y los venerables cardenales (14). Conocedor de este deseo el señor Hugolino, ilustre obispo de Ostia, que veneraba al santo de Dios con singular afecto, sintióse poseído de temor y de alegría, admirando el fervor del santo varón y su ingenua simplicidad. Pero, confiando en la misericordia del Omnipotente, que nunca falta en tiempo de necesidad a los que piadosamente le honran, lo presentó al señor papa y a los reverendos cardenales. Hallándose Francisco ante tantos príncipes, obtenidas la licencia y la bendición, comenzó a predicar sin temor alguno. Y tal era el fervor de espíritu con que hablaba, que, no cabiendo en sí mismo de alegría, al tiempo que predicaba movía sus pies como quien estuviera saltando; no por ligereza, sino como inflamado en el fuego del divino amor, no incitando a la risa, sino arrancando lágrimas de dolor. Muchos de ellos sintiéronse compungidos de corazón, admirando la divina gracia y la seguridad de tal hombre. Entre tanto, el venerable señor obispo de Ostia, sobrecogido de temor, oraba al Señor de todo corazón a fin de que la simplicidad del bienaventurado varón no fuese menospreciada, pues lo mismo la gloria del Santo que su ignominia recaían sobre él, que se había constituido en padre de aquella familia.

74. En efecto, como es la unión entre hijo y padre y la de la madre con su hijo único, así era la de San Francisco con el obispo de Ostia; dormía y descansaba tranquilo en el seno de su clemencia. En verdad que hacía las veces de pastor y cumplía su misión, si bien reservaba este título para el santo varón. El bienaventurado Padre disponía las cosas necesarias, pero era el hábil señor quien hacía que se llevara a feliz término lo dispuesto. ¡Cuántos eran, sobre todo en los comienzos en que acaecía todo esto, los que atentaban contra la nueva plantación de la Orden, para destruirla! ¡Cuántos trabajaban por sofocar la viña selecta que la mano del Señor, en su misericordia, había plantado de nuevo en el mundo! ¡Cuántos se esforzaban por robar y destruir sus primeros y purísimos frutos! Todos ellos fueron heridos por la espada de tan reverendo padre y señor y aniquilados. Era, evidentemente, un torrente de elocuencia, un bastión de la Iglesia, un paladín de la verdad y un servidor de los humildes. ¡Bendito y memorable el día en que el santo de Dios se confió a tan venerable señor!

Estaba éste en cierta ocasión desempeñando la misión de legado de la Sede apostólica -cosa frecuente- en Toscana (15), al tiempo que el bienaventurado Francisco, no contando todavía con muchos hermanos y deseoso de ir a Francia (16), llegó a Florencia, donde residía entonces el obispo. No existía aún entre ellos una profunda amistad; sólo el conocimiento mutuo de la santa vida que entrambos hacían los unía en afectuosa caridad.

75. Como era habitual, por lo demás, en el bienaventurado Francisco visitar a los obispos o sacerdotes al entrar en una ciudad o territorio, al enterarse aquí de la presencia de tan grande prelado, se presentó ante él con la mayor reverencia. Al verlo el señor obispo, lo acogió con humilde devoción, como lo hacía siempre con todos los que revelaban una vida religiosa, y más en particular con aquellos que ostentaban la noble enseña de la bienaventurada pobreza y de la santa simplicidad. Y puesto que se cuidaba de ayudar a los pobres en su necesidad y se interesaba de sus asuntos, se informó con diligencia sobre el motivo de su venida y captó con suma benignidad su propósito. Al contemplarlo despreciador más que nadie de todos los bienes terrenos y ferviente como ninguno en el fuego que Jesús trajo a la tierra (Lc 12,49), su alma quedó en aquel instante unida a la de Francisco; pidióle devotamente sus oraciones y él se ofreció, sumamente complacido, como su protector en todo. Por esto le aconsejó que no continuara el viaje emprendido, sino que cuidara y custodiara con solicitud a los que el Señor le había encomendado (17).

Alegróse en gran manera San Francisco al ver que tan reverendo señor le mostraba una actitud tan benévola, un afecto tan dulce y palabras tan persuasivas, y, postrado a sus pies, devotamente se entregó y se confió a su solicitud a sí mismo y a sus hermanos.

Capítulo XXVIII

Espíritu de caridad y afecto de compasión para con los pobres
y lo que hizo con una oveja y con unos corderillos

76. El padre de los pobres, el pobrecillo Francisco, identificado con todos los pobres, no se sentía tranquilo si veía otro más pobre que él; no era por deseo de vanagloria, sino por afecto de verdadera compasión. Y si es verdad que estaba contento con una túnica extremadamente mísera y áspera, con todo, muchas veces deseaba dividirla con otro pobre (cf. 1 Cel 39; 2 Cel 5.90).

Movido de un gran afecto de piedad y queriendo este pobre riquísimo socorrer de alguna manera a los pobres, en las noches más frías solicitaba de los ricos del mundo que le dieran capas o pellicos. Como éstos lo hicieran devotamente y más a gusto de lo que él pedía de ellos, el bienaventurado Padre les decía: «Os lo recibo con esta condición: que no esperéis verlo más en vuestras manos». Y al primer pobre que encontraba en el camino lo vestía, gozoso y contento, con lo que había recibido (cf. 2 Cel 86-87).

No podía sufrir que algún pobre fuese despreciado, ni tampoco oír palabras de maldición contra las criaturas (18). Ocurrió en cierta ocasión que un hermano ofendió a un pobre que pedía limosna, diciéndole estas palabras injuriosas: «¡Ojo, que no seas un rico y te hagas pasar por pobre!» Habiéndolo oído el padre de los pobres, San Francisco, se dolió profundamente, y reprendió con severidad al hermano que así había hablado, y le mandó que se desnudase delante del pobre y, besándole los pies, le pidiera perdón. Pues solía decir: «Quien dice mal de un pobre, ofende a Cristo, de quien lleva la enseña de nobleza y que se hizo pobre por nosotros en este mundo» (19).

Por eso, si se encontraba con pobres que llevaban leña u otro peso, por ayudarlos lo cargaba con frecuencia sobre sus hombros, en extremo débiles.

77. Su espíritu de caridad se derramaba en piadoso afecto, no sólo sobre hombres que sufrían necesidad, sino también sobre los mudos y brutos animales, reptiles, aves y demás criaturas sensibles e insensibles. Pero, entre todos los animales, amaba con particular afecto y predilección a los corderillos, ya que, por su humildad, nuestro Señor Jesucristo es comparado frecuentemente en las Sagradas Escrituras con el cordero, y porque éste es su símbolo más expresivo. Por este motivo, amaba con más cariño y contemplaba con mayor regocijo las cosas en las que se encontraba alguna semejanza alegórica del Hijo de Dios.

De camino por la Marca de Ancona, después de haber predicado en la ciudad de este nombre, marchaba a Osimo junto con el señor Pablo, a quien había nombrado ministro de todos los hermanos en la dicha provincia; en el campo dio con un pastor que cuidaba un rebaño de cabras e irascos. Entre tantas cabras e irascos había una ovejita que caminaba mansamente y pacía tranquila. Al verla, el bienaventurado Francisco paró en seco y, herido en lo más vivo de su corazón, dando un profundo suspiro, dijo al hermano que le acompañaba: «¿No ves esa oveja que camina tan mansa entre cabras e irascos? Así, créemelo, caminaba, manso y humilde, nuestro Señor Jesucristo entre los fariseos y príncipes de los sacerdotes. Por esto, te suplico, hijo mío, por amor de Cristo, que, unido a mí, te compadezcas de esa ovejita y que, pagando por ella lo que valga, la saquemos de entre las cabras e irascos».

78. Maravillado de su dolor, comenzó también el hermano Pablo a compartirlo. Preocupado de cómo podrían pagar su precio y no disponiendo sino de las viles túnicas que vestían, se presentó al punto un mercader que estaba de camino y les ofreció las costas que buscaban. Dando gracias a Dios y llevándose consigo la oveja, llegaron a Osimo y se presentaron ante el obispo de la ciudad. Éste los acogió con mucha veneración, y quedó sorprendido tanto por la oveja que acompañaba al varón de Dios como del afecto que éste sentía hacia ella. Mas luego que el siervo de Dios le hubo referido una larga parábola sobre la oveja, el obispo, todo compungido, dio gracias al Señor por la simplicidad del varón de Dios.

Al día siguiente salió de la ciudad y, pensando qué podría hacer de la oveja, por consejo de su compañero y hermano, la dejó en el monasterio de las siervas de Cristo, cerca de San Severino (20), para que la cuidaran. También ellas recibieron gozosas la ovejuela, como un gran regalo que Dios les hacía. La cuidaron por mucho tiempo con todo mimo, y de su lana tejieron una túnica y se la enviaron al bienaventurado padre Francisco a Santa María de la Porciúncula mientras se celebraba un capítulo. El santo de Dios la recibió con gran reverencia y gozo de su alma, y, abrazándola, la besaba e invitaba a todos los presentes a compartir con él tanto gozo.

79. En otra ocasión, pasando de nuevo por la Marca con el mismo hermano, que gustoso le acompañaba, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: «¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?» «Porque los llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero». A esto le dijo el Santo: «¿Qué será luego de ellos?» «Pues los compradores -replicó- los matarán y se los comerán». «No lo quiera Dios -reaccionó el Santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos». Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado.

Capítulo XXIX

Amor que tenía a todas las criaturas por el Creador.
Su retrato físico y moral

80. Sería excesivamente prolijo, y hasta imposible, reunir y narrar todo cuanto el glorioso padre Francisco hizo y enseñó mientras vivió entre nosotros. ¿Quién podrá expresar aquel extraordinario afecto que le arrastraba en todo lo que es de Dios? ¿Quién será capaz de narrar de cuánta dulzura gozaba al contemplar en las criaturas la sabiduría del Creador, su poder y su bondad? En verdad, esta consideración le llenaba muchísimas veces de admirable e inefable gozo viendo el sol, mirando la luna y contemplando las estrellas y el firmamento. ¡Oh piedad simple! ¡Oh simplicísima piedad!

También ardía en vehemente amor por los gusanillos, porque había leído que se dijo del Salvador: Yo soy gusano y no hombre (Sal 21,7). Y por esto los recogía del camino y los colocaba en lugar seguro para que no los escachasen con sus pies los transeúntes. ¿Y qué decir de las otras criaturas inferiores, cuando hacía que a las abejas les sirvieran miel o el mejor vino en el invierno para que no perecieran por la inclemencia del frío? Deshacíase en alabanzas, a gloria del Señor, ponderando su laboriosidad y la excelencia de su ingenio; tanto que a veces se pasaba todo un día en la alabanza de estas y de las demás criaturas. Como en otro tiempo los tres jóvenes en la hoguera (Dan 3,17), invitaban a todos los elementos a loar y glorificar al Creador del universo, así este hombre, lleno del espíritu de Dios, no cesaba de glorificar, alabar y bendecir en todos los elementos y criaturas al Creador y Gobernador de todas las cosas (21).

81. ¿Quién podrá explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas? Al instante dirigía el ojo de la consideración a la hermosura de aquella flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé, dio vida con su fragancia a millares de muertos. Y, al encontrarse en presencia de muchas flores, les predicaba, invitándolas a loar al Señor, como si gozaran del don de la razón. Y lo mismo hacía con las mieses y las viñas, con las piedras y las selvas, y con todo lo bello de los campos, las aguas de las fuentes, la frondosidad de los huertos, la tierra y el fuego, el aire y el viento, invitándoles con ingenua pureza al amor divino y a una gustosa fidelidad. En fin, a todas las criaturas las llamaba hermanas, como quien había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza de su corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas (22).

Y ahora, ¡oh buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la tierra, te predicaba amable a todas las criaturas.

82. No hay inteligencia humana que pueda entender lo que sentía cuando pronunciaba, santo Señor, tu nombre; aparecía todo él jubiloso, lleno de castísima alegría, como un hombre nuevo y del otro mundo. Por esto mismo, dondequiera que encontrase un escrito divino o humano, en el camino, en casa o sobre el suelo, lo recogía con grandísimo respeto y lo colocaba en lugar sagrado y decoroso, en atención a que pudiera estar escrito en él el nombre del Señor o algo relacionado con éste (23). Como un religioso le preguntara en cierta ocasión para qué recogía con tanta diligencia también los escritos de los paganos y aquellos en que no se contenía el nombre del Señor, respondió: «Hijo mío, porque en ellos hay letras con las que se compone el gloriosísimo nombre del Señor Dios. Lo bueno que hay en ellos, no pertenece a los paganos ni a otros hombres, sino a sólo Dios, de quien es todo bien». Y cosa no menos de admirar: cuando hacía escribir algunas cartas de saludo o exhortación, no toleraba que se borrase una letra o sílaba, así fuera superflua o improcedente (24).

83. ¡Oh cuán encantador, qué espléndido y glorioso se manifestaba en la inocencia de su vida, en la sencillez de sus palabras, en la pureza del corazón, en el amor de Dios, en la caridad fraterna, en la ardorosa obediencia, en la condescendencia complaciente, en el semblante angelical! En sus costumbres, fino; plácido por naturaleza; afable en la conversación; certero en la exhortación; fidelísimo a su palabra; prudente en el consejo; eficaz en la acción; lleno de gracia en todo. Sereno de mente, dulce de ánimo, sobrio de espíritu, absorto en la contemplación, constante en la oración y en todo lleno de fervor. Tenaz en el propósito, firme en la virtud, perseverante en la gracia, el mismo en todo. Pronto al perdón, tardo a la ira, agudo de ingenio, de memoria fácil, sutil en el razonamiento, prudente en la elección, sencillo en todo. Riguroso consigo, indulgente con los otros, discreto con todos.

Hombre elocuentísimo, de aspecto jovial y rostro benigno, no dado a la flojedad e incapaz de la ostentación. De estatura mediana, tirando a pequeño; su cabeza, de tamaño también mediano y redonda; la cara, un poco alargada y saliente; la frente, plana y pequeña; sus ojos eran regulares, negros y candorosos; tenía el cabello negro; las cejas, rectas; la nariz, proporcionada, fina y recta; las orejas, erguidas y pequeñas; las sienes, planas; su lengua era dulce, ardorosa y aguda; su voz, vehemente, suave, clara y timbrada (25); los dientes, apretados, regulares y blancos; los labios, pequeños y finos; la barba, negra y rala; el cuello, delgado; la espalda, recta; los brazos, cortos; las manos, delicadas; los dedos, largos; las uñas, salientes; las piernas, delgadas; los pies, pequeños; la piel, suave; era enjuto de carnes; vestía un hábito burdo; dormía muy poco y era sumamente generoso. Y como era humildísimo, se mostraba manso con todos los hombres, haciéndose con acierto al modo de ser de todos. El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno más entre los pecadores.

Tú, padre santísimo, que amas a los pecadores, ayúdales; y a los que ves miserablemente postrados en la abyección de la culpa, te pedimos, levántalos, misericordiosamente, con tu poderoso valimiento.

Capítulo XXX

El pesebre que preparó el día de Navidad

84. La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio (26) y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa.

Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo. Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia y muy honorable (27), despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos (28) lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno». En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.

85. Llegó el día, día de alegría, de exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo. Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el rito solemne de la misa sobre el pesebre (29) y el sacerdote goza de singular consolación.

86. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono (30), pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba «niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.

Se multiplicaban allí los dones del Omnipotente; un varón virtuoso (31) tiene una admirable visión. Había un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido (32), puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría.

87. Se conserva el heno colocado sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación de diversos males.

El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor (33): en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya. Aleluya.

* * * * *

Notas:

1) «¡El Señor os conceda la paz!» (1 Cel 23).

2) Más conocido por lago Trasimeno.

3) Téngase en cuenta que el catarismo desbordó ampliamente en Italia las fronteras de Lombardía.

4) Tal es el sentido de Iglesia que distingue a Francisco de todos los novadores liberales de su época, el sentido de la tradición, que le permite llevar a buen término una verdadera reforma. La 1 R 17 prescribe a todos los predicadores idéntica sumisión.

5) Cf. 1 Cel 44. Enumera sus grados en su 1 R 23,7: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y todos los clérigos. A todos ellos exhorta a perseverar en la verdadera fe.

6) Según Canuti (Memoria del B. Giacomo [1904] p. 15), este Gualfreducio sería tío del bienaventurado Jacobo, jurista y terciario, muerto hacia 1304 por haberse constituido en abogado de los pobres del hospital de Città della Pieve contra recaudadores sin escrúpulo. Cf. Wadding, Annales VI 32-34 pp. 36-39.

7) Los terrores supersticiosos de la antigüedad (una crisis de epilepsia era suficiente para interrumpir inmediatamente las asambleas o los comicios; de donde viene el nombre de «mal comicial») persisten en la Edad Media con las creencias de influencia demoníaca.

8) Donde actualmente se alza una iglesia gótica del siglo XIV: «En el lugar en que estaba emplazado un pequeño oratorio y un humilde convento, edificado por el propio San Francisco en 1213» (Cavanna, L'Umbria francescana p. 191).

9) A 50 kilómetros de Gubbio. Es el centro más importante del alto valle del Tíber; se encuentra en el camino más cómodo y directo de Santa María de los Ángeles al Alverna; Francisco debió de pasar por allí con alguna frecuencia.

10) Cf. TC, carta introductoria.

11) Charitate en lugar de claritate, según los mss. L y OX, que de esta forma hace que el título esté más en consonancia con el contenido del n. 71.

12) En latín: caelibes mansiones.

13) Greccio, Celle di Cortona, Le Carceri, el Alverna... jalonan los itinerarios de Francisco. Compuso, además, un reglamento particular para los hermanos que habían de vivir en los eremitorios.

14) Cf. 1 Cel 100; 2 Cel 25; y el testimonio de Esteban de Borbón, en este mismo volumen p. 973.

15) Era la legación de 1217 para la predicación y organización de la cruzada (Callebaut, en AFH 19, 1926, 530-58). Según R. Brooke, dicha legación pudo haber sido en 1218.

16) Francia, en este caso, no es la Provenza, como la lengua francesa (cf. 1 Cel 16) no es el provenzal; se trata del dominio real propiamente dicho, llamado, a partir del siglo XIV, Ile de France; y es así como lo entendió el hermano Pacífico, designado como sustituto de Francisco; partió para Vézelay y París. Las Florecillas utilizan, anacrónicamente, la expresión «Provincia de Francia» (c. 13) en oposición a «Provincia de Provenza»; pero son denominaciones posteriores al hecho.

17) En esta ocasión, la LP 108 l pone en labios de Hugolino las siguientes palabras: «Hermano, no quiero que vayas a las partes ultramontanas, porque hay en la curia romana muchos prelados y otras gentes que muy a gusto impedirían el bien de tu Religión».

18) Sin embargo, él mismo ha maldecido o considerado malditos a quienes «con su mal ejemplo confunden y destruyen lo que ha sido edificado por los santos hermanos de esta Orden» (2 Cel 156; cf. también LP 59). Maldijo también a Pedro Staccia, guardián del convento de Bolonia, por crimen de lesa pobreza.

19) Cita de 2 R 6,3, inspirada, a su vez, en 2 Cor 8,9. Episodio similar en 2 Cel 85. La pobreza franciscana no es, ante todo, virtud ascética («más rico soy espiritualmente cuanto menos poseo»); ni es principalmente condición para el apostolado («cuanto más desligado de los bienes temporales, más dispuesto para trabajar por el reino»); es de naturaleza teológica o mística: si San Francisco amó la pobreza, fue porque contempló a un Cristo pobre. Cf. LM 7,1. Inútil intentar desengañarle. Ninguna otra razón lo haría más entusiasta de la pobreza, ningún argumento serviría para disuadirle de amarla y practicarla. Cf. 2 Cel 55.

20) Monasterio de clarisas en Colpersito, cerca de San Severino. Fue en este convento donde con un sermón convirtió Francisco al hermano Pacífico, entonces joven poeta cortesano y que había venido al monasterio a visitar a una pariente.

21) Aquí, como en 1 Cel 58, es clara la alusión al Cántico de las criaturas; cf. también 1 Cel 109 y 2 Cel 213 y 217. Las Alabanzas del padrenuestro parafraseado, sin hacer la enumeración de las diversas criaturas, revelan el mismo espíritu de alabanza y se inspiran en el texto del «cántico de los tres jóvenes».

22) Aquí, como al principio del número siguiente («hombre nuevo», «hombre del otro mundo»), Francisco es considerado como quien ha reconquistado la inocencia original y como quien ha entrado ya en la eternidad bienaventurada. Cf. también 1 Cel 36.

23) Cf. Test 12; CtaCle 12; CtaO 35-36; 1CtaCus 5.

24) Tomás de Eccleston refiere que San Francisco había predicho el temblor de tierra del 25 de diciembre de 1222 y lo había anunciado a los ciudadanos de Bolonia en una carta «en que había faltas de latín» (cf. Escritos de San Francisco).

25) Idénticos adjetivos emplea en 1 Cel 86.

26) Observar el santo Evangelio: es la definición, dada por el mismo San Francisco, de la «regla y vida de los hermanos menores» (1 R 1,2; 2 R 1,1).

27) Honorabilis: adjetivo que connota también instrucción y cultura. San Buenaventura dice, refiriéndose a ese mismo Juan, que abandonó la carrera de las armas, y parece dar a entender que se hizo terciario; es también San Buenaventura quien precisa que obtuvo del papa la autorización para organizar esta paraliturgia (LM 10,7).

28) La misma expresión en Adm 1,21.

29) Como hace notar San Buenaventura, se obtuvo la autorización en Roma (LM 10,7). Entonces era muy raro el privilegio de poder celebrar la misa en altar portátil, es decir, la misa no «parroquial».

30) Dice Bartolomé de Pisa que Francisco no quiso recibir el sacerdocio por humildad. San Benito, que era diácono, ejerció un gran influjo sobre el Poverello (cf. Bihl). El P. Callebaut compara de forma muy instructiva los textos en que San Francisco emplea la segunda persona para dirigirse a sus hermanos sacerdotes, pero pasa a la primera persona cuando se refiere a obligaciones que comparte el diácono: distribución del cuerpo del Señor, cuidado de los vasos sagrados, respeto a las palabras del evangelio, etc. A propósito de San Francisco no-sacerdote se refiere una anécdota que nos daría la razón por la que el Santo no quiso ordenarse: un día que Francisco oraba en el convento de Vicalvi (cerca del Monte Casino), «se le apareció un ángel llevando en la mano una ampolla que contenía agua transparente: "Mira, Francisco -le dijo el ángel-, ¡así ha de ser quien desea dar a los hombres el cuerpo y la sangre de Cristo!" El Santo, en su humildad, pensó que no podría jamás alcanzar tan alta perfección y renunció al sacerdocio» (E. Male; V. Facchinetti).

31) El mismo Juan de Greccio (LM 10,7).

32) La significación de un hecho encierra tanto valor como su realidad histórica. También para San Buenaventura queda acreditada esta visión por la santidad del testigo y comprobada por los milagros que siguieron.

33) «Sobre el fondo de esta capilla se ve un hermoso fresco, de autor desconocido, que representa toda la escena que tuvo lugar aquella noche memorable del 24 de diciembre de 1223. El profesor Lanzi afirma que, para la iconografía del belén franciscano, esta pintura constituye un documento de una importancia extraordinaria, y que, desde este punto de vista, su interés es superior al de las representaciones que de esta misma escena nos han dejado Giotto y Benozzo Gozzoli en las iglesias franciscanas de Asís y de Montefalco» (Cavanna, o.c., p.212).

1 Cel 02 1 Cel 04

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