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Celano: Vida primera de San Francisco, 88-118 |
. | PARTE SEGUNDA Comienza la segunda parte, que trata sólo
de dos años de la vida Capítulo I Tenor de esta segunda parte. Muerte
feliz del Santo. 88. En la primera parte, que, por la gracia del Salvador, hemos llevado a feliz término, hemos descrito, de alguna manera, la vida y los hechos de nuestro beatísimo padre Francisco hasta el año dieciocho de su conversión. En esta segunda parte consignaremos con brevedad los demás hechos memorables ocurridos a partir del penúltimo año de su vida según hemos podido saberlos; pero de momento, queremos ceñirnos sólo a lo más importante, dejando que puedan añadir siempre cosas nuevas quienes quieran decirlas. Nuestro beatísimo padre Francisco, cumplidos los veinte años de su total adhesión a Cristo en el seguimiento de la vida y huellas de los apóstoles y habiendo dado cima perfectamente a lo que había iniciado, salió de la cárcel de la carne y remontó felizmente el vuelo a las mansiones de los espíritus celestiales el año 1226 de la encarnación del Señor, en la indicción decimocuarta, el 4 de octubre, domingo (1), en la ciudad de Asís, lugar de su nacimiento, y cerca de Santa María de la Porciúncula, que fue donde primeramente estableció la Orden de los Hermanos Menores. Su sagrado y santo cuerpo fue colocado entre himnos y cánticos y guardado con todos los honores en esa misma ciudad, y en ella resplandece por sus muchos milagros. Amén. 89. Ya desde su primera juventud había recibido una instrucción deficiente o nula en cuanto a los caminos y conocimiento de Dios. Vivió no poco tiempo cediendo a sus tendencias naturales e impulsado por el hervor de las pasiones. Pero, justificado del pecado por obra de la diestra del Excelso, por gracia y virtud del Altísimo fue colmado de sabiduría divina más que todos sus contemporáneos. Como la doctrina evangélica, salvadas excepciones singulares, dejara mucho que desear en todas partes en cuanto a la conducta de la mayoría, Francisco fue enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo (cf. CtaO 9). Así, sus enseñanzas pusieron en evidencia que la sabiduría del mundo no era más que necedad, y en poco tiempo, siguiendo a Cristo y por medio de la necedad de la predicación (1 Cor 1,21), atrajo a los hombres a la verdadera sabiduría de Dios. Porque el nuevo evangelista de los últimos tiempos, como uno de los ríos del paraíso (2), inundó el mundo entero con las aguas vivas del Evangelio y con sus obras predicó el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la verdad. Y así surgió en él, y por su medio resurgió en toda la tierra, un inesperado fervor y un renacimiento de santidad: el germen de la antigua religión renovó muy pronto a quienes estaban de tiempo atrás decrépitos y acabados. Un espíritu nuevo se infundió sobre los corazones de los elegidos, y se derramó en medio de ellos una saludable unción cuando este santo siervo de Cristo, cual lumbrera del cielo, resplandeció de lo alto con novedad de formas y nuevas señales. Ha renovado los antiguos portentos cuando en el desierto de este mundo, con nuevo orden, pero fiel al antiguo, se plantó la viña fructífera, portadora de flores suaves de santas virtudes, que extiende por doquier los sarmientos de la santa religión. 90. Y aunque, como nosotros, era frágil, no se contentó, sin embargo, con el solo cumplimiento de los preceptos comunes, sino que, ardiendo en fervorosísima caridad, emprendió el camino de la perfección cabal, alcanzó la cima de la perfecta santidad y vio el límite de toda consumación. Por eso, las personas de toda clase, sexo y edad encuentran en él enseñanzas claras de doctrina salvífica, así como espléndidos ejemplos de obras de santidad. Si algunos quieren emprender cosas arduas y se esfuerzan aspirando a carismas más elevados de caminos más excelentes, mírense en el espejo de su vida y aprenderán toda perfección. Si otros, por el contrario, temerosos de lanzarse por rutas más difíciles y de escalar la cumbre del monte, aspiran a cosas más humildes y llanas, también éstos encontrarán en él enseñanzas apropiadas. Quienes, en fin, buscan señales y milagros, contemplen su santidad, y conseguirán cuanto pidan. Y, ciertamente, su vida gloriosa añade una luz más esplendente a la perfección de los primeros santos; lo prueba la pasión de Jesucristo y su cruz lo manifiesta colmadamente. En efecto, el venerable Padre fue marcado con el sello de la pasión y cruz en cinco partes de su cuerpo, como si hubiera estado colgado de la cruz con el Hijo de Dios. Gran sacramento es éste (Ef 5,32), que patentiza la sublimidad de la prerrogativa del amor; pero encierra un arcano designio y un misterio venerando, que creemos es conocido de Dios solamente (cf. 2 Cel 203) y en parte revelado por el mismo Santo a cierta persona. Por eso no hay que insistir mucho en sus alabanzas, ya que la alabanza de éste proviene de Aquel que es alabanza de todos, la fuente y el honor distinguidísimo que reparte premios de luz. Bendiciendo, pues, al Dios santo, verdadero y glorioso, volvamos a la historia. Capítulo II El supremo anhelo del bienaventurado Francisco 91. Una vez, el bienaventurado padre Francisco, separándose de la gente que a diario acudía devotísima a oírle y contemplarle, se retiró a un lugar tranquilo, secreto y solitario (3), para darse allí a Dios y sacudir el polvillo que se le pudiera haber pegado en el trato con los hombres. Era costumbre suya distribuir el tiempo que le había sido otorgado para merecer la gracia, empleando parte, según lo creía conveniente, en bien del prójimo, y consagrando el resto al gozoso silencio de la contemplación. Tomó, pues, consigo unos compañeros, muy pocos -los que mejor conocían su santa vida-, para que le protegieran del asedio y molestias de los hombres e, interesándose de su paz, la custodiaran. Habiendo permanecido allí por algún tiempo y como por la continua oración y frecuente contemplación hubiese conseguido de modo inefable la divina familiaridad, sintió deseos de saber lo que el Rey eterno quería o podía querer de él. Con la mayor diligencia buscaba y con toda devoción anhelaba saber de qué manera, por qué camino y con qué deseo podría llegar a unirse más íntimamente al Señor Dios según el consejo y beneplácito de su voluntad. Este fue siempre su más alta filosofía, ésta la suprema ilusión que mantuvo viva a lo largo de su vida: ir conociendo de los sencillos y de los sabios, de los perfectos y de los imperfectos, como pudiera entrar en el camino de la verdad y llegar a metas más altas. 92. Él era, de hecho, perfectísimo entre los perfectos; pero, lejos de reconocerse tal, se consideraba imperfecto del todo. Había gustado y contemplado cuán dulce, suave y bueno es el Dios de Israel para los limpios de corazón, para los que le buscan con simplicidad pura y pureza verdadera. La dulzura y suavidad infusas, que en raras ocasiones se conceden, y esto a personas muy contadas, y cuya comunicación él había sentido en su interior, le obligaban a desasirse por entero de sí mismo; y, rebosando de un gozo inmenso, aspiraba por todos los medios a llegar con todo su ser allí donde, fuera de sí, en parte ya estaba. Poseído del espíritu de Dios, estaba pronto a sufrir todos los padecimientos del alma, a tolerar todos los tormentos del cuerpo, si al fin se le concedía lo que deseaba: que se cumpliese misericordiosamente en él la voluntad del Padre celestial. Se llegó un día ante el sagrado altar construido en el eremitorio en que moraba y, tomando el códice que contenía los sagrados evangelios, con toda reverencia lo colocó sobre él. Postrado en la oración de Dios, no menos con el corazón que con el cuerpo, pedía en humilde súplica que el Dios benigno, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, se dignara manifestarle su voluntad. Y para poder consumar perfectamente lo que simple y devotamente antes había comenzado, imploraba con humildad se le mostrase, en la primera apertura del libro, lo que tendría que hacer. Sin duda, era guiado por el espíritu de los varones santos y perfectísimos de quienes se lee que, en su afán de santidad, hicieron cosas semejantes con piadosa devoción (4). 93. Levantóse luego de la oración, con espíritu de humildad y contrito corazón; fortalecióse con la señal de la santa cruz, tomó el libro del altar y lo abrió con reverencia y temor. Lo primero con que dieron sus ojos al abrir el libro fue la pasión de nuestro Señor Jesucristo, y en ésta, el pasaje que anunciaba que había de padecer tribulación. Para que no se pudiera pensar que esto había sucedido por casualidad, abrió el libro por segunda y tercera vez, y dio con el mismo pasaje u otro parecido. Invadido del espíritu de Dios, comprendió que debía entrar en su reino a través de muchas tribulaciones, de muchas angustias y de muchos combates. No se turba, empero, el fortísimo caballero ante las inminentes batallas, ni decae de ánimo si tiene que combatir las lides del Señor en el campo de este mundo. No temió sucumbir ante el enemigo quien no había cedido ni ante sí mismo cuando por mucho tiempo había luchado sobre lo que permitían las fuerzas humanas. Era, ciertamente, ferventísimo; y si en siglos pasados hubo quien le emulase en cuanto a propósitos, no ha habido quien le haya superado en cuanto a deseos. Pues sabía mejor realizar cosas perfectas que decirlas: ponía siempre toda su alma no en palabras, que no tienen la virtud de obrar el bien, aunque lo manifiestan, sino en santas obras. Se mantenía firme y alegre, y en su corazón cantaba para sí y para Dios cantos de júbilo. Por eso fue hallado digno de mayor revelación [la estigmatización] quien supo gozarse en otra revelación mínima, y mucho se le encomendó a quien fue fiel en lo poco (Mt 25,21). Capítulo III Visión de un hombre en figura de serafín crucificado 94. Durante su permanencia en el eremitorio que, por el lugar en que está, toma el nombre de Alverna (5), dos años antes de partir para el cielo tuvo Francisco una visión de Dios (6): vio a un hombre que estaba sobre él; tenía seis alas, las manos extendidas y los pies juntos, y aparecía clavado en una cruz. Dos alas se alzaban sobre su cabeza, otras dos se desplegaban para volar, y con las otras dos cubría todo su cuerpo (7). Ante esta contemplación, el bienaventurado siervo del Altísimo permanecía absorto en admiración, pero sin llegar a descifrar el significado de la visión. Se sentía envuelto en la mirada benigna y benévola de aquel serafín de inestimable belleza; esto le producía un gozo inmenso y una alegría fogosa; pero al mismo tiempo le aterraba sobremanera el verlo clavado en la cruz y la acerbidad de su pasión. Se levantó, por así decirlo, triste y alegre a un tiempo, alternándose en él sentimientos de fruición y pesadumbre. Cavilaba con interés sobre el alcance de la visión, y su espíritu estaba muy acongojado, queriendo averiguar su sentido. Mas, no sacando nada en claro y cuando su corazón se sentía más preocupado por la novedad de la visión, comenzaron a aparecer en sus manos y en sus pies las señales de los clavos, al modo que poco antes los había visto en el hombre crucificado que estaba sobre sí. 95. Las manos y los pies se veían atravesados en su mismo centro por clavos, cuyas cabezas sobresalían en la palma de las manos y en el empeine de los pies y cuyas puntas aparecían a la parte opuesta. Estas señales eran redondas en la palma de la mano y alargadas en el torso; se veía una carnosidad, como si fuera la punta de los clavos retorcida y remachada, que sobresalía del resto de la carne. De igual modo estaban grabadas estas señales de los clavos en los pies, de forma que destacaban del resto de la carne. Y en el costado derecho, que parecía atravesado por una lanza, tenía una cicatriz que muchas veces manaba, de suerte que túnica y calzones quedaban enrojecidos con aquella sangre bendita. ¡Cuán pocos fueron los que, en vida del siervo crucificado del Señor crucificado, merecieron contemplar la sagrada herida del costado! Pero afortunado Elías, que de alguna manera pudo verla mientras vivía el Santo (8); y no menos feliz Rufino, que la tocó con sus manos: en cierta ocasión metió éste la mano en el seno del santísimo varón para darle friegas; se le deslizó la mano, como muchas veces acaece, hacia el lado derecho, y llegó a tocarle la preciosa cicatriz. Este contacto produjo al santo de Dios tan agudo dolor, que, apartando la mano, pidió que el Señor se lo perdonara. Con tal industria ocultaba esto a las miradas de los extraños y tan recatadamente lo velaba a los más allegados, que los hermanos que estaban a su lado y sus más fervientes seguidores, lo ignoraron por mucho tiempo. Y, aunque este siervo y amigo del Altísimo se veía engalanado de tantas y tales margaritas cual preciosas gemas, y más adornado de gloria y honor que todos los hombres, no obstante, su corazón no se envaneció ni buscó complacer a nadie para satisfacer deseos de vanagloria; antes bien, para evitar que el favor humano le robara la gracia donada (Adm 28), se esforzaba en ocultarlo por cuantos modos podía (2 Cel 135). 96. No solía revelar a nadie -si no es a alguno que otro- aquel importante secreto; temía que los predilectos, a título de particular afecto, como ocurre muy a menudo, lo revelaran, y tuviera él que padecer algún menoscabo en la gracia que le había sido concedida. Conservaba siempre en su corazón, y con frecuencia lo tenía en sus labios, el dicho del profeta: He escondido en mi corazón tus palabras con el fin de no pecar delante de ti (Sal 118,11). Para los casos en que, habiendo recibido a personas del mundo, quería cortar la conversación con éstas, había dado a los hermanos e hijos que con él moraban la consigna de que recitaría dicho versículo con la intención de que ellos manifestaran en seguida con toda cortesía a los visitantes que podían retirarse. Pues tenía la experiencia de que es un gran mal comunicar todo a todos, y sabía que no puede ser hombre espiritual quien no tiene más secretos ni secretos más importantes, que los que se reflejan en el rostro y que por lo que exteriorizan pueden ser juzgados en todas partes por los hombres. De hecho, había dado con algunos que, simulando estar de acuerdo, disentían interiormente; con quienes le aplaudían por delante y se burlaban a sus espaldas; con otros que, juzgando los hechos, habían difundido entre personas sencillas y buenas suspicacias respecto de él. Muchas veces la malicia trata de denigrar a la pureza, y, por ser familiar a muchos la mentira, no llega a darse crédito a la verdad de unos pocos. Capítulo IV Fervor del bienaventurado Francisco
97. Por este mismo tiempo comenzó su cuerpo a sentirse atacado de varias dolencias, y con más vehemencia que de ordinario hasta entonces. Ciertamente, sus enfermedades eran frecuentes, como quiera que había castigado tanto a su cuerpo y lo había reducido a servidumbre hacía tantos años. A lo largo de dieciocho años ya cumplidos, rara vez, por no decir nunca, había dado descanso a su carne, recorriendo varias y muy dilatadas regiones con el fin de que aquel espíritu devoto, aquel espíritu ferviente que la habitaba, esparciera por doquier la semilla de la palabra de Dios. Difundía el Evangelio por toda la tierra; muchas veces en un solo día recorría cuatro o cinco castillos y aun pueblos, anunciando a todos el reino de Dios y edificando a los oyentes no menos con su ejemplo que con su palabra, pues había convertido en lengua todo su cuerpo. Tal era la concordia entre carne y espíritu, tanta la obediencia, que, cuando el espíritu se esforzaba por alcanzar la santidad, la carne no sólo no oponía resistencia, sino que se empeñaba en adelantarse, según lo que está escrito: Sedienta está mi alma; mi alma languidece en pos de ti (Sal 62,2). El esfuerzo permanente de sumisión había hecho que la sujeción le resultara espontánea y a través de una docilidad continua había alcanzado el señorío de la virtud; es de saber que los hábitos engendran muchas veces naturaleza. 98. Mas como, por ley de la naturaleza y de la humana condición, el hombre exterior necesariamente se va consumiendo día a día, aunque el interior se vaya renovando, aquel preciosísimo vaso que contenía el tesoro celestial comenzó a quebrarse por todas partes y a sentirse falto de fuerzas. A la verdad que, cuando el hombre se acaba, es entonces cuando comienza, y cuando llega a su término, entonces inicia su trabajo (Eclo 18,6). Por eso, a medida que el cuerpo iba perdiendo sus fuerzas, iba fortaleciéndose el espíritu. Deseaba en tanto grado la salvación de las almas y era tal la sed que sentía por el bien del prójimo que, no pudiendo caminar a pie, recorría los poblados montado en borriquillo. Los hermanos le aconsejaban frecuentemente e insistentemente le rogaban que tratara de restablecer, con la ayuda de los médicos, su cuerpo, enfermo y debilitado en extremo. Él, empero, hombre de noble espíritu, dirigido siempre al cielo, que no ansiaba otra cosa que morir y estar con Cristo (Flp 1,23), se negaba en redondo a tal plan. Y como no había cumplido en su carne lo que faltaba a la pasión de Cristo, aunque llevase en su cuerpo las llagas, le acometió una gravísima enfermedad de ojos al tiempo que Dios multiplicaba sobre él su misericordia. El mal iba creciendo de día en día y, al parecer, la falta de cuidado lo agravaba. Por fin, el hermano Elías, a quien había escogido para sí como madre (9), y para los demás hermanos como padre (10), le indujo a que no rechazara la medicina, sino que la aceptara en el nombre del Hijo de Dios, por quien fue creada, según está escrito: El Altísimo creó en la tierra la medicina, y el varón prudente no la desechará (11). El santo Padre asintió amablemente, y con toda humildad se sometió a quien se lo aconsejaba. Capítulo V Cómo fue recibido por el cardenal Hugolino,
99. Al no dar con un remedio eficaz entre los muchos que se le habían aplicado, marchó a la ciudad de Rieti, en la que residía, según decían, un gran especialista en dicha enfermedad. Al llegar a la ciudad, la curia romana, que moraba allí por aquellos días (12), le tributó un cálido recibimiento con todos los honores; se distinguió en la acogida el señor Hugolino, obispo de Ostia, destacado por la integridad de costumbres y santidad de vida (13). Con el consentimiento y por voluntad del señor papa Honorio, el bienaventurado Francisco lo había escogido como padre y señor de toda la Religión y Orden de sus hermanos; lo recomendaba su gran interés por la bendita pobreza y su mucha estima de la santa simplicidad. Este gran señor se acomodaba a la vida de los hermanos; y, deseoso de santidad, era simple con los simples; con los humildes, humilde; y pobre con los pobres. Era un hermano entre los hermanos; entre los menores, mínimo, y, en cuanto le era permitido, se esforzaba en llevar la misma vida y costumbres como uno más entre ellos. Estaba empeñado en propagar por todas partes la sagrada Religión, y contribuyó muy mucho a la difusión de la Orden en tierras remotas la esclarecida fama de su distinguida vida. El Señor le había adornado de docta palabra; con ella confundía a los adversarios de la verdad, refutaba a los enemigos de la cruz de Cristo, atraía a los extraviados al buen camino, pacificaba a los discordes, y a los concordes los unía más estrechamente en el vínculo de la caridad. En la Iglesia de Dios era lámpara que arde y luce y saeta elegida preparada para el tiempo oportuno. ¡Oh, cuántas veces, depuestas las ricas vestiduras, vestido con otras más humildes, con los pies descalzos, caminaba como uno más de los hermanos en busca de cuanto sirve a la paz! Siempre que era necesario trataba con solicitud de establecerla, ya entre un hombre y su prójimo, ya entre Dios y el hombre. Por todo ello lo eligió Dios poco después para pastor de toda su santa Iglesia y lo exaltó entre todos los pueblos. 100. Y que esto sucediese por inspiración divina y por voluntad de Jesucristo, lo prueba el hecho de que el bienaventurado Francisco, mucho tiempo antes, lo anunció de palabra y lo ratificó con sus hechos. Cuando la Orden y Religión de los hermanos comenzaba ya a dilatarse mucho por obra de la divina gracia y, cual cedro en el paraíso de Dios (14), alcanzaba en los cielos el ápice en santos méritos y, como viña escogida, extendía sus sagrados sarmientos por toda la tierra, San Francisco se presentó ante el señor papa Honorio, en aquel entonces cabeza de la Iglesia romana, suplicándole con toda humildad que nombrara al señor Hugolino, obispo de Ostia, padre y señor suyo y de todos sus hermanos. Accedió el señor papa a las preces del Santo y, condescendiendo benignamente, delegó en él toda su potestad sobre la Orden. Hugolino la recibió con reverencia y devoción, y, cual siervo fiel y prudente al frente de la familia del Señor, se esforzó por todos los medios en servir oportunamente el alimento de la vida eterna a cuantos tenía a su cuidado. Por este motivo, el santo Padre se sometía a él en todo y le veneraba con admirable y reverente afecto. Conducido por el espíritu de Dios, del que estaba pleno, intuía con mucho tiempo de antelación lo que luego había de ocurrir públicamente. Cuantas veces quería escribirle, ya por motivo de su Religión, ya, más frecuentemente, por el ardiente amor de Cristo que le profesaba, no se resignaba en sus cartas a llamarlo obispo ostiense o veletrense (15), como lo hacían otros en sus saludos, sino que escribía así: «Al reverendísimo padre (o: Al señor Hugolino), obispo de todo el orbe». Frecuentemente, también lo saludaba con bendiciones extrañas, y, si bien se mostraba hijo por su devota sumisión, a veces, por inspiración del Espíritu Santo, lo consolaba con palabras de padre, para reforzar las bendiciones de los padres hasta que llegase el deseado de los collados eternos (Gén 49,26). 101. Este prelado sentía un amor extraordinario para con el Santo; cuanto el bienaventurado varón decía o hacía (16), lo encontraba bien, y con sólo su presencia se sentía muchas veces conmovido. Confesaba él mismo que, por muy perturbado o agitado de ánimo que estuviera, bastaba la presencia y el diálogo con San Francisco para disipar toda oscuridad en la mente y devolverle la serenidad, para ahuyentar toda tristeza y recuperar el gozo espiritual. Le servía al bienaventurado Francisco como siervo a su señor, y cuantas veces lo veía le mostraba reverencia, como a un apóstol de Cristo, e, inclinándose exterior e interiormente, a menudo le besaba las manos con sus labios sagrados. Solícito y devoto se cuidaba de cómo el bienaventurado Padre podría recuperar la perdida salud de la vista, pues le reconocía santo y justo y en extremo necesario y útil para la Iglesia de Dios. A causa de Francisco se compadecía de toda la congregación de los hermanos, y en la persona del padre se apiadaba de los hijos. Por tanto, animaba al santo Padre a cuidarse y a no rechazar lo que necesitaba por la enfermedad, porque su negligencia podría ser juzgada pecado y no mérito. San Francisco observaba humildemente cuanto le venía ordenado por tan reverendo señor y carísimo padre, y en adelante se comportaba con más prudencia, y con mayor seguridad tomaba lo que era necesario para su curación. Mas en tal forma había penetrado el mal, que para remediarlo en algo se precisaba contar con un especialista extraordinario y echar mano de procedimientos dolorosísimos. De hecho sufrió cauterios en varias partes de la cabeza, le sajaron las venas, le pusieron emplastos, le inyectaron colirios; en lugar de proporcionarle alivio, estas intervenciones le perjudicaban casi siempre. Capítulo VI Virtudes de los hermanos que servían a San
Francisco 102. A lo largo de casi dos años soportó estos dolores con mucha paciencia y humildad, dando gracias a Dios en todo. A fin de poder dedicarse más libremente a Dios y en sus frecuentes éxtasis recorrer las mansiones celestiales y penetrar en ellas y poder también, por la abundancia de la gracia, comparecer ante el dulcísimo y serenísimo Señor de todo, confió el cuidado de su persona a algunos hermanos que le merecían un amor singular. Eran éstos hombres de virtud, devotos para con Dios, agraciados ante los santos y queridos de los hombres; como casa sobre cuatro columnas, descansaba sobre ellos el bienaventurado Francisco. En gracia a la modestia, que, cual corresponde a hombres espirituales, les era muy familiar, silencio ahora sus nombres. La modestia es el ornato de toda edad, testimonio de inocencia, indicio de espíritu pudoroso, control del comportamiento, gloria especial de la conciencia, custodia del buen nombre y divisa de toda honestidad. Esta virtud era su adorno, y ella los hacía amables y benévolos ante los hombres; era gracia que poseían todos; pero, a su vez, cada uno destacaba por su virtud personal. Era uno de muy distinguida discreción; otro mostraba singular paciencia; un tercero resplandecía por su simplicidad llamativa; el último era fornido de cuerpo y sereno y pacífico de espíritu (17). Estos, con toda vigilancia, con el mayor interés, con toda su voluntad, velaban por el descanso espiritual del bienaventurado Padre y atendían a la debilidad de su cuerpo, sin recusar molestias o trabajos, consagrados por entero al servicio del Santo. 103. Y aunque el glorioso Padre estuviese ya consumado en gracia ante Dios y resplandeciese en santas obras entre los hombres del siglo, sin embargo, estaba siempre pensando en emprender cosas más perfectas, y, como peritísimo caballero en las milicias de Dios, desafiaba al adversario para reñir con él nuevas peleas. Se proponía llevar a cabo grandes proezas bajo la jefatura de Cristo, y, a pesar de irse descomponiendo sus miembros, y muerto ya su cuerpo, esperaba que con una nueva batalla había de conseguir el triunfo sobre el enemigo. Es que la virtud no conoce el límite del tiempo, porque espera un premio eterno. Ardía por esto en deseos vehementes de poder volver a aquellos comienzos de humildad, y, gozoso en la esperanza por la inmensidad de su amor, cavilaba en reducir su cuerpo, ya extenuado, a la antigua servidumbre. Alejaba de sí con la mayor decisión los estorbos de todos los afanes y ahogaba totalmente el estrépito de todas las preocupaciones. Y cuando por la enfermedad se veía precisado a mitigar el primitivo rigor, solía decir: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado». No pensaba haber llegado aún a la meta (18), y, permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente. Le hubiera gustado volver a servir a los leprosos y padecer desprecios, como en tiempos pasados. Le apetecía apartarse de las relaciones con los hombres y marchar a lugares muy retirados, para que, libre de todo cuidado y abandonada toda preocupación por los demás, no hubiera otro muro que le separara de Dios sino el de su propia carne. 104. Se daba cuenta de que muchos ambicionaban puestos de magisterio, y, detestando la temeridad de los tales, se empeñaba en apartarlos de semejante peste con su ejemplo. Solía decir que es cosa buena y agradable a Dios cuidar de los demás, y añadía que conviene que asuman la responsabilidad de las almas quienes en esto nada buscan para sí y están siempre y en todo pendientes de la divina voluntad; quienes nada anteponen a su propia salud espiritual y no fijan la atención en los aplausos de los súbditos, sino en su provecho; quienes no anhelan el honor humano, sino la gloria ante Dios; quienes no aspiran a la prelatura, antes bien la temen; quienes, teniéndola, no se encumbran, más bien se humillan, y, privados de ella, no se abaten, sino se sienten honrados (19). Y decía que, particularmente en nuestros días, en los que creció la malicia y sobreabundó la iniquidad, era peligroso gobernar, y, por el contrario, era más útil ser gobernado. Dolíase de que algunos hubieran abandonado sus primeras obras y por nuevos descubrimientos hubiesen olvidado la primitiva simplicidad. Por eso se lamentaba de los que, habiendo aspirado tiempo atrás con toda su alma a cosas más elevadas, hubieran decaído hasta las más bajas y viles, y, abandonados los auténticos goces del alma, anduvieran vagando, entre frivolidades y vanidades, en el campo de una vacía libertad. Pedía, pues, a la divina clemencia por la liberación de sus hijos y le suplicaba devotísimamente que los conservara en la gracia que les había sido regalada. Capítulo VII Cómo regresó de Siena a Asís.
105. Seis meses antes del día de su muerte, hallándose en Siena para poner remedio a la enfermedad de los ojos, comenzó a agravarse en todo su cuerpo: su estómago, deshecho por larga enfermedad, más la hepatitis y los fuertes vómitos de sangre, hacían pensar en la proximidad de la muerte. Al tener conocimiento de esto el hermano Elías, que se hallaba distante, púsose inmediatamente en camino. Con su venida, el santo Padre mejoró de tal forma que, dejando Siena, marchó con él a Celle de Cortona. Estando aquí por algún tiempo, comenzó a hinchársele el vientre; la hinchazón se extendió a piernas y pies, y el estómago se le fue debilitando tanto, que apenas podía tomar alimento (20). Rogó más tarde al hermano Elías que lo trasladase a Asís. El buen hijo hizo lo que el amoroso Padre le mandó, y, dispuesto todo lo necesario, lo llevó al lugar deseado. Se alegró la ciudad a la llegada del bienaventurado Padre y toda lengua loaba a Dios; el pueblo todo esperaba que presto había de morir el santo de Dios, y ésta era la causa de tan desbordante alegría. 106. Y por divino querer acaeció que aquella santa alma, desligada de la carne, pasara al reino de los cielos desde el lugar en que, todavía en vida, tuvo el primer conocimiento de las cosas sobrenaturales y le fue infundida la unción de la salvación. Pues, aunque sabía que en todo rincón de la tierra se encuentra el reino de los cielos y creía que en todo lugar se otorga la gracia divina a los elegidos de Dios, él había experimentado que el lugar de la iglesia de Santa María de la Porciúncula estaba henchido de gracia más abundante y que lo visitaban con frecuencia los espíritus celestiales. Por eso solía decir muchas veces a los hermanos: «Mirad, hijos míos, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a entrar por el otro, porque este lugar es verdaderamente santo y morada de Dios. Fue aquí donde, siendo todavía pocos, nos multiplicó el Altísimo; aquí iluminó el corazón de sus pobres con la luz de su sabiduría; aquí encendió nuestras voluntades en el fuego de su amor. Aquí el que ore con corazón devoto obtendrá lo que pida y el que profane este lugar será castigado con mucho rigor. Por tanto, hijos míos, mantened muy digno de todo honor este lugar en que habita Dios y cantad al Señor de todo corazón con voces de júbilo y alabanza». 107. A medida que se agravaba la enfermedad, iba languideciendo la fuerza corporal; y, carente ya de energías, no podía moverse en forma alguna. A un hermano que le preguntó si toleraba más a gusto esta larga y continua enfermedad que un violento martirio de mano de un verdugo cualquiera, le respondió: «Hijo mío, para mí lo más querido, lo más dulce, lo más grato, ha sido siempre, y ahora lo es, que se haga en mí y de mí lo que sea más del agrado de Dios. Sólo deseo estar en todo de acuerdo con su voluntad y obedecer a ella. Pero el sufrir tan sólo tres días esta enfermedad me resulta más duro que cualquier martirio. Lo digo no en atención al premio, sino a las molestias que trae consigo». ¡Oh mártir! Mártir que toleraba sonriente y lleno de gozo aquello que sólo verlo resultaba dolorosísimo y penosísimo a todos. No había quedado en él miembro que no sufriera intensamente (21); y, perdiendo poco a poco el calor natural, día a día se iba avecinando el final. Los médicos se quedaban estupefactos y los hermanos maravillados de cómo un espíritu podía vivir en carne tan muerta, pues, consumida la carne, le restaba sólo la piel adherida a los huesos. 108. Al notar que era ya inminente el último día -de esto estaba advertido por revelación divina desde hacía dos años-, llamó a los hermanos que él quiso y bendijo a cada uno según le venía inspirado del cielo, como, tiempos atrás, el patriarca Jacob a sus hijos (Gén 49,1-27); o mejor si se quiere: como otro Moisés que, antes de subir al monte que le mostraba el Señor, colmó de bendiciones a los hijos de Israel (Dt 33,1). Le rodeaban los hermanos; como el hermano Elías estaba a su izquierda, cruzó las manos (22) y puso la derecha sobre su cabeza; al estar privado de la luz de los ojos corporales, preguntó: «¿Sobre quién tengo mi mano derecha?» «Sobre el hermano Elías», le respondieron. «Sí, eso es lo que quiero», dijo. Y continuó: «A ti, hijo mío, te bendigo en todo y por todo. Y como bajo tu dirección el Altísimo ha multiplicado mis hermanos e hijos, así sobre ti y en ti los bendigo a todos. En el cielo y en la tierra te bendiga Dios, Rey de todo el universo. Te bendigo cuanto puedo y más de lo que yo puedo; y lo que yo no puedo, hágalo en ti quien todo lo puede. Acuérdese Dios de tus obras y trabajos y en la retribución de los justos sea conservada tu herencia. Que halles toda bendición que deseas y que te sea concedido cuanto pides dignamente (23). Adiós, hijos míos, vivid en el temor de Dios y permaneced siempre en él, porque vendrá sobre vosotros una terrible tentación y la tribulación está cerca. Dichosos los que perseveren en las obras que comenzaron; mas algunos las abandonarán por los escándalos que van a suceder. Yo me apresuro a ir al Señor, y confío en llegar a mi Dios, a quien con devoción he servido en mi espíritu». Estaba entonces viviendo en el palacio del obispo de Asís (24), y por esto rogó a los hermanos que cuanto antes lo trasladaran a Santa María de la Porciúncula, pues deseaba entregar su alma a Dios donde, como se ha dicho, conoció claramente por primera vez el camino de la verdad. Capítulo VIII Lo que hizo y dijo en su preciosa muerte 109. Habían transcurrido ya veinte años desde su conversión. Quedaba así cumplido lo que por voluntad de Dios le había sido manifestado. En efecto, el bienaventurado Padre y el hermano Elías moraban en cierta ocasión en Foligno; una noche, mientras dormían, se apareció al hermano Elías un sacerdote vestido de blanco, de edad avanzada y de aspecto venerable, y le dijo: «Levántate, hermano, y di al hermano Francisco que se han cumplido dieciocho años desde que renunció al mundo y se unió a Cristo; que a partir de hoy le quedan todavía dos años en esta vida, y que, pasados éstos, le llamará el Señor a sí y entrará por el camino de todo mortal». Y sucedió que, terminado el plazo que mucho antes había sido fijado, se cumplió la palabra del Señor. Había descansado ya unos pocos días en aquel lugar, para él tan querido; conociendo que la muerte estaba muy cercana, llamó a dos hermanos e hijos suyos preferidos (25) y les mandó que, espiritualmente gozosos, cantaran en alta voz las alabanzas del Señor (26) por la muerte que se avecinaba, o más bien, por la vida que era tan inminente. Y él entonó con la fuerza que pudo aquel salmo de David: Con mi voz clamé al Señor, con mi voz imploré piedad del Señor (Sal 141). Entre los presentes había un hermano a quien el Santo amaba con un afecto muy distinguido (27); era él muy solícito de todos los hermanos; viendo este hecho y sabedor del próximo desenlace de la vida del Santo, le dijo: «¡Padre bondadoso, mira que los hijos quedan ya sin padre y se ven privados de la verdadera luz de sus ojos! Acuérdate de los huérfanos que abandonas y, perdonadas todas sus culpas, alegra con tu santa bendición tanto a los presentes cuanto a los ausentes». «Hijo mío -respondió el Santo-, Dios me llama. A mis hermanos, tanto a los ausentes como a los presentes, les perdono todas las ofensas y culpas y, en cuanto yo puedo, los absuelvo; cuando les comuniques estas cosas, bendícelos a todos en mi nombre». 110. Mandó luego que le trajesen el códice de los evangelios y pidió que se le leyera el evangelio de San Juan desde aquellas palabras: Seis días antes de la Pascua, sabiendo Jesús que le era llegada la hora de pasar de este mundo al Padre... (Jn 12,1 y 13,1). Era el mismo texto evangélico que el ministro había preparado para leérselo antes de haber recibido mandato alguno; fue también el que salió al abrir por primera vez el libro, siendo así que dicho volumen, del que tenía que leer el evangelio, contenía la Biblia íntegra. Ordenó luego que le pusieran un cilicio y que esparcieran ceniza sobre él, ya que dentro de poco sería tierra y ceniza. Estando reunidos muchos hermanos, de los que él era padre y guía, y aguardando todos reverentes el feliz desenlace y la consumación dichosa de la vida del Santo, se desprendió de la carne aquella alma santísima, y, sumergida en un abismo de luz, el cuerpo se durmió en el Señor. Uno de sus hermanos y discípulos -bien conocido por su fama y cuyo nombre opino se ha de callar, pues, viviendo aún entre nosotros, no quiere gloriarse de tan singular gracia- vio cómo el alma del santísimo Padre subía entre muchas aguas derecha al cielo (28). Era como una estrella, parecida en tamaño a la luna, fúlgida como el sol, llevada en una blanca nubecilla. 111. Justamente por todo esto, podemos exclamar: ¡Oh cuán glorioso es este Santo, cuya alma vio un discípulo subir al cielo! ¡Bella como la luna, resplandeciente como el sol, que fulguraba de gloria mientras ascendía en una blanca nube! ¡Luz del mundo que en la Iglesia de Cristo iluminas más que el sol! ¡Nos has substraído los rayos de tu luz y has pasado a aquella patria esplendente donde, en lugar de nuestra pobre compañía, tienes la de los ángeles y los santos! ¡Oh sustento glorioso digno de toda alabanza, no te desentiendas del cuidado de tus hijos aunque te veas ya despojado de su carne! Tú sabes, y bien que lo sabes, en qué peligros has dejado a los que sola tu dichosa presencia aliviaba siempre misericordiosamente en sus innumerables fatigas y frecuentes angustias. ¡Oh Padre santísimo, lleno de compasión, siempre pronto a la misericordia y a perdonar los extravíos de tus hijos! A ti, Padre dignísimo, te bendecimos; a ti, a quien bendijo el Altísimo, que es siempre Dios bendito sobre todas las cosas. Amen. Capítulo IX Llanto y gozo de los hermanos al
contemplar en él 112. Conocido esto, se congregó una gran muchedumbre, que bendecía a Dios, diciendo: «¡Loado y bendito seas tú, Señor Dios nuestro, que nos has confiado a nosotros, indignos, tan precioso depósito! (29). ¡Gloria y alabanza a ti, Trinidad inefable!» La ciudad de Asís fue llegando por grupos, y los habitantes de toda la región corrieron a contemplar las maravillas divinas que el Dios de la majestad había obrado en su santo siervo. Cada cual cantaba su canto de júbilo según se lo inspiraba el gozo de su corazón y todos bendecían la omnipotencia del Salvador por haber dado cumplimiento a su deseo. Mas los hijos se lamentaban de la pérdida de tan gran padre, y con lágrimas y suspiros expresaban el íntimo afecto de su corazón. No obstante, Un gozo inexplicable templaba esta tristeza, y lo singular del milagro los había llenado de estupor. El luto se convirtió en cántico, y el llanto en júbilo (30). No habían oído ni jamás habían leído en las Escrituras lo que ahora estaba patente a los ojos de todos; y difícilmente se hubiera podido persuadir de ello a nadie de no tener pruebas tan evidentes. Podía, en efecto, apreciarse en él una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los crímenes del mundo; cual si todavía recientemente hubiera sido bajado de la cruz, ostentaba las manos y pies traspasados por los clavos, y el costado derecho como atravesado por una lanza. Además contemplaban su carne, antes morena, ahora resplandeciente de blancura; su hermosura venía a ser garantía del premio de la feliz resurrección. Su rostro era como rostro de ángel, como de quien vive y no de quien está muerto; los demás miembros quedaron blandos y frescos como los de un niño inocente. No se contrajeron los nervios, como sucede con los cadáveres, ni se endureció la piel; no quedaron rígidos los miembros, sino que, flexibles, permitían cualquier movimiento. 113. A la vista de todos resplandecía tan maravillosa belleza; su carne se había vuelto más blanca (31); pero era sorprendente contemplar, en el centro de manos y pies, no vestigios de clavos, sino los clavos mismos, que, hechos de su propia carne, presentaban el color oscuro del hierro, y el costado derecho tinto en sangre. Estas señales de martirio no causaban espanto a quienes las veían; es más, prestaban a su carne mucha gracia y hermosura, como las piedrecillas negras en pavimento blanco. Llegábanse presurosos los hermanos e hijos, y, derramando lágrimas, besaban las manos y los pies del piadoso Padre que los había dejado, y el costado derecho, cuya herida recordaba la de Aquel que, derramando sangre y agua, reconcilió el mundo con el Padre. Muy honrada se sentía la gente; no sólo aquellos a quienes era dado el besar, sino también los que no podían más que ver las sagradas llagas de Jesucristo que san Francisco llevaba en su cuerpo. ¿Quién, ante semejante espectáculo, había de darse al llanto y no más bien al gozo? Y si llorase, ¿no serían sus lágrimas de alegría más que de dolor? ¿Quién podría tener un pecho tan de hierro que no rompiera en gemidos? ¿O quién podría tener un corazón tan de piedra que no se abriese a la compunción, que no ardiese en divino amor y que no se llenase de buena voluntad? ¿Quién sería tan rudo, tan insensible, que no llegara a comprender con toda claridad que un santo que había sido honrado con don tan singular en la tierra iba a ser ensalzado con inefable gloria en los cielos? 114. ¡Oh don singular, señal del privilegio del amor, que el caballero venga adornado de las mismas armas de gloria que por su excelsa dignidad corresponden únicamente al Rey! ¡Oh milagro digno de eterna memoria y sacramento que continuamente ha de ser recordado con admirable reverencia! De modo visible representa el misterio de la sangre del Cordero que, manando copiosamente de las cinco aberturas, lavó los crímenes del mundo. ¡Oh sublime belleza de la cruz vivificante, que a los muertos da vida; tan suavemente oprime y con tanta dulzura punza, que en ella adquiere vida la carne ya muerta y el espíritu se fortalece! ¡Mucho te amó quien por ti fue con tanta gloria hermoseado! ¡Gloria y bendición al solo Dios sabio, que renueva los antiguos prodigios y repite los portentos para consolar con nuevas revelaciones las mentes de los débiles y para que por obra de las maravillas visibles sean sus corazones arrebatados al amor de las invisibles! (32). ¡Oh maravillosa y amable disposición de Dios, que, para evitar toda sorpresa sobre la novedad del milagro, mostró misericordiosamente, en primer lugar en quien venía del cielo (33), lo que más tarde había de obrarse milagrosamente en quien vivía en la tierra! Y, ciertamente, el verdadero Padre de las misericordias quiso indicarnos cuán gran premio merecerá el que se empeñe en amarle de todo corazón para verse colocado en el orden superior de los espíritus celestiales (34) y más próximo al propio Dios. Sin duda alguna, lo podremos conseguir si, a semejanza del serafín (35), extendemos dos alas sobre la cabeza y, a ejemplo del bienaventurado Francisco, buscamos en toda obra buena una intención pura y un comportamiento recto, y, orientado todo a Dios, tratamos infatigablemente de agradarle en todas las cosas. Estas dos alas se unen necesariamente al cubrir la cabeza, significando que el Padre de las luces no puede aceptar en modo alguno la rectitud en el obrar sin la pureza de intención; ni viceversa, pues Él mismo nos lo asegura: Si tu ojo fuese sencillo, todo tu cuerpo será lúcido; si, en cambio, fuese malo, todo el cuerpo será tenebroso (Mt 6,22-23). El ojo sencillo no es el que no ve lo que ha de ver, incapaz de descubrir la verdad, o el que ve lo que no ha de ver, careciendo de pureza de intención. En el primer caso tenemos no simplicidad, sino ceguera, y en el segundo, maldad. Las plumas de estas alas son: el amor del Padre, que misericordiosamente salva, y el temor del Señor, que juzga terriblemente; ellas han de mantener las almas de los elegidos suspendidas sobre las cosas terrenas reprimiendo las malas tendencias y ordenando los castos afectos. El segundo par de ellas es para volar, esto es, para consagrarnos a un doble deber de caridad para con el prójimo, alimentando su alma con la palabra de Dios y sustentando el cuerpo con los bienes de la tierra. Estas dos alas muy raramente se juntan, porque difícilmente puede dar uno cumplimiento a entrambas cosas. Las plumas de estas dos alas son la diversidad de obras que se deben realizar para aconsejar y ayudar al prójimo. Finalmente, con las otras dos alas se debe cubrir el cuerpo desnudo de méritos; esto se cumple debidamente cuando, al desnudarlo por el pecado, lo revestimos con la inocencia de la confesión y la contrición. Las plumas de estas dos alas son los varios afectos engendrados por la detestación del pecado y por el hambre de justicia. 115. Todo esto lo observó a perfección el beatísimo padre Francisco, quien tuvo imagen y forma de serafín, y, perseverando en la cruz, mereció volar a la altura de los espíritus más sublimes. Siempre permaneció en la cruz, no esquivando trabajo ni dolor alguno con tal de que se realizara en sí la voluntad del Señor. Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: «Viendo, no veía; oyendo, no oía» (36). Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo; con mirada extática le contemplaba sentado, en gloria indecible e incomprensible, a la derecha del Padre, con el cual, Él, coaltísimo Hijo del Altísimo, en la unidad del Espíritu Santo, vive y reina, vence e impera, Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Capítulo X Llanto de las señoras de San Damián 116. Los hermanos e hijos, que habían acudido con multitud de gente de las ciudades vecinas -dichosa de poder asistir a tales solemnidades-, pasaron aquella noche del tránsito del santo Padre en divinas alabanzas; en tal forma que, por la dulzura de los cánticos y el resplandor de las luces, más parecía una vigilia de ángeles. Llegada la mañana, se reunió una muchedumbre de la ciudad de Asís con todo el clero; y, levantando el sagrado cuerpo del lugar en que había muerto, entre himnos y cánticos, al son de trompetas, lo trasladaron con todo honor a la ciudad. Para acompañar con toda solemnidad los sagrados restos, cada uno portaba ramos de olivo y de otros árboles, y, en medio de infinitas antorchas, entonaban a plena voz cánticos de alabanza. Los hijos llevaban a su padre y la grey seguía al pastor que se había apresurado tras el pastor de todos; cuando llegaron al lugar donde por primera vez había establecido la Religión y Orden de las vírgenes y señoras pobres, lo colocaron en la iglesia de San Damián, morada de las mencionadas hijas, que él había conquistado para el Señor; abrieron la pequeña ventana a través de la cual determinados días suelen las siervas de Cristo recibir el sacramento del cuerpo del Señor (37). Descubrieron el arca que encerraba aquel tesoro de celestiales virtudes; el arca en que era llevado, entre pocos, quien arrastraba multitudes. La señora Clara, en verdad clara por la santidad de sus méritos, primera madre de todas las otras -fue la primera planta de esta santa Orden-, se acercó con las demás hijas a contemplar al Padre, que ya no les hablaba y que, habiendo emprendido otras rutas, no retornaría a ellas. 117. Al contemplarlo, rompieron en continuos suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, y con voz entrecortada comenzaron a exclamar: «Padre, Padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué nos dejas a nosotras, pobrecitas? ¿A quién nos confías en tanta desolación? ¿Por qué no hiciste que, gozosas, nos adelantáramos al lugar a donde vas las que quedamos ahora desconsoladas? ¿Qué quieres que hagamos encerradas en esta cárcel, las que nunca volveremos a recibir las visitas que solías hacernos? Contigo ha desaparecido todo nuestro consuelo, y para nosotras, sepultadas al mundo, ya no queda solaz que se le pueda equiparar. ¿Quién nos ayudará en tanta pobreza de méritos, no menos que de bienes materiales? ¡Oh padre de los pobres, enamorado de la pobreza! Tú habías experimentado innumerables tentaciones y tenías un tacto fino para discernirlas; ¿quién nos socorrerá ahora en la tentación? Tú nos ayudaste en las muchas tribulaciones que nos visitaron; ¿quién será el que, desconsoladas en ellas, nos consuele? ¡Oh amarguísima separación! ¡Oh ausencia dolorosa! ¡Oh muerte sin entrañas, que matas a miles de hijos e hijas arrebatándoles tal padre, cuando alejas de modo inexorable a quien dio a nuestros esfuerzos, si los hubo, máximo esplendor!» Mas el pudor virginal se imponía sobre tan copioso llanto; muy inoportuno resultaba llorar por aquel a cuyo tránsito habían asistido ejércitos de ángeles y por quien se habían alegrado los ciudadanos de los santos y los familiares de Dios. Dominadas por sentimientos de tristeza y alegría, besaban aquellas coruscantes manos, adornadas de preciosísimas gemas y rutilantes margaritas; retirado el cuerpo, se cerró para ellas aquella puerta que no volvería a abrirse para dolor semejante. ¡Cuanta era la pena de todos ante los afligidos y piadosos lamentos de estas vírgenes! ¡Cuántos, sobre todo, los lamentos de sus desconsolados hijos! El dolor de cada uno era compartido por todos. Y era casi imposible que pudiera cesar el llanto cuando aquellos ángeles de paz tan amargamente lloraban. 118. Llegados, por fin, a la ciudad, con gran alegría y júbilo depositaron el santísimo cuerpo en lugar sagrado (38), y desde entonces más sagrado. A gloria del sumo y omnipotente Dios, ilumina desde allí el mundo con multitud de milagros, de la misma manera que hasta ahora lo ha ilustrado maravillosamente con la doctrina de la santa predicación. ¡Gracias a Dios! Amén. Santísimo y bendito Padre: he aquí que he tratado de honrarte con justos y merecidos elogios, bien que insuficientes, y he narrado, como he podido, tus gestas. Concédeme por ello a mí, miserable, te siga en la presente vida con tal fidelidad, que, por la misericordia divina, merezca alcanzarte en la futura. Acuérdate, ¡oh piadoso!, de tus pobres hijos, a quienes después de ti, su único y singular consuelo, apenas si les queda alguno. Pues, aunque tú, la mejor parte de su herencia y la primera, te encuentres unido al coro de los ángeles y seas contado entre los apóstoles en el trono de la gloria, ellos, no obstante, yacen en el fango y están encerrados en cárcel oscura, desde donde claman a ti entre llantos: «Muestra, padre, a Jesucristo, Hijo del sumo Padre, sus sagradas llagas y presenta las señales de la cruz que tienes en tu costado, en tus pies y en tus manos, para que Él se digne, misericordioso, mostrar sus propias heridas al Padre, quien ciertamente por esto ha de mostrarse siempre propicio con nosotros, pobres pecadores. Amén. Así sea. Así sea» (39). * * * * * Notas: 1) «A primeras horas de la noche», precisa el hermano Elías en su carta encíclica enviada a todos los provinciales para comunicarles el fallecimiento del Santo (AF 10 p. 527). Para nosotros, que contamos los días de medianoche a medianoche, San Francisco murió al anochecer del 3 de octubre; fue enterrado al día siguiente, domingo. 2) Gén 2,10: De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos. 3) Se refiere al Alverna, como se verá en el n. 94. 4) Procedimientos semejantes a éste los encontramos en los apóstoles (Hch 1,24-26), en San Antonio Abad (Vitae Patrum I 2: PL 73,127), en San Agustín (Confesiones 8,12), en San Martín, etc. Cf. también 2 Cel 15. 5) En la montaña del Alverna (1.269 m), en Toscana, diócesis de Arezzo. San Francisco lo recibió como regalo del conde Orlando de Chiusi en 1213. 6) Tuvo lugar hacia el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (LM 13,3). 7) Cf. las visiones de Is 6,2, y, sobre todo, las de Ez 1,5-14.22-25. 8) Véase en 2 Cel 138 la estratagema a que recurrió. 9) Es decir, guardián, según el reglamento de la vida de los eremitorios. Cf. REr 8-10. 10) Es decir, le había constituido vicario suyo para todos los hermanos; cf. Test 27. 11) Eclo 38,4. Una vez más, hay que destacarlo, un versículo de la Escritura influye en una decisión de Francisco. 12) Honorio III y la curia habían sido echados de Roma por una sedición popular. Es posible que el especialista en cuestión formara parte del grupo de los médicos pontificios. 13) Con el nombre de Gregorio IX, Hugolino gobernaba la Iglesia un año antes de que Celano escribiera esta frase halagadora, pero en gran parte merecida. Se sabe incluso cómo servía y cuidaba con sus propias manos a un leproso en su palacio (San Buenaventura, Serm. 2 de S. Francisco: Opera omnia 9 p. 577). 14) Habría que leer la magnífica alegoría del cedro (Ez 31,9), a la que Celano alude, para percibir toda la carga afectiva, poética y religiosa que lleva una simple alusión bíblica. Todo el contexto del profeta da a estas dos palabras un inmenso poder evocador. 15) Hugolino era obispo de estas dos diócesis a la vez. 16) Salvo el viaje a Francia, como queda dicho en el n. 75. 17) Según la tradición, estos cuatro hermanos serían, respectivamente, Ángel Tancredi (cf. 1 Cel 109), Bernardo de Quintavalle, León y Rufino (o Juan de Lodi). 18) Celano alude a la metáfora paulina de quien corre en el estadio (1 Cor 9,24). 19) Cf. Adm 4 y 19; 1 R 17. 20) Luciano Canonici intenta hacer un recuento de las enfermedades que San Francisco padeció durante su vida. «Se alude a ellas en diversos lugares de las fuentes franciscanas. Las resumimos. La primera y la más conocida: oftalmía, degenerada en glaucoma secundario, contraída, probablemente, en Oriente. Hay quien habla de un nacimiento laborioso, en un parto difícil, después de una esterilidad primaria de siete años por parte de su madre Pica. Existen testimonios de la grave enfermedad que sufrió los años 1204-1205 después de la prisión en Perusa. En 1212, la malaria le impidió partir para Oriente y luego para España. En 1213, una faringelaringitis aguda le privó por algún tiempo del habla. En diversos lugares encontramos alusiones a enfermedades de estómago, de hígado y de bazo; se habla de hidropesía, de úlcera gástrica, de tumor al estómago. Añádase a todo esto la natural debilidad de su cuerpo, y ténganse en cuenta los muchos viajes, la precariedad de los alojamientos, la insuficiencia de los vestidos, la escasez del alimento, las cuaresmas continuas. En 1224, las llagas le supusieron enfermedades constantes y pérdida de sangre» (San Buenaventura, Vita di San Francesco d'Assisi [Porziuncola 1974] p. 192 n. 1). El quirurgo Sante Cincarelli ha realizado un serio y detallado estudio de las enfermedades de San Francisco, y dice que la crisis final fue determinada, sobre todo, por la desnutrición (Francesco di Pietro Bernardone malato e santo, Firenze 1972). 21) Cf. la carta encíclica del hermano Elías anunciando la muerte de Francisco (AF 10 p. 527). 22) Como Jacob en el pasaje del Génesis 49,1-27. 23) La misma escena y la misma bendición son relatadas en 2 Cel 216; pero en este pasaje se silenciará el nombre del hermano Elías, ya apóstata. 24) Para librar al Santo de todo intento de rapto. La Porciúncula, en descampado, no tenía apenas defensa. 25) Ángel Tancredi y León. Cf. Legenda choralis umbra 5: AF 10 p. 545. 26) Se trata del Cántico de las criaturas, que Francisco coronó con la célebre estrofa: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal» (LP 100). 27) El hermano Elías, como lo prueban la alusión a su solicitud por los hermanos (Celano no desaprovecha la ocasión de hacer un cumplido), la mención de su presciencia de la muerte del Santo y, por fin, las mismas palabras que se le atribuyen, citando la carta encíclica del ministro general. 28) Según Bernardo de Bessa, se trata del «hermano Jacobo de Asís, que vio cómo subía al cielo el alma de nuestro santo padre cual si fuera una estrella tan esplendente como el sol» (Liber de laudibus: AF 3 p. 668). 29) Se refiere al cuerpo del Santo. La Edad Media practicaba un culto exagerado a las reliquias; este mismo año (1226), los habitantes de Bettona habían llegado a Asís a hurtar el cuerpo de San Crispolto, supuesto discípulo de San Pedro y que habría evangelizado la Umbría después del año 50. Es conocido el descuartizamiento a que fueron sometidos, inmediatamente después, San Luis, rey de Francia, y Santa Isabel de Portugal. 30) Todo el desarrollo, en su fondo y en su forma, está de nuevo inspirado en la carta encíclica del hermano Elías. 31) Sabemos, por otra parte, que su cuerpo era moreno tanto por la enfermedad cuanto por su color natural (LM 15,2). Cf. también el niger natura en la alegoría de la gallina negra (TC 63; 2 Cel 24). 32) Reminiscencia del prefacio de Navidad. 33) El serafín, del que Celano va a hablar a continuación. 34) Los serafines componen el último y supremo coro de los ángeles. 35) Sigue una explicación alegórica de las visiones que aparecen en Is 6,1-3 y Ez 1,5-25; los elementos de interpretación están tomados de una homilía de San Gregorio. 36) Este santo personaje es San Bernardo. 37) Esta reja de hierro por la que Santa Clara recibía la comunión, y que fue quitada con objeto de que las religiosas pudieran ver por última vez a su Padre, se encuentra actualmente en Asís, en la capilla del Santísimo Sacramento de la iglesia de Santa Clara. 38) La iglesia de San Jorge. 39) Esta plegaria de los hermanos menores huérfanos está colocada, salvo la última frase, en una antífona compuesta por Gregorio IX inmediatamente después de la muerte de San Francisco: Plange turba paupercula. El P. Bihl ha demostrado que esta antífona data de 1227 y fue seguida de la elección de Juan Parenti, primer sucesor de San Francisco. |
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