DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Celano: Vida primera de San Francisco, 119-151


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PARTE TERCERA

Comienza la tercera parte, que trata de la canonización
del bienaventurado Francisco y de sus milagros

119. Si felices fueron los inicios, mucho más feliz fue el final con que los remató el gloriosísimo padre Francisco el año vigésimo de su conversión, entregando felicísimamente su espíritu al cielo; coronado de gloria y honor, obtenido un puesto en medio de piedras de fuego (1), presente ante el trono de la divinidad, se ocupa eficazmente de los asuntos de aquellos que tuvo que dejar en el mundo. En efecto, ¿qué le podrá ser denegado a quien, por la impresión de las sagradas llagas, es figura de Aquel que, siendo igual al Padre, esplendor de su gloria e imagen de la substancia de Dios, se sienta en las alturas a la derecha de su Majestad, consiguiendo la purificación de los pecados? ¿Cómo no ha de ser escuchado quien, configurado con la muerte de Cristo Jesús en la participación de sus sufrimientos, muestra sus sagradas llagas en manos, pies y costado?

Alegra ya, en verdad, al mundo entero que con gozo renovado experimenta la redención, y a todos brinda los frutos de la verdadera salvación. Ilumina al mundo con la esplendorosa luz de sus milagros y alumbra el orbe entero con fulgor de auténtica estrella. Lloraba poco ha el mundo al verse privado de su presencia, y a su ocaso se veía sumergido como en abismo de tinieblas. Pero ahora, ante la aparición de la nueva luz, bañado, como en mediodía, de rayos más esplendentes, siente que toda oscuridad ha desaparecido. Cesó ya, ¡bendito sea Dios!, todo lamento, pues a diario y en todas partes se va viendo con nuevo regocijo que de él proviene copiosísima sobreabundancia de santas virtudes. Vienen del oriente y del occidente, del mediodía y del septentrión, quienes, favorecidos por su patrocinio, confirman con el testimonio de la verdad lo que yo digo. Amante distinguido como era de las cosas celestiales, mientras vivió en la carne no quiso aceptar propiedad alguna en el mundo, para poder así poseer más plenamente y con mayor gozo el bien total. Y ahora lo tiene todo quien no consintió estar dividido; cambió el tiempo por la eternidad. En todo lugar ayuda a todos, en todas partes está presente a todos y, amador verdadero de la unidad, no conoce los daños de la división.

120. Cuando todavía estaba entre los pecadores, recorría, predicando, el mundo entero; ahora que reina en el cielo, como heraldo del sumo Rey, vuela veloz, más que el pensamiento, y socorre con insignes favores a todos los pueblos. Todos le honran, le veneran, le glorifican y ensalzan. Todos participan del mismo bien. ¿Quién podrá enumerar y describir los milagros que el Señor se ha dignado obrar por su medio en todas partes?

¡Cuántos son los prodigios que obra Francisco aun sólo en Francia, donde el rey y la reina y todos los magnates acuden a besar y venerar el cabezal que usó el Santo durante su enfermedad! (2). ¡Cuántos los sabios del orbe y personas eminentísimas en letras -de los que París produce mayor número que ninguna otra ciudad de la tierra- que veneran, admiran y honran humilde y devotísimamente a Francisco, iletrado y amigo de la verdadera simplicidad y de toda sinceridad! Bien le cuadra el nombre de Francisco a quien se distinguía por su franqueza y la nobleza de su corazón (3). Los que experimentaron su magnanimidad tuvieron pruebas de su libertad y liberalidad, de su seguridad e intrepidez en todo, de la energía y fervor de ánimo con que conculcó las cosas de este siglo.

Y ¿qué diré de las otras partes del mundo, en las que, por virtud de sus prendas, se alejan los males, huyen las enfermedades y, a la sola invocación de su nombre, se ven libres de sus calamidades muchos hombres y mujeres?

121. También sobre su sepulcro tienen lugar, frecuentemente, nuevos milagros, y, a medida que aumentan las peticiones, se van alcanzando preclaros beneficios para almas y cuerpos. Los ciegos recobran la vista; los sordos, el oído; los cojos, el movimiento; habla el mudo, salta el gotoso, y el leproso queda limpio; el hidrópico adelgaza, y cuantos sufren de las más variadas y diversas dolencias a causa de sus enfermedades, obtienen la salud deseada; así, el cuerpo muerto sana los cuerpos vivos, como en vida daba vida a las almas muertas.

Tales maravillas llegan a conocimiento del romano pontífice; pontífice supremo, guía de los cristianos, señor del mundo, pastor de la Iglesia, ungido del Señor, vicario de Cristo. Gózase y exulta, se regocija y alegra, al ver que en su tiempo, y mediante el hijo de sus entrañas, a quien tuvo en el regazo, alimentó con la leche de la palabra y crió con manjares de salvación, la Iglesia de Dios se rejuvenece con nuevos misterios, pero con antiguas maravillas. Llegan también a oídos de los demás custodios de la Iglesia, pastores de la grey, defensores de la fe, amigos del esposo, coadjutores suyos, puntales del mundo, los venerables cardenales. Se congratulan con la Iglesia, comparten su gozo con el papa, glorifican al Salvador, que con suma e inefable sabiduría, por suma e incomparable gracia, con suma e inestimable bondad, escogió lo necio y despreciable del mundo para atraerse a sí todo lo poderoso. Los escucha igualmente y aplaude el orbe entero, y todos los príncipes, padres de la fe católica, sobreabundan en gozo y quedan colmados de santa consolación.

122. Mas, inesperadamente, las cosas cambian, y surge un nuevo problema en el mundo. Al gozo de la paz sucede la turbación y, encendida la llama de la envidia, la Iglesia se desgarra en luchas domésticas e intestinas. Los romanos, gente sediciosa y feroz, caen sobre sus vecinos, según costumbre, y, en su temeridad, ponen las manos sobre el santo (4). El papa Gregorio hace cuanto puede para contener el mal, por reprimir la crueldad, por mitigar la violencia, y, como torre bien fortificada, defiende la Iglesia de Dios. Son muchos los peligros que surgen, multiplícanse los males, y, en el resto del orbe, los pecadores yerguen su cerviz contra Dios. ¿Qué es lo que puede hacer? Con certera visión del futuro, ponderando lo presente, decide abandonar la Urbe a los sediciosos para defender y librar el orbe de las sediciones. Se dirige a Rieti, donde es recibido con los debidos honores; pasa luego a Espoleto, donde es también honrado con gran veneración. Breve es el tiempo que se detiene en esta ciudad; así y todo, tras haber informado de la situación de la Iglesia, tiene a bien visitar, en compañía de los venerables cardenales, a las siervas de Cristo, muertas y sepultadas para el mundo (5). Su santa vida, su altísima pobreza, su gloriosa institución, mueven a lágrimas al pontífice y a sus acompañantes, los induce al desprecio del siglo y los enardece para una vida célibe.

¡Oh humildad amable, madre de todas las gracias! ¡El príncipe de todo el orbe, el sucesor del príncipe de los apóstoles, se digna visitar a unas pobrecitas mujeres, se llega a las despreciadas y humildes encarceladas! ¡Humildad verdaderamente digna de un justo elogio; pero, no obstante, poco practicada y desconocida en muchos de los siglos pasados!

123. Aligera el paso y se da prisa por llegar a Asís, donde se conserva aquel preclaro depósito para él tan querido; buscaba olvidarse de todos los sufrimientos y de las tribulaciones que le amenazaban. Toda la comarca se alegra con su llegada, la ciudad se ve inundada de gozo, el pueblo en masa lo celebra con regocijo, y aquel día luminoso resplandece con nuevas claridades. Salen todos a su encuentro y se forma un solemne cortejo. Le recibe la piadosa comunidad de hermanos pobres, que entonan dulces cantos al ungido del Señor (6). Llega al lugar el vicario de Cristo, y, en cuanto se apea, saluda, reverente y feliz, el sepulcro de San Francisco. Rompe en suspiros, golpéase el pecho, llora, y con gran devoción inclina su veneranda cabeza.

Se tienen solemnes encuentros acerca de la canonización del Santo y frecuentemente se celebran reuniones de cardenales para tratar este asunto. Llegan de todas partes gentes que han sido liberadas de sus males por intercesión del santo de Dios, se ve que en todas partes resplandecen milagros numerosísimos; la asamblea aprueba unos, verifica otros, escucha más relatos y recibe nuevas noticias. Por razones de su cargo y por causas imprevistas, el bendito papa tiene que ir a Perusa (7); pero retornará a Asís a tratar con benevolencia sobreabundante y singular de negocio tan importante. Establecido, por fin, en Perusa, se celebra la sagrada reunión de los venerables cardenales en la cámara del señor papa para resolver la causa. Todos están acordes, y lo manifiestan unánimemente; leen los milagros con profunda veneración y con los más altos elogios ensalzan la vida del bienaventurado Padre y su conversión.

124. «No necesita -afirman todos- de atestación de milagros la vida santísima de este santísimo varón, que hemos visto con nuestros propios ojos, que con nuestras manos hemos tocado y que, ilustrados por la verdad, hemos comprobado». Todos rebosan de alegría, gozan, lloran, y en su llanto encuentran amplia bendición. Fijan el día bendito en que el mundo todo se llenará de santa alegría. Se avecina el día augusto, por siempre venerable, que inunda de gozo inmenso no sólo la tierra, sino también las mansiones celestiales. Son convocados los obispos, llegan los abades, asisten prelados venidos de las más remotas tierras; está también representada la dignidad real (8); acude una noble multitud de condes y señores. Cortejan luego todos al señor de todo el orbe y con él entran con gran pompa en la ciudad de Asís. Llegan al lugar preparado para tan solemne acto (9); rodean al bienaventurado papa todos los eminentes cardenales, obispos y abades. Es de ver la magnífica concurrencia de sacerdotes y clérigos; la gozosa y sagrada aglomeración de religiosos; la afluencia de las que se distinguen por el hábito modesto y el velo sagrado; la inmensa muchedumbre de todos los pueblos; la casi innumerable multitud de ambos sexos. Vienen de todas partes, y con sumo placer están presentes en tan extraordinaria asamblea gentes de toda edad. Allí están el pequeño y el grande, el siervo y el libre.

125. Está presente el sumo pontífice, esposo de la Iglesia de Cristo, rodeado de tanta variedad de hijos; lleva en su cabeza la corona de gloria como signo de santidad; ostenta las insignias pontificales, está revestido de los ornamentos sagrados, con bordados de oro y recamados de piedras preciosas; es el ungido del Señor, deslumbrante en la magnificencia de su gloria; cubierto de gemas radiantes de formas variadas, se atrae las miradas de todos. Le rodean cardenales y obispos, que lucen las más esplendentes joyas y van vestidos de un blanco de fulgor de nieve; ofrecen una imagen de belleza mayor que la celestial y encarnan el gozo de los bienaventurados. Todo el pueblo está suspenso esperando la palabra de gozo, la palabra de alegría, la palabra nueva, la palabra llena de toda suavidad, la palabra de alabanza y de perpetua bendición.

El papa Gregorio predica primero a la multitud; con dulce afecto y voz sonora, proclama las alabanzas de Dios; con magníficas palabras hace también el elogio del santo padre Francisco, y prorrumpe en lágrimas cuando recuerda y pregona la pureza de su vida. Su sermón comienza así: Como la estrella de la mañana en medio de la niebla, y como la luna llena en sus días, y como el sol refulgente, así resplandeció este hombre en el templo de Dios (Ecclo 50,6-7). Terminada la prédica, puntualmente exacta y fidedigna en absoluto, uno de los subdiáconos del señor papa, llamado Octaviano (10), lee con voz potente, ante toda la asamblea, los milagros del Santo. El señor Rainerio (11), cardenal diácono, hombre de sutil ingenio, ilustre por su piedad y costumbres, los ojos bañados en lágrimas, los explica con palabras sagradas. Gózase el pastor de la Iglesia, y entre profundos suspiros, que le brotan de lo más hondo, y repetidos sollozos, derrama lágrimas copiosas. Lloran también los demás prelados de la Iglesia; y tan abundantes son las lágrimas, que llegan a humedecer los ornamentos sagrados. Todo el pueblo, en fin, se deshace en llanto, y la misma ansiedad con que esperan intensifica su cansancio.

126. El bienaventurado papa levanta la voz, eleva los brazos al cielo y proclama: «Para alabanza y gloria de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de la gloriosa Virgen María, y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y para honor de la gloriosa Iglesia Romana, con el consejo de nuestros hermanos (12) y de los otros prelados, venerando en la tierra a quien Dios ha glorificado en el cielo, establecemos que el beatísimo padre Francisco sea inscrito en el catálogo de los santos y que su fiesta se celebre el día de su muerte».

Terminadas estas palabras, los reverendos cardenales, a una con el papa, entonaron en alta voz el Te Deum laudamus. Al punto, la multitud rompe en clamorosas alabanzas de Dios, y en la tierra resuenan sus voces, vibran en el aire cantos de alegría y el suelo se baña de lágrimas. Suenan cánticos nuevos (13) y los siervos de Dios regustan estas melodías del espíritu. Se escuchan dulces cánticos y con voces bien moduladas se cantan himnos espirituales. Se respira suavísimo perfume y se escuchan alegres melodías que conmueven los corazones de todos; resplandece aquel día, coloreado con los rayos más rutilantes; ondean verdes ramos de olivo y tiernas ramas de otros árboles; los adornos festivos del día hermosean a todos, iluminándolos con fúlgidas luces; y la bendición de la paz alegra los corazones de los presentes. Finalmente, el bienaventurado papa Gregorio baja del excelso solio y penetra en el santuario por las gradas inferiores (14) para ofrecer votos y sacrificios; besa con fruición la tumba que guarda el cuerpo santo y consagrado a Dios. Eleva repetidamente a Dios sus preces y celebra los misterios sagrados. Formando corona, le rodean los hermanos, que alaban, adoran y bendicen al Dios omnipotente, que obra maravillas en toda la tierra. El pueblo entero se suma a las alabanzas de Dios y, en honor de la excelsa Trinidad, rinde acciones de gracias a San Francisco. Amén.

Todo esto sucedió en la ciudad de Asís el día 16 de julio del segundo año del pontificado del señor papa Gregorio IX.

MILAGROS DE SAN FRANCISCO

En el nombre de Cristo, comienzan los milagros
de nuestro santísimo padre Francisco

127. Invocando humildemente la gracia de nuestro Señor Jesucristo, para mover a ferviente devoción a los presentes y para corroborar la fe de los venideros, con la ayuda de Cristo transcribimos brevemente, pero según verdad, los milagros que, como queda dicho, se leyeron ante el señor papa Gregorio y se comunicaron al pueblo.

Contrahechos sanados

El mismo día en que el sacrosanto cuerpo del beatísimo padre Francisco, embalsamado más con aromas celestiales que con esencias terrenas, fue escondido como preciosísimo tesoro, llevaron a una niña que hacía un año que tenía el cuello monstruosamente contrahecho y la cabeza inclinada hacia el hombro y pegada a él, de suerte que no podía mirar hacia arriba sino de soslayo. Tuvo durante un rato la cabeza bajo el arca que encerraba el precioso cuerpo del Santo, y de pronto, por los méritos de éste, enderezó el cuello y la cabeza recobró su posición natural; tan sorprendida quedó de esta repentina mudanza, que, llorando, echó a correr. Debido a la enfermedad que le aquejó durante tan largo tiempo, le quedó una concavidad sobre el hombro en que había llevado cargada la cabeza.

128. En el condado de Narni había un criado con la pierna tan contrahecha, que de ningún modo podía caminar si no era con ayuda de dos muletas. Vivía de la mendicidad; tantos años llevaba así afectado de esta grave enfermedad, que ni siquiera conocía a sus propios padres. Quedó libre de dicho mal por los méritos de nuestro beatísimo padre Francisco, de manera que en adelante andaba siempre sin ayuda de las muletas, alabando y bendiciendo por ello a Dios y a su santo.

129. Un tal Nicolás, ciudadano de Foligno, tenía la pierna izquierda contrahecha; exasperado por agudísimos dolores, gastó tanto en médicos para recuperar la salud perdida, que se hallaba cargado de deudas, superiores a las que hubiera querido y a las que podía saldar. Como a la postre sus remedios no le aprovechaban en absoluto y sentía unos dolores tan intensos que con sus lastimeros gritos no dejaba dormir de noche a los vecinos, se ofreció a Dios y a San Francisco y se hizo llevar a su sepulcro. Pasó una noche en oración ante la tumba del Santo y se le curó la pierna; rebosante de gozo, regresó sin muletas a casa.

130. Había un niño que tenía una pierna tan contrahecha, que llevaba la rodilla pegada al pecho, y el calcañar a las nalgas. Mientras se dirigía al sepulcro del bienaventurado Francisco, su padre castigaba la propia carne con un cilicio y su madre se imponía duras penitencias para conseguir la curación del hijo. Tan plena y repentina fue la curación, que, sano y alegre, dando gracias a Dios y a San Francisco, podía correr por las plazas.

131. Había en la ciudad de Fano un tullido que tenía las piernas tan contrahechas, que las llevaba pegadas a las nalgas, y tan llenas de úlceras, que, por el hedor que despedían, los hospitalarios en modo alguno lo querían recibir y tener en el hospital. Habiendo implorado la misericordia del beatísimo padre Francisco, se vio poco después, rebosante de alegría, curado por los méritos del Santo.

132. Una niña de Gubbio, de manos contrahechas, hacía un año que tenía por completo imposibilitados todos sus miembros. La nodriza llevó a la niña y una imagen de cera (15) al sepulcro del beatísimo padre Francisco, impetrando la gracia de la curación. Estuvo allí por espacio de ocho días; al cabo de ellos recuperó de tal manera el ejercicio de todos sus miembros, que quedó capacitada para realizar los servicios que anteriormente solía.

133. Otro niño de Montenero (16) que, al estar privado de fuerzas y del uso de sus miembros de cintura abajo, no podía caminar ni sentarse, durmió por varios días ante las puertas de la iglesia en que reposa el cuerpo de San Francisco (17). Un día entró en la iglesia y, habiendo tocado el sepulcro del beatísimo padre Francisco, salió sano y salvo. Contaba el muchacho que, cuando yacía junto al sepulcro del glorioso Santo, se le presentó un joven, vestido con el hábito de los hermanos, que estaba sobre el sepulcro y tenía unas peras en sus manos; lo llamó y, ofreciéndole una, le animó a que se levantase; tomando él la pera en las manos, le decía: «Mira, estoy paralítico y no me puedo mover». Comió la pera y alargó la mano para coger otra que le ofrecía el mismo joven. Fue invitado nuevamente a que se levantara; pero, incapacitado por la enfermedad, no lo hacía. Mas, al extender la mano hacia la pera, se la agarró el joven y, sacándole fuera, desapareció de su vista. Al verse el niño sano y salvo, comenzó a dar voces, comunicando a todos cuanto había sucedido.

134. A una mujer del pueblo que se llama Coccorano la llevaron en una espuerta al sepulcro del glorioso Padre; tenía los miembros impedidos del todo, a excepción de la lengua. Habiendo permanecido algún tiempo ante la tumba del santísimo varón, quedó estupendamente curada.

Otro vecino de Gubbio que llevó en un cesto a su hijo lisiado al sepulcro del santo Padre, lo recuperó sano y salvo. Tan deforme estaba, que las piernas, totalmente secas, las llevaba pegadas a las nalgas.

135. Bartolomé, de la ciudad de Narni, en extremo pobre y necesitado, se durmió un rato a la sombra de un nogal; al despertar se encontró tan entumecido, que le era imposible caminar. El mal avanzaba lentamente: pierna y pie se fueron debilitando; la pierna se fue encorvando y adelgazando; no sentía las punzadas de cuchillo ni temía lo más mínimo las quemaduras. El enamorado de los pobres y padre de todos los necesitados, el santísimo Francisco, se le manifestó en sueños una noche, mandándole que se llegara a unos baños, en los que, apiadado de tanta miseria, quería curarlo de aquella enfermedad. Pero como al despertar no supiera qué determinación tomar, refirió detalladamente la visión al obispo de la ciudad. Éste le animó a que fuera a los baños que se le habían indicado, y, haciendo sobre él la señal de la cruz, lo bendijo. Como mejor pudo comenzó a caminar hacia el lugar indicado, apoyándose en un bastón. Iba caminando triste y atormentado por intensos sufrimientos, cuando he aquí que oyó una voz que le decía: «Ve con la paz del Señor; yo soy aquel a quien tú te ofreciste». Próximo ya a los baños, erró el camino a causa de la oscuridad de la noche. Entonces volvió a escuchar la voz que le advertía que no iba por buen camino, y le enderezó hacia los baños. Llegado ya al lugar y penetrando en el baño, sintió que se le imponía una mano sobre el pie y otra sobre la pierna, al tiempo que ésta se le distendía suavemente. Al momento se curó, saltó fuera del baño, alabando y bendiciendo la omnipotencia del Creador y al bienaventurado Francisco, su siervo, que tanta gracia y fuerza le había concedido. Había vivido contrahecho y de la mendicación durante seis años cuando era ya de edad avanzada.

Ciegos que recobran la vista

136. A una mujer llamada Sibilia, ciega hacía muchos años y desconsolada por su ceguera, la llevaron al sepulcro del varón de Dios. Recobró la luz que había perdido y, gozosa y alegre, volvió a su casa.

Un ciego de Spello recobró, ante el sepulcro del glorioso cuerpo, la vista, tiempo ha perdida.

Había otra mujer en Camerino privada por completo de la vista en el ojo derecho; sus padres colocaron sobre él un paño que había tocado el bienaventurado Francisco; oraron mientras esto hacían; y dieron gracias a Dios y al Santo por haberle restituido la luz.

Cosa parecida ocurrió a una mujer de Gubbio, que cuenta regocijada cómo, después que oró, recobró la vista de que antes disfrutaba.

Un ciudadano de Asís ciego hacía ya cinco años, que, habiendo gozado de la amistad del bienaventurado Francisco, la recordaba cada vez que se dirigía a él en oración, quedó curado al solo contacto de su sepulcro.

Hacía cosa de un año que un tal Albertino de Narni había quedado totalmente ciego, de modo que los párpados le caían hasta las mejillas. Se ofreció al bienaventurado Francisco y, al punto, restablecida la vista, se dispuso a venir y vino a visitar su glorioso sepulcro.

Endemoniados

137. Había en la ciudad de Foligno un hombre llamado Pedro; en cumplimiento de un voto o de una penitencia impuesta por sus pecados, emprendió un viaje para visitar el santuario de San Miguel Arcángel (18); de camino dio con una fuente. Sentía sed por la fatiga del viaje; al gustar el agua de la fuente, le pareció haber tragado demonios. Así fue en efecto: por tres años fue poseso de ellos, y hacía cosas tan horrorosas y malas para ser vistas, que no se pueden relatar. Se llegó a la tumba del santísimo Padre; los demonios, enfurecidos, lo desgarraban cruelmente; con sólo tocar el sepulcro, se obró un milagro manifiesto y quedó maravillosamente liberado.

138. Una mujer de la ciudad de Narni, impulsada por una furia brutal y privada de juicio, hacía cosas horribles y decía disparates. Apareciósele en visión el bienaventurado Francisco y le dijo: «Haz sobre ti la señal de la cruz». Y al responder: «No puedo», se la hizo el Santo, y desaparecieron de ella aquella pasión de locura y los engaños diabólicos.

Muchos otros hombres y mujeres atormentados por los demonios con diversos suplicios y engañados con sus falacias, se vieron libres de su servidumbre por los méritos insignes del santo y glorioso Padre.

Y como esta clase de gente suele ser fácilmente víctima de ilusiones, es suficiente cuanto hemos referido, y pasamos a los hechos más importantes.

Enfermos salvados de la muerte, un hidrópico, un artrítico,
algunos paralíticos y otros enfermos

139. Un niño llamado Mateo, de la ciudad de Todi, estuvo en cama, como muerto, durante ocho días; tenía la boca cerrada; los ojos, apagados; la piel del rostro, manos y pies, totalmente ennegrecida como una olla; todos habían perdido las esperanzas de que recuperara la vida; pero, suplicándolo su madre, se repuso con rapidez sorprendente. Echaba por la boca sangre corrompida, y parecía que iba a arrojar hasta las entrañas. Puesta de rodillas su madre, invocó humildemente el nombre de San Francisco; no bien se levantó ella de la oración, comenzó el niño a abrir los ojos, a ver la luz y a tomar el pecho; y poco después, desapareciendo el color negro de la piel, recuperó su carne el color natural, y él la salud y las fuerzas. Cuando ya iba mejorando, le preguntó su madre: «Hijo mío: ¿quién te ha puesto bueno?» Y él, balbuciendo, respondía: «Ciccu, Ciccu». Volvían a preguntarle: «¿De quién eres tú servidor?» Y nuevamente replicaba: «Ciccu, Ciccu». Como era tan pequeñito, no sabía todavía hablar, y decía a medias el nombre de Francisco.

140. Estaba un joven en un lugar muy alto; cayó de él, y a consecuencia perdió el habla y quedó impedido en todos sus miembros. Se le creía ya muerto, pues pasó tres días sin comer ni beber y sin sentido alguno. Pero su madre, en lugar de requerir auxilio de ningún médico, pidió la salud de su hijo al bienaventurado Francisco. En respuesta a la oración, lo recibió vivo y sano, y prorrumpió en alabanzas del omnipotente Salvador.

Otro, de nombre Mancino, enfermó de muerte; nadie esperaba su curación; pero fue invocado el nombre del bienaventurado Francisco, y al punto recobró la salud.

Había un niño en Arezzo, llamado Gualtiero, aquejado de fiebres continuas y que padecía dos postemas; habiéndole desahuciado todos los médicos, sus padres rogaron al bienaventurado Francisco, y lograron de él la tan ansiada salud.

Otro estaba próximo a morir; pusiéronse a modelar la imagen de cera, y, antes de que estuviera concluida, se vio libre de todo dolor violento.

141. Una mujer postrada en el lecho desde hacía muchos años, sin poder darse la vuelta ni moverse, se ofreció a Dios y al bienaventurado Francisco, y, libre de todos sus males, pudo desempeñar los quehaceres de su vida.

En la ciudad de Narni había una mujer que hacía ocho años que tenía una mano seca, inútil para todo trabajo. Al cabo se le apareció en visión el beatísimo padre Francisco y, extendiéndole la mano enferma, se la dejó, como la otra, hábil para el trabajo.

En la misma ciudad había un joven que de hacía diez años sufría una gravísima enfermedad; estaba todo hinchado y no había medicina que le sirviera. A petición de su madre, recibió, por los méritos del bienaventurado Francisco, el bien de la salud.

En la ciudad de Fano había un hidrópico con los miembros horriblemente hinchados. Por la intercesión del bienaventurado Francisco mereció ser totalmente curado.

Un ciudadano de Todi sufría tan horriblemente de gota artrítica, que ni podía sentarse ni reposar en modo alguno. Este agudo dolor le ocasionaba un frío tan persistente, que se sentía morir. Llamó a médicos, frecuentó baños, tomó medicamentos sin tasa; pero todo fue inútil para sus males. Hasta que cierto día, en presencia de un sacerdote, hizo una promesa para que San Francisco le restituyera la salud perdida. Habiendo suplicado al Santo, se vio en posesión de la salud.

142. Una mujer paralítica de la ciudad de Gubbio invocó por tres veces el nombre del bienaventurado Francisco, y fue abandonada de la enfermedad y quedó sana.

Un hombre llamado Bontadoso sufría tan agudos dolores en pies y manos, que no podía ni moverse, ni caminar; había perdido, además, el apetito y el sueño. Un día se llegó a él una mujer y le animó a que se ofreciera al bienaventurado Francisco con toda devoción, si quería verse libre inmediatamente de su enfermedad. El enfermo, como fuera de sí por dolor tan acerbo, le respondía: «No creo en su santidad». Mas, ante la repetida insistencia de la mujer, que le aconsejaba hiciese el ofrecimiento, el enfermo lo formuló en estos términos: «Me ofrezco a San Francisco y creo en su santidad si me libra de mi enfermedad en el espacio de tres días». Al poco, por los méritos del santo de Dios, curó, y pudo caminar, comer y descansar, dando gloria a Dios omnipotente.

143. Un hombre fue herido gravemente en la cabeza por una flecha de hierro; penetró ésta por el hueco del ojo y quedó clavada en la cabeza. En vista de que los médicos se declaraban incapaces de prestarle asistencia alguna, se ofreció devota y humildemente al santo de Dios, Francisco, en espera de quedar curado por su intercesión. Mientras descansaba y dormía un rato, oyó que San Francisco le decía que se hiciera extraer la flecha por la parte posterior de la cabeza. Al día siguiente hicieron lo que había visto en sueños, y sin gran dificultad quedó curado.

144. Un hombre del pueblo de Spello llamado Emperador sufrió durante dos años una hernia tal, que los intestinos todos le caían por el bajo vientre. No pudiendo introducirlos y retenerlos dentro por mucho tiempo, se veía obligado a llevar una almohadilla para sujetarlos. Recurrió a los médicos en demanda de ayuda; pero, al exigirle éstos unos honorarios que no estaban a su alcance, pues carecía de medios para los gastos y subsistencia de un día, desesperó decididamente de su asistencia. Ante esto, se volvió en demanda de auxilio al cielo, y comenzó a invocar con toda humildad, por el camino, en casa y en todo lugar, la ayuda del bienaventurado Francisco. Y sucedió que al poco tiempo, por la gracia de Dios y los méritos del bienaventurado Francisco, recobró la salud completamente.

145. Un hermano (19) que en la Marca de Ancona militaba bajo la obediencia de nuestra Religión sufría muchísimo por una fístula que tenía en la región ilíaca; tan grave estaba, que había perdido toda esperanza de que los médicos le curaran. Pidió por ello al ministro, bajo cuya obediencia estaba, permiso para visitar el lugar donde descansaba el cuerpo del beatísimo Padre, seguro de que por los méritos del Santo había de conseguir la gracia de la curación. Mas el ministro se lo negó por temor de que las nieves y lluvias propias del tiempo y las fatigas del viaje agravaran el mal. Como el hermano quedara un tanto turbado por no habérsele otorgado la autorización, se le apareció una noche el santo padre Francisco y le dijo: «Hijo, no te turbes por esto; quítate la pelliza que vistes, tira ese emplasto con su vendaje, guarda tu Regla y curarás». Al levantarse por la mañana, hizo cuanto se le indicó, y dio gracias a Dios de la inmediata curación.

Leprosos curados

146. Había en San Severino, de la Marca de Ancona, un joven llamado Atto, tan llagado en todo el cuerpo que, por el dictamen de los médicos, todos le tenían como leproso. Estaban sus miembros todos entumecidos e hinchados, y, debido a la inflamación de las venas, lo veía todo con una mirada extraña. No podía caminar, y el desdichado tenía que permanecer continuamente en el lecho del dolor, con inmensa amargura y tristeza de sus padres. Abatido sin tregua el padre por este inmenso dolor, no sabía que hacer con el hijo. Hasta que cierto día le dio la corazonada de ofrecerlo de todos modos al bienaventurado Francisco, y habló así a su hijo: «¿Quieres, hijo mío, ofrecerte a San Francisco, que en todas partes obra tantos milagros, para que se digne librarte de este mal?» A lo que el hijo respondió: «Lo quiero, padre». Al momento hizo el padre que le trajeran papel y, habiendo tomado las medidas de altura y anchura del hijo, le dirigió estas palabras: «Levántate, hijo mío, y ofrécete al bienaventurado Francisco, y, cuanto se te conceda la salud, le llevarás todos los años, mientras vivas, un cirio de tu altura». Al mandato del padre, se levantó el joven como pudo, y, juntas las manos, comenzó a invocar humildemente la misericordia del bienaventurado Francisco. Tomada la medida del papel y concluida la oración, al instante quedó curado de la lepra, e, irguiéndose, glorificó a Dios y al bienaventurado Francisco y echó a andar con gran alegría.

Un joven de la ciudad de Fano llamado Buenhombre, paralítico y leproso a juicio de todos los médicos, fue ofrecido con devoción al bienaventurado Francisco por sus padres, y, limpio de la lepra y curado de la parálisis, consiguió plena salud.

Mudos que hablan y sordos que oyen

147. En el castro de Pieve vivía un criado muy pobre y mendigo, del todo mudo y sordo de nacimiento. Tenía la lengua tan exageradamente corta, que, a juzgar por los repetidos exámenes que le hicieron, parecía cortada. Una tarde se acercó a la casa de un conciudadano del mismo pueblo llamado Marcos, pidiéndole por señas, como lo hacen los mudos, hospedaje: inclinó la cabeza hacia un lado, poniendo la mano bajo la mejilla, para darle a entender que aquella noche quería hospedarse en su casa. El señor lo recibió contento y lo tuvo consigo muy a gusto, porque veía que el mozo era hábil para lo que se le encomendaba. El criado era de buena índole, y, aunque sordo y mudo de nacimiento, comprendía por signos cuanto se le mandaba. Una noche, mientras el señor cenaba con su mujer, estando el criado con ellos, dijo aquél a ésta: «Sería para mí un milagro extraordinario que el bienaventurado Francisco le diera a este mozo el oído y la palabra».

148. Y añadió: «Prometo al Señor Dios que, si el bienaventurado Francisco se digna obrar tal prodigio, por su amor este criado será para mí muy querido y lo mantendré por mi cuenta durante toda su vida». ¡Maravilloso en verdad! Al terminar la última palabra de la promesa, reclamó el criado: «¡Vive San Francisco!» Y a continuación, volviendo a mirar, añadió: «Veo a San Francisco aquí, en lo alto; ha venido para darme el habla». Y luego prosiguió el criado: «¿Qué diré yo a la gente?» A lo que el hombre respondió: «Alabarás a Dios y salvarás a muchos hombres». Luego el señor, lleno de gozo y alegría, se levantó y publicó cuanto había sucedido. Llegáronse todos los que conocían anteriormente al joven sin habla y, admirados y estupefactos, alabaron a Dios y al bienaventurado Francisco. Le creció la lengua y cobró proporciones apropiadas para poder hablar, y, como si nunca hubiese sido mudo, comenzó a pronunciar palabras bien articuladas.

149. Otro niño llamado Villa no podía hablar ni andar. Su madre preparó una imagen de cera al tiempo que hacía por él una promesa de fidelidad, y le llevó con gran reverencia al lugar en que reposa el bienaventurado Francisco. De regreso a su casa, se encontró con que su hijo andaba y hablaba.

Había en la diócesis de Perusa un hombre enteramente privado de la palabra; llevaba siempre la boca abierta, hacía horribles muecas y vivía en desasosiego completo. Es que tenía la garganta muy entumecida e inflamada. Habiendo venido al lugar en que descansa el cuerpo santísimo y queriendo llegarse hasta el sepulcro subiendo las escaleras, vomitó mucha sangre y, totalmente restablecido, comenzó a hablar, y a cerrar y abrir la boca como es normal.

150. Una mujer sufría un intenso dolor en la garganta; era tal el ardor que sentía, que su lengua, pegada al paladar, había quedado seca. No podía hablar, ni comer, ni beber, y no sentía mejoría ni alivio alguno con los emplastos y medicinas que se le aplicaban. Por último, desde su corazón -no podía expresarse con palabras- se ofreció a San Francisco, y en seguida sintió en su carne una convulsión, y notó que su garganta arrojaba una piedrecilla redonda -tomándola en sus manos, la mostró a todos-, y luego curó.

Había en el pueblo de Greccio un joven que había perdido el oído, la memoria y el habla, y no comprendía ni percibía cosa alguna. Sus padres, que tenían gran confianza en San Francisco, se lo ofrecieron con humilde devoción. Apenas terminado el acto de ofrecimiento, recuperó el joven, por gracia del santísimo y gloriosísimo padre Francisco, todos los sentidos de que carecía.

Para alabanza, gloria y honor de Jesucristo, Señor nuestro, cuyo reino e imperio, sólido e inmutable, permanece por todos los siglos de los siglos. Amén.

EPÍLOGO

151. Es bien poco lo que hemos referido sobre los milagros de nuestro beatísimo padre Francisco, y mucho lo que hemos omitido; dejamos a los que quieran seguir sus huellas la tarea de buscar la gracia de nueva bendición, para que aquel que con su palabra y ejemplo, con su vida y doctrina, renovó gloriosamente el mundo entero, se digne fecundar, con nuevas lluvias de celestiales carismas, las mentes de los que aman el nombre del Señor.

A cuantos lean, vean u oigan esto que he escrito, ruego, por el amor del pobre Crucificado y por sus llagas, que el bienaventurado padre Francisco llevó en su cuerpo, me tengan presente ante Dios a mí, pecador. Amén.

Bendición, honor y toda alabanza al Dios solo sabio, que a gloria suya obra siempre sabiamente todo en todos. Amén. Amén. Amén.

* * * * *

Notas:

1) Es decir, los santos. Cf. Ez 28,14; LM 9,3.

2) El rey de Francia al que alude es, probablemente, San Luis, y la reina, Blanca de Castilla, su madre; cuando escribía esto Celano, el rey no pasaba de los catorce años. La enfermedad de que habla el texto no ha de referirse necesariamente a aquella de que murió.

3) El significado del nombre tenía una gran importancia en la Edad Media. Aquí, como más arriba en el nombre de Clara, Celano ve algo distinto a una etimología fantástica.

4) Federico II, emperador de Alemania, poseía también la Italia del Norte y, por parte de su madre, el reino de las Dos Sicilias; tenía como atenazados los territorios pontificios. Gregorio IX le iba recordando sin cesar su voto de partir a la cruzada; Federico simuló la partida, y fue excomulgado. El emperador invadió entonces los Estados pontificios e hizo que el pueblo romano se soliviantara, como en realidad sucedió el lunes de Pascua de 1228, durante la misa de Gregorio IX en la basílica de San Pedro (de ahí la frase de Celano: «ponen las manos sobre el santo»). El papa no volvió a entrar en Roma hasta 1230.

5) Las damas pobres, o clarisas del monasterio de San Pablo, cerca de Espoleto.

6) Es decir, el papa; Cristo, etimológicamente, es quien ha recibido la unción. Según los documentos pontificios, Gregorio IX permaneció en Asís del 26 de mayo al 10 de junio de 1228.

7) Del 13 de junio al 13 de julio de 1228.

8) Juan de Brienne, coronado rey de Jerusalén el 3 de octubre de 1210 y que acabará sus días revestido del hábito franciscano.

9) Los alrededores de la iglesia de San Jorge, situada entonces fuera de las murallas.

10) Pariente de Inocencio III; llegó a ser cardenal bajo Inocencio IV. Sabemos por Salimbene (Chronica p. 385) que Gregorio IX le apreciaba particularmente.

11) Rainerio Cappoci de Viterbo, cisterciense, cardenal desde 1216 y gran amigo de la nueva Orden. Fue él quien compuso el himno Plaude turba y la antífona Caelorum candor splenduit, en alabanza de San Francisco.

12) Los cardenales.

13) Puede que la utilización de la expresión bíblica (Sal 32,3; 95,1; 97,1) no sea aquí sino retórica; no queda excluida necesariamente la hipótesis de una alusión a las piezas compuestas por el mismo Gregorio IX para la canonización: el himno Proles de caelo (vísperas del oficio del 4 de octubre), el responsorio De paupertatis horreo (responsorio octavo o del mismo oficio) y la prosa Caput draconis.

14) La iglesia de San Jorge. Celano precisa que el papa entró en ella per inferiores gradus (¿por el pequeño atrio?, ¿aminorando el paso?); como la iglesia ya no existe, este detalle no nos dice nada. La precisión y abundancia de detalles podría indicar que Celano, entonces en Italia, asistió a las ceremonias que describe.

15) En la Edad Media era costumbre bastante extendida ofrecer en un santuario un peso de cera, de metal, de pan o de aceite equivalente al peso del enfermo por el que se rogaba.

16) Existen dos Montenero en Umbría, y un tercero en el valle de Rieti.

17) Donde entonces reposaba: la iglesia de San Jorge.

18) En el Monte Gargano, provincia de Foggia.

19) Es el único hermano menor que aparece en esta serie de milagros. De otro se ha tratado en el n. 68.

1 Cel 04 Introducción

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