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San Buenaventura: Leyenda mayor de San Francisco, 4-6 |
. | Capítulo IV Progreso de la Orden durante el
gobierno del Santo 1. Así, pues, apoyado Francisco en la gracia divina y en la autoridad pontificia, emprendió con gran confianza el viaje de retorno hacia el valle de Espoleto, dispuesto ya a practicar y enseñar el Evangelio de Cristo. Durante el camino iba conversando con sus compañeros sobre el modo de observar fielmente la Regla recibida, sobre la manera de proceder ante Dios en toda santidad y justicia y cómo podrían ser de provecho para sí mismos y servir de ejemplo a los demás. Y, habiéndose prolongado mucho en estos coloquios, se les hizo una hora tardía. Fatigados y hambrientos después de la larga caminata, se detuvieron en un lugar solitario (1). No había allí modo de proveerse del alimento necesario. Pero bien pronto vino en su socorro la divina Providencia, pues de improviso apareció un hombre con un pan en la mano y se lo entregó a los pobrecillos de Cristo, desapareciendo súbitamente sin que se supiera de dónde había venido ni a dónde se dirigía. Comprendieron con esto los pobres hermanos que se les hacía presente la ayuda del cielo en la compañía del varón de Dios, y se sintieron más reconfortados con el don de la liberalidad divina que con los manjares que se habían servido. Además, repletos de consolación divina, decidieron firmemente -confirmando su determinación con un propósito irrevocable- no apartarse nunca, por más que les apremiara la escasez o la tribulación, de la santa pobreza que habían prometido. 2. Deseosos de cumplir tan santo propósito, volvieron de allí al valle de Espoleto, donde se pusieron a deliberar sobre la cuestión de si debían vivir en medio de la gente o más bien retirarse a lugares solitarios. Mas el siervo de Cristo Francisco, que no se fiaba de su propio criterio ni del de sus hermanos, acudió a la oración, pidiendo insistentemente al Señor se dignara manifestarle su beneplácito sobre el particular. Iluminado por el oráculo de la divina revelación, llegó a comprender que él había sido enviado por el Señor a fin de que ganase para Cristo las almas que el diablo se esforzaba en arrebatarle. Por eso prefirió vivir para bien de todos los demás antes que para sí solo, estimulado por el ejemplo de Aquel que se dignó morir él solo por todos. 3. En consecuencia, se recogió el varón de Dios con otros compañeros suyos en un tugurio abandonado (2) cerca de la ciudad de Asís, donde, con harta fatiga y escasez, se mantenían al dictado de la santa pobreza, procurando alimentarse más con el pan de las lágrimas que con el de las delicias. Se entregaban allí de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo. Suplicáronle los hermanos les enseñase a orar, y él les dijo: «Cuando oréis decid: Padre nuestro (Mt 6,9); y también: Te adoramos, Cristo, en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). Les enseñaba, además, a alabar a Dios en y por todas las criaturas, a honrar con especial reverencia a los sacerdotes, a creer firmemente y confesar con sencillez las verdades de la fe tal y como sostiene y enseña la santa Iglesia romana. Ellos guardaban en todo las instrucciones del santo Padre, y así, se postraban humildemente ante todas las iglesias y cruces que podían divisar de lejos, orando según la forma que se les había indicado. 4. Mientras moraban los hermanos en el referido lugar, un día de sábado se fue el santo varón a Asís para predicar -según su costumbre- el domingo por la mañana en la iglesia catedral. Pernoctaba, como otras veces -entregado a la oración-, en un tugurio sito en el huerto de los canónigos. De pronto, a eso de media noche sucedió que, estando corporalmente ausente de sus hijos -algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración-, penetró por la puerta de la casa un carro de fuego de admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol, iluminaba la oscuridad de la noche. Quedaron atónitos los que estaban en vela, se despertaron llenos de terror los dormidos; y todos ellos percibieron la claridad, que no sólo alumbraba el cuerpo, sino también el corazón, pues, en virtud de aquella luz maravillosa, a cada cual se le hacía transparente la conciencia de los demás. Comprendieron todos a una -leyéndose mutuamente los corazones- que había sido el mismo santo Padre -ausente en el cuerpo, pero presente en el espíritu y transfigurado en aquella imagen- el que les había sido mostrado por el Señor en el luminoso carro de fuego, irradiando fulgores celestiales e inflamado por virtud divina en un fuego ardiente, para que, como verdaderos israelitas, caminasen tras las huellas de aquel que, cual otro Elías, había sido constituido por Dios en carro y auriga de varones espirituales (2 Re 2,12). Se puede creer que el Señor, por las plegarias de Francisco, abrió los ojos de estos hombres sencillos para que pudieran contemplar las maravillas de Dios, del mismo modo que en otro tiempo abrió los ojos del criado de Eliseo para que viese el monte lleno de caballos y carros de fuego que estaban alrededor del profeta (2 Re 6,17). Vuelto el santo varón a sus hermanos, comenzó a escudriñar los secretos de sus conciencias, procuró confortarlos con aquella visión maravillosa y les anunció muchas cosas sobre el porvenir y progresos de la Orden. Y al descubrirles estos secretos que transcendían todo humano conocimiento, reconocieron los hermanos que realmente descansaba el Espíritu del Señor en su siervo Francisco con tal plenitud, que podían sentirse del todo seguros siguiendo su doctrina y ejemplos de vida. 5. Después de esto, Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo -movido por la gracia divina- a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento. Convertido en este lugar en pregonero evangélico, recorría las ciudades y las aldeas anunciando el reino de Dios, no con palabras doctas de humana sabiduría, sino con la fuerza del Espíritu. A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que -con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo- se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba. Así, la viña de Cristo comenzó a germinar brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores de suavidad, de honor y de vida honesta. 6. En efecto, numerosas personas, inflamadas por el fuego de su predicación, se comprometían a las nuevas normas de penitencia, según la forma recibida del varón de Dios. Dicho modo de vida determinó el siervo de Cristo se llamara Orden de Hermanos de Penitencia. Pues así como consta que para los que tienden al cielo no hay otro camino ordinario que el de la penitencia, se comprende cuán meritorio sea ante Dios este estado que admite en su seno a clérigos y seglares, a vírgenes y casados de ambos sexos (3), como claramente puede deducirse de los muchos milagros obrados por algunos de sus miembros. Convertíanse también doncellas a perpetuo celibato, entre las cuales destaca la virgen muy amada de Dios, Clara (4), la primera plantita de éstas, que -cual flor blanca y primaveral- exhaló singular fragancia, y, como rutilante estrella, irradió claros fulgores. Clara, glorificada ya en los cielos, es dignamente venerada en la tierra por la Iglesia. Ella que fue hija en Cristo del pobrecillo padre San Francisco, es, a su vez, madre de las Señoras pobres. 7. Asimismo, otras muchas personas, no sólo compungidas por devoción, sino también inflamadas en el deseo de avanzar en la perfección de Cristo, renunciaban a todas las vanidades del mundo y se alistaban para seguir las huellas de Francisco; y en tal grado iban aumentando los hermanos con los nuevos candidatos que diariamente se presentaban, que bien pronto llegaron hasta los confines del orbe. En efecto, la santa pobreza, que llevaban como su única provisión, los convertía en hombres dispuestos a toda obediencia, fuertes para el trabajo y expeditos para los viajes. Y como nada poseían sobre la tierra, nada amaban y nada temían perder en el mundo, se sentían seguros en todas partes, sin que les agobiase ninguna inquietud ni les distrajese preocupación alguna. Vivían como quienes no sufren en su espíritu turbación de ningún género, miraban sin angustias el día de mañana y esperaban tranquilos el albergue de la noche. Es cierto que en diversas partes del mundo se les inferían atroces afrentas como a personas despreciables y desconocidas; pero el amor que profesaban al Evangelio de Cristo los hacía tan sufridos, que buscaban preferentemente los lugares donde pudiesen padecer persecución en su cuerpo más que aquellos otros donde -reconocida su santidad- recibieran gloria y honor de parte del mundo. Su misma extremada penuria de las cosas les parecía sobrada abundancia, pues -según el consejo del sabio- en lo poco se conformaban de igual modo que en lo mucho (Eclo 29,30). Como prueba de ello sirva el siguiente hecho. Habiendo llegado algunos hermanos a tierra de infieles, sucedió que un sarraceno -movido a compasión- les ofreció dinero para que pudieran proveerse del alimento necesario. Pero al ver que se negaban a recibirlo -pese a su gran pobreza- quedó altamente admirado. Averiguando después que se habían hecho pobres voluntarios por amor a Cristo y que no querían poseer dinero, sintió por ellos un afecto tan entrañable, que se ofreció a suministrarles -en la medida de sus posibilidades- todo lo que les fuera necesario. ¡Oh inestimable preciosidad de la pobreza, por cuya maravillosa virtud la bárbara fiereza de un alma sarracena se convirtió en tamaña dulzura de conmiseración! Sería, por tanto, un horrendo y detestable crimen que un cristiano llegase a pisotear esta noble margarita, cuando hasta un sarraceno la exaltó con tan gran veneración. 8. En aquel tiempo se hallaba en un hospital próximo a Asís cierto religioso de la Orden de los crucíferos llamado Morico (5). Sufría una enfermedad tan grave y prolija, que los médicos pronosticaban muy inminente su desenlace final. Ante esta situación apurada, el enfermo acudió suplicante al varón de Dios: envió un emisario a Francisco para que le suplicara encarecidamente se dignase interceder por él ante el Señor. Accedió benignamente el santo Padre a tal petición y, después de haberse recogido en oración, tomó unas migas de pan, las mezcló con aceite extraído de la lámpara que ardía junto al altar de la Virgen y envió este mejunje al enfermo en propias manos de los hermanos, diciéndoles: «Llevad a nuestro hermano Morico esta medicina, por cuyo medio la fuerza de Cristo no sólo le devolverá por completo la salud, sino que, convirtiéndolo en robusto guerrero, le hará incorporarse para siempre en las filas de nuestra milicia». Tan pronto como el enfermo gustó aquel antídoto, confeccionado por inspiración del Espíritu Santo, se levantó del todo sano y con tal vigor de alma y cuerpo, que, ingresando poco después en la Religión del santo varón, tuvo fuerzas para llevar en ella una vida muy austera. En efecto, cubría su cuerpo con una sola y corta túnica, debajo de la cual llevó por largo tiempo un cilicio adosado a la carne; en la comida se contentaba exclusivamente con alimentos crudos, es decir, con hierbas, legumbres y frutas; no probó durante muchos lustros ni pan ni vino; y, no obstante, se conservó siempre sano y robusto. 9. Crecían también en méritos de una vida santa los pequeñuelos de Cristo, y el olor de su buena fama -difundida por el mundo entero- atraía a multitud de personas que venían de diversas partes con ilusión de ver personalmente al santo Padre. Entre éstos cabe destacar a un célebre compositor de canciones profanas que en atención a sus méritos había sido coronado por el emperador, y era llamado desde entonces «el rey de los versos». Se decidió, pues, a presentarse al siervo de Dios, al despreciador de los devaneos mundanales; y lo encontró mientras se hallaba predicando en un monasterio situado junto al castro de San Severino. De pronto se hizo sentir sobre él la mano de Dios. En efecto, vio a Francisco, predicador de la cruz de Cristo, marcado, a modo de cruz, por dos espadas transversales muy resplandecientes; una de ellas se extendía desde la cabeza hasta los pies, la otra se alargaba desde una mano a otra, atravesando el pecho. No conocía personalmente al siervo de Cristo, pero, cuando se le mostró de aquel modo maravilloso, lo reconoció al instante. Estupefacto ante tal visión, se propuso emprender una vida mejor. Finalmente, compungido por la fuerza de la palabra de Francisco -como si le hubiera atravesado la espada del espíritu que procedía de su boca-, renunció por completo a las pompas del siglo y se unió al bienaventurado Padre, profesando en su Orden. Y viéndolo el Santo perfectamente convertido de la vida agitada del mundo a la paz de Cristo, lo llamó hermano Pacífico (cf. 2 Cel 106 nota 17). Avanzando después en toda santidad y antes de ser nombrado ministro en Francia -él fue el primero que ejerció allí este cargo-, mereció ver de nuevo en la frente de Francisco una gran tau, que, adornada con variedad de colores, embellecía su rostro con admirable encanto. Se ha de notar que el Santo veneraba con gran afecto dicho signo: lo encomiaba frecuentemente en sus palabras y lo trazaba con su propia mano al pie de las breves cartas que escribía (6), como si todo su cuidado se cifrara en grabar el signo tau -según el dicho profético- sobre las frentes de los hombres que gimen y se duelen (Ez 9,4), convertidos de veras a Cristo Jesús. 10. Con el correr del tiempo fue aumentando el número de los hermanos, y el solícito pastor comenzó a convocarlos a capítulo general en Santa María de los Angeles con el fin de asignar a cada uno -según la medida de la distribución divina- la porción que la obediencia le señalara en el campo de la pobreza. Y si bien había allí escasez de todo lo necesario y a pesar de que alguna vez se juntaron más de cinco mil hermanos (7), con el auxilio de la divina gracia no les faltó el suficiente alimento (8), les acompañó la salud corporal y rebosaban de alegría espiritual. En lo que se refiere a los capítulos provinciales, como quiera que Francisco no podía asistir personalmente a ellos, procuraba estar presente en espíritu mediante el solícito cuidado y atención que prestaba al régimen de la Orden, con la insistencia de sus oraciones y la eficacia de su bendición, aunque alguna vez -por maravillosa intervención del poder de Dios- apareció en forma visible. Así sucedió, en efecto, cuando en cierta ocasión el insigne predicador y hoy preclaro confesor de Cristo Antonio predicaba a los hermanos en el capítulo de Arlés acerca del título de la cruz: Jesús Nazareno, Rey de los judíos: un hermano de probada virtud llamado Monaldo miró -por inspiración divina- hacia la puerta de la sala del capítulo, y vio con sus ojos corporales al bienaventurado Francisco, que, elevado en el aire y con las manos extendidas en forma de cruz, bendecía a sus hermanos. Al mismo tiempo se sintieron todos inundados de un consuelo espiritual tan intenso e insólito, que por iluminación del Espíritu Santo tuvieron en su interior la certeza de que se trataba de una verdadera presencia del santo Padre. Más tarde se comprobó la verdad del hecho no sólo por los signos evidentes, sino también por el testimonio explícito del mismo Santo. Se puede creer, sin duda, que la omnipotencia divina -que concedió en otro tiempo al santo obispo Ambrosio la gracia de asistir al entierro del glorioso Martín para que con su piadoso servicio venerase al santo pontífice- concediera también a su siervo Francisco poder estar presente a la predicación de su veraz pregonero Antonio para aprobar la verdad de sus palabras, sobre todo en lo referente a la cruz de Cristo, cuyo portavoz y servidor era. 11. Estando ya muy extendida la Orden, quiso Francisco que el papa Honorio le confirmara para siempre la forma de vida que había sido ya aprobada por su antecesor el señor Inocencio. Se animó a llevar adelante dicho proyecto, gracias a la siguiente inspiración que recibiera del Señor. Parecíale que recogía del suelo unas finísimas migajas de pan que debía repartir entre una multitud de hermanos suyos famélicos que le rodeaban. Temeroso de que al distribuir tan tenues migajas se le deslizaran por las manos, oyó una voz del cielo que le dijo: «Francisco, con todas las migajas haz una hostia y da de comer a los que quieran». Hízolo así, y sucedió que cuantos no recibían devotamente aquel don o que lo menospreciaban después de haberlo tomado, aparecían todos al instante visiblemente cubiertos de lepra. A la mañana siguiente, el Santo dio cuenta de todo ello a sus compañeros, doliéndose de no poder comprender el misterio encerrado en aquella visión. Pero, perseverando en vigilante y devota oración, sintió al otro día esta voz venida del cielo: «Francisco, las migajas de la pasada noche son las palabras del Evangelio; la hostia representa a la Regla; la lepra, a la iniquidad». Ahora bien, queriendo Francisco -según se le había mostrado en la visión- redactar la Regla que iba a someter a la aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió -guiado por el Espíritu Santo- a un monte con dos de sus compañeros (9) y allí, entregado al ayuno, contentándose tan sólo con pan y agua, hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración. Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario (10) para que la guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después -de acuerdo con sus deseos- obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo año de su pontificado. Cuando exhortaba fervorosamente a sus hermanos a la fiel observancia de la Regla, les decía que en su contenido nada había puesto de su propia cosecha, antes, por el contrario, la había hecho escribir toda ella según se lo había revelado el mismo Señor. Y para que quedara una constancia más patente de ello con el mismo testimonio divino, he aquí que, pasados unos pocos días, le fueron impresas, por el dedo de Dios vivo, las llagas del Señor Jesús, como si fueran una bula del sumo pontífice Cristo para plena confirmación de la Regla y recomendación de su autor, según se dirá en su debido lugar después de narrar las virtudes del Santo (cf. LM 13,3-8). Capítulo V Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas 1. Viendo el varón de Dios Francisco que eran muchos los que, a la luz de su ejemplo, se animaban a llevar con ardiente entusiasmo la cruz de Cristo, enardecíase también él mismo -como buen caudillo del ejército de Cristo- por alcanzar la palma de la victoria mediante el ejercicio de las más excelsas y heroicas virtudes. Por eso tenía ante sus ojos las palabras del Apóstol: Los que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias (Gál 5,24). Y con objeto de llevar en su cuerpo la armadura de la cruz, era tan rigurosa la disciplina con que reprimía los apetitos sensuales, que apenas tomaba lo estrictamente necesario para el sustento de la naturaleza, pues decía que es difícil satisfacer las necesidades corporales sin condescender con las inclinaciones de los sentidos (cf. 1 Cel 51). De ahí que, cuando estaba bien de salud, rara vez tomaba alimentos cocidos (11), y, si los admitía, los mezclaba con ceniza o -como sucedía muchas veces- los hacía insípidos añadiéndoles agua. Y ¿qué decir del uso del vino, si apenas bebía agua en suficiente cantidad cuando estaba abrasado de sed? Inventaba nuevos modos de abstinencia más rigurosa y cada día adelantaba en su ejercicio. Y, aunque hubiese alcanzado ya el ápice de la perfección, descubría siempre -como un perpetuo principiante- nuevas formas para castigar y mortificar la liviandad de la carne. Mas cuando salía afuera, por conformarse a la palabra del Evangelio, se acomodaba en la calidad de los manjares a la gente que le hospedaba; pero tan pronto como volvía a su retiro, reanudaba estrictamente su sobria abstinencia. De este modo, siendo austero consigo mismo, humano para con los demás y fiel en todo al Evangelio de Cristo, no sólo con la abstinencia, sino también con el comer, daba a todos ejemplos de edificación. La desnuda tierra servía ordinariamente de lecho a su cuerpecillo fatigado (12); la mayoría de las veces dormía sentado, apoyando la cabeza en un madero o en una piedra, cubierto con una corta y pobre túnica; y así servía al Señor en desnudez y en frío. 2. Preguntáronle en cierta ocasión cómo podía defenderse con vestido tan ligero (13) de la aspereza del frío invernal, y respondió lleno de fervor de espíritu: «Nos sería fácil soportar exteriormente este frío si en el interior estuviéramos inflamados por el deseo de la patria celestial». Aborrecía la molicie en el vestido, amaba su aspereza, asegurando que precisamente por esto fue alabado Juan Bautista de labios del mismo Señor (Mt 11,8). Si alguna vez notaba cierta suavidad en la túnica que se le había dado, le cosía por dentro pequeñas cuerdas, pues decía que -según la palabra del que es la verdad (Mt 11,8)- no se ha de buscar la suavidad de los vestidos en las chozas de los pobres, sino en los palacios de los príncipes. Ciertamente, había aprendido por experiencia que los demonios sienten terror a la aspereza, y que, en cambio, se animan a tentar con mayor ímpetu a cuantos viven en la molicie y entre delicias. Así sucedió, en efecto, cierta noche en que, a causa de un fuerte dolor de cabeza y de ojos, le pusieron de cabecera -fuera de costumbre- una almohada de plumas. De pronto se introdujo en ella el demonio, quien de mil maneras le inquietó hasta el amanecer, estorbándole en el ejercicio de la santa oración, hasta que, llamando a su compañero, mandó que se llevara muy lejos de la celda aquella almohada juntamente con el demonio. Pero, al salir de la celda el hermano con dicha almohada, perdió las fuerzas y se vio privado del movimiento de todos sus miembros, hasta tanto que a la voz del santo Padre, que conoció en espíritu cuanto le sucedía, recobró por completo el primitivo vigor de alma y cuerpo (cf. LP 119). 3. Riguroso en la disciplina, estaba en continua vigilancia sobre sí mismo, prestando gran atención a conservar incólume la pureza del hombre interior y exterior. De ahí que en los comienzos de su conversión se sumergía con frecuencia durante el tiempo de invierno en una fosa llena de hielo (cf. 1 Cel 42), con el fin de someter perfectamente a su imperio al enemigo que llevaba dentro (14) y preservar intacta del incendio de la voluptuosidad la cándida vestidura de la pureza. Aseguraba que al hombre espiritual debe hacérsele incomparablemente más llevadero sufrir un intenso frío en el cuerpo que sentir en el alma el más leve ardor de la sensualidad de la carne. 4. Cuando una noche estaba entregado el Santo a la oración en una celdita del eremitorio de Sarteano, le llamó su antiguo enemigo por tres veces, diciendo: «¡Francisco, Francisco, Francisco!» Preguntóle el Santo qué quería, y prosiguió el demonio muy astutamente: «No hay pecador en el mundo que, si se arrepiente, no reciba de Dios el perdón. Pero todo el que se mata a sí mismo con una cruel penitencia, jamás hallará misericordia». Al punto, el varón de Dios, iluminado de lo alto, conoció el engaño del demonio, que pretendía sumirle en la flojedad y tibieza. Así lo puso de manifiesto el siguiente suceso. En efecto, poco después de esto, por instigación de aquel cuyo aliento hace arder a los carbones (Job 41,12), fue acometido por una violenta tentación carnal. Pero apenas sintió sus primeros atisbos este amante de la castidad, se despojó del hábito y comenzó a flagelarse muy fuertemente con la cuerda, diciendo: «¡Ea, hermano asno, así te conviene permanecer, así debes aguantar los azotes! El hábito está destinado al servicio de la Religión y es divisa de la santidad. No le es lícito a un hombre lujurioso apropiarse de él. Pues, si quieres ir por otro camino, ¡vete!» Además, movido por un admirable fervor de espíritu, abrió la puerta de la celda, salió afuera al huerto y, desnudo como estaba, se sumergió en un montón de nieve (15). A manos llenas comenzó a forjar la nieve haciendo con ella siete figuras. Y, presentándoselas a sí mismo, hablaba de este modo a sus sentimientos naturales: «Mira, esta figura mayor es tu mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las dos restantes, el criado y la criada que conviene tengas para tu servicio. Ahora, pues, date prisa en vestirlos, que se están muriendo de frío. Pero, si te resulta gravosa la múltiple preocupación por los mismos, entrégate con toda solicitud a servir sólo a Dios». Al instante desapareció vencido el tentador y el santo varón regresó victorioso a la celda; pues si externamente padeció un frío tan atroz, en su interior se apagó de tal suerte el ardor libidinoso, que en adelante no llegó a sentir nada semejante. Un hermano, que entonces estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al resplandor de la luna, en fase creciente. Enterado de ello el varón de Dios, le reveló todo el proceso de la tentación, ordenándole al mismo tiempo que mientras él viviera no revelase a nadie lo que había visto aquella noche. 5. Enseñaba que no sólo se deben mortificar los vicios de la carne y frenar sus incentivos, sino que también deben guardarse con suma vigilancia los sentidos exteriores, por los que entra la muerte en el alma. Recomendaba evitar con gran cautela las familiaridades, conversaciones y miradas de las mujeres, que para muchos son ocasión de ruina, asegurando que a consecuencia de ello suelen claudicar los espíritus débiles y quedan con frecuencia debilitados los fuertes. Y añadía que el que trata con ellas -a excepción de algún hombre de muy probada virtud-, difícilmente evitará su seducción, pues -según la Escritura- es como caminar sobre brasas y no quemarse la planta de los pies (Prov 6,27s). Por eso, él mismo de tal suerte apartaba sus ojos para no ver la vanidad, que manifestó en cierta ocasión a un compañero suyo que no reconocería casi a ninguna mujer por las facciones de su rostro (cf. 2 Cel 112). Creía, en efecto, peligroso grabar en la mente la imagen de sus formas, que fácilmente pueden reavivar la llama libidinosa de la carne ya domada o también mancillar el brillo de un corazón puro. Afirmaba, de igual modo, ser una frivolidad conversar con las mujeres, excepto el caso de la confesión o de una brevísima instrucción referente a la salvación y a una vida honesta. «¿Qué asuntos -decía- tendrá que tratar un religioso con una mujer, si no es el caso de que ésta le pida la santa penitencia o un consejo de vida más perfecta? A causa de una excesiva confianza, uno se precave menos del enemigo; y, si éste consigue apoderarse de un solo cabello del hombre, pronto lo convierte en una viga». 6. Enseñaba, asimismo, la necesidad de evitar a toda costa la ociosidad, sentina de todos los malos pensamientos; y demostraba con su ejemplo cómo debe domarse la carne rebelde y perezosa mediante una continua disciplina y una actividad provechosa (16). De ahí que llamaba a su cuerpo con el nombre de hermano asno, al que es preciso someterle a cargas pesadas, castigarlo con frecuentes azotes y alimentarlo con vil pienso. Si veía a alguno entregado a la ociosidad y vagabundeo, pretendiendo comer a costa del trabajo de los demás, pensaba que se le debía llamar hermano mosca, pues ese tal, que no hace nada bueno y estropea las obras buenas de los demás, se convierte para todos en una persona vil y detestable. Por eso dijo en alguna ocasión: «Quiero que mis hermanos trabajen y se ejerciten en alguna ocupación, no sea que, entregados a la ociosidad, sean arrastrados a deseos o conversaciones malas». Quería que sus hermanos observaran el silencio evangélico, es decir, que se abstuvieran siempre solícitamente de toda palabra ociosa, teniendo conciencia de que de ello se ha de rendir cuenta en el día del juicio (Mt 12,36). Y si encontraba a algún hermano habituado a palabras inútiles, lo reprendía con acritud. Afirmaba que la modesta taciturnidad guarda puro el corazón y es una virtud de no pequeña valía, puesto que -como está escrito- la vida y la muerte están en poder de la lengua (17), no tanto por razón del gusto como por ser el órgano de la palabra. 7. Y aunque el Santo animaba con todo su empeño a los hermanos a llevar una vida austera, sin embargo, no era partidario de una severidad intransigente, que no se reviste de entrañas de misericordia ni está sazonada con la sal de la discreción. Prueba de ello es el siguiente hecho. Cierta noche, un hermano -entregado en demasía al ayuno- se sintió atormentado con un hambre tan terrible, que no podía hallar reposo alguno. Dándose cuenta el piadoso pastor del peligro que acechaba a su ovejuela, llamó al hermano, le puso delante unos manjares y -para evitarle toda posible vergüenza- comenzó él mismo a comer primero, invitándole dulcemente a hacer otro tanto. Depuso el hermano la vergüenza y tomó el alimento necesario, sintiéndose muy confortado, porque, gracias a la circunspecta condescendencia del pastor, había no sólo superado el desvanecimiento corporal, sino también recibido no pequeño ejemplo de edificación. A la mañana siguiente, el varón de Dios convocó a sus hermanos y les refirió lo sucedido a la noche, añadiéndoles esta prudente amonestación: «Hermanos, que os sirva de ejemplo en este caso no tanto el alimento como la caridad». Les enseñó además a guardar la discreción, como reguladora que es de las virtudes; pero no la discreción que sugiere la carne, sino la que enseñó Cristo, cuya vida sacratísima consta que es un preclaro ejemplo de perfección (cf. LP 50). 8. Pero como quiera que al hombre, rodeado de la debilidad de la carne, no le es posible seguir perfectamente al Cordero sin mancilla muerto en la cruz sin que al mismo tiempo contraiga alguna mancha, aseguraba como verdad indiscutible que cuantos se afanan por la vida de perfección deben todos los días purificarse en el baño de las lágrimas. El mismo Francisco -aunque había ya conseguido una admirable pureza de alma y cuerpo-, con todo, no cesaba de lavar constantemente con copiosas lágrimas los ojos interiores, no importándole mucho el menoscabo que a consecuencia de ello pudieran sufrir sus ojos corporales. Y como hubiese contraído, por el continuo llanto, una gravísima enfermedad de la vista, le advirtió el médico que se abstuviera de llorar, si no quería quedar completamente ciego; mas el Santo le replicó: «Hermano médico, por mucho que amemos la vista, que nos es común con las moscas, no se ha de desechar en lo más mínimo la visita de la luz eterna, porque el espíritu no ha recibido el beneficio de la luz por razón de la carne, sino la carne por causa del espíritu». Prefería, en efecto, perder la luz de la vista corporal antes que reprimir la devoción del espíritu y dejar de derramar lágrimas, con las que se limpia el ojo interior para poder ver a Dios. 9. Ante el consejo de los médicos (18) y las reiteradas instancias de los hermanos, que le persuadían a someterse al cauterio, se doblegó humildemente el varón de Dios, porque pensaba que dicha operación no sólo sería saludable para el cuerpo, sino desagradable para la naturaleza (19). Así, pues, llamaron al cirujano, el cual, tan pronto como vino, puso al fuego el instrumento de hierro para realizar el cauterio. Mas el siervo de Cristo, tratando de confortar su cuerpo, estremecido de horror, comenzó a hablar así con el fuego, como si fuera un amigo suyo: «Mi querido hermano fuego, el Altísimo te ha creado poderoso, bello y útil (20), comunicándote una deslumbrante presencia que querrían para sí todas las otras criaturas. ¡Muéstrate propicio y cortés conmigo en esta hora! Pido al gran Señor que te creó tempere en mí tu calor, para que, quemándome suavemente, te pueda soportar». Terminada esta oración, hizo la señal de la cruz sobre el instrumento de hierro incandescente, y desde entonces se mantuvo valiente. Penetró a todo crujir el hierro en aquella carne delicada, extendiéndose el cauterio desde el oído hasta las cejas. El mismo Santo expresó del siguiente modo el dolor que le había producido el fuego: «Alabad al Altísimo -dijo a sus hermanos-, pues, a decir verdad, no he sentido el ardor del fuego ni he sufrido dolor alguno en el cuerpo». Y dirigiéndose al médico añadió: «Si no está bien quemada la carne, repite de nuevo la operación». Al observar el médico la presencia, en aquel cuerpo endeble, de una fuerza tan poderosa del espíritu, quedó profundamente maravillado, y no pudo menos de manifestar que se trataba de un verdadero milagro de Dios, diciendo: «Os aseguro, hermanos, que hoy he visto maravillas». Y como había llegado a tan alto grado de pureza que, en admirable armonía, la carne se rendía al espíritu, y éste, a su vez, a Dios, sucedió por designio divino que la criatura que sirve a su Hacedor se sometiera de modo tan maravilloso a la voluntad e imperio del Santo. 10. En otra ocasión, el siervo de Dios se hallaba muy gravemente enfermo en el eremitorio de San Urbano (21), y, sintiendo el desfallecimiento de la naturaleza, pidió un vaso de vino. Al responderle que les era imposible acceder a su deseo, puesto que no había allí ni una gota de vino, ordenó que se le trajera agua. Una vez presentada, la bendijo haciendo sobre ella la señal de la cruz. De pronto, lo que había sido pura agua, se convirtió en óptimo vino, y lo que no pudo ofrecer la pobreza de aquel lugar desértico, lo obtuvo la pureza del santo varón. Apenas gustó el vino, se recuperó con tan gran presteza, que la novedad del sabor y la salud restablecida -fruto de una acción renovadora sobrenatural en el agua y en el que la gustó- confirmaron con doble testimonio cuán perfectamente estaba el Santo despojado del hombre viejo y revestido del nuevo. 11. Pero no sólo se sometían las criaturas a la voluntad del siervo de Dios, sino que la misma providencia del Creador condescendía con sus deseos doquiera que se encontrara. Cierta vez, por ejemplo, en que estaba abrumado su cuerpo por la presencia de tantas enfermedades, sintió vivos deseos de oír los acordes de algún instrumento músico para alegrar su espíritu; y, pensando que no sería correcto ni conveniente que interviniera en ello alguna persona humana, he aquí que acudieron los ángeles a brindarle este obsequio y satisfacer su ilusión. En efecto, mientras estaba velando cierta noche, puesto el pensamiento en el Señor, de repente oyó el sonido de una cítara de admirable armonía y melodía suavísima. No se veía a nadie, pero las variadas tonalidades que percibía su oído insinuaban la presencia de un citarista que iba y venía de un lado a otro. Fijo su espíritu en Dios, fue tan grande la suavidad que sintió a través de aquella dulce y armoniosa melodía, que se imaginó haber sido transportado al otro mundo (22). No permaneció esto oculto a los más íntimos de sus compañeros, quienes frecuentemente observaban, mediante indicios ciertos, que Francisco era visitado por Dios con extraordinarias y frecuentes consolaciones en tal grado, que no las podía ocultar del todo. 12. Sucedió también en otra ocasión que, viajando el varón de Dios con un compañero suyo, con motivo de predicación, entre Lombardía y la Marca Trevisana, junto al río Po, les sorprendió la espesa oscuridad de la noche. El camino que debían recorrer era sumamente peligroso a causa de las tinieblas, el río y los pantanos. Viéndose en tal situación apurada, dijo el compañero al Santo: «Haz oración, Padre, para que nos libremos de los peligros que nos acechan». Respondióle el varón de Dios lleno de una gran confianza: «Poderoso es Dios, si place a su bondad, para disipar las sombrías tinieblas y derramar sobre nosotros el don de la luz». Apenas había terminado de decir estas palabras, cuando de pronto -por intervención divina- comenzó a brillar en torno suyo una luz tan esplendente, que, siendo oscura la misma noche en otras partes, al resplandor de aquella claridad distinguían no sólo el camino sino también otras muchas cosas que estaban a su alrededor. Guiados materialmente y reconfortados en el espíritu por esta luz, después de haber recorrido gran trecho del camino entre cantos y alabanzas divinas, llegaron por fin sanos y salvos al lugar de su hospedaje. Pondera, pues, qué niveles tan maravillosos de pureza y de virtud alcanzó este hombre, a cuyo imperio modera su ardor el fuego, el agua cambia de sabor, las melodías angélicas le proporcionan consuelo y la luz divina le sirve de guía en el camino. Todo ello parece indicar que la máquina entera del mundo estaba puesta al servicio de los sentidos santificados de este varón santo. Capitulo VI Humildad y obediencia del Santo 1. La humildad, guarda y decoro de todas las virtudes, llenó copiosamente el alma del varón de Dios. En su opinión, se reputaba un pecador, cuando en realidad era espejo y preclaro ejemplo de toda santidad. Sobre esta base trató de levantar el edificio de su propia perfección, poniendo -cual sabio arquitecto- el mismo fundamento que había aprendido de Cristo. Solía decir que el hecho de descender el Hijo de Dios desde la altura del seno del Padre hasta la bajeza de la condición humana tenía la finalidad de enseñarnos -como Señor y Maestro, mediante su ejemplo y doctrina- la virtud de la humildad. Por eso, como fiel discípulo de Cristo, procuraba envilecerse ante sus ojos y en presencia de los demás, recordando el dicho del soberano Maestro: Lo que los hombres tienen por sublime, es abominación ante Dios (Lc 16,15). Solía decir también estas palabras: «Lo que es el hombre delante de Dios, eso es, y no más». De ahí que juzgara ser una necedad envanecerse con la aprobación del mundo, y, en consecuencia, se alegraba en los oprobios y se entristecía en las alabanzas. Prefería oír de sí más bien vituperios que elogios, consciente de que aquéllos le impulsaban a enmendarse, mientras que éstos podían serle causa de ruina. Y así, muchas veces, cuando la gente enaltecía los méritos de su santidad, ordenaba a algún hermano que repitiese insistentemente a sus oídos palabras de vilipendio en contra de las voces de alabanza. Y cuando el hermano -si bien muy a pesar suyo- le llamaba rústico, mercenario, inculto e inútil, lleno de íntima alegría, que se reflejaba en su rostro, le respondía: «Que el Señor te bendiga, hijo carísimo, porque lo que dices es la pura verdad, y tales son las palabras que debe oír el hijo de Pedro Bernardone». 2. Y, con objeto de hacerse despreciable a los ojos de los demás, no se avergonzaba de manifestar ante todo el pueblo sus propios defectos en la predicación. Sucedió una vez que, abrumado por la enfermedad, tuvo que mitigar algo el rigor de la abstinencia con el fin de recobrar la salud. Mas, apenas recobró un tanto las fuerzas corporales, el verdadero despreciador de sí mismo, llevado por el deseo de humillar su persona, se dijo: «No está bien que el pueblo me tenga por penitente, cuando yo me refocilo ocultamente a base de carne». Levantóse, pues, al instante, inflamado en el espíritu de la santa humildad, y -convocado el pueblo en la plaza de la ciudad de Asís- entró solemnemente en la iglesia catedral acompañado de muchos hermanos que había llevado consigo. Iba con una soga atada al cuello y sin más vestido que los calzones. En esa forma se hizo conducir, a la vista de todos, a la piedra donde se solía colocar a los malhechores para ser castigados. Subido a ella, no obstante ser víctima de fiebres cuartanas y de una gran debilidad corporal y bajo la acción de un frío intenso, predicó con gran vigor de ánimo, diciendo a los oyentes que no debían venerarle como a un hombre espiritual, antes, por el contrario, todos deberían despreciarlo como a carnal y glotón. Ante semejante espectáculo quedaron atónitos los congregados en la iglesia, y como tenían bien comprobada la austeridad de su vida, devotos y compungidos, proclamaban que tal humildad era digna, más bien, de ser admirada que imitada. Y aunque este hecho, más que ejemplo, parece un portento semejante al que narra el vaticinio profético (Is 20,3), queda ahí como verdadero documento de perfecta humildad, por el que todo seguidor de Cristo es instruido en la forma de despreciar los honores y alabanzas efímeras, a reprimir la altanería y jactancia, a desechar la mentira de una falsa hipocresía (cf. 1 Cel 52; LP 80). 3. Solía realizar otras muchas acciones similares a ésta con objeto de aparecer al exterior como un vaso de perdición; si bien en su interior poseía el espíritu de una alta santidad. Procuraba esconder en lo más recóndito de su pecho los bienes recibidos del Señor, no queriendo exponerlos a una gloria que pudiera serle ocasión de ruina. De hecho, cuando con frecuencia era ensalzado por muchos como santo, solía expresarse así: «No me alabéis como si estuviera ya seguro, que todavía puedo tener hijos e hijas (cf. 2 Cel 133; LP 10). Nadie debe ser alabado mientras es incierto su desenlace final» (Eclo 11,30). De este modo respondía a los que lo elogiaban; hablando, empero, consigo mismo, se decía: «Francisco, si el Altísimo le hubiera concedido al ladrón más perdido los beneficios que te ha hecho a ti, sin duda que sería mucho más agradecido que tú». Repetía frecuentemente a sus hermanos la siguiente consideración: «Nadie debe complacerse con los falsos aplausos que le tributan por cosas que puede realizar también un pecador. Éste -decía- puede ayunar, hacer oración, llorar sus pecados y macerar la propia carne. Una sola cosa está fuera de su alcance: permanecer fiel a su Señor. Por tanto, hemos de cifrar nuestra gloria en devolver al Señor su honor y en atribuirle a Él -sirviéndole con fidelidad- los dones que nos regala» (cf. Adm 2 y 5). 4. Con el fin de aprovechar de mil variadas formas y hacer meritorios todos los momentos de la vida presente, este mercader evangélico (23) prefirió ser súbdito que presidir, obedecer antes que mandar. Por eso, al renunciar al oficio de ministro general, pidió se le concediera un guardián, a cuya voluntad estuviera sujeto en todo. Aseguraba ser tan copiosos los frutos de la santa obediencia, que cuantos someten el cuello a su yugo están en continuo aprovechamiento. De ahí que acostumbraba prometer siempre obediencia al hermano que solía acompañarle y la observaba fielmente. A este respecto dijo en cierta ocasión a sus compañeros: «Entre las gracias que el bondadoso Señor se ha dignado concederme, una es la de estar dispuesto a obedecer con la misma diligencia al novicio de una hora -si me fuere dado como guardián- que al hermano más antiguo y discreto. El súbdito -añadía- no debe mirar en su prelado tanto al hombre como a Aquel por cuyo amor se ha entregado a la obediencia. Cuanto más despreciable es la persona que preside, tanto más agradable a Dios es la humildad del que obedece». Preguntáronle en cierta ocasión quién debía ser tenido, a su juicio, por verdadero obediente, y él por toda respuesta les propuso como ejemplo la imagen del cadáver: «Tomad -les dijo- un cadáver y colocadlo donde os plazca. Veréis que no se opone si se le mueve, ni murmura por el sitio que se le asigna, ni reclama si es que se le retira. Si lo colocáis sobre una cátedra, no mirará arriba, sino abajo; si lo vestís de púrpura, doblemente se acentuará su palidez. Así es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué le trasladan de una parte a otra; no se preocupa del lugar donde vaya a ser colocado ni insiste en que se le cambie de sitio; si es promovido a un alto cargo, mantiene su habitual humildad; cuanto más honrado se ve, tanto más indigno se siente» (cf. EP 48). 5. Dijo una vez a su compañero: «No me consideraría verdadero hermano menor si no me encontrare en el estado de ánimo que te voy a describir. Figúrate que, siendo yo prelado, voy a capítulo y en él predico y amonesto a mis hermanos, y al fin de mis palabras éstos dicen contra mí: "No conviene que tú seas nuestro prelado, pues eres un hombre sin letras, que no sabe hablar, idiota y simple". Y, por último, me desechan ignominiosamente, vilipendiado de todos. Te digo que, si no oyere estas injurias con idéntica serenidad de rostro, con igual alegría de ánimo y con el mismo deseo de santidad que si se tratara de elogios dirigidos a mi persona, no sería en modo alguno hermano menor». Y añadía: «En la prelacía acecha la ruina; en la alabanza, el precipicio; pero en la humildad del súbdito es segura la ganancia del alma. ¿Por qué, pues, nos dejamos arrastrar más por los peligros que por las ganancias, siendo así que se nos ha dado este tiempo para merecer?» De ahí que Francisco, ejemplo de humildad, quiso que sus hermanos se llamaran menores, y los prelados de su Orden, ministros, para usar la misma nomenclatura del Evangelio (24), cuya observancia había prometido (25), y a fin de que con tal nombre se percataran sus discípulos de que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad. En efecto, el maestro de la humildad, Cristo Jesús, para formar a sus discípulos en la perfecta humildad, dijo: El que quiera ser entre vosotros el mayor, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro esclavo (Mt 20,26-27). Un día, el señor Ostiense -protector y promotor principal de la Orden de los Hermanos Menores, que más tarde, según le había predicho el Santo, fue elevado a la categoría de sumo pontífice bajo el nombre de Gregorio IX- preguntó a Francisco si le agradaba que fueran promovidos sus hermanos a las dignidades eclesiásticas. Éste le respondió: «Señor, mis hermanos se llaman menores precisamente para que no presuman hacerse mayores. Si queréis que den fruto en la Iglesia de Dios, mantenedlos en el estado de su vocación y no permitáis en modo alguno que sean ascendidos a las prelacías eclesiásticas». 6. Y como quiera que, tanto en sí como en todos sus súbditos, prefería Francisco la humildad a los honores, Dios -que ama a los humildes- lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados, según le fue revelado en una visión celestial a un hermano, varón de notable virtud y devoción (26). Iba dicho hermano acompañando al Santo, y, al orar con él muy fervorosamente en una iglesia abandonada (27), fue arrebatado en éxtasis, y vio en el cielo muchos tronos, y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: «Este trono perteneció a uno de los [ángeles] caídos, y ahora está reservado para el humilde Francisco». Vuelto en sí de aquel éxtasis, siguió acompañando -como de costumbre- al Santo, que había salido ya afuera. Prosiguieron el camino, hablando entre sí de cosas de Dios; y aquel hermano, que no estaba olvidado de la visión tenida, preguntó disimuladamente al Santo qué es lo que pensaba de sí mismo. El humilde siervo de Cristo le hizo esta manifestación: «Me considero como el mayor de los pecadores». Y como el hermano le replicase que en buena conciencia no podía decir ni sentir tal cosa, añadió el Santo: «Si Cristo hubiera usado con el criminal más desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro que éste le sería mucho más agradecido que yo». Al escuchar una respuesta de tan admirable humildad, aquel hermano se confirmó en la verdad de la visión que se le había mostrado y comprendió lo que dice el santo Evangelio (cf. Mt 23,12): que el verdadero humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio. 7. En otra ocasión en que Francisco oraba en una iglesia desierta de Monte Casale, en la provincia de Massa (28), conoció por inspiración divina que había allí depositadas unas sagradas reliquias. Al advertir -no sin dolor- que dichas reliquias habían permanecido por mucho tiempo privadas de la debida veneración, mandó a sus hermanos que las trasladasen reverentemente a su propio lugar. Pero, habiéndose ausentado de sus hijos por una causa apremiante, éstos olvidaron el mandato del Padre, descuidando el mérito de la obediencia. Mas un día en que quisieron celebrar los sagrados misterios, al remover el mantel superior del altar, encontraron, con gran admiración, unos huesos muy hermosos que exhalaban una fragancia suavísima, y contemplaron aquellas reliquias, que habían sido llevadas allí no por mano humana, sino por una poderosa intervención divina. Vuelto poco después el devoto varón de Dios, comenzó a indagar diligentemente si se habían cumplido sus disposiciones respecto a las reliquias. Confesaron humildemente los hermanos su culpa de haber descuidado el cumplimiento de dicha obediencia, por lo cual obtuvieron el perdón, juntamente con una penitencia. Y dijo el Santo: «Bendito el Señor Dios mío, que se dignó hacer por sí mismo lo que vosotros debíais haber hecho». Considera atentamente el solícito cuidado que tiene la divina Providencia respecto al polvo de nuestro cuerpo y reconoce, por otra parte, la excelencia de la virtud del humilde Francisco ante los ojos de Dios, pues el Señor condescendió con los deseos del Santo, a cuyos mandatos no se había sometido el hombre. 8. Llegado un día a Imola (29), se presentó ante el obispo de la ciudad y humildemente le suplicó que le diera su beneplácito para convocar al pueblo y predicarle la palabra de Dios. El obispo le respondió con aspereza: «Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo». Inclinó la cabeza el verdadero humilde y salió afuera; mas al poco tiempo volvió a entrar. Al verlo de nuevo en su presencia, el obispo le preguntó, algo turbado, qué es lo que quería; a lo que respondió Francisco con un corazón y un tono de voz que rezumaban humildad: «Señor, si un padre despide por una puerta a su hijo, éste debe volver a entrar por otra». Vencido por semejante humildad, el obispo, con una gran alegría que se reflejaba en su rostro, le dio un abrazo, diciéndole: «Tú y todos tus hermanos tenéis en adelante licencia general para predicar en mi diócesis, pues bien se merece esta concesión tu santa humildad». 9. Sucedió también que en cierta ocasión llegó Francisco a Arezzo cuando toda la ciudad se hallaba agitada por unas luchas internas tan espantosas, que amenazaban hundirla en una próxima ruina. Alojado en el suburbio, vio sobre la ciudad unos demonios que daban brincos de alegría y azuzaban los ánimos perturbados de los ciudadanos para lanzarse a matar unos a otros. Con el fin de ahuyentar aquellas insidiosas potestades aéreas, envió delante de sí -como mensajero- al hermano Silvestre, varón de colombina simplicidad, diciéndole: «Marcha a las puertas de la ciudad y, de parte de Dios omnipotente, manda a los demonios, por santa obediencia, que salgan inmediatamente de allí». Apresúrase el verdadero obediente a cumplir las órdenes del Padre, y, prorrumpiendo en alabanzas ante la presencia del Señor, llegó a la puerta de la ciudad y se puso a gritar con voz potente: «¡De parte de Dios omnipotente y por mandato de su siervo Francisco, marchaos lejos de aquí, demonios todos!» Al punto quedó apaciguada la ciudad, y sus habitantes, en medio de una gran serenidad, volvieron a respetarse mutuamente en sus derechos cívicos (30). Expulsada, pues, la furiosa soberbia de los demonios -que tenían como asediada la ciudad- por intervención de la sabiduría de un pobre, es decir, de la humildad de Francisco, tornó la paz y se salvó la ciudad. En efecto, por los méritos de sus heroicas virtudes de humildad y obediencia había conseguido Francisco un dominio tan grande sobre aquellos espíritus rebeldes y protervos, que le fue dado reprimir su feroz arrogancia y desbaratar sus importunos y violentos asaltos. 10. Es cierto que los soberbios demonios huyen de las excelsas virtudes de los humildes, fuera de aquellos casos en que la divina clemencia permite que éstos sean abofeteados para guarda de su humildad, como de sí mismo escribe el apóstol Pablo (2 Cor 12,7), y Francisco llegó a probarlo por propia experiencia. Así sucedió, en efecto, cuando fue invitado por el señor León, cardenal de la Santa Cruz (cf. 2 Cel 119), a permanecer por algún tiempo consigo en Roma. El Santo condescendió humildemente con sus deseos movido por la reverencia y amor que le profesaba. Mas he aquí que la primera noche, cuando después de la oración quiso entregarse al descanso, se presentaron los demonios en plan de atacar ferozmente al caballero de Cristo, al que le azotaron tan duramente y por tan largo espacio de tiempo, que le dejaron medio muerto. Apenas huyeron los demonios, el Santo llamó a su compañero, a quien refirió todo lo sucedido, y añadió después: «Pienso, hermano, que el hecho de haberme atacado tan cruelmente en esta ocasión los demonios -que nada pueden hacer fuera de lo que la divina Providencia les permite- es una prueba de que no causa buena impresión mi estancia en la curia de los grandes. Mis hermanos, que moran en lugares pobrecillos (31), al enterarse de que estoy viviendo con los cardenales, quizás vayan a sospechar que me ocupo de asuntos mundanos, que me dejo llevar de los honores y que lo estoy pasando muy bien. Por lo cual, juzgo ser mejor que el que está puesto para ejemplo de los demás huya de las curias y viva humildemente entre los humildes en lugares humildes, para fortalecer el ánimo de los que sufren penuria, compartiéndola también él mismo». Así que, a la mañana siguiente, el Santo presenta humildemente sus excusas y se despide del cardenal juntamente con su compañero. 11. Si grande era, en verdad, el aborrecimiento que el Santo tenía a la soberbia, origen de todos los males, y a su pésima prole, la desobediencia, no era menor el aprecio que sentía por la humildad y penitencia. Sucedió una vez que le presentaron un hermano que había cometido alguna falta contra la obediencia, a fin de que se le aplicara un justo castigo. Mas, viendo el varón de Dios que aquel hermano daba señales evidentes de un sincero arrepentimiento, en atención a su humildad, se sintió movido a perdonarle la desobediencia. Con todo, para que la facilidad del perdón no se convirtiera para otros en incentivo de transgresión, mandó que le quitasen al hermano la capucha y la arrojasen al fuego, dando con ello a entender cuán grave castigo merece toda falta de obediencia. Después que la capucha estuvo un tiempo en medio de las llamas, ordenó que la sacaran del fuego y se la restituyesen al hermano humildemente arrepentido. Y ¡oh prodigio! Sacaron la capucha de en medio de las llamas, sin que se hallara en ella el menor rastro de quemadura. Con tan singular milagro aprobaba el Señor la virtud y la humildad de la penitencia del santo varón (32). Es, pues, digna de ser imitada la humildad de Francisco, que ya en la tierra consiguió la maravillosa prerrogativa de rendir al mismo Dios a sus deseos, de cambiar la disposición afectiva de un hombre, de avasallar con su mandato la protervia de los demonios y refrenar con un simple gesto de su voluntad la voracidad de las llamas. Ciertamente, ésta es la virtud que exalta a los que la poseen (33), y, al par que muestra a todos la reverencia debida, se hace digna de que todos la honren. * * * * * Notas: 1) Según la tradición, el lugar idílico donde los hermanos discutieron sobre su futuro estaría en las cercanías de Orte, en la confluencia del Nera con el Tíber (1 Cel 34). 2) Rivo Torto (cf. 1 C 42 nota 25). 3) Dejando de lado las discusiones acerca de la originalidad franciscana de la tercera orden, subrayamos la afirmación de San Buenaventura: muchos aceptaban la forma de vida predicada por San Francisco, y recibieron el nombre de Orden de los «Hermanos de la Penitencia». 4) Tenía entonces dieciocho años. Sobre Santa Clara, cf. 1 Cel 18 nota 31. 5) Morico pertenecía, sin duda, a la rama italiana de los Crucíferos o religiosos de la Santa Cruz; esta rama italiana recibió de Alejandro III en 1169 una regla y constituciones. Se trataba de una orden militar; de ahí la comparación que emplea luego San Francisco. 6) Al decir que trazaba la tau con su propia mano, quiere quizás insinuar que se servía de secretarios para redactar sus escritos aun antes de que por sus llagas hubiera quedado físicamente imposibilitado. 7) Esta cifra la confirma Eccleston (De adventu), como también Ángel Clareno (Expositio Regulae). Jordán de Giano habla de 3.000 tan sólo (Crónica 16). 8) Verdaderos grupos acudían de Perusa, Espoleto, Foligno, Spello y de Asís para procurar a los pobres de Cristo todo género de comestibles; traían incluso manteles y vajilla; «se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con más diligencia» (Flor 18). El cardenal Jacobo de Vitry habla de los capítulos. Cf. también Flor 18 n. l. 9) León y Bonicio. El lugar es Fonte Colombo. 10) El hermano Elías. San Buenaventura pasa por alto discretamente la parte del hermano Elías en este incidente. 11) Antigua tradición ascética: entre los anacoretas sirios, «comer un manjar cocido» se consideraba «falta contra la templanza» (San Jerónimo, Carta 27 a Eustoquio 7). 12) En varios eremitorios se suelen enseñar «lechos» de San Francisco (Alverna, Greccio). Auténticos o no, son sencillamente rincones en roca desnuda y defendidos a veces de la exagerada devoción de los fieles por un enrejado. 13) Se veneran varios hábitos de San Francisco; por ejemplo, el de la sacristía del sacro convento de Asís. Son, probablemente, auténticos y están confeccionados de lana basta clara y gris. 14) De una manera gráfica ilustra aquí San Francisco la teoría que había presentado en Adm 10. 15) A algunos kilómetros al sudoeste de Chiusi y del lago Trasimeno, en la provincia de Siena, distrito de Montepulciano; a más de 300 metros de altura y al pie de montes que rebasan los 1.000 metros; la nieve suele ser allí copiosa. 16) Lo que no quiere decir que sea necesariamente manual. Según el mismo San Buenaventura, San Francisco no hubiera ganado con todo su trabajo el equivalente a 12 denarios (Espistola de tribus quaestionibus). Véase, no obstante, el episodio del vaso (LM 10,6). 17) Prov 18,21. Respecto a las penitencias establecidas por San Francisco para quienes faltaban al silencio o a la modestia, cf. 2 Cel 160; LP 107; EP 82. 18) Humildemente, es decir, con espíritu de obediencia, ya que Celano asegura (1 Cel 98) que el hermano Elías, a la sazón ministro general, había suplicado al Santo que no repudiara por más tiempo las ayudas de la medicina. San Buenaventura omite su nombre, porque entonces era objeto de acaloradas discusiones. 19) El EP 115 sitúa el hecho en Fonte Colombo, cerca de Rieti. 20) Nótese esta especie de extracto del Cántico de las criaturas, del que San Buenaventura no habla explícitamente en ninguna parte. 21) El eremitorio del Speco San Urbano está ubicado a pocos kilómetros al sudeste de Narni. Es uno de los eremitorios, en que vivió San Francisco, mejor conservados. 22) La LP 66 sitúa el episodio en Rieti, en casa de Tabaldo «el Sarraceno», médico que atendió a San Francisco. Cf. también 2 Cel 126. 23) El mercader que ha dado con una perla y liquida todo su haber para poder comprarla (Mt 13,45). 24) El Evangelio dice en efecto: El mayor entre vosotros sea como el menor (Lc 22,26), de donde el nombre de «hermanos menores»; El que quiere llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor [= minister, ministro] (Mt 20,26), de donde el nombre de «ministro» dado a los superiores. Estos dos textos los cita San Francisco en la 1 R 5,14-15. En sentido sociológico, en la Edad Media recibían el nombre de minores los que pertenecían al pueblo bajo. 25) Es a lo que se compromete el hermano menor al profesar la Regla: «La regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1). 26) Según la tradición, el hermano Pacífico. Cf. 2 Cel 106 nota 17. 27) El EP 59 y 60 señala como lugar del episodio la pequeña iglesia de Bovara. 28) El eremitorio de Monte Casale es localizado por Celano (2 Cel 202), y aquí por San Buenaventura, en la provincia de Massa. Está situado a pocos kilómetros de Borgo San Sepolcro. Era uno de los lugares de paso de San Francisco en su itinerario de Asís al Alverna. Cf. AF 1 0 p. 246 n. 2. 29) Imola es una ciudad a 34 kilómetros al sudeste de Bolonia. 30) Todavía hoy, al sur de la villa de Arezzo se señala la capilla que rememora este hecho. La muralla se encontraba a unos cientos de metros, más o menos donde se encuentra el ferrocarril. 31) La palabra locus [= lugar] es la usada por las fuentes franciscanas para designar las moradas sencillas y provisionales de los primeros tiempos. Sólo más tarde adquirió el significado de convento. 32) San Buenaventura habla aquí mucho más largo y tendido que 2 Cel 154. ¿Había podido entrevistar directamente a la víctima durante su viaje de información por Italia? 33) Según la sentencia evangélica de Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14. |
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