DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

San Buenaventura: Leyenda mayor de San Francisco, 13-15


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Capítulo XIII

Las sagradas llagas (1)

1. Era costumbre en el angélico varón Francisco no cesar nunca en la práctica del bien, antes, por el contrario, a semejanza de los espíritus celestiales en la escala de Jacob, o subía hacia Dios o descendía hasta el prójimo (Gén 28,12). En efecto, había aprendido a distribuir tan prudentemente el tiempo puesto a su disposición para merecer, que parte de él lo empleaba en trabajosas ganancias en favor del prójimo y la otra parte la dedicaba a las tranquilas elevaciones de la contemplación. Por eso, después de haberse empeñado en procurar la salvación de los demás según lo exigían las circunstancias de lugares y tiempos, abandonando el bullicio de las turbas, se dirigía a lo más recóndito de la soledad, a un sitio apacible, donde, entregado más libremente al Señor, pudiera sacudir el polvo que tal vez se le hubiera pegado en el trato con los hombres.

Así, dos años antes de entregar su espíritu a Dios y tras haber sobrellevado tantos trabajos y fatigas, fue conducido, bajo la guía de la divina Providencia, a un monte elevado y solitario llamado Alverna. Allí dio comienzo a la cuaresma de ayuno que solía practicar en honor del arcángel San Miguel, y de pronto se sintió recreado más abundantemente que de ordinario con la dulzura de la divina contemplación; e, inflamado en deseos más ardientes del cielo, comenzó a experimentar en sí un mayor cúmulo de dones y gracias divinas. Se elevaba a lo alto no como curioso escudriñador de la majestad divina para ser oprimido por su gloria (Prov 25,27), sino como siervo fiel y prudente, que investiga el beneplácito divino, al que deseaba vivamente conformarse en todo.

2. Conoció por divina inspiración que, abriendo el libro de los santos evangelios (2), le manifestaría Cristo lo que fuera más acepto a Dios en su persona y en todas sus cosas. Después e una prolongada y fervorosa oración, hizo que su compañero, varón devoto y santo, tomara del altar el libro sagrado de los evangelios y lo abriera tres veces en nombre de la santa Trinidad. Y como en la triple apertura apareciera siempre la pasión del Señor, comprendió el varón lleno de Dios que como había imitado a Cristo en las acciones de su vida, así también debía configurarse con Él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de pasar de este mundo.

Y aunque, por las muchas austeridades de su vida anterior y por haber llevado continuamente la cruz del Señor, estaba ya muy debilitado en su cuerpo, no se intimidó en absoluto, sino que se sintió aún más fuertemente animado para sufrir el martirio. En efecto, en tal grado había prendido en él el incendio incontenible de amor hacia el buen Jesús hasta convertirse en una gran llamarada de fuego, que las aguas torrenciales no serían capaces de extinguir su caridad tan apasionada (Ct 8,6-7).

3. Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado por su tierna compasión en Aquel que a causa de su extremada caridad, quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (3), mientras oraba en uno de los flancos del monte (4), vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo.

Ante tal aparición quedó lleno de estupor el Santo y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. Se alegraba, en efecto, con aquella graciosa mirada con que se veía contemplado por Cristo bajo la imagen de un serafín; pero, al mismo tiempo, el verlo clavado a la cruz era como una espada de dolor compasivo que atravesaba su alma.

Estaba sumamente admirado ante una visión tan misteriosa, sabiendo que el dolor de la pasión de ningún modo podía avenirse con la dicha inmortal de un serafín. Por fin, el Señor le dio a entender que aquella visión le había sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su espíritu. Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que imprimió en su carne.

Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos se hallaban al lado contrario. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras en las manos y en los pies; las puntas, formadas de la misma carne y sobresaliendo de ella, aparecían alargadas, retorcidas y como remachadas. Así, también el costado derecho -como si hubiera sido traspasado por una lanza- escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre sagrada, empapando la túnica y los calzones.

4. Viendo el siervo de Cristo que no podían permanecer ocultas a sus compañeros más íntimos aquellas llagas tan claramente impresas en su carne y temeroso, por otra parte, de publicar el secreto del Señor, se vio envuelto en una angustiosa incertidumbre, sin saber a qué atenerse: si manifestar o más bien callar la visión tenida.

Por eso llamó a algunos de sus hermanos, y, hablándoles en términos generales, les propuso la duda y les pidió consejo. Entonces, uno de los hermanos, Iluminado por gracia y de nombre, comprendiendo que algo muy maravilloso debía de haber visto el Santo, puesto que parecía como fuera de sí por el asombro, le habló de esta manera: «Has de saber, hermano, que los secretos divinos te son manifestados algunas veces no sólo para ti, sino también para provecho de los demás. Por tanto, parece que debes de temer con razón que, si ocultas el don recibido para bien de muchos, seas juzgado digno de reprensión por haber ocultado el talento a ti confiado» (5). Animado el Santo con estas palabras, aunque en otras ocasiones solía decir: Mi secreto para mí (Is 24,16), esta vez relató detalladamente -no sin mucho temor- la predicha visión; y añadió que Aquel que se le había aparecido le dijo algunas cosas que jamas mientras viviera revelaría a hombre alguno.

Se ha de creer, sin duda, que las palabras de aquel serafín celestial aparecido admirablemente en forma de cruz eran tan misteriosas, que tal vez no era lícito comunicarlas a los hombres.

5. Después que el verdadero amor de Cristo había transformado en su propia imagen a este amante suyo, terminado el plazo de cuarenta días que se había propuesto pasar en soledad y próxima ya la solemnidad del arcángel Miguel [el 29 de septiembre], bajó del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne. Y como es bueno ocultar el secreto del rey (Job 12,7), consciente el Santo de ser depositario de un secreto real, trataba de esconder con toda diligencia aquellas sagradas señales. Pero como también es propio de Dios revelar para su gloria las grandes maravillas que realiza, el mismo Señor que había impreso secretamente aquellas señales, mostró abiertamente por ellas algunos milagros, para que con la evidencia de los signos se hiciera patente la fuerza oculta y maravillosa de aquellas llagas.

6. En la provincia de Rieti se había propagado una peste tan devastadora, que arrasaba despiadadamente todo ganado lanar y vacuno, hasta el punto de no poder encontrarse remedio alguno.

Pero un hombre temeroso de Dios fue advertido por medio de una visión nocturna que se llegase apresuradamente al eremitorio de los hermanos, donde a la sazón moraba Francisco, y que, tomando el agua en que se había lavado las manos y los pies el siervo de Dios, rociase con ella todos los animales.

Levantándose muy de mañana, se fue a dicho lugar, y, obtenida ocultamente el agua mediante los compañeros del Santo, roció con ella las ovejas y bueyes enfermos. Y ¡oh, maravilla! Tan pronto como el agua, aun en pequeña cantidad, llegaba a tocar a los animales enfermos y postrados en tierra, se levantaban al punto, recobrando el vigor de antes, y, como si no hubiesen sufrido mal alguno, corrían a pastar en los campos.

Así, resultó que, por el admirable poder de aquella agua que había tocado las sagradas llagas, cesara del todo la plaga y huyera de los rebaños la mortífera peste.

7. Antes de la permanencia del Santo en el monte Alverna, solía suceder que una nube formada cerca del mismo monte desencadenaba en las cercanías tan violenta tempestad de granizo, que devastaba periódicamente los frutos de la tierra. Pero después de aquella feliz aparición cesó el granizo, no sin admiración de los habitantes del lugar, de modo que el mismo cielo, serenando su rostro como no era costumbre, ponía de manifiesto la excelencia de aquella celeste visión y el poder de las llagas que allí fueron impresas.

Sucedió también que, caminando el Santo durante el invierno montado en el jumentillo de un hombre pobre a causa de la debilidad del cuerpo y de la aspereza de los senderos, hubo de pernoctar al cobijo de la prominencia de una roca para evitar de algún modo las incomodidades de la nieve y de la noche, que se le echaban encima y le impedían llegar al lugar del albergue. Notando el santo varón que el hombre que le acompañaba se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella. ¡Cosa admirable! De repente, al contacto de aquella mano sagrada, que portaba en sí el fuego recibido de la brasa del serafín (Is 6,6-7), huyó todo frío y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Porque, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaraba más tarde.

Consta, pues, con pruebas ciertas que las sagradas llagas fueron impresas por el poder de Aquel que, mediante el amor seráfico, limpia, ilumina e inflama (6), puesto que dichas llagas con admirable eficacia contribuyeron a dar salud a los animales, limpiándolos de la peste; devolvieron la serenidad del cielo, ahuyentando la tormenta, y prestaron calor a los cuerpos, ateridos por el frío. Todo esto se puso de manifiesto con más evidentes prodigios después de la muerte del Santo, como se anotará más tarde en su debido lugar.

8. Por más diligencia que ponía el Santo en tener oculto el tesoro encontrado en el campo (Mt 13,44), no pudo evitar que algunos llegaran a ver las llagas de sus manos y pies, no obstante llevar casi siempre cubiertas las manos y andar desde entonces con los pies calzados.

Muchos hermanos vieron las llagas durante la vida del Santo; y aunque por su santidad relevante eran dignos de todo crédito, sin embargo, para eliminar toda posible duda, afirmaron bajo juramento, con las manos puestas sobre los evangelios, ser verdad que las habían visto.

Las vieron también algunos cardenales que gozaban de especial intimidad con el Santo, los cuales, consignando con toda veracidad el hecho, enaltecieron dichas sagradas llagas en prosa, en himnos y antífonas que compusieron en honor del siervo de Dios, y tanto de palabra como por escrito dieron testimonio de la verdad (7).

Asimismo, el sumo pontífice señor Alejandro, una vez que predicaba al pueblo en presencia de muchos hermanos -entre ellos me encontraba yo-, afirmó haber visto con sus propios ojos las sagradas llagas mientras vivía aún el Santo (8).

Las vieron, con ocasión de su muerte, más de cincuenta hermanos, y la virgen devotísima de Dios Clara, junto con sus hermanas de comunidad y un grupo incontable de seglares, muchos de los cuales -como se dirá en su lugar-, movidos por la devoción y el afecto, llegaron a besar y tocar con sus propias manos las llagas para confirmación testimonial.

En cuanto a la llaga del costado, la ocultó tan sigilosamente el Santo, que nadie pudo verla mientras él vivió, si no era de manera furtiva. Así sucedió cuando un hermano que solía atenderle con gran solicitud le indujo con piadosa cautela a quitarse la túnica para sacudirla; entonces miró atentamente y le vio la llaga (9), incluso llegó a tocarla aplicando rápidamente tres dedos. De este modo pudo percibir no sólo con el tacto, sino también con la vista, la magnitud de la herida.

Valiéndose de parecida estratagema, la vio también aquel hermano que a la sazón era su vicario (10).

En otra ocasión, uno de los compañeros del Santo (11), hombre de extraordinaria simplicidad, al frotarle, por causa de la enfermedad, la espalda dolorida, extendió la mano por debajo de la capucha, y casualmente la deslizó hasta la sagrada llaga, produciéndole un intenso dolor. A raíz de esto llevó unos calzones que le llegaban hasta el arranque de los brazos, para cubrir así la llaga del costado.

Asimismo, los hermanos que lavaban la ropa del Santo o sacudían a su tiempo la túnica porque las encontraban con algunas manchas de sangre, llegaron a conocer palpablemente por estos signos evidentes la existencia de la sagrada llaga, que después, al ser amortajado el cadáver del Santo, contemplaron y veneraron.

9. ¡Ea, pues, valerosísimo caballero de Cristo, empuña las armas del muy invicto capitán! Defendido con ellas de modo tan insigne, vencerás a todos los adversarios. ¡Enarbola el estandarte del Rey altísimo, a cuya vista cobren valor los combatientes todos del ejército divino! ¡Ostenta el sello del sumo pontífice Cristo, con el que todos reconozcan como irreprensibles y auténticas tus palabras y tus hechos! Por las marcas del Señor Jesús que llevas en tu cuerpo, nadie debe serte molesto (Gál 6,17), antes bien todo siervo de Cristo está obligado a profesarte singular afecto y devoción. Estas señales evidentísimas, que han sido comprobadas no justamente por dos o tres testigos (Dt 19,15), sino superabundantemente por muchísimos, hacen que las manifestaciones de Dios en ti y por ti sean tan dignas de crédito, que quitan a los incrédulos la más leve excusa, mientras los creyentes se afianzan en la fe, se elevan con una fundada esperanza y se inflaman en el fuego de la caridad.

10. Ya se ha cumplido verdaderamente aquella primera visión en que contemplaste cómo llegarías a ser caudillo en la milicia de Cristo y se te aseguró que serías decorado con armas celestes selladas con la insignia de la cruz.

Ya puede tenerse por verdadera, sin ningún género de duda, aquella visión del Crucificado que tuviste al principio de tu conversión, y que traspasó tu alma con la espada de una dolorosa compasión, así como también aquella voz que escuchaste, procedente de la cruz como del trono sublime de Cristo y de su secreto propiciatorio, según tú mismo lo afirmaste con tus sagradas palabras.

Ya también se puede creer y asegurar con certeza que no fueron puras visiones imaginarias, sino verdaderas revelaciones del cielo, aquellos hechos acaecidos durante el desarrollo de tu conversión: la cruz que el hermano Silvestre vio salir prodigiosamente de tu boca; las espadas en forma de cruz que vio atravesar tu cuerpo el santo hermano Pacífico, y tu misma aparición en figura de cruz elevada en el aire cuando San Antonio predicaba acerca del título de la cruz, conforme a la visión tenida por el angélico varón Monaldo.

Ya por fin, hacia los últimos días de tu vida, el habérsete mostrado en una misma visión la sublime imagen del Serafín y la humilde efigie del Crucificado, que te abrasó en el interior y te signó al exterior como a otro ángel que sube del oriente para que lleves en ti el sello de Dios vivo (Ap 7,2): todo ello corrobora más y más la fe en las cosas antes referidas y, a su vez, recibe de éstas un testimonio de su veracidad.

He aquí las siete maravillosas apariciones de la cruz de Cristo verificadas en ti y en torno a tu persona y mostradas según el orden cronológico. A través de las seis primeras, como por otras tantas gradas, llegaste a la séptima, donde hallarías finalmente reposo. En efecto, la cruz de Cristo, que en los inicios de tu conversión te fue propuesta y que tú asumiste; esa cruz que después a lo largo de tu existencia llevaste continuamente en ti con una vida santísima y la mostraste para ejemplo de los demás, deja entrever con tal claridad y certeza el hecho de haber tú alcanzado finalmente el ápice de la perfección evangélica, que ninguna persona verdaderamente devota puede rechazar esta demostración de la sabiduría cristiana esculpida en el polvo de tu carne, ningún verdadero fiel la puede impugnar, ni despreciarla ninguno que sea verdaderamente humilde, porque se trata de una demostración expresada por el mismo Dios, y digna, por tanto, de ser plenamente aceptada.

Capítulo XIV

Paciencia del Santo y su muerte

1. Clavado ya en cuerpo y alma a la cruz juntamente con Cristo, Francisco no sólo ardía en amor seráfico a Dios, sino que también, a una con Cristo crucificado, estaba devorado por la sed de acrecentar el número de los que han de salvarse. No pudiendo caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían en la planta de sus pies, se hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de las ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la cruz de Cristo.

Y, dirigiéndose a sus hermanos, les decía: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor nuestro Dios, porque bien poco es lo que hasta ahora hemos progresado».

Se abrasaba también en el ardiente deseo de volver a la humildad de los primeros tiempos, para servir, como al principio, a los leprosos y reducir a la antigua servidumbre su cuerpo, desgastado ya por el trabajo y sufrimiento.

Proponíase, bajo la guía de Cristo, llevar a cabo cosas grandes, y, aunque sumamente débil en su cuerpo, pero vigoroso y férvido en el espíritu, soñaba con nuevas batallas y nuevos triunfos sobre el enemigo, pues no hay lugar para la flojedad y la pereza allí donde el estímulo del amor apremia siempre a empresas mayores.

Era tal la armonía que reinaba entre su carne y su espíritu, tal la prontitud de mutua obediencia, que, cuando el espíritu se esforzaba por tender a la cima más alta de la santidad, la carne no sólo no le ponía el menor obstáculo, sino que procuraba adelantarse a sus deseos.

2. A fin de que el varón de Dios fuera creciendo en el cúmulo de méritos que hallan su verdadera consumación en la paciencia, comenzó a padecer tantas y tan graves enfermedades, que apenas quedaba en su cuerpo miembro alguno sin gran dolor y sufrimiento. Al fin fue reducido a tal estado por estas variadas, prolongadas y continuas dolencias, que, consumidas ya sus carnes, sólo parecía quedársele la piel adherida a los huesos. Y, a pesar de sufrir en su cuerpo tan acerbos dolores, pensaba que a sus angustias no se les debía llamar penas, sino hermanas.

Cierto día en que se veía más fuertemente afligido que de ordinario por las punzadas del dolor, le dijo un hermano de gran simplicidad: «Hermano, ruega al Señor que te trate con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti más de lo debido el peso de su mano». Al oír estas palabras, exclamó el Santo con un gran gemido: «Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los juicios de Dios respecto de mi persona». Y, aunque estaba su cuerpo triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo: «Gracias te doy, Señor Dios mío, por todos estos dolores, y te ruego, Señor mío, que los centupliques, si así te place; porque me será muy grato que no me perdones afligiéndome con el dolor, siendo así que mi supremo consuelo se cifra en cumplir tu santa voluntad». Por ello les parecía a sus hermanos ver en él a un nuevo Job, en quien, a medida que crecía la debilidad de la carne, se intensificaba el vigor del espíritu.

El Santo tuvo con mucha antelación conocimiento de la hora de su muerte, y, estando cercano el día de su tránsito, comunicó a sus hermanos que muy pronto iba a abandonar la tienda de su cuerpo, según se lo había revelado el mismo Cristo.

3. Probado, pues, con múltiples y dolorosas enfermedades durante los dos años que siguieron a la impresión de las sagradas llagas y trabajado a base de tantos golpes, como piedra destinada a colocarse en el edificio de la Jerusalén celeste y como material dúctil fabricado hasta la perfección con el martillo de numerosas tribulaciones, el vigésimo año de su conversión Francisco pidió ser trasladado a Santa María de la Porciúncula para exhalar el último aliento de su vida allí donde había recibido el espíritu de gracia. Habiendo llegado a este lugar, con el fin de mostrar con un ejemplo de verdad que nada tenía él de común con el mundo en medio de aquella enfermedad tan grave que dio término a todas sus dolencias, llevado del fervor de su espíritu, se postró totalmente desnudo sobre la desnuda tierra, dispuesto en aquel trance supremo -en que el enemigo podía aún desfogar sus iras- a luchar desnudo con el desnudo (12).

Postrado así en tierra y despojado de su vestido de saco, elevó, en la forma acostumbrada, su rostro al cielo, y, fijando toda su atención en aquella gloria, cubrió con la mano izquierda la herida del costado derecho a fin de que no fuera vista. Y, vuelto a sus hermanos, les dijo: «Por mi parte he cumplido lo que me incumbía; que Cristo os enseñe a vosotros lo que debéis hacer».

4. Lloraban los compañeros del Santo, con el corazón traspasado por el dardo de una extraordinaria compasión, y uno de ellos, a quien Francisco llamaba su guardián, conociendo por divina inspiración los deseos del enfermo, corrió presuroso en busca de la túnica, la cuerda y los calzones, y, ofreciendo estas prendas al pobrecillo de Cristo, le dijo: «Te las presto como a pobre que eres y te mando por santa obediencia que las recibas».

Se alegra de ello el santo varón y su corazón salta de júbilo al comprobar que hasta el fin ha guardado fidelidad a dama Pobreza y, elevando las manos al cielo, glorifica a su Cristo, porque, despojado de todo, se dirige libremente a su encuentro. Todo esto lo hizo llevado de su ardiente amor a la pobreza, de modo que no quiso tener ni siquiera el hábito sino prestado.

Ciertamente, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo. Por esto, al principio de su conversión permaneció desnudo ante el obispo, y, asimismo, al término de su vida quiso salir desnudo de este mundo. Y a los hermanos que le asistían les mandó por obediencia de caridad (13) que, cuando le viesen ya muerto, le dejasen yacer desnudo sobre la tierra tanto espacio de tiempo cuanto necesita una persona para recorrer pausadamente una milla de camino.

¡Oh varón cristianísimo, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!

5. Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas.

Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: «Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos».

Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua (Jn 13,1). Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa (Sal 141).

6. Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado (14).

Uno de sus hermanos y discípulos [Jacobo de Asís] vio cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz, donde descansa eternamente con Cristo.

Asimismo, el hermano Agustín, ministro a la sazón de los hermanos en la Tierra de Labor, varón santo y justo -que se encontraba a punto de morir y hacía ya tiempo que había perdido el habla-, de pronto exclamó ante los hermanos que le oían: «¡Espérame, Padre, espérame, que ya voy contigo!» Pasmados los hermanos, le preguntaron con quién hablaba de forma tan animada; y él contestó: «Pero ¿no veis a nuestro padre Francisco que se dirige al cielo?» Y al momento aquella santa alma, saliendo de la carne, siguió al Padre santísimo.

El obispo de Asís había ido por aquel tiempo en peregrinación al santuario de San Miguel, situado en el monte Gargano. Estando allí, se le apareció el bienaventurado Francisco la noche misma de su tránsito y le dijo: «Mira, dejo el mundo y me voy al cielo». Al levantarse a la mañana siguiente, el obispo refirió a los compañeros la visión que había tenido de noche, y vuelto a Asís comprobó con toda certeza, tras una cuidadosa investigación, que a la misma hora en que se le presentó la visión había volado de este mundo el bienaventurado Padre.

Las alondras, amantes de la luz y enemigas de las tinieblas crepusculares, a la hora misma del tránsito del santo varón, cuando al crepúsculo iba a seguirle ya la noche, llegaron en una gran bandada por encima del techo de la casa y, revoloteando largo rato con insólita manifestación de alegría, rendían un testimonio tan jubiloso como evidente de la gloria del Santo, que tantas veces las había solido invitar al canto de las alabanzas divinas.

Capítulo XV

Canonización. Traslado de su cuerpo

1. Francisco, siervo y amigo del Altísimo, fundador y guía de la Orden de los hermanos menores, seguidor de la pobreza, modelo de penitencia, pregonero de la verdad, espejo de santidad y ejemplar de toda perfección evangélica, prevenido por la gracia divina, ascendió, en forma progresiva y ordenada, de los grados más ínfimos a las cimas más altas.

El Señor, que esclareció portentosamente en su vida a este hombre admirable, por cuanto lo hizo muy rico en la pobreza, sublime en la humildad, vigoroso en la mortificación, prudente en la simplicidad e insigne por la integridad y pureza de costumbres, en su muerte lo hizo aún incomparablemente más glorioso.

Pues, al emigrar de este mundo el bienaventurado varón y penetrar su bendita alma en la morada de la eternidad para gustar plenamente de la fuente de vida transformado en un ser glorioso, dejó impresas en su cuerpo unas señales de su futura gloria, de modo que aquella carne santísima que, crucificada con los vicios, se había convertido en una nueva criatura (Gál 5,24), no sólo llevase grabada, por singular privilegio, la efigie de la pasión de Cristo, sino que también anunciase, por la novedad del milagro, una cierta especie de resurrección.

2. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado -no infligida ni producida por mano humana-, semejante a la del costado herido del Salvador, que hizo patente en el mismo Redentor nuestro el sacramento de la redención y regeneración de los hombres.

El aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; mas la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo -antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color moreno- brillaba ahora con una blancura extraordinaria, como dando a entender la hermosura de su vestido de gloria.

3. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia y se presentaban adornados con algunas señales evidentes de inocencia.

En su carne blanquísima contrastaba la negrura de los clavos, mientras la herida del costado aparecía rubicunda como una rosa de primavera. No es extraño que tan bella y prodigiosa variedad suscitara en cuantos la contemplaban sentimientos de gozo y admiración.

Lloraban los hijos por la pérdida de tan amable Padre, pero al mismo tiempo experimentaban no pequeña alegría al besar en aquel cuerpo las señales del Rey soberano. La novedad del milagro convertía el llanto en júbilo, y el entendimiento se llenaba de estupor al indagar el hecho. Era, en efecto, un espectáculo tan insólito y sorprendente, que para cuantos lo contemplaban constituía un afianzamiento en la fe y un incentivo de amor; y para quienes solamente oían hablar de él, se convertía en objeto de admiración, que despertaba un vivo deseo de verlo.

4. Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y se divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor. Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas llagas.

Uno de ellos llamado Jerónimo (15), caballero culto y prudente además de famoso y célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo como Tomás, movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos tocó las manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y de otros ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió, entre otros, en un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros sagrados.

5. Los hermanos e hijos, que fueron convocados para asistir al tránsito del Padre a una con la gran masa de gente que acudió, consagraron aquella noche en que falleció el santo confesor de Cristo a la recitación de las alabanzas divinas, de tal suerte que aquello, más que exequias de difuntos, parecía una vigilia de ángeles.

Una vez que amaneció, la muchedumbre que había concurrido tomó ramos de árboles y gran profusión de velas encendidas y trasladó el sagrado cadáver a la ciudad de Asís entre himnos y cánticos.

Al pasar por la iglesia de San Damián, donde moraba enclaustrada, junto con otras vírgenes, aquella noble virgen Clara, ahora gloriosa en el cielo, se detuvieron allí un poco de tiempo y les presentaron a aquellas vírgenes consagradas el sagrado cuerpo, adornado con perlas celestiales, para que lo vieran y lo besaran.

Llegados por fin, radiantes de júbilo, a la ciudad, depositaron con toda reverencia el precioso tesoro que llevaban en la iglesia de San Jorge (16). Éste era precisamente el lugar en que siendo niño aprendió las primeras letras y donde más tarde comenzó su predicación; aquí mismo, finalmente, encontró su primer lugar de descanso.

6. El venerable Padre pasó del naufragio de este mundo el día 3 de octubre del año 1226 de la encarnación del Señor al atardecer del sábado, y fue sepultado al día siguiente, domingo.

Muy pronto el bienaventurado varón -como si irradiara desde lo alto el resplandor de su visión de la faz divina- comenzó a brillar con grandes y numerosos milagros. Así, aquella sublime santidad de Francisco, que mientras vivió en carne mortal se había hecho patente al mundo con ejemplos de una perfecta justicia, convirtiéndolo en guía de virtud, ahora que reinaba con Cristo venía corroborada por el cielo mediante los milagros que realizaba la omnipotencia divina para una absoluta confirmación de la fe.

Los gloriosos milagros que se realizaron en diversas partes del mundo y los abundantes beneficios obtenidos por intercesión de Francisco, encendían a muchos en el amor a Cristo y los movían a venerar al Santo, a quien aclamaban no sólo con el lenguaje de las palabras, sino también con el de las obras. De este modo, las maravillas que Dios realizaba mediante su siervo Francisco llegaron a oídos del mismo sumo pontífice señor Gregorio IX.

7. En verdad, el pastor de la Iglesia conocía con plena fe y certeza la admirable santidad de Francisco, no sólo por los milagros de que había oído hablar después de su muerte, sino también por todas aquellas pruebas que en vida del Santo había visto con sus propios ojos y palpado con sus manos. Por esto, no abrigaba la menor duda de que hubiera sido ya glorificado por el Señor en el cielo. Así, pues, para proceder en conformidad con Cristo, cuyo vicario era, y guiado por su piadoso afecto a Francisco, se propuso hacerlo célebre en la tierra, como dignísimo que era de toda veneración.

Mas para ofrecer al orbe entero la indubitable certeza de la glorificación de este varón santísimo, ordenó que los milagros ya conocidos, documentados por escrito y certificados por testigos fidedignos, los examinaran aquellos cardenales que parecían ser menos favorables a la causa.

Discutidos diligentemente dichos milagros y aprobados por todos, teniendo a su favor el unánime consejo y asentimiento de sus hermanos [los cardenales] y de todos los prelados que entonces se hallaban en la curia, el papa decretó la canonización. Para ello se trasladó personalmente a la ciudad de Asís, y el domingo día 16 de julio del año 1228 de la encarnación del Señor, en medio de unos solemnísimos actos que sería prolijo narrar, inscribió al bienaventurado Padre en el catálogo de los santos.

8. El día 25 de mayo del año del Señor de 1230, con la asistencia de los hermanos que se habían reunido en capítulo general celebrado en Asís, fue trasladado aquel cuerpo, que vivió consagrado al Señor, a la basílica construida en su honor (17). Y mientras llevaban el sagrado tesoro sellado con la bula del Rey altísimo, Aquel cuya efigie ostentaba se dignó obrar numerosos milagros, a fin de que, al olor salvífico que despedía, se sintieran atraídos los fieles a correr en pos de Cristo. Y en verdad, si Dios hizo que Francisco durante su vida le agradara tanto y lo convirtió en tan amado suyo que, como a Henoc (Gén 5,24), lo transportó al paraíso por el don de la contemplación, y como a Elías lo arrebató al cielo en una carroza de fuego (2 Re 2,11) por el celo de la caridad, justo era que los dichosos huesos de quien verdeaba ya entre las flores celestiales del vergel eterno exhalaran desde el sepulcro su aroma en florecimiento maravilloso.

9. Por último, de la misma manera que este bienaventurado varón resplandeció en vida por sus admirables ejemplos de virtud, así desde su muerte hasta el día de hoy brilla en diversas partes del mundo por sus estupendos milagros y prodigios, recibiendo con ello gloria el divino poder. En efecto, gracias a sus méritos encuentran remedio los ciegos y los sordos, los mudos y los cojos, los hidrópicos y los paralíticos, los endemoniados y los leprosos, los náufragos y los cautivos, y se presta socorro a todas las enfermedades, necesidades y peligros; y los muchos muertos prodigiosamente resucitados por su mediación patentizan a los fieles la magnificencia y el poder del Altísimo, que glorifica a su Santo. A Él honor y gloria por infinitos siglos de los siglos. Amén.

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Notas:

1) Este capítulo viene a ser la cumbre de todo el itinerario espiritual de San Francisco, según la concepción del Doctor Seráfico. San Buenaventura mismo nos dice en el prólogo de su Itinerario que en 1259 se retiró al Alverna para allí meditar despaciosamente el misterio de las llagas.

2) Los inicios y el término de la vida religiosa de Francisco están marcados por una revelación a través del santo Evangelio. Cf. Test 14.

3) Festejada el 14 de septiembre.

4) Es un abrupto vertical, a ratos en plomada, con rocas casi enteramente separadas de la tierra firme; no se podía ir a ellas sino mediante un tronco puesto sobre simas profundas. Francisco escogió un lugar así para pasar la cuaresma de devoción que consagraba al arcángel San Miguel.

5) Una vez más se señala el hermano Iluminado por sus cualidades de perspicacia, de decisión y de franqueza (cf. supra LM 4,3).

6) Ya el prólogo nos presenta a Francisco como al hombre jerárquico, es decir, «purgado, iluminado y perfecto» (Itinerario IV 4).

7) Los cardenales que atestiguaron la verdad de las llagas son Hugolino, Tomás de Capua, Rainerio de Viterbo y Esteban de Casa Nova, que compusieron algunos de los himnos y antífonas del oficio litúrgico de San Francisco.

8) Alejandro IV, papa de 1254 a 1261. Se halla la misma afirmación en dos bulas emanadas durante su pontificado: Benigna operatio (19-X-1255) y Quia longum esset (28-VI-1259). Siendo todavía cardenal, ejercía las funciones de cardenal protector de la Orden. El mismo Alejandro IV dictó la excomunión contra los pintores que representaran a San Francisco sin las llagas.

9) San Francisco, casi ciego, no podía darse cuenta de ello.

10) El hermano Elías (cf. 1 Cel 95; 2 Cel 138).

11) Rufino (cf. 1 Cel 95), o acaso el hermano Juan de Lodi. Este hermano Juan era, posiblemente, uno de los enfermeros de San Francisco; de fuerza hercúlea, podía llevarle como a un niño en sus brazos. Cf. 2 Cel 182.

12) Desnudo, para expresar el despojo de cuanto puede ser atadura a este mundo.

13) In oboedientia caritatis iniunxit. Resulta una expresión extraña. Acaso quiere decir que les impuso lo que a continuación se explicita no en virtud de autoridad jurídica, sino en virtud del amor que le deben. También en la Adm 3 se habla de «obediencia caritativa».

14) Francisco murió a unos metros de su querida capilla de Santa María de los Angeles, en un tugurio que servía de enfermería y cuyo emplazamiento podemos ver en el interior de la gran basílica.

15) Antes de ser elegido podestà en 1230, Jerónimo había sido jefe de la milicia de Asís en 1228, enviado por Gregorio IX contra las tropas de Federico II, que infestaban el ducado de Espoleto (AFH 33 [1940] p. 219-20).

16) Francisco fue enterrado provisionalmente en la iglesia de San Jorge, en donde tiempos atrás había aprendido a leer. Esta iglesia se convirtió en anejo de la basílica de Santa Clara el día en que (a. 1260), por motivos de seguridad, las clarisas tuvieron que abandonar San Damián y establecerse dentro de las murallas de Asís.

17) Se ha criticado acerbamente esta basílica, apodándola incluso mausoleo de dama Pobreza. Pero desde otro punto de vista, no ha de olvidarse que ella constituye una de las obras maestras del arte italiano, tanto por su arquitectura, uno de los espléndidos ejemplos del gótico en este país, como por sus frescos, que constituyen un repertorio de arte y de teología franciscana incomparable. Fue proyectada para las grandes concentraciones; con doble iglesia, para poderse así celebrar simultáneamente las ceremonias. También el sacro convento adyacente fue proyectado para alojar a la curia romana, obligada muchas veces a salir de Roma por motivo de diversas calamidades.

LM 10-12 Milagros

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