DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Leyenda de Perusa, 51-66


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Elogio de la mendicidad

51. Cuando el bienaventurado Francisco comenzó a tener hermanos, se alegraba tanto de su conversión y de que el Señor le hubiera dado tan buena compañía, y tanto les quería y veneraba, que no les enviaba a pedir limosna, sobre todo porque pensaba que se avergonzarían de hacerlo. Y, para ahorrarles esa vergüenza, salía él solo todos los días a pedir. Pero esto le fatigaba demasiado (ya en el siglo era delicado y débil de contextura, y se fue debilitando cada vez más, desde que abandonó el siglo, por las excesivas abstinencias y por las mortificaciones que se imponía). Comprendió que no podía él soportar trabajo tan pesado. Por otra parte, ésta era la vocación de los hermanos, aunque se avergonzasen. Como pensase que no caían en la cuenta y que todavía no tenían discreción suficiente como para adelantarse a decirle: «Nosotros queremos ir a mendigar», les habló así: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os avergoncéis de ir a pedir limosna, pues por nosotros el Señor se hizo pobre en este mundo (cf. 2 R 6,3). Por eso, a ejemplo suyo y de su santísima Madre, hemos escogido el camino de la auténtica pobreza. Esta es nuestra herencia, que ganó y dejó nuestro Señor Jesucristo para nosotros y para todos los que, siguiendo su ejemplo, quieren vivir en santa pobreza» (cf. 1 R 9,4-9).

Y añadió: «En verdad os digo que muchos de los más nobles y sabios de este mundo vendrán a esta congregación y se tendrán por muy honrados al ir a mendigar. Id, pues, a pedir limosna, confiadamente y con el corazón alegre, con la bendición del Señor Dios. Debéis ir a pedir limosna con más presteza y alegría que un hombre que ofreciera cien denarios por uno, pues vosotros, a los que pedís limosna, ofrecéis el amor de Dios, diciéndoles: "Dadnos limosna por el amor del Señor Dios"; el cielo y la tierra son nada en comparación de este amor».

Como todavía eran muy pocos, no les podía enviar de dos en dos; envió a cada uno individualmente por los castillos y villas. Al regreso, cada uno enseñaba al bienaventurado Francisco las limosnas que había recibido, y se decían uno a otro: «Yo he traído más que tú». Y el bienaventurado Francisco se alegraba viéndoles tan contentos y felices. Desde entonces, cada uno pedía más a gusto permiso para salir a la limosna.

No quiere que los hermanos se inquieten por el mañana

52. En la misma época, cuando el bienaventurado Francisco vivía con los hermanos que tenía entonces, su alma era de una pureza admirable: desde el momento en que el Señor le reveló que él y sus hermanos debían vivir conforme al santo Evangelio (Test 14), resolvió hacerlo así, y procuró observarlo a la letra todo el tiempo de su vida.

Por eso, cuando el hermano que se cuidaba de la cocina quiso preparar a sus hermanos legumbres, no le permitió que las pusiera de víspera a remojo en agua caliente para el día siguiente, como es costumbre, para que los hermanos observaran la palabra del santo Evangelio: No os inquietéis por el mañana (Mt 6,34). Y así, aquel hermano las ponía a reblandecer después que los hermanos habían dicho los maitines. Por la misma razón, muchos hermanos, por largo tiempo y en muchos lugares en que tenían que cuidarse sólo de sí mismos, y, sobre todo, en las ciudades, por observar esto, no querían mendigar ni recibir más limosnas de las necesarias para el día.

Delicadeza con un enfermo

53. En cierta ocasión, morando el bienaventurado Francisco en el mismo lugar (1), había allí un hermano, hombre de profunda vida interior y además antiguo en la Orden, que estaba muy débil y enfermo. Haciéndose cargo de su estado, el bienaventurado Francisco tuvo compasión de él. Pero como entonces los hermanos, sanos o enfermos, con gozo y paciencia tomaban la pobreza como abundancia y en sus enfermedades no usaban medicinas, sino que más a gusto hacían lo que era contrario al cuerpo, se dijo a sí mismo el bienaventurado Francisco: «Si este hermano comiese, bien de mañana, unas uvas maduras, yo creo que le haría bien». Un día se levantó muy temprano y, sin hacer ruido, llamó al hermano y le llevó a una viña que hay cerca de aquella iglesia. Él mismo escogió una vid que tenía racimos hermosos y maduros. Sentándose con el hermano junto a la cepa, empezó a comer uvas para que él hermano no tuviese vergüenza de comérselas solo. Y, estando comiendo los dos, aquel hermano alabó al Señor Dios. Mientras vivió refería frecuentemente a los hermanos, con mucha devoción y saltándosele las lágrimas, esta delicadeza que el santo padre había tenido con él.

Poder de su plegaria

54. En cierta época, viviendo el bienaventurado Francisco en el mismo lugar [la Porciúncula], para orar se retiraba a una celda que estaba situada detrás de la casa. Estando un día en ella, llegó el obispo de Asís (2) para visitarle. Al entrar en la casa llamó a la puerta con el fin de llegarse al bienaventurado Francisco. Se la abrieron y entró en la celda (dentro de ésta se había construido con esteras otra celdilla muy pequeña; en la misma estaba el bienaventurado Francisco). Y como sabía el obispo que el santo Padre le profesaba confianza y amor, se acercó con libertad y abrió la estera de la celdilla para verle. Pero, apenas metió la cabeza en ella, súbitamente -quieras que no- fue repelido con fuerza por voluntad del Señor, porque no era digno de ver al Santo, y retrocedió de espaldas. En seguida salió de la celda temblando y estupefacto. Delante de los hermanos manifestó su falta y su pesar de haber venido en aquella ocasión a aquel lugar.

Libera a un hermano de graves tentaciones diabólicas

55. Había un hermano, hombre espiritual y antiguo en la Religión (3), que gozaba de la amistad del bienaventurado Francisco. Pues bien, en cierta ocasión venía sufriendo por largos días muy graves y crueles sugestiones del diablo, que le tenía como postrado en la más profunda desesperación. Tal agitación sufría a diario, que sentía vergüenza de confesarse todos los días. En esta situación se mortificaba excesivamente con abstinencias, vigilias, llantos y disciplinas. Mucho tiempo llevaba en este cotidiano tormento, cuando, por disposición divina, llegó a aquel lugar el bienaventurado Francisco. Paseándose un día el bienaventurado Francisco por las cercanías con otro hermano y con éste que así era atormentado, separándose un poco del primero, se aproxima al que era tentado y le dice: «Hermano muy querido, quiero y te digo que en adelante no te consideres con la obligación de confesar a nadie esas sugestiones y tentaciones del diablo. No tengas miedo: ellas no han hecho mal a tu alma. Cada vez que te veas turbado por esas sugestiones, te autorizo a que reces siete veces el padrenuestro».

El hermano se alegró mucho, porque le había dicho que no tenía necesidad de confesar aquellas tentaciones; sobre todo, porque sufría gran confusión al tener que confesarse todos los días; esto agravaba su sufrimiento. Aquel hermano quedó admirado de la santidad del santo Padre, que, por inspiración del Espíritu Santo, había conocido sus tentaciones; pues él a nadie las había confesado, sino a los sacerdotes; y con frecuencia cambiaba de sacerdote, porque le daba vergüenza el que un único sacerdote conociera todas sus flaquezas y tentaciones. Desde el momento en que le habló el bienaventurado Francisco, se vio libre de aquella gran prueba interior y exterior que había sufrido durante tanto tiempo. Por la gracia de Dios y por los méritos del bienaventurado Francisco, recibió gran paz y tranquilidad de alma y cuerpo.

La Porciúncula, espejo de la Orden

56. Viendo el bienaventurado Francisco que Dios quería multiplicar el número de los hermanos, les dijo: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, veo que el Señor quiere multiplicarnos. Por eso creo conveniente y religioso conseguir de nuestro obispo o de los canónigos de San Rufino o del abad del monasterio de San Benito (4) una iglesia pequeña y muy pobre donde los hermanos puedan recitar sus horas, y tener, junto a la misma, solamente una casa pequeña y pobrecilla, construida de barro y madera, donde los hermanos puedan descansar y dedicarse a lo que han menester. El lugar en que moramos [Rivo Torto] no es, en efecto, adecuado, y, desde que al Señor place multiplicarnos, esta casa es excesivamente pequeña para vivir en ella, y, sobre todo, porque no tenemos iglesia donde puedan los hermanos recitar sus horas; si alguno muriese, no estaría bien enterrarlo aquí o en una iglesia de los clérigos seculares». Estas palabras fueron del agrado de los demás hermanos.

Lo que había propuesto, se lo propuso al obispo. El obispo le respondió: «Hermano, no tengo iglesia alguna que pueda daros». Acudió a los canónigos de San Rufino y les hizo el mismo ruego, y ellos le respondieron lo mismo que el obispo.

Entonces se encaminó al monasterio de San Benito de Monte Subasio y expuso al abad lo mismo que había dicho al obispo y a los canónigos y la respuesta que de unos y otros había recibido. El abad, conmovido, consultó con sus hermanos; y, por ser voluntad del Señor, hicieron cesión al bienaventurado Francisco y a sus hermanos de la iglesia de Santa María de la Porciúncula, la más pobre de las que ellos poseían. Era también la más pobre de todos los alrededores de la ciudad de Asís. Era lo que de tiempo atrás había deseado el bienaventurado Francisco. El abad le dijo: «Hermano, te concedemos lo que pides. Pero queremos que, si el Señor acrecienta vuestra congregación, este lugar sea la cabeza de todos los vuestros». Estas palabras agradaron al bienaventurado Francisco y a sus demás hermanos.

Y quedó muy contento del lugar donado a los hermanos, sobre todo porque la iglesia llevaba el nombre de la madre de Cristo, porque era muy pobre y por el sobrenombre con que se la conocía. Se la llamaba, en efecto, iglesia de la Porciúncula, lo que presagiaba que ella había de ser la madre y cabeza de los pobres hermanos menores. Este nombre de la Porciúncula fue dado a la iglesia porque el lugar donde fue construida desde antiguo era llamado «Porciúncula». El bienaventurado Francisco solía decir: «El Señor no quiso que se les diera a los hermanos ninguna otra iglesia (5), ni permitió que los primeros hermanos construyesen o poseyesen una nueva, porque ésta venía a ser una profecía que se cumplió con la llegada de los hermanos menores». Aunque era muy pobre y por el transcurso del tiempo estaba semiderruida, los habitantes de la ciudad de Asís y su comarca habían tenido por esta iglesia una devoción singular, que ha ido creciendo hasta nuestros días. Desde que los hermanos llegaron y se establecieron en aquel lugar, casi todos los días el Señor aumentaba su número. La noticia de los hermanos y su fama se extendió por todo el valle de Espoleto. Antiguamente, esta iglesia recibía la denominación de Santa María de los Ángeles; luego, la gente de la provincia la llamó Santa María de la Porciúncula. Por eso, cuando los hermanos comenzaron a repararla, los hombres y mujeres de aquella provincia decían: «Vamos a Santa María de los Ángeles».

El abad y los monjes habían dado esta iglesia al bienaventurado Francisco y a sus hermanos sin condición alguna y no les habían exigido pago alguno o renta anual. Sin embargo, el bienaventurado Francisco, como bueno y experimentado maestro, que quiso construir una casa sobre roca firme, y su congregación sobre gran pobreza, en señal de mayor humildad y pobreza enviaba cada año a los monjes una canastilla de peces pequeños que se llaman lochas, para que los hermanos no tuviesen ningún lugar como propio, ni habitasen lugar alguno que no fuese ajeno; lo que buscaba era que los hermanos no tuvieran derecho a venderlo o enajenarlo de manera alguna. Y cuando los hermanos llevaban los pececillos a los monjes, éstos, en razón de la humildad del bienaventurado Francisco, que por iniciativa propia tenía este gesto, enviaban a él y a sus hermanos una vasija de aceite.

Y nosotros que hemos vivido con el bienaventurado Francisco, damos testimonio de que decía expresamente acerca de esta iglesia que, por las muchas gracias que el Señor le mostró allí y por lo que le fue revelado en aquel lugar, la bienaventurada Virgen ama esta iglesia con predilección sobre todas las iglesias que ella ama en el mundo. Por esta razón, durante toda su vida tuvo a este lugar gran devoción y reverencia. Y para que los hermanos tuvieran este recuerdo en su corazón, próximo ya a la muerte, quiso que en su testamento se escribiera que ellos hicieran lo mismo.

Pues, cuando se avecinaba la muerte, dijo delante del ministro general y de otros hermanos: «Quiero tomar ciertas disposiciones acerca del lugar de Santa María de la Porciúncula y dejarlas en testamento a los hermanos (6) para que este lugar sea tenido siempre por ellos en gran veneración y devoción. Es lo que hicieron nuestros antiguos hermanos: aunque este lugar ya era santo, ellos, sin embargo, conservaban su santidad con la continua oración de día y de noche y observando constantemente el silencio; y, si alguna vez hablaban después de la hora fijada para el silencio, era para tratar, con la mayor devoción y del modo más discreto, de las cosas que se referían a la gloria de Dios y a la salvación de las almas. Cuando acontecía -lo que era raro- que algún hermano iniciaba una conversación inútil u ociosa, en seguida era advertido por otro. Mortificaban su cuerpo no sólo con el ayuno, sino también con frecuentes vigilias, el frío, la desnudez y el trabajo de sus manos. Con frecuencia, para no estar ociosos, iban a ayudar a los pobres en sus campos; y éstos alguna vez les daban pan por el amor de Dios.

»Con estas y otras virtudes se santificaban a sí mismos y el lugar. Los que les sucedieron vivieron durante muchos años de forma parecida, aunque sin llegar a equipararse a los primeros.

»Pero después, con ocasión de que muchos hermanos y otros visitaban el lugar más de lo acostumbrado, y particularmente porque todos los hermanos, e igualmente cuantos quieren ingresar en la Religión, tienen que llegarse allí (7), mas también porque los hermanos son más tibios en la oración y en otras obras buenas y más disipados que antes para proferir palabras ociosas e inútiles y comunicar nuevas de este mundo, aquel lugar no es tenido por los hermanos que moran en él y por los otros religiosos en la reverencia y devoción que conviene y que yo querría.

»Es mi deseo que esté siempre bajo la autoridad directa del ministro general, para que así tenga un cuidado y solicitud mayor de atender el lugar, sobre todo constituyendo en el mismo una familia buena y santa. Los clérigos sean escogidos entre los hermanos más santos y honestos y entre los que, de toda la Orden, sepan decir mejor el oficio, a fin de que no sólo los demás hombres, sino también los hermanos, los oigan con agrado y mucha devoción. Sean elegidos para servirles algunos de entre los hermanos y laicos santos, hombres discretos y honestos.

»Quiero que ningún hermano ni otra persona entre a este lugar, salvo el ministro general y los hermanos que les sirven. Los moradores de él no hablen con persona alguna, a excepción de los hermanos que les sirven y del ministro cuando les visite.

»Quiero igualmente que los hermanos laicos que les sirven estén obligados a que no les refieran las noticias o novedades de este siglo que han oído y que no han de ser convenientes para sus almas (cf REr 8). Y, por eso, quiero especialmente que nadie entre a este lugar, para que mejor conserven la pureza y santidad, y que en este lugar no se profiera palabra alguna vana o perjudicial al alma y se conserve todo puro y santo cantando los himnos y las alabanzas del Señor. Y cuando alguno de estos hermanos muera, para cubrir la plaza del difunto, el ministro general llamará, de dondequiera que esté, a otro hermano santo. Porque, si los hermanos y los lugares donde residen se apartaren algún día de la pureza, santidad y honestidad que deben tener, quiero que al menos este lugar sea espejo y buen ejemplo para toda la Orden, un candelabro delante del trono de Dios y delante de la bienaventurada Virgen, y que, gracias a él, el Señor tenga piedad de los defectos y culpas de los hermanos y guarde y proteja siempre su Religión y su plantita».

Se aproximaba la fecha del capítulo, que en aquel tiempo se celebraba todos los años en Santa María de la Porciúncula (8). Viendo el pueblo de Asís que los hermanos, por la gracia de Dios, se habían multiplicado y se multiplicaban cada día, y que, particularmente al reunirse allí todos a capítulo, no tenían más que una cabaña muy pobre y pequeña, techada de paja, con paredes de madera y barro, tal como la habían construido los hermanos cuando se establecieron en aquel lugar, tuvieron una reunión general, y en pocos días con rapidez y devoción levantaron una casa grande, con muros de piedra y cal, sin el consentimiento del bienaventurado Francisco, que estaba ausente.

Cuando, de vuelta de una provincia, vino el bienaventurado Francisco al capítulo y vio la casa construida en aquel lugar, quedó extrañado. Pensó que aquella casa podría ser ocasión de que los hermanos, en los lugares en que estaban o habrían de estar, levantaran o hicieran levantar casas grandes. Y como, sobre todo, quería que aquel lugar fuese modelo y ejemplar de todos los lugares de los hermanos, un buen día, antes de finalizar el capítulo, subió al tejado de aquella casa y mandó a algunos hermanos que también subieran. Con ayuda de éstos empezó a arrojar al suelo las tejas de que estaba cubierta la casa, con el propósito de destruirla.

Se hallaban allí unos caballeros y otros ciudadanos de Asís; el común les había encargado proteger aquel lugar, pues eran muchísimos los de la ciudad y los extraños que de todas partes habían venido para presenciar el capítulo de los hermanos, y se habían reunido en sus proximidades; viendo que el bienaventurado Francisco y los otros hermanos querían demoler aquella casa, corrieron donde ellos y dijeron al bienaventurado Francisco: «Hermano, esta casa es del común de Asís y nosotros somos sus representantes; por eso, te ordenamos que no destruyas nuestra casa». El bienaventurado Francisco les respondió: «Está bien; si esta casa es vuestra, no quiero tocarla». En seguida bajó del tejado, y lo mismo hicieron los que con él estaban.

Por eso, el pueblo de Asís, durante mucho tiempo, observó el acuerdo de que cada año el podestà, cualquiera que fuera, tendría la obligación de mandar retejar la casa y efectuar los trabajos de reparación que fueran necesarios.

En otra época, el ministro general (9) proyectó construir una pequeña casa para los hermanos de aquel lugar, a fin de que pudieran descansar y decir las horas. Como por aquel entonces todos los hermanos de la Orden y los postulantes venían y acudían a aquel lugar, sus moradores sufrían muchas molestias casi todos los días. No tenían dónde dormir y decir sus horas en aquel lugar, pues debían ceder las celdillas donde descansaban a los muchos hermanos que venían.

De ahí el mucho trastorno que con frecuencia tenían que padecer, ya que, después del mucho trabajo, les resultaba difícil atender a las necesidades del cuerpo y a la vida del alma. Estaba casi terminada la casa aquella, cuando el bienaventurado Francisco regresó a aquel lugar. Una mañana oyó, desde la celdilla donde había pasado la noche, el ruido que hacían los hermanos en el trabajo. Se sorprendió de lo que sería aquello y preguntó a su compañero: «¿A qué se debe este ruido? ¿En qué trabajan esos hermanos?» Su compañero le contó lo que ocurría.

Francisco inmediatamente mandó llamar al ministro y le dijo: «Hermano, este lugar es modelo y espejo de toda la Religión. Por lo tanto, a fin de que los hermanos de toda la Orden que vienen acá lleven a sus lugares el buen ejemplo de la pobreza, prefiero que los hermanos de este lugar soporten, por el amor del Señor Dios, molestias y penurias a que disfruten de satisfacciones y consuelos y a que los demás hermanos de nuestra Religión imiten el ejemplo y edifiquen en sus lugares, diciendo: "En Santa María de la Porciúncula, primer lugar de los hermanos, se han levantado edificios buenos y grandes; lo mismo podemos hacer en nuestros lugares, pues tenemos malos alojamientos"».

Rechaza habitar una celda que se dice suya

57. Un hermano, hombre de profunda vida interior, con quien el bienaventurado Francisco tenía gran amistad, vivía en un eremitorio (cf. 2 Cel 59). Pensando que si alguna vez venía allí el bienaventurado Francisco, no tendría un sitio apropiado para estar, mandó construir, en un rincón solitario próximo al lugar de los hermanos, una celdilla donde pudiese dedicarse a la oración cuando llegase. Efectivamente, pocos días después vino el bienaventurado Francisco. El hermano le llevó a ver aquella celdilla; el bienaventurado Francisco le dijo: «Esta celdilla me parece muy hermosa; pero, si quieres que pase aquí unos días, haz que la revistan interior y exteriormente de cascotes de piedra y de ramas de árboles».

Pues, aunque las paredes no eran de piedra, sino de madera, como ésta era lisa, trabajada con hacha y azuela, le pareció demasiado elegante la celdilla al bienaventurado Francisco. El hermano se apresuró a que la arreglaran según el deseo del Santo.

Cuanto más pobres y religiosas eran las celdas y las casas de los hermanos, con tanto más agrado las miraba y se hospedaba a veces en ellas. Llevaba algún tiempo viviendo y orando en aquella celdilla, cuando un día, estando fuera y cerca del lugar de los hermanos, se le acercó uno de los que vivían allí. El bienaventurado Francisco le preguntó: «¿De dónde vienes, hermano?» «De tu celda», respondió el hermano. El bienaventurado Francisco replicó inmediatamente: «Porque has dicho que esta celda es mía, en adelante será otro el que la habite, que yo no».

Los que vivimos con él le oímos repetir muchas veces aquella frase del santo Evangelio: Las zorras tienen sus cuevas, los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20; cf. 2 Cel 56).

Decía también: «Cuando el Señor se retiró a la soledad para orar y ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, no mandó que le preparasen celda ni casa alguna, sino que se cobijó bajo una roca del monte». Por eso, a ejemplo suyo, nunca quiso tener celda ni casa, ni que se la hicieran. Es más, si ocurría que alguna vez decía a los hermanos: «Preparadme tal celda», no quería luego habitarla, recordando las palabras del santo Evangelio: No seáis solícitos (Lc 12,22). Próximo a la muerte, quiso que se escribiera en su testamento que todas las celdas y casas de los hermanos deberían construirse solamente con barro y maderas, para guardar mejor la pobreza y humildad (10).

Cómo quiere que sean los lugares preparados para los hermanos

58. Estando en cierta ocasión en Siena (11) para curar sus ojos (habitaba él una celda donde, después de su muerte, se edificó en memoria suya un oratorio), el señor Buenaventura, que había dado el terreno donde se edificó el lugar de los hermanos, dijo al bienaventurado Francisco: «¿Qué te parece este lugar?» Él le respondió: «¿Quieres que te diga cómo deben construirse los lugares de los hermanos?»

Dijo él: «Sí, Padre». El bienaventurado Francisco añadió: «Cuando los hermanos llegan a una ciudad donde no tienen lugar y encuentran quien quiera darles terreno suficiente para edificar el lugar, tener huerta y cuanto necesiten, lo primero que han de ver es cuánto terreno les basta, teniendo en cuenta siempre la santa pobreza que prometimos observar y el buen ejemplo que hemos de dar a los demás».

El santo Padre hablaba así porque quería librar a los hermanos de todo pretexto para violar la regla de la pobreza en sus casas, iglesias, huertas y demás cosas de su uso. Quería que no fuesen propietarios de ningún lugar, sino que siempre viviesen en ellos como peregrinos y forasteros (Test 24; 2 R 6,2). Quería por ello que en cada lugar no fuesen colocados muchos hermanos, porque le parecía difícil para una comunidad numerosa observar la pobreza. Desde el principio de su conversión hasta el día de su muerte, su deseo constante fue que se guardara perfectamente la santa pobreza.

«Luego deberían ir al obispo y dirían: "Señor, fulano de tal quiere, por amor del Señor Dios y bien de su alma, darnos el terreno necesario para la construcción de un lugar. Nuestra primera diligencia es acudir a vos, sobre todo porque sois el padre y maestro de las almas que forman la grey que se os ha confiado, así como también de las nuestras y de las de los hermanos que permanecieren en este lugar. Con la bendición del Señor Dios y la vuestra, queremos edificar en dicho lugar"».

Hablaba así el Santo pensando que el bien de las almas que los hermanos desean conseguir en el pueblo, se consigue mejor viviendo en paz con los prelados y los clérigos, pues así ganan para Dios a éstos y al pueblo, que no ganando sólo al pueblo, con escándalo de los prelados y clérigos.

Decía él: «El Señor nos ha llamado en ayuda de su fe y de los prelados y clérigos de nuestra madre la santa Iglesia. Por eso debemos, en la medida de lo posible, amarlos siempre, honrarlos y venerarlos. Los hermanos se llaman menores porque, de la misma manera que por el nombre, también por su conducta y ejemplo deben ser humildes con todos los demás hombres de este mundo. Cuando al principio de mi conversión me separé del mundo y de mi padre carnal, el Señor puso sus palabras en boca del obispo de Asís para darme consejo y ánimo en el servicio de Cristo. Por esta razón y por otras muchas cualidades eminentes que aprecio en los prelados, quiero amarlos, venerarlos y tenerlos como a mis señores; y no sólo a los obispos, sino también a los pobrecitos sacerdotes (12).

»Después de recibir la bendición del obispo, vayan y hagan que se les abra una zanja larga alrededor del terreno recibido para la construcción del lugar, y, en vez de levantar una tapia, planten un buen seto en señal de pobreza y humildad. Luego hagan que les construyan casas pobrecitas, de barro y maderas, y algunas celdillas donde los hermanos puedan orar algunas veces, morar más honestamente y trabajar libres de toda palabra ociosa.

»También harán que les construyan las iglesias; no han de hacer que les levanten grandes iglesias con el pretexto de predicar al pueblo o alegando otros motivos, pues la humildad será mayor y el ejemplo más atrayente si los hermanos van a otras iglesias para predicar por mantenerse fieles a la santa pobreza, a la humildad y a su estado.

»Y si aconteciere que algunos prelados o clérigos regulares vienen a sus lugares, las casas pobrecitas, las celdillas y las iglesias que hay allí les servirá de verdadera predicción y marcharán edificados».

Y añadió: «Con demasiada frecuencia, los hermanos hacen construir grandes edificios, con quebranto de nuestra santa pobreza, para perjuicio y mal ejemplo del prójimo. Luego, con el fin de hallar un lugar mejor y más santo, abandonan esos lugares y edificaciones. Entonces, los bienhechores que les habían dado las limosnas, y también los demás que ven y oyen esto, se escandalizan y se turban gravemente. Por eso, es preferible que los hermanos se hagan construir lugares y edificios pequeños y pobres, siendo fieles a su profesión religiosa y al deber de dar buen ejemplo al prójimo, a que procedan contra su profesión y den mal ejemplo a los otros. Si alguna vez los hermanos abandonasen los lugares pequeños y los edificios pobres por razón de hallar un lugar más conveniente a su vida, el mal ejemplo será menos pernicioso y el escándalo menor».

Testamento de Siena

59. En los días y en la misma celda en que el bienaventurado Francisco había dicho estas cosas al señor Buenaventura, una tarde sintió ganas de vomitar debido a sus males de estómago. Los esfuerzos que hizo fueron tan grandes, que empezó a echar sangre, y continuó echándola durante toda la noche hasta la madrugada.

Viendo sus compañeros que casi moría por la debilidad y por los dolores de la enfermedad, con inmensa pena y llorando le dijeron: «Padre, ¿qué quieres que hagamos? Bendícenos y bendice a todos tus hermanos. Deja también a tus hermanos un memorial de tu última voluntad, para que, si el Señor quiere llevarte de este mundo, tus hermanos puedan decir y recordar: "Estas son las palabras que nuestro Padre dijo a sus hijos y hermanos al morir"».

Y él les dijo: «Que se acerque a mí el hermano Benito de Piratro» (13). Este hermano era sacerdote, prudente y santo y antiguo en la Religión. En algunas ocasiones celebraba la misa para el bienaventurado Francisco en aquella celda, pues el Santo, aunque enfermo, de buen grado quería oír devotamente la misa siempre que le era posible.

Acercándose el hermano, el bienaventurado Francisco le dijo: «Escribe que bendigo a todos mis hermanos, a los que están en la Religión y a los que vendrán a ella hasta el fin del mundo». El bienaventurado Francisco tenía por costumbre en tiempo del capítulo, cuando los hermanos estaban reunidos, al final del mismo, bendecir y absolver a todos los hermanos presentes y a los demás que estaban en la Religión, y bendecía también a los que en lo venidero habían de entrar en ella. Y no sólo lo hacía en los capítulos, sino también en otras muchas ocasiones bendecía a todos los hermanos que vivían en la Religión y a los que habían de ser sus miembros. El bienaventurado Francisco continuó: «Ya que la debilidad y los dolores de mi enfermedad me impiden hablar, voy a dejar expresada a mis hermanos mi última voluntad en tres frases: que, en señal del recuerdo de mi bendición y testamento, se amen y se respeten siempre unos a otros; que amen y respeten siempre a nuestra señora la santa pobreza; que sean siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia».

Recomendaba a los hermanos que temieran y evitaran el mal ejemplo. Por fin, maldecía a aquellos que con sus perversos y malos ejemplos fuesen causa de que los hombres hablen mal de la Religión, de la vida de los hermanos y de los buenos y virtuosos hermanos, que por eso sufren vergüenza y aflicción (14).

Francisco barre las iglesias

60. En cierta ocasión, estando el bienaventurado Francisco junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula cuando todavía eran pocos los hermanos, salía de vez en cuando a visitar las aldeas y las iglesias de los alrededores de Asís, anunciando y predicando a los hombres la penitencia. Llevaba consigo una escoba para barrer las iglesias, pues sufría mucho cuando, al entrar en ellas, las encontraba sucias. Por eso, cuando terminaba de predicar al pueblo, reunía a todos los sacerdotes que se encontraban allí en un local apartado para no ser oído por los seglares. Les hablaba de la salvación de las almas, y, sobre todo, les recomendaba mucho el cuidado y diligencia que debían poner para que estuvieran limpias las iglesias, los altares y todo lo que sirve para la celebración de los divinos misterios.

Vocación del hermano Juan el simple

61. Un día, el bienaventurado Francisco entró en la iglesia de una aldea de la ciudad de Asís y se puso a barrerla. En seguida corrió la noticia de su llegada por toda la aldea, pues sus habitantes gustaban mucho de verle y oírle.

Un hombre llamado Juan, de admirable simplicidad, estaba arando en un campo suyo cercano a la iglesia; tan pronto supo que había llegado, corrió a él y le halló barriendo la iglesia. Le dijo: «Hermano, quiero ayudarte; déjame la escoba». Él se la dio, y Juan barrió lo que faltaba. Luego, sentándose los dos, aquel hombre habló al bienaventurado Francisco: «Hermano, desde hace tiempo deseo dedicarme al servicio de Dios; sobre todo desde que oí hablar de ti y de tus hermanos; pero no encontraba ocasión de acercarme a ti. Ahora que al Señor plugo que te viera, quiero hacer lo que tú me digas».

Al ver tanto fervor, el bienaventurado Francisco se llenó de alegría en el Señor, sobre todo porque todavía eran pocos los hermanos y porque le pareció que aquel hombre, dada su pura simplicidad (15), sería un buen religioso. Le dijo: «Hermano, si quieres llevar nuestra vida y unirte a nosotros, has de expropiarte de todos los bienes que hayas adquirido sin escándalo y dárselos a los pobres, según el consejo del Evangelio, pues es lo que han hecho aquellos de mis hermanos a quienes les ha sido posible».

Oído esto, marchó presuroso al campo donde había dejado los bueyes, les desunció y, presentando uno de ellos al bienaventurado Francisco, le dijo: «Hermano, durante tantos años he servido a mi padre y a los de mi casa. Aunque es pequeña esta parte de la herencia que me corresponde, quiero tomarme este buey como porción mía y darlo a los pobres en el modo que, según Dios, te parezca mejor».

Cuando vieron que se disponía a abandonarles, sus padres y sus hermanos, que todavía eran pequeños, ellos y todos los de la casa, se echaron a llorar y gemir fuertemente. Ante este espectáculo, el bienaventurado Francisco se movió a compasión; sobre todo, porque la familia era numerosa y sin recursos. Les dijo: «Preparad la comida y disponed la mesa para que comamos todos juntos. Cesen los llantos, porque os he de dejar alegres». Dispusieron en seguida la mesa y comieron todos con alegría general. Después de comer, el bienaventurado Francisco les habló: «Este hijo vuestro quiere servir a Dios; no debéis entristeceros por esta determinación, sino alegraros. Es un honor para vosotros, no sólo a los ojos de Dios, sino también a los ojos del mundo. Sacaréis provecho para vuestras almas y para vuestros cuerpos, pues Dios será honrado por uno de vuestra sangre y todos nuestros hermanos serán hijos y hermanos vuestros. Aquí tenéis una criatura de Dios que quiere servir al Creador, y como ser servidor de Cristo es reinar, no puedo ni debo devolvéroslo. Mas, para que recibáis y conservéis de él algún consuelo, quiero que se desprenda de ese buey en vuestro favor, ya que sois pobres, aunque, según el Evangelio, debería dárselo a otros pobres».

Quedaron consolados con estas palabras, y, sobre todo, se alegraron de habérseles entregado el buey, pues eran pobres. El bienaventurado Francisco, que amaba mucho en sí y en los otros la pura y santa simplicidad y se complacía siempre en ella, desde que vistió a Juan con el hábito religioso le llevaba consigo como compañero. Era éste de tanta simplicidad, que creía que debía hacer todo cuanto el bienaventurado Francisco hiciera.

Cuando éste estaba en una iglesia o en un lugar apartado para orar, lo quería ver y observar para poder copiar todos sus gestos. Si el bienaventurado Francisco se arrodillaba o levantaba al cielo sus manos juntas, si escupía o tosía, otro tanto hacía el hermano. El bienaventurado Francisco, con mucha alegría, comenzó a reprenderle de tales simplezas. Mas el otro respondía: «Hermano, yo prometí hacer todo lo que tu hagas; quiero, por consiguiente, hacer lo que tú haces».

El bienaventurado Francisco quedaba admirado y contento de ver en él tanta pureza y simplicidad. Este hermano hizo tales progresos en todas las virtudes y buenas costumbres, que el bienaventurado Francisco y los otros hermanos estaban muy admirados de su perfección. Poco tiempo después murió sin desviarse de ella. Por eso, el bienaventurado Francisco, con gran alegría interior y exterior, contaba su vida a los hermanos y le llamaba no «hermano Juan», sino «San Juan».

El hermano «mosca» da sus bienes a sus parientes

62. En cierta época, el bienaventurado Francisco recorría predicando la provincia de la Marca. Un día en que hablaba a los habitantes de una villa, se le acercó uno para decirle: «Hermano, quiero dejar el mundo y entrar en Religión». El bienaventurado Francisco le respondió: «Hermano, si quieres entrar en la Religión de los hermanos, primero debes, según la perfección del santo Evangelio, distribuir todos tus bienes a los pobres y luego renunciar completamente a tu voluntad».

Oído esto, el hombre se marchó de prisa, y, guiado por amor carnal, no espiritual, distribuyó sus bienes entre sus parientes. Volvió donde el bienaventurado Francisco para decirle: «Hermano, ya está hecho; me he despojado de todos mis bienes». Francisco le preguntó: «¿Cómo lo has hecho?» «Hermano -respondió-, he dado todas mis cosas a algunos de mis parientes que estaban necesitados».

El bienaventurado Francisco, conociendo, por iluminación del Espíritu Santo, que era un hombre carnal, le replicó: «Continúa tu camino, hermano mosca; has dejado lo tuyo a tus parientes y quieres vivir de las limosnas entre los hermanos». El hombre volvió presuroso por el camino que había traído, negándose a dar sus bienes a los pobres.

«Ese monte es tu tentación»

63. En la misma época, durante su estancia en el mismo lugar de Santa María, el bienaventurado Francisco fue víctima, para bien de su alma, de una grave tentación de espíritu (cf. EP 99). Se encontraba fuertemente turbado interior y exteriormente, en su alma y en su cuerpo. Algunas veces hasta huía de la compañía de los hermanos, porque no podía, a causa de aquella tentación, presentarse con su sonrisa habitual. Se mortificaba privándose de comer y hasta de hablar. Frecuentemente se retiraba a orar a un bosque cercano a la iglesia. Allí podía dar curso libre a su pena y derramar abundantes lágrimas en la presencia del Señor, para que Él, que todo lo puede, se dignase enviar del cielo el remedio contra tan grande tribulación.

Durante más de dos años, día y noche, fue atormentado por aquella tentación. Un día, estando en oración en la iglesia de Santa María, se le dijo en su interior aquella frase del Evangelio: Si tuvieras fe como un grano de mostaza y dijeras a este monte que se trasladase de aquí allí, se iría (Mt 17,20). El bienaventurado Francisco preguntó: «¿Cuál es ese monte?» «Ese monte es tu tentación», escuchó. «Entonces, Señor, que suceda en mí según tu palabra», dijo Francisco. Y al instante se halló tan tranquilo, que le parecía que jamás había padecido semejante tentación.

Come con un leproso

64. Un día, al volver el bienaventurado Francisco a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, encontró allí, en compañía de un leproso cubierto de úlceras, al hermano Jacobo el Simple (16), que había llegado aquel mismo día. El santo Padre le había recomendado aquel leproso, y particularmente todos los demás leprosos que estuvieran más llagados. Hay que tener en cuenta que en aquel tiempo los hermanos habitaban en las leproserías (17). Este hermano Jacobo era como el médico de los muy ulcerados, y así, con todo cariño tocaba y curaba las llagas y cambiaba el vendaje.

El bienaventurado Francisco dijo al hermano Jacobo en tono de reproche: «Tú no deberías llevar contigo a los hermanos cristianos, pues no está bien ni para ti ni para ellos». («Hermanos cristianos» era el nombre que Francisco daba a los leprosos.)

El santo Padre le hizo esta advertencia porque, aunque estaba muy contento de que el hermano les ayudara y sirviera, sin embargo, no quería que sacara del hospital a los más llagados, y en especial porque el hermano Jacobo era muy simple, y con frecuencia iba con algún leproso a la iglesia de Santa María, y, sobre todo, porque las gentes, en general, sienten horror a los enfermos que están muy cubiertos de úlceras.

No bien hubo terminado la amonestación, el bienaventurado Francisco se acusó a sí mismo y confesó su culpa al hermano Pedro Cattani, que entonces era ministro general; más que todo, porque creyó que su reprensión al hermano Jacobo había avergonzado al leproso; dijo su falta con la intención de repararla ante Dios y ante el leproso.

Habló así al hermano Pedro: «Te pido que apruebes, y en manera alguna me la niegues, la penitencia que quiero hacer». El hermano Pedro respondió: «Como te agrade, hermano».

Pues era tal la veneración, respeto y sumisión que el hermano Pedro tenía al bienaventurado Francisco, que jamás osaba cambiar su obediencia, aunque entonces, como en muchas otras ocasiones, quedara por ello afligido interior y exteriormente.

El bienaventurado Francisco dijo: «Mi penitencia será comer de un mismo plato con el hermano cristiano».

Cuando se sentó a la mesa para comer con el leproso y con otros hermanos, puso la escudilla entre los dos. El leproso era todo llaga y úlcera; los dedos con los que tomaba la comida estaban contraídos y sangrantes; y así, cada vez que los metía en la escudilla, caía en ella la sangre.

Ante esta escena, el hermano Pedro y los otros hermanos estaban estremecidos de pena; pero no se atrevían a decir palabra por respeto al santo Padre. El que escribe estas líneas vio la escena y da testimonio.

Visión del hermano Pacífico en la iglesia de Bovara

65. El bienaventurado Francisco caminaba en cierta ocasión por el valle de Espoleto, y le acompañaba el hermano Pacífico (cf. 2 Cel 106 n. 17), natural de la Marca de Ancona; en el siglo había sido conocido con el nombre de «el rey de los versos». Este maestro de cantores era de la clase noble y cortesano. Se hospedaron en la leprosería de Trevi (2 Cel 122 n. 4). El bienaventurado Francisco dijo al hermano Pacífico: «Vamos a la iglesia de San Pedro de Bovara, pues quiero pasar allí la noche».

Esta iglesia estaba situada no lejos de la leprosería; nadie la habitaba, pues en aquella época Trevi estaba en ruinas y nadie vivía en este castro o villa (18).

Por el camino dijo el bienaventurado Francisco al hermano Pacífico: «Vuelve al hospital; quiero estar solo esta noche. Mañana al amanecer vienes donde mí».

Ya solo, recitó completas y otras oraciones, y luego trató de descansar y de dormir. En vano, pues se vio sobrecogido interiormente de temor y sintió tentaciones diabólicas. Se levantó al punto, salió fuera de la iglesia y se santiguó, diciendo: «Demonios, yo os mando de parte de Dios todopoderoso: podéis hacer sufrir a mi cuerpo todo lo que os conceda nuestro Señor Jesucristo; estoy dispuesto a soportarlo, pues no tengo mayor enemigo que mi cuerpo; vosotros me vengaréis así de este adversario y enemigo mío». Al instante desaparecieron las tentaciones. Vuelto al lugar donde se había acostado, descansó y durmió apaciblemente.

A la madrugada estaba de regreso el hermano Pacífico. El bienaventurado Francisco estaba ante el altar en el interior del coro; el hermano Pacífico quedó y le esperó fuera del coro, orando también él al Señor delante del crucifijo. Cuando se puso a orar el hermano Pacífico, fue arrebatado en éxtasis, si con su cuerpo o sin él, Dios lo sabe (cf. 2 Cor 12,2); vio en el cielo gran número de tronos, y entre ellos uno más elevado, glorioso y radiante de luz y adornado con toda clase de piedras preciosas. Admirado de su esplendor, se preguntaba qué clase de sede era aquélla y a quién le pertenecía. Oyó al punto una voz que le dijo: «Este trono fue de Lucifer, y en su lugar se sentará en él el bienaventurado Francisco». Cuando el hermano Pacífico recobró sus sentidos, el bienaventurado Francisco salió inmediatamente del coro y se le aproximó. Súbitamente se postró el hermano a los pies del bienaventurado Francisco, extendidos los brazos en forma de cruz, juzgándole, a causa de la visión, como habitante del cielo. Y le dijo: «Padre, perdóname los pecados y ruega al Señor que me perdone y tenga piedad de mí». Francisco, tendiéndole la mano, le levantó, y comprendió que había tenido alguna visión durante la oración.

Parecía todo transformado y hablaba al bienaventurado Francisco no como a un hombre que vive en carne, sino como a quien reina en el cielo. Luego, como inquiriendo de lejos y no queriendo manifestar la visión al bienaventurado Francisco, le preguntó: «Hermano, ¿qué piensas de ti mismo?» El bienaventurado Francisco respondió: «Yo pienso que soy el más grande pecador que hay en este mundo».

En el mismo momento sintió en su interior el hermano Pacífico una voz que le decía: «Aquí tienes la señal de que es verdad la visión que has tenido, pues como Lucifer fue precipitado de aquel trono a causa de su orgullo, así el bienaventurado Francisco, por su humildad, merecerá ser exaltado y sentarse en él» (cf. Ap 20,2-4).

Un ser misterioso le regala con un concierto

66. En cierta ocasión en que el bienaventurado Francisco estaba en Rieti y se había hospedado durante unos días en casa de Tabaldo «el Sarraceno» a causa de la enfermedad de sus ojos (19), dijo a uno de sus compañeros que en el mundo había aprendido a tocar la cítara: «Hermano, los hijos de este mundo no comprenden las cosas de Dios. Antiguamente, los instrumentos músicos, como cítaras, salterios de diez cuerdas y otros, servían a los santos para la alabanza a Dios y para consuelo de sus almas; pero ahora los emplean los hombres para la vanidad y el pecado, en contra de la voluntad del Señor. Quisiera que te procuraras en secreto de algún buen hombre una cítara y con ella me cantases algún verso bello y honesto, y luego, acompañados de ella, dijésemos las palabras y alabanzas del Señor (20), pues mi cuerpo está afligido por esta gran enfermedad y dolores. Querría que de esta forma se redujera el dolor del cuerpo para alegría y consuelo del espíritu».

Es de saber que durante su enfermedad el bienaventurado Francisco había compuesto las Alabanzas del Señor, que las hacía cantar, a veces, a sus hermanos para gloria de Dios, consuelo de su alma y también para edificación del prójimo.

El hermano respondió: «Padre, me da vergüenza ir a pedir la cítara; más que nada, porque los habitantes de esta ciudad saben que, estando en el mundo, la tocaba, y ahora temo que sospechen que he sido tentado de volver a tocar la cítara» (21). «Está bien, hermano -dijo el bienaventurado Francisco-, no hablemos más de esto».

Hacia la media noche siguiente, estando despierto el bienaventurado Francisco, oyó al lado de la casa donde descansaba el punteo de una cítara que acompañaba un poema bello, tan agradable como nunca en su vida había escuchado. El músico se paseaba, alejándose primero hasta donde podía ser oído y volviendo luego sin dejar de tocar. Así estuvo durante una hora larga.

El bienaventurado Francisco comprendió que todo aquello era merced de Dios y no obra del hombre; quedó anegado de alegría, y su corazón se desbordó con gran entusiasmo en alabanzas al Señor, que se había dignado consolarle tan abundantemente. Por la mañana al levantarse dijo a su compañero: «Hermano, te hice un ruego, y no me complaciste; pero el Señor, que consolará a sus amigos en las tribulaciones, se ha dignado complacerme esta noche». Y le contó lo sucedido.

Los hermanos, al enterarse, admirados, consideraron lo acaecido como un gran milagro. Estaban seguros de que Dios había intervenido para consolar al bienaventurado Francisco, porque, por decreto del podestà que estaba en vigor, nadie podía transitar por la ciudad, no ya a media noche, pero ni siquiera después del tercer toque de la campana. Y además porque, como lo declaró el bienaventurado Francisco, fue en el silencio, sin palabras ni estrépito de voces -porque era obra de Dios-, como el músico iba y venía tocando durante una larga hora para consuelo de su alma.

* * * * *

Notas:

1) Bigaroni cree que estas palabras han de referirse a Santa María de la Porciúncula, que es lo que parece sugerir el contexto, a pesar de que LP 50 parezca indicar que se refiere a Rivo Torto. Aquí no había sino un tugurio sin iglesia ni capilla.

2) Guido II, el mismo que estuvo presente en la renuncia total de Francisco (1 Cel 14).

3) ¿Acaso Bernardo de Quintavalle?

4) Sobre la abadía de San Benito de Monte Subasio, cf. Cavanna.

5) Francisco descubre en la negativa a las peticiones señaladas más arriba la voluntad de Dios; no le interesa analizar la de los hombres.

6) El Testamento de San Francisco no contiene nada referente a esto.

7) Cada año se reunían para el capítulo de Pentecostés. Cf. más abajo en este mismo número.

8) Para lo referente a la fecha, cf. Jacobo de Vitry, Primera carta; en cuanto al lugar, cf. 1 R 18,2.

9) Cotejando con EP 8, se puede conjeturar que se trata del hermano Elías.

10) En su Testamento, v. 24, dice: «Guárdense los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas, ni nada de lo que se construye para ellos, si no son como conviene a la santa pobreza que prometimos en la Regla».

11) Bigaroni dice que se trata del último viaje de San Francisco a Siena. El lugar en que estaba sería Rivacciano o Alberino, un poco a las afueras de Siena.

12) Compárese con Adm 26, Test 6-10 y 2CtaF 33.

13) Éste es el único testimonio sobre la existencia y actividad de este hermano. El hermano León estaba, probablemente, ausente. El hermano Pacífico está presente a la escena (cf. 2 Cel 137).

14) Bendijo, exhortó y maldijo. Todavía hoy es práctica habitual leer la "bendición, exhortación y maldición" después de haber leído públicamente la Regla y el Testamento.

15) Para San Francisco, esta virtud es hermana de la reina Sabiduría; cf. SalVir 1.

16) Es lo único que de él se conoce.

17) Esta indicación nos sitúa en fechas muy remotas. Si, como el texto dice, estaba presente Pedro Cattani, «entonces ministro general», se justificaría la hipótesis de Delorme, según la cual Pedro Cattani había estado al frente de los hermanos del 29 de septiembre de 1220 hasta el 10 de marzo de 1221, fecha de su muerte (cf. 1 Cel 25 n. 45).

18) Trevi fue destruida por Diebold de Sweinspeunt, duque de Espoleto, en septiembre de 1213. Cedida a Foligno en 1215, fue entonces reconstruida. La visión del hermano Pacífico tuvo lugar en 1214 (AFH 20, 1927, p. 483).

19) Era, quizás, médico y remotamente de origen árabe. Pero era canónigo de Rieti y vivía, probablemente, en el palacio episcopal (cf. Fortini, Nuova Vita 1b p. 304-306). La fecha sería el otoño de 1225.

20) Se trata de las Alabanzas del Dios Altísimo para el hermano León, o de las Alabanzas para todas las horas, que seguían al Padrenuestro, o, más probablemente, del Cántico de las criaturas (cf. más abajo LP 83). EP 121 dice que durante sus dos últimos años hacía cantar a menudo estas Alabanzas del Señor, con escándalo del hermano Elías.

21) Parece tratarse del hermano Pacífico.

LP 1-50 LP 67-85

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