DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Leyenda de Perusa, 67-85


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La viña de Rieti

67. Por el mismo tiempo (1), a causa de la enfermedad de los ojos, el bienaventurado Francisco vivió junto a la iglesia de San Fabián, situada en las cercanías de la misma ciudad (2) y servida por un sacerdote secular pobre. El señor papa Honorio con otros cardenales residía entonces allí (3). Muchos de los cardenales y otros de la alta clerecía, llevados por la veneración y devoción que tenían al Santo, iban casi todos los días a visitarle. La iglesia tenía una pequeña viña junto a la casa donde descansaba el bienaventurado Francisco. La casa tenía una puerta por la que pasaban a la viña casi todos los que le visitaban, máxime porque en aquella época las uvas estaban maduras y el lugar invitaba a descansar. La viña, pues, fue por este motivo casi del todo saqueada: unos cogían los racimos y se los comían, otros se los llevaban, y había quien los pisoteaba.

El sacerdote, a la vista de esto, estaba escandalizado y turbado. «Este año -decía- mi cosecha está perdida. Mi viña es pequeña, pero me da todos los años el vino que necesito». Enterado de esto el bienaventurado Francisco, le hizo llamar para decirle: «No estés turbado y escandalizado, pues no podemos cambiar ya lo hecho. Pon tu confianza en el Señor, que por mí, su siervecillo, puede repararte el daño. Dime: ¿Cuántas cántaras de vino te dio la viña cuando más te dio?» «Trece, Padre», respondió el sacerdote. «No te dejes llevar de la tristeza -repuso el bienaventurado Francisco-, ni injuries a nadie, ni presentes queja contra alguno. Ten confianza en el Señor y en mis palabras. Si recoges menos de veinte cántaras, yo haré que te las llenen».

El sacerdote quedó tranquilo y calló. Pues bien; por voluntad de Dios, sucedió que recogió veinte cántaras, no menos, según la promesa del bienaventurado Francisco. Quedó maravillado el sacerdote, así como todos los que tuvieron conocimiento de lo sucedido, considerándolo como un gran milagro en atención a los méritos del bienaventurado Francisco, no sólo porque la viña había sido devastada, sino también porque, aunque hubiera estado cargada de racimos y no hubiera desaparecido uno solo, al sacerdote y a los demás les parecía imposible que produjera veinte cántaras de vino.

Nosotros que hemos vivido con él podemos testimoniar que, cuando decía: «Así es o así será», su palabra se cumplía siempre. Nosotros hemos visto cómo se han cumplido sus promesas, bien durante su vida, bien después de su muerte.

El banquete ofrecido al médico

68. Durante el mismo tiempo (4), el bienaventurado Francisco residió en el eremitorio de los hermanos de Fonte Colombo, cerca de Rieti, a causa de la enfermedad de los ojos. El médico de los ojos vino un día a visitarle y se entretuvo con él, como de costumbre, cosa de una hora. Se disponía ya a marchar, cuando el bienaventurado Francisco dijo a uno de sus compañeros: «Id y servid al médico una buena comida». Le respondió su compañero: «Padre, te lo decimos avergonzados: estamos tan pobres en este momento, que nos da vergüenza invitarle y darle ahora de comer». «Hombres de poca fe -dijo el bienaventurado Francisco-, no me hagáis hablar más».

El médico, dirigiéndose al bienaventurado Francisco y a sus compañeros, dijo: «Hermano, precisamente porque los hermanos son tan pobres, será para mí un placer comer con ellos». Este señor era muy rico, y, aunque el Santo y sus compañeros le habían invitado muchas veces, nunca había querido quedarse a comer.

Fuéronse los hermanos y prepararon la mesa, y, avergonzados, sacaron el poco pan y vino que tenían y la escasa ración de hortalizas que habían cocido para ellos. Y se sentaron a comer. Apenas habían empezado la comida, llamaron a la puerta del eremitorio. Se levantó uno de los hermanos y fue a abrirla. Esperaba una mujer que traía un gran canasto lleno de hermoso pan, peces, pasteles de camarones, miel y uvas que parecían recién cogidas. Se lo enviaba al bienaventurado Francisco una señora de un pueblo distante del eremitorio casi siete millas.

Al ver esto, los hermanos y el médico quedaron muy asombrados, reconociendo que el bienaventurado Francisco era un santo. Por eso, el médico dijo a los hermanos: «Hermanos míos, ni vosotros ni yo apreciamos lo que es debido la santidad de este hombre».

Anuncia una conversión

69. Dirigiéndose en cierta ocasión el bienaventurado Francisco hacia Celle di Cortona, seguía el camino que pasa al pie de un castro que se llama Limisiano, y que está cerca del lugar de los hermanos de Pregio. Una señora noble del castro se iba acercando muy aprisa para hablar con él. Uno de los compañeros vio a la señora, que, muy fatigada por el caminar, corría para alcanzarlos; se acercó presuroso al bienaventurado Francisco y le dijo: «Padre, por amor de Dios, vamos a esperar a esta señora que nos sigue, muy fatigada ya, con el deseo de hablarte». El bienaventurado Francisco, lleno de caridad y piedad, la esperó. Cuando la vio tan acalorada y que venía con gran fervor de espíritu y devoción, le preguntó: «¿Qué deseas, señora?» «Padre, te pido que me bendigas». «¿Eres casada soltera?» «Padre, hace mucho que el Señor me dio el buen deseo de servirle. He tenido y tengo gran deseo de salvar mi alma; mas tengo un marido tan cruel, que es un verdadero obstáculo en el servicio a Cristo, tanto para mí como para él; por eso, mi alma se aflige de gran dolor y de angustia de muerte». El bienaventurado Francisco, viendo su fervor y, sobre todo, su juventud y su complexión delicada, apiadado, la bendijo. Y dijo: «Vete, encontrarás a tu marido en casa; dile de mi parte que a él y a ti os pido, por el amor de aquel Señor que para salvarnos sufrió el tormento de la cruz, que salvéis vuestras almas en vuestra casa».

Ella marchó, y al entrar en casa halló allí a su marido, como le había dicho el bienaventurado Francisco. «¿De dónde vienes?», le preguntó él. «Vengo de ver al bienaventurado Francisco. Me ha bendecido, y con sus palabras he quedado consolada y alegre en el Señor. Además me ha mandado que te diga y te ruegue de su parte que salvemos nuestras almas en nuestra casa».

No bien hubo dicho estas palabras, la gracia de Dios vino a él por los méritos del bienaventurado Francisco, y respondió con mucha dulzura y bondad, completamente transformado de repente por el Señor: «Desde ahora, señora, sirvamos a Cristo como te agrade y salvemos nuestras almas, según te ha dicho el bienaventurado Francisco». Su mujer le propuso: «Señor, me parece bien que vivamos en castidad, pues ésta es una virtud muy agradable al Señor y que nos procura grande recompensa». «Me agrada, señora -dijo el marido-, ya que es lo que a ti te agrada; y en esto como en toda obra buena deseo unir mi voluntad a la tuya».

A partir de aquel día y durante muchos años guardaron castidad e hicieron muchas limosnas a los hermanos y a otros pobres, de suerte que no sólo los seglares, sino incluso los religiosos, admiraban su santidad; más que nada, porque él había sido muy mundano y tan de repente se había convertido en espiritual. Marido y mujer perseveraron hasta el fin de sus días en estas y otras muchas buenas obras y murieron con muy pocos días de intervalo. Su muerte fue muy llorada por el perfume de buena vida que habían difundido a lo largo de sus días, alabando y bendiciendo al Señor, que les había concedido muchas gracias, la pureza y la concordia en su servicio. Ni la muerte les distanció, ya que murió el uno poco después del otro. Hasta el día de hoy los recuerdan como a santos los que los conocieron.

Rechaza a un joven que se inspira en móviles humanos

70. En el tiempo en que todavía nadie era admitido a llevar la vida de los hermanos sin el permiso del bienaventurado Francisco (5), un día vino a verle, con otros compañeros que querían entrar en la Religión, el hijo de un señor de Lucca (6), noble según el mundo. Francisco estaba entonces enfermo y se hospedaba en el palacio del obispo de Asís. Cuando los hermanos presentaron a aquéllos al bienaventurado Francisco, el hijo del noble se inclinó ante él y comenzó a llorar con grandes gemidos, suplicando que le aceptara.

El bienaventurado Francisco, mirándole fijamente, le dijo: «Hombre miserable y carnal, ¿por qué mientes al Espíritu Santo y me mientes a mí? (Hch 5,3). Lloras carnalmente y no espiritualmente».

Acababa de decir esto, cuando llegaron a la puerta del palacio los parientes del joven, que venían a caballo para apoderarse de él y volverlo a casa. En cuanto oyó el estrépito de los caballos y, mirando por una ventana del palacio, vio a sus parientes, se levantó al instante, salió a su encuentro y volvió al siglo con ellos, como el Espíritu Santo le había dado a conocer al bienaventurado Francisco. Los hermanos y todos los presentes quedaron admirados, ensalzando y alabando a Dios en su Santo.

Provisto de un pez lucio en invierno

71. Estando en cierta ocasión muy enfermo en el palacio del obispo de Asís (7), sus hermanos le rogaban y animaban para que comiera algo. Les respondió: «Hermanos míos, no tengo gana alguna de comer; pero, si hubiera algo del pescado lucio, tal vez lo comería...»

Acababa de decir esto, cuando se presentó un hombre con una canasta en que traía tres lucios bien aderezados y platos de camarones, de los que el santo Padre comía a gusto. Todo se lo enviaba el hermano Gerardo, ministro de Rieti.

Los hermanos se maravillaron viendo su santidad y alabaron al Señor, porque así dio gusto a su siervo con lo que los hombres no podían proporcionarle; sobre todo, porque era invierno y en aquella región no se podían proveer de aquellos peces.

Penetra las conciencias

72. Un día, el bienaventurado Francisco iba de camino con un hermano de Asís (8), hombre espiritual, originario de una familia noble y poderosa. El bienaventurado Francisco, muy débil y enfermo, montaba un asno. El hermano, cansado por el viaje, decía para sus adentros: «Su familia no puede compararse con la mía, y, sin embargo, él va montado, y yo, detrás, a pie, fatigado, arreando a la bestia».

Esto pensaba, cuando Francisco de pronto se apea del asno y le dice: «No es justo ni conveniente que yo cabalgue y tú vayas a pie, pues en el mundo tú eras más noble y más poderoso que yo». El hermano, asombrado y confuso, se echó llorando a sus pies y confesó sus pensamientos secretos y su culpa. Estaba maravillado de la santidad de Francisco, que conoció al instante lo que él estaba pensando en su interior.

Cuando los hermanos se presentaron en Asís al señor papa Gregorio y a los cardenales para pedir la canonización del bienaventurado Francisco, este hermano atestiguó ante ellos la autenticidad de este hecho.

Bendice a un hermano que venía a verle

73. Un hermano (9), hombre espiritual y amigo de Dios, vivía en el lugar de los hermanos de Rieti. Un buen día, impulsado por el deseo de ver a Francisco y de recibir su bendición, se encaminó con gran devoción al eremitorio de los hermanos de Greccio, donde estaba entonces el Santo. Éste, después de comer, se había retirado a la celda en que oraba y descansaba. Como era tiempo de cuaresma, no bajaba de la celda más que a la hora de la comida y en seguida volvía a ella. Muy triste por no haberle hablado y, sobre todo, porque debía volver a su convento aquel mismo día, achacaba el contratiempo a sus pecados.

Cuando los compañeros del bienaventurado Francisco trataban de consolarle y él había andado apenas la distancia de un tiro de piedra para volverse a su lugar, el bienaventurado Francisco, por voluntad de Dios, salió de la celda y llamó a uno de sus compañeros (el que solía acompañarle en su paseo hasta la fuente del lago) y le mandó: «Di a ese hermano que se vuelva hacia mí». El hermano volvió su mirada hacia el bienaventurado Francisco, quien hizo sobre él la señal de la cruz y lo bendijo. Luego marchó con gran alegría interior y exterior y alabó al Señor, que le había complacido en su deseo. Su consuelo fue tan grande porque a sus ojos había sido voluntad de Dios que él recibiera esta bendición sin haberla pedido por sí ni por otro.

Los compañeros del Santo y los otros hermanos del eremitorio quedaron asombrados, considerando el caso como muy milagroso, pues nadie había dado cuenta a Francisco de la llegada de aquel hermano. Ni sus compañeros ni los otros hermanos se atrevían a acercarse a él sin ser llamados. Tanto aquí como en cualquier otro lugar en que el bienaventurado Francisco se dedicaba a la oración, quería estar apartado de todos y quería que nadie se le acercara sin ser llamado.

Lecciones de pobreza en Greccio y la Porciúncula.
Elogio de los habitantes de Greccio.
El milagro de los lobos

74. Estando el bienaventurado Francisco en este mismo lugar, vino para celebrar con él la fiesta de la Navidad del Señor un ministro de los hermanos (10). Éstos, con ocasión de la venida de este ministro y para honrarle, preparaban el mismo día de la Navidad una mesa cubierta de hermosos y blancos manteles que habían adquirido, y vasos de cristal para beber.

Cuando baja el bienaventurado Francisco de la celda para comer y ve la mesa elevada y adornada con refinamiento, se aleja sin ser visto y pide a un pobre, que había llegado aquel día al eremitorio, prestados el sombrero y el bastón que había llevado en sus manos. Llama silenciosamente a uno de sus compañeros y sale al exterior del eremitorio sin notarlo los otros hermanos.

Éstos se sentaron a la mesa sin esperarle; más que nada, porque el santo Padre los tenía habituados -y es lo que quería- a que, si él no llegaba puntualmente a la hora de la refección y los hermanos querían comer, comenzasen la comida. Su compañero cerró la puerta y quedó por dentro junto a ella.

El bienaventurado Francisco llamó, e inmediatamente el hermano le franqueó la entrada. Avanzó -el sombrero echado a la espalda y el bastón en la mano como un peregrino- hasta la puerta de la casa donde estaban comiendo los hermanos y dijo como suelen los mendigos: «Por el amor de Dios, dad una limosna a este peregrino pobre y enfermo».

El ministro, como los demás hermanos, lo reconocieron inmediatamente. El ministro respondió: «Hermano, también nosotros somos pobres, y, siendo muchos, nos son necesarias las limosnas que comemos. Pero, por el amor de aquel Señor a quien has invocado, entra y te daremos una porción de las limosnas que el Señor nos ha proporcionado». Entró y se quedó de pie frente a la mesa. El ministro le tendió la escudilla en que estaba comiendo y un trozo de su pan. Recibiólos y se sentó en el suelo junto al fuego y de cara a los hermanos, sentados ya a la mesa, que estaba elevada. Les dijo suspirando: «Cuando he visto esta mesa suntuosa y refinada, he pensado que no era la mesa de los pobres religiosos que diariamente piden de puerta en puerta. Ciertamente, a nosotros nos toca dar ejemplo en todo de humildad y de pobreza más que los otros religiosos, pues a este género de vida hemos sido llamados y a él nos hemos comprometido delante de Dios y de los hombres. Ahora me parece que estoy sentado como debe estar un hermano».

Quedaron avergonzados los hermanos, pues consideraban que les había dicho la verdad, y algunos se echaron a llorar amargamente viéndole sentado en el suelo y advirtiendo que les corregía tan santa y cuidadosamente.

Decía el bienaventurado Francisco que los hermanos debían tener mesas tan humildes y sencillas, que pudiera edificarse la gente del mundo; y que, si un pobre era invitado por los hermanos, pudiera sentarse junto a ellos y no en el suelo, mientras los hermanos estaban en sus asientos.

El señor papa Gregorio, cuando era obispo de Ostia, vino un día al lugar de los hermanos en Santa María de la Porciúncula. Entró en la casa y, junto con muchos caballeros, monjes y otros clérigos de su comitiva, se fue a ver el dormitorio de los hermanos. Cuando vio que dormían en el suelo, sin que tuvieran debajo otra cosa que un poco de paja, sin almohada y cubiertos con unos trozos de manta pobres y deshilachados, rompió a llorar en presencia de todos y dijo: «¡Mirad dónde duermen los hermanos! Nosotros, miserables, nos rodeamos de tantas cosas superfluas; ¿qué será de nosotros?» Él y los demás marcharon edificados. No vio mesa alguna, pues los hermanos comían sentados en el suelo. Y, aunque este lugar desde su fundación había sido siempre visitado por los hermanos durante mucho tiempo más frecuentemente que ninguno otro de la Religión (porque era aquí donde vestían el hábito los que entraban en la Religión), los hermanos de aquel lugar, lo mismo cuando eran pocos que cuando eran muchos, comían siempre sentados en el suelo. Mientras vivió el santo Padre, siguiendo su ejemplo y deseo, los hermanos de aquel lugar comían sentados en el suelo.

Viendo el bienaventurado Francisco que el lugar de los hermanos en Greccio (11) era adecuado y pobre y gustándole los habitantes de aquel castro, si bien eran pobrecitos y simples, más que los demás de la provincia, con frecuencia descansaba y moraba en este lugar, en razón, sobre todo, de que había una celda pobre y retirada, en la que se solía alojar el santo Padre.

Su ejemplo, su predicación y la de sus hermanos movieron, por la gracia del Señor, a muchos del pueblo a ingresar en la Religión (12). Muchas mujeres guardaban la castidad viviendo en sus casas, vestidas con el hábito religioso. Y, aunque cada una de ellas permanecía en su casa, vivían honestamente una vida de comunidad y afligían sus cuerpos en ayuno y oración; de suerte que, aun cuando eran jóvenes y sencillas, su manera de comportarse parecía, a los hombres y a los hermanos, propia no de personas seglares y de personas de su parentela, sino de personas santas y religiosas que hubiesen servido largos años al Señor. Muchas veces, el bienaventurado Francisco solía decir a los hermanos cuando les hablaba de los hombres y mujeres de aquel lugar: «En ninguna otra ciudad se ha convertido a la penitencia tanta gente como en Greccio, no obstante ser éste un poblado pequeño».

En aquella época, los hermanos del lugar, lo mismo que los de otros muchos lugares, solían alabar al Señor al atardecer. Con frecuencia, hombres y mujeres, grandes y pequeños, salían de sus casas, y de pie en el camino, ante el castro, alternaban con los hermanos, respondiendo en alta voz: «Loado sea el Señor Dios». Hasta los niños pequeños que no sabían hablar bien, cuando veían a los hermanos, alababan al Señor a su manera.

Desde hacía muchos años, esta buena gente sufría una gran calamidad: grandes lobos devoraban a los hombres y todos los años el granizo devastaba viñas y sembrados. Un día les dijo el bienaventurado Francisco en la predicación: «Oíd lo que os anuncio por el honor y la gloria de Dios: si cada uno de vosotros se enmienda de sus pecados y se convierte a Dios de todo corazón con el firme propósito y la voluntad de perseverar, tengo la seguridad de que nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, os librará de la calamidad de los lobos y del granizo que venís sufriendo desde hace mucho tiempo. Y aumentará y multiplicará en vuestro favor los bienes espirituales y temporales. Pero también os prevengo que, si volvéis a vuestro vómito (cf. 2 Pe 2,22) -Dios no lo permita-, este castigo y esta calamidad volverán y aún padeceréis catástrofes más terribles».

Desde aquel día y hora, por providencia divina y los méritos del santo Padre, cesó aquella tribulación. Cosa más extraordinaria y milagro más asombroso aún: cuando venía la granizada y arrasaba los campos de los pueblos vecinos, ni siquiera tocaba los de Greccio que lindaban con aquéllos. Durante dieciséis o veinte años se vieron colmados de bienes espirituales y temporales.

Mas por la riqueza comenzaron a enorgullecerse y a odiarse mutuamente, a herirse y hasta a matarse a espada, a matar a escondidas a animales del vecino, a saquear y a robar de noche y a cometer otras muchas fechorías. Cuando el Señor vio que sus obras eran perversas y que no cumplían las condiciones señaladas por su siervo, su celo se indignó contra ellos, apartó de ellos la mano de su misericordia, y el castigo del granizo y de los lobos cayo de nuevo sobre el pueblo, como les había amenazado el santo Padre; y se vieron afligidos por otros males mayores que los de antes. Al ser destruido por el fuego el pueblo entero, perdieron todos sus bienes, salvando tan sólo la vida (cf. 2 Cel 36 n. 4). Los hermanos y cuantos oyeron al santo Padre predecir la prosperidad y la adversidad, admiraron su santidad al comprobar cómo sus palabras se cumplieron a la letra.

Predice infortunios sobre Perusa

75. Un día (13)en que predicaba el bienaventurado Francisco en la plaza de Perusa a una gran multitud que allí se había congregado, unos caballeros de Perusa se pusieron a correr con unos caballos simulando un torneo de armas, e impedían con ello la predicación (2 Cel 37 n. 5). Hombres y mujeres, deseosos de escuchar la palabra del Santo, les llamaron la atención; pero ellos continuaron en su juego. Volviéndose a los caballeros el bienaventurado Francisco, les dijo con todo el ardor de su alma: «Escuchad y entended bien las cosas que el Señor os anuncia por mí, su siervo. Y no digáis: "¡Bah!, éste es un hombre de Asís"».

El bienaventurado Francisco dijo esto porque de antiguo existía gran enemistad entre asisienses y perusinos. Y añadió lo que sigue: «El Señor os ha exaltado y engrandecido sobre todos los pueblos vecinos, por lo que debierais estar reconocidos a vuestro Creador y mostraros humildes no sólo ante el Dios omnipotente, sino también ante vuestros mismos vecinos. Mas vuestro corazón está hinchado de arrogancia y soberbia por vuestra fortaleza. Saqueáis a vuestros vecinos y matáis a muchos de ellos. Por eso os digo que, si no os convertís pronto a Él y no dais satisfacción a aquellos a quienes habéis ofendido, el Señor, que no deja sin castigo injusticia alguna, os prepara una terrible venganza, castigo y humillación: hará que os levantéis unos contra otros, estallará la discordia y guerra civil y os sobrevendrán mayores males que los que os pudieran causar vuestros vecinos».

El bienaventurado Francisco, en efecto, no pasaba por alto en su predicación los vicios de la gente que ofendían públicamente a Dios o al prójimo. Mas el Señor le había dado tanta gracia, que cuantos le veían o escuchaban, pequeños o grandes, sentían hacia él respeto y veneración por razón de la riqueza de gracias que había recibido de Dios, y, cuando les reprendía, sentían vergüenza, pero quedaban edificados; e incluso a veces con esta ocasión, y para que orase por ellos con más fervor, se convertían al Señor.

Pocos días después sucedió, por permisión divina, que se desencadenó una lucha entre los caballeros y el pueblo. Éste echó fuera de la ciudad a los caballeros, quienes, con ayuda de la Iglesia, arrasaron muchos sembrados, viñas y árboles y causaron al pueblo todos los males que pudieron. Los plebeyos, en revancha, asolaron los campos, viñas y árboles de los caballeros. Así, los habitantes de Perusa, en castigo, sufrieron más que sus vecinos a quienes habían molestado. Se cumplió a la letra la predicación hecha por el bienaventurado Francisco.

Eficacia de su oración

76. En el curso de uno de sus viajes por una provincia, el bienaventurado Francisco se encontró con el abad de un monasterio que le tenía mucho afecto y veneración (14). El abad se apeó del caballo y habló con él, aproximadamente durante una hora, sobre el estado de su alma. Al despedirse, el abad le pidió con gran devoción que orase por él. «De buena gana lo haré», dijo el bienaventurado Francisco. Cuando el abad se había alejado un tanto, el Santo dijo a su compañero: «Hermano, esperemos un poco; voy a rogar por el abad, como le he prometido». Y rezó por él.

Era costumbre del bienaventurado Francisco, cuando alguien por devoción le suplicaba que pidiese por el bien de su alma, hacer oración por él cuanto antes, para que no se olvidara. El abad continuaba su camino, y no estaba todavía muy distante del bienaventurado Francisco, cuando recibió en su corazón la visita del Señor. Un dulce calor inundó su rostro y quedó enajenado un instante. Cuando volvió en sí, conoció que el bienaventurado Francisco había rogado por él. Alabó a Dios y sintió la alegría interior y exterior. Desde entonces tuvo todavía mayor devoción al santo Padre, pues había comprobado él mismo la excelencia de su santidad. Durante su vida refirió este suceso muchas veces a los hermanos y a otras gentes, pues lo consideraba como un gran milagro.

Olvida sus propios dolores recordando los de Cristo

77. El bienaventurado Francisco padeció durante mucho tiempo y hasta su muerte del hígado, del bazo y del estómago. Y, cuando marchó a ultramar para predicar al sultán de Babilonia y Egipto (cf. Flor 24 n. 1), contrajo una grave enfermedad de la vista a consecuencia de lo que sufrió por la fatiga del viaje, en el que, tanto de ida como de vuelta, tuvo que soportar grandes calores (cf. 1 Cel 105 n. 20). Y era tal el fervor de su espíritu desde su conversión a Cristo, que, a pesar de los ruegos de los hermanos y de otras personas, por la compasión que les producía, no quiso preocuparse con que fuera atendida alguna de estas enfermedades. Se portaba así porque, gracias a la gran dulzura y compasión que a diario percibía en la meditación de la humildad y los pasos del Hijo de Dios, lo que para la carne era amargo, se le hacía dulce para el espíritu. Es más: de tal manera se dolía a diario de los sufrimientos y amarguras que Cristo toleró por nosotros y de tal manera se afligía de ellos interior y exteriormente, que no se preocupaba de sus propias dolencias.

Llora la pasión de Cristo

78. En cierta ocasión, a los pocos años de su conversión, mientras caminaba solo no lejos de la iglesia de Santa María de la Porciúncula, iba llorando y sollozando en alta voz. Yendo así Francisco, tropezó con él un hombre piadoso -le conocemos y de él escuchamos este relato-, que le había ayudado mucho y consolado cuando todavía no tenía hermano alguno e incluso más tarde. Conmovido de piedad para con él, le preguntó: «¿Qué te pasa, hermano?» Pues pensaba que sufría dolores a causa de alguna enfermedad. Respondió Francisco: «De esta manera debería ir yo, sin vergüenza alguna, por todo el mundo llorando y sollozando la pasión de mi Señor». Y aquel hombre comenzó a llorar y a derramar lágrimas abundantes a una con Francisco.

Medita los ejemplos de humildad del Hijo de Dios

79. Otra vez, durante su enfermedad de la vista sufría tan grandes dolores, que un día le dijo un ministro: «Hermano, ¿por qué no dices a tu compañero que te lea algún pasaje de los profetas o algún otro capítulo de las Escrituras? Tu alma se recreará en el Señor y hallará gran consuelo». Sabía que se alegraba mucho en el Señor cuando escuchaba la lectura de las divinas Escrituras. Mas él respondió: «Hermano, siento todos los días tanta dulzura y consuelo en el recuerdo y meditación de la humildad manifestada en la tierra por el Hijo de Dios, que podría vivir hasta el fin del mundo sin mucha necesidad de escuchar o meditar otros pasajes de las Escrituras».

Con frecuencia recordaba y luego recitaba a los hermanos aquel verso de David: Mi alma no quiere otro consuelo (Sal 76,3). Por eso, queriendo ser, como él decía frecuentemente a los hermanos, ejemplo y modelo para todos ellos, rehusaba no sólo los medicamentos, sino también la alimentación, que le era necesaria por sus achaques. Y como lo que acabamos de decir lo tenía en cuenta no sólo cuando parecía estar sano -que siempre estaba débil y enfermo-, sino también en sus enfermedades, era siempre austero con su cuerpo.

Severidad consigo mismo durante la enfermedad

80. Estando convaleciente de una grave enfermedad, le pareció, examinándose, que durante ella había sido un tanto complaciente en la comida, por más que apenas había comido, porque los muchos, diversos y prolongados males no se lo permitían.

Un buen día se levanta, aunque todavía estaba con fiebres cuartanas, y ordena que convoquen a los habitantes de Asís en la plaza para predicarles. Terminado el sermón, les ruega que nadie se marche, porque en seguida va a volver. Entra en la iglesia de San Rufino y baja a la confesión (15) con el hermano Pedro Cattani, primer ministro general elegido por él mismo, y con otros hermanos. Ordena al hermano Pedro que le obedezca y no se oponga a lo que quiere decir y hacer. El hermano Pedro responde: «Hermano, yo no puedo, no debo hacer sino lo que deseas, tanto en lo concerniente a ti como a mí».

Entonces, el bienaventurado Francisco se despoja de su túnica y manda al hermano Pedro que le conduzca así, desnudo, con la cuerda al cuello, delante del pueblo. A otro hermano le ordena que tome una escudilla llena de ceniza y que, subiendo al lugar desde donde había predicado, arroje y esparza la ceniza sobre su cabeza; pero este hermano, por piedad y compasión que se le despertó para con él, no le obedece. El hermano Pedro sí le conduce tal como le había ordenado, sollozando fuertemente, y con él los otros hermanos.

Cuando está de nuevo, así desnudo, delante del pueblo y en el lugar desde donde había predicado, habla en estos términos: «Vosotros y los que, siguiendo mi ejemplo, dejan el mundo, entran en la Religión de los hermanos y siguen su vida, me creéis un hombre santo. Pues bien, yo confieso delante de Dios y de vosotros que durante esta mi enfermedad he comido carne y caldo de carne».

Casi todos se echan a llorar de piedad y compasión de él, sobre todo porque hacía mucho frío y era invierno y él no se había curado todavía de la calentura cuartana. Se golpeaban el pecho y se acusaban, diciendo: «Si este santo, cuya vida conocemos y a quien vemos vivo en una carne ya casi muerta por el exceso de la abstinencia y por la austeridad que ha mantenido respecto del cuerpo desde el comienzo de su conversión a Cristo, se acusa con un gesto corporal de tanta humildad de un caso de clara y justa necesidad, ¿qué hemos de hacer nosotros, miserables, que hemos vivido o querido vivir todo el tiempo de nuestra vida según los caprichos y deseos de la carne?»

Aborrece la hipocresía en el vestido y en la alimentación

81. También aconteció que, durante la cuaresma de San Martín, que hizo en un eremitorio (16), los hermanos, a causa de su enfermedad, le sirvieran los alimentos condimentados con tocino, porque el aceite le hacía mucho mal. Terminada la cuaresma, y con ocasión de predicar a una gran muchedumbre congregada cerca del eremitorio, comenzó con estas palabras: «Vosotros venís a mí con gran devoción y creyendo que soy un santo; mas yo confieso ante Dios y ante vosotros que durante esta cuaresma que he pasado en este eremitorio he tomado alimentos condimentados con tocino».

Más aún, rara era la vez en que, si los hermanos o los amigos de éstos, cuando comía en sus casas, le daban algún manjar especial en atención a manifiesta necesidad de su cuerpo por sus enfermedades, no dijera en seguida y en público, ya en casa, ya fuera de ella, delante de los hermanos o de los seglares que ignorasen el detalle: «Hoy he comido tal o cual manjar», pues no quería ocultar a los hombres lo que era conocido por Dios.

Es más: dondequiera o ante cualesquiera, religiosos o seglares, que estuviere, si su espíritu se veía alguna vez agitado por sentimientos de vanagloria o soberbia o por cualquier otro vicio, inmediatamente lo confesaba ante ellos con claridad y sin paliativos. Un día dijo a sus compañeros: «Quiero ser ante Dios, lo mismo cuando estoy en eremitorios que en otros lugares, como los hombres me ven y me consideran, porque, si ellos me creen santo y no vivo como tal, sería un hipócrita».

Una vez en invierno, en atención a su enfermedad del bazo y al frío del estómago, uno de sus compañeros, que era su guardián, le procuró, porque entonces hacía mucho frío, una piel de zorro y le rogó que le permitiera cosérsela a la túnica por su parte interior y en el lugar que abrigaba el bazo y el estómago. Hay que tener en cuenta que el bienaventurado Francisco, desde que se entregó al servicio de Cristo hasta el día de su muerte, no quiso vestir más que una sola túnica, remendada cuando quería remendarla. El bienaventurado Francisco respondió: «Si quieres que lleve esta piel bajo la túnica, que cosan también un trozo de ella por el exterior, para que todos se den cuenta de que llevo una piel bajo mi hábito». Así se hizo. Pero no la llevó muchos días, aunque la necesitaba por sus enfermedades.

Se acusa de vanagloria

82. En otra ocasión iba por la ciudad de Asís y le seguía mucha gente. Una anciana muy pobre le pidió limosna por el amor de Dios. Rápidamente le da el manto con que cubría sus espaldas. Y a continuación declara delante de todos que aquel gesto había producido en él un sentimiento de vanagloria. Los que vivimos con él vimos y oímos otros muchos ejemplos semejantes, pero no podemos citarlos, porque sería muy largo escribirlos y narrarlos. Su principal y sumo cuidado fue siempre no ser hipócrita a los ojos de Dios. Su enfermedad hacía necesarios ciertos cuidados en la comida, pero él se creía en la obligación de dar buen ejemplo a los hermanos y a los demás para evitar toda ocasión de murmuración y escándalo. Por eso prefería soportar pacientemente y de buena gana las molestias de su cuerpo -esto lo hizo hasta el día de su muerte- antes de poner remedio a las mismas, aunque lo hubiera podido hacer según Dios y el buen ejemplo que debía dar.

El cardenal Hugolino le exhorta a que se deje curar.
Composición del Cántico de las criaturas

83. Viendo que el bienaventurado Francisco continuaba siendo duro con su cuerpo, como lo había sido siempre, y, sobre todo, que, estando perdiendo la luz de los ojos, rehusaba que se los curaran, el obispo de Ostia, que después fue papa, le hizo esta advertencia con mucho amor y compasión: «Hermano, no obras bien al no cuidar de ser ayudado en la enfermedad de los ojos, pues tu salud y tu vida son muy útiles a ti y a los demás. Si te compadeces de los hermanos enfermos y has sido siempre misericordioso con ellos y continúas siéndolo, ahora no debes ser cruel contigo, porque tu enfermedad es grave y te encuentras en una evidente necesidad. Por eso te ordeno que te dejes ayudar y curar".

Dos años antes de su muerte [es decir, en otoño de 1224], estando ya muy enfermo y padeciendo, sobre todo, de los ojos, habitaba en San Damián, en una celdilla hecha de esteras. Viéndole el ministro general (17) tan afligido por la enfermedad de los ojos, le mandó que se hiciera y se dejara ayudar y cuidar; incluso le dijo que deseaba estar presente cuando el médico comenzase el tratamiento, sobre todo para que con mayor seguridad se dejara medicinar y para animarle en aquel gran sufrimiento. Pero entonces hacía mucho frío y el tiempo no era propicio para empezar la cura (18).

Yacía en este mismo lugar el bienaventurado Francisco y llevaba más de cincuenta días (19) sin poder soportar de día la luz del sol, ni de noche el resplandor del fuego. Permanecía constantemente a oscuras tanto en la casa como en aquella celdilla. Tenía, además, grandes dolores en los ojos (20) día y noche, de modo que casi no podía descansar ni dormir durante la noche; lo que dañaba mucho y perjudicaba a la enfermedad de sus ojos y sus demás enfermedades. Y lo que era peor: si alguna vez quería descansar o dormir, había tantos ratones en la casa y en la celdilla donde yacía -que estaba hecha de esteras y situada a un lado de la casa-, que con sus correrías encima de él y a su derredor no le dejaban dormir, y hasta en el tiempo de la oración le estorbaban sobremanera. Y no sólo de noche, sino también le molestaban de día: cuando se ponía a comer, saltaban sobre su mesa; lo cual indujo a sus compañeros y a él mismo a pensar que se trataba de una tentación diabólica, como era en realidad.

En esto, cierta noche, considerando el bienaventurado Francisco cuántas tribulaciones padecía, sintió compasión de sí mismo y se dijo: «Señor, ven en mi ayuda en mis enfermedades para que pueda soportarlas con paciencia». De pronto le fue dicho en espíritu: «Dime, hermano: si por estas enfermedades y tribulaciones alguien te diera un tesoro tan grande que, en su comparación, consideraras como nada el que toda la tierra se convirtiera en oro; todas las piedras, en piedras preciosas, y toda el agua, en bálsamo; y estas cosas las tuvieras en tan poco como si en realidad fueran sólo pura tierra y piedras y agua materiales, ¿no te alegrarías por tan gran tesoro?» Respondió el bienaventurado Francisco: «En verdad, Señor, ése sería un gran tesoro, inefable, muy precioso, muy amable y deseable». «Pues bien, hermano -dijo la voz-; regocíjate y alégrate en medio de tus enfermedades y tribulaciones, pues por lo demás has de sentirte tan en paz como si estuvieras ya en mi reino».

Por la mañana al levantarse dijo a sus compañeros: «Si el emperador diera un reino entero a uno de sus siervos, ¿no debería alegrarse sobremanera? Y si le diera todo el imperio, ¿no sería todavía mayor el contento?» Y añadió: «Pues yo debo rebosar de alegría en mis enfermedades y tribulaciones, encontrar mi consuelo en el Señor y dar rendidas gracias al Padre, a su Hijo único nuestro Señor Jesucristo y al Espíritu Santo, porque Él me ha dado esta gracia y bendición; se ha dignado en su misericordia asegurarme a mí, su pobre e indigno siervo, cuando todavía vivo en carne, la participación de su reino. Por eso, quiero componer para su gloria, para consuelo nuestro y edificación del prójimo una nueva alabanza del Señor (21) por sus criaturas. Cada día ellas satisfacen nuestras necesidades; sin ellas no podemos vivir, y, sin embargo, por ellas el género humano ofende mucho al Creador. Cada día somos ingratos a tantos dones y no loamos como debiéramos a nuestro Creador y al Dispensador de todos estos bienes».

Se sentó, se concentró un momento y empezó a decir: «Altísimo, omnipotente, buen Señor...» Y compuso para esta alabanza una melodía que enseñó a sus compañeros para que la cantaran. Su corazón se llenó de tanta dulzura y consuelo, que quería mandar a alguien en busca del hermano Pacífico, en el siglo rey de los versos y muy cortesano maestro de cantores, para que, en compañía de algunos hermanos buenos y espirituales, fuera por el mundo predicando y alabando a Dios.

Quería, y es lo que les aconsejaba, que primero alguno de ellos que supiera predicar lo hiciera y que después de la predicación cantaran las Alabanzas del Señor, como verdaderos juglares del Señor. Quería que, concluidas las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Somos juglares del Señor, y la única paga que deseamos de vosotros es que permanezcáis en verdadera penitencia». Y añadía: «¿Qué son, en efecto, los siervos de Dios sino unos juglares que deben mover los corazones para encaminarlos a las alegrías del espíritu?» (cf. Adm 20). Y lo decía en particular de los hermanos menores, que han sido dados al pueblo para su salvación.

A estas alabanzas del Señor, que empiezan por «Altísimo, omnipotente, buen Señor...», les puso el título de Cántico del hermano sol, porque él es la más bella de todas las criaturas y la que más puede asemejarse a Dios.

Solía decir: «Por la mañana, a la salida del sol, todo hombre debería alabar a Dios que lo creó, pues durante el día nuestros ojos se iluminan con su luz; por la tarde, cuando anochece, todo hombre debería loar a Dios por esa otra criatura, nuestro hermano el fuego, pues por él son iluminados nuestros ojos de noche». Y añadió: «Todos nosotros somos como ciegos, a quienes Dios ha dado la luz por medio de estas dos criaturas. Por eso debemos alabar siempre y de forma especial al glorioso Creador por ellas y por todas las demás de las que a diario nos servimos».

Él así lo hizo, y lo hacía con alegría en la salud y en la enfermedad, e invitaba a los demás a que alabaran al Señor. Y, cuando arreciaban sus dolores, él mismo entonaba las alabanzas del Señor y hacía que las continuaran sus compañeros, para que, abismado en la meditación de la alabanza del Señor, olvidara la violencia de sus dolores y males. Así perseveró hasta el día de su muerte.

Restablece la paz entre el obispo y el «podestà» de Asís

84. En este mismo tiempo, estando enfermo y predicadas y compuestas ya las alabanzas (22), el obispo a la sazón de Asís excomulgó al podestà (23); éste, enemistado con aquél, había hecho, con firmeza y de forma curiosa, anunciar por la ciudad de Asís que nadie podía venderle o comprarle, ni hacer con él contrato alguno. De esta forma creció el odio que mutuamente se tenían. El bienaventurado Francisco, muy enfermo entonces, tuvo piedad de ellos, particularmente porque nadie, ni religioso ni seglar, intervenía para establecer entre ellos la paz y armonía.

Dijo, pues, a sus compañeros: «Es una gran vergüenza para vosotros, siervos de Dios, que nadie se preocupe de restablecer entre el obispo y el podestà la paz y concordia, cuando todos vemos cómo se odian». Por esta circunstancia añadió esta estrofa a aquellas alabanzas:

«Loado seas tú, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor
y soportan enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las sufren en paz,
pues de ti, Altísimo, coronados serán».

Después llamó a uno de sus compañeros y le dijo: «Vete donde el podestà y dile de mi parte que acuda al obispado con los notables de la ciudad y con toda la gente que pueda reunir».

Cuando el hermano partió, dijo a otros dos compañeros: «Id y, en presencia del obispo, del podestà y de toda la concurrencia, cantad el Cántico del hermano sol. Tengo confianza de que el Señor humillará sus corazones, y, restablecida la paz, volverán a su anterior amistad y afecto».

Cuando todo el mundo estaba reunido en la plaza del claustro del obispado, los dos hermanos se levantaron y uno de ellos tomó la palabra: «El bienaventurado Francisco ha compuesto en su enfermedad las alabanzas del Señor por las criaturas para gloria de Dios y edificación del prójimo. Él os pide que las escuchéis con gran devoción». Y empezaron a cantarlas. El podestà en seguida se pone en pie, junta sus brazos y manos y con gran devoción y hasta con lágrimas escucha atentamente como si fuera el Evangelio del Señor, pues sentía hacia el bienaventurado Francisco gran confianza y veneración.

Al final de las alabanzas del Señor, el podestà habló al pueblo: «En verdad os digo que no sólo perdono al señor obispo, al que debo reconocer por mi señor, sino que perdonaría al asesino de mi hermano o de mi hijo». Y, arrojándose a los pies del señor obispo, le dijo: «Por el amor de nuestro Señor Jesucristo y de su siervo el bienaventurado Francisco, estoy dispuesto a daros por todas mis ofensas la satisfacción que deseéis». El obispo le tendió las manos y le levantó, diciendo: «Mi cargo exige en mí humildad, pero tengo un carácter pronto a la cólera; te pido me perdones». Los dos se abrazaron y besaron con gran ternura y afecto.

Los hermanos admiraron, una vez más, la santidad del bienaventurado Francisco, pues se había cumplido a la letra lo que había predicho acerca de la paz y concordia de aquellos dos personajes. Todos los testigos de la escena consideraron como un gran milagro, por los méritos del bienaventurado Francisco, el que tan pronto los visitara el Señor y el que, sin recordar palabra alguna ofensiva, hubieran pasado de tan gran escándalo a tan leal avenencia. Nosotros que hemos vivido con el bienaventurado Francisco, damos fe de que, si él decía: «Tal cosa está sucediendo o sucederá», su palabra se cumplía casi a la letra. Con nuestros ojos hemos contemplado lo que sería muy largo de escribir y narrar.

Cántico-exhortación a las damas pobres

85. Aquellos mismo días y en el mismo lugar, el bienaventurado Francisco, después de haber compuesto las alabanzas del Señor por sus criaturas, compuso también unas letrillas santas con música, para mayor consuelo de las damas pobres del monasterio de San Damián, particularmente porque sabía que estaban muy afectadas por su enfermedad.

Como no podía, a causa de la enfermedad, visitarlas y consolarlas personalmente, hizo que sus compañeros les transmitieran la letra que había compuesto para ellas. Con estas palabras, como siempre, les quiso manifestar brevemente su voluntad: que debían tener una sola alma y vivir unidas en caridad, ya que, por su predicación y ejemplo, ellas se habían convertido a Cristo cuando los hermanos eran todavía pocos. Su conversión y su vida eran prestigio y edificación no sólo de la Religión de los hermanos, de la que eran su plantita, sino de la Iglesia entera de Dios.

Conocedor el bienaventurado Francisco de que desde el principio de su conversión, por voluntad y necesidad, llevaban una vida muy austera y pobre, sentía siempre gran piedad por ellas.

Por eso, en el mensaje les ruega también que, como el Señor las había congregado de muchas partes para unirlas en la santa caridad, en la santa pobreza y en la santa obediencia, mantengan hasta morir fidelidad a éstas. Les pide especialmente que con alegría y acción de gracias provean discretamente a sus necesidades corporales, sirviéndose de las limosnas que el Señor les proporcionaba; y, sobre todo, recomienda que tengan paciencia las sanas por los trabajos que soportan por sus hermanas enfermas, y éstas en las enfermedades y necesidades que sufren.

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Notas:

1) Si lo que refiere en el número anterior tuvo lugar en 1225, esa misma fecha sería esta a que ahora se refiere.

2) A 4 kilómetros y medio al norte de Rieti.

3) Residió allí del 23 de junio de 1225 al 31 de enero de 1226. Entre los miembros de la curia figuraba el cardenal Hugolino (1 Cel 99).

4) Teniendo en cuenta que el Santo estuvo en San Damián «más de cincuenta días» (LP 83) y que aguardó al «tiempo favorable» para el tratamiento de los ojos (LP 86), iría a Fonte Colombo en febrero o marzo de 1225. El cauterio le fue practicado en la primavera o a comienzos del verano de este mismo año.

5) Es difícil señalar la fecha según esta expresión; al principio tenían facultad para recibir hermanos todos los hermanos; luego sólo San Francisco; cuando en 1219 pasó éste a ultramar, designó al hermano Mateo de Narni como vicario para esta misión; pronto vemos que los ministros provinciales admiten en sus provincias.

6) Cambell interpreta De Luca como un nombre de familia (en lugar de ciudad) y hace notar que el primer terciario franciscano (que murió el mismo día que su mujer como los personajes del párrafo anterior) se llamaba Lucensis o Luquesio.

7) En el palacio del obispo de Rieti.

8) Probablemente, el hermano Leonardo de Asís (2 Cel 31).

9) Probablemente, el hermano Ricerio. Episodios semejantes en 2 Cel 44 bis y 45. Noticias sobre el hermano Ricerio, en LP 101.

10) Según 2 Cel 61 y LM 7,9, se trataría de la fiesta de Pascua.

11) Las primeras veces que estuvo en Greccio se retiraba a una chabola en la cima del monte; luego se estableció en un lugar menos distante.

12) Es importante este pasaje para la historia de la Tercera Orden, a la que LP 69 podría hacer alusión. Se señalan aquí algunos rasgos comunes con las beguinas.

13) 2 Cel 37 señala que, dejando su celda de Greccio, de la que se venía hablando, Francisco se dirigió a Perusa.

14) El abad de San Justino, en la diócesis de Perusa, según 2 Cel 101.

15) La «confesión» era el sepulcro del Santo, al que estaba dedicada la iglesia.

16) En Poggio Bustone y hacia Navidad, según 2 Cel 131.

17) A partir de 1221 era vicario general el hermano Elías.

18) Por consiguiente, en invierno de 1224-25.

19) Después los cincuenta días en San Damián, cuando mitigaron algo los fríos, marchó a Fonte Colombo (cf. LP 68 n. 4).

20) Sobre la enfermedad de los ojos, cf. Flor 19 n. 1.

21) Se emplea aquí el singular; en lo restante del número se empleará el plural: Alabanzas del Señor, como título del Cántico de las criaturas.- «Nueva», ¿el adjetivo sugiere que se trata de un género literario cultivado ya otras veces por San Francisco? (Cf. también, más arriba, LP 66).

22) ¿No será una corrupción del texto original, que acaso diría «praedictis laudibus iam compositis», "compuestas ya las predichas alabanzas"? En su paralelo de EP 101 se dice: «Después de haber compuesto las predichas alabanzas».

23) No es seguro que el podestà fuera Opórtolo.

LP 51-66 LP 86-104

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